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ArribaAbajo Caterva... en la narrativa de Juan Filloy7

Pedro Luis Barcia


Pretender hablar en Córdoba, más aún, en el Aula Magna de su Universidad, de la obra de Juan Filloy, pareciera ocioso y sobreabundante, tal como llevar lechuzas a Atenas, o, para dejar el prestigioso coturno y venir a lo americano, llevar naranjas al Paraguay.

Hace un par de meses, Juan Filloy, el decano de los escritores argentinos, se despidió, ya centenario, del mundo y de la literatura. Él puso toda su vida a la sombra de la frase de Plinio el Joven, que eligió como epígrafe de Sagesse, uno de sus libros claves: «Gaudium mihi est solatium in litteris», es decir: «Mi gozo está en solazarme con las letras». Esto lo mantuvo jovialmente productivo.

Varios elementos pintorescos y curiosos han contribuido a facilitar la desatención de la obra misma del autor, entreteniéndose en ellos la mayoría de los que han escrito sobre Filloy y olvidándose de que el centro y foco debía ser su literatura.

Un primer factor distractor es la tan mentada longevidad de Filloy, muerto a los 105 años. Se lo llamó, insistentemente,   —274→   «hombre de tres siglos», pues, en efecto, él nació en 1894. El mejor comentario sobre el tema de su vita longa son las páginas que el mismo escritor destinara a esta cuestión en Sagesse, tituladas, a lo senequista, De senectute, de honda reflexión.

Un segundo factor fue el hecho de que las ediciones iniciales de sus obras, fueron privadas y sus tiradas no excedieron los 400 ejemplares, fuera de comercio. El acceso a ellas era para iniciados, y la información de su existencia pasaba de boca a oreja, pero no alcanzaban las recensiones periodísticas. Esto dio a los lectores reales de Filloy, que eran pocos, un aire de cofradía.

También el hecho de haber sido el campeón mundial -o, al menos, en lengua española- de palindromía, con cerca de 8.000 piezas y algo más de 3.000 publicadas, contribuyó a darle un exotismo riesgoso y marginal.

La curiosa elección bautismal para el medio centenar de sus libros, todos con títulos de siete letras, fue motivo de divagaciones y pitagorismos, entretenidos y superficiales. Finalmente, su reclusión en Río Cuarto por más de medio siglo, lejos de los centros de promoción y propaganda, lo mantuvo al margen de capillas y centros especializados en orquestar bombos mutuos.

El conjunto de los elementos asociados, generó lo que podríamos denominar «la leyenda Filloy», que se constituyó en la máxima conspiración contra la obra misma del autor. Los que escribían sobre él se demoraban en los aspectos externos y curiosos señalados. Entre tanto, la obra quedaba intocada por la crítica -salvo escasas excepciones-, e inexplorada por los lectores.

Las entrevistas a este peculiar «personaje» que, por los datos pintorescos enunciados, imantaba la atención periodística, arreciaron hacia la última década de su vida, con iterativa repetición de los mismos lugares comunes y con una minuciosa ignorancia de la obra concreta de Filloy.

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Hubo otra actitud restrictiva de quienes escribieron sobre él, los que trataban de «Filloy en general». Un artículo sobre él se hacía con la misma materia del precedente reordenando combinatoriamente las estimaciones. No se enfocaban críticamente tal y cual texto con análisis asentados en la obra, que es lo que permite avanzar en la penetración interpretativa de una producción.

Filloy aparece ausente -o presente con un par de líneas-, en nuestras historias literarias. La bibliografía más ambiciosa sobre narrativa argentina, la de Myron Lichtblau8, es palmariamente incompleta. Otra particularidad en lo escrito sobre él es la abundancia de apreciaciones condicionales sobre su obra: «Si hubiera vivido en París o Buenos Aires...», «Si hubiera tenido una distribución de sus libros de acuerdo con las empresas editoriales líderes en la plaza...». Esto es inconducente. No se tiene en cuenta, por ejemplo, respecto de su reclusión mediterránea, que Filloy viajó por el ancho mundo, como se prueba en Periplo (1931), el primero de sus libros; y por casi todo su país, como lo apreciamos en Aquende (1935). Que en sus viajes nutrió su espíritu y su pupila con el liber mundi y tomó sus notas mentales de cuanto exploró, para usar toda esa materia como prima para su rumia y elaboración, una vez de regreso en su pueblo. Por lo demás, él eligió ese aislamiento para su orden de vida. Quizá, en otras circunstancias, no hubiera producido su obra, o su obra no hubiera sido de igual laya. Él, como un monje miniaturista, se recluyó consagrado a trabajar sus mayúsculas historiadas. Aunque, en rigor, era un monje peculiar, mistura de ánimo goliardo con capacidad de disciplina benedictina en su labor de scriptorium.

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Vivió recluido en su pueblo provinciano, como Montaigne en su torre, con ventanas que le abrían perspectivas a los cuatro puntos cardinales, y en su cuarto, forradas las paredes por más de 15.000 volúmenes, en lenguas distintas y modernas, que leía. Allí tenía sus cotidianos diálogos lectivos con los muertos, como apuntara su querido Séneca y su eco español, Quevedo: «Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos».

Cultivó su huerta como quiso hacerlo. «La vida literaria es muy agradable como yo la tomo, sin propósitos venales de ninguna especie, con prescindencia del lector, el editor, la crítica. Escribo lo que se me da la gana». Cabría, además, recordar un par de reflexiones suyas, distantes en el tiempo y acordes en el espíritu: «Para nacionalizar nuestras letras es menester provincianizarlas; insurgir en montonera contra la absorción metropolitana. Los escritores, en su afán de atalayar rutas ancestrales, viven asomados hacia Europa, desde el balcón atlántico de Buenos Aires», decía en octubre de 1939, en el 2.º Congreso de la SADE, en Córdoba. Y, medio siglo después: «Yo no he sido otra cosa que un ser integrado a su medio. Tal un gusano de seda, no he hecho más que hilar ensueños en una morera provinciana», declaraba en el homenaje que Río Cuarto organizara en 1989, para su cumpleaños.

Por su dominio de lenguas, supo ser ciudadano de varias literaturas, y por su comprensión humana, no se encaracoló en el contorno lugareño: estimó lo humano desde lo regional.

Consideremos tan solamente algunos aspectos -el espacio es inicuo- de una de sus novelas fundamentales: Caterva...9.   —277→   Corresponde a la primera década de la producción de Filloy, comprendida entre 1931 y 1939: Periplo, ¡Estafen!, Balumba, Op Oloop, Aquende, Caterva... y Finesse. Es observable que, en este primer período, su narrativa, representada por tres novelas (¡Estafen! 1932, Op Oloop 1934 y Caterva... 1937) exhibe casi todas las notas creativas preferentes y peculiares de su literatura, algunas in nuce y otras con firme explayación. Precisamente por estas dos muestras es que Alfonso Reyes lo señaló como «el progenitor de una nueva literatura americana»10.

El volumen que manejamos -preservado en la biblioteca de nuestra Academia- está dedicado a Evar Méndez, con la nítida letra redondeada y armónica en sus rasgos dextrógiros y sinistrógiros, como le agradaba decir a Filloy, grafólogo de afición. Dice: «A Evar Méndez en estuoso homenaje la "volponería" de este heroísmo en marcha». Advirtamos, inicialmente, la presencia de un adjetivo infrecuente, que vale como «cálido», «encendido», rasgo que revela en él el gusto paladeado por la lengua y sus recursos en todos los niveles.

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Un segundo rasgo atendible es lo de «volponería», que el autor entrecomilla, subrayando así la índole de la obra que dedica, o un aspecto de ella, al menos. Los personajes parecen participar de la condición moral y vital de Volpone, personaje, como se recordará, de la comedia de Ben Jonson (Volpone, the Fox, 1607). Esta vulpeja humana, diría Juan Manuel, invierte la función de captator, o cazador de legados y testamentos. Aquí Volpone vive de lo que le aportan aquellos que esperan ser sus legatarios, explota la codicia ajena en propio beneficio. En efecto, hay un par de acciones en Caterva... que responderían a este procedimiento. Aunque la «volponería» de sus personajes no llega al punto de la degradación moral del de Jonson; al menos, no en todos. Sí hay puntos graves de inmoralidad en algunos actos de estos catervarios de alpargata.

Finalmente, la dedicatoria habla de «un heroísmo en marcha», con lo que se distancia la índole de sus personajes respecto de la obra del siglo XVII:

El título: Caterva..., con insinuantes puntos suspensivos, promete expansión semántica. Se trata de un latinismo que significa «tropa, muchedumbre, tropel», de bárbaros en oposición a la reglada legión romana. El vocablo entra a nuestra lengua en 1400 como sinónimo de «banda» u «horda» y también, «compañía de actores y cantores». Todas estas acepciones hallan fundamento en la novela. Porque casi todas hablan de un grupo humano algo barbarizado, con sus propias leyes; pero también el conjunto lo es de simuladores, personajes que asumen papeles, cambian sus nombres, y se desenvuelven como actores de una obra teatral detrás de máscaras. A estas acepciones, dominantes en el relato, cabe asociar otras dos: «caterva avium», «bandada de aves». Los personajes participan de la condición de ellas, al no asentarse en ningún sitio. Y, finalmente, «caterva» como «retahíla de palabras». Toda obra literaria lo es, de alguna manera, y lo son los largos discursos reflexivos de los personajes en esta narración.

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En el Diccionario de la Real Academia Española la acepción tiene un cierto dejo descalificador: «multitud de personas o cosas consideradas en grupo, pero sin concierto o de poco valor o importancia». El autor, en cambio, paternal cronista, acompaña a sus creaturas con simpatía y comprensión, prestándole adhesión a su proyecto.

Filloy definió esta pieza como «Una novela estuario. Muy buena novela. Para mucha gente es la mejor escrita por mí»11. Y, de seguido, distingue entre los riachos narrativos del cuento y aquel relato que colecta varias corrientes de aguas, se «deltiza» y abre finalmente su estuario al océano.

Caterva... es una novela itinerante, milenaria estructura narrativa siempre eficaz. Sus personajes van a lo largo de un camino, o lo trazan al andar, desde Río Cuarto a Córdoba. Al hilo del camino -habitualmente es el tren de medio traslado, viajan a pie, en auto, en lancha- se van dando los capitulillos: Río Cuarto, Espinillo, Gigena, Helena, Los Cóndores, Almafuerte, Rumipal, Río Tercero, Embalse, Santa Rosa, Rumipal, Correalito, Monte Ralo, Despeñaderos, Rafael García Bower, Coronel Obligado, Córdoba, San Roque, Córdoba.

De acuerdo con las preferencias alusivas de la numerología, caras a Filloy, los protagonistas son siete: como los que luchaban contra Tebas (éstos tienen sus arrestos de heroicidad), o los durmientes de Efeso (cultivan sus largas siestas), o los Diáconos (practican sus rituales), las cuerdas de la lira, y... los pecados capitales, junto a tantas otras connotaciones a que se apunta con dicho número.

El conjunto de aventureros aparece, por momentos como una banda de marginales y, otros, son tratados por el autor con una prosopopeya digna de los argonautas. La diversidad de sus orígenes, talentos, historia personal, son   —280→   curiosísimos. Hagamos un esquiciado retrato de cada uno de los «héroes» de esta empresa.

«Katanga» es el más joven, pero pese a ello es reflexivo, filosófico; por momentos, casi un contemplativo. Lector de Baudelaire y Rimbaud, ensaya frases poéticas. Comunista, propone la revolución por la fuerza y la lucha contra la propiedad privada. Es un calificado jugador de ajedrez. Ha sido un ilusionista de prestigio, reconocido mundialmente tras diversos nombres artísticos. Estuvo en Nueva York cuando la Noche de San Valentín, alternó con gánsteres y gente del crimen organizado. Es un virtuoso silbador. Sus reflexiones constituyen verdaderos ensayos inclusos en el seno del relato, inaugurando una modalidad que será cara a la narrativa de Filloy: el ensayo incluido en el relato, ya insinuado en ¡Estafen!, sobre materia diversísima: farmacopea popular, los gatos, la influencia lunar, utilidad de las verjas, el dandysmo, las lágrimas, los perfumes, los cascarudos, las Geórgicas virgilianas, etc. Ha viajado por todo el mundo. Su origen es islámico y su verdadero nombre: Abd-ul-Katan-ben Hixien.

«Viejo Amor» es el seudónimo de Olaf Olaffali, quien, pitagóricamente estaba signado por su nombre, que alude al falo en ambos sentidos de la inversión del nombre, y desde la mitad hacia los extremos del apellido. Es un ser morboso, de obsesiones eróticas recurrentes, tiene dos procesos judiciales, uno por estupro y otro por incesto, es sodomita. Hace gala de su saber sobre los más diversos ayuntamientos mitológicos. Es el único que tiene relaciones con mujer y, por ello, se aparta del grupo y pide su parte en el botín para casarse con la prudente doña Visitación.

Un tercer personaje es «Longines», sobrenombre de este suizo que fue directivo de la fábrica de relojes y prestigioso empresario en Sudamérica, que con la guerra del 14 quebró y quedó en la ruina, pasando «de la opulencia a la indigencia». Su nombre real era Edmo Kurick. Afín con su   —281→   campo de trabajo, es minucioso, prolijo. Poco comunicativo, es el de mayor edad del grupo. Se convirtió en el seno de la Caterva -realcémosla con mayúscula- en un dinamitero de notable habilidad. Especialista en criptografía, llega a descubrir un complot de un espía nazi en la Argentina.

«Fortunato» es polaco, de nombre verdadero Jaroslav Kopecky. Gerente de un poderoso banco de Praga, lo estafó. Fue culpado un empleado del desfalco, y el hombre se suicidó. El hijo de éste perseguirá a «Fortunato» a lo largo del ancho mundo en busca de venganza. «Allegado de financista a pordiosero» (p. 101). No abraza ninguna ideología ni creencia. Afirma que la limosna es el evangelio del mundo. Él y «Lon Channey» fueron quienes robaron el dinero a Freya, lo que posibilitó el comienzo de la «empresa catervaria». El robo fue definido por ellos como «confiscación» para organizar una ayuda solidaria a obreros presos, huelguistas, gremialistas encarcelados, estudiantes impudientes y necesitados de toda índole. Maldito por esa mujer, murió de neumonía, como Lon falleciera en un accidente. En la tumba de ambos amigos, se puso una estrella de siete puntas con el nombre real de cada uno en un rayo, y, al pie de la placa, las imágenes contrastadas de un sapo y una mariposa. Toda una simbología de fácil hermenéutica. Dejó como legado todo lo que tenía al hijo del suicida.

«Lon Channey» mereció este sobrenombre por su capacidad de proteo para asumir diversos papeles. «Sabía todos los oficios y no ejercitaba ninguno». Es definido como cornudo, padre de dos hijas mantenidas y de un pederasta. A los 52 años había viajado por el globo, desde Sydney a Haití.

«Dijunto» era español. Su nombre verdadero: Zenón Picalausa. Nada más se nos informa de él, salvo su decisión vital de no pensar en nada y esperar a que le indicaran qué debía hacer en cada caso.

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«Aparicio», el séptimo, de nombre Fermín Hupoa era oriental; había peleado con Aparicio Saravia y fue ayudante del mayor degollador de prisioneros del jefe uruguayo. Es lector de Zola, perseguido por la policía por sus volanteadas subversivas como comunista activo. Es el último en integrarse para el lector, al grupo en movimiento, pues ha quedado enredado en acciones de agitación.

Los personajes femeninos de la novela básicos son dos. Freya Bolitho, mendiga millonaria a quien estafan «Fortunato» y «Lon Channey», como se dijo. La mujer rehace su fortuna mediante una organización de mendicidad infantil, una legión de niños baldados, ciegos, impedidos. Tropieza con los embaucadores -quien roba a un ladrón...- en el dique San Roque, y reaviva su maldición, que, al parecer, resulta efectiva pues los dos estafadores mueren.

La otra mujer es doña Visitación, una española, dueña de pensión, honesta, trabajadora que fija con su casamiento al rodador «Viejo Amor».

En síntesis, se nos propone una septenaria sociedad humana, una parcial humanidad en pequeño, constituida por hombres malogrados de las más diversas procedencias, oficios y modalidades. Una comunidad humana de muestreo. Los siete de la Caterva tienen, como nota en común, el ser emergentes de un fracaso personal, que, en la mayoría de los casos, ha sido precipitante. Esta situación los lleva a una reflexión acerca del sentido de sus vidas y al nacimiento de una curiosa solidaridad para con el disminuido, el sufriente, el desposeído, el desvalido. Esto da unanimidad al conjunto diverso. Toda la empresa y riesgos que ellos abordan es para ponerse al servicio de los carentes. Es una decisión positiva que los rescata de su naufragio y de sus miserias individuales. Una segunda nota que acompaña este proyecto es la de una ideología -tal vez la palabra es excesiva- de izquierda, más cercana al sufriente y al indefenso,   —283→   que, un tanto indefinida e idealista, sostiene esa simpatía por los seres necesitados.

La narración comienza con los «catervarios» que yacen en sus catres plegables bajo un puente. La imagen del puente rubrica, desde el vamos, la idea del paso, del cambio, del estar en proceso, del tránsito vital de todo el grupo. No tienen asiento. Su apariencia es de crotos o clochards. Se nos aclara que no son linyeras ni mendigos: son vagos, ociosos, libres, gozosos y pensantes.

Han constituido un grupo en el que integran sus «excelencias» personales y sus habilidades. Es una comunidad que cumple ciertos ritos y liturgias prescriptas: el tomar café juntos, hablar por orden, tener una administración común. Hay razones profundas de unidad entre estos marginales, por eso se habla de «El corazón de la caterva» (p. 95) y de «consolidar la unidad de la caterva» (p. 235). Se autodefinen así: «Somos un heroísmo en marcha» (p. 125, recuérdese la dedicatoria a Evar Méndez).

«No somos siete fichas arrojadas al azar. Somos siete conciencias que se juegan enteras en este viaje de turismo al ideal de los demás. Nuestros respectivos fracasos no podrían cancelarse repartiendo nueve mil pesos por cabeza. Tenemos demasiado morbo interior para curar la llaga de nuestra experiencia con el dinero robado a Freya (...). Tenemos el alma y la carne mordidas por la desesperanza de la vida y la desesperación de la muerte» (p. 96) y, se reitera: «Un viaje de turismo al ideal de los demás» (p. 438).

Este racimo humano no es pesimista. Pone su dolor y padecimiento al servicio de otros. La desesperanza, que mencionan, los ha mordido pero no abatido; no los ha sumido en la autocompasión esterilizadora. Se libran de ella y miran más allá de sí mismos.

«Satisface constatar cómo vamos compenetrándonos, sin sentir, de la conciencia de un destino superior a nosotros mismos: y cómo el deber de cada cual engrana y actúa   —284→   dulcemente en la mecánica de esta jira» (p. 110). Queda nuestra duda si quiso escribir «gira» o «jira», igualmente válidas en el contexto.

Nada sabemos del origen del grupo ni cómo llegaron a nuclearse. Su viaje es una aventura proyectada. Hay un diseño de acción en sentido social: roban para ayudar a los necesitados, según dijimos. Reconocen precursores en Robin Hood, Diego Corrientes, Cartouche y toda una genealogía «prestigiosa» (p. 52).

La narración no tiene partición en capítulos, sólo se espacian los momentos del relato mediante blancos tipográficos y por los nombres en mayúsculas de los puntos del itinerario cumplido. Al principio y al final del texto de la novela se enumeran los sitios por donde transcurre la acción, subrayando la noción del camino desplegado. La milenaria imagen del camino de la vida sustenta todo el relato. Un camino por el que avanza un conjunto de hombres con un proyecto. Subyace en las sugerencias, el mito de los argonautas en pos del vellocino -con intenciones de minimizarlo- lo que da prestigio a la aventura humana.

Aunque tal vez corresponda señalar que la mayor aventura de este libro es el lenguaje. La prosa exhibe una inusual riqueza expresiva y una matización léxica inexistentes en la literatura argentina de su hora. El virtuosismo y la riqueza léxicas sorprenden, particularmente, por lo bien avenidos de los términos en lo contextual. Nunca disuenan, sino que se insertan con naturalidad en el discurso, por más que algunos vocablos nos hagan detener la marcha lectiva, por ejemplo, «alibí» que, recurrentemente, se asoma en sus frases, en éste y otros libros suyos. O la ocurrencia de algún vocablo kilométrico, como el «duendinicasardanapálicadísimamente» (p. 264).

En las descripciones paisajistas se trasluce la influencia del comprovinciano Lugones, de quien, además, adopta   —285→   el recurso de la frase discordante que salta abrupta en medio de la tersura fluyente de la oración:

«Ángelus. Sobre el facistol de la montaña, el ocaso abría su libro de horas. Horas miniadas por monjes expertos. Horas disgregadas en la fugacidad de cambiantes minutos. En pardo de mugidos. En rojos de campana.

»La iglesita de "El Quebracho" quedó al costado del camino como una vieja inválida, humillada por las flatulencias del motor» (p. 137).

Modula, en la prosa narrativa, variedad de discursos, con jergas específicas, adecuándose a los intereses del que habla. El registro de la oralidad es amplísimo: judíos acriollados, italianos, andaluces, la fonética vulgar, la modalidad gauchesca, el habla serrana cordobesa, el lunfardo, el énfasis hispano, los tartajeos vulgares, y demás. Cada uno habla con su tono propio. Hay niveles de lengua cultista y, por veces, arcaizante.

Un rasgo que destaca es la inclusión de una generosa coprolalia, pero el lenguaje escatológico, es oportuno porque está en boca de quien, por su índole de persona, naturalmente lo usa. Por ello, no resulta soez. Nota disonante, en cambio, es la canción de cuna que Rufo Pereyra -un paisano viudo a cargo de su hijo pequeño- entona para dormir a su niño, en un lenguaje degradado, lleno de alusiones procaces y vocablos gruesos, impensables en una pieza de este género.

Una ventana humorística orea todo el texto. Hay chistes elementales, pero no hay cuentos inclusos.

Destaca un pasaje, insólito en nuestra narrativa de los años Treinta, en el tratamiento de lo onírico. Una noche todos duermen, después de haber comido en exceso, a la luz de la luna que los influye, generándoles pesadillas. La prosa registra largas parrafadas con las asociaciones de los sueños de los siete durmientes, en un juego alucinatorio surrealista (pp. 258-267). No hay un texto similar en la   —286→   literatura argentina de esos años, y aun hasta mucho más tarde.

Registra simpáticas apreciaciones, por parte de los vagos pensantes, acerca de Buenos Aires («Coimópolis», «Cuentópolis») y de Córdoba y sus contrastes (pp. 383-385), donde transcurren los últimos momentos de la novela, y por cuyas calles ocian los personajes.

En un barrio cordobés, y en la pensión de doña Visitación velan a «Fortunato» (pp. 450-455). Allí se escenifica una de las situaciones más alucinantes y disparatadas de la literatura argentina. Para quienes todo es carnavalización bajtiniana, aquí -si leyeran esta novela- hallarían tela sobrada para sus reiterativas consideraciones. Los mencionados estudiantes provincianos, Patay y Fenicio, se emborrachan en el velorio y, recordando los carnavales de sus pueblos, entre golpes de tamtam, y contoneos, recitan, con estruendosos festejos, coplas soeces. La escena constituye una clara anticipación del clima desopilante de otro velorio, el de Juan Robles en Adán Buenosayres (1948).

Hay recursos técnicos interesantes, como el de partir en dos la página, tipográficamente, y, en forma paralela, considerar, en cada una de las columnas, las exaltaciones del gozo y las depresiones del dolor, contrastando, como en la sede del alma humana, evohé y ananké. Recurso similar al que, en una de sus novelas, manejara Ramón Pérez de Ayala, para sugerir la simultaneidad de dos monólogos interiores de una pareja.

Sobre el fin de la narración, se descubre la acción pronazi de un profesor de entomología que, operando como espía alemán, favorecía el proyecto de ocupación del sur del Brasil, Uruguay y la zona misionera argentina, como base nazi en Hispanoamérica.

«Longines», perito en criptografía desbarata el plan. Así, la mayor contribución prestada por la Caterva a sus hermanos sudamericanos, se concreta de una manera imprevista.   —287→   Esta acción es la final del grupo, que ya ha perdido a dos de sus integrantes. Se produce entonces, una develación en la que los miembros vivos de la Caterva van quitándose sus disfraces onomatológicos, sus sobrenombres, adoptados al comenzar la aventura del camino y el camino de la aventura. Con la revelación de sus nombres reales, se cierra el periplo aventurero. Y, como un símbolo de su realidad vital, «Longines» y «Katanga» parten de un avión, con rumbo desconocido. Así, con este vuelo, se dispersa la caterva avium. Ésta es, en esencia, una de las novelas más singulares del autor, a quien hoy recordamos, y una de las más importantes y menos exploradas de nuestra literatura. Inaugura, ensaya, anticipa un conjunto de recursos, formas, manejos de niveles de lengua, que hallarán imitadores y continuadores en las décadas subsiguientes.

La Academia Argentina de Letras, incorporó, como miembro correspondiente, a Juan Filloy el 11 de septiembre de 1980. Hizo justicia con un escritor preocupado por señorear el idioma y por revertir el hábito del argentino medio que se expresa, como él decía, con sólo ochocientas palabras. «Disponiendo de un vastísimo guardarropa lingüístico, vestimos de piyama». «Yo jamás di un paso para hacer un negocio, pero he dado miles para hallar un adjetivo gravitacional», escribió. Su obra vasta y poco visitada es una apuesta sostenida a las posibilidades de la lengua española. Como en el romance («Viejo venides, el Cid, / viejo venís y florido») don Juan Filloy alcanzó una ancianidad de años floridos y a la vez fructuosos. Y, como en el otro romance, en que el Cid derrota a los moros después de muerto, atado a su caballo, la obra vitalísima de Filloy sigue ganando batallas después de muerto su autor. Y será, a no dudarlo, por mucho tiempo. Sólo requiere que sea debidamente conocida.