Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[108]→  

ArribaAbajoCapítulo XII

Descríbese la ciudad de Buenos Aires


Imagen Capítulo XII

Es la ciudad de Buenos Aires, puerto de mar adonde concurren todos los años algunos navíos de España. El puerto para los navíos es malísimo: dista de la ciudad tres leguas, y no tiene abrigo alguno que le defienda de los temporales y tormentas, porque se da fondo en lo alto del río, quedando al descubierto por todas partes, y así es necesario que los cables y amarras de las embarcaciones, sean de toda satisfacción. Las fragatas de hasta treinta y cuatro codos de quilla, pueden acercarse hasta menos de una legua de la ciudad, y las más pequeñas, como botes, falúas y lanchas de hasta mil y quinientos quintales de carga, pueden atracarse a tierra en el   —109→   puerto del Riachuelo. Diez o doce leguas de la ciudad, hacia la costa del sur, está un buen puerto que llaman de la Ensenada de Barragán, adonde regularmente llevan los navíos después de descargarlos, ya para lograr allí la mayor seguridad y ya para darles la carena que necesiten.

Tiene hoy la ciudad más de media legua de largo, y con poca diferencia otro tanto de ancho, sin admitir en esta cuenta las muchas quintas y granjas que le rodean, y cada día se va alargando más y más, y se cree que en breve tiempo será tan grande que pueda competir con la corte de Lima. Los vientos son muy variables, de manera que en una hora se ve en varias ocasiones variar el viento toda la aguja de marear, que contiene treinta y dos vientos distintos; pero son muy saludables y constituyen un temperamento sanísimo: de modo que los europeos no lo extrañan, y sin duda alguna es el puerto más sano de todas las Indias. La agua del río es bellísima, y no hay otra de provecho.

Tendrá la ciudad 20.000 almas de comunión. Tiene dos conventos de San Francisco, dos colegios de la Compañía, convento de dominicos, de mercedarios, de betlemitas, que son hospitalarios, y dos monasterios de dominicas y capuchinas. Tiene iglesia catedral, con su obispo. Hay un buen castillo con competente tropa y con su gobernador y capitán general. Los estilos de esta ciudad, en su trato, conversación,   —110→   traje, gobierno, son los mismos que en España, con poca o ninguna diferencia.

Las cosechas de esta ciudad son: trigo, maíz, todo género de hortalizas y mucha fruta. Vino ni aceite no hay, porque los naturales no hacen diligencia para tenerlo, y quien la hace, como al presente hay alguno en Buenos Aires, logra en sus quintas uno y otro efecto, con abundancia. El río corre inmediato a la ciudad, de norte a sur, aunque luego declina al este hasta entrar en el mar: tiene diez leguas de anchura por esta parte y abunda de varias especies de pescado.

El modo de pescar es muy extraño. Montan dos hombres en sus caballos. Cada uno coge la punta o extremo de una grandísima red, que tendrá de largo cien varas, y algunas más. Entran los jinetes en el río juntos; andan los caballos mientras hallan tierra, y en perdiendo el fondo, continúan río adentro, nadando. Cuando ya están en paraje donde juzgan no quedar al caballo aliento más que para el regreso, se apartan los jinetes por rumbos contrarios, cuanto la red permite. Ellos están puestos de pie sobre el caballo, y así, tendida la red, vienen para tierra, tirándola los caballos de la cincha; y como la parte inferior viene barriendo el fondo, en fuerza de las balas que lleva pendientes, sacan innumerables peces, unas veces, y unos días más que otros, según el tiempo. Yo he visto sacar ciento dieciocho sábalos en un solo lance, y es de advertir que cada   —111→   sábalo es como un bejuco grande de España. Es el sábalo muy buen pescado, pero por ser el que más abunda, no tiene la mayor estimación.

Las campañas de esta ciudad, causan grandísima admiración. La población más cerca, por la parte del norte, es la ciudad de Santa Fe, que dista cien leguas. Por el poniente, es la ciudad de Córdoba la más próxima y dista ciento sesenta leguas, y por el sudeste no hay población alguna hasta Mendoza, que dista trescientas leguas. Entiendo aquí por poblaciones, aldeas, villas o ciudades, porque, lo que es casas de campo, que acá llaman estancias y chacras, hay muchas; de manera que por la costa del río se va a Santa Fe, pasando todos los días por muchas de estas casas, y lo mismo sucede en el camino de Córdoba, que es el que sube al Perú, tomando el camino que llaman de la costa, que los demás están enteramente despoblados, y por lo mismo es el de Mendoza, en cuya dilatada distancia, todo es desierto.

Todas estas campañas son llanísimas, de modo que hasta las ciudades dichas, no se halla una cuesta o cerro alguno. No se halla tampoco piedra alguna en toda la jurisdicción de Buenos Aires, que es otra cosa bien extraña. Por algunas partes abunda esta jurisdicción de agua, y hay algunos manantiales; en otras no se hallan más que lagunas de agua llovediza, y en las grandes secas suele faltar, y entonces con dificultad se hace viaje por esos caminos.

Fueron estas campañas tan abundantes de ganados,   —112→   esto es, de vacas, caballos y yeguas, que estaban inundadas, y era necesario espantar muchas manadas de los caminos para poder transitarlos. Era todo el ganado montés, y nadie lo tenía doméstico, sino es que cada uno cogía y mataba lo que quería; y esto hace tan poco tiempo, que todos los que hoy viven, de sesenta años, lo han practicado así. Hasta que por los primeros años de este siglo, comenzaron a frecuentar este puerto algunos navíos de España, y como en su regreso cargaban cueros, comenzaron los naturales a codiciar el ganado, y así, salían a matarlo a las campañas para el dicho fin: recogían algunas manadas, y valía un toro dos reales, el caballo un real y la yegua medio. Había hombre que, yendo de camino, se le antojaba comer una lengua; y mandando enlazar un novillo, se la quitaban, y luego lo soltaban.

Estos excesos, y el aumento de precio, ha hecho que todo el ganado montés se haya concluido, y sólo han quedado algunas manadas de yeguas y caballos. Todo lo demás está reducido a rodeos y haciendas particulares de que se componen las estancias, como diremos en su lugar. Cuando escribo esto, que es el año de 1753, vale un buey de trabajo, cuatro pesos; un toro o novillo, tres; una vaca, veinte reales; una ternera, doce reales; una oveja, dos reales; el cordero, un real; la yegua, tres reales, y cada caballo, dos pesos; quien oiga y lea esto en España, se admirará, y con razón; pero deberá suspender la novedad computando   —113→   la jurisdicción y abundancia de ganados con la poca gente; porque ésta y su grande distrito, se reduce a una ciudad, aunque muy populosa.

Lo preciso para pasar la vida, está en esta tierra baratísimo, como todo lo demás que la tierra produce; pero, al contrario, cuesta más caro lo que viene de España, como es vino, aceite, ropas, etc., que, aunque de todo hay y se hace por diversas partes de este reino, pero nada de ello es tan fino, ni de tanta estimación como lo que se trae de la Europa. Las demás cosas que ocurren acerca de las campañas, aves, animales, ríos, etc., se irán viendo en los distintos diarios y derroteros que adelante se pondrán, de algunos viajes que por acá se me han ofrecido.

Imagen Capítulo XII



  —[114]→  

ArribaAbajoCapítulo XIII

Breve noticia de aquello en que me ocupé desde el 29 de junio de 1749 que llegué a Buenos Aires, hasta el 3 de noviembre de 1752


Imagen Capítulo XIII

El día 29 de junio, como queda dicho, salté en tierra en la plaza de Buenos Aires, y al día siguiente me retiré con los demás compañeros al convento de Nuestra Señora del Pilar, casa de Recolección, que entonces distaba media hora de la ciudad, y hoy, en sólo cuatro años que han pasado, apenas dista un cuarto de legua. En dicho convento permanecí con todos mis compañeros, con el gusto que puede considerarse, siguiendo con grandísimo consuelo la vida y distribución que queda insinuada al fin del capítulo X, aplicándome juntamente con religiosa cautela a observar   —115→   el rumbo que llevan las cosas en Indias, acerca de lo cual basta decir, que es tan distante la conducta de los que gobiernan, a lo que se ve en España, que ni puede hacerse la más leve comparación (mas no por esto digo que gobiernen mal). Aseguro sí, que quien pasa a Indias, puede hacerse cargo que el día que pasa en ellas, aquel día nace con uso de razón, y así vaya observando lo que le convenga, que en todas las cosas tendrá en qué ocuparse la más prudente reflexión.

Oiga, vea y calle, para vivir en paz; y sobre todo no hay que decir: esto se hace en mi tierra, patria o provincia, que no todos gustan de que les anden poniendo ejemplares, y a muchos les parece que lo mismo es contarles el diverso modo con que se hace ésta o la otra cosa en Europa, que censurar el modo con que la hacen en Indias. Ello es preciso amoldarse cada uno al estilo, costumbres y ceremonias del país en que se halla, y lo demás le acarreará inmensurables disgustos.

Cuando llegué a esta provincia, estaba de visitador general en ella el reverendísimo padre fray Bruno Quiñones, y el capítulo debía celebrarse por el marzo de 50. Yo me ocupaba en prevenirme para las oposiciones de cátedras de Artes y Teología, cuando me destinaron para salir a recibir al padre visitador, en compañía de un padre lector jubilado, como con efecto lo recibimos en Luján, que es un paraje distante de Buenos Aires doce leguas. Desde la primera vez que le comuniqué,   —116→   me hizo más favor que yo merecía, y manifestó luego un buen afecto; pues habiendo llegado a Buenos Aires el día 25 de diciembre del mismo año de 49, y habiendo vacado el empleo de custodio de la provincia, interpuso ruego, en la forma que le fue lícito, para que el definitorio me eligiese por custodio, como de facto sucedió así el día 29 del mismo mes.

Inmediatamente se hicieron diligencias para embarcarme al capítulo general que estaba convocado en Roma; mas ni por la vía de España, ni por la de Portugal pudo lograrse, y así permanecí por entonces en la provincia, y habiendo llegado el día 24 de marzo, en que se celebró el capítulo, me eligieron en definidor de la provincia, lo cual no fue impedimento para que pudiese oponerme a las cátedras, como con efecto lo hice, y en virtud de la oposición, me hicieron la honra de darme la cátedra de prima y regencia de estudios de la Recolección, adonde, desocupado de las funciones capitulares, me retiré.

En la misma ocasión, se opusieron a las mismas cátedras tres compañeros míos, que fueron los padres fray Joseph Ramírez, fray Joseph Martínez y fray Juan de Escamilla. A todos tres honró igualmente la provincia, dando al primero la cátedra de Artes en el convento grande; al segundo la de Artes en la Recoleta; al tercero la de vísperas en este mismo convento, y el otro compañero, que era el padre misionero fray Juan Matud, pasó de guardián a la Recolección de Catamarca.

  —117→  

Cada uno en su respectivo ejercicio, estuvimos ocupados hasta la congregación que se celebró el 21 de setiembre de 51, y a mí se me agregó el empleo de juez de recursos, que es un delegado que dejan los padres provinciales, cometiéndole toda su plenaria facultad in utroque foro, para ejecutar cuanto a su jurisdicción compete, de la manera que se confiere a un comisario de provincia, hasta para dar hábitos, por causa de que, para visitar la provincia, se ausenta a quinientas y más leguas de distancia, por ser la provincia la más dilatada que tiene la religión, como en su lugar veremos; también se me dio la comisión para visitar dos conventos de Recolección y el de la ciudad de Santa Fe.

En la congregación, fuimos los sobredichos continuados en la cátedra, sin novedad alguna, no perdiendo la ocasión de predicar algunos sermones; y uno de los que yo prediqué, fue el de los santos patriarcas, que corre impreso a instancia y por diligencia de algunos caballeros muy apasionados y favorecedores, que quisieron hacer mi ignorancia patente a todo el mundo, pues entonces conocí, y ahora conozco, que no tenía especie alguna que mereciese estamparse.

Cuando se celebró la congregación, ya me hallaba con una patente del muy reverendísimo padre Comisario General del Reino, para que visitase generalmente la misma provincia, convocase y presidiese el futuro capítulo, en atención a que esta provincia del Paraguay tiene una bula de Su Santidad, dando facultad a los prelados generales para nombrar visitador de la misma provincia por los   —118→   muchos costos que tenía antes en traerlos de extraña. Esta provisión y providencia de la visita, tuve oculta, como convenía, para tiempo oportuno. Ya es costumbre que concluidos los dos años del gobierno del padre Provincial, expide comúnmente sus letras patentes circulares el visitador; y pareciéndome que si esperaba a hacer esta diligencia en Buenos Aires, no podía visitar toda la provincia personalmente; porque para sólo ir y venir a la gobernación del Paraguay, necesitaba más de ocho meses, me pareció subir a dicho país antes que llegase el tiempo de abrir la visita, para que, hallándome en aquel extremo el 21 de marzo de 53, en que me pertenecía poner en práctica mi comisión, según la costumbre, pudiera a los tres meses de entrado mi año, hallarme con la mitad de la provincia visitada y sin dificultad para visitar por mí mismo el resto de ella. Y con efecto, como lo pensé, así lo hice. Manifesté mi patente al padre Provincial: la obedeció como debía; le pedí el sello de mi oficio, y habiendo tomado testimonio de quedar ejecutadas estas diligencias que la ley previene, dispuse mi marcha; la que, con todo su puntualísimo diario, se verá en el derrotero siguiente.





  —[119]→  

ArribaAbajoSegunda parte

Derrotero y diario del viaje que hice al Paraguay a las reducciones de su jurisdicción y regreso a Buenos Aires


Imagen Segunda parte

  —[120]→     —[121]→  

Imagen Segunda parte

Antes de entrar a dar cuenta de las particularidades que corresponden a un diario, será bien que se forme un tal cual concepto del asunto principal que ha de servir de pábulo a tan menuda narración.

Debe advertirse que la religión tiene en estas partes del Perú, una provincia, que, en las leyes de ella comúnmente se llama la del Paraguay; mas por estas partes suelen más de ordinario nombrarla provincia del Tucumán, y algunos provincia de Buenos Aires. Para evitar toda equivocación, de algunos años a esta parte, se intitula Provincia del Tucumán, Paraguay y Río de la Plata, por ocasión de comprender en sí esas tres gobernaciones y capitanías generales que también es muy común llamarse provincias.

Esta provincia tiene a su cargo 15 conventos, un hospicio y once pueblos de indios, en los cuales los prelados tienen aquella jurisdicción que por bulas pontificias   —122→   y cédulas reales les es concedida, como que los curas y sus compañeros son religiosos presentados por el prelado regular, y nombrados o elegidos por aquel en quien reside el patronado real, que regularmente son los gobernadores.

Esta provincia es, sin duda alguna, la más dilatada que tiene toda la religión de nuestro seráfico padre San Francisco, por lo que necesita un prelado, si ha de visitarla toda, más de un año, y para ello tendrá que caminar mucho más de dos mil leguas, como podrá sumarse al fin de mi diario, el que, sin duda alguna parecerá muy menudo; pero atendiendo a que yo lo voy formando, ya por divertirme, ya por lanzar la ociosidad de algunos ratos que le sobran al día, los que regularmente se ocupan en conversaciones inútiles, y ya finalmente porque en algún tiempo me pueden servir las cosas notadas en él, por muy frívolas que parezcan; por esto, pues, apuntaré con puntualidad, todo aquello que yo conozca conducente a los expresados fines.

No fuera despropósito formar en esta plana un mapita en que apareciesen todos los conventos y reducciones de esta provincia, según las mismas situaciones y altura en que se hallan; pero lo omito sin violencia, porque apenas hay pared en que no se vea algún plan de la América, en el cual se averigua todo, sin otro trabajo que el de coger un compás, si acaso sabe manejarse.

  —[123]→  

ArribaAbajoCapítulo I

Salgo de Buenos Aires por tierra, hasta los Arrecifes, o el convento del Rincón de San Pedro. Refiérese el resto de la navegación hasta la ciudad de Santa Fe y dase noticia de los indios payaguás


Imagen Capítulo I

Habiendo practicado las diligencias que quedan referidas al fin del capítulo último del precedente diario, elegí antes de salir a mi visita, los que habían de ser de mi familia. Despaché patente de secretario al reverendísimo padre lector jubilado fray Antonio Mercadillo, que a la sazón se hallaba guardián del convento grande de Córdoba, quien, con mucho deseo de acompañarme, renunció la guardianía y admitió el cargo de secretario, aunque por varios accidentes que por entonces le acometieron, no pudo acompañarme en la dilatada peregrinación   —124→   del Paraguay, por lo que cargué con todo el trabajo que se ofreció, sintiendo siempre la enfermedad del secretario, porque era sujeto que si viniese en mi compañía, podía con entera satisfacción entregarle todo el gobierno.

Elegí para mi escribiente al padre procurador fray Nicolás Palacio, religioso habilísimo y muy honrado. Le advertí lo que debía hacer y le previne que jamás despachase carta, auto, patente ni providencia alguna, de que primero no me dejase copia en el registro a que respectivamente pertenecía cada una providencia; y que aun de aquellas cartas de mera correspondencia y que parecía importar nada, dejase apunte, notando la fecha, y expresando en suma lo que contenía dicha carta, bien entendido que si en ella hubiese una cláusula de oficio, ya debía quedar copia de toda la carta entera. Pareciole mucho trabajo; mas para eso le advertí que en cada un convento ocupase en escribir el religioso o religiosos que le pareciere, como no fuese en aquellas cosas que pedían secreto y cautela. Le tomé asimismo el juramento de fidelidad que la ley manda, porque le hice prosecretario.

Elegí para compañeros a dos religiosos legos. El uno era fray Miguel Maximiliano, el otro fray Francisco Quintana. Previne a todos juntos que en los conventos habíamos de seguir la vida común de los demás religiosos, en cuanto hubiese lugar; que no me tuviesen estrecha comunicación con religioso alguno; que no permitiesen que alguno entrase en mi celda sin estar   —125→   yo en ella; que jamás llegasen a la mesa donde estuviesen los papeles; que en ningún convento pidiesen al guardián cosa alguna en mi nombre, ni para la celda; y que cuando alguna cosa se ofreciese, me avisasen primero; que por motivo alguno, jamás recibiesen cosa que les fuese dada por algún religioso o seglar, y finalmente, que si en alguna ocasión oyesen en la celda cosa de secreto, no la propalasen con sujeto alguno, y que en cualquiera cosa de las dichas no admitiría parvedad de materia, sino que en el punto en que averiguase haber defectuado en lo que les acababa de prevenir, los separaría irremisiblemente de mi compañía. Así lo creyeron ellos, y así sucedió con el primer lego que se ha nombrado, a quien despaché en el Paraguay de mi familia, por haber recibido una cosa de poca entidad, por haber concurrido a celda de un religioso a beber aguardiente o mistela, y por otras cosas de poca monta, que, aunque parecían venialidades, yo soy de opinión que para poder el prelado corregir y reformar lo que convenga, ha de ser el primero que con su familia viva con una moderación religiosa, y así debe tener una conducta irreprensible.

Hechas las referidas prevenciones y todas las demás que para un decente viaje son necesarias, dispuse cantar una misa este día tercero de noviembre a la Virgen Santísima del Pilar, de cuyo convento salía y a quien, en su misma santa, apostólica y evangélica capilla de Zaragoza, tenía elegida por la patrona de todas mis tareas, trabajos y peregrinaciones. Era este   —126→   día el de los innumerables mártires de Zaragoza, de quien en la Recolección de Buenos Aires se reza con oficio doble, por haber en él una reliquia insigne de una capilla, que como el fundador de esta casa fue de Zaragoza (don Juan de Narbona), solicitó por todos medios que en este convento se venerasen las glorias de su patria. Habiendo puesto pues esta reliquia en el altar, se cantó por la mañana una misa con la mayor solemnidad que se pudo, por el mejor viaje que me conviniese; y en la felicidad con que anduve los caminos y finalicé mi oficio, se conocerá haber tomado María Santísima y los numerosos mártires muy a su cargo el favorecerme.

Dispuse que fray Miguel Maximiliano quedase a embarcar todo lo necesario, y que cuando el barco saliese del puerto, se fuese en él hasta el Rincón de San Pedro, donde todos nos embarcamos para seguir el viaje. Hice que para el mismo oficio quedase el prosecretario, y con sólo fray Francisco Quintana, me puse en camino, llevando dos mozos para el cuidado de los caballos, porque por acá no hay donados que lo hagan como en España.

Este día tres, caminamos cuatro leguas, hasta el paraje que llaman la costa de San Isidro, que es lo más delicioso que tiene Buenos Aires, por la multitud de quintas que hay sobre la barranca del río. Me hospedé en casa del capitán don Fermín de Pesoa, amigo mío, y en esta casa estuve hasta el día ocho, en que llegó el comisario de los Santos Lugares con carreta,   —127→   toldo o tienda de campaña, caballos y cuanto era necesario para conducirnos con alguna decencia y comodidad hasta el Rincón de San Pedro.

Este día ocho por la tarde, salimos a pasar el río de las Conchas, y quedamos a hacer noche en lugar próximo a la estancia de don Pedro López, donde habiendo parado muy temprano, por distar sólo tres leguas de la quinta de Pesoa, se hizo muy buena cena, y pasamos muy bien la noche, y el día siguiente enderezamos muy despacio, a pasar el río de Luján, que dista cinco leguas de donde hicimos noche, y aquí permanecimos todo el día diez, por estar el tiempo tormentoso, y no tener precisión alguna de apresurar el viaje.

El día once, en que ocurre la fiesta de San Martín, patrón de la ciudad de Buenos Aires, dije misa en una capilla de María Santísima del Pilar que está inmediata al mencionado río, y luego caminamos cinco leguas, hasta la estancia de don Antonio Lagos. Aquí fue la primera vez que vi una cosa muy extraña, y es ésta: Acababa de nacer un pollino y en la misma noche había parido una yegua; quitaron el cuero al potrillo y dentro de él envolvieron, o como por acá dicen, retobaron al jumentillo. Hecha esta diligencia, lo aplicaron a la yegua, quien con sólo el olor del cuero de su cría admitió al borrico, le dio leche y le cuidaba como a su propio hijo. Criado en esta forma ya el borrico, no se junta con los de su especie, sino que siempre anda con las yeguas, de las que usa para la generación   —128→   y procreo de mulas, no siendo posible que esto se consiguiese con el cuidado y diligencia que en España se practica para ese efecto, por haber por acá hombres que tienen dieciséis, dieciocho y veinte mil yeguas, entre las cuales andan diversas manadas de jumentos criados en la forma dicha.

Los días 12 y 13 caminamos diez leguas, hasta la Cañada Honda, donde encontramos el donado de los Santos Lugares que conducía a Buenos Aires la limosna que había recogido por su jurisdicción, que se reducía a quinientas cabezas de ganado vacuno, doscientos caballos y algunas mulas. El día 14 anduvimos cinco leguas, hasta la estancia del maestre de campo general don Juan de San Martín, que está situada sobre el río Arrecifes, el cual se vadea por este paraje y llámanle el Paso de las Piedras.

Paréceme que es este lugar oportuno para referir el modo con que suelen pasarse algunos ríos en estas partes, en que regularmente faltan puentes y tienen grandísimas avenidas. Y digo ser este lugar oportuno para referir esto, por ser éste el río primero que pasé en la forma que luego diré.

El año de 1752, por el mes de febrero, hallándose el padre provincial fray Antonio de Rivadeneyra, en la ciudad de Córdoba, me despachó comisión para que visitase algunos conventos, y entre ellos era uno el de la Recolección del Rincón de San Pedro. Caminaba para él, llegué a esta estancia del señor San Martín, y era tanto lo que este río Arrecife había crecido,   —129→   que tenía muy cerca de una legua de ancho. No había embarcación alguna, conque fue preciso valernos de una pelota, que es lo que para pasar un río han discurrido los naturales. Hácenla de un cuero de vaca o de toro, cogiendo las puntas por las cuatro esquinas, hasta dejarlo en esta forma )=(, y en aquel poco de plano que queda en medio, se pone todo el recado de montar, y luego sobre él se sienta el pobre navegante sobre sus mismos pies, casi arrodillado. De una de las esquinas de la pelota, prenden una cuerda: échase un mozo a nadar con toda suavidad, y sin mover oleaje alguno con el movimiento de pies y manos, va nadando y tirando aquella debilísima embarcación de aquella cuerda, que prendió con los dientes. Quien se embarcó en ella ha de pasar sin hacer el más mínimo movimiento, porque a cualquier vaivén, se fue a pique. Primero que yo pasase el mencionado río Arrecife, en esta ocasión, pasó el padre lector de Artes fray Antonio Cardia, que iba de secretario, y fue tanto el miedo que le sorprendió de verse en medio río, sobre un cuero, que temí no fuese causa su temblor que la embarcación se fuese a pique. Adviértase que para pasar los ríos de esta manera, se busca regularmente la parte más estrecha y menos rápida. Nosotros subimos una legua más arriba del paso ordinario, donde el agua estaba bastante encajonada. He referido esto para que en adelante, cuando se diga haber pasado algún río en pelota, se entienda por lo mismo que es haber pasado en dicha embarcación.

  —130→  

En la segunda ocasión que lo pasé, pudieron rodearlo muy bien los caballos; y otra vez que se me ofreció, y fue la tercera, lo pasé en una canoa, que es un palo solo, cóncavo, en cuyo hueco se embarcan tres o cuatro hombres, y en otras canoas también veinte; y aunque es lo regular usar de remos para que naveguen, mas en la ocasión de que ahora hablo, la tiró un caballo que pasó el río a nado, llevando la canoa amarrada a su misma cola. Ésta es embarcación más segura, porque nunca se va al fondo.

Continuando ahora nuestra derrota, digo, como el día 5 de noviembre llegamos al Rincón de San Pedro. Actualmente se está fundando un convento de Recolección, distante del dicho Arrecifes cuatro leguas y situado sobre la misma barranca del Río de la Plata, que por este paraje se llama Paraná, cuyo nombre conserva hasta su oriente, que lo tiene en el Brasil de los portugueses, distante de Buenos Aires más de seiscientas leguas.

Estaba este convento del Rincón de San Pedro, muy a los principios: vivían los religiosos en unos ranchitos de paja, con grave incomodidad; aunque ya hoy siendo Dios servido, se va edificando, y hay bien fundada esperanza que será uno de los mejores conventos que tendrá esta provincia. Está, como se ha dicho, sobre el río, en un bastísimo despoblado: mantiénense los religiosos de la limosna que se recoge en las estancias de aquella comarca, que son muchas, y del pescado, de que el río es abundantísimo.

  —131→  

Por no ocasionar pues mayor incomodidad, dejé orden para que, en pasando noticia de que el barco llegaba, me avisasen, y pasamos mi compañero y yo a hacer tiempo a la estancia de don Antonio Rodríguez, distante del convento cuatro leguas, donde había capilla para decir misa y todas providencias para vivir con conveniencia, y sobre todo concurría el grande afecto que siempre había merecido a los señores de la estancia, y en esta ocasión lo experimenté largamente. Detúveme en ella veinte días, y no faltaba aquella diversión que puede ofrecer el campo. Una de las mayores fue ver un día en una ensenada que hace el río, encerradas dieciocho mil yeguas, y más de la mitad de ellas con sus crías. Habían recogido este ganado de todas las tierras de la estancia, que son siete leguas, a fin de matar algunos caballos enteros (que por acá llaman baguales), para que las yeguas con esta diligencia procreasen mulas, quedando con los borricos. Con efecto, mataron en dos días, más de doscientos hermosísimos caballos y vendieron cinco mil yeguas a dos reales y medio cada una. Tienen poca estimación por la multitud que hay. Vi también en diversos días matar dos mil toros y novillos, para quitarles el cuero, sebo y grasa, quedando la carne por los campos. El modo de matarlos es éste: montan seis o más hombres a caballo, y dispuestos en un semicírculo, cogen por delante doscientos o más toros. En medio del semicírculo que forma la gente, se pone el vaquero que ha de matarlos; éste tiene en la mano un asta de cuatro   —132→   varas de largo en cuya punta está una media luna de acero de buen corte. Dispuestos todos en esta forma, dan a los caballos carrera abierta en alcance de aquel ganado. El vaquero va hiriendo con la media luna a la última res que queda en la tropa; mas no le hiere como quiera, sino que al tiempo que el toro va a sentar el pie en tierra, le toca con grandísima suavidad con la media luna en el corvejón del pie, por sobre el codillo, y luego que el animal se siente herido, cae en tierra, y sin que haya novedad en la carrera, pasa a herir a otro con la misma destreza, y así los va pasando a todos, mientras el caballo aguanta; de modo que yo he visto, en sola una carrera (sin notar en el caballo detención alguna), matar un solo hombre ciento veinte y siete toros. Luego, más despacio, deshacen el camino y cada un peón queda a desollar el suyo, o los que le pertenecen, quitando y estaqueando los cueros, que es la carga que de este puerto llevan los navíos a España. Aprovechan, como se ha dicho, el sebo, la grasa y las lenguas y queda lo demás por la campaña.

Una de las cosas que más prueban la sanidad de Buenos Aires y su jurisdicción, es no engendrarse diversas constelaciones, pestes y enfermedades, porque el ganado que de todas especies queda muerto por los campos, no tiene número. Sólo para la ciudad matan quinientas vacas cada una semana, a las cuales degüellan, regularmente, cerca de las casas. Jamás de éstas se recoge la sangre, cabeza, pies, hígado, bofes,   —133→   ni otra alguna cosa del menudo, sino que todo queda allí donde mataron la res, y sólo esto bastaba para constituir un temple fatalísimo, si no tuviera contra, y en su felicidad, el viento, el que, sobre ser sanísimo, jamás cesa. De manera que hoy hace cuatro años y algunos meses que estoy en Buenos Aires y no he visto que el viento haya calmado totalmente por espacio de dos horas, ni creo que jamás ha sucedido; y sólo en esto parece que puede consistir lo sano del temperamento, en medio de las nulidades referidas.

En ver, observar y contemplar lo referido, se me pasaron los veinte días que mediaron desde 17 de noviembre hasta 7 de diciembre, en el que por la tarde me hallé con una carta del padre Guardián, en que me suplicaba pasase a predicar el día siguiente de la Concepción, que es titular de aquel convento, porque les había faltado el doctor don Francisco Goycochea, que estaba encargado del sermón; y juntamente me participaba, cómo, en el Baradero, se había divisado el barco en que yo debía navegar, y que no interviniendo algún contratiempo, llegaría dentro de dos días.

Con esta noticia, me despedí de los señores, y el 7 por la tarde me retiré al convento; prediqué el siguiente día; y el día 12 llegó el barco a un puertecillo que hay contra el mismo convento, y con él todo el resto de familia. El 13 nos ocupamos en cargar algunos bastimentos de refresco, y por la noche quedamos todos embarcados; y el 14 por la mañana, al rayar el   —134→   alba, nos hicimos a la vela. Calmó el viento a las 17 del día, y permitiéndolo el calibre de embarcación, navegamos hasta la tarde con veinte remos, y tomamos puerto en la costa del sur del Paraná, en lugar paralelo con el paraje que llaman Las Hermanas, distante de San Pedro, doce leguas. Aquí me mostró el baqueano un árbol que llaman ceybo, que, como todos los demás, da su respectiva flor y produce después de ella unos botoncillos que al parecer encierran alguna fruta, pero cuando llega el tiempo de abrirse, sale de cada uno un tábano, y no es decible lo que molestan a los pasajeros en esta navegación.

Podrá alguno ignorar el significado de aquella palabra baqueano; y así es de advertir que cualquiera que en esta parte sirve de guía o práctico de la tierra, llaman con ese nombre, y en el río lo es el que da el rumbo y manda las maniobras de velas en la embarcación, y finalmente el que hace el oficio de piloto, y no se llama así, porque en realidad ignoran todo lo que conduce a la ley de pilotaje y su profesión, respecto de que ni se observa el sol, ni se gobierna por la brújula, sino por el conocimiento de la costa del río que siempre está a la vista. Regularmente el baqueano suele ser indio, y sólo ellos cogen el tino a las innumerables vueltas que tiene. Sucede haber en algunas partes doce a catorce islas y se ve que el río tiene otros tantos brazos, y rarísima vez se ha visto que el indio deje de enderezar por aquel que a la sazón es navegable, conociendo en el agua cuál brazo trae   —135→   más fondo. Hasta este paraje crece y mengua con el viento: crece cuando el viento es del mar, porque entonces no puede desaguar con libertad, y crece el agua por espacio de ciento treinta leguas; y mengua cuando el viento es de tierra, porque ya entonces en la boca del río no tiene su curso la contraposición de las olas que le impida su libre y desahogado ingreso. En todo lo restante del río, crece y mengua con las avenidas y grandes secas, como los demás.

Día 15 no tuvimos viento alguno, pero se navegó con veinte y dos remos, y afligiéndonos bastante el calor, salimos a tierra, y, tomando alguna ventaja al barco, nos bañamos todos los religiosos, estando dos soldados de guardia a vista de nosotros por los muchos tigres y leones de que abundan estas islas, que por este paraje todavía las hay muy buenas; porque por aquí conserva el río cinco leguas de anchura. La noche antecedente se apartó de la gente un perro que venía en el barco, y a vista11 de todos cargó un tigre con él; por la noche tomamos puerto frente a la estancia que llaman del Tonelero, habiendo navegado este día solas siete leguas.

El día 16 navegamos todo el día con viento sudeste favorable; y a las tres de la tarde era tan recio y fuerte, que fue necesario aferrar toda vela; pero antes de hacerlo, y llevando el barco un violentísimo curso, dio en un banco de arena, y si no se hubiera quitado la vela con la mayor brevedad, sin duda alguna se volcara la embarcación. Sacose el barco de aquella   —136→   barra con poco trabajo, y navegamos a palo seco, sin vela alguna, hasta las diez de la noche, en que amarramos con toda seguridad el barco en los árboles de la costa, después de haber navegado este día veinticinco leguas.

Muy por la mañana, el día 17, echamos vela y navegamos con viento sur muy escaso. Fuimos viendo las diversas fortalezas que había sobre la costa, para defenderse los estancieros de los indios del río, que son los payaguás, quienes, fuera de lo que acostumbran, bajaron hasta ese paraje el año de 45, y una mañana dieron fuego a algunas estancias y mataron a todos sus dueños y familias, que estaban bien descuidados, porque jamás habían pasado estos indios de la jurisdicción de Corrientes para abajo, que dista de ésta, donde hicieron el estrago, más de ciento veinte leguas.

Son estos indios payaguás, atrevidísimos; es su continua morada en el agua; navegan en unas canoas velocísimas; van en cada una cinco o siete hombres; son sumamente traidores, y los que tienen en su continuo cuidado a los navegantes de este río, dejan siempre sus familias en las costas, y no se apartan mucho del agua, porque en tierra son tan cobardes como en el río valientes. No puede explicarse su destreza para nadar. Días enteros están sin salir del agua; pescan a brazo, y hay en ellos que se empeñan en seguir los peces más veloces. Andan enteramente desnudos; son deshonestísimos; cuando se ausentan de sus mujeres llevan un hombre destinado con quien se entregan torpemente   —137→   a la sodomía; llaman a este hombre mariatebí, cuyo significado, en nuestro idioma castellano, no puede pronunciarse sin vergüenza. Aunque tengan jurada la paz, no puede fiarse de ellos, y así cuando a una embarcación de españoles, le salen ochenta o cien canoas, es necesario no permitirles que se atraquen al barco, porque si llegaron a él, no hay remedio. Tienen lanzas y flechas, dardos y macanas, y las juegan bellísimamente; pero temen mucho, como todos los indios, a las armas de fuego; y así a la primera canoa que hace ademán de acercarse a la embarcación, sin licencia, es necesario dispararle, y no dejan de insolentarse, si se yerran los primeros tiros.

Si en el agua, por razón de alguna tormentilla, se vuelve su canoa, la alzan en los hombros, con la quilla para arriba, y cuando ya está fuera del agua y vaciada la que tenía dentro, la dan vuelta en el aire y la dejan en su postura ordinaria. Es imperceptible el modo cómo pueden hacer esfuerzo, ni usar de la fuerza necesaria para esa faena, sin hacer pie en tierra, ni fuera creíble si no se viera a cada instante. La misma admiración causa ver que cuando se apoderan de un barco, vayan algunos de ellos con hachas a la quilla de él, y la quebrantan a golpes, y más fácilmente lo hacen con una tabla, logrando de esta manera el naufragio, sin que casi puedan ser ofendidos, porque, como está bajo del agua, no se ven.

Cuando el río crece, suele traer con sus corrientes muchos leños, árboles enteros y muchas yerbas enlazadas;   —138→   particularmente bajan algunas que llaman camalote. Es una mata, al modo de los vástagos de las calabazas; pero tan grande y con tantas ramas, que suelen esas yerbas, bajando por medio del río, ocupar más de veinte varas en cuadro sobre la superficie del agua; y como sus canoas son de tan poco bordo que no pasa de dos dedos fuera del agua, pueden con facilidad ocultarse bajo de aquellos camalotes y dejarse venir con la corriente del agua. Muchas veces ha sucedido; y como pueden muy bien dar el rumbo a toda aquella armazón con poca diligencia hacia los barcos, suelen llegar a ellos sin ser sentidos; y estando inmediatos, se enderezan, arman su gritería y confusión, y como logren alguna turbación en los españoles, ya los vencieron.

Son todos ellos de gallarda estatura, pero feísimos de cara como el mismo demonio, y aféanse más con diversos colores que ponen en ella. Traen también pendiente del labio bajo, un pito de plata, y para eso hacen un agujero en dicho labio, cuando son muchachos. Desde entonces los inclinan al agua, y en naciendo, inmediatamente los lavan en el río, y los crían sin cubrirlos con ropa alguna en ningún tiempo. Eran innumerables los indios de esta nación, pero se ha minorado notablemente el número de ellos con las diligencias que para ello han hecho los portugueses.

El año de 48, se introdujeron por este río hasta las minas de San Pablo, que están en el riñón del Brasil, donde, como en todas partes, hacían muchos estragos;   —139→   y viendo los portugueses que habitan aquella región que, con capa de paz, cometían los más de los insultos, resolvieron pagarles en la misma moneda.

El caso fue éste: Por el mes de marzo de 48, apresaron los indios unas canoas de portugueses, robáronlas y mataron a los que iban en ellas. Por la parte del Paraguay, habían cometido otra semejante acción al principio del mismo año. Conocieron que por una y otra parte les habían de perseguir, y para evitarlo, ocurrieron al medio de que se valen en todas ocasiones. Pidieron paz a los portugueses, y condescendieron poniendo para ello dos condiciones: la primera, que habían de restituir cuantas cautivas tuviesen portuguesas y españolas, y la segunda que había de convocarse toda la nación y venir a vivir sobre la costa del río, en el que les dejarían cien leguas de espacio para su pesquería, pero que su morada había de ser en determinado paraje, donde se dedicarían al trabajo.

Admitieron ellos estos partidos, y aunque no es de creer que lo hiciesen con ánimo de permanecer mucho tiempo en esta determinación; pero en fin, por las conveniencias que ellos se propusieron, partieron en busca del resto de su nación. No quiso toda ella abrazar el partido, pero sin embargo se juntaron más de quinientos indios con sus familias a aquella parte del Brasil que habían elegido.

En el tiempo que ellos consumieron en esta diligencia, buscaron los portugueses la parte más angosta del río, y donde por ser cerca de su oriente, no era   —140→   muy caudaloso, pusieron de parte a parte una reja de fierro que ocupaba desde el fondo hasta un palmo bajo de la superficie del agua, la cual habían fabricado de intento. Tenía ésta muchas puntas, al modo que suelen tenerlas las rejas en los locutorios de las monjas; asegurada esta máquina, dispusieron varias emboscadas de botes pedreros y gente para cogerlos en medio cuando llegase el lance. Pusieron los portugueses buena guardia, y cuando ya los sintieron, esperaron que pasasen de la primera emboscada y atajaron inmediatamente el río acordonando los barcos que para ello fueron necesarios. Diéronles una carga cerrada: continuaron los indios su violenta marcha satisfechos de que los botes no podían seguirlos; dieron con la reja que no permitía tránsito a las canoas; dejáronse ver en la costa, de una y otra parte muchos fusileros, y cuando los indios vieron que los iban minorando con repetidos disparos, abandonaron sus canoas en la parte donde hallaron atajado su curso, echáronse al fondo para salir a nado en alguna distancia, pero se estrellaron contra las puntas de las mismas rejas, y subían otra vez mal heridos. Finalmente paró el conflicto con la muerte de todos los indios.

No es buena acción matar a nadie con capa de paz; pero con esta gente, que sólo conoce la paz para cometer con más seguridad los insultos, creo que tiene disculpa el hecho de los portugueses, y más cuando esto se funda en una dilatada experiencia de más de   —141→   doscientos años, en los cuales, no se sabe que un solo indio de esta nación se haya convertido. Otras muchas naciones de bárbaros hay por la costa que son indios de tierra, de que en su lugar hablaremos.

Volviendo ahora al orden del diario, digo, que los días 18 y 19 navegamos sin novedad hasta la boca del río Salado, por el cual, si tuviese suficiente agua, debíamos entrar hasta la ciudad de Santa Fe, mas no había la que era necesaria, y así dimos allí fondo con ánimo de permanecer en esa ciudad hasta que pasase la pascua de la Natividad del Señor.

Imagen Capítulo I