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ArribaAbajo Las labores panhispánicas en torno a la lengua

Pedro Luis Barcia


Se ha fijado el 23 de abril como el Día del Idioma español, en homenaje a Miguel de Cervantes Saavedra, muerto en esa fecha del año 1616. En muchas cosas, se sabe, estamos rezagados respecto de otros pueblos, pero en esta celebración, no. En la sesión de la Academia Argentina de Letras, del 1.º de octubre de 1936, don Gustavo Martínez Zuviría -quien firmaba su obra novelística como Hugo Wast- presentó una moción para que fuese creado «el Día del Idioma y que su conmemoración tenga por principal escenario las escuelas y colegios de la República». La Academia hizo suyo ese proyecto y solicitó al Ministerio de Justicia e Instrucción Pública que se instaurara el 23 de abril de cada año como Día del Idioma y se evocara la memoria de Cervantes en las clases de Lengua y Literatura en todos los establecimientos educativos del país. El 4 de noviembre de 1936, salió la resolución ministerial que oficializaba la moción de la Academia. Casi medio siglo después, el 22 de enero de 1982, el Gobierno de España pide a la Real Academia Española que fundamente un proyecto similar. Así se hizo. En las consideraciones, se lee: «La Real Academia Española ve con la mayor simpatía el proyecto y desea su realización total, ya que nos hermanaría con tantas repúblicas hispanoamericanas que también celebran ese día una fiesta análoga»15.

Desde hace sesenta y seis años, celebramos, en este día, el bien común del idioma español, como debemos hoy llamarlo, o castellano, como por mucho tiempo hemos preferido denominarlo en la Argentina,   —48→   por las razones que analizó lúcidamente Amado Alonso en su libro: Castellano, español, idioma nacional. Historia espiritual de tres nombres16.

Cuando era muchacho, en provincia, estudiamos el esperanto pues sus propagandistas nos decían que, dominando esta lengua artificial de uso universal, podríamos viajar por la planetaria vastedad terrestre comunicándonos con todos los hombres como si fuéramos «ciudadanos del mundo», según la sabida expresión estoica. Lamentablemente, el resto de los mortales no se enteró de la notable conveniencia y bondades del invento lingüístico del doctor polaco Ludwik Zamenhof y no aplicó a él la luz de «las lámparas estudiosas», como dice la hipálage de Milton. Más nos hubiera valido dedicar todas esas jornadas al estudio del español. Hoy es la cuarta lengua en el mundo y la segunda en los Estados Unidos de América. Los hispanohablantes podemos pasear por más de veinte países sin dificultad de diálogo, cosa que no puede hacer un europeo, un asiático o un africano. No es, por cierto, pequeña ventaja comparativa la que podemos ostentar. De allí la necesidad de reforzarla, vigorizarla y mantener la unidad del español en medio de la natural variedad.

Las Academias trabajan con ese objetivo. Muchos siguen viendo en las Academias instrumentos de dictadura idiomática y conciben el purismo negativamente, como hijo de una estrechez inflexible, de posturas retrógradas y estáticamente conservadoras. La definición que de «purista» hoy nos allega el DRAE en su última versión (22.ª, 2001) es sensatamente positiva: «Persona que al hablar o escribir, evita conscientemente los extranjerismos y neologismos que juzga innecesarios o defiende esta actitud». Es una actitud claramente crítica y abierta, consciente y reflexiva sobre el uso de la lengua. Nada de credos de fe ni de exorcismos satanizantes. Simplemente, lungo studio e'l grande amore por su objeto. Recordamos, a propósito, la afirmación lúcida del Marqués de Santillana: «Al siniestro lo hace diestro / el amor por el oficio». Y de eso se trata, de estudioso amor, de firme conciencia de la lengua en que nos manifestamos.

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Las Academias ejercen su autoridad en cuestiones idiomáticas, autoridad proveniente de un sostenido y fundado estudio de la materia lingüística. Analizan cada problema, dificultad o aspecto que exija atención especializada y opinan en consecuencia. Es lo propio que ocurre, sanamente, en otros campos del saber y en las áreas del conocimiento científico. A nadie se le ocurre, sin ser entendido en el terreno, opinar sobre la física cuántica o acerca de las reacciones del sulfato de cobre ante tal reactivo. Pero todo el mundo, por el hecho de que habla una lengua desde pequeño -con apenas ochocientas palabras, que sólo le alcanzan para pedir un café y otros trajines de la cotidianeidad-, se cree avalado e idóneo para opinar en materia del español. No se le ocurre, claro, pese a que realiza espontáneamente todas sus tareas digestivas, dictaminar sobre las realidades fisicoquímicas de esa digestión ni diagnosticar sobre las alteraciones biológicas de su aparato digestivo. Va a un especialista. Así se comporta la mayoría: menos en lo que hace al idioma.

La palabra «autoridad» tiene mala prensa, por deformación del concepto y por asimilación intencionada a «autoritarismo». En rigor, y de acuerdo con el verbo en que se genera, augere, alude a «hacer crecer», «promover» algo o a alguien. Precisamente, lo contrario del autoritarismo, que aplasta, reduce, estrecha y ciega el desarrollo de lo potencial. El autoritarismo es castrador, la autoridad es vitalizadora y motivadora. Las Academias buscan liberar al hablante de sus limitaciones y pobrezas, incitándolo a que aumente su caudal léxico, sus fraseos sintácticos, y crezca en el dominio de ese instrumento del cual depende su libertad expresiva. El populismo lingüístico conduce a que no se generen personas, sino masas ignaras que son, como decía Ortega y Gasset, «el grado cero de la creatividad». El populismo en lo idiomático mantiene a los hablantes en las gradas bajas de la escala, jamás lo promueve o lo incita a ascender hacia su personalidad expresiva. Le da más de lo mismo, como al pueblo romano: «pan y circo», «espontaneísmo» y facilismo en la expresión. Así ejerce, veladamente, una forma de autoritarismo: fijar al pueblo en un nivel bajo.

Hay un lugar común que sigue reiterándose sin modificación alguna respecto del papel de la Real Academia Española en materia idiomática: la prepotencia normativa y el imperio del punto de vista peninsular. Por lo visto, ni los diarios leen los que siguen con esta   —50→   cantinela descalificadora. Hoy, y desde hace lustros, la RAE trabaja «con el concurso eficaz de las Academias hermanas, en pro de la unidad del español»; y todas constituyen la Asociación de Academias de la Lengua Española, institución que ha dado los más firmes y valiosos pasos en pro de esta fraternidad académica. Las correspondientes no son «sucursales» de la RAE, como las llamaba despectivamente Juan Antonio Árgerich en su polémica con Rafael Obligado, hacia 188917. Las Academias de la lengua española son «asociadas» a la RAE y a sus miembros, «correspondientes», porque «responden juntamente a ella y con ella» a propósito de todas las cuestiones que hacen al uso idiomático.

La Asociación ha ido articulando un conjunto notable de labores comunes entre las corporaciones académicas de todo el mundo hispanohablante y concretando en productos sus proyectos porque, se sabe, «obras son amores y no buenas razones». Ya se publicó la Ortografía (1999), en cuyo Prólogo se aclara:

Los detallados informes de las distintas Academias han permitido lograr una Ortografía verdaderamente panhispánica [...] y se refuerza la atención a las variantes de uso americanas.


(p. XIII).                


Luego, el Diccionario de la lengua española (2001), en el que laboraron con sus aportes todas las Academias. Lexicón en cuyo seno, el ingreso de americanismos en esta vigésimo segunda edición marca un hito en la historia de la lexicografía académica.

Ahora las Academias trabajan en otra obra fundamental: el Diccionario panhispánico de dudas que, Dios y trabajo de todos mediante, se editará en el 2004. Para el año cervantino 2005, es decir, el del cuarto centenario de la primera parte de El Quijote (1605), está previsto que aparezca la Gramática panhispánica de la lengua española y, en tanto, se trabaja intensamente en el Diccionario de americanismos.

También es reflejo de esta concepción panhispánica el hecho de que las reuniones en torno a este conjunto de obras mencionadas sobre materia del idioma español se realizan en distintos puntos del mundo   —51→   hispanohablante. Las comisiones interacadémicas son itinerantes. Madrid no quiere ser la sede exclusiva y asiento del trabajo común.

Se habrá advertido la recurrencia del adjetivo «panhispánico» aplicado a estas obras de elaboración conjunta. Este vocablo se incorporó -significativamente, como una toma neta de conciencia-, por vez primera, a la última versión del DRAE: «Perteneciente o relativo a todos los pueblos que hablan la lengua española». Es calificativo que viene a pelo para este haz de tareas coordinadas por comisiones interacadémicas. Tal vez el tiempo imponga la voz «panhispanismo», harto justificada por la práctica, concepciones, actitudes y trabajos concordes de todas las Academias.

Pedro Luis Barcia