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ArribaAbajo El lenguaje de los perros extracto

Serge Pey


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Mi padre no hablaba. Reflejaba una mezcla de cables, vigas y martillos, de francés, de español, de jerga de taller. No le gustaba ni el alemán ni el inglés, porque para él eran las lenguas comunes de los enemigos, de los burgueses y de las latas de conserva. Los primeros porque habían sido unos bárbaros que habían quemado a todos los hombres del pueblo dentro de la iglesia, y los segundos porque habían electrocutado a Sacco y Vanzetti y porque todavía ahorcaban a los negros en los árboles con cruces de fuego.

«La chiotte» (la cagadera) era su coche, lo llamaba así porque estaba sucio y parecía un WC y eso hacía reír a mi madre.

El «bastrous» era el imbécil feliz.

En el barrio éramos los únicos que teníamos miedo a la Guilla que tomaba el aspecto de un dragón y de coco y que no era -no lo supe hasta más tarde- otra cosa que el zorro en el lenguaje de la alta montaña.

Muchas otras palabras hacían palidecer a la familia por parte de mi madre cuando él blasfemaba.

Tanto dentro como fuera de los muros de nuestra casa, estaba prohibido pronunciar las injurias de mi padre. Sólo él tenía el privilegio de la blasfemia.

Del otro lado de la frontera, habíamos leído en un periódico que se iba a prisión por blasfemar y que la guardia civil daba caza a los contraventores como si fueran criminales de Dios.

En según qué momentos del año, mi padre incrementaba los tacos y parecía proferirlos por aquellos que ya no podían o que lo hacían en voz baja en los calabozos húmedos y siniestros de las prisiones de Gerona o de Burgos.

Entonces resonaban como un rosario de tierra y de piedras los «¡Me cago en Dios!» y otros «¡Me cago en la hostia!», y sobretodo la blasfemia suprema que nos hacía temblar de alegría, porque mi madre se taponaba los oídos riendo: «¡Me cago en la puta madre de Dios!». Mi padre añadía a esta serie de blasfemias, proferidas conteniendo la respiración, el eterno punto de exclamación, pronunciado desde el fondo de la garganta con la fuerza de la voz debajo de una coral: «¡Me cago en sus muertos!».

Mi padre colocaba siempre una mayúscula en la última letra de la última palabra de cada frase. Así cambiaba el mundo. Para su asombro «Me cago en sus muertos» fue el primer y último respiro.

Había ritos y códigos. Reglamentos de fuera de ley.

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Cuando oíamos las tres injurias dichas en una misma bocanada de aire y de saliva, nos escondíamos y desaparecíamos hasta la llegada de la próxima «¡Me cago en sus muertos!» que calmaba la letanía como un punto de puntuación definitivo.

Cuando las tres injurias eran interrumpidas cada una por un silencio, la señal era diferente, nos precipitábamos todos para ver lo que pasaba o lo que mi padre había descubierto: una serpiente, una filtración en una pared, una moneda, un viejo cuchillo. Entonces, mi padre recobrando aliento, se enjuagaba la garganta con una última injuria que dirigía al mismo destinatario divino «¡Me cago en la puta madre que te parió!».

En la Bolsa de trabajo había un busto de Jaurés. Los españoles que frecuentaban la sala de reunión tenían una veneración piadosa por este hombre que había combatido la guerra y que había muerto bajo las balas de un asesino que tenía un nombre predestinado: Vilain (Villano). Los españoles habían vengado su muerte en las islas, en plena guerra civil y pronunciaban su nombre con un emotivo respeto.

En mi ciudad, el busto de Jaurés se hallaba en una gran sala con un fondo enlutado, con sillas de hierro plegadas. Una bandera roja y una bandera tricolor rodeaban el busto. Jaurés con su perfil de yeso parecía vigilar la entrada de la escena en donde se celebraban las reuniones públicas. El techo del local estaba sostenido por postes de madera que más tarde fueron reemplazados por columnas de cemento.

Una inmensa viga dividía la sala en dos, exactamente en el lugar donde presidía el busto silencioso y barbudo del gran hombre. En francés, los españoles confundían las «ou», las «u» y las «o». De la poutre (viga) al apôtre (apóstol) la equivocación era fácil, y oí hablar por primera vez de Jaurés como el hombre de la poutre, de la paz y no se sabía nunca si aquellos que hablaban de él nombraban la viga de hierro que atravesaba la sala o el héroe asesinado de la primera guerra.

De todas maneras, de poutre a apôtre, Jaurés desempeñaba bien su cometido y cada vez cuando percibo su busto en las plazas públicas, hoy todavía, veo crecer por encima suyo una viga invisible que me hace regresar a la Casa del pueblo del otro lado del río, en donde se hallaba nuestra casa de refugiados.

Habíamos aprendido las injurias de nuestro padre por contagio y solidaridad. Cada vez que llegaban noticias del otro lado, se sentaba delante de la puerta de casa y fumaba larga y tendidamente sin hablar. A veces, un «compañero» se reunía con él por la noche y mantenía   —35→   extraños conciliábulos bajo la luz de la lámpara, delante de la eterna cafetera de estaño y del periódico desplegado. Por la mañana, el «compañero» se marchaba en secreto con un saco verde lleno de libros y mi padre abrazándolo le decía suavemente el imperecedero: «¡que te vaya bien Cabrón!».

El eco es el arma de los niños.

Con mi hermano cruzábamos el puente por encima del torrente y luego, seguidamente, girábamos del lado del castaño, siguiendo el camino hasta la cresta. Dejábamos nuestras bicicletas en la última aldea del valle donde las casas de piedra se apiñaban alrededor de un pozo al que estaba atado el inmortal borrico de orejas blancas.

Al final del camino, detrás de la capilla, una falla se abría sobre la otra ladera.

Desde este sitio esperábamos a que subiera el viento y el humo de un puesto de la guardia civil que se escondía entre los peñascos del otro lado de la frontera.

Juntos, pero temerosos ante lo desconocido, confiábamos nuestros insultos a la noche, tirando piedras con nuestras hondas hechas con las cámaras de aire de las bicicletas rojas:

«¡Me cago en su Dios!».

Nos parecía que las injurias tomaban el cariz de fórmulas de hechicero que lanzábamos contra los soldados que guardaban la foto de mi padre junto a aquéllas de los condenados a muerte. Y el valle resonaba del tambor de los ecos, puede ser que hasta la capital del reino, detrás de los mármoles y retablos de oro de las iglesias fascistas y de los rosarios que agarrotaban a los justos:

«¡Me cagooo en su Diooos!».

Los ecos que envolvían/hacían rodar la montaña despertaban en nosotros nuevos ánimos histéricos e insospechados. Luego, juntos, cogidos por la mano como las trompetas de Jericó que tenían que hacer caer los muros invisibles de la desesperación, gritábamos todavía más y por ráfagas:

«¡Hijos de puta! ¡Me cago en la puta madre que les parió! ¡Me cago en sus muertos!».

A cada instante esperábamos una respuesta de un arma automática, de un disparo, puede que de una granada, y nos escondíamos tras los peñascos que palpitaban como nuestros corazones, adonde el eco venía a cogernos. Proferíamos nuestras salvas de maldiciones sólo una vez y nunca repetíamos nuestro coraje. Después rodábamos sobre nosotros mismos del otro lado del terraplén. La camisa desgarrada, las rodillas en sangre, teníamos miedo de nuestra propia voz. Entonces corríamos a galope tendido hacia la casa del pastor, justo detrás de   —36→   la fuente. Corríamos para atrapar nuestras bocas, habíamos tenido miedo de nuestras pobres palabras demasiado tarde:

«Muertos... muertos... tos... tos... tos... Muertos... muertos... tos... tos... tos...».

Esta noche la voz vuelve, la oigo. Es mi hermano, solo, que hace resonar la montaña. Ahora el eco golpea el puente, durante un instante acaricia a la lejanía en el valle, para deslizarse después sobre el gran peñasco y rebotar a mis pies como una piedra.

Mi boca es únicamente una oreja que ve y que responde como un ojo que habría visto el futuro:

«Muertos... muertos... uertos... uertos...»