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ArribaAbajoActo II

 

Sala en el palacio de LADY MILFORD; a la derecha un sofá, a la izquierda un piano.

 

Escena primera

 

MILADY vestida de trapillo, con gracioso descoco y sin peinar; se halla sentada al piano, tecleteando.-SOFÍA, su camarera, se acerca a la ventana.

 

SOFÍA.-  Los oficiales desfilan; se acabó la parada, pero no veo a Walter.

MILADY.-   (Inquieta, se levanta y se pasea por la sala.)  No sé qué me pasa hoy, Sofía; nunca había sentido lo que hoy... ¿No le ves?... Ya lo creo... No se dará mucha prisa... Pesa como un crimen sobre mi conciencia... Ve Sofía, y di que me traigan el caballo más fogoso que haya en las caballerizas. Necesito salir a tomar el aire, ver gente, el cielo; aliviaré mi corazón galopando.

SOFÍA.-  Si se siente V. indispuesta, mande que venga alguien aquí... ruegue V. al Duque que presida el juego en esta sala, y que coloquen la mesa delante del sofá. ¡Pues digo! Si tuviera yo a mis órdenes al Príncipe y a la corte entera, y me pasara un capricho por el magín...

MILADY.-   (Se echa en el sofá.) Excúsame ese mal rato, te ruego. Te prometo un diamante por cada hora que me libertes de ellos. ¿Por qué quiero yo llenar mi salón con esos hombres... miserables y viles que parece se espantan cuando se me escapa una palabra generosa y abren tanto así la boca y las narices como si vieran un duende? ¡Esclavos de un muñeco que manejo a voluntad! ¿Qué he de hacer de esa gente acompasada como relojes? ¿Qué placer he de hallar en hacerles una pregunta, si conozco ya su respuesta, ni en conversar con ellos si no tienen el valor de tener otra opinión que la mía? ¡Afuera con ellos! ¿Hay cosa más pesada que montar un caballo que no tasque el freno?  (Se acerca a la ventana.) 

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SOFÍA.-  Pero V. exceptuará sin duda al Príncipe... el más bello y apasionado galán, el hombre más ingenioso de su ducado.

MILADY.-   (Vuelve.) Por su ducado... Sólo un título de soberanía puede servir, a mis ojos, de excusa soportable. Dices que me envidian. ¡Pobre de mí!... cuando debieran compadecerme. De cuantos se aprovechan del poder, la amiga del Príncipe es la más desgraciada; sólo ella conoce la miseria del rico y poderoso señor. Verdad que puede, con el talismán de su grandeza, hacer que surja del suelo, cual palacio encantado, cuanto lisonjea mi capricho, traer a su mesa los frutos de las Indias o transformar en paraíso un desierto. En su mano está, si así le place, emplear en saltos de agua las de toda la comarca, convirtiendo los surtidores en arcos de triunfo, o quemar en fuegos de artificio los huesos de sus vasallos. ¿Mas puede ordenar a su corazón que lata con nobleza y ardor, por otro corazón también ardiente y noble? ¿Puede, con querer tan sólo, concebir siquiera un elevado propósito? Con hallarme rodeada de toda suerte de satisfacciones, mi alma está sedienta. ¿De qué me sirven mis más puros afectos, si vivo condenada a sofocar mis emociones?

SOFÍA.-   (Observándola sorprendida.) ¿Cuánto hará que sirvo a V.?

MILADY.-  Hoy empiezas a conocerme... verdad, cara Sofía... Vendí mi honor al Príncipe, pero he guardado mi corazón... es mi único bien, y tal vez, digno de un hombre; porque el hálito emponzoñado de la corte se deslizó por él, como por un espejo. Te aseguro que hace tiempo que hubiera abandonado al pobre Príncipe, conque pudiera forzar a mi ambición a que cediera ese puesto a otra mujer.

SOFÍA.-  ¿Cómo el corazón se ha sometido gustoso a ella?

MILADY.-   (Vivamente.)  Harto se ha vengado... se venga ahora. ¡Ah, Sofía!  (Dejando caer la mano en el hombro de ésta.) A las mujeres sólo nos fue dado elegir entre la esclavitud o el poder, y éste poca satisfacción nos causa, si nos falta la que aun es mayor que ésta, la de ser esclavas del hombre que amamos.

SOFÍA.-  La última persona a quien desearía oír hablar así, Milady, fuera a V.

MILADY.-  ¿Y por qué, Sofía? Basta ver con qué infantil modo sostenemos el cetro, para convencerse de que sólo somos buenas a tener los andadores. ¿No has observado por ventura que mis caprichos, mi afán por divertirme, son tan sólo un medio de adormecer en mí deseos más ardientes todavía?

SOFÍA.-   (Retrocede sorprendida.) ¡Milady!

MILADY.-   (Con viveza.) ¡A ver!... trata de satisfacerlos... dame al hombre en quien pienso en este instante... a quien adoro... Fuerza es poseerle o morir, Sofía.  (Con ternura.) Haz que oiga de sus labios que parecen más bellas las lágrimas del amor en los ojos, que los diamantes en la frente,  (con calor.) y verás cómo arrojo a los pies del Príncipe su corazón y su ducado, y huyo con este hombre, huyo... al más remoto desierto del mundo.

SOFÍA.-   (Asustada.)  ¡Oh cielos!... ¿Qué hace V.? ¿Qué tiene V., Milady?

MILADY.-   (Absorta.) Palideces... Dije más de lo que convenía... Permite que cierre tus labios con una confidencia...; oye todavía... óyelo todo.

SOFÍA.-   (Mira alrededor inquieta.) Temo... Milady... temo... No necesito saber más.

MILADY.-  Este enlace con el mayor... crees sin duda como todos, que es el resultado de una cábala palaciega... Sofía... te sonrojas... no me condenes... es obra de mi amor.

SOFÍA.-  ¡Por el cielo!... lo presentía.

MILADY.-  Se han dejado engañar, Sofía, el débil Príncipe, el astuto cortesano Walter, el necio Mariscal... Cada uno de los tres se figura que esta boda es el medio infalible para que el Duque me conserve en su poder y sea nuestra unión más estable que nunca. Sí... y precisamente esta boda debe separarnos para siempre, y romper esta vergonzosa cadena. Los engañadores son engañados y burlados por una débil mujer... ¡Ah! vosotros mismos me traéis al que ama mi corazón; esto es lo que quería... En cuanto sea mío... adiós para siempre, poder abominable.



Escena II

 

El viejo AYUDA DE CÁMARA del Príncipe con un cofrecito.- Dichos.

 
 

El AYUDA DE CÁMARA.-Su Alteza serenísima saluda a MILADY y le envía estos diamantes como regalo de boda. Acaban de llegar de Venecia.

 

MILADY.-   (Contempla el cofrecillo y retrocede espantada.) ¡Hombre! ¿Cuánto le han costado al Duque estas piedras?

EL AYUDA DE CÁMARA.-   (Con sombrío rostro.) Ni un cuarto.

MILADY.-  ¡Cómo! ¿Estás loco?... ¿Nada?  (retrocediendo.) y me miras entre tanto como si quisieras partirme el corazón. ¿Nada le cuestan estas piedras de inestimable valor?

EL AYUDA DE CÁMARA.-  Ayer, siete mil hijos del país salieron para América. Con esto, se paga todo.

MILADY.-   (Deja súbitamente el cofre, se pasea agitada por la sala y se dirige de nuevo hacia el criado.) ¿Qué tienes, buen hombre? Parece que lloras.

EL AYUDA DE CÁMARA.-   (Se enjuga los ojos, y con acento desgarrador, dice tembloroso.)  ¡Piedras preciosas como estas...! Dos hijos tengo ahí dentro.

MILADY.-   (Asiéndole la mano.) Pero nadie se vio forzado a...

EL AYUDA DE CÁMARA.-   (Con terrible risa.) ¡Oh Dios mío!... No... voluntariamente iban. Es verdad que algunos intentaron adelantarse de las filas y preguntar al coronel a qué precio vendía el Príncipe la libertad de los hombres... pero nuestro bondadoso Príncipe hizo que marcharan los regimientos hacia la plaza de la parada, y mandó fusilar a los chachareros. Nosotros oímos la descarga y vimos cómo les saltaban los sesos, mientras el ejército en masa gritaba: ¡Viva!... ¡A América!

MILADY.-   (Cayendo espantada sobre el sofá.)  ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Y yo que nada oí... que nada observé!

EL AYUDA DE CÁMARA.-  ¡Ah, noble dama!... ¿Cómo os ocurrió ir a cazar con el Príncipe, cuando se dio la señal de partir? No debíais privaros del soberbio espectáculo de que fuimos testigos, en el punto en que el redoble de tambores anunció llegada la hora. Allí había huérfanos de padres que vivían aún, y a quienes seguían llorando; madres furiosas que arrojaban los niños de pecho a las bayonetas de los soldados... A sablazos separaban a los mozos de sus novias, y los viejos, desesperados, echando las muletas, pedían que les embarcaran también para el Nuevo Mundo... y en esto, venga gritar y redoblar los tambores, por que no oyera nuestras plegarias Quien todo lo sabe.

MILADY.-   (Levantándose profundamente conmovida.)  Retirad de aquí estos diamantes, que reflejan en mi alma las llamas del infierno.  (Con dulzura, al criado.)  Cálmate, pobre vicio; ya volverán, ya verán de nuevo su patria.

EL AYUDA DE CÁMARA.-   (Con viveza.) Dios lo sabe... claro que volverán... Llegados a las puertas de la ciudad, se volvieron diciendo a gritos: ¡Con Dios, hijos, con Dios, mujeres! ¡Viva el padre de nuestro país! Hasta el valle de Josafat.

MILADY.-   (Yendo y viniendo a largos pasos.) ¡Qué horror! y me decían que había secado las lágrimas del país... cae la venda de mis ojos... ¡Esto es horrible... espantoso!... Ve y di a tu señor, que iré a darle las gracias yo misma.  (El criado hace que se va, y ella le echa un bolsillo en el sombrero.) Toma esto por haberme dicho la verdad.

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EL AYUDA DE CÁMARA.-   (Lo echa con desdén sobre la mesa.) Juntadlo al resto.  (Se va.) 

MILADY.-   (Mirándole con sorpresa.) Sofía, corre a él, y pídele su nombre; volverá a ver a sus hijos.  (SOFÍA se va. MILADY se pasea. Pausa. A SOFÍA que vuelve.)  ¿No se habló hace poco de un incendio que había reducido a la miseria a más de cuatrocientas familias, en un pueblo de la frontera?  (Llama.) 

SOFÍA.-  ¿Y a qué ese recuerdo? Sí, el hecho es exacto. Muchos de aquellos infelices, la mayor parte, sirven ahora de esclavos a sus acreedores, o mueren en el fondo de las minas de plata que posee el Príncipe.

 

(Sale UN CRIADO.)

 

UN CRIADO.-  ¿Qué ordena Milady?

MILADY.-   (Entregándole el cofrecillo.)  Que lleven esto sin tardar al cantón incendiado, que hagan dinero con ello, y distribúyanlo entre las cuatrocientas familias arruinadas con el incendio.

SOFÍA.-  Observe V. que esto es exponerse a la mayor desgracia.

MILADY.-   (Con nobleza.) ¿Habrá de pesar sobre mi cabeza la maldición de sus Estados?  (Hace una seña al criado; éste se va.) ¿O quieres que sucumba bajo el terrible peso de tantas lágrimas?... Ve, Sofía... mejor es llevar ornada la cabeza de diamantes falsos, que semejantes acciones en el corazón.

SOFÍA.-  ¡Pero unas alhajas como estas!... ¿No podía V. por ventura entregar otras menos preciosas?... No, Milady, esto en realidad es imperdonable.

MILADY.-  ¿Qué loca eres?... las lágrimas de gratitud que arranquen, serán para mí más bellas que todas las perlas y piedras preciosas de diez coronas.

EL CRIADO.-   (Vuelve.) ¡El mayor de Walter!

SOFÍA.-   (Corre hacia MILADY.) ¡Dios mío! ¡qué palidez!

MILADY.-  El primer hombre que me dio miedo... Sofía..., Eduardo, decidle que estoy indispuesta... Aguardad. ¿Está de buen humor?... ¿Sonríe?... ¿Qué dice?... ¡Oh! Sofía... ¿estoy fea?

SOFÍA.-  Milady..., ¡por Dios!...

EL CRIADO.-  ¿Milady, ordena que le despida?

MILADY.-   (Balbuceando.) Bien venido sea.  (El criado se va.) Habla, Sofía; ¿qué le diré? ¿Cómo recibirle? Si callo, se mofará de mi flaqueza... él será... ¡Oh qué presentimiento!... Me abandonas, Sofía... Aguarda... Pero no; ve... sí... aguarda...  (El MAYOR atraviesa la antesala.) 

SOFÍA.-  ¡Serenidad! Ya está aquí.



Escena III

 

FERNANDO DE WALTER.- Dichos.

 

FERNANDO.-   (Saludando ligeramente.) Sentiría, señora, interrumpir a V...

MILADY.-   (Con visible agitación.)  En nada que pueda importarme mucho, señor mayor.

FERNANDO.-  Vengo aquí, por orden de mi padre.

MILADY.-  Quedo muy obligada a ese favor.

FERNANDO.-  Y debo anunciar a V. que nos casamos...; tal es el encargo de mi padre.

MILADY.-   (Pálida y temblando.)  ¿Y el corazón de V. no entra por nada en esto?

FERNANDO.-  Los ministros y medianeros no acostumbran a tomar tales informes.

MILADY.-   (Con sofocante angustia.) ¿Y V. no tiene nada que añadir a eso?

FERNANDO.-   (Mirando a SOFÍA.)  Mucho, señora.

MILADY.-   (Hace seña a SOFÍA de que se vaya.)  Le ruego que se siente en el sofá.

FERNANDO.-  Seré breve, Milady.

MILADY.-  Veamos.

FERNANDO.-  Yo soy un hombre muy pundonoroso.

MILADY.-  Que sé apreciar en lo que vale.

FERNANDO.-  Gentilhombre.

MILADY.-  No hay otro como V. en el ducado.

FERNANDO.-  Y oficial.

MILADY.-   (En tono lisonjero.) Prendas son esas que así le pertenecen a V. como a otros. ¿Por qué no citar otras que le sean peculiares?

FERNANDO.-   (Fríamente.)  Aquí es inútil.

MILADY.-   (Con ansiedad siempre creciente.) ¿Qué debo pensar de estos preliminares?

FERNANDO.-   (Lentamente y con intención.)  Dígolo porque el honor se opone a este enlace, si V. pone empeño en forzarme a él.

MILADY.-   (Se levanta.) ¿Qué significa esto, caballero?

FERNANDO.-   (Con calma.)  Esto me inspira mi corazón, mi cuna, mi grado.

MILADY.-  Que debe V. precisamente al Príncipe.

FERNANDO.-  Al Estado, por mediación del Príncipe. Mi corazón lo debo a Dios, y mis blasones cuentan ya cinco siglos.

MILADY.-  El nombre del Duque...

FERNANDO.-   (Con violencia.) ¿Puede el Duque, por ventura, derribar las leyes de la humanidad e imprimir en nuestras acciones su sello? El mismo no se halla por encima del honor, bien que pueda acallarle con un puñado de oro, y cubrir la vergüenza con manto de armiño. Pero le ruego, Milady, que dejemos esto. No se trata ahora de abortados proyectos, ni de mis abuelos, ni de mi espada, ni del qué dirán. Estoy pronto a dar de lado a todo, si V. me demuestra que el precio del sacrificio no es peor que este.

MILADY.-   (Retirándose, con dolor.) Caballero, yo no he merecido estas palabras.

FERNANDO.-   (Asiéndole la mano.) Perdone V. Hablamos aquí sin testigos; el motivo que nos reúne hoy a ambos, y que no se ofrecerá segunda vez, me autoriza, me fuerza a no ocultar a V. ninguno de mis más secretos sentimientos... No comprendo, Milady, que una dama dotada de tal hermosura e ingenio, de tantas cualidades como hubiera podido estimar un hombre, haya podido entregarse a un Príncipe que sólo admira en ella los dones de su sexo, y no se avergüence luego de ofrecer a otro su corazón.

MILADY.-   (Le mira fijamente y con dignidad.) Acabe V.

FERNANDO.-  Dice V. que es inglesa... permítame V.; no puedo creerlo. La libre hija del pueblo más libre de la tierra, asaz altivo para incensar ni aun las virtudes de los extraños, no hubiera podido doblegarse nunca a sus vicios. No, no es posible que sea V. inglesa, o su corazón es tan mezquino, como altivo y grande el de los ingleses.

MILADY.-  ¿Ha concluido V.?

FERNANDO.-  Tal vez contestaría alguien, que esto es efecto de la vanidad femenina... de la pasión... del temperamento y el amor a los devaneos; que con frecuencia, la virtud sobrevivió al honor... que mujeres hubo, las cuales, después de haber salvado los límites del decoro, se reconciliaron con el mundo por medio de honradas acciones, y ennoblecieron su odioso oficio, haciendo noble uso del poder. Pero entonces ¿por qué el país se halla más agobiado que no lo fue jamás? Vaya esto en nombre del ducado... He dicho.

MILADY.-   (Con dulzura y elevación.) Esta es la primera vez, Walter... que alguien se atreve a dirigirme tales palabras, y es V. el único hombre a quien quisiera contestar... Que rechace V. mi mano, lo estimo; que calumnie mi corazón, lo perdono; pero que lo haga V. seriamente, esto es lo que yo no creo. Quien osa ofender así a una mujer, a quien le bastaría una noche para perder a V., o está loco, o le atribuye un alma grande. Me achaca V. la ruina de la comarca. ¡Dios le perdone... Dios, que un día ha de colocarnos frente a frente, a V., a mí y al Príncipe... Mas puesto que ha provocado en mí a las inglesas, mi patria debe responder a semejantes reproches.

FERNANDO.-   (Apoyado en su espada.) Siento curiosidad...

MILADY.-  Oiga pues lo que jamás he confiado, ni confiaré a otro hombre más que a V. No soy, Walter, la aventurera que piensa ver en mí. Podría blasonar de pertenecer a una raza de príncipes, la desdichada raza de Tomás Norfolk que se sacrificó por María, reina de Escocia. A mi padre, primer chambelán del rey, se le acusó de mantener criminales relaciones con Francia, y fue condenado por el Parlamento, y luego decapitado. Todos nuestros bienes pasaron al fisco, y fuimos desterrados. Mi madre murió el día de la ejecución. Yo, que no tenía entonces más que catorce años, salí para Alemania con mi aya, un cofrecillo de joyas, y esta cruz de familia, que mi madre moribunda colgó de mi cuello con su postrer bendición.  (FERNANDO se pone pensativo, y la mira con viveza. MILADY continúa con creciente emoción.) Enferma, sin nombre, sin apoyo, sin fortuna, huérfana, extranjera, me retiré a Hamburgo... No había aprendido más que un poco de francés... y otro poco de costura y a tocar el piano. Estaba habituada a comer en vajilla de oro, a dormir en cama de damasco, servida por diez criados, dóciles a mi voz, y rodeada de los obsequios de los grandes señores... Seis años transcurrieron llorando. Había vendido el último diamante, y acababa de morir el aya, cuando el destino trajo nuestro Duque a Hamburgo. Paseábame un día por las orillas del Elba y miraba correr el río, preguntándome si era más profundo que mis pesares... cuando el Duque me vio, siguiome, dio con mi casa, se echó a mis pies, jurando que me amaba...  (Crece su agitación y continúa sollozando.)  Todas las fascinadoras visiones de mi infancia se agolparon a mi mente... el porvenir se ofrecía sombrío, negro como la tumba y sin ningún consuelo... Mi corazón ardiente ansiaba otro... me abandoné al suyo.  (Se retira.)  Ahora, puede V. condenarme.

FERNANDO.-   (Conmovido corre hacia ella y la detiene.) ¡Milady!... ¡Qué oigo, Dios mío!... Mis yerros son tales que no es posible el perdón.

MILADY.-   (Vuelve e intenta serenarse.)  Oiga V. más. El Príncipe, en verdad, había sorprendido mi indefensa juventud, pero la sangre de los Norfolk se reveló en mí: «¡Cómo, me decía, tú que has nacido princesa, te has convertido en concubina de un príncipe!» Luchaban en mi corazón la fatalidad y el orgullo, cuando el Príncipe me trajo aquí y ofreciose a mis ojos terrible espectáculo. La sensualidad de los grandes, que como hiena insaciable persigue a sus víctimas con devorador apetito, había sido ya causa de terribles estragos en toda la comarca. Rompió los sagrados lazos del amor o de la fe conyugal, destruyó la tranquila dicha del hogar, emponzoñó más de un corazón inexperto. Muchachas hubo que maldijeron, en las convulsiones de su agonía, el nombre del seductor. En esto vine yo a interponerme entre el tigre y el cordero. En un momento de pasión, hice jurar al Príncipe que cesarían tales sacrificios humanos.

FERNANDO.-   (Cruza la sala vivamente agitado.) Basta, Milady, basta.

MILADY.-  A ese triste período, vimos suceder otro más triste todavía. Pululaba en la corte y el harem la escoria de Italia. Jugueteaban con el cetro ligeras parisienses, y el pueblo era la sangrienta víctima de sus caprichos. Cesó también su reinado; cayeron a mi presencia en el polvo; era yo más coqueta que todas ellas juntas. Con esto, cogí las riendas del gobierno de manos del voluptuoso tirano, adormecido con mis caricias. Entonces, por primera vez, fue gobernada humanamente tu patria, Walter, y se abandonó a mi poder confiadamente.  (Pausa, durante la cual ella le contempla con ternura.) ¡Oh! ¿Por qué, el único hombre de quien no quisiera ser desconocida, me obliga a hacer mi propio elogio y a sacar a plaza mis ocultas virtudes? Walter, yo he abierto los calabozos y rasgado mil sentencias de muerte, y abreviado la espantosa perpetuidad de la pena de galeras. En incurables llagas destilé al menos unas gotas de refrigerante bálsamo. Cayeron a mi empuje poderosos criminales; más de una vez con una lágrima de cortesana gané la causa, ya perdida, de la inocencia. ¡Oh Walter!... ¡Cuán grato era para mí! ¡Con qué altivez mi corazón vencía los reproches de mi alcurnia! Y he aquí que ahora el hombre que debía recompensarme... el hombre que tal vez me concedía el destino, fatigado de sus crueles rigores, en compensación de mis pasados sufrimientos... este hombre, que en mis deseos ardientes acariciaba en sueños...

FERNANDO.-   (Interrumpiéndola.)  ¡Basta!... ¡Basta! Esto no entra en el pacto, Milady; debía V. justificarse de una acusación, y me convierte en un culpable... Excúseme V., le ruego, excuse V. a mi corazón que desgarran los remordimientos y la vergüenza.

MILADY.-   (Asiéndole la mano.) ¡Ahora o nunca! Harto se mostró la heroína... fuerza es que ahora sientas el peso de sus lágrimas.  (Con ternura.)  Oye, Walter; si una desdichada, atraída por ti con irresistible y omnipotente fuerza, se te acercase con un corazón henchido de ardiente e inagotable amor... ¡y aun pronunciaste, Walter, la fría palabra de honor...! si esta miserable rendida al peso de su vergüenza..., fatigada del vicio..., redimida heroicamente por la voz de la virtud...., se arrojase en tus brazos  (le abraza y le conjura solemnemente) ... si tú debieras salvarla y devolverla al cielo, o si  (volviendo el rostro y en tono amenazante.) forzada a huir de ti, y obedeciendo a la voz terrible de la desesperación, debiese sumergirse con mayor afán en las profundidades del vicio...

FERNANDO.-   (Desasiéndose y cortado.) No, ¡por Cristo!... no puedo soportar esto... Milady... fuerza es... el cielo y la tierra lo ordenan... fuerza es que haga a usted una confesión.

MILADY.-   (Alejándose de él.) Pero no ahora... no ahora... por lo que hay más sagrado en el mundo... no, en este espantoso momento, en que mana sangre mi corazón, desgarrado por mil puñales. Ya sea la muerte, ya la vida, no me atrevo... no quiero oírlo.

FERNANDO.-  Sin embargo, es preciso queme oiga V., querida Milady. Lo que voy a decir desvirtuará mi falta y me servirá de excusa por lo ocurrido. Confieso que me he equivocado con respecto a V., Milady... Creía... deseaba... hallarla a V. digna de mi desprecio. He venido aquí firmemente resuelto a ofenderla y a merecer su odio. ¡Cuánto mejor fuera para ambos, que hubiera sido así!  (Calla un momento y continúa con timidez.) Amo... Milady... amo a una muchacha de pobre condición... Luisa Miller, la hija de un músico.  (MILADY vuelve el rostro y palidece; él continúa hablando con mayor viveza.) No ignoro en qué abismo me precipito, pero si la prudencia impone silencio a la pasión, el deber habla más alto. Yo soy el culpable; yo, quien le he arrebatado la paz de la inocencia; yo, quien meciendo su alma con exageradas esperanzas, la entregué pérfidamente como víctima a impetuosas pasiones. Sin duda que me recordará V. mi condición, mi cuna, los principios de mi padre... pero amo... mi esperanza se alza con tanta mayor violencia, cuanto más bajo cayó la naturaleza bajo el peso de los respetos sociales... Mi resolución ha de combatirlos... Veremos quién triunfará de los dos, si la moda o la humanidad.  (Durante este tiempo, MILADY se retira a un extremo del salón, ocultando el rostro entre las manos. Él la sigue.) ¿Desea V. decirme algo, Milady?

MILADY.-   (Con profunda aflicción.)  Nada, caballero, nada, sino que nos arrastra V. a un abismo, a V., a mí, y a una tercera persona.

FERNANDO.-  ¡A una tercera persona!

MILADY.-  Juntos, no podemos ser felices; seremos, por tanto, víctimas de la precipitación de su padre de V., porque yo no poseeré jamás el corazón de un hombre que me da su mano por fuerza.

FERNANDO.-  Por fuerza, Milady... sí, la doy por fuerza, pero la doy. ¿Podrá V. exigir la mano sin el corazón?... ¿arrebatar a una niña el hombre que es para ella el mundo entero, y a ese hombre una mujer que es para él el mundo entero? V., Milady, V... que era ha un instante aquella sublime inglesa... ¿podrá...

MILADY.-  Debo hacerlo.  (Con energía y gravedad.)  Mi pasión, Walter, cede al cariño que le tengo; pero mi honor, no. Ya en toda la comarca no se habla de otra cosa que de nuestro enlace, y todos dirigen hacia mí sus miradas y sus burlas. Si un vasallo del Príncipe rehúsa mi mano, la afrenta que recibo es irreparable... Arréglese como pueda con su padre de V. para salir del apuro del modo que le parezca mejor... lo que es por mí, arda Troya.

 (Se va. El MAYOR se queda inmóvil y sin decir palabra; luego se va por el otro lado.) 



Escena IV

 

La casa del músico.

 
 

MILLER.- Su MUJER.- LUISA.

 

MILLER.-   (Muy agitado.) ¡Lo que dije!

LUISA.-   (Con ansiedad.) ¿Qué, padre mío? ¿Qué?

MILLER.-   (Corriendo como un loco, de aquí para allá.) ¡A ver!... la ropa de fiesta... pronto... necesario es que yo le prevenga... Mi camisa con puños... Ya me lo figuré desde un principio...

LUISA.-  Por Dios, ¿qué?

LA MUJER.-  ¿Qué pasa?... ¿Qué hay?

MILLER.-   (Echando al suelo la peluca.) Aprisa... id por un peluquero... ¿Qué hay?  (Corriendo al espejo.) Y no está poco crecida mi barba... ¿Qué hay? ¡Pues qué ha de haber, desollada! Que el diablo anda suelto y todo va a recaer sobre ti.

LA MUJER.-  Vaya... ya estamos... yo pago siempre los platos rotos.

MILLER.-  Y claro que sí, charlatana... ¿Pues quién ha de ser sino tú? Esta mañana con aquel endiablado caballero... ¿no te lo dije?... Wurm ha cantado.

LA MUJER.-  ¿Conque esto es?... ¿y por dónde lo sabes tú?

MILLER.-  ¿Por dónde?... A la puerta aguarda un tuno de casa el ministro que pregunta por el maestro.

LUISA.-  ¡Yo muero!

MILLER.-  Y tú con estos ojuelos de vellosilla.  (Riendo con dolor.)  Bien dice el proverbio: «Cuando pare el diablo en una casa, pare hembra...» verdad.

LA MUJER.-  ¿Pero cómo sabes que se trata de Luisa? Tal vez alguien te ha recomendado al Duque, y te quiere para su orquesta.

MILLER.-   (Coge el bastón.) Así lloviera sobre ti el azufre de Sodoma... ¡La orquesta!... Sí, alcahueta; tú chillarás las notas agudas y mi bastón las de bajo...  (Se echa sobre una silla.) ¡Dios mío!

LUISA.-   (Se sienta pálida como la muerte.) Padre, madre, ¡qué susto me da!

MILLER.-   (Levantándose.)  Te juro que si ese chupatintas se pone al alcance de mi mano, si acierta a pasarme por delante... en ese mundo o en el otro... le he de moler las costillas y el alma. Ya verás cómo le estampo en las espaldas los mandamientos de la ley de Dios, y el Padre nuestro, y todos los libros de Moisés, de modo que hasta el día de la Resurrección se vea la traza de...

LA MUJER.-  ¡Así... así!... jura y alborota el cotarro... Así se espanta al diablo. ¡Dios mío, ayúdanos! ¡Cómo saldremos de este enredo!... ¿qué haremos?... ¿qué partido vamos a tomar?... Habla, di, Miller...  (Corre de aquí para allá gimoteando.) 

MILLER.-  Yo me voy ahora a ver al ministro; yo mismo le hablaré y le diré... Tú sabías esto antes que yo, y hubieras podido advertirme. Entonces tal vez se hubiera convencido la muchacha... estábamos a tiempo todavía. Pero no; se dejó prender en las redes, y tú echaste leña al fuego. Ahora, cuidadito con la piel, y con tu pan te lo comas. Yo cargo con la niña y me la llevo a la frontera.



Escena V

 

FERNANDO, sale muy asustado y sin aliento.- Dichos.

 

FERNANDO.-  ¿Ha venido mi padre?

 

(Los tres personajes siguientes intervienen a un tiempo.)

 

LUISA.-   (Con espanto.)  ¡Su padre!... ¡Dios poderoso!

LA MUJER.-   (Juntando las manos.) ¡El Presidente! Estamos aviados.

MILLER.-   (Riendo amargamente.) ¡Alabado sea Dios!... ¡Alabado sea Dios!... Ya empieza la danza.

FERNANDO.-   (Corre hacia LUISA y la estrecha contra su corazón.)  Eres mía, mas que le pese al cielo y al infierno.

LUISA.-  Soy muerta... Habla; has pronunciado una palabra terrible. Tu padre...

FERNANDO.-  Nada, nada, se acabó. Tú eres mía, y yo soy tuyo de nuevo. Déjame tomar aliento en tus brazos... ¡Oh qué terrible instante!

LUISA.-  ¿Cuál?... me estás matando.

FERNANDO.-   (Retrocede y la contempla con expresión.)  Ha habido un momento en que una persona extraña se ha interpuesto entre ambos y en que mi amor palideció ante mi conciencia. Mi Luisa cesaba de serlo todo para su Fernando.  (LUISA cae en una silla y oculta el rostro. FERNANDO corre hacia ella, la contempla sin decir palabra, y se aparta de repente.) No; nunca; imposible. Es harto pedir, Milady, que yo te sacrifique esta inocente niña. No; por Dios vivo; no puedo violar el juramento que hice, y que relampaguea en sus lánguidos ojos, como el rayo del Señor. Vedla, Milady, vedla, ¡oh padre cruel! ¿Habré de matar a ese ángel? ¿arrojaré al infierno a esta alma celestial?  (Con firmeza.)  Al cielo he de llevarla, y si mi amor es crimen júzguelo Dios.  (La coge por la mano y la levanta.)  ¡Valor, amada mía! venciste; vuelvo victorioso del más temible combate.

LUISA.-  No, no; nada me ocultes; pronuncia la tremenda sentencia. Hablaste de tu padre y de Milady... Siento el calofrío de la muerte... Dicen que va a casarse...

FERNANDO-   (Cayendo a los pies de LUISA.)  Conmigo, desdichada.

LUISA.-   (Pausa; con voz temblorosa y penosa calma.) ¡Sea!... ¿Por qué tiemblo? Harto me lo había dicho el buen viejo... y nunca quise creerle...  (Pausa. Se echa sollozando en brazos de MILLER.) Padre, vuelvo a tus brazos... Perdóname, padre mío... ¿Qué culpa tengo yo de que este sueño fuera tan bello, y tan terrible el despertar?

MILLER.-  ¡Luisa!... ¡Luisa! ¡Oh Dios! está fuera de sí... ¡Hija mía; pobre hija mía!... ¡Maldito sea el seductor!... ¡Maldita la mujer que hizo de tercera!

LA MUJER.-   (Se echa gimiendo en brazos de LUISA.) Di, hija mía, si he merecido esta maldición. ¡Dios le perdone a V., caballero! ¿Qué le hizo a usted este cordero para estrangularle así?

FERNANDO.-   (Lanzándose hacia ella con resolución.) Sí, quiero dar al traste con semejantes cábalas y romper las cadenas de la preocupación! Yo elegiré libremente como me acomode; han de temblar los viles ante la obra gigantesca de mi amor.  (Hace que se va.) 

LUISA.-   (Le sigue.) Aguarda, aguarda. ¿A dónde quieres ir? Padre... madre mía... nos abandona en tales angustias.

LA MUJER.-   (Corre hacia él y le detiene.) Vendrá el Presidente aquí y maltratará a nuestra hija y nos maltratará a nosotros, señor Walter... ¿y nos abandona V.?

MILLER.-   (Riendo, enfurecido.) ¡Nos abandona!... ¿Por qué no?... Ella le sacrificó cuanto posee.  (Coge al MAYOR y a LUISA por las manos.) Paciencia, caballero. De mi casa no se sale, sino así... Aguarda a tu padre, si no eres un malvado, y cuéntale cómo te has insinuado en el corazón de mi hija, ¡traidor!... o vive Dios que  (echándole a su hija con violencia.) será necesario que aplastes antes a esa muchacha, deshonrada por amor a ti.

FERNANDO.-   (Vuelve y se pasea pensativo.) Verdad que la autoridad del Presidente es grande... y el derecho del padre una gran palabra... hasta el crimen puede ocultarse en esa palabra...; él puede extremar las cosas... pero no hará más que llevar también al extremo mi amor por ti... Ven, Luisa; dame la mano.  (La coge con fuerza.) Tan cierto que no ha de abandonarme Dios en la hora de la muerte... el instante que separe estas manos, será el último de mi vida.

LUISA.-  Me das miedo, no me mires; tiemblan tus labios, ¡qué terrible mirada!

FERNANDO.-  No, Luisa, no tiembles. No habla por mi boca la locura, sino la firmeza, precioso don del cielo que en un momento decisivo liberta con inusitada fuerza al alma oprimida. Te amo, Luisa; serás mía, Luisa. Voy ahora en busca de mi padre.  (Se va precipitadamente y se encuentra con éste.) 



Escena VI

 

El PRESIDENTE con numeroso séquito de criados.- Dichos.

 

EL PRESIDENTE.-   (Sale.) ¡Aquí está ya!  (Estupor general.) 

FERNANDO.-   (Dando un paso atrás.) En la casa de la inocencia.

EL PRESIDENTE.-  Donde aprende el hijo a desobedecer al padre.

FERNANDO.-  Permítenos, no obstante...

EL PRESIDENTE.-   (Interrumpiéndole.) (A MILLER.) ¿Es V. el padre?

MILLER.-  Miller, músico de la ciudad.

EL PRESIDENTE.-   (A la MUJER.) ¿Y V. la madre?

LA MUJER.-  ¡Ay de mí!... Sí señor; la madre.

FERNANDO.-   (A MILLER.) Llévese a V. a su hija; va a ponerse mala.

EL PRESIDENTE.-  Es inútil, porque mandaré llamarla.  (A LUISA.) ¿Cuánto tiempo hace que conoce V. al hijo del Presidente?

LUISA.-  Nunca me informé de quién fuese su padre. De noviembre acá que Fernando de Walter me corteja.

FERNANDO.-  Diga V. que la adoro.

EL PRESIDENTE.-  ¿Le hizo a V. alguna promesa?

FERNANDO.-  La más solemne de todas, hace un momento ante Dios.

EL PRESIDENTE.-   (Colérico, a su hijo.) Ya te haremos confesar luego tu locura.  (A LUISA.)  Aguardo su respuesta.

LUISA.-  Ha jurado amarme.

FERNANDO.-  Y cumplirá su juramento.

EL PRESIDENTE.-  ¡Que calles, te digo!... ¿Aceptó V. esa promesa?

LUISA.-   (Con ternura.) Hice otra igual.

FERNANDO.-   (Con entereza.)  La alianza está firmada.

EL PRESIDENTE.-  He de echar fuera el eco.  (A LUISA con malignidad.) ¿Y siempre le pagó a V. al contado?

LUISA.-   (Atenta.) No comprendo.

EL PRESIDENTE.-   (Con despreciativa sonrisa.)  Pues... quiero decir tan sólo... todo oficio se paga... supongo que V. no concederá gratuitamente sus favores...; tal vez sólo ha recibido V. alguna suma anticipada...

FERNANDO.-   (Furioso.) ¡Mil rayos!... ¿Qué significa eso?

LUISA.-   (Al MAYOR con dignidad.) Señor Walter, desde este momento es V. libre.

FERNANDO.-  Padre, la virtud impone siempre respeto, aun bajo el vestido de la miseria.

EL PRESIDENTE.-   (Soltando la carcajada.)  Graciosa pretensión. ¡Obligar al padre a que respete a la manceba de su hijo!

LUISA.-   (Cayendo al suelo.)  ¡Oh cielos!

FERNANDO.-   (Se dirige al PRESIDENTE, espada en mano, pero la inclina al suelo luego.) Padre, me diste la vida; estamos en paz.  (Envaina la espada.) Se ha roto todo lazo entre ambos.

MILLER.-   (Que hasta entonces ha permanecido retirado, se adelanta furioso, ora rechinando los dientes, ora temblando de ansiedad.)  Excelencia... el hijo es obra del padre... hablando con el debido respeto... Quien llama a la hija perdida, le da un bofetón al padre... y aquí se devuelve bofetón por bofetón... este es el precio entre nosotros... hablando con el debido respeto...

LA MUJER.-  ¡Socorrednos, Señor! Ahora se enoja ese. La borrasca va a caer sobre todos nosotros.

EL PRESIDENTE.-   (Que sólo ha entendido a medias.)  ¿Con que el tercero también echa su cuarto a espadas?... Sólo le diremos a V. una palabra, señor alcahuete.

MILLER.-  Hablando con el debido respeto... me llamo Miller... Si Vuecencia desea oír un adagio... pero en galanteos no entro yo... Mientras la corte explote tal privilegio, ese tráfico no tendrá que ver con nosotros... hablando con el debido respeto.

LA MUJER.-  ¡Por Dios! que estás perdiendo a tu mujer y a tu hija.

FERNANDO.-  Estás haciendo un papel, padre mío, para el cual bien podías pasarte de testigos.

MILLER.-   (Se acerca a él con más ánimo.) Esto es alemán inteligible... hablando con el debido respeto. Vuecencia gobierna y administra el ducado, pero esta es mi casa! Millones de gracias el día en que pida algo a Vuecencia, pero a un visitante mal criado, yo... le planto en la calle, hablando con el debido respeto.

EL PRESIDENTE.-   (Pálido de cólera.)  ¡Cómo?... ¿Qué dice V.?  (Se acerca a él.) 

MILLER.-   (Se retira un poco.)  Señor, esta es mi opinión... hablando con el debido respeto.

EL PRESIDENTE.-   (Colérico.)  ¡Ah tunante! Tu opinión te conducirá a la cárcel... Ea... que vayan por los alguaciles.  (Algunos criados se van. El PRESIDENTE se pasea enfurecido.)  El padre a la cárcel, y la madre a la argolla con esa moza. La justicia armará mi cólera. He de tomar terrible satisfacción de esta ofensa... Pues no faltaba más sino que esta canalla destruyera mis planes e indispusiera al padre con el hijo!... ¡Ah, maldita gente!... He de cebar mi odio en vuestra ruina. Toda la raza, padre, madre, hija, será sacrificada a mi venganza.

FERNANDO.-   (Adelantándose entre ellos, con calma.) Nada temáis, yo estoy aquí.  (Al PRESIDENTE en tono de sumisión.) No te precipites, padre mío. Si algún afecto me tienes, no uses de la violencia. Hay un rincón en mi alma, donde no penetró todavía el nombre de padre... no te extiendas hasta él.

EL PRESIDENTE.-  Cállate, y no aumentes mi cólera.

MILLER.-   (Saliendo de profundo estupor.) Vela por tu hija, mujer... Corro en buscad el Duque... El sastre de la corte... Dios me ha inspirado esa idea, seguramente... el sastre de la corte aprende la flauta conmigo... No dejaré de llegar hasta el Duque.  (Intenta irse.) 

EL PRESIDENTE.-  Hasta el Duque, dices. ¿Pero has olvidado que yo soy la puerta por donde se debe pasar, o romperse el alma? ¡Hasta el Duque, imbécil!... Inténtalo cuando estés enterrado vivo en un calabozo, oscuro como el infierno, donde no veas la luz ni sientas el menor ruido. Podrás exclamar entonces, al son de tus cadenas: merecido me lo tengo.



Escena VII

 

Los ALGUACILES.- Dichos.

 

FERNANDO.-   (Corre hacia LUISA que cae desmayada en sus brazos.) ¡Luisa! ¡socorredla! ¡salvadla!... El susto la mata.  (MILLER coge el bastón, se cala el sombrero, y se dispone a defenderse. La MUJER se echa a los pies del PRESIDENTE.) 

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EL PRESIDENTE.-   (A los ALGUACILES, mostrándoles sus insignias.) Favor a la justicia, en nombre del Duque. Muchacho, deja a la niña. Esté o no desmayada, ya despertará a pedradas cuando se vea con la argolla al cuello.

LA MUJER.-  ¡Misericordia, Excelencia, misericordia, misericordia!

MILLER.-   (Alzando a su MUJER.) De rodillas ante Dios, zorra, llorona..., y no delante de estos miserables; ¡de todos modos me han de prender!

EL PRESIDENTE.-   (Mordiéndose los labios.)  Mira no te engañes, perillán. Aún hay sitio vacante en la horca.  (A los ALGUACILES.) ¿Habré de deciroslo de nuevo?  (Los ALGUACILES se dirigen a LUISA.) 

FERNANDO.-   (Colocándose delante de ella, colérico.)  A ver quién da un paso.  (Tira de la espada y se defiende con la empuñadura.)  Nadie se atreva a tocarla, si no se ha jugado la cabeza...  (Al PRESIDENTE.) No pases adelante, padre, por consideración a ti mismo.

EL PRESIDENTE.-   (En tono de amenaza, a los ALGUACILES.) Cobardes!... si algo os importa ganar vuestro pan...  (Los ALGUACILES se acercan de nuevo a LUISA.) 

FERNANDO.-  Atrás, con cien mil diablos, repito. Ten compasión de ti mismo, padre; no me apures.

EL PRESIDENTE.-   (Enfurecido.)  ¡Así cumplís con vuestro deber, miserables!  (Los ALGUACILES se adelantan con mayor ardor.) 

FERNANDO.-  Sea; ya que es fuerza...  (Tira de la espada, e hiere algunos hombres.)  Que la justicia me perdone.

EL PRESIDENTE.-   (Lleno de cólera.) Veamos si me alcanza a mí tu espada.  (Coge él mismo a LUISA y la confía a un sargento.) 

FERNANDO.-  Padre, padre..., ¡Horrible sarcasmo contra la Divinidad, que tan poco ha comprendido la naturaleza de sus criaturas, que hizo de un gran ayudante de verdugo, un mal ministro.

EL PRESIDENTE.-   (A los suyos.)  Lleváosla.

FERNANDO.-  Padre; irá a la argolla, pero con el Mayor, el hijo del Presidente... ¿Persistes todavía?

EL PRESIDENTE.-  Así será más chusco el espectáculo. ¡Afuera!

FERNANDO.-  Coloco sobre esta niña mi espada de oficial. ¿Persistes todavía?

EL PRESIDENTE.-  Un hombre que va a la argolla, no debe guardar su espada. En marcha; ya sabéis mi resolución.

FERNANDO.-   (Arranca a LUISA de manos de los guardias y la amenaza con la espada.) Antes de permitir que deshonres a mi esposa, la mataré. ¿Persistes todavía?

EL PRESIDENTE.-  Hazlo, si tan aguda es la espada.

FERNANDO.-   (Deja a LUISA, y mira al cielo con terrible ademán.) ¡Dios poderoso! tú eres testigo de que empleé todos los medios humanos... voy a ensayar uno, realmente diabólico... Mientras la envías a la argolla  (al oído del PRESIDENTE.) contaré en la Embajada cierta historia que se titula: De cómo se llega a Presidente.

EL PRESIDENTE.-   (Como herido del rayo.) ¿Qué? ¡Fernando!... ¡Soltadla!  (Corre tras El MAYOR.)