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ALMAGRO. Don Diego. Uno de los principales caudillos de la conquista del Perú. Acerca del lugar de su nacimiento no se encuentra conformidad en las aserciones de diferentes historiadores. Garcilaso siguiendo a Gomara cree verosímil fuese natural de Almagro y no de Malagón como lo asienta Zárate. El cronista Herrera dice nació en Aldea del Rey (Segovia) y de muy humildes padres. Prescott adopta la opinión de Garcilaso y cita a don Pedro Pizarro quien en su Relación del descubrimiento y conquista del Perú asegura que Almagro, al cual conocía mucho, dijo siempre ser su patria la Villa de Almagro en Castilla la Nueva.

Nadie nombra a los ascendientes de don Diego, pareciendo fuera de duda que no conoció a los autores de su existencia. Hubo quienes lo tuvieron por hijo de un clérigo, como indica Gomara, y otros por expósito, opinión que estuvo más generalizada y que admite Prescott. Almagro era de pequeña estatura, feo de rostro, y no sabía leer: considéranle todos los escritores como un soldado de fortuna animoso y emprendedor. Pero en ninguno se leen sus hechos anteriores a la empresa de descubrir el Perú. Él salió de España con don Pedro Arias Dávila en 1514 y militando a sus órdenes prestó servicios en Costa Firme y en Darién. Nada sabemos del progreso de su carrera y encargos que desempeñaría, infiriéndose, si, que no sería contado en el número de los soldados comunes y vulgares.

Almagro y don Francisco Pizarro pasaban de los 50 años, (asegurando algunos que el primero tenía más edad) cuando aún no cansados de las fatigas pasadas, quisieron, como inquietos y ambiciosos, acometer nuevas aventuras. Prometiéronse buscar al través de cualesquiera peligros aquel territorio lejano de cuyas grandes riquezas se tenían noticias que, aunque sin claridad y pruebas evidentes, bastaban para excitar la codicia implacable de hombres resueltos en quienes era ya habitual la vida borrascosa y las crueles escenas de las conquistas. No sabemos a cuál de estos dos hombres perteneció la primera idea de tan atrevido proyecto. Había dado principio al descubrimiento por el Sur el adelantado don Pascual Andagoya que sin haber podido pasar del puerto Piñas estuvo de regreso en Panamá en 1522, abandonando la empresa por la decadencia de su salud. Pizarro y Almagro no carecían en lo absoluto de recursos; pero estos distaban mucho de ser bastantes para hacer frente a los gastos. Tenían relaciones con el cura de Panamá don Hernando de Luque que había sido Maestre escuela de la catedral del Darién, y hallándose de acuerdo en el plan, ofreció proporcionar medios suficientes para ponerlo en ejecución. La que tenía crédito y buenas relaciones, manejaba fondos de otros, y vino a ser un colaborador de influencia cuyos pensamientos   —103→   se fijaban en las pingües utilidades que se prometía, y no en los escollos a que estaba expuesta una expedición tan azarosa.

Los tres socios convinieron en que Pizarro tomaría el mando y dirección de ella, debiendo Almagro entender en todos los aprestos, y hacer su viaje después con un refuerzo y provisiones que quedaría preparando. El gobernador Arias Dávila, que les concedió el permiso que solicitaron, aseguró para sí un tanto de las ganancias, bien entendido que de ellas saldría la parte que le tocara en los gastos. Verdad es que antes había autorizado para este mismo descubrimiento al capitán don Juan de Basurto haciéndole venir de la Isla Española, en la cual murió a su regreso, pues se retiró de Panamá porque llegó demasiado tarde, y también le desanimó la falta de recursos. Almagro carenó y abasteció un buque comprado a Pedro Gregorio, que Andagoya había dejado no en posibilidad de servir, y que fue construido por orden de Núñez de Balvoa, cuando muy de antemano pensó en hacer una exploración semejante a la que estaba combinándose.

Formalizose un contrato a que se obligaron los empresarios estipulándose la división por partes iguales de todos los provechos, separada que fuese la que correspondiera al Rey. Luque celebró una misa y los tres comulgaron de la misma hostia que se consagró.

Corría el mes de noviembre de 1521 al verificarse la salida de Panamá de don Francisco Pizarro con ochenta hombres, y cuatro caballos en aquella nave y dos canoas; y Almagro que no descuidó un instante las disposiciones que exigía su partida en auxilio de aquel, consiguió una carabela la cual cargada de lo necesario se hizo a la mar conduciéndolo con sesenta o setenta aventureros que pudo reunir: gente por cierto de ínfima clase y dispuesta a toda suerte de eventualidades con tal que viera próxima, o siquiera probable, la ocasión de cebar su codicia.

Damos razón en el artículo respectivo a don Francisco Pizarro, de los contratiempos, combates y amarguras que sufrió en sus correrías con pérdida de mucha gente; y contrayéndonos a las operaciones de Almagro, principiaremos por advertir que Pizarro envió a Panamá a don Nicolás de Rivera con el oro conseguido, y para dar cuenta de la situación que quedaba ocupando en Chicama (o Chinchama). Rivera conoció al pasar por la Isla de las Perlas que Almagro había tocado allí con el refuerzo que llevaba, y a fin de guiarle en la dirección que debía seguir, despachó una canoa para que lo buscara y le diera avisos.

Almagro después de reconocer diferentes lugares inútilmente, tomó tierra en Pueblo Quemado como a 25 leguas al Sur del Puerto de Piñas, y tuvo que acometer con vigor a los indios que se defendieron valerosamente. En esta refriega Almagro, quedaba ejemplo peleando como el primer soldado, recibió un dardo que le hirió e hizo perder un ojo; y tantos cargaron contra él que sólo pudo salvarle, su gran serenidad para la lucha, y el pronto e inmediato socorro de un negro esclavo suyo. La victoria fue de los españoles que ocuparon la población abandonada por la huida de los indios.

Mejorado Almagro de su herida continuó recorriendo la costa, y hallaron uno que otro punto en que había algún oro y bastimentos; y así fueron hasta el río de San Juan en cuyas dos márgenes existían poblaciones. Mucho fue el desconsuelo de aquel no encontrando a Pizarro, y faltándole noticias de su paradero, llegó a creer hubiese naufragado con su tropa, razón por que determinó regresar a Panamá. A su tránsito por la Isla de las Perlas se informó, por los datos que dejó Rivera, de que Pizarro estaba en Chicama. Encaminose a este punto donde se reunieron,   —104→   y después de comunicarse sus desgracias acordaron no abatirse, y por el contrario perseverar con ánimo firme en su propósito de hacer los descubrimientos que se habían propuesto.

En virtud de esta resolución volvió Almagro a Panamá con el fin de traer más gente. A su llegada el gobernador Dávila, que alistaba una expedición a Nicaragua, negó su protección a don Diego; pero la tenacidad de este, y los ruegos de Luque lograron vencerlo, imponiendo la condición de que tuviera Pizarro un compañero para que no fuese único en el mando; y al efecto dando título de capitán a Almagro, le permitió hacer sus nuevos aprestos. Salió don Diego de Panamá trayendo la tropa que juntó, en dos buques y dos canoas con el piloto Bartolomé Ruiz. Luego que ambos caudillos se reunieron en Chicama, Pizarro dio muestras de desagrado, y se manifestó ofendido por el despacho que le presentó Almagro, sospechando que él lo hubiese solicitado con la mira de igualársele; mas tuvo que someterse a dicha provisión por necesidad y bien a su pesar, aunque don Diego le hiciera ver que admitió el nombramiento para quitar la ocasión de que se expidiera en favor de otro.

Dejando Chicama navegaron hacia el sur, extendieron sus exploraciones hasta el río de San Juan, no sin las dificultades y padecimientos que les ofrecían unas tierras escabrosas y malsanas, plagadas de fieras e insectos dañosos; agregándose la resistencia de los indios que causó también la muerte de algunos españoles. Y como hubiesen recogido cantidad algo considerable de oro; deseando hacer valer este incidente favorable para obtener mayores auxilios, que juzgaban ser indispensables para abrir una campaña con seguridad, convinieron los dos capitanes en que Almagro fuese a Panamá conduciendo el oro y las noticias que acerca del Perú habían adquirido; que Pizarro esperase el refuerzo y demás elementos que su compañero iba a procurar, y que el piloto Ruiz se ocupase entre tanto de adelantar por el sur el descubrimiento, como lo verificó reconociendo la Isla del Gallo, la bahía de San Mateo, el cabo Pasao bajo la equinoccial, y otros lugares y ríos, el de Santiago uno de ellos. Volvió atrás hasta encontrar a Pizarro a quien dio noticias ya claras de las riquezas de Túmbez y Cuzco, y del hermoso país gobernado por los incas.

A su ingreso en Panamá, Almagro encontró de Gobernador a don Pedro de los Ríos sucesor de don Pedro Arias Dávila que se hallaba en Nicaragua. Ríos recibió con distinción a don Diego, y éste y Luque se entendieron con él, y lograron que no obstante haber manifestado el Gobernador gran pesar por la muerte de tantos españoles, confirmase la autorización de Dávila y los títulos dados a los caudillos del descubrimiento. Almagro en esta vez pudo reunir sólo 46 hombres de los recién venidos al Istmo, y con ellos salió en demanda de su socio, trasportando artículos de guerra, víveres y medicinas. Los de Pizarro habían sufrido en lugares insalubres desventuras y trabajos inauditos, perseguidos del hambre y desnudez, de las enfermedades que, a una con la resistencia de los indios, hicieron que no pocos pereciesen víctimas de los rigores de la adversidad.

Y sin embargo de las nuevas lisonjeras obtenidas por el piloto Ruiz, que las comprobó con el testimonio de varios indios de Túmbez tomados en el mar; era tal el desfallecimiento de los españoles y su desesperación al llegar Almagro con aquel refuerzo, que casi todos se hallaban decididos a volver a Panamá para no sucumbir a los golpes de tan horribles tormentos. Aun el mismo Pizarro por instantes, y desmintiendo su carácter incontrastable, experimentaba alguna decadencia en su espíritu inclinándose ya al regreso a Panamá como medio de dar a la empresa   —105→   el impulso de que necesitaba para ser fuerte en la prosecución de sus designios. Por no ser Almagro de igual parecer, se pusieron en contradicción ambos capitanes, y Pizarro como sonrojado de que aquel sostuviera con calor el partido que requería más audacia, dijo a su compañero que permaneciendo en Panamá, o viajando, no había sufrido hambre ni otras privaciones y desgracias que creía soportables y desestimaba porque le eran desconocidas. Ofendido Almagro intentó quedarse a dirigir las operaciones, y propuso a Pizarro que fuese a practicar en Panamá los encargos que a él le estaban cometidos. De uno en otro los altercados pasaron a ser agravios oprobiosos, y ambos acudieron a sus armas para ventilar con ellas mejor que con razones, una disputa en que la calma y la reflexión debieran sólo intervenir. Mediando en semejante conflicto el tesorero Rivera y el piloto Ruiz, consiguieron apaciguarlos y ponerlos de acuerdo como amigos. Pizarro, aunque simulado, no podía siempre ocultar sus celos y sospechas contra Almagro, siendo cierto que rara vez trató a éste con la limpieza de la buena fe. Reconciliados por entonces en apariencia, se acordó que Pizarro continuase en el descubrimiento, y el otro volviese a Panamá con Ruiz a fin de enviarle el mayor número posible de soldados, y los demás socorros que con urgencia se necesitaban.

Grande era ya el descontento de los soldados que quedaban con Pizarro, desatándose en quejas contra los capitanes, que resolvieron hacer mansión en la isla del Gallo mientras venían el refuerzo y demás auxilios. Almagro emprendió su viaje advertido de apoderarse de la correspondencia, para que su lectura en Panamá no causara excitación y refluyese en daño de la empresa. Pero a pesar de esta cautela llegó a manos del gobernador Ríos una carta que colocó su autor dentro de un grueso ovillo de hilo de algodón enviado a doña Catalina de Saavedra esposa de aquel, la misma que lo había encargado. Esa carta comunicaba al Gobernador las desgracias de los soldados que pedían pronto remedio para librarse de la muerte. En su final se escribieron aquellos versos que varios autores copiaron y dicen.


Pues señor Gobernador
mírelo bien por entero
que allá va el recogedor
y acá queda el carnicero.


Con Almagro fue un castellano nombrado Lobato que llevaba la comisión secreta de trasmitir a Ríos las súplicas de los aventureros que sólo pensaban en abandonar a Pizarro. La opinión más común se hizo sentir contra los empresarios, y el gobernador desoyendo las reflexiones y súplicas de Luque y Almagro, envió a Juan Tafur con la orden de recoger aquella tropa como lo verificó trasportándola a Panamá con excepción de los trece que quisieron quedarse con Pizarro. A éste habían escrito sus dos socios que a todo trance siguiese el descubrimiento. Rogaron al Gobernador para que diese auxilios y evitara la pérdida de Pizarro y sus pocos compañeros, mas lo único que lograron fue una embarcación que franqueó a Almagro; y aunque en seguida intentó quitársela, éste la confió a Bartolomé Ruiz quien llevó a efecto el viaje. Pizarro sirviéndose de ella pasó entonces a Túmbez y reconoció la costa peruana hasta Santa.

Cuando éste regresó a Panamá a fines de 1527 fueron objeto de admiración sus triunfos, y la fe y constancia extraordinarias que le habían servido para alcanzarlos. Trató con Almagro y Luque sobre armar una formal expedición solicitando de Ríos permiso para sacar gente y caballos. El Gobernador se negó absolutamente; y con esto resolvieron pedir   —106→   al Rey la gobernación de los nuevos territorios. Para ello hubo divergencia de pareceres, porque Almagro quiso que la comisión la desempeñase Pizarro y lo animó a aceptarla. Él se prestó con tal de que se le proveyese de dinero para los gastos: pero Luque opinó se encomendase el asunto al licenciado Corral que estaba de partida para España. Pizarro se allanaba a todo: Luque observó que aunque a nadie gustaba compañía para el mando, en último caso mejor era que marchasen los dos para conciliar sus intereses y prevenir posteriores discordias; Almagro porfió de nuevo e hizo ceder a Luque: prevaleció su dictamen, y se deliberó que Pizarro se dirigiera a la corte y consiguiese para él la gobernación, el título de adelantado para Almagro, el obispado para Luque, para Ruiz el cargo de alguacil mayor, y mercedes para los que quedasen vivos de los trece compañeros. Pizarro afirmó que todo lo quería para ellos prometiendo negociar lealmente y sin ningún doblez. Almagro entendió luego en buscar recursos, proporcionó 1500 pesos de oro que le fueron prestados, y Pizarro se embarcó en «Nombre de Dios» para su destino llevando varios indios.

Almagro temió mucho, mientras tanto, que don Pedro Arias Dávila realizase el pensamiento que tuvo de expedicionar al Perú desde Nicaragua, donde había recibido noticia de los descubrimientos por el tesorero Rivera, y el Piloto Ruiz. Arias se quejaba de Almagro diciendo le había excluido de la compañía que al principio celebraron, después que él le dio 1500 pesos. Fue efectivo que el citado Arias tuvo ese plan, pero se disipó por cuestiones con tres vecinos de León acerca del mando, y porque Ruiz y Rivera se vinieron de fuga a Panamá disgustados de las ideas y manejos de dicho Arias.

Pizarro obtuvo de la Reina gobernadora cuanto pudo desear para la conquista del Perú, con plena autorización para el ejercicio del cargo de gobernador y capitán general. Pero mientras que las concesiones que a él se dispensaron fueron de alta significación y valía, las otorgadas a don Diego Almagro fueron pequeñas, mezquinas y sin proporción alguna a su merecimiento por la mucha parte que le cabía en la empresa. Nombrósele teniente de Pizarro en la fortaleza que se hiciese en Túmbez, con 100000 maravedís de salario anual, y 200000 de ayuda de costa. Se le reconocía como hijodalgo, y se le asignaron 500 ducados de los provechos que rindiese el país. Esto es tocante a Almagro lo que se encuentra en la real resolución y acuerdo hecho en Toledo a 26 de julio de 1529, con más el derecho de sucesión al Gobierno en caso de morir Pizarro. El cronista Herrera dice que también se legitimó al hijo natural que tenía Almagro en Ana Martínez su criada.

Grande fue la impresión que experimentó Almagro al recibirse en Panamá el primer anuncio de este resultado, y viéndose desatendido comprendió que por parte de su antiguo socio había faltado la lealtad y buena fe con que debió ver por él, correspondiendo a la confianza hecha, a pesar de los recelos que Luque dejó entrever antes de la partida de Pizarro para España. La conducta de éste para con su amigo era indigna e indisculpable, y el resentimiento de don Diego más que justo y bien motivado. Por tanto hizo propósito de separarse de la sociedad, y se retiró a unas minas con ánimo de adoptar ocupación diversa. Sin embargo, como su carácter era generoso y sincero, se dejó persuadir de Luque y de don Nicolás de Rivera que se propusieron sosegarlo y hacerle ver que la compañía no estaba disuelta: que era de esperarse de la mucha honradez de Pizarro que daría cuanto tuviese a sus compañeros, y en especial a quien tanto debía. Dócil a la eficacia de estas y otras observaciones, se dedicó Almagro a construir buques y a hacer otros preparativos,   —107→   llegando su noble proceder a interesarse en que el piloto Bartolomé Ruiz depusiese la amarga queja que abrigaba también contra Pizarro a causa de su mala correspondencia.

A la llegada de don Francisco Pizarro al Istmo, cuidó Almagro de recibirlo con muestras de afecto, sin dar señales de su resentimiento, que reservó para hacérselo ver a solas. Lo verificó así, exponiéndole que no había cumplido sus deberes para con él ni sus juramentos de guardarse recíproca amistad; olvidando los trabajos padecidos por ambos, y lo macho que él había gastado en beneficio común. En lo que más se fijó fue en la vergüenza que lo apuraba el sufrimiento, y en las glosas que para mengua de su reputación era factible se formasen. Las únicas salidas y excusas dadas por Pizarro, rodaban sobre la imposibilidad de conseguir que la Reina confiriese a dos un mismo poder y mando (cosa nunca pretendida por Almagro) y sobre el tema usual y artificioso de que la tierra del Perú era grande y había en ella para todos.

Los dos caudillos estaban al parecer reconciliados; mas Almagro que bien hubiera podido moderar del todo sus quejas, tuvo que experimentar sinsabores de otra especie que las revivieron antes de que pudieran llegar a extinguirse. Pizarro trajo en su compañía cuatro hermanos suyos que disfrutaban de su protección, que todo lo esperaban de él, y que era de suponer fuesen objeto de sus preferencias en las colocaciones principales, y en el depósito de íntimas confianzas que siempre valen para dominar la voluntad de los que gobiernan. La concurrencia de estos hombres influyentes excitó el desagrado de Almagro, a quien se hizo más repugnante el mayor de ellos, Hernando Pizarro, por su arrogancia y altivez; como si un misterioso presentimiento le obligara a mirar en él al hombre siniestro que sería su encarnizado enemigo, y más tarde el que atentara contra su misma existencia.

Almagro era el alma de los aprestos que se hacían, porque él conocía el país y los elementos, y su dinero y crédito servían para moverlo todo, al paso que los Pizarros, hombres nuevos y libres para hablar, estimaban en poco cuanto se hacía, censurándolo con descomedimiento. Así los amigos de Almagro, creyéndose provocados, lejos de callarse, traían a la memoria los sacrificios hechos por esto, y se irritaban al contemplar que Pizarro hubiese traído a cuatro hermanos que se persuadían era todo suyo. Don Francisco disimulaba porque tenía necesidad de Almagro; y esto, porque le era doloroso trabajar para otros, entró en sospechas y se decidió a hacer compañía con el contador Alonso de Castres y Álvaro de Guijo, bien porque en realidad quisiera separarse de los Pizarros, bien porque intentándolo, los precisara a confesar que sin su intervención y mano, poco podían alcanzar por sí solos. Hernando de Luque unido al licenciado Gaspar de Espinosa oidor de la Audiencia de la Isla Española que allí se hallaba, temerosos de que tales distinciones trascendieran hasta la frustración de la empresa, tomaron a su cargo la tarea de recuperar la paz de una manera sólida y estable; y al efecto se concertaron para fijar ciertas bases de avenimiento a que Pizarro se sometió, probablemente a no poder más, porque él sabía en sus apuros acomodarse a las circunstancias para después de salir de ellas, obrar en sentido de su egoísmo. Quedó arreglado que Pizarro dejase a don Diego la parte que tenía en Taboga y que ni para sí, ni para sus hermanos pudiese pedir al Rey merced alguna, sin que antes se hubiese dado a Almagro una gobernación que comenzase donde se acabara la de 200 leguas de costa asignada a don Francisco Pizarro, y que todas las adquisiciones de oro, plata, joyas, esclavos y otros cualesquiera bienes, fuesen de los dos y de Luque. Hubo quienes creyeron que Almagro se prestó a este convenio   —108→   por la llegada de Nicaragua de Hernán Ponce de León, con dos buques cargados de esclavos suyos, y de su compañero Hernando de Soto, con los cuales se arregló Pizarro, y lo entregaron dichas embarcaciones, con tal de que les pagara los fletes, que a Soto hiciera teniente gobernador del pueblo más principal, y a Ponce le diese uno de los mayores repartimientos.

Después de estos acuerdos hubo mucha actividad en los preparativos; pero nunca se olvidaron los rencores y las murmuraciones, ni se vio cambiar de conducta a los hermanos de Pizarro, razón por que los ánimos no estuvieron tampoco en la quietud deseada. Se determinó que Almagro quedase en Panamá para recibir la gente que vendría de Nicaragua y otros puntos, y Pizarro salió con 185 individuos de guerra en tres buques a fines del año 1530.

Al ocupar y fundar la ciudad de San Miguel de Piura, entrando en malicia de que acaso Almagro expedicionaría de su cuenta, sometiendo para sí el país que encontrara más expedito, envió Pizarro a Panamá los buques que tenía en Payta, y dirigió una comunicación a don Diego (quien acababa de recibir título de Mariscal), llamándole con premura, ratificando la antigua compañía, y prometiéndole buena amistad y correspondencia, porque su cooperación le había sido siempre provechosa, y lo necesitaba más que nunca desde que infería tuviese hecha una crecida reunión de gente y de armas.

Salió Almagro de Panamá con el piloto Bartolomé Ruiz, 153 soldados 50 caballos y buenos repuestos. Sirviose de los buques de Hernán Ponce que habían vuelto de Payta, y de una nave de dos gavias que él había construido. Estuvo en la bahía de San Mateo a la cual llegó una embarcación de Nicaragua con alguna gente al mando de Francisco Godoy quien se dirigía al Perú para reunirse a Pizarro, y se puso desde luego a órdenes de Almagro. Continuó el viaje de los buques por la costa, marchando la tropa por tierra. En cabo Pasao hizo el mariscal se adelantase uno de aquellos, pero sin haber adquirido noticias se detuvo en la punta de Santa Helena donde se juntaron los demás. En el camino pasaron los soldados hambre y constantes trabajos, muriendo treinta de ellos: el mismo Almagro sufrió una grave enfermedad. Confundido por ignorar la suerte de Pizarro, envió otra vez un buque el cual entró en Túmbez, y allí adquirió noticias: a su regreso encontró la expedición en Puerto Viejo. Pizarro se hallaba en Cajamarca donde ya había sido preso el inca Atahualpa.

Almagro continuó su movimiento y vino a descansar en Piura. Fomentados por los españoles que allí estaban de guarnición, empezaron a difundirse rumores de que el mariscal no andaba en buena disposición, y que sus miras eran operar solo, en diferente territorio del que ocupaba Pizarro con sus tropas. Irritado Almagro con la circulación de semejantes invenciones, se contrajo a investigar su origen; y como apareciese que había apoyado la calumnia y era cómplice de ella un escribano Rodrigo Pérez que hacía de su secretario, el cual además la comunicó por escrito a don Francisco Pizarro, mandó se formara un proceso, y después de tomarle confesión y de practicarse indagaciones, le hizo ahorcar sin más demora. En grande inquietud había puesto a Pizarro una acusación de tanto bulto; y con dictamen de sus principales amigos, acordó no alterar la confianza de que Almagro era digno, y enviar una comisión con el objeto de saludarlo y activar su marcha para el interior. El astuto Pizarro encargó de esta diligencia a Diego de Agüero y Pedro Sancho, dándoles instrucciones para que averiguaran en secreto lo que hubiese, y cartas para algunas personas, con   —109→   ocasión de su llegada, alagándolas con muchos cumplimientos y largas ofertas.

Los emisarios debían dar a Pizarro noticia cierta del resultado para que si era favorable, se disipase la idea de una defección por parte de quien disponía de 200 soldados. El espíritu de discordia entre aquellos hombres no había limitado sus malignas artes a las denuncias contra Almagro; que también a este se trató de hacerle comprender que Pizarro intentaba su pérdida y aun darle muerte aconsejándolo algunos de los suyos que se guardase y fuese cauto. No ha faltado quien opine que Almagro pensó en independizarse de Pizarro, y que el Secretario ajusticiado conocía sus tentaciones y conatos a este respecto: pero no hay pruebas de ello, y tal juicio acaso nació de haber tratado el mariscal en Panamá de separarse para obrar por sí cuando estuvo bajo la impresión de los disgustos que ya hemos referido.

Llegó Almagro a Cajamarca con su tropa el 14 de abril de 1533 causando general contento en la gente de Pizarro, no así al inca que vela con recelo el aumento de fuerzas de los españoles. El mariscal, que en su marcha había cuidado de que no se hiciese mal alguno a los indios, visitó a Atahualpa y lo hizo mucha atención, admirándose de su fino porte y de las riquezas que acumulaba para su rescate. A la entrada de Almagro en Cajamarca se hizo reparable que Hernando Pizarro no se acercase a saludarlo, y que mostrase desagrado por su venida. Esta falta la sintió su hermano don Francisco quien se la reprobó obligándolo a satisfacerlo: así lo hizo Hernando al dar sus disculpas al mariscal.

La tropa conducida por éste al tratarse de repartir el tesoro reunido por el Inca, alegó tener el mismo derecho de participación de los soldados de Pizarro; y al intento se hicieron valer razones de algún peso. Los otros por su lado dieron las suyas, fundadas en que ellos corrieron los primeros riesgos y aprisionaron a Atahualpa. Pizarro después de oír a don Diego de Almagro, resolvió que, para los soldados de este se apartasen cien mil ducados, según asienta el cronista Herrera. Creemos que esto fuese antes de la distribución, porque en ella solo se ve que se les dieron 20 mil pesos «para ayuda de pagar sus deudas y fletes, y suplir algunas necesidades que traían». Prescott se atiene a lo que aparece de la acta de repartición. Garcilaso que la hizo subir a 4605670 ducados, explica que cien pesos de oro valían 120 en plata, y que 120 pesos en plata eran 144 ducados. Y afirma que a la gente de Almagro se dieron 80 mil pesos en oro y 60 mil en plata, y al mismo Almagro para sí 30 mil en oro y 10 mil en plata «fuera de lo que su compañero le dio de su parte». Garcilaso apoya también su aserto en lo que dejó escrito el padre Blas Valera, bien que éste fija el total de lo distribuido en más cantidad todavía. Tenemos por cosa increíble que Almagro, y menos su tropa, (más de 200 hombres) se conformasen con los 20 mil pesos que constan en la acta. Prescott se contenta con advertir que nada se decía de Almagro quien «según los términos del primitivo contrato podía reclamar una parte igual a la de su socio».

Pizarro comisionó a su hermano Hernando para que diese cuenta al Rey de los sucesos del Perú, y le llevase los caudales que por quintos le correspondían. Y don Diego de Almagro le dio poder para que lo representara en la Corte, solicitase para él el título de Adelantado, y el Gobierno del país que estaba más al sur del que se señaló a don Francisco Pizarro. Don Diego escribió sobre esto al Rey, y por si Hernando no cumplía el encargo debidamente, para lo cual le prometió más de 20 mil ducados, encomendó también el asunto de un modo sigiloso y con igual poder, a Cristóval de Mena y Juan de Soto que se volvieron a España.

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Corresponde a los artículos Pizarro y Atahualpa la relación de los hechos que precedieron a la ejecución de este. Aunque el cronista Herrera no menciona a Almagro como actor influyente en esa tragedia, Garcilaso asienta que cuando Pizarro se hizo juez de la causa, tuvo de acompasado a Almagro, y dice que Atahualpa le miraba con azar y sabía lo era contrario. Prescott, que consultó y recopiló de diferentes autores gran copia de datos, escribe estas palabras: «Almagro y los suyos, dicen los secretarios de Pizarro, que fueron los primeros en pedir la muerte del Inca». No intentamos disculpar a Almagro, pero menos trataríamos de disminuir la responsabilidad de Pizarro, creyendo que obró por sugestiones de otros, ni menos aceptar las excusas de los secretarios Francisco Jerez y Pedro Sancho; porque estos fueron parciales, y lo mismo Pedro Pizarro, quien en su Relación Histórica afirma que don Francisco sentenció a Atahualpa «contra su voluntad». ¿Quién le pudo obligar a ello? ¿por qué alejó, dándole una comisión, a Hernando de Soto que defendía al Inca, y por qué hizo callar a los que pensaban de igual modo, amenazándolos conque se les declararía traidores? ¿No estaban entre estos varios partidarios de don Diego Almagro, y especialmente Juan de Herrera al cual quisieron nombrar protector del Inca, apelando de la sentencia ante el emperador? Cuando Prescott dice «que se formó un tribunal en que presidieron como jueces Pizarro y Almagro», no nombra al autor de donde recogió este hecho, a pesar de su minuciosidad en las citas. El mismo Prescott refiriendo las reconvenciones que a su regreso hizo Soto a Pizarro, pone las contestaciones y excusas en que éste confesó que se había precipitado mucho porque el tesorero Riquelme, el padre Valverde y otros le habían engañado: pero no expresa que Pizarro hubiese acriminado a Almagro; y agrega que el tesorero y el dominico desmintieron a don Francisco, echando sobre él toda la responsabilidad. Estos dos no eran por cierto partidarios de Diego, y tampoco le hicieron culpable al tiempo de rechazar las aserciones del gobernador. El juicioso Prescott concluye con estas palabras. «Apoyándose esta disculpa en tan débiles fundamentos, el historiador que tenga medios de comparar los diversos testimonios de aquel tiempo, no podrá admitirla... Pero Pizarro como jefe era el principal responsable de aquellas medidas no siendo hombre que se dejase arrebatar la autoridad de las manos, ni que cediese tímidamente al impulso de los demás. No cedía ni aun al suyo propio, y en toda su carrera mostró que ya en el bien, ya en el mal, obraba siguiendo las reglas de una política fría y calculadora». Después de haberse proclamado por Inca, sucesor de Atahualpa, a un hermano suyo llamado Toparca que falleció al poco tiempo, se puso Pizarro en marcha para el Cuzco con sus tropas llevando al nuevo soberano elevado por su astucia para engañar y sosegar a los indios. Almagro llevaba a sus órdenes la fuerza que iba de vanguardia, y al ocupar el valle de Jauja, encontró un ejército enemigo con el cual, después de pasar los españoles el río, se trabó un combate resultando los indios divididos y dispersos. También desbarató otras fuerzas opuestas después por los mismos guancas y los yauyos tomando algunas mujeres principales entre las que se distinguían dos hijas de Guainacapac.

Hernando de Soto de orden de Pizarro avanzó con 60 caballos en dirección al Cuzco para observar y participar lo que allí ocurriera. Temiendo el gobernador que las crecidas bandas de indios armados con que tropezaba Soto, pudiesen destruir su pequeña columna, hizo que en su auxilio se adelantase Almagro con tropa suficiente. Hallole en la sierra de Vilcaconga bastante apurado y con algunas pérdidas; y teniendo que reunirse de noche hizo sonar sus trompetas hasta que Soto contestando con   —111→   iguales toques, conoció que tenía muy próximo al mariscal con el refuerzo. Juntos pelearon al ser de día, y causando gran estrago en los indios, los hicieron huir en completa derrota. Incorporado ya Pizarro con las demás tropas, tocó a don Diego Almagro embestir a los indios y arrojarlos del un paso escabroso en donde quisieron hacerse fuertes en el valle de Jaquijaguana: este otro triunfo los desalentó y produjo la rendición de Manco Inca, a quien Pizarro hizo creer que le reconocería como soberano. Pero los dispersos se fueron al Cuzco a poner fuego a la ciudad y esconder los tesoros. Los españoles que acudieron a impedirlo, no estorbaron el saqueo a sus mismos soldados, bien que consiguieran atajar el curso del incendio. Reunieron gran cantidad de riquezas en vasijas y objetos de oro y plata, fuera de lo que desapareció a causa de los robos de la tropa y de lo mucho que ocultaron los indios. Extraído el quinto del Rey se practicó una larga distribución, asegurándose que fueron hechas 480 partes, y que cada una tuvo el valor de cuatro mil pesos según Herrera, o seis mil según Pedro Pizarro: en cuanto a esto ha habido variedad de pareceres. Garcilaso que pondera como ninguno los valores de lo encontrado en el Cuzco, dice que aquel reparto fue muy superior al de Cajamarca. Sin embargo, el secretario Pedro Sancho conforme con un dato oficial, lo hace montar a 580200 pesos de oro, y 215000 marcos de plata.

Pizarro salió del Cuzco con Almagro llevando 50 infantes y 50 jinetes a consecuencia de saberse que el general de Atahualpa Quizquiz iba con fuerzas determinado a dar un ataque al Cuzco, pero apenas se avistaron flaqueó el ánimo de los indios y abandonaron el campo. Alcanzados en el Apurímac sufrieron un revés en que perdieron alguna gente: Pizarro se volvió al Cuzco, y Almagro continuó persiguiéndolos sin haberse detenido hasta Vilcas. No tenemos por positivo; que el inca Manco con gran número de indios acompañase en esta jornada a los españoles, y con voluntad, porque era contra uno de los caudillos de Atahualpa. Nada hemos encontrado acerca de esto en Gomara, Garcilaso, Herrera y otros; y no sabemos de qué manuscrito tomaría Prescott esta noticia, pues no lo citan de un modo determinado ni él ni los que lo siguen en tareas históricas. Quizquiz había atacado a los españoles que guarnecían Jauja, no pudo vencerlos, y tomó la vuelta de Quito.

El adelantado don Pedro Alvarado había salido de Guatemala en dirección al Perú, a pesar de que por el Rey se le prohibió expedicionar a países descubiertos ya y sujetos a otras autoridades. Trajo 500 hombres bien armados, muchos indios y 227 caballos. Desembarcó en Cáraques en marzo de 1534, y por la provincia de Guayaquil penetró al interior. Almagro recibió nuevas de este suceso por un negro que se las comunicó en Vilcas, y no bien envió a Jauja, para cerciorarse de ellas, a dos comisionados, cuando llegó el capitán Gabriel de Rojas que lo instruyó de todo como testigo ocular, y continuó su camino para el Cuzco. Almagro dejó sus tropas a Hernando de Soto, y doblando jornadas emprendió marcha hacia Pirara, aconsejando a Pizarro no se moviese del Cuzco. Tomó en Jauja seis soldados de crédito que lo siguieron, y llevó el designio de defender el país de la incursión de Alvarado. Ordenó desde Jayanca a Nicolás de Rivera y a otros que existían en Pachacamac, que si el piloto Juan Fernández aparecía por la costa, se le ahorcase porque éste había abandonado al capitán Velalcázar y pasando a Guatemala dio informes y sirvió a las miras de Alvarado: asegurándose que andaba en reconocimientos por el litoral.

La resolución que Almagro tomó sin esperar órdenes, y su actividad en llevarla a cabo, puede explicarse como efecto de su interés en salvar el territorio señalado a Pizarro, porque contándose las 200 leguas desde   —112→   el río Santiago, cerca de la equinoccial esperaba Almagro que medida esta distancia, tocaría a él gobernar de Chincha para el sur.

Velalcázar había dejado su gobernación, que era la de Piura, introduciéndose con cuanta fuerza pudo en el territorio de Quito sin orden para ello, lo que dio lugar a que entre sus émulos se hablara de su defección para ligarse con Alvarado. Díjoselo así en Piura a don Diego Almagro cuando aquellos le vieron admirado de que una persona de juicio como el dicho capitán procediese de una manera desautorizada. Almagro recibió en Piura poderes e instrucciones de Pizarro que le llevó Diego de Agüero; y como hombre resuelto y advertido, determinó ir a buscar a Velalcázar, y lo verificó con algunos que lo acompañaron. Le hizo llamar del lugar en que se hallaba: presentóselo en Riobamba, y cuidó de excusar su conducta de una manera satisfactoria. Había hecho una difícil campaña contra las numerosas huestes del temible caudillo Rumiñahui, el reciente usurpador del trono de Quito, derrotándolo y haciendo desaparecer su poder con la completa dispersión de la indiada.

La tropa de Velalcázar se mostró afecta al mariscal que con artificio trató de alagarla con promesas. Ambos al frente de 185 soldados, se propusieron defenderse de Alvarado, y emprendido su movimiento se encontraron con muchos indios que se les oponían al otro lado de un río después de cortar el puente. Pasando casi a nado y con gran peligro, los dispersaron: el que los capitaneaba fue preso, y por él supo Almagro la proximidad de los de Alvarado. Envió entonces a Cristóval Ayala y otros bien montados para reconocer el terreno y adquirir noticias de aquella gente. Cayeron a manos de don Diego Alvarado que con tropa venía explorando el país: los trató cortésmente, y los presentó luego a su hermano el adelantado don Pedro quien les dijo «que su intención nunca fue buscar escándalos, sino nuevas tierras para mas servir al Rey»; y luego les restituyó a su libertad.

Cuando Almagro se preparaba para un combate alentando a sus soldados, y haciéndoles entender que los de Guatemala venían a privarles de lo que era suyo por haberlo ganado; se le reunieron aquellos, poniendo en sus manos carta de Alvarado en que le manifestaba «que había tenido orden del emperador para descubrir nuevos países, y que había hecho grandes gastos en la expedición destinada únicamente a ocupar territorio que estuviese fuera de los límites marcados a la gobernación de don Francisco Pizarro: que no traía el propósito de darle enojo, ni ocasionar disensiones; y que se acercaba a Riobamba a donde tratarían lo que a todos conviniese». Según el cronista Herrera, Almagro celebró un consejo en que se acordó hacer la fundación de una ciudad con los requisitos necesarios para poder alegar primera posesión. Así se erigió la ciudad de Santiago de Quito el 15 de agosto de 1534 en el valle de Tumenpalla cerca de la antigua Riobamba, renovándose dicha fundación el día 26 de ese mismo mes bajo el título de San Francisco de Quito, en honor al nombre de Pizarro. Estas actas se conservan en el archivo del cabildo de esa capital. Herrera dice que Almagro fue hasta Quito, y allí se vio con Velalcázar; pero Cevallos cuyo testimonio es digno de fe, siendo el que cita aquellas dos actas, afirma que Almagro no pasó de Riobamba. Preciso es deducir que aunque Velalcázar fue el que se posesionó de Quito, no hubo entonces acta de fundación de la ciudad, y por eso en la de 15 de agosto encabezada por Almagro no se hizo mención de Velalcázar. Como Almagro no sabía escribir, firmaron por él Blas de Atienza y Juan Espinosa. En el mismo año 1534 ordenó el mariscal a Velalcázar trasladase la capital al lugar en que se halla.

Vista la carta de Alvarado, Almagro comisionó para que fuesen a saludarlo,   —113→   al padre Bartolomé Segovia, a Rui Díaz y Diego de Agüero, con encargo de significarle «lo sensible que le era saber la serie de desgracias que había sufrido en su penosa marcha, que daba entero crédito a cuanto le decía en su comunicación considerándolo un caballero buen servidor del Rey: que el territorio pertenecía a la gobernación de Pizarro, y que él (Almagro) esperaba despachos reales en que se le designase el país que debería estar bajo su gobierno». Esos mensajeros llevaron orden secreta para confundirse entre la tropa de Alvarado, y esparcir noticias seductoras, a fin de inquietarla con las riquezas del Cuzco, y desviarla de las miras hostiles que abrigara su caudillo. Produjo esto el efecto que se buscaba; y muchos soldados se prepararon anhelando el momento de incorporarse con la gente de Almagro.

Alvarado llegó a Mocha y pidió por medio de Martín Estete que se le proveyese de intérpretes, y se le asegurase el camino para pasar adelante a descubrir tierras no comprendidas en las que debía gobernar Pizarro. Pero Almagro que cuidó de vestir su negativa con los inconvenientes que a tal propósito se oponían, hizo conocer a los de Alvarado y a este mismo por medios indirectos, que debían esperar grandes ventajas de unirse a él y adquirir su amistad, partido preferible a todo proyecto incierto y difícil.

El intérprete Felipillo tan conocido por sus muchas maldades, y que se hallaba con Almagro, desertó al campo de Alvarado, dio aviso de la poca fuerza con que contaba don Diego, y de sus medios de defensa, proponiendo que unos indios pusiesen fuego a sus atrincheramientos para obligarlo a pelear al descubierto. Instruyose Almagro de tales felonías por aviso que le dio Antonio Picado, quien siendo secretario de Alvarado, según dijo, le abandonó viniéndose a la parte de don Diego para ofrecerle sus servicios. El adelantado ardió en cólera contra Picado, movió sus fuerzas en orden de guerra, jurando que si no se lo entregaban, había de romper con el mariscal. Luego dirigió al intento una reclamación, que Almagro desdeñó como ofensiva, dando por respuesta «que Picado era libre y podía ir y estar donde quisiese». Al mismo tiempo exigió, a los de Alvarado que se detuviesen: estaba resuelto sin embargo de su inferioridad numérica, a batirse hasta perecer: contaba con sus soldados sin equivocarse respecto de la confianza que lo merecían, porque Almagro con su sagacidad y dádivas tenía un gran poder sobre sus subordinados. Luego envió al Alcalde Cristóval Ayala y al escribano Domingo de la Presa a que requiriesen a don Pedro Alvarado «para que no causase escándalos, ni entrase en la ciudad, y que se volviese a Guatemala dejando este país a sus poseedores, y protestando por todos los males y consecuencias que habrían de sobrevenir si no lo ejecutaba». El adelantado sin admitir tal protesta contestó: «que tenía comisión para descubrir, pudiendo entrar en el Perú en lo que no estuviese demarcado para gobierno de otro, que si el mariscal había poblado en Riobamba, no debía esperar ningún perjuicio, y que para llenar las necesidades de su gente pagaría por sus precios cuanto tomase».

Alvarado no obstante, convino en que su tropa se retirara a una legua de distancia para tratar de un arreglo, y al efecto encargó al licenciado Caldera y a Luis de Moscoso, vinieran a entenderse con Almagro. Él sospechaba mucho que a su gente faltase voluntad para terminar la cuestión por medio de las armas; además de que le agitaban temores de diversa naturaleza, porque su partida de Guatemala fue contra las órdenes del Rey, contra el parecer del obispo presidente de Méjico don Sebastián Ramírez de Fuenleal, y desobedeciendo mandatos de la audiencia, en uno de los cuales prohibió la salida de los indios que trajo en su   —114→   expedición. Después de largas conferencias con don Diego Almagro, quien se mantuvo firme e invariable en sus disposiciones, y sacaba provecho de la demora, vino al fin a encontrarse solución para todas las diferencias creadas por las circunstancias e intereses de ambos bandos.

Alvarado que advertía en sus tropas partidos opuestos, y que faltaba la unidad sin la cual nada podía prometerse, convino en ceder a la razón, y se prestó a una entrevista con Almagro esperando conseguir ventajas del avenimiento. En ella renunció Alvarado a sus proyectos, deseoso de evitar una guerra civil y desagradar al Rey; y después de recíprocos cumplidos, perdonó a Picado por intersección de Almagro, y este hizo lo mismo con el intérprete Felipillo por complacer al Adelantado. Quedó resuelto en cuanto a lo principal «que Alvarado dejase en el Perú su gente y embarcaciones y se volviese a su gobierno, abonándoselo 120 mil castellanos de oro por los gastos que había hecho y por precio y paga de la armada»: de este arreglo se extendió la correspondiente escritura pública en 26 de agosto de 1534 ante Domingo de la Presa. El Adelantado habló a sus soldados: el mayor número quedó conforme, bien que algunos se mostraron desacordes: sucede así de ordinario en reuniones numerosas, y cuando estallan crisis de que es imposible salgan todos igualmente contentos. Después dio a reconocer por capitán a don Diego Almagro, y este con agrado y sagacidad tardó poco en granjearse la aceptación y aprecio de esta tropa. Han escrito algunos que el tratado quedó en secreto, y que a la tropa de Alvarado se le dijo que éste ocuparía en el Perú un lugar igual a los de Pizarro y Almagro: mas no prestamos crédito a semejante hecho por infundado e inverosímil; ese secreto y una tal suposición, no habrían podido sostenerse ni dejar de producir malísimo resultado.

Almagro dio cuenta de lo acaecido a don Francisco Pizarro, quien dejando el Cuzco, cuidadoso de la entrada de Alvarado en el Perú, y queriendo aproximarse a Almagro se había venido a Pachacamac. Apenas recibió con gran júbilo la noticia del desenlace ocurrido en Riobamba, cuando algunos genios inquietos y turbulentos, hallando la ocasión que tales hombres nunca desperdician para sembrar desconfianzas y descomponer los ánimos, se empeñaron en inspirar recelos a Pizarro haciendo valer ciertos rumores forjados por la malignidad. Le dijeron que debía precaverse mucho, porque Alvarado y Almagro eran muy amigos, y venían dispuestos a despojarlo del Gobierno. Que una de las pretensiones del primero fue que se formase una nueva compañía entrando él a la parte con don Diego y con Pizarro, ofreciendo casar a una hija suya con el hijo de Almagro. Y mientras que éste no había aceptado nada, respondiendo que fuera imposible la paz entre tres compañeros, y guardando siempre buena fe y lealtad en sus procedimientos, a pesar de la falsía y agravios de los Pizarros; los que rodeaban al Gobernador sin excusar ni las calumnias, se desvivían, adulándolo, porque se rompiera la armonía para sacar partido del desorden y saciar sus venganzas, antipatías y envidia. Ni más ni menos lo que pasa en nuestros días: imitando a sus ascendientes los llamados amigos de los ridículos cabecillas de revueltas, se hacen lugar con sus chismes y malicias para explotar a estos mismos, y dañar a los que, por conocerlos, no se dejan engañar, ¡y saben cumplirles justicia! Pizarro cuidó de hacer ver que no daba crédito a semejantes voces: qué sabemos lo que guardaría en su interior ni qué rastros abrirían esos cuentos en el corazón de un hombre tan simulado y suspicaz como él, y cuya conciencia no andaba limpia con respecto a su socio.

Almagro dejó en las provincias del Norte a Velalcázar con una fuerza   —115→   competente, en la cual quedaron no pocos de los soldados de Guatemala. Alvarado y Almagro se pusieron en marcha con las demás tropas, y de Piura salió Francisco Pacheco destinado a fundar un pueblo en Puerto Viejo, para evitar los abusos y extorsiones de muchos de los que venían de otras partes al Perú. Al transitar por el Valle de Chimu, comisionó Almagro a Miguel Astete para que, previas las investigaciones necesarias, estableciese allí una población que fue después la Ciudad de Trujillo. En el Valle de Chicama hizo Almagro castigar a unos indios por haber muerto a varios españoles que llegaron por mar a esa costa.

Garcilaso al narrar los sucesos ocurridos en el norte y que acabamos de referir dice que cuando Almagro y Alvarado venían desde Riobamba hacia la costa para reunirse con Pizarro, tuvieron recios combates con tropas del general Quizquiz, y hace referencia a lo escrito por el Padre Valera a quien siempre cita como la mejor autoridad. Gomara da también razón de esas batallas; pero Prescott que hace valer las relaciones de Pedro Pizarro y Pedro Sancho, considerándolas muy auténticas, aunque alguna vez haya advertido «que citaba a los Secretarios de Pizarro», como dando lugar a que se les tenga por parciales; Prescott, nada dice de aquellos hechos de armas. Todavía se hace más reparable que el cronista Herrera los silencie absolutamente; Herrera que como ningún otro escritor de entonces tuvo a su disposición los archivos y toda clase de documentos oficiales.

Consultando diferentes autores, nos atenemos en puntos difíciles a lo que nos parece más acertado o probable; y dejamos el examen de cualquiera contradicción y error, para el caso de que se haga necesario. Pero sin embargo, creemos conveniente contar lo que tocante a los últimos esfuerzos de Quizquiz se encuentra en Garcilaso, Zárate, Gomara y un moderno historiador ecuatoriano.

Sabiendo Almagro y Alvarado que Quizquiz estaba con fuerzas en la provincia de los Cañaris, aunque sin ánimo de pelear, y habiendo tomado prisionero a un capitán «Zoctaorco» que se aproximó de exploración con poca gente, determinaron forzar sus marchas para sorprender a Quizquiz sabedores ya del punto en que se hallaba. Hicieron herrar los caballos de noche y con luz artificial para ganar tiempo, y muy pronto se vieron delante de las huestes de Quizquiz. Éste ganó unas alturas para librarse de los ataques de la caballería y desembarazarse de mujeres, ganados y cargas numerosas que llevaba. Encargó a Huaypallca entretuviese a los españoles mientras él hacía sus arreglos preparatorios, y este oficial atacó a don Diego Almagro que por cortar a Quizquiz penetraba por unas sendas ásperas con los caballos tan cansados que ni de diestro podían ya caminar.

Según Zárate y Gomara, las galgas desprendidas por los indios causaron tal estrago en los españoles que perecieron algunos soldados y caballos, y aun Almagro estuvo a punto de fracasar. Viose obligado a retirarse para acometer por mejor dirección, y pudo alcanzar después la retaguardia de Quizquiz. Los indios se hicieron fuertes en el paso de un río, deteniendo todo un día a sus contrarios: luego vadeándolo ellos mismos, los atacaron desde alturas ventajosas, ocasionándoles nuevas pérdidas. Varios españoles notables salieron heridos, asegurándose que de éstos murieron 53 en dichos encuentros, y de resultas de heridas, y también 34 caballos contado el que montaba Almagro. Los dichos escritores asientan que los peruanos tuvieron 60 muertos. Habiéndose por último parapetado en escogidas e inexpugnables alturas, Almagro no quiso ya combatir. Recogió como 15000 cabezas de ganado y 4000 indias e indios   —116→   de servicio que no andaban por su voluntad en esas correrías; y siguió su marcha desistiendo de todo empeño contra esa gente. Véase Quizquiz.

Almagro y Alvarado llegaron a Pachacamac donde los aguardaba Pizarro: los recibió y obsequió con demostraciones de la mayor sinceridad. Dio al Adelantado los 120000 castellanos de oro del concierto (que Almagro no habría tenido como pagar en Quito) y otros 20000 de ayuda de costa, muchas esmeraldas, turquesas y vasijas de oro y plata, porque la fuerza de Alvarado sirvió para asegurar la conquista del país, y él dejó crecido número de armas y otros artículos. Hubo quienes aconsejaron a Pizarro que no le pagase y que lo tomase preso, arguyendo que Almagro por temor había entrado en un pacto indebido y oneroso. Opinaron otros que 50000 pesos sería una retribución más que suficiente; pero Pizarro desoyó esas sugestiones nacidas de la maledicencia y de los enemigos de Almagro. La aceptación de éste entre las tropas había crecido sobremanera a mérito de sus largas y generosas dádivas; y los presentes que él por su parte dedicó a don Pedro Alvarado fueron de considerable valor.

Pizarro así que el Adelantado regresó a Guatemala, se contrajo a la fundación de Lima, y a pesar de ésta y tantas otras atenciones que le ocupaban, cuidó de renovar en Pachacamac los tratos de compañía con Almagro, revestidos siempre de juramentos y seguridades. Dispuso que pasase a residir en el Cuzco y gobernase aquel territorio (1534): diole poderes para ello con la facultad de entrar a descubrir especialmente el país llamado Chiriguana o que encomendara esta expedición a otra persona, haciendo los gastos ambos compañeros por mitad.

A porfía siguieron a Almagro en su marcha, al sur muchos de los soldados venidos al Perú con Alvarado, porque había sabido ganarles la voluntad con su porte afable y liberal: comprendíanse entre ellos algunos hombres notables por su cuna y otras circunstancias que los recomendaban.

Volviendo a las pretensiones de don Diego de Almagro en la corte, sospechando sus agentes secretos, Cristóval de Mena y Juan de Sosa, con mucha razón por ciertos datos obtenidos, que Hernando Pizarro no procedía con lealtad, entregaron al Emperador y sus ministros las cartas que a prevención llevaron para el caso de ser necesario apelar a este recurso por falta de buena fe en el comisionado. Pero desde que supo Hernando lo que pasaba, varió de conducta, y activó los asuntos de don Diego, informando acerca de sus servicios y gran merecimiento.

El Emperador determinó acrecentar hasta 270 leguas por la costa el territorio de la gobernación de la Nueva Castilla dado a don Francisco Pizarro, autorizando a éste para que en testamento nombrase por sucesor para después de sus días a don Diego Almagro, o a su propio hermano don Hernando, y a falta de éstos al que mejor le pareciese. Hizo merced a don Diego del gobierno de la tierra que se pudiera abrazar en doscientas leguas de costa por líneas rectas de norte a sur, este y oeste desde donde estuviesen los términos y límites de la Nueva Castilla, y mandó que aquel territorio se denominase Nueva Toledo expidiéndose en favor de Almagro credenciales en forma como se acostumbraba en los descubrimientos, titulándolo Adelantado, dándole facultad para elegir sucesor; y fueron nombrados los oficiales de real hacienda que habían de funcionar en dicho país. Escribió el Emperador a don Diego dándole gracias, mostrándose reconocido a sus servicios, y ofreciéndole nuevas honras y recompensas.

Hallándose don Francisco Pizarro en Trujillo, llegó allí un individuo apellidado Cazalleja procedente de España, el cual decía que llevaba   —117→   provisiones en, que el Rey nombraba a don Diego Almagro gobernador del territorio que se extendía de Chincha hacia el sur. Causó admiración semejante noticia, que unos celebraban y otros no, según sus afecciones, o mejor dicho sus intereses. Don Diego de Agüero, sin más, corrió en seguimiento de Almagro y alcanzándole en Abancay se la comunicó, dándole parabién de parte de Pizarro, lo cual era enteramente falso. Agüero recibió de don Diego albricias que se estimaron en 7000 castellanos, y le oyó decir «que se alegraba porque no entrase ningún otro al país y que él y su compañero habían ganado: que por lo demás tan Gobernador era uno como otro, pues Pizarro mandaba lo que quería».

Mientras Almagro era recibido en el Cuzco por Hernando de Soto, dos hermanos Pizarros y muchas otras personas, el licenciado Caldera y Antonio Picado, vista la inquietud que había por las anunciadas provisiones, aconsejaban al gobernador don Francisco que las pidiese a Cazalleja, y se buscase algún medio para que no quedase desposeído de las mejores tierras, pues en ellas entraba el Cuzco. Llamado el mensajero se encontró que sólo traía copias de las patentes, que recibió de Mena y Sosa, y cartas de estos para que antes de llegar Hernando Pizarro con los originales, las entregase a Almagro.

Cazalleja esparciendo la voz de que no había mostrado los documentos, partió para el Cuzco. Don Diego ya envanecido con el aviso de Agüero, no quiso hacer uso de los poderes que le fueron conferidos por Pizarro para que allí gobernase, creyendo que tal cosa sería en mengua suya desde que existían despachos reales. Los apasionados al Gobernador pedían a éste derogase las facultades que concedió a don Diego, porque éstas podían resultar más amplias que las del Rey, y se serviría de ellas Almagro que era tan inclinado a mandar. Los celos y la envidia no dan treguas, y la autoridad no sufre compañía, así Pizarro sin perder momentos siguiendo a sus partidarios, cuyo dictamen no habría él esperado, envió poderes a su hermano Juan para que se encargase del gobierno del Cuzco, anulando los que tenía dados a don Diego; pero dejándole en pie lo relativo al descubrimiento del país de los chiriguanaes. Lo hizo saber al Cabildo de aquella ciudad, añadiendo el ridículo pretexto de dejar a don Diego más expedito para ejecutar dicha expedición, cuando antes le había permitido encomendarla a otro. Don Melchor Verdugo conductor de estas órdenes, halló a Almagro en el Cuzco donde nadie ignoraba ya el contenido de las reales disposiciones. Los ánimos estaban divididos: de los vecinos unos eran adictos a los Pizarros, otros muchos seguían a don Diego por adhesión, o porque les cansaba la insolente arrogancia con que aquellos abusaban del nombre de su hermano. Almagro envió a Vasco de Guevara y otros en solicitud de Cazalleja, lo que fue bastante para que los alborotadores sembrasen la voz de que iban a matar al Gobernador, y para que sus hermanos quisiesen mandar gente a perseguirlos.

Ejercía autoridad en el Cuzco Hernando de Soto: las órdenes dadas por don Francisco Pizarro, eran de que continuase en el mando, si Almagro no hacía uso de los poderes; pero que si éste quería encargarse de él, entonces lo tomase Juan Pizarro. Soto hizo ver que Guevara no iba a lo que pensaban los que esparcían maliciosas falsedades. Los Pizarros no quedaron satisfechos, y acusando a don Diego de ingrato, dijeron que no debía aceptar las mercedes del Rey aunque se las hiciera, y mucho menos atentar contra la vida del Gobernador. Soto creyendo próximo un rompimiento, fue a casa de aquellos y los amonestó para que se aquietasen; mas le contestaron con descomedimiento que era parcial de Almagro, y no debían fiarse de él. La fuerza estaba en manos de los Pizarros,   —118→   y Soto buscó a Almagro para que le ayudase a contenerlos. Este aun que dijo que eran liviandades de mozos, ordenó que algunos caballeros apoyasen a la autoridad del Rey, y éstos fueron Gómez y Diego de Alvarado, Idiáquez, Moscoso, Ordóñez, Angulo, Huydobro, Saavedra, Aldana, Astete, y los capitanes Benavides, Díaz y Chávez. Soto mandó que nadie saliese en seguimiento de Guevara. Los Pizarros desplegaron mayor altivez, y al pedir Soto favor a la justicia, ellos invocaron a los amigos del Gobernador saliendo a la plaza con ruidoso escándalo. Mas luego temerosos de la presencia de Almagro tuvieron que retroceder de sus intentos. Soto les intimó no saliesen de sus casas ni tampoco sus amigos; sometiendo a esta misma orden a don Diego y sus agentes.

La nueva de estas ocurrencias traída a Lima con prontitud por Andrés Enamorado, alteró mucho a don Francisco Pizarro, quien la recibió, al mismo tiempo de llegar su hermano materno Francisco Martín de Alcántara, conduciendo de Panamá al hijo de Almagro. Inmediatamente se puso el Gobernador en marcha para el Cuzco en compañía del licenciado Caldera y de Antonio Picado su secretario. Guevara el que fue enviado en diligencia para buscar a Cazalleja, lo halló muy cerca de la ciudad, y don Diego al hablar con él tuvo gran pesar de que no le llevara las cédulas originales, sino un traslado de ellas. Por esto los enemigos del mariscal se mofaron de él a causa de su ligereza en proceder, sin documentos fehacientes a repartir indios y a otros actos gubernativos. Sabedor Almagro de que el Gobernador estaba en camino, comisionó a Luis de Moscoso para que saliera a su encuentro y le informara de la verdad de los hechos. Pizarro celebró oírlo, y le dijo que ya un fraile se los había comunicado. Pero a poco se le entregó una carta que lo dirigía del Cuzco Pedro Alonso Carrasco, asegurándole que si no acudía con brevedad no encontraría vivos a sus hermanos. Irritado creyendo que Moscoso y el fraile le engañaban, los reconvino con aspereza; mas ellos defendiéndose, calificaron de falsa la tal carta. Hizo entonces que Moscoso y Picado se adelantaran para avisarle con exactitud el estado de las cosas. Cuando regresaron éstos, entendió Pizarro hallarse todo quieto, y continuó para Abancay donde se vio con Gonzalo de Mesa y Pedro Pizarro. Al entrar al Cuzco no quiso se le hiciese recepción pública, y pasó derechamente a la Iglesia; allí se le reunió Almagro y llorando ambos se abrazaron. El Gobernador se le quejó de «haber tenido que caminar sin cama ni toldo y comiendo maíz, a causa de los choques y disturbios ocurridos con sus hermanos, cuando les tenía ordenado respetasen al mariscal como a él mismo». Almagro contestó que no debió andar con «tanta prisa desde que todo se lo había participado: que sus hermanos lo miraban mal, y no podían ocultar su disgusto porque el Rey le honraba y distinguía con sus recompensas».

Pizarro se propuso obrar con el mayor disimulo, y determinó, después de reprender a sus hermanos, disipar con arte el nublado que le rodeaba: para él era fácil representar el papel que le convenía, y jugar los lances con la frialdad propia de su natural carácter. El licenciado Caldera, hombre juicioso y que de continuo trabajaba por la concordia, quedó muy satisfecho al observar la moderación de Pizarro, y las ideas prudentes y conciliatorias que manifestaba abrigar porque en ese sentido le tenía dados sus consejos, y Caldera creía que habían surtido buen efecto en el ánimo del Gobernador. El mismo licenciado tuvo una entrevista con don Diego Almagro, en la cual con ayuda de un clérigo que se apellidaba Loayza, le hizo tales reflexiones y raciocinios, que lo decidió a reconciliarse con Pizarro, saliendo garante de la buena disposición de éste, que probablemente se servía de Caldera aprovechando de sus sanas   —119→   intenciones. Almagro tenía más nobleza de alma, y era más franco que el otro, aunque ambicioso; pero ¿por qué no había de serlo considerando que sus derechos, sus trabajos, los pactos varias veces formados y renovados, lo igualaban a su socio? Éste todo lo quería para sí; en su palabra no era prudente fiar, y había dado motivos para que Almagro se quejase de él lo mismo que de las demasías e insolencias de sus her manos.

El cronista Antonio Herrera al referir cómo se ratificó entonces la compañía de ambos caudillos escribe lo siguiente... «dijeron. Que renunciando la ley, que dispone acerca de los juramentos, prometían, y juraban, en presencia de Dios Nuestro Señor, ante cuyo acatamiento estaban, de guardar y cumplir, sin ninguna cautela, lo contenido en unos capítulos, que allí se leyeron: suplicando a su Divina Majestad, que a cualquiera de ellos, que fuese en contrario de lo acordado, con todo rigor de justicia, permitiese la perdición de su alma, fin, y mal acabamiento de su vida, fama, honra, y hacienda, como a quebrantador de su fe, la cual el uno al otro se daban, y de él recibiese tan justa venganza; y los capítulos fueron: Primero: que en amistad, y compañía se conservase, sin quebrantarla por interés codicia y ambición, y fuesen participantes en todo el bien, que Dios Nuestro Señor los quisiese hacer. Segundo: que so cargo del juramento hecho, no lo calumniaría el uno al otro, en daño de su honra, vida y hacienda, directo, ni indirecto, por sí, ni por tercera persona, evitando los daños, que se pudiesen recrecer. Tercero: que juraban de cumplir lo que de antes tenían capitulado, a que se referían, y no irían en contrario de ello, ni harían protestación alguna; y que si la hubiesen hecho, de ella desde luego se apartaban. Cuarto: que juntos, y no el uno sin el otro, escribirían al Rey lo que a su servicio conviniese, y al bien, y conservación de aquellas Provincias; y que no habría relación particular en daño el uno del otro, ni de la compañía, ni que lo hiciese tercera persona, sino que todo fuese hecho manifiestamente a entrambos, para que se conociese mejor el celo que tenían de servir al Rey, pues había mostrado tanta confianza de su compañía. Quinto: que manifiestamente pondrían en montón todos los provechos que cada uno tuviese, sin fraude, ni engaño alguno y que los gastos de cada uno se hiciesen con moderación, evitando lo excesivo, conforme a la necesidad que se ofreciese. Todo dijeron, que era su voluntad de cumplir, poniendo a Dios Nuestro Señor por juez, y a su gloriosa Madre, con todos los Santos por testigos. Y este juramento se hizo en el Cuzco, en la casa del Gobernador, a doce de junio, de este año 1535 en presencia de muchas personas, estando diciendo la misa el padre Bartolomé de Segovia, y habiéndose dicho el Pater noster, los dos gobernadores pusieron sus manos derechas encima de la mano consagrada del sacerdote, que tenía el Santísimo Sacramento; y esto llaman partir la Hostia, con que exteriormente los dos gobernadores mostraran satisfacción, y contento; pero el vulgo juzgaba de este hecho, como a cada uno convenía: solamente los hermanos de don Francisco Pizarro no se holgaron, pesándoles que otro tuviese más parte en su hermano, y quejábanse, porque no participaba con nadie su autoridad; y en esto se vio el efecto de la envidia, que causa dolor del propio mal, y del bien ajeno. Pero los que seguían al mariscal, se holgaron, por entonces, pareciendo que aquel hombre, liberal, y generoso tendría más fuerza para aprovecharlos, y nadie llevaba con paciencia el arrogancia de los hermanos del gobernador juzgando que ellos habían de ser causa, que esta Concordia, establecida con tantas firmezas no durase».

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Los indios habían tomado parte en las distinciones, unos tenían afición al bando de los Pizarros y otros en mayor número al de Almagro: entre estos el mismo inca Manco, que trató de obligar a un español de su confianza a que fuese de noche a matar a un hermano suyo porque era partidario de Pizarro. Los indios de más influencia discutían con afán acerca de las pasiones y conducta del gobernador y del mariscal; y como ambos no ignorasen los peligros que de estas agitaciones, podían sobrevenir acordaron practicar de consuno esfuerzos para sosegar a los indios, haciéndoles comprender que no existía la discordia que los impresionaba, y que debían vivir en paz dejando olvidadas las diferencias en que estaban envueltos.

Pizarro y Almagro, avenidos en lo exterior, tuvieron que abandonar su deseo de restablecer la armonía entre los indios. Reunidos los principales de estos y el Inca, se vio que no era posible conseguirlo. Pizarro en su disgusto hizo amenazar a un jovencito hermano de Manco, que con gran osadía trato de obligar a ciertos personajes a que hablasen a su monarca arrodillados. Entre ellos había otras causas y encono que se avivaron con el ejemplo que daban los turbulentos conquistadores. Después de este desengaño, un indio intérprete de Pizarro ultrajó a Manco Inca porque era amigo de Almagro: por su parte Felipillo el lenguaraz que servía a este, tenía familiaridad con el Inca y contrariaba al otro de modo que cada cual porfiaba y quería persuadir a los indios que el jefe de su predilección, y a quien servía, era el verdadero gobernador. Manco no se consideraba seguro, y una noche fue tanto su miedo, que huyó de su casa, y entrando en la de Almagro, se ocultó debajo de su cama, lo que dio ocasión a que hubiese un saqueo en el alojamiento del Inca. Almagro exigió de Pizarro no se atemorizase a Manco, y se castigase a los que habían robado su casa. El gobernador se desentendió de todo, y el Inca y sus allegados quedaron sumamente ofendidos.

No se pensaba ya en la empresa de descubrir el país de los chiriguanaes, y Almagro se decidió por la conquista de Chile en el concepto de que allí hubiese cuantiosas riquezas, y porque la situación geográfica de ese territorio le hacía presumir que quedaría comprendido en el de su gobernación. No estaba dispuesto a hacer él mismo la campaña, pero como apeteciesen dirigiría Hernando de Soto y Rodrigo de Orgóñez, diciendo cada cual que ese encargo se lo había ofrecido Almagro, resolvió éste ir personalmente con lo que Soto tuvo a bien separarse obteniendo Orgoñes el de teniente o segundo suyo. Alistáronse muchos soldados que se hallaban prontos para toda empresa, porque la codicia los dominaba, y la vida de aventureros era para ellos habitual: fuera de que generalmente gustaban de servir con Almagro por su prodigalidad y porque toleraba demasiado los excesos en que incurrían. Para que se proveyesen de lo necesario sacó de su casa 180 cargas de plata y 20 de oro y las repartió: sólo los que quisieron, se obligaron a pagar con lo que ganasen en la tierra adonde iban. Consta en Garcilaso que Almagro estando ya en Chile rompió los documentos perdonando a todos la deuda contraída y diciéndoles que sentía no fuese mayor.

Almagro después de esto pidió a Pizarro cien mil castellanos de su peculio para negociar en España el matrimonio de su hijo por mano del Cardenal de Sigüensa con una hija del doctor Carvajal consejero de Indias, y establecer en Castilla la renta que se proponía. Pizarro convino en ello, pues con su beneplácito enviaba Almagro a su secretario Juan de Espinosa para que entendiese en sus asuntos. Para que en Lima se entregase aquel oro, dio orden a su camarero Pedro de Villarreal a fin de que lo recibiesen Juan de Rada, Juan Alonso Badajoz y el dicho Espinosa.   —121→   El proyecto del enlace se frustró porque había fallecido la presunta contrayente.

Activando don Diego sus preparativos solicitó de Manco Inca le facilitase dos personas de respetabilidad y prestigio para que se adelantasen, y fuesen allanando los embarazos que acaso se presentarían en marcha tan larga y atravesando diferentes provincias. El Inca se prestó con manifiesta voluntad, y destinó para desempeñar ese servicio a su hermano Paullu, y al gran Sacerdote Villac-Uma, bien que no faltó quienes dijesen que lo hacía para alejarlos, por serle el primero azaroso, gesto muy díscolo e inquieto a la sombra de la religión.

Para atender a diversos gastos que exigía la jornada, se hizo en el Cuzco una fundición de oro y plata que montó a muy crecido valor. Almagro dice el cronista, que cuidaba mucho los haberes del Rey por razón de quinto que le correspondía. Lo acreditó así en esta ocasión, y también se le vio dar rienda suelta a su acostumbrada prodigalidad. Cuéntase que Juan de Lepe lo pidió un anillo de una carga de ellos que allí existía: le contestó tomase cuantos cupiesen en sus dos manos, y sabiendo que era casado le dio además 400 pesos. A Bartolomé Pérez que le presentó una adarga, le mandó dar igual cantidad, y una olla de plata que pesaba 40 marcos con dos cabezas de leones de oro por asas que valía 340 pesos. A un tal Montenegro que le presentó el primer gato que se trajo al Perú, le dio 600 pesos. Tantos otros ejemplos pudiéramos citar del despilfarro de Almagro, a quien parecía le sirvieran de estorbo aquellos metales preciosos.

Dio Almagro sus instrucciones a Paullu y Villac-Uma para que con tres españoles se pusieran en camino debiendo parar y esperarlo luego que hubiesen andado 200 leguas. Hizo marchar con la fuerza ya lista a Juan de Saavedra, a quien previno que a tenor de lo acordado con Pizarro fundase una población a 130 leguas del Cuzco, en el lugar que lo creyese conveniente. Fue este el origen del pueblo de Paria tan concurrido después de los negociantes del Collado y de Charcas. Penetró Almagro que estando con poca tropa en el Cuzco, se exponía imprudentemente a que Pizarro lo tomase preso; y como era dudosa su lealtad, y tuvo avisos reservados de que en tal felonía se pensaba, emprendió la marcha el 12 de setiembre de 1535 dejando a Orgoñes en el Cuzco para que acabara de reunir gente, y en Lima con igual objeto a los capitanes Rada, Benavides y Rui Díaz: todos con orden de seguirlo después por la misma dirección que él llevara.

Antes de su partida dijo Almagro al gobernador Pizarro «que le amaba como a hermano, y deseaba hubiese ocasiones para que se conservase la unión entre ambos; que para quitar del medio los impedimentos que todos juzgaban habían de contrariar aquel noble designio, lo suplicaba enviase a sus hermanos a España, y que él para lograrlo, les daría de su hacienda el caudal que quisiesen: que con esto el contento sería general, pues a todos daban en ojos sus demasías». Este consejo o solicitud, se enderezaba a un fin saludable, mas don Francisco Pizarro deslumbrado con el poder, y ciego apasionado de sus hermanos respondió con calma: «que estos le tenían respeto y amor de padre, y que nunca darían motivo de escándalo».

Almagro pasó por paria y continuó a Tapiza donde encontró a Paullu y Villac-Uma. Allí mismo tuvo cartas del Cuzco en que sus amigos le aconsejaban no continuase la campaña a Chile y que se detuviese, por haber llegado a Lima un personaje en comisión del Rey para deslindar y fijar las gobernaciones. Don Diego no admitió un dictamen cuya observancia le fuera muy provechosa, y conducido por la ambición de dominar   —122→   grandes y ricos países, deseando tener mucho que dar a los suyos, persistió en su idea de conquistarlos. Llevó tan adelante su tenacidad, que aunque algunos magnates de los indios, con quienes habló en poblaciones del tránsito, le aseguraron que encontraría con desiertos peligrosos, y que en Chile no había las riquezas que se suponían; él no dio asenso a estas advertencias, y obstinado en dar crédito a las primeras noticias que de aquel país tuvo en el Cuzco, imaginó que los que opinaban en distinto sentido, tenían algún motivo o interés para querer desanimarlo.

Mientras que Almagro avanzaba sus jornadas para pasar a Chile, llegó Hernando Pizarro a Lima trayendo las provisiones reales que habían exaltado tan vivamente a sus hermanos. Don Francisco hizo salir de la capital a Rada y demás comisionados del mariscal, para que a marchas forzadas procurasen su oportuno alcance, llevándole a su hijo, y la gente que tenían enganchada. El gobernador no ocultó a Hernando su sentimiento por haber consentido se diese a Almagro la gobernación desde Chincha para el sud, con lo que él creía quedarse sin la ciudad del Cuzco. El hermano se excusó diciendo que al territorio designado a don Francisco se le aumentaban 70 leguas, y que así su gobierno se extendería aún más allá de dicha ciudad. Que no era posible evitar la concesión hecha a don Diego, porque el Rey y el Consejo estaban tan informados de sus servicios, que aun aquella gracia les parecía no ser bastante para premiarlos.

Juan de Rada en Lima exigió a nombre de Almagro los despachos reales de que había sido conductor Hernando Pizarro, quien aunque estuvo evadiéndose de hacerlo con pretextos dilatorios, terminó por ofrecer que los entregaría en el Cuzco a donde también iba él a trasladarse. Rada comprendió que este viaje encerraba malicia, y juzgó no lo haría en servicio del Rey. No se equivocó, porque don Francisco enviaba a su hermano para que gobernase en el Cuzco temiendo que Almagro mudase de propósito y se volviese al Perú. Calculaban poder evitarle reteniendo las provisiones del Rey, para que en el ínterin don Diego se empeñase más en lo de Chile. A los Pizarro convenía que permaneciese allí y de este modo se hiciese más difícil su regreso: sobre todo necesitaban de tiempo para tomar sus precauciones. Cuando Rada y Hernando se vieron en el Cuzco, cumplió éste su promesa de dar los documentos al apoderado de Almagro.

Rada con los soldados que llevó de Lima hizo su salida del Cuzco, para concurrir a la campaña de Chile. Iván algunos militares distinguidos, y con otros que se le juntaron en la provincia de Chichas, llegó a tener a sus órdenes 88 individuos bien armados. Para que subsistieron en tan penosas travesías, venció terribles inconvenientes hasta que le llegaron auxilios de Rodrigo Orgoñes quien desde el Cuzco había ido con gente a reunirse con Almagro, y se hallaba todavía en Copiapó.

Tenemos que volver atrás para relatar lo acaecido a don Diego Almagro a quien dejamos en Tapiza disponiéndose para ejecutar la ardua empresa de descender a la costa de Chile pasando por en medio de páramos y desiertos, en lucha abierta con la naturaleza y con las más inminentes privaciones. Varios españoles de los que acompañaban al Inca Paullu tuvieron la audacia de adelantarse y penetrar en Jujuy provincia belicosa temida de los incas, y en donde hubo en lo antiguo antropófagos. Allí mataron los indios a tres, cuando ellos creían les respetasen como había sucedido en todo el tránsito: otros escaparon y volvieron a Tapiza. Paullu y Villac-Uma pusieron a disposición de Almagro 90 mil pesos de oro procedentes de los tributos que pagaban los pueblos de   —123→   Chile a los incas, y que acostumbraban remitir al Cuzco. Garcilaso no habla de este hecho: pero afirma que en Copiapó se juntaron más de 200 mil ducados en tejos de oro que pertenecían al Inca, y que estaban allí retenidos a causa de la guerra de Huáscar y Atahualpa. Tal vez fue el mismo depósito, y este autor se equivocó al citar el lugar en que ese tesoro fue entregado. Agrega que recibió Almagro 300 mil mas, lo cual no creemos cierto.

Pocos días después fugó el gran sacerdote Villac-Urna con algunos indios de ambos sexos, y como se fuese de noche y por sendas extraviadas, no pudo tomárselo por más empeño que se puso en buscarlo, suponiendo se encaminaba al Cuzco como sucedió. Por el tránsito venía alborotando a los indios y excitándolos en sus discursos a que se sublevasen contra los españoles. Almagro reconvino a Paullu quien dijo no haber sabido el paso dado por el sacerdote; y para evitar que aquel hiciera otro tanto, puso a su lado a Martín Coto encargándole lo cuidase sin apartar de él ni un solo instante. Garcilaso dice, siguiendo a Zárate, que Villac-Uma estuvo en la campaña de Chile, que su fuga fue en Atacama al regreso de Almagro y que sabedor este del levantamiento de Manco Inca dio la borla del Imperio a Paullu. Tenemos por erróneas éstas noticias de Zárate, ateniéndonos a Herrera que escribió con vista de los mejores documentos.

Intentó Almagro castigar a los de Jujui y al efecto envió con 60 hombres al capitán Salcedo. Los indios reunidos en crecido número se parapetaron, y circundado su campo de fosos y escollos ocultos para dañar a los caballos, burlaron a la tropa de aquel oficial. Almagro lo reforzó con gente comandada por el capitán Francisco Chávez, y ambos recorrieron una parte del país sin obtener ventaja alguna. El mayor encono de los indios era contra los yanaconas y los negros, que les robaban y hacían todo género de males al buscar provisiones. Huían de sus pueblos ansiosos de tomar venganza, y se subían a escabrosos cerros cuando se les perseguía. Almagro a quien en una escaramuza mataron el caballo, viendo ser aquella una lucha sin resultado posible, determinó abandonarlos, y movió su ejército en vía de entrar a tierras de Chile. Llevaba 300 infantes y 200 caballos: su teniente general era Orgoñes; maestre de campo, Rodrigo Martínez, y Maldonado alférez mayor. Gran número de indios iban cargados de víveres, y sus guardianes y opresores eran los yanaconas y los crueles negros. Unos y otros los trataban como a bestias, y muchos acababan sus días rendidos de la fatiga. Asegura Garcilaso que fueron más de 15000, y entre ellos no pocos nobles.

Muy largo sería escribir en este artículo aunque no fuera más que una parte de los obstáculos y horrores que se presentaron en la marcha de estos temerarios soldados. Algunos historiadores han podido entrar en detalles espantosos, que no repetiremos desde que ello nos obligaría a prolongar nuestra tarea sacándola de sus marcados lindes. Nos toca seguir los hechos de don Diego Almagro, bastando a este propósito dar cuenta de los resultados por mayor de una campaña extraordinaria y rara, como la que hicieron hasta Chile unos hombres, cuya valentía, sufrimientos y obstinación, no admitían otros rivales que sus mismos compañeros, los que en otras operaciones (como la del descubrimiento del país de la canela, por ejemplo) dieron a conocer el temple de alma y la fortaleza corporal de los españoles del siglo XVI en Sur América. Distancias al parecer interminables, frío intenso, nevadas copiosas, vientos perennes y furiosos, desiertos estériles abrazados de día por el sol: todo lo que la naturaleza puede ofrecer de más rígido y aterrante, fue superado   —124→   por tales hombres incansables, y en vano amenazados por el hambre y por la muerte misma.

Perdiéronse en esas jornadas muchos indios cuyo número hace subir Garcilaso a 10000. Centenares de ellos quedaron helados, como sucedía con frecuencia con los negros: perecieron más de 100 soldados y 30 caballos, y en medio de la carencia de víveres y de tantas otras penalidades, se dejaba oír la palabra magnética de Almagro exigiéndoles mayores esfuerzos y constancia que sus soldados le prometían con admirable resignación. Adelantose don Diego con algunos hasta encontrar poblado en que consiguió auxilios, y con premura los envió a sus extenuadas tropas.

Al ocupar Copiapó don Diego de Almagro se instruyó de que el cacique o señor del país, estando para morir, encomendó su hijo menor y el gobierno, a un deudo suyo que se convirtió después en usurpador, y trataba de matar al legítimo heredero: éste, que existía oculto, pidió a los españoles, en unión de otros, castigasen al que los tiranizaba. Almagro haciéndose juez en esta cuestión, dio ayuda a dicho joven para que se posesionase de la autoridad.

Se advirtió la falta de tres o cuatro soldados que habían ido adelante de exploradores sin que nadie se los ordenase. Pronto se averiguó que después de haber recibido hospitalidad en los primeros lugares habitados, llegaron a un valle en que dominaba el cacique Marcandey, quien luego que estuvieron dormidos los hizo matar y también a sus caballos. Almagro que lo supo cuando había ya avanzado dos o tres jornadas, previno al capitán Diego de Vega que marchaba a retaguardia, tómase a Marcandey, a su hermano, y al que usurpó el gobierno de Copiapó, llevándolos a Quimbo, punto en que mandó comparecer a muchos principales. Presos 27 de éstos, los hizo quemar, y también a los ya nombrados, sin oírles ningún descargo. Este acto de crueldad indigno de los bárbaros más feroces, fue una negra y deshonrosa mancha en la vida militar de Almagro.

Rodrigo Orgoñes que había quedado en el Cuzco reuniendo más gente para la campaña de Chile, salió con Cristóval Sotelo, otros buenos oficiales, y un número regular de soldados con muchos indios y auxiliares negros. En su camino tuvieron que luchar con los de Jujui que defendían sus ganados y llegaban a los cerros los artículos de subsistencia para que no se los tomasen los castellanos: cuatro de éstos murieron en tales choques. Después de pasar grande escasez de recursos encontraron como arreglar sus provisiones para el paso de la cordillera, y a la inmediación del río Bermejo hicieron pan de algarroba. La fuerza comandada por Orgoñes sufrió terribles contrariedades y el sacrificio de muchos hombres a causa de las nevadas, e ingresó en el territorio de Copiapó habiendo perdido así mismo 26 caballos y no pocas cargas de efectos. Siguió hasta incorporarse al ejército de don Diego de Almagro el cual había penetrado a Coquimbo y marchaba hacia el sur.

Hallándose en un pueblo muy principal se arrepintió de su empresa, y de cuanto había hecho, y sólo por cumplir su compromiso con Pizarro, y satisfacer a sus subordinados, se abstuvo de manifestar su opinión de volver al Perú. No encontraba las riquezas que se le habían anunciado, y desde que la abundancia de ellas no saciara la codicia de Almagro y demás españoles, el país, no ofrecía aliciente capaz de contentarlos. Tuvieron desde luego encuentros de armas de más o menos importancia; pero ellos iban en progreso, y allanaban las dificultades materiales sin que éstas hubiesen sido tantas que oscureciesen la pacífica hospitalidad y generosa acogida que recibieron en los pueblos que reconocían el poder de los incas. Verdad es que influía sobre manera el prestigio del inca   —125→   Paullu y sus explicaciones, favorables a unos extranjeros que de mala fe hacían mérito del suplicio de Atahualpa vengando a Huáscar, y de reconocer a Manco por nuevo monarca, suponiendo que se le protegía como a hijo de Huaina Cápac. Todos los autores convienen en que los incas sometieron a su obediencia el territorio de Chile hasta el río Rapel, y este de acuerdo en que Almagro nada adelantó en el país de los promaucaes. Pero Garcilaso habla de haber éste ocupado las provincias que denomina Purumauca, Antalli, Pincu, Cauqui, y otras hasta la de Arauco. Es falso este aserto, y exagerado lo que dice de varias batallas sangrientas; habiendo sido la principal resistencia en una muy reñida y que baste para que los españoles tocasen su desengaño.

Almagro envió un capitán con 80 jinetes y 20 infantas para que adelantase en el descubrimiento hasta donde pudiese. Pero éste volvió dando informes muy desagradables respecto de las nuevas comarcas en que no había hallado oro ni plata, ni vestigios de que asistieran los tan buscados metales. Otros que también exploraron por distintas direcciones, no fueron conductores de noticias más lisonjeras, y así se generalizó la idea de regresar que todos abrazaron ansiando el momento de verla realizada. Aconsejaban al mariscal que gozase de la gobernación que el Rey le había dado; y hubo quien le dijo que en el caso de que muriera en Chile, su hijo no quedaría sino con el nombre de don Diego. Tanto lo agitaron y estrecharon, que aunque él quisiera todavía detenerse y fundar poblaciones, no habría podido hacerlo sin experimentar serias resistencias. Sus favoritos y amigos más íntimos observaban a don Diego que pues tenía ya las reales provisiones que lo llevó Rada para gobernar en la Nueva Toledo, y perteneciendo el Cuzco de su territorio, no era obrar con acierto ni conforme a razón establecerse en otro tan apartado que no podía caber dentro del número de leguas que había de limitarse. Por otra parte si a ellos convenía vivir y disfrutar de la abundancia del Cuzco, Almagro que se hallaba en igual caso, con permanecer fuera dañaba a sus intereses complaciendo a los Pizarros que querían tenerlo a gran distancia.

Tomadas las disposiciones necesarias emprendió don Diego la retirada de Chile, y acordó no verificarla por la cordillera y largas travesías por donde había hecho la entrada, sino por la costa en dirección recta pasando el desierto de Atacama en partidas pequeñas, con agua llevada en odres, y limpiando las vertientes que aunque escasas se encontraban en algunos parajes. Almagro mientras la ejecución de este movimiento, navegó por pocos días hasta encontrar puerto y volver a juntarse con sus tropas. El buque de que se aprovechó en la costa de Chile fue enviado por Pizarro para adquirir noticias sobre la suerte de Almagro y su conquista. Estaba a cargo del capitán Noguerol de Ulloa, amigo íntimo de don Diego, y a quien éste hizo obsequios valiosos según su costumbre. Nada hay escrito en el cronista Herrera acerca de esta pasaje que tomamos de Garcilaso con recelo de algún error en cuanto a Noguerol de Ulloa: porque éste no era de la confianza de Puerro, y porque Herrera al tratar de los choques de Almagro con los de Jujui hace figurar allí al mismo Ulloa; lo cual supone que iba en la expedición a Chile, y no se aviene con el viaje marítimo que acabamos de referir. No hubo otro del mismo nombre, y tampoco es imposible que la equivocación haya sido del cronista.

En esa corta navegación y a su llegada al Perú, se enteró Almagro de los pormenores del levantamiento de los indios y asedio del Cuzco, a cuya cabeza se hallaba Manco Inca el que había sido excitado y ayudado por el gran sacerdote Villac-Uma que, como dijimos, fugó de Tupiza   —126→   abandonando a Almagro y al príncipe Paullu. También fugaron posteriormente, esto es al regreso de Almagro, otros indios notables y el intérprete Felipillo: mas éste fue tomado, y por perjudicarle mucho sus malos hechos anteriores, sufrió la pena de muerte; algunos han escrito que se le descuartizó.

Después del necesario descanso en Arequipa se dirigió Almagro para el Cuzco con todas sus tropas; pero con anticipación mandó emisarios a que hablasen con el Inca reprobándole lo que había hecho; les encargó procurasen aquietarlo, y le dijesen que muy pronto estaría con él para favorecerle, esperando le comunicase con brevedad las causas que lo habían determinado a un rompimiento tan escandaloso. La respuesta de Manco fue que lo trataban de una manera indigna sin guardarle respetos ni consideración alguna: comprendía demasiado los repetidos engaños de Pizarro, y que nunca cumpliría con colocarle en el trono. Manifestó también que a Hernando Pizarro le había dado crecidas cantidades de oro sin tener cómo proporcionarle más. O el Inca dio esta última razón por armonizar, conociendo la enemistad de Almagro y Pizarro, o los agentes fueron los inventores de ella. Sin embargo cuando envió don Diego a petición de Manco otros comisionados con un intérprete, y autorización para concertar algún arreglo, el Inca se quejó de la intolerable avaricia de Hernando, y convino en una suspensión de armas hasta verse con don Diego.

Los de Pizarro antes de saber en el Cuzco este concierto, no acertaban con el motivo por que los indios no seguían como antes sus hostilidades; mas descubierta que fue la causa, indicaron a Manco en una comunicación que debía entenderse con don Francisco Pizarro quien era el legítimo Gobernador. El Inca participó esto a los comisionados de don Diego diciendo que aquellos mentían, y que el verdadero señor era Almagro y lo había de ser. Ordenó que al mensajero le cortaran la mano; y habiéndose interesado algunos en que le perdonase, disminuyó su rigor privándole sólo de un dedo. En medio de esto, y aunque propuso una entrevista en Yucay con Almagro, no permitió volver al capitán Rui Díaz y otros agentes cuyo hecho unido a ciertos datos, hizo sospechar que el Inca no procedía con sinceridad.

Por fortuna para los españoles, Manco no gozaba de gran popularidad por haber descubierto un carácter cruel que disgustó a los indios. Así fue que en el levantamiento no contó por entero con el poder de las masas, que según diversos autores habría sido formidable si tanto no lo disminuyera la falta de entusiasmo y el desaliento de los indios por la dureza extremada del Inca. Hizo dar muerte a muchos, y no escaparon con vida sus mismos hermanos y deudos contra quienes abrigaba profunda desconfianza. Esto conservó a Paullu a la inmediación de Almagro, y lo sirvió con decidida amistad en la campaña de Chile y después.

El ejército de Almagro con más de 500 hombres se situó en Urcos; y aunque él llevando la mitad de su fuerza pasó al valle de Yucay, la entrevista con Manco no llegó a efectuarse porque este eludió el compromiso. Los de Pizarro estaban muy temerosos de una alianza sobre que se esparcían rumores y salieron del Cuzco con sus jefes a observar el campo de Almagro y los movimientos del Inca. Hablaron con los exploradores que envió de Urcos don Juan de Saavedra, quien encargó dijesen a Pizarro que evacuara el Cuzco por pertenecer esa ciudad a la gobernación de don Diego, y que se abstuviese de hostilizar a los indios: requerimiento que repitió por medio de un alguacil y un escribano que lo intimaron a don Hernando. Éste contestó «que mandaba en el Cuzco por su hermano el Gobernador y que no entendía de desocupar la ciudad sino   —127→   con la vida». Los indios cuando vieron que los españoles de un bando y otro platicaban, tratándose con confianza y sin emplear las armas, creyeron que al cabo se avendrían y harían causa común contra ellos. Manco Inca y sus consejeros se animaron a ejecutar el levantamiento general por la ausencia de Almagro que había alejado del Perú gran parte de las tropas españolas. Con tacto político fomentaron las disensiones de sus opresores, esperando que esta división les diera mayor poder; y como comprendieran que se les engañaba, y que todo sucedería menos el verdadero restablecimiento del imperio, quisieron alucinar a don Diego Almagro, sin fiar de él, y sin pensar nunca en una confraternidad inverificable con los que pretendían servirse de ellos como de simples esclavos. Véase Manco Inca.

Pizarro y Saavedra llegaron a hablarse delante de sus tropas, y el primero quiso seducir al otro tentándole con ofrecimientos para que se fuese con él al Cuzco. Saavedra rehusó todo, y volvió al tema de que aquel saliera de la ciudad con los suyos. En los dos bandos hubo afán por irse a las manos: pero se contuvieron los caudillos queriendo cada cual ser el agredido. Como no estaba allí Almagro, los de Hernando no creían difícil vencer a la fuerza de Saavedra, y esté de su lado no quiso batirse por esperar órdenes de su general.

Almagro logró aprisionar a seis emisarios de Pizarro, y como los tratase muy bien, los indios acabaron de desagradarse y pidieron se les entregasen estos presos. Don Diego les encargó dijesen al Inca que se le reuniese para ir juntos al Cuzco, y que entonces pondría a su disposición a todos los que se tomasen. Manco entonces envió sobre Almagro quince mil indios, los cuales atacaron con tal furor que lo pusieron en graves aprietos; pero el término de este sangriento choque fue la dispersión y fuga de las tropas del Inca. Como por muchas cartas don Diego era llamado del Cuzco, determinó en consejo con sus jefes ponerse en marcha para la ciudad. Dio antes soltura a los exploradores que tenía detenidos, y mandó a Lorenzo Aldana y Vasco de Guevara manifestasen a Hernando Pizarro «que aunque no se había hallado en Chile la riqueza que se le había dado a entender, pudo ser con cautela, para echarle de aquella tierra; porque habiendo enviado a Gómez de Alvarado a descubrir el río de Maule, con el fin de pasar adelante, le llegaron los despachos de Gobernador del nuevo reino de Toledo, y que con todo eso procurara de penetrar más la tierra, si no lo hubiera inquietado el aviso del alzamiento y rebelión de los indios de todo el Perú; (no lo supo sino después), y que pesándolo del trabajo, en que se hallaba el Marqués su hermano, por servir al Rey, y socorrerle, con parecer de todos aquellos caballeros había vuelto para ayudar en el castigo de los rebeldes, y seguridad suya; y que ya que se hallaba allí, le suplicaba que obedeciendo a los reales mandamientos, le dejase tomar la posesión de su gobernación, sin impedírsela, pues que sin contravenir a la amistad, y compañía que tenía con su hermano, se podía hacer, pues su propósito era de perseverar en ella, y las capitulaciones, que entre ellos estaban hechas, no impedían, que pudiese gozar de las mercedes, que el Rey lo hiciese en cualquiera tiempo, antes hablaban de este punto en su favor».

Bastante se discutió el asunto entre los mensajeros de Almagro y don Hernando Pizarro, que con sus fuerzas estaba fuera de la ciudad aparentando hallarse dispuesto a combatir: tenía sólo 160 hombres entre infantes y jinetes. Se acordó dar por contestación a Almagro que entrase a ocupar media ciudad, en el concepto de que «ninguna cosa había de impedir la continuación de la amistad con su hermano». Dio Pizarro licencia para   —128→   que se llevasen bastimientos al campo del Adelantado. Mas como este conocía la doblez y ficciones de Hernando, que no cesaba de hablar contra él públicamente, reunió todas sus fuerzas en las Salinas y se encaminó al Cuzco. Se detuvo antes de entrar, y remitió las provisiones reales al ayuntamiento pidiendo lo recibiesen por gobernador. Herrando Pizarro se disponía para hacer resistencia; invitaba a todos con ventajosas ofertas en nombre de su hermano, quería persuadir que la ciudad no podía corresponder al territorio designado a don Diego, y que el ánimo de éste era despojar a los amigos de Pizarro de sus propiedades para repartirlas a los suyos.

El licenciado Guerrero y Hernando de Sosa secretario del Adelantado, se presentaron pidiendo se reuniera el cuerpo municipal, para que procediese en vista de las provisiones. Se abrió una discusión en que se dejó ver el interés que movía a los de un partido y a los del otro. Algunos observaron que no entendían cómo habrían de medirse las 270 leguas designadas a don Francisco Pizarro, y que era preciso tratar de tan serio asunto con tino y mesura, y que para ello convenía una suspensión de armas. Almagro se negaba a todo, y de las vacilaciones del ayuntamiento hacía autor a Hernando Pizarro, calculando que sus miras fuesen ganar tiempo hasta recibir auxilios del gobernador. Se hacía valer la sutileza de que las cédulas del Rey no mandaban entregar el Cuzco a don Diego, que si lo previnieran así, decía Pizarro, él obedecería el primero: pero que como nada había acerca de esto, él impediría la entrada de Almagro hasta perder la vida. Pero en su ánimo se notaba abatimiento y cuidados, porque la opinión crecía por momentos en favor de la causa de su adversario.

Prestose el Adelantado a la suspensión de armas a instancias de los comisarios de la otra parte Gabriel de Rojas y el Licenciado Prado; y se efectuó acordándose que él no se movería de su campo, y que Pizarra suspendería las obras de defensa que había emprendido, debiendo esperarse la resolución del Cabildo. Semejante convenio impresionó mucho a los oficiales de Almagro, y cundía en sus filas el descontento que anunciaba no poderse evitar una explosión. Y como se advirtiese que los de Pizarro destrozaban un puente de la ciudad cercano a las posiciones de los almagristas, se encontró una coyuntura para dar por roto el armisticio, que Pizarro quebrantaba: desde luego Orgoñes diciendo que convenía librar de la opresión a los regidores, hizo tomar las armas, y don Diego consintió en el movimiento que en la oscuridad de la noche se emprendió sobre el Cuzco. Todos estaban allí descuidados y en completo descanso, lo cual era una prueba de que no temían ser atacados. Almagro con algunos amigos se entró a la Iglesia. Rodrigo Orgoñes con bastante fuerza se dirigió a la casa de Hernando Pizarro. Juan de Saavedra y Vasco de Guevara se situaron con tropa en las calles y lugares que se les indicaron. Orgoñes cercó la casa de los Pizarros donde sólo existían pocos soldados; con ellos se defendieron valerosamente Hernando y su hermano Gonzalo, diciendo no se entregarían a tales agresores. No pudiendo vencerlos Orgoñes y Sotelo, enfurecidos, y viendo que les mataron un soldado, pusieron fuego a la casa cuyos techos se desplomaron y en tal conflicto no quedó a aquellos otro arbitrio que salir y rendirse.

Almagro no quiso ver a los Pizarros: hizo juntar el Cabildo, fue reconocido por Gobernador en 18 de abril de 1537, y para tranquilizar los ánimos nombró su teniente en el Cuzco a Gabriel de Rojas capitán respetable del otro partido, dando con esto, según decía, una prenda de sus intenciones benévolas y conciliatorias. Estos sucesos, y el aproximarse ya al Apurímac el Mariscal Alonso Alvarado con fuerzas del norte, daba   —129→   mucho contento a los indios interesados en que los españoles se destruyeran; pues aunque un crecido número se había dispersado, todavía el Inca conservaba en Tambo un buen resto de sus tropas.

«La toma del Cuzco no era el medio legal ni propio de hacer la división y demarcación del territorio», dice el historiador Prescott recorriendo los errores de Almagro, pero también asienta «que una vez tomadas las armas, no debía haber recurrido a las negociaciones, y mucho menos a negociaciones con Pizarro».

Hay hechos en que muchos hombres públicos no entrarían sin ser aguijoneados por el círculo que los domina: y esto que sucedió a Almagro, lo hemos visto a cada paso en nuestra moderna revolución. En nuestro concepto no fue error combatir a Alvarado, porque de no ser así, no era dudable su propia destrucción por la numerosa hueste que habrían reunido sus contrarios.

Almagro no fue usurpador, porque tenía en sus manos un despacho real que Pizarro no quería obedecer. La posesión territorial necesitaba, es cierto, de la demarcación previa tramitada legalmente: mas su contrario eludió siempre el avenimiento, y a fin mala fe sólo podía oponerse la fuerza de las armas.

Alvarado enviado por don Francisco Pizarro con fuerza para socorrer a sus hermanos con motivo del levantamiento de los indios, supo en Andahuaylas la vuelta de Almagro y la toma del Cuzco. Don Diego mandó comisionados para observar los movimientos de aquel: en seguida puso en obra con Orgoñes varios planes de seducción para atraer a algunos, y promover defecciones mientras que intimaba a Alvarado que se sometiera a su autoridad, o se regresase al territorio sujeto a don Francisco Pizarro. Él determinó esperar órdenes del gobernador, y emplear excesiva vigilancia porque conocía que en sus tropas había muchos partidarios del bando opuesto. Los enviados de Almagro para tratar con Alvarado, fueron Diego, y Gómez de Alvarado, don Alonso Henríquez, el contador Juan de Guzmán, el Factor Mercado, un alguacil y un escribano. Estos agentes sin perjuicio de que intentaron atraer a don Alonso de Alvarado por medio de razones, pretendieron se leyesen las provisiones reales para que el mariscal se convenciera de que ese territorio correspondía a la gobernación señalada a don Diego Alvarado negándose a ver documento alguno, dijo que dependía de don Francisco Pizarro cuyas órdenes obedecería; y apenas conferenció con sus primeros oficiales, tomó presos a todos los comisionados quitándoles sus espadas y poniéndoles grillos.

Pizarro en Lima había recibido refuerzos de diferentes partes, en especial 250 soldados procedentes de la Isla Española, porque con motivo del levantamiento general de los indios que asediaron la nueva capital pidió auxilio a todos los Gobiernos de América. Esa tropa trajo al Perú un armamento recién adoptado en Flandes, y que se cargaba con dos balas: llamábanse enramadas porque entre una y otra había una cadenilla a cuyos extremos estaban sujetas. Viéndose ya el gobernador con más de 400 hombres bien armados, determinó salir para el interior y ocuparse de la pacificación del país. En el valle de Cañete tuvo carta de Alvarado participándole el regreso de Almagro de Chile, y lo demás ocurrido en el Cuzco. Pizarro sufrió una sensación terrible que sobrecogió su ánimo. Ordenó a Alvarado que ínterin él se le reunía, nada emprendiese, absteniéndose de toda lucha con los de Almagro. No faltó quien dijera a Pizarro que lo primero debía ser examinar si el Cuzco entraba en la demarcación del territorio consignado a su contendor.

Inquieto don Diego con la tardanza de sus emisarios, celebró un consejo   —130→   en el cual no dudándose de la prisión de ellos, y del rompimiento que esto importaba, se acordó marchar sobre Alvarado con el fin de batirlo. Rodrigo Orgoñes opinó que ante todo se matase a Hernando y Gonzalo Pizarro. Almagro negándose en lo absoluto, expuso que era preferible proceder con cordura y no cometiendo violencias: que no quería esa clase de efusión de sangre, ni faltar al Rey, ni causar pesadumbre a su antiguo compañero don Francisco Pizarro. Orgoñes replicó, en vano, «que bien podía mostrarse piadoso; pero que entendiese que si Hernando se veía en libertad, se vengaría a sus anchas sin misericordia ni respetos como se podía esperar de sus malísimas entrañas». No fue esta la única vez que Orgoñes tuvo tal exigencia; posteriormente la renovó con mayor instancia.

Entre los oficiales de Alvarado estaba el capitán don Pedro de Lerma, descontento y quejoso del gobernador Pizarro. Pasose en comunicación con Almagro, desmoralizó a muchos, y los indujo a faltar a sus deberes, concluyendo por desertar al enemigo, cuando Alvarado iba ya a tomarlo preso sabedor de los proyectos de que se ocupaba. Lerma instó a los del Cuzco para que rompiesen, hizo ver que todo quedaba dispuesto en favor de Almagro, y que a cosa hecha se debía marchar sobre Abancay.

Agregose a esto que Francisco Chávez habiendo salido del Cuzco con tropa para practicar un reconocimiento, hizo prisioneros al capitán Pedro Álvarez Holguín y 27 soldados de 30 que tenía a sus órdenes. No falta autor que presuma no se empeñaron en defenderse, y que fue dudosa su lealtad al partido de Pizarro, como puede inferirse de aquel extraño suceso.

Almagro, dejando la ciudad del Cuzco a cargo del capitán don Gabriel de Rojas, se dirigió con prontitud a medir sus armas con las de Alvarado, y campó en las cercanías del río Abancay.

El Inca Paullu, que estaba siempre con don Diego, dispuso a petición de Orgoñes, que los indios construyesen balsas y formasen parapetos para precaver los efectos de la artillería enemiga. Pero las cosas se precipitaron, por que el mismo Orgoñes, diciendo y haciendo, se lanzó al río con lo mejor de sus fuerzas cruzándolo por un vado. Cuando Almagro entendió que ya se peleaba en el otro lado, atacó por el puente, y se abrió paso arroyando a cuantos encontró. Tomáronse luego los cuarteles, y un considerable botín: pero no pudo impedirse del todo la huida que algunos efectuaron hacia el norte. Incorporáronse los prisioneros a quienes durante la batalla dieron soltura los mismos enemigos que los custodiaban. Alvarado creyó salvar dirigiéndose con unos pocos a un punto en que, río arriba, estaba con tropa Garcilaso de la Vega; pero perseguido por el infatigable Orgoñes fue preso con cuantos allí se juntaron.

Orgoñes tardó poco en dar orden para que matasen al mariscal Alvarado. No pudo esto ocultarse a don Diego Almagro, y al instante prohibió se cometiese tamaño atentado; debiendo esperarse la sentencia que recayera en el proceso que había de actuarse. Orgoñes al recibir esa orden dijo: «patea así lo quiere así sea: y a él le pesará». El suceso de Abancay fue el de julio de 1537. Almagro no abusó de la victoria, y llegó su generosidad a tal grado, en la confusión en que estaban los intereses de muchos de uno y otro partido, que autorizó a todos los que conocieran sus pertenencias para que las pudiesen recuperar donde las hallasen; y muchas de las cosas que faltaron las mandó pagar de su peculio particular. Así conquistó la voluntad de los vencidos y contó con los servicios de algún número de ellos.

Fue de sentir Rodrigo Orgoñes que sin demora marchase el ejército para Lima a fin de acabar con el gobernador Pizarro, pues era de dudarse   —131→   si aquella ciudad correspondería, o no, a su Gobernación. Opinó además, que antes se cortase la cabeza a Hernando y Gonzalo Pizarro, al mariscal Alvarado y a Gómez de Tordoya. Almagro entró en aprobar este dictamen: pero mientras se escribían las órdenes, Diego de Alvarado, Gómez de Alvarado, el capitán Salcedo, y el arcediano Rodrigo Pérez, le hicieron poderosas reflexiones contra tales pensamientos, y que no era lo mismo defender el territorio que por Reales despachos le tocaba gobernar, que el llevar más adelante una guerra sin viso alguno de razón. Almagro, perplejo, viendo que Orgoñes no cesaba de instigarlo, en particular para la muerte de los Pizarros, le rogó se aquietara y diera tiempo a la meditación. Todo el Ejército se encaminó al Cuzco donde entró el 25 de julio.

Pizarro entretanto había enviado al Cuzco a Nicolás de Rivera, comisionado para decir a don Diego Almagro pusiese en libertad a sus hermanos, y que sin alterarse la paz se fijasen los términos de las gobernaciones. Almagro conferenció con sus allegados, y le aconsejaron no se fiase de ninguno de los Pizarros, siendo lo más acertado no entrar con ellos en negociaciones. Así; respondió a la carta de don Francisco: «Que tenía presos a aquellos por desobedientes a los mandatos del Rey: que no los soltaría ni entraría en amistad con ellos, por la experiencia que abrigaba de no ser sinceros como él lo había sido con ellos: y que no eran para olvidarse las ofensas que Hernando hizo en España a su honra y persona». Don Francisco Pizarro tras aquella embajada se movió con sus tropas para reunirse a Alvarado. En Chincha las revistó y dio nombramiento de capitán general a Felipe Gutiérrez, de maestre de campo a Pedro Valdivia, etc.

En Nasca llegó a Pizarro la desagradable nueva de la derrota y prisión de Alvarado en Abancay. Lleno de pesadumbre oyó los pareceres de sus tenientes, del padre Bobadilla, del factor Illén Suárez de Carvajal, licenciado Gama, y otros que fueron de dictamen que el gobernador marchase a verse con Almagro para que se entendiesen, y amigablemente se arribará a una transacción. El licenciado Espinosa y el bachiller Garci Díaz opinaron de otro modo, creyendo no era cuerdo que Pizarro se expusiese a ser muerto o preso, cosas que podían muy bien esperarse, y que debía volverse. Lima y aumentar el ejército. Este consejo adoptó el gobernador, y luego trazó el plan de engañar y entretener a su contrario. Mandó al Cuzco al mismo Espinosa, con dama, Carvajal, y Diego Fuenmayor, acreditándolos para que, con vista de las cédulas reales señalasen los términos de las gobernaciones hasta la aprobación del Rey, procurando la libertad de los Pizarros. Con los comisionados iba Hernando González llevando en secreto un poder para revocar cuanto se hiciese. Llegaron al Cuzco el 18 de agosto y no pasó mucho sin que la mala fe se pusiese al descubierto.

Almagro, oyendo a sus principales amigos, se encontraba de un lado oprimido por Orgoñes que persistía en sus temerarios intentos, y de otro por Diego Alvarado que, llevando ideas opuestas, quería inducirlo a seguir una vía prudente y conciliatoria, oyendo a los comisionados, y enviando por el obispo de Panamá encargado por el Rey de hacer la división. Viose Almagro con ellos, y después de explicarse, acordaron que hasta la venida de dicho Obispo, se entendiese que quedaba don Diego en posesión del territorio sur desde el Valle de Cañete. Al día siguiente exigiéndoseles que pues tenían suficientes poderes, se formalizase lo pactado, pidieron permiso para consultarse con Hernando Pizarro. Éste les dijo que se realizase el concierto de cualquiera manera con tal que él saliese de la prisión. Espinosa lo hizo comprender que si después habían   —132→   de sobrevenir guerras civiles y escándalos, contase conque el Rey los anularía a todos, y serían juzgados, perdiendo cuanto tenían adquirido. El gobernador Pizarro vuelto a Lima reforzaba su ejército, y usando siempre de falsías propias de su carácter, hacía circular la voz de que Almagro trataba con inhumanidad a sus amigos; y aunque exteriormente se oponía a este y otros rumores, los fomentaba en secreto para mantener la adhesión de sus soldados, y desviar la simpatía de algunos por Almagro. Mandó luego pregonar la guerra: haciendo escribir a ciertos soldados para que se separasen de su rival; a otros les prevenía siguiesen con él para desampararle en la mayor necesidad, y a todos los inquietaba con la promesa de enriquecerlos. En el Cuzco los comisionados al volver a platicar con don Diego, le hallaron cambiado porque decía existir un plan para engañarlo; y sin embargo apareció parándose en una pequeñez, pues pretendía se empezara a contar desde el Valle de Mala el país de su Gobierno, y no desde Cañete. Espinosa exhortó a Almagro con los razonamientos más tocantes y persuasivos, mostrándole vehementes deseos de que se conformase con las bases del arreglo proyectado. Pero don Diego más atento a las sugestiones de su círculo, en que había empeño de no transigir, replicó que partiendo del río Santiago estaba convencido de que el dominio de Pizarro no podía llegar hasta Lima. Con esto ya no se pensó sino en las armas, y disponiéndose para la guerra, ordenó don Diego, para quedar asegurado del Cuzco, se hiciese primero campaña contra el Inca Manco. Todavía trabajó el diligente Espinosa, y se convino en fijar el límite en Mala porque urgía a los Pizarros alcanzar su soltura. Formulose el convenio, y quedó por firmarse a causa de indisposición de salud del Licenciado, que murió a los pocos días.

Orgoñes partió con 200 soldados en demanda del Inca. Este, habiendo abandonado Tambo, se internó en la montaña de Vilcapampa, creyéndose allí a salvo por lo escabroso de las entradas. Llamó a su hermano Paullu para que se le uniera; mas él se hallaba habituado con los españoles, y se negó aconsejándole que por ser inútiles sus esfuerzos, se acomodase por medios pacíficos con Almagro. Orgoñes penetró en aquel valle, y tan adelante que pudo atacar a los indios y hacerlos ir de vencida dejando muchos muertos en el campo. Con la turbación de los de Manco, pudieron escaparse Rui Díaz y otros que estaban prisioneros. Tanto siguió estrechándolos el tenaz Orgoñes, que hizo en ellos gran destrozo, y el Inca encontrándose ya solo, huyó por donde nadie pudiera seguirlo.

El ultimátum de Almagro, con el cual se retiraron del Cuzco los comisionados de Pizarro, fue «que pues la partición del territorio estaba cometida al obispo de Panamá, y después había de ser lo que el Rey mandase, se nombrasen dos personas por cada parte, para que mediante las operaciones de dos pilotos, designasen lo que a cada uno tocaba, con obligación de restituirse lo que se declarase no pertenecerles: que aconsejasen al Pizarro se conviniese con este medio de cortar alborotos y escándalos; y que le avisaran que él (Almagro) marchaba hacia la costa para enviar al Rey sus quintos y pacificar el país». Esta resolución se dictó ante escribano y testigos. Don Diego de Fuenmayor uno de los comisionados, notificó entonces a Almagro la Real provisión expedida por la audiencia de la Isla de Santo Domingo por la cual se prevenía, a él y a Pizarro, que prescindiendo de sus pasiones, estuviesen en paz.

Almagro respondió «que así lo cumpliría y que él no era el que causaba las disensiones».

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En efecto, el obispo de Tierra Firme don fray Tomás Berlanga había estado en Lima con una real cédula de 31 de mayo de 1536 por la cual se le mandaba «que en atención a haber dado el Rey a don Francisco Pizarro la gobernación que comenzaba desde el río Santiago hasta el pueblo de Chincha, que podían ser como 200 leguas que después se extendieron a 70 más, Norte Sur meridiano; y a que tenía hecha merced a don Diego Almagro de otras 200 en igual conformidad; hiciese tomar la altura y grados en que estaba Santiago, y contándose las dichas 270 leguas sin las vueltas que hiciese la costa, mirando los grados que se comprendieran y según las leguas que a cada grado correspondiesen Norte Sur, marcase el punto en que terminase la gobernación de Pizarro teniendo esta toda la tierra que existiera Este Oeste derechamente: que desde allí practicase lo mismo en cuanto a las 200 leguas de Almagro y que cada cual gobernase sin pasar de sus límites so pena de privación de oficio».

Como Pizarro supo esto con oportunidad, se apresuró a combinar la expedición a Chile para alejar a Almagro y distraerlo, logrando que él se prestara, y aun empeñara en tal conquista, creído como estuvo de que encontraría en aquel país inmensas riquezas. No permitió que dicho obispo fuese al Cuzco como lo pretendía, y lo entretuvo con diferentes pretextos; y aun que el prelado escribió a don Diego no recibió contestación, porque las cartas de Lima al Cuzco las interceptaban los que para ello comisionaba Pizarro. Cansado el Obispo de estos y otros manejos, se regresó a su diócesis conociendo que no se pensaba en obedecer los mandatos del Rey. Este prelado se negó a admitir a Pizarro los valiosos presentes que una y otra vez quiso hacerle.

Almagro cumplió con enviar a Lima a don Alonso Henríquez y a Diego Núñez de Mercado como sus comisarios, y a otros que traían el oro y la plata de los quintos para el Rey. Sujetáronlos a prisión en Mala quitándoles todos sus papeles: pero Pizarro se los hizo devolver dándoles satisfacción, y les recibió a una legua de Lima. Don Diego salió del Cuzco con sus tropas que componían el número de 550 hombres, llevando preso a Hernando Pizarro. Gonzalo, hermano de éste, y el mariscal Alvarado, quedaron en aquella ciudad a cargo de Gabriel de Rojas que ejercía el mando; mas la guardia que los custodiaba los puso en libertad dirigida por Lorenzo Aldana y otros que capturaron a Rojas.

Pasó Almagro por Lucanas, y llegó a Nasca donde supo la fuga de Alvarado y Gonzalo, los cuales se vinieron a Lima. Orgoñes echó en cara a don Diego el error de no haber aceptado sus consejos, y aunque volvió a exigir la muerte de Hernando, no logró su designio. Ya por Octubre se situó el ejército en Chincha; allí se erigió la ciudad de Almagro nombrando a sus alcaldes y regidores.

Pizarro tratando del asunto principal, prometió entre los suyos y ante escribano obedecer el real mandato, y nombrar sus dos comisarios para entenderse con los de Almagro: lo hizo en las personas de fray Miguel Olías provincial de Santo Domingo y Francisco Chávez (el de su bando, porque hubo dos de igual nombre). Acordaron reunirse en Mala, y que los dos ejércitos no pudiesen moverse durante 15 días de sus cuarteles de Chincha y Lima. Esto fue el 10 de octubre de 1537. Almagro contra el voto de muchos, y anulando a sus comisarios, eligió por árbitro absoluto al padre Bobadilla comendador de la Merced diciendo «que era buen cristiano temeroso de Dios y letrado»; sin reparar en que se hallaba con los contrarios. Pizarro lo aceptó por su parte, y todo quedó así dispuesto en un instrumento formal hecho y firmado el día 25. Bobadilla admitió el cargo el 27 por servir a Dios y excusar muertes y daños, prometiendo   —134→   firmemente proceder en justicia. El religioso, que actuaba en Mala con dos escribanos, uno por cada parte, mandó que los dos gobernadores compareciesen allí no llevando más que 12 caballos, y poniendo por rehenes en poder de un caballero, un hijo y dos personas más, cada cual, a elección del mismo Bobadilla: A Pizarro le mandó que diese a su hija doña Francisca a Francisco Chávez y a Diego de Portugal. A Almagro, su hijo don Diego Gómez de Alvarado, y Diego de Alvarado; con la condición de devolverse dichos rehenes cuando él lo ordenase. Concurrirían en Mala los pilotos con sus cartas y demás datos, y entretanto nadie había de moverse de los dos ejércitos, a cuyo fin se intimaría orden a Gonzalo Pizarro, y a Rodrigo Orgoñes que los mandaban.

Don Francisco Pizarro repugnaba la comparecencia «porque él y los suyos estaban muy ofendidos de Almagro, y podía aquello parar en mayor mal»; además se negó a dar rehenes. Almagro por consiguiente no tuvo porqué hacerlo. Orgoñes censuraba todo, manifestando su oposición, y diciendo «que el fraile estaba vendido». Aconsejó a don Diego «cortar la cabeza a Hernando Pizarro y retirarse al Cuzco: que lo seguirían los contrarios, y se combatiría con ellos donde conviniese: que los Pizarros estaban de mala fe, y nada cumplirían, pues su designio era sólo vengarse, agregando que el vencido fue siempre condenado, así como el vencedor justificado. Almagro pensaba de otra manera, y dijo a Orgoñes que creía que Pizarro no faltaría al compromiso y a sus promesas.

Ambos gobernadores se presentaron en Mala con el número de individuos señalado; y restaron todos el juramento correspondiente. Gonzalo Pizarro se había movido de Lima con 700 hombres, y estando cerca de Mala, adelantó al capitán Castro con unos tiradores, y lo hizo ocultar en un cañaveral donde esperaría órdenes, y un toque de trompetas que debía indicar la llegada de Almagro. Éste saludó con mucha atención a Pizarro, quien le contestó con frialdad, y luego le hizo reconvenciones, empleando palabras llenas de acrimonia: Almagro explicó su conducta, también le hizo fuertes cargos; mas el otro no pudiendo contenerse llegó a decirle que nada lo autorizaba para haber tenido la osadía de aprehender a sus hermanos, y atacar etc. Don Alonso de Alvarado: que por tanto le devolviese el Cuzco, y soltase a su hermano Hernando. Almagro en vano se fundaba en la determinación del Rey, y en todo lo demás que pudiera sincerarlo: las amenazas se repetían, y el acuerdo y la paz se ponía por momentos a mayor distancia en tan extraña escena.

Francisco de Godoy uno de los 12 que llevó Pizarro, hombre recto y enemigo de fraudes, avisó a don Diego el peligro que le amagaba, y que también lo advirtieron otros: por lo que Juan Guzmán mandó acercar un caballo, y habló con Almagro, el cual al punto se salió de la Junta con un pretexto de cosa natural, montó a caballo y se ausentó: lo mismo hicieron los que con él habían venido. Pizarro mandó le siguiera Godoy, y le preguntase por qué se iba: que volviese otro día a Mala, y se harían los conciertos «en términos que su hermandad fuese más perfecta». Pesó mucho a los capitanes de Pizarro que no se verificase el hecho premeditado, acaso porque no llegó a efectuarse la señal convenida, del toque de trompetas para anunciar la entrada de don Diego a la casa de Mala.

Orgoñes había movido el ejército trayéndolo a Cañete. Godoy alcanzó a Almagro ya en su campo, y la respuesta que recibió fue «que se había tratado de hacerlo prisionero, y que faltando la buena fe, nada podía esperarse». Viendo Almagro que a Godoy acompañaba Alonso Martín de Sicilia, preguntó a éste cómo se encontraba allí sin haber sido uno de   —135→   los 12, que fueron a Mala con Pizarro, a lo que contestó revelándole que públicamente se hablaba del plan tramado para apresarlo, y que expresándole así la verdad, no cabía sospecha contra él: agregó tener Pizarro más de 800 hombres con muchas piezas de artillería. Almagro dijo a Godoy que pues venía a llamarle, «le indicara lo que debería hacer para estar seguro». Cuidó Godoy de encubrir el proyecto malogrado, opinando que acaso se pensaría en detenerlo, sólo con el objeto de facilitar la libertad de Hernando Pizarro. Lo despachó don Diego observando en conclusión, que para consultar los documentos y oír la sentencia, bastaban los procuradores: que Pizarro si gustaba podía apersonarse en Lunaguaná con su gente y que allí darían cima a los trabajos de un arreglo.

Fray Francisco Bobadilla con vista de todos los documentos presentados tomó el parecer de los pilotos Juan de Mafra, Francisco Camino, Ginés Sánchez, Francisco Quintero, Pedro Gallego, y Juan Márquez a quienes tomó juramento de proceder fielmente. Examinó también los dictámenes escritos de otros que en Lima habían ya dado su opinión de orden de Pizarro, y fueron Hernando Galdín, Juan Roche, y Juan Fernández. Todos prestaron su informe, y con palabras, más o menos afirmativas, declararon que el Cuzco entraba en el territorio de don Francisco Pizarro. El cronista Herrera en su década 6.ª libro 3.º da razón de lo expuesto por cada uno.

Los profesores comisionados por parte de Almagro dijeron que Sangallan estaba en 14 grados, y que de allí adelante debía ser la gobernación de Nueva Toledo. No hemos podido encontrar los nombres de ellos. Era esto exacto, porque agregando a los 14º, 10º½ que hay del río Santiago a la equinoccial, se cuentan 15º½, que a 17½ leguas según las cartas marítimas españolas, resultan las 270 de extensión que debía tener, norte sur, el gobierno de Pizarro. Y como de los dos paralelos había de partir y seguirse una línea del oeste al este, abrazando el territorio del interior, siendo cierto que el Cuzco está a 13º 30' 55'', no cabe duda (aunque pudiera haberla en ese tiempo por falta de cartas geográficas del territorio) de que dicha ciudad correspondía a la gobernación de Pizarro. Sin embargo, esa misma oscuridad de entonces, o mejor dicho ignorancia de los grados de latitud austral en que se halla el Cuzco, exigía espera, y que el juez que iba a fallar mandase hacer las observaciones facultativas necesarias para adquirir tan indispensable dato.

Pero el padre Bobadilla lejos de proceder así, dispuso en su sentencia de 15 de noviembre de 1537 «fuese una comisión a rectificar la latitud del pueblo de Santiago, y atendiendo a que Pizarro estaba en pacífica posesión de la ciudad del Cuzco cuando Almagro lo despojó de ella a mano armada, lo cual no había mandado el Rey, se la devolviese en el término de 30 días, y que dentro de 6 entregase los presos. Que Pizarro le proporcionase un buque para que enviase al Rey sus comunicaciones y le diese cuenta de la jornada de Chile. Que ambos gobernadores dentro del plazo de 15 días disolviesen sus ejércitos y empleasen la tropa en sólo pacificar el país. Que Almagro se retirase a Nasca a los nueve días y que no pudiese venir ni acercarse a Lima, no debiendo Pizarro salir de esta capital en dirección al sur mientras no se recibiera el nuevo informe de los pilotos, o hubiese alguna orden del Rey a quien se daría cuenta de lo obrado. Que todo se cumpliese so pena de 200000 pesos de oro, y privación de oficio».

Pizarro aceptó una sentencia tan favorable a sus designios: pero Juan Rodríguez Barragán, procurador de Almagro, dijo de nulidad como agraviado, y que apelaba al Rey y su Consejo. El juez repuso que de su sentencia no había apelación por ser dada de consentimiento de las partes.   —136→   Inquietose el ejército de Almagro, como era consiguiente: se murmuraba no sólo de los actos irregulares del religioso y de lo injusto del fallo, sino que se vituperaba al caudillo por su irresolución y ciega confianza. No tenía ya don Diego poder ni influencia para sosegar el alboroto: él mismo nunca estuvo por someterse a la sentencia si lo fuera adversa, y había pensado siempre acudir a las armas en semejante extremo. Entregado Almagro al abatimiento, hablaba de sus servicios y derechos, quejándose amargamente del padre Bobadilla y atribuyéndolo todo al engaño y falsía de Pizarro. Orgoñes considerando su aflicción le dijo, «que el final remedio de todo era cortar la cabeza de Hernando Pizarro, retirarse al Cuzco, y hacerse allí fuertes: que en cuanto a la sentencia, no le diese pena que si las leyes se quebrantaban debía ser por reinar».

En las tropas de Pizarro ocurrieron iguales alteraciones en sentido contrario. Se quería abrir las hostilidades, ir a libertar a Hernando, y no detenerse hasta haber ocupado el Cuzco. Pizarro temiendo por la vida de su hermano, se propuso salvarlo sin reserva de medios, preparado, sí, para dar soltura a sus venganzas, luego que consiguiera su objeto. Mandó a Hernán Ponce, Francisco Godoy y al licenciado Prado fuesen a decir a don Diego que a pesar del fallo de Bobadilla se tratase de arreglo y de la soltura de Hernando. Almagro respondió que para concertarse «no convenía la intervención de aquel fraile, que había encendido más la guerra con una sentencia inicua, mezclándose en asuntos extraños al compromiso, y no contenidos en los poderes». Que él enviaría unas bases con Juan de Guzmán, Diego Núñez de Mercado y el licenciado Prado. Esto hizo con aprobación de sus amigos, menos Orgoñes. Pizarro los recibió con bondad, y reunido con el provincial Olías y demás comisionados de su parte, se acordó lo siguiente:

«1.º Que el Adelantado, hasta que el Rey otra cosa mandase, tuviese a Sangalla, con las personas que pareciese justo. 2.º Que el Gobernador don Francisco Pizarro diese al Adelantado un navío bien marinado para enviar al Rey sus despachos. 3.º Que el Gobernador don Diego de Almagro se tuviese la ciudad del Cuzco, hasta que el Rey otra cosa proveyese, o hasta que hubiese declaración de juez puesto por el Rey. 4.º Que mientras otra cosa se proveyese, no se quitaría el servicio de los indios repartidos a los vecinos de la ciudad de los Reyes; con que los que quedasen en Sangalla, pudiesen tomar los bastimentos que hubiesen menester. 5.º Que hasta que el Rey otra cosa mandase acerca de las gobernaciones, y conquista, cada uno de los gobernadores tuviese lo que le tocaba de lo que quedase en adelante, sin impedir los repartimientos de la ciudad de los Reyes, que se entendía de Asiento y Valle de Sangalla en adelante hacia la parte de la ciudad del Cuzco, y la tierra adentro. 6.º Que se despoblase la ciudad de Almagro del Valle de Chincha; y se pasase a Sangalla. 7.º Que en Sangalla quedasen cuarenta hombres para enviar los despachos, y recibirlos, y hacer lo que más conviniese por orden del Adelantado. 8.º Que dentro de los veinte días primeros siguientes, se deshiciesen los ejércitos, enviando la gente a las partes que conviniese para la pacificación de la tierra; que el Adelantado dentro de seis días, se retirase a Sangalla, y no volviese a Chincha, y que dentro de los veinte días deshiciese su ejército como dicho es».


Se impusieron 200000 castellanos de pena al que contraviniese, mitad para la cámara del Rey y mitad para la parte obediente, y perdimiento de la gobernación. Todo se firmó en Lunaguaná a 24 de noviembre del ya citado año de 1537: «y luego con juramento solemne Dios nuestro   —137→   Señor, sobre los cuatro Santos Evangelios, y con pleito-homenaje, con las solemnidades, y requisitos acostumbrados, según uso, y fuero de los reinos de Castilla, fueron ratificados los dichos capítulos por el gobernador don Francisco Pizarro, y los caballeros y capitanes de su ejército. Y el mismo juramento, y pleito-homenaje hizo el Adelantado con todos los caballeros y capitanes de su ejército; y en cumplimiento de ellos pasó luego la ciudad de Almagro al valle de Sangalla, y como la cautela, y disimulación de don Francisco Pizarro se echaba de ver, exclamaba Rodrigo Orgóñez, diciendo: que el mismo Adelantado se destruía, porque se iba concertando de soltar a Hernando Pizarro; y para que hubiese efecto, se asentaron los capítulos siguientes: 1.º Que Hernando Pizarro diese fianzas de cincuenta mil pesos de oro, que se presentara ante el Rey, y los de su consejo dentro de seis meses, con el proceso, que contra él estaba hecho. 2.º Que haría juramento, y pleito-homenaje, y debajo de la dicha pena, que por su persona, ni por su consejo, y parecer, directo, ni indirectos no tendría enojo, ni cuestión con el Adelantado, ni sus capitanes, ni gentes, en dicho, ni en hecho, ni consejo, ni por alguna forma, ni manera, hasta tanto que se hubiese presentado ante el Rey, en seguimiento de su justicia. 3.º Que debajo de juramento, pleito-homenaje, y fianzas no saldría de la gobernación de su hermano, por mar, ni por tierra, hasta que se diese el navío al Adelantado para enviar los despachos al Rey, y vaya con el que llevare al dicho para Pizarro. Y asentado todo, el Adelantado dio cuenta de ello a sus capitanes, y dijo: que Herrando Pizarro, dadas las fianzas, y hecho el juramento, y pleito-homenaje, se podría soltar» (Décadas de Herrera).

Este nuevo pacto hecho como los anteriores de mala fe por parte de don Francisco Pizarro, jamás tuvo intención de llevarlo a efecto, y no se encaminó a otro fin que a la libertad de su hermano Hernando. Examínese ahora por qué se retrajo de cumplirlo, y se hallará que las causas que alegó para ello eran insuficientes, y no estaban en contradicción con lo estipulado. Tuvo Pizarro aviso de haber llegado de España con comunicaciones el capitán Pedro Anzures del Campo Redondo, y pensando que pudiera traer alguna disposición del Rey incompatible con el tratado, le mandó pedir los despachos que conducía. Pizarro había solicitado una orden para que mientras se señalasen debidamente los términos de las gobernaciones, se estuviesen él y Almagro adonde les tomase el mandato. El objeto de semejante astucia era tener en Chile a don Diego obligado a continuar allí sin moverse. La real provisión decía eso mismo de una manera bien expresa: añadiendo «que si alguno de los dos hubiese pasado los límites de su gobernación, y hubiese tomado posesión de algunas provincias que fuesen de la gobernación del otro, por lo cual pudieran nacer disensiones, mandaba (el Rey) que las tierras y provincias que cada uno de ellos hubiese conquistado y pacificado cuando esta provisión llegase; las gobernasen, no embargante que el otro pretendiese ser en sus límites; y el que así lo pretendiese enviase al consejo información de los dichos límites y del agravio que en ello recibía, para que, se hiciese justicia así en lo que tocaba a los límites, y exceso que hubiese, como en los intereses de que pretendiese ser despojado».

De esta orden dio Pizarro conocimiento a sus capitanes y envió a decir a don Diego Almagro que no valían las capitulaciones hechas, que la resolución del monarca les descargaba del juramento, y que viese lo que se debería hacer. Cambiáronse entre ambos gobernadores reconvenciones y quejas sobre las cosas pasadas, insistiendo Pizarro en que el otro le dejase el Cuzco. Almagro recibió en esa vez cédula del Rey en   —138→   que le prevenía guardar amistad y acuerdo con Pizarro y obedecer en cuanto a límites lo que mandara el obispo de Panamá comisionado para fijarlos.

En tal estado apareció un nuevo auto del padre Bobadilla por sugestión del mismo Pizarro, diciendo: «que por cuanto lo resuelto por él, había ofrecido inconvenientes, y dado lugar a posteriores tratos entre las partes atento a que Pizarro prometía y juraba, por vida del Rey, estar por la paz y cumplir lo que se decidiese; por tanto, y reformando de su sentencia mandaba que la ciudad del Cuzco se pusiese en depósito en la persona que él designase, hasta que los Pilotos participasen en la exacta latitud del pueblo de Santiago, o el Rey deliberase otra cosa. Que Almagro podía estarse en Ica, Nasca, Ocoña, la costa adelante, adonde quisiese, y que entrase en ello Arequipa y los Charcas. Que se pusiese en libertad a Hernando Pizarro, haciendo primero juramento y pleito-homenaje con fianza de 50 mil pesos de presentarse al Rey dentro de seis meses, y que mientras estuviese en el Perú, no tendría cuestión con Almagro sobre ningún asunto».

Convino Pizarro, y se sometió a este 2.º fallo: pero Almagro dijo que la autoridad de aquel fraile había terminado desde su anterior sentencia, apelada por él; y que era una malicia querer enmendarla sin tener jurisdicción alguna. Almagro, que no era hombre de dobleces y deseaba de buena gana el avenimiento; todavía con esperanza de obtenerlo, envió otra vez a Mercado y Guzmán a conferenciar con Pizarro: decíase ya por los cavilosos que ellos y Diego Alvarado, que aconsejó esta nueva tentativa, habían sido secretamente persuadidos por dicho Pizarro.

El último resultado fue el ajuste y redacción de los siguientes artículos31.

1.º Que ante todas cosas el Adelantado entregase luego a Hernando Pizarro, su hermano, debajo de su pleito-homenaje, y seguridad, que estaba dada para que fuese a cumplir lo que el Rey le había ordenado. 2.º Que el Adelantado se tuviese la ciudad del Cuzco, hasta tanto que el Rey otra cosa mandase, o fuese el obispo de la Tierra Firme a declarar sobre ello, estándose en el mismo estado en que la halló, con alcaldes, y regidores, sin quitar indios ni repartimientos a los que los tenían. 3.º Que todo lo demás declarado en la sentencia del Comendador, se cumpliese, y que el Adelantado no impidiera el servicio de los repartimientos hechos a los vecinos de la ciudad de los Reyes. 4.º Que se entregaría el navío a la persona que el Adelantado mandase, y que pudiese ir, no obstante lo mandado, al puerto de Sangalla, o de Chincha, adonde el navío pudiese llegar». Por más reflexiones pacíficas y sagaces de Almagro, no pudo templar la irritación de Orgoñes y otros por la soltura de Hernando: viéronse pasquines en el ejército donde el descontento se aumentaba por instantes. Orgoñes llegó a decir que por la amistad de Almagro tenía que perder la cabeza. Nadie se fiaba de Pizarro, ni ponía en duda su falsedad, como que trataba sólo de salvar a Hernando, hombre torcido y vengativo de quien debía aguardarse todo género de atentados.

Sacado de la prisión, lo abrazó don Diego excitándolo a olvidar resentimientos, y cooperar a que se estableciera una paz sólida: prometió obrar en ese sentido, hizo el juramento y pleito-homenaje de cumplir lo pactado, y marchó para Lima en unión de muchos que salieron a acompañarlo.

Pero apenas Pizarro vio libre al hermano, que fue el objeto a que se enderezaban sus ficciones y disimulo, ya no se ocupó de otra cosa que de la guerra, apartando hasta de la memoria cuanto había pasado para arribar   —139→   a un pacífico avenimiento. Púsose en camino para Chincha con sus tropas; y se aseguró que Hernando se le hablaba de otra cosa que de la crueldad de Almagro, de la afrenta que había sufrido, y de estar de por medio su honra exigiendo la venganza de tantos agravios. Pizarro expidió un decreto recapitulando todos los cargos que había contra Almagro; y encomendando el ejército y dirección de las operaciones a Hernando, le exoneró del compromiso que desde atrás tenía de volver a España con los caudales del Rey, porque su persona era necesaria y él tenía que regresarse a Lima de donde no podía alejarse. Amenazó en dicho auto a su hermano con una multa de 50 mil pesos, en caso de negarse a obedecer.

Continuó esta trama grosera de irregulares manejos con una representación en que Herrando Pizarro, haciendo ver que tenía que volver a España conforme a la orden del Rey, y que por tanto requería y suplicaba al gobernador no le detuviera, pues había jefes muy dignos de mandar el ejército, y que en cuanto a la pena que le imponía, apelaba al Rey y al consejo. Persuadió él mismo al gobernador para que reiterase su determinación con la mira de ocultar sus deseos de ir contra Almagro para satisfacer su ira y su sed de venganza: mas a este paso se quejaba en público de la obstinación del gobernador.

Pedro Anzures trajo también una Cédula en que el Rey revocaba la facultad dada a Pizarro de nombrar gobernador de Nueva Castilla a don Diego Almagro para después de sus días, y concediéndole otra a fin de que pudiera hacer dicho nombramiento en favor de uno de sus hermanos Hernando o Juan Pizarro.

La provisión real de que ya hemos dado cuenta para que las cosas permaneciesen en el estado en que estuvieran, la mandó notificar Pizarro a Almagro. Causó admiración a éste semejante paso después del convenio firmado, y contestó que él en cumplimiento de aquella, no pasaría del lugar en que estaba, y que Pizarro obedeciéndola hiciese lo mismo. Así cada uno la gozaba en favor de su interés.

Vista con demasiada claridad la intención de don Francisco Pizarro de romper hostilidades, mandó Almagro al Cuzco de lugar teniente a don Diego Alvarado, y emprendió su marcha en retirada por las sierras de Guaytará con muchas precauciones. Hizo que Paullu Inca mandase a los indios juntar piedras para impedir ciertos pasos y que rompiesen e inutilizasen algunos caminos.

El contador Juan de Guzmán asociado al notario Castro marcharon para Lima con el fin de llevar a España la correspondencia de Almagro. Ambos fueron presos de orden de don Francisco Pizarro, y con grillos y cadena, hasta que Guzmán halló ocasión de tomar la fuga.

A pesar de lo que hizo Orgoñes para defender las entradas por Guaytará, los de Pizarro sorprendiendo y tomando algunos soldados, vencieron las asperezas de aquellos lugares, y salieron a terrenos más abiertos poniéndose muy próximos al ejército contrario. Pero hallándose muy maltratados y enfermos a causa de la rigidez de las punas, sin su bagaje, y faltos enteramente de bastimentos, no se atrevieron a seguir: por el contrario volvieron atrás bajando pronto al valle de Ica, sin ser molestados, en lo que perdió Almagro una oportunidad de mucha ventaja para haberlos batido.

Allí se le oyó decir a don Francisco Pizarro «que su gobernación llegaba hasta el estrecho de Magallanes». Dirigió una alocución a su ejército manifestando que se hallaba determinado a defender con las armas que nadie sin orden del Rey ocupase un palmo de tierra: y que hallándose viejo y enfermo había acordado que gobernase el ejército en aquella campaña   —140→   su hermano Gonzalo. Todos le respondieron que aprobaban su intención de retirarse a Lima: pero que diese su poder a Hernando para aquella empresa, y para que ejerciese el mando en el Cuzco. Secretamente había combinado Hernando aquella escena para hacer ver que se le obligaba a desempeñar el primer papel en las operaciones que abrirían campo ancho al desenfreno de su odio y rencor.

Púsose en camino por Lucanas y Aymaraes autorizado por el Gobernador, y al frente de 700 soldados. Almagro entretanto siguió por Vilcas hasta el Cuzco, dejando cortados los principales puentes, y perdiendo algunos soldados que desertaban para reunirse a los de Pizarro. Hizo don Diego aprehender en la ciudad a Garcilaso, Gómez de Tordoya, Gómez de Alvarado (el mozo), Diego Maldonado, y otros notables por considerarlos adictos al bando opuesto. Y sabiendo que uno apellidado Villegas iba a fugar llevándose a Paullu, fue tomado, y estando confeso le mandó cortar la cabeza.

Aproximábase ya el desenlace de tantos hechos repugnantes en que una ambición frenética había ultrajado a la moral y al honor hasta el punto de tener en nada los respetos debidos a Dios y al Rey. El término de los escándalos no podía ser otro que una sangrienta tragedia que produjera luego otras no menos lamentables. Vamos a concluir este escrito refiriéndola sucintamente.

Con el enemigo ya a las inmediaciones, vacilaban los de Almagro entre si se defenderían en la ciudad o saldrían a recibirlo para librar la batalla. Prevaleció este último parecer, y el ejército reducido a sólo 500 hombres con seis cañones, se situó en las Salinas teniendo ya a la vista a sus contrarios. Almagro se hallaba desde mucho antes fatigado por una enfermedad que lo postraba. Hízose conducir al campo en litera para que su presencia animase más a sus soldados. Las laderas y cerros vecinos se hallaban cubiertos de la gente que abandonando la ciudad se proponía presenciar aquel espectáculo de horror: cada cual deseaba finalizase según su opinión, porque no había quien no tomase interés por uno u otro bando.

En el de don Diego la caballería era superior a la de Pizarro, y por esto no debió abandonarse el primer campo que había sido bien elegido; pero Rodrigo Orgoñes incurrió en el error, (contra el parecer de Vasco de Guevara y otros), de mudar de posición ocupando el terreno de las Salinas. En las alas mandaban Orgoñes y Pedro de Lerma: el estandarte real lo defendían Diego y Gómez de Alvarado, Cristóval Sotelo, don Alonso Montemayor, don Cristóval Cortesía, don Alonso Henríquez, Pedro Álvarez Holguín, Lope de Idiaquez, Juan Alonso Palomino, Juan Ortiz de Zárate y otros caballeros. Después de algunos movimientos y de los fuegos de la artillería y mosquetes, se fueron a las manos trabándose una lucha encarnizada en la cual recibieron la muerte muchos hombres valerosos. Durante la batalla algunos dejaron sus puestos, entre ellos el alférez general Francisco Hurtado pasando a la parte de Pizarro, y otros se ocultaron o huyeron para la ciudad. Cayó el esforzado Vasco de Guevara, los capitanes Diego Salinas, Juan de Moscoso, Hernando Alvarado y algunos oficiales más. Pedro de Lerma arremetió contra Hernando Pizarro haciéndole arrodillar el caballo y pereciera él a no hallarse bien armado. El bizarro Orgoñes fue herido de bala: habiéndole muerto el caballo, se vio cercado de muchos, y teniendo que rendirse lo hizo a un desconocido que resultó ser criado de Hernando y se llamaba Fuentes, el cual lo degolló indignamente diciendo tener para ello orden de su señor.

Don Diego viendo deshecho su ejército, se dirigió a la fortaleza del Cuzco. Los soldados de Alvarado, vencidos en Abancay, mataban a los heridos   —141→   en venganza de su pasada afrenta: así pereció el capitán Rui Díaz, y Hernando Sotelo. Herrando Bachicao buscó a Pedro de Lerma a quien encontrándolo herido, le dio varias estocadas, y lo dejó creyendo que ya no vivía. Murieron 120 del partido de Almagro muchos de ellos asesinados a sangre fría: pocos del ejército de los Pizarros, superior en el número de combatientes. El mariscal Alonso Alvarado tomó prisionero a don Diego Almagro, librándole del capitán Castro que intentaba matarlo: condújolo a las ancas de su mula, Felipe Gutiérrez. La cabeza de Orgoñes colocada en lo alto de un palo, la llevaron en triunfo por las calles de la ciudad. Tal fue la batalla de las Salinas el 26 de abril de 1538, sábado de Lázaro, aunque Garcilaso dice que fue el día 6. En aquel campo se hizo una iglesia dedicada a San Lázaro donde se enterraron los cadáveres, y fue construida con este fin.

Herrando Pizarro mandó formar un proceso contra Almagro y cuéntase que se escribieron más de dos mil fojas; porque fue crecido el concurso de villanos que quisieron ser oídos como testigos, y declarar contra aquel las más temerarias imposturas. Acerca de esto dice Herrera...

«y como se entendió esta voluntad de Hernando Pizarro, y en aquellas regiones pueden mucho los rumores y adulaciones siguiendo bien y mal el querer de los gobernadores, fueron muchos los que acudieron a convidarse para declarar delitos del vencido lisonjeando al vencedor etc.». Lorente conocedor de lo que fueron las antiguas contiendas civiles del Perú, y experimentado en lo que hace a las modernas, define la suerte de los vencidos, al escribir sobre los de Almagro, en breves e importantes líneas que nos es grato reproducir. «Cuando las pasiones políticas ocupan el lugar de justicia, todo es crimen en los vencidos, falta la clemencia con los que infunden algún temor, y los derechos de la victoria se creen suficientes para resolver sin apelación que son reos de muerte. ¡Tantas eran las acusaciones que sobre un hombre esclavo de la amistad, y clemente con sus enemigos, iban acumulando, el mezquino rencor de los agraviados, la negra ingratitud, la adulación al vencedor, la vil envidia, y todas las pasiones miserables que bullen sobre los caídos como los gusanos sobre los cadáveres!»

Alonso Alvarado al marchar para el norte, tuvo el encargo de llevar al hijo de Almagro para entregarlo al gobernador don Francisco Pizarro. El obispo del Cuzco don fray Vicente Valverde en unión de otros que eran amigos de la paz, rogó a dicho Gobernador se encaminase al Cuzco para evitar el derramamiento de sangre entre hijos de una misma nación: pero él se excusó con el estado de inquietud de los pueblos del tránsito, y carecer de tropa suficiente. Apenas tuvo noticia de la victoria de sus armas en las Salinas, ya no hizo reparo en aquellos inconvenientes, y se dispuso para marchar: lo hizo en efecto asegurando salvaría la vida de Almagro (aunque en su interior no pensara así) y lo prometió a Valverde que le suplicó calmase los ánimos evitando persecuciones y venganzas. Pizarro fue instruido en Jauja por Alonso Alvarado de que se procesaba a don Diego, y de que Hernando estaba resuelto a ejecutar la sentencia. Hubo tiempo para impedirlo, adelantando a cualquiera con la orden de suspender ese acto: mas Pizarro pudiendo ponerlo en obra, no se ocupó de dar un paso que le habría honrado sobremanera. El padre Calancha afirma de un modo claro que la ejecución de Almagro se hizo por orden de don Francisco Pizarro.

Una conjuración para matar a Hernando y dar libertad a Almagro, se tramó entre algunos que habían salido con Pedro Candia a un nuevo y malogrado descubrimiento por el interior. El plan debía realizarse al entrar   —142→   de regreso en el Cuzco: sus autores lo comunicaron a don Diego de Alvarado para que estuviera sobre aviso, y pudiera ayudarles; y como éste lo reprobase, porque no creía a don Diego en peligro, estando a las protestas que oía a Hernando Pizarro; algunos se acobardaron y denunciándose ellos mismos, se arrepintieron pidiendo recompensa; más tarde Pizarro desembarazado de Almagro aterrorizó a la tropa de Candia, e hizo morir al capitán Alonso Mesa.

Pizarro estaba muy receloso del descontento que advertía, imaginando que por todas partes existían proyectos contra su vida. Era llegado el caso de desunirse los vencedores, nunca satisfechos, y de convertirse el odio en lástima a los vencidos. Así la conservación de Almagro preso, era para él un motivo de constante desasosiego; porque muchos le amaban y querían con anhelo su soltura. Para diseminar soldados de que no podía ya fiarse, había despachado con gruesas partidas a Vergara, Mercadillo, y Alvarado para que continuaran las conquistas en Jaén, Chupachos, y Chachapoyas.

Hallábase enfermo Almagro, y pidió a Hernando pasara a verlo. En la visita le dijo éste aguardaba a su hermano con quien sin duda quedaría bien avenido. Para el caso de demorarse, le indicó podía ir a donde aquel estuviese: pero en cuanto salió de allí, tomó providencias para acelerar el término del proceso, en el cual figuraban los decantados crímenes de haber usurpado la ciudad del Cuzco, y combatido después contra las fuerzas de Alvarado. Pizarro que de antemano tenía condenado a muerte a don Diego, parecía burlarse de su víctima, pues le enviaba regalos para que comiese, y hacía le preguntaran si en caso de marchar a verse con don Francisco Pizarro, prefería le llevasen en camilla o servirse de una silla de manos. Pero todo esto tenía sólo por objeto descuidar y adormecer a la oposición que tanto agitaba su ánimo. Hernando en la campaña cuando se le dijo que Almagro padecía una enfermedad mortal había dicho sin el menor recato estas palabras que han repetido muchos escritores: «Que no le haría Dios tan gran mal que le dejase morir sin que le hubiese a las manos».

Cuando Hernando dio la sentencia de muerte contra don Diego Almagro, y se la hizo saber por medio de un religioso, ya dijo a sus confidentes «que hasta entonces no podía tenerse por acabada la guerra». No esperando Almagro aquel fallo, se sobrecogió en extremo aún negándose a creerlo, y suplicó le llamasen a Pizarro. No rehusó éste la entrevista, y después de lastimosas razones que excitaban vivamente compasión hacia un hombre que tantos servicios había prestado al Rey y a los Pizarros que le quitaban la vida; refiere el cronista Herrera que Hernando le dijo «que ni él era sólo el que había muerto en este mundo, ni dejarían otros muchos de morir de aquella manera, y que acabase de conocer, que había llegado el último día de su vida; y que pues tuvo tanta gracia de Dios, que lo hizo cristiano; ordenase su alma, y temiese a Dios, y que si aquellos Reinos pudieran estar en paz con sustentarle la vida, holgara de que en su vejez no acabara con tal muerte». En medio de su angustia Almagro lo hizo presente «que cómo era posible que tuviese ánimo para matar a quien tanto bien le había hecho, quedando con perpetua infamia de ingrato, y de cruel. Que se acordase, que había sido el escalón por donde él, y sus hermanos habían llegado al estado en que se hallaban, y que jamás tuvo bien, que no le quisiese para su hermano: que le enviase a él, y si por su mano le viniese la muerte, la llevaría con paciencia, conformándose con su desdichada fortuna; y si le diese la vida, haría lo que debía a la vieja amistad; y que si todavía no le cuadraba aquello, le enviase al Rey, a donde si hubiese delinquido,   —143→   sería castigado; y que le dijese, ¿qué bien se le podía seguir con su muerte? y ¿qué mal con su vida? Pues con su cansada, y afligida vejez estaba en término tal, que según razón, podía durar poco». No se movió el cruel Pizarro a misericordia, y con dureza le contestó: «Que pues era caballero, y tenía nombre de ilustre, no mostrase flaqueza, y que supiese ciertamente que había de morir». Todavía Almagro haciendo el último esfuerzo replicó: «Que no permitiese tal, porque aunque de presente no lo sintiese, podría ser que adelante le pesase de haberlo hecho, porque era imposible que el Rey acordándose de lo que le había servido, y las provincias que le había descubierto, dejase de hacer castigo en su venganza, pues nunca le fue traidor, y que si consideraba en aquello, se condoliese de aquel mezquino viejo, que la cabeza, y el cuerpo estaba lleno de cicatrices de las heridas recibidas en servicio de su Rey y Señor, y de su patria, con un ojo perdido, usando de la mayor benignidad que pudo con todos: que tuviese piedad, acordándose de la que tuvo con él en darle la vida, cuando él estuvo en su poder, aunque fue muy solicitado para darle la muerte pronosticándole aquel trance, y que hacía agravio a muchos caballeros hijosdalgo que esperaban el remedio de su mano». Dio fin Pizarro a la entrevista previniendo a don Diego «que se confesase porque su muerte no tenía remedio». Le había negado la apelación al Rey a pesar de los ruegos de muchos que se interesaron para que la concediese.

El infortunado Almagro se dispuso para el fatal trance, y en virtud de la cédula que tenía del Rey para elegir sucesor, nombró a su hijo don Diego gobernador de Nueva Toledo bajo la tutela de don Diego Alvarado, hasta que tuviese más edad. En su testamento dejó al Rey por heredero, y declaró que tenía que haber gran suma de dinero de la compañía con Pizarro a quien se tomaría cuenta.

Uno de nuestros modernos historiadores ha escrito, que como se hallase Hernando rodeado de temores activó el proceso, reunió a los alcaldes, regidores y capitanes de su confianza y les manifestó los riesgos de su situación, su recelo de cometer alguna sinrazón por no tener su ánimo bastante tranquilo, y su resolución de hacer lo que ellos le aconsejaran. Que habiéndose él salido para que deliberasen con entera libertad, fueron de parecer que la ejecución de Almagro era necesaria para tener paz en la tierra; y que el Adelantado merecía por sus delitos notorios la pena capital. Que vuelto Hernando a la Junta, hizo presente que si bien él era del mismo dictamen, descargaba su conciencia en ellos, exponiéndose a cualquier resultado por no apartarse de lo que resolvieran. Que, como era de temer, se decidió que mereciendo Almagro la muerte, el menor daño era sentenciarlo [Lorente, libro 7.º].

Es de suponer que el escritor haya tenido a la vista algún documento en el cual conste que se celebró esa junta, y que pasó en ella lo que acabamos de repetir. Mas no se encuentran estas noticias en ninguno de los autores antiguos que cuidadosamente hemos consultado. Prescott, a quien pocos aventajaron en investigaciones, nada refiere de la citada reunión. Él no sólo se guía por el cronista oficial, y demás historiadores conocidos, sino que tratando de la muerte de Almagro, se remite en sus pareceres hasta manuscritos como el de Espinal, y los anales de Montesinos de 1538: a una carta del obispo Valverde al emperador; a otra de Gutiérrez, y lo que es más a la obra de Pedro Pizarro, enemigo de los Almagros.

Prescott por el contrario dice: «Quiénes fueron los jueces o cuál el Tribunal que le condenó no lo sabemos; pero en realidad todo el juicio fue una burla si juicio puede llamarse aquel en que el acusado está completamente   —144→   ignorante de la acusación. El obispo Valverde en su carta al Emperador le dice que exigió al gobernador don Francisco Pizarro marchase al Cuzco y pusiese a Almagro inmediatamente en libertad. El tesorero Espinal, testigo de todo, hizo esfuerzos sin fruto para disuadir a Hernando de su propósito».

Quintana en sus Españoles célebres destina muchas páginas al gobernador Pizarro, y es muy minucioso en lo relativo al fin trágico de Almagro. No era posible olvidase haber congregado Hernando esa junta heterogénea y desconocida que debía no sólo dictaminar sino resolver en objeto de tanto bulto.

Sigamos con Prescott: «La noticia de la sentencia de Almagro produjo sensación profunda entre los habitantes del Cuzco. A todos sorprendió que un hombre investido de una autoridad provisional y limitada se atreviese a formar causa a una persona de la categoría de Almagro... Pocos hubo que no recordasen algún acto de generosidad o benevolencia del desdichado veterano; y aun a los que habían proporcionado materiales para la acusación sorprendidos por el trágico resultado que ofrecían, se les oyó acusar de tiránica la conducta de Hernando... y sin embargo los indios por convicción propia, dieron testimonio de su ordinaria humanidad, declarando que entre los blancos no habían tenido mejor amigo que él».

Para suspender nuestras objeciones diremos que no admitimos ni tenemos por cierta la existencia de ese consejo o junta, a menos que se nos presente una prueba bastante de ello. Y en tal caso diríamos, a ley de imparciales, que fue una artimaña pérfida y grosera; y que era nuestro deber declararlo así, sin pasar en silencio que no había el menor viso de jurisdicción legal en semejante reunión.

Tomadas todas las precauciones de seguridad que aconsejaban las circunstancias no atreviéndose Pizarro a hacer en público la ejecución, mandó le diesen garrote en la cárcel: y sacando en seguida el cadáver a la plaza principal del Cuzco dijo el pregonero: «Esta es la justicia, que manda hacer su Majestad y Hernando Pizarro en su nombre a este hombre, por alborotador de estos reinos, y porque entró en la ciudad del Cuzco con banderas tendidas, y se hizo recibir por fuerza, prendiendo a las justicias, y porque fue a la Puente de Abancay, y dio batalla a Alonso de Alvarado, y le aprehendió, y a otros, y había hecho delitos, y dado muertes». Cortósele la cabeza, llevándolo luego a casa de Hernán Ponce de León, donde fue amortajado. Garcilaso dice: «que estuvo el cadáver en la plaza mucha parte del día, y que cerca ya de la noche un negro que había sido esclavo de don Diego, lo envolvió en una sábana y ayudado de varios indios lo condujo a la Merced»; sin embargo nos inclinamos más a lo anteriormente dicho.

No hay modo de saber con fijeza la edad a que llegó Almagro, y entre algunos que la calcularon se nota variedad de opiniones; mas puede creerse que si no tenía 70 años, estaba próximo a cumplirlos. Tampoco se encuentra noticia de la fecha en que murió, pues ningún escritor de aquellos tiempos la determina. Es de suponer sin embargo que acaeció del 10 al 12 de julio de 1538, porque existiendo el dato de que terminó la causa el día 8 como dice Prescott pasarían a lo sumo 4 para la ejecución. Lorente indica que el citado día 4 se tomó confesión a Almagro, de lo cual se infiere que este sería el último acto del sumario, cuando debió ser el 1.º para oír a sus testigos, y que pudiera probar descargos y formar una defensa de que nadie habla porque no la hubo.

El lector se asombrará al instruirse de que Hernando Pizarro y sus   —145→   adeptos asistiesen al entierro de la víctima, como lo hizo en el de Atahualpa su hermano don Francisco. Este repugnante sarcasmo serviría para hacer una mentida manifestación de que no cabía rencor ni mala voluntad en personas cuyos deberes les obligaban a prescindir de la clemencia, muy a su pesar. Y por eso será que vemos hasta ahora concurrir en ciertos funerales a los que fueron enemigos de los finados; aunque los hubiesen perseguido o calumniado cuando vivían.

Terminaremos copiando el parecer de Prescott con respecto a la responsabilidad de don Francisco Pizarro, y es enteramente conforme con lo que se lee en Quintana y el cronista Herrera.

«Dícese que cuando terminó la causa recibió un mensaje de Hernando consultándole sobre lo que debía hacerse con el preso, y que respondió en breves palabras que hiciese de manera que el Adelantado no los pusiese en más alborotos. Dícese también que Hernando acosado después por la irritación que produjo la muerte de Almagro, se escudó con las instrucciones que aseguraba haber recibido del gobernador. Lo cierto es que Pizarro durante su larga residencia en Jauja, estuvo en constante comunicación con el Cuzco, y que si, como le aconsejó con repetidas instancias Valverde, hubiera apresurado su marcha, podría fácilmente haber evitado la consumación de la catástrofe. Como general en jefe la suerte de Almagro estaba en sus manos; y por más que sus partidarios aseguren su inocencia, el juicio imparcial de la historia le hace responsable juntamente con Hernando de la muerte de su socio... y apenas había pasado el río de Abancay recibió las nuevas de la muerte de su rival, manifestó sorprenderse mucho con la noticia: todo su cuerpo se agitó y permaneció por algunos instantes con los ojos fijos en tierra dando señales de la mayor emoción. En su ulterior conducta no mostró que le pesase en manera alguna de lo que se había hecho. Entró en el Cuzco, dice un testigo presencial, entre el ruido de trompetas y chirimías, a la cabeza de sus caballeros, vestido con el rico traje que le había enviado Cortés, y con el gozoso y altivo continente de un vencedor».


Véanse los artículos correspondientes a los Pizarros; y el respectivo a Alvarado, don Diego.

Conferencia que tuvo Almagro con don Pedro Arias Dávila para separarle de la asociación en la empresa del descubrimiento del Perú; según la cuenta Oviedo en el capítulo 23, parte segunda de su Historia General.

«En el cual tiempo (febrero de 1527) yo tuve ciertas cuentas con Pedrarias, y haciendo la averiguación de ellas en su casa, donde nos juntábamos a cuentas, entró el capitán Diego de Almagro un día, y le dijo: "Señor, ya vuestra merced sabe que en esta armada e descubrimiento del Perú tenéis parte con el capitán Francisco Pizarro, y con el maestre-escuela don Fernando de Luque, mis compañeros, y conmigo, y que no habéis puesto en ella cosa alguna; y que nosotros estamos perdidos, e habemos gastado nuestras haciendas y las de otros nuestros amigos, y nos cuesta hasta el presente sobre quince mil castellanos de oro, e agora el capitán Francisco Pizarro e los cristianos que con él están tienen mucha necesidad de socorro, e gente, e caballos, e otras muchas cosas para proveerlos, porque no nos acabemos de perder, ni se pierda tan buen principio como el que tenemos en esta empresa, de que tanto bien se espera. Suplico a usía que nos socorráis con algunas vacas para hacer carnes, y con algunos dineros para comprar caballos y otras cosas de que hay necesidad, como jarcias y lomas, e pez para los navíos, que en todo se terná buena cuenta   —146→   y la hay de lo que hasta aquí se ha gastado, para que así goce cada uno e contribuya por rata según la parte que tuviere; e pues sois partícipe en este descubrimiento por la capitulación que tenemos, no seáis, señor32, causa que el tiempo se haya perdido y nosotros con él; o si no queréis atender el fin de este negocio pagad lo que hasta aquí os cabe por rata, y dejémoslo todo". A lo cual Pedrarias, después que hobo dicho Almagro, respondió muy enojado, e dijo: "Bien parece que dejo yo la gobernación pues vos decís eso que lo que yo pagara si no me hobieran quitado el oficio, fuera que me diérades muy estrecha cuenta de los cristianos que son muertos por culpa de Pizarro e vuestra, e que habéis destruido la tierra al rey, e de todos esos desórdenes e muertos habéis de dar razón como presto lo veréis antes que salgáis de Panamá". A lo cual replicó el capitán Almagro, e le dijo: "Señor dejaos de eso, que pues hay justicia e juez que nos tenga en ella, muy bien es que todos den cuenta de los vivos e de los muertos, e no faltara a vos, señor, de que deis cuenta, e yo la daré a Pizarro de manera que el emperador Nuestro Señor nos haga muchas mercedes por nuestros servicios; pagad si queréis gozar de esta empresa, pues que no sudáis ni trabajáis en ella, ni habéis puesto en ello sino una ternera que nos distes al tiempo de la partida, que podrá valer dos o tres pesos de oro; e alzad la mano del negocio, y soltaros hemos la mitad de lo que nos debéis en lo que se ha gastado". A esto replicó Pedrarias, riéndose de mala gana, e dijo: "No lo perderes todo, e me daréis cuatro mil pesos"; e Almagro dijo: "Todo lo que nos debéis os soltamos, e dejadnos con Dios acabar de perder o ganar". Como Pedrarias vido que ya lo soltaban lo que él debía en el armada, que a buena cuenta eran más de cuatro o cinco mil pesos, dijo: "¿Que me daréis demás de eso?". Almagro dijo: "Daros he trecientos pesos, muy enojado, y juraba a Dios que no los tenía; pero que él los buscaría por se apartar del e no le pedir nada. Pedrarias replicó e dijo, y aun dos mil me daréis"; entonces Almagro dijo: "daros he quinientos"; "más de mil me daréis", dijo Pedrarias, o continuando su enojo Almagro dijo: "mil pesos os doy y no los tengo, pero yo daré seguridad de los pagar en el término que me obligare", e Pedrarias dijo que era contento; e así se hizo cierta escritura de concierto en que quedó de le pagar mil pesos de oro con que se saliese, como se salió de la compañía Pedrarias e alzó la mano de todo aquello, e yo fui uno de los testigos que firmamos el asiento e conveniencia, e Pedrarias se desistió e renunció todo su derecho en Almagro e su compañía, y de esta forma salió del negocio, y por su poquedad dejó de atender para gozar de tan gran tesoro, como es notorio que se ha habido en aquellas partes».


ALMAGRO. Don Diego. Hijo del conquistador del mismo nombre y compañero de don Francisco Pizarro. Nació en Panamá, y su madre, indígena natural de dicho lugar, se llamaba Ana Martínez. Aunque en la capitulación hecha en Toledo a 26 de julio de 1529, entre la Reyna y Pizarro, no se encuentra cosa alguna relativa a legitimar al hijo de don Diego Almagro; el cronista Herrera al puntualizar las concesiones hechas en aquel tratado dice por lo tocante a Almagro «... que daría (la Reyna) legitimación a su hijo que tuvo de Ana Martínez, su criada, mujer soltera, siendo también él soltero». No sabemos si llegó a otorgarse la cédula correspondiente a esta gracia, pero es de suponerse porque don Diego tuvo después agentes en la corte que manejaron los asuntos de su particular interés; mucho más cuando consta que intentó negociar el matrimonio de su hijo, por medio del cardenal de Sigüenza, con una hija del doctor Carvajal consejero de Indias; pensamiento que se frustró por muerte de ella.

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Conservose don Diego en Panamá en su primera edad, y vino al Perú el año de 1535 en compañía de Francisco Martín de Alcántara hermano materno del gobernador don Francisco Pizarro quien lo hospedó en Lima, y lo envió luego al Cuzco con don Juan de Rada para que alcanzase a su padre que había partido para la jornada de Chile. Después de esta campaña y de la toma del Cuzco, que causó el rompimiento con Pizarro, estando el ejército de Almagro en Chincha, fue designado su hijo por el padre Bobadilla para que él y otros quedasen de rehenes en poder de Pizarro a fin de que pudieran los dos caudillos comparecer en Mala a ser oídos. No llegó esto a realizarse porque Pizarro se negó a tal condición, que le obligaba a remitir a su hija doña Francisca y las demás personas elegidas, en calidad también de rehenes, al campo de Almagro. Cuando Hernando Pizarro fue puesto en libertad en virtud del avenimiento celebrado después, don Diego (hijo) le acompañó con varios oficiales principales hasta dejarlo en el ejército del gobernador don Francisco, quien les hizo muchos obsequios y desechó las sugestiones de algunos que se empeñaban en que quedaran allí presos.

Luego que don Hernando Pizarro venció en las Salinas a don Diego de Almagro, dispuso que don Alonso Alvarado que venía a Lima trajese consigo al hijo de don Diego y lo entregase al gobernador. El objeto fue apartarlo de la vista de los soldados y partidarios del padre a quienes, no sin razón, temió tanto Hernando antes de mandarlo ejecutar en el Cuzco.

Alvarado encontró a don Francisco Pizarro en Jauja donde recibió a don Diego: le prometió por dos veces conservar la vida de su padre; (en lo que no pensaba) y lo remitió a Lima previniendo le trataran en su misma casa como si fuera hijo suyo.

Don Diego Alvarado marchó para España a defender los derechos de Almagro y perseguir a Hernando Pizarro por la muerte del Adelantado. Su hijo aguardaba se le considerase dándole la gobernación de la Nueva Toledo; mas en medio de esta esperanza, veía con dolor la adversidad de los vencidos sin tener ya cómo socorrerlos en la espantosa inopia a que se veían reducidos. Su pobreza fue en aumento y así crecían también la irritación y el odio; porque les oprimió no sólo con las privaciones, sino con el rencor más torpe y hasta con el desprecio y el ludibrio.

Bajaban a Lima muchos perseguidos en las provincias más distantes, y asediados por el hambre les era muy difícil adquirir el sustento: buscábanlo por los campos en que recibían el auxilio caritativo de los indios; mientras que sus compatriotas, sus iguales o inferiores en mérito, vivían haciendo ostentación de la abundancia y de sus vicios. Llegó el caso de que una misma capa raída sirviera a muchos alternativamente para salir a agenciar el alivio de su mendicidad.

Tal era la dura suerte a que los desapiadados vencedores condenaban a los vencidos en la guerra civil, sin otro motivo que la lealtad a su partido. ¡Funesto ejemplo tan imitado en nuestros días! ¡Envanecimiento ciego de los que triunfan, sin asustarles la inestabilidad de la fortuna siempre pasajera; ni comprender que las crueldades y las venganzas producen represalias y reacciones! Entonces todos vivaban al Rey; nadie ponía en cuestión los títulos del Soberano: las luchas encarnizadas y a muerte, provenían de la ambición personal y de la codicia lo mismo que en nuestra época: siendo notable en esta, que los gobiernos legales son más tolerantes, y suelen hacer ensayos de reconciliación; no así los partidos que usurpan el poder y dan a los que caen con noble consecuencia, epítetos que sólo a ellos podrían pertenecer.

El marqués Pizarro expulsó de su casa al joven Almagro por alejar de ella a los amigos de este que con frecuencia acudían a verle. Otros hicieron   —148→   lo mismo por adulación o temor, y como ya las hostilidades parecía se acercaban a su último término, entró en don Diego la misma desesperación, que se había apoderado de los suyos. No pudiendo soportar ya su desdicha, vieron su único recurso y porvenir en una revolución; y empezaron a tratar de ella y combinarla resueltos hasta dar muerte al marqués.

Juan de Herrera y Juan Balza a cara descubierta, y Domingo de la Presa en secreto, asistían a Almagro para su alimentación, franqueando el tercero a otros desgraciados, cuanto podía con igual bondad. Pizarro no ignoraba la situación de Almagro y tantos hombres de servicios que vivían desnudos y acosados de necesidades las más perentorias. Él pudo remitir a ese joven a España, socorrer y dispersar a los demás, empleándolos a la distancia en cualquiera ocupación, como se lo aconsejó el factor Illén Suárez de Carvajal, que gobernaba en el Cuzco, al participarle que se ausentaban con dirección a Lima los almagristas conocidos por «los de Chile»; y que según rumores siniestros que se oían, convenía que el marqués cuidase más de su persona. Pero Pizarro indolente y rencoroso, con su habitual frialdad, estuvo sólo dispuesto a dejarlos padecer, fomentando así la saña implacable de los de su temerario círculo.

Enmedio de las miserias que los angustiaban, todavía estos hombres se contuvieron cuando se supo en Lima que venía de España el licenciado don Cristóval Vaca de Castro a visitar el Perú con instrucciones del Rey para averiguar las causas de la guerra civil y de la ejecución de don Diego de Almagro. Pensaron aguardarlo para quejarse y pedir justicia, porque meditaron que con la moderación acaso la obtendrían más fácilmente. Este fue consejo de Cristóval Sotelo; pero aunque aceptado por el mayor número, no se arraigó en los ánimos, y duraron muy poco sus efectos. Propalose la voz de que el licenciado Vaca estaba de acuerdo con Pizarro, y que decidido y ganado por sus procuradores en España, no sólo dejaría en oscuridad e impunes los atentados ocurridos en el Perú, sino que haría nuevos agravios, e impondría castigos a los que componían el miserable bando vencido. En vano se trató por algunos de aplazar toda resolución violenta, opinando que si en los procedimientos de Vaca encontraban mayores desengaños, tiempo había, y motivos no faltarían para desconocer su misión y desaparecerlo lo mismo que al gobernador.

La indignidad de Pizarro llegó a tal grado, que le indujo a dar una providencia expoliativa y de ruin carácter, confiscando los bienes que Domingo de la Presa, amigo de los Almagros como ya dijimos, había legado a don Diego, y servían para socorrer la indigencia de los del partido caído. El hecho si bien hirió de muerte a esos desgraciados, tuvo un fin que lo calificó todavía de más odioso e irritante; porque la heredad e Indios de Presa, arrebatados a Almagro en mala circunstancia, fueron adjudicados a Francisco Martín de Alcántara, hermano materno del mismo gobernador. Pizarro a quien no podía ocultarse lo impropio de esa disposición, quiso paliarla haciendo decir a Juan de Saavedra, Cristóval Sotelo y Francisco Chávez, capitanes de Almagro, que deseaba darles indios de repartimiento. Pudo verificarlo si tal era su ánimo, omitiendo un anuncio que no fue creído, y que produjo el peor efecto: los dichos oficiales contestaron que estaban resignados a perecer antes que recibir nada de su mano.

Todo concurría a reagravar una situación cuya mudanza no podía experimentarse sin un repentino sacudimiento. Los de Almagro pensaron enviar a Alonso Portocarrero y Juan Balza comisionados para recibir en Piura al licenciado Vaca, darle cuenta de los sucesos pasados, e implorar   —149→   el remedio y reparación de los males que sufrían. Pero variaron de parecer desde que los adictos a Pizarro esparcieron la voz de que aquellos llevaban el secreto designio de matar a Vaca. ¡Cuándo la calumnia no habrá sido la arma predilecta de los partidos en efervescencia!

Pizarro porque se rugía que los almagristas se procuraban armas, hizo llamar al principal de ellos, Juan de Rada, y le dijo estar informado de sus preparativos, y de que según datos ciertos tenía el objeto de emplearlos contra su existencia. Rada le respondió ser verdad que se había armado para defenderse y no otra cosa; porque se le aseguraba estar su vida en peligro, y que el gobernador se proveía de armas para dañarle lo mismo que a sus amigos. Corrían en efecto estas voces, y por ello don Diego Almagro, Rada y otros se acompañaban temerosos de algún lance; y al verlos sus enemigos decían que no con buenos fines andarían en pandillas. La entrevista de Rada concluyó sin más que aquellas reconvenciones, pudiendo agregarse que Pizarro, por consejo de un loco llamado Valdecillo, que estaba presente en el jardín del palacio, tomó 6 naranjas de un árbol inmediato (eran de las primeras que se daban en Lima) y se las obsequió a Rada.

El llamamiento a éste lo hizo Pizarro por medio del obispo electo de Quito don Garci Díaz Arias: este prelado supo se hablaba entre los indios de la próxima muerte del gobernador, y se había reído suponiendo que tales vaticinios partían de las hechicerías de aquella gente.

En el odio a los de Almagro nadie excedía al secretario de Pizarro don Antonio Picado, cuya influencia se ejercitó siempre en hostilizarlos. Sus provocaciones frecuentes tocaban a veces en lo ridículo: pero ninguna fue más pueril, y descomedida al propio tiempo, que la de haberse paseado con una ropa francesa sembrada de higas bordadas de plata, con la particularidad de que al pasar por el alojamiento de don Diego de Almagro, volvía de un lado a otro el caballo que montaba, inquietándolo de intento para llamar la atención. A esto, que refiere el cronista Herrera, añade Garcilaso que en la gorra que llevaba puestas se veía también una higa esmaltada en oro con un letrero que decía «para los de Chile» de lo cual estos se afrentaron y dieron por muy ofendidos. El mismo autor escribe que los almagristas se portaban con mucha insolencia y descaro, y que el hecho de Picado fue después de que en la Picota habían aparecido atadas tres sogas, una tendida hacia la casa del marqués, otra en dirección a la del doctor Velásquez, alcalde mayor, y la restante a la de Antonio Picado.

El ataque a Pizarro debió hacerse el 24 de junio de 1541 día de San Juan; mas para efectuarlo no pudieron ponerse enteramente de acuerdo los agresores. Rada un día después expuso a don Diego de Almagro que era urgente matar a Pizarro vengando la muerte de su padre antes que él los mandase matar como lo tenía pensado: fuera de qué nada había que esperar de Vaca de Castro sino más duras persecuciones sugeridas por el marqués. Así opinaba don Diego Alvarado en comunicación a Almagro porque él en España había conocido el favor que tenían los Pizarros en la corte mediante valiosos obsequios que hacían a varios consejeros, y al cardenal Loayza protector decidido del gobernador. Almagro, que no era autor, ni fomentaba el asesinato, creemos que no dio su consentimiento ni dictamen para que se hiciese, y contestó a Rada que mirara bien lo que se determinase.

No tenemos, sin embargo, por inculpable a quien pudo oponerse de un modo resuelto: ni convenimos tampoco en que ignorase el último acuerdo de los conjurados para efectuar un hecho de tanta entidad. Uno de ellos, Francisco Herencia, dio aviso del plan a un clérigo: trasmitido   —150→   al Marqués, éste llamó al doctor Juan Velásquez teniente de justicia, y le previno providenciase lo necesario para evitar el trastorno. Velásquez le aseguró que mientras él tuviese la vara en sus manos nada había que temer.

Pizarro que en medio de tantos rumores, entraba y salía sin compañía ni quien le defendiese, menospreciándolo todo con estoica serenidad, fue a cenar con sus hijos a casa de su hermano Alcántara. Allí le buscó muy inquieto y temeroso Antonio Picado con un hombre que no quería descubrirse, y fue el referido clérigo: ambos hablaron en secreto con el gobernador; quien fue de sentir que aquello no parecía sino invención de indios, o de alguno que apetecía recompensa por la noticia. Volvió Pizarro a la mesa, pero no tomó más bocado, y luego regresó a su casa. Se acostó pensativo, y uno de sus pajes le comunicó que entre los indios se hablaba de que al siguiente día seria muerto. Pizarro despidió con enojo al sirviente. Él se había abstenido de ir a misa el día de San Juan y lo mismo hizo el domingo 26, en cuya mañana recibiendo más anuncios, dijo al doctor Velázquez de un modo tibio y no con la decisión que pedía el caso, «tomase presos a los principales de la facción de Almagro». Díjose que Domingo Ruiz, clérigo, y un tal Perucho Aguirre, dieron aviso a Rada del peligro en que estaba. Horas antes el licenciado don Benito Suárez de Carvajal, que había trascendido lo que iba a suceder, tuvo una entrevista con el citado Rada para llamarlo a buen camino; y aconsejarle desistiese de sus fatales designios: pero Rada suspicaz y cauteloso, se empeñe en disipar sus temores, atribuyéndolos a vulgares sospechas. En este sentido se sirvió de muchas razones para persuadirle de que «jamás se arrojaría a cometer atentados»; y agregó que pronto el licenciado Vaca conocería de todas las quejas y reclamaciones de Almagro y sus amigos. Carvajal, no obstante, vio sin demora a Pizarro para que enmendara su descuido, y tuviese una guardia cerca de su persona.

Los conjurados, que se hallaban vacilantes recibieron las postreras órdenes de Rada, y aquellos más determinados tomaron las armas. Estando en la posada de don Diego Almagro entró Pedro de San Millán y dijo a Rada «¿qué hacéis? Dentro de pocas horas nos harán cuartos a todos», y afirmó haberlo dicho así el tesorero Riquelme: era una mentira forjada para excitarlo a proceder inmediatamente. De ese punto marcharon para el Palacio a entrar por la puerta de la plaza, Rada, Estevan, Millán, Juan de Guzmán, Diego Hoces, Juan Yazo, Diego Méndez, Martín Bilvao, Baltasar Gómez, N. Narváez, Francisco Núñez, Juan Rodríguez Barragán, N. Porras, N. Velásquez, Pedro Cabezas, N. Arbolancha, Gerónimo Almagro, Henrique Loza, N. Pineda y Bartolomé Enciso, sujetos todos capaces de cometer el gran crimen a que se lanzaban. Quedaron de reserva con don Diego para cualquier imprevisto caso, Francisco Chávez, García de Alvarado, Martín Carrillo, Cristóval Sosa, Pedro Picón, N. Marchena, Juan Asturiano, N. Martel, Francisco Cornado, Pedro Navarro, Diego Becerra y Juan Diente, etc.

Domingo Ruiz y Ramiro Valdez fueron delante a indagar lo que hacía el juez Velásquez, y quiénes estaban con el Marqués. Rada arengó a sus secuaces, y éstos desesperados gritando «Viva el Rey, mueran los tiranos», se introdujeron por los patios del Palacio, domingo 26 de junio de 1541 a medio día, subieron a las habitaciones, y encontrando a don Francisco Pizarro sin armadura, y sin más que dos o tres que le ayudasen a defenderse, lo hicieron morir a pesar de su valerosa resistencia, y después de haber combatido solo, con varios de los asesinos. Reservamos para el artículo «Pizarro» los pormenores del hecho, con el agregado   —151→   de algunos pasajes referentes a él, y la noticia de las personas que estando de visita donde el Marqués, huyeron dejándolo abandonado. Don Diego Almagro, de cuya casa salieron los conjurados, a su presencia, y sin que él ignorase el objeto que llevaban, pensó quedar a salvo de responsabilidad, porque no mandó, autorizó, ni aprobó la muerte del Marqués. Hallábase armado y en público esperando el suceso, cuando a los gritos de «el tirano es muerto» queriendo aparecer inculpable, dijo en presencia de la multitud, «que tomaba muy a mal lo hecho».

Podría causar admiración que unos cuantos hombres perpetrasen tan horrible delito hallándose en la plaza mayor gran número de personas, y que ninguna se tentara a dar el menor paso en contrario: que habiendo en Palacio muchos individuos, algunos de ellos armados, sólo tratasen de ponerse en salvo; y que hablándose de este asesinato por todas partes desde días antes, ninguno entre tantos militares conocidos partidarios de Pizarro, indujese a otros para atajar el mal, combinándose al intento en observancia de sus deberes. Pero es preciso fijarse en las malas pasiones que predominaban entre ellos, y en la historia de sus contiendas civiles que abunda en pruebas de inconsecuencia y versatilidad: siendo por tanto excusado entrar en investigaciones para explicar las causales de haberse perpetrado enmedio del día un gran crimen sin que nadie se ocupara de evitarlo. Pizarro pudo desbaratar en tiempo la conjuración empleando para ello fáciles arbitrios; mas su indiscreta incredulidad, y el orgullo que le hacía confiado, le condujeron al fin desastroso que su ambición desmedida le tenía preparado.

Don Diego de Almagro con sus principales amigos se alojó en la casa de Gobierno. Ellos se dieron plácemes por haber satisfecho su venganza, y trataron luego de que se le nombrara Gobernador, lo cual creían sería de la aprobación del Rey. Contaban con más de 200 soldados de su bando que se reunieron inmediatamente; y la primera providencia que se dictó en esos momentos fue la de prohibir con pena de la vida que nadie saliera de su casa. Algunos de los peores almagristas querían sacar el cadáver de Pizarro arrástrandolo hasta la plaza y cortarle la cabeza para dejarla a la expectación pública: los ruegos del obispo de Lima y la interposición de algunas otras personas, valieron para que no tuviera lugar este nuevo atentado. Almagro dio permiso para que se sepultara el cuerpo del Marqués. Juan Barbarán, que le había servido, y su mujer, sin más tiempo que para envolverlo en su manto blanco de caballero de la orden de Santiago, lo hicieron cargar por unos negros que abrieron un hoyo en un patio al lado de la catedral, donde quedó enterrado. Recogiéronse las armas y caballos que se encontraron en la ciudad; y se cometieron cuantas tropelías y excesos tienen cabida en las ocasiones de perturbación, de licencia y venganzas. Tomó Almagro los quintos del Rey y los fondos que había en la caja de bienes de difuntos: que nada bastaba para socorrer a sus desnudos partidarios. La casa de Pizarro fue saqueada lo mismo que las de su hermano Alcántara, del secretario Picado y otras, calculándose que lo extraído de la primera valía más de cien mil pesos, algo menos las pertenencias de Picado, y como 15000 pesos las de Alcántara: los demás robos de aquel día, en que una soldadesca famélica y feroz nada respetó, subieron a un valor bastante considerable; sólo al conquistador Diego Gavilán le tomaron 14000 pesos de oro. Fueron presos el licenciado don Benito Suárez de Carvajal, su hermano el factor, don Gerónimo Aliaga, don Rodrigo de Mazuelas, don Diego de Agüero y muchos otros vecinos y militares antiguos. Atemorizada la población con los desórdenes que estos y otros excesos traían consigo, los religiosos de la Merced sacaron al Santísimo Sacramento por las calles   —152→   a fin de procurar terminase tan espantosa confusión, y se disminuyesen los males dando entrada a la tranquilidad que había desaparecido. Quitáronse las varas filos alcaldes Alonso Palomino y Juan de Berrio reemplazándolos con Francisco Pérez y Martín Carrillo. El Cabildo acordó, para excusar mayores desgracias, reconocer por gobernador del Perú a don Diego Almagro; y se nombró por teniente gobernador de Lima al capitán Cristóval Sotelo: Juan de Rada era el consejero y director de Almagro.

No podía quedar en el olvido en medio de las persecuciones, Antonio Picado el secretario de Pizarro. Se hallaba oculto en casa del tesorero Riquelme, y siendo buscado allí, parece que su mismo protector indicó el lugar en que podía tomársele. Apenas preso, se exigió de él revelase donde estaban las riquezas y papeles de Pizarro; y como dijera en repetidas ocasiones que nada sabía sobre el particular, se hizo uso de la fuerza poniéndolo en tormento. Lo mismo iba a sufrir Hurtado mayordomo de Pizarro, quien dijo que éste no tenía más que lo encontrado en sus habitaciones. El testamento del Marqués, luego que se encontró, lo abrieron y guardaron después de enterarse de él. Tenían ya desnudo a dicho Hurtado para colocarlo en el potro, cuando lo impidió Rada, dejándolo volver a su casa. A Picado se le condenó a muerte para el siguiente día, 29 de setiembre, en que fue degollado.

Al nuevo gobierno iban acercándose diferentes personas; militares y vecinos que se proponían estar en su gracia, para lo cual le manifestaban adhesión, y razones que hallaban en esos días para dar por buenos los títulos ilegítimos de una usurpación. Mostrábanse deseosos de servir a Almagro y lo rodeaban con promesas de sostenerlo; bien que reservando muchos su falsía para cuando fuese tiempo de abandonarlo si la fortuna se le retiraba. Luego veremos cuántos le faltaron al presentarse en el país el comisionado regio Vaca de Castro reuniendo elementos para oponerse al progreso y estabilidad de Almagro. A los que tenían a su cargo las provincias, les escribieron excitándolos para que se adhiriesen al nuevo caudillo, y le reconociesen por su general y gobernador. Produjeron favorable resultado esas invitaciones, y fueron sometiéndose las más de las autoridades, aceptando el hecho consumado que a todos tenía atónitos. Guamanga fue la primera ciudad que con Vasco Guevara se declaró por Almagro. Diego de Mora que mandaba en Trujillo se le ofreció antes que ninguno. Juan Diente, que era muy trotador, marchó al Cuzco, y para conocer el estado de las cosas se ocultó en el convento de la Merced. El comendador, fraile turbulento y amigo de Almagro, salió a la plaza con otro religioso de su jaez y 70 hombres armados que juntó: y pidiendo a voces que se reuniera el Cabildo, hizo notoria la revolución acaecida en Lima y la muerte del Marqués que todos ignoraban, a fin de que se procediese a aceptar al nuevo Gobernador.

Estaba avecindado en la ciudad el capitán don Gabriel de Rojas hombre de espera y cautela, que había dado en diversas ocasiones pruebas de circunspección en el mando, antecedente por el cual se le respetaba mucho y aún estimaba. Por su tolerancia había en el Cuzco más de 80 militares del bando Almagrista que se armaron y amotinaron invitados por el mercedario. Rojas a quien escribieron los de Lima, adoptó el medio de ser indiferente a lo que pasaba.

El alcalde don Pedro Portocarrero que tenía la autoridad por Pizarro y debía continuar en ella según prevención de Almagro, salió armado a la plaza: allí le requirió el comendador para que reuniera el Cabildo y reconociera por gobernador a don Diego. Visto el asunto con los alcaldes Diego de Silva y Francisco Carvajal, y los regidores Hernando Bachicao   —153→   y Tomás Vásquez Portocarrero sobrecogido expuso que «con la muerte del Marqués había terminado su comisión: que ellos tomasen la vara dándola a quien quisiesen». Se negó a los ruegos que le hicieron, y el chistoso Carvajal le dijo «que la dejara si tanto temía; y que mayor señor que él había sido Julio César y al cabo lo mataron». A los gritos de los tumultuarios fue proclamado Almagro y nombraron por teniente gobernador a don Gabriel de Rojas.

Muchos vecinos del Cuzco desaprobando lo hecho con tanto escándalo entre ellos Gómez de Tordoya, Juan Vélez de Guevara y Diego Maldonado, salieron para el Collado donde se juntaron con el licenciado Antonio de la Gama; Portocarrero que escapó de la prisión en que le tenían, siguió al mismo destino con Pedro de los Ríos, el capitán Castro Francisco Villacastín, Gerónimo de Soria, Gonzalo de los Nidos, etc. Los alcaldes y regidores no pudieron marcharse como deseaban, porque los almagristas tenían mucha cuenta de ellos.

Es de saberse que el capitán don Pedro Álvarez Holguín había expedicionado con fuerzas, y de orden de Pizarro, para descubrir territorios al Este de las provincias de Carabaya y Azángaro; y aunque los del Cuzco dudaban de él porque iba descontento del Marqués, y presagiando la revolución de Lima, determinaron desde el Collado invitarlo para que se decidiera a volver atrás con su tropa, y restableciese el orden combatiendo contra Almagro. Ofrecíanle el puesto de capitán general en que tendría ocasión de hacer importantes servicios.

El mensaje se encomendó al capitán Martín Almendras; quien acababa de llegar a Ayaviri donde estaban los dichos emigrados del Cuzco. Venía de Chuquisaca para verse con Holguín trayendo una embajada enteramente igual de parte de los vecinos notables. Fue alcanzado Holguín, y regresándose por la Paz aceptó el plan, asegurando que él vengaría la muerte del marqués Pizarro. Gómez de Tordoya partió de Ayaviri para Chucuito con 25 hombres que había juntado. Allí se hizo la reunión con Holguín y resolvieron venir sobre el Cuzco. Enviaron un agente a Chuquisaca a solicitar la cooperación activa del capitán don Pedro Anzures del Camporredondo, y que se encaminase al Cuzco con cuanta fuerza le fuese posible.

Holguín avanzó con 50 soldados de caballería, y al aproximarse al Cuzco, Gabriel de Rojas y el Cabildo manifestaron que aunque aparecían dependiendo de don Diego Almagro, nunca sería para apartarse del servicio del Rey y que creían no tenía derecho Holguín para titularse capitán general. Él entró en la ciudad con gran ruido, convocó a Cabildo para que le recibieran en ese carácter, lo cual fue preciso hacer porque la tropa rodeaba la casa municipal: esta violencia no dio lugar a sostener la autoridad de Rojas. Negose Holguín a dar fianzas, y prometió no hacer cosa sin consulta de los vecinos más leales y experimentados. No a todos acomodó este cambio, que como era regular disgustó a los partidarios de Almagro; y así el resto de los militares que sirvieron en tumulto a las miras del comendador de la Merced, fugaron de la ciudad para venirse a Lima. Holguín los mandó perseguir con el capitán Nuño de Castro y se aprisionaron más de 40 a los cuales en breve les dio soltura.

En Arequipa donde gobernaba Cristóval Hervaz, fue reconocido don Diego de Almagro por gobernador y general. Cuando esto se supo, en el Cuzco, envió Holguín a Francisco Sánchez comisionado para promover una reacción, y para que reuniese gente y llamase al Cuzco a los que acababan de llegar de España venidos por el estrecho de Magallanes en   —154→   un navío remitido con mercaderías por el obispo de Placencia. (Este buque trajo las ratas que antes no se conocían en el Perú).

Por el norte se complicaban las cosas, sin embargo de las disposiciones previsoras de Almagro y de Rada. Alonso Cabrera camarero de Pizarro, que estaba en Guaylas, había juntado gente y trabajaba por armarla. Rada le escribió para que desistiese de su propósito, y llamando a Lima le ofreció entregarle los hijos del Marqués. Mas Cabrera le dio una contestación amenazante; y con esto marchó García de Alvarado contra él, llevando 50 hombres. Lo hizo prisionero con otros, quitó el mando de Trujillo a Diego de Mora, y se encaminó para Payta después de tomarse los recursos que encontró sin perdonar lo que había de bienes de difuntos.

Alonso Alvarado que mandaba en Chachapoyas, desoyó el llamamiento y ruegos de don Diego Almagro y de Rada: éste hasta se valió del mismo Antonio Picado, a quien después degollaron, para que en una sarta que le hizo firmar, catequizase a Alvarado que era su íntimo amigo, como que juntos habían venido en la expedición de Guatemala. En Chachapoyas se celebró cabildo, y rechazadas las pretensiones de Almagro, fue nombrado don Alonso gobernador y capitán general de la provincia para defenderla de toda invasión extraña a los intereses del Rey, cuyo nombre encubría la ambición de mando que dominaba a tantos en el desgraciado Perú. Alvarado envió a Pedro Orduña en demanda del Licenciado Vaca: se preparó para la guerra, llegó a contar con una regular fuerza; y porque carecía de armas hizo construir lanzas y coseletes de plata. Fuera de esto llamó de Moyobamba a Juan Pérez de Guevara los que le obedecían, y tentó arbitrios secretos para que en Trujillo se operase un movimiento contra Almagro.

García de Alvarado entró en Piura donde hizo reconocer a don Diego, prendió al licenciado García León por sospechoso, se apoderó de las cajas reales, mandó cortar la cabeza a Alonso Cabrera, a Hernando de Villegas, Francisco Vozmediano y otros prisioneros, de orden de Juan de Rada, porque se descubrió que desde Guaylas habían escrito a Piura en daño de la causa de Almagro.

El obispo del Cuzco fray Vicente Valverde al saber el fin de Pizarro, se vino a Lima cuidadoso de la suerte del doctor Juan Velázquez, teniente de Justicia, que era su hermano y se hallaba preso. Logró hacerlo fugar, y en seguida ambos se embarcaron con ánimo de ir a reunirse al licenciado Vaca de Castro. Llegaron a Puna, y allí tuvieron muerte trágica dada por los indios.

Llegaron de España D. N. Orihuela con pliegos del Rey para Pizarro, y un doctor Niño que venía a servir de abogado al Marqués en la causa de residencia que debía formarle Vaca. Orihuela, ligero para hablar, se expresaba imprudentemente, y lastimaba a don Diego Almagro en público, y sin el menor recato; lo cual le costó la vida pues Rada le hizo degollar, diciendo que para contener a otros apelaba al rigor, ya que de nada aprovechaba la indulgencia y la suavidad.

Así andaban las cosas: unos trabajando por Almagro y sosteniendo que había sido bien ejecutado Pizarro que no obedecía al Rey, y cumplía sólo las órdenes que le convenían o eran de su agrado; otros oponiéndose a los que tiranizando las provincias hollaban los respetos y derechos del monarca: de modo que el nombre del Soberano servía a todos para encubrir sus tórridas pasiones, y dar rienda suelta a la anarquía de que necesitaban para saciar su codicia y sed de mando.

Entre tanto el licenciado don Cristóval Vaca de Castro, Presidente de la Audiencia de Panamá, y comisionado Regio para la pacificación   —155→   del Perú llegó al puerto de la Buenaventura y empleó 30 días de marcha hasta Cali donde estuvo muy enfermo tres meses. Se ocupó de transigir las diferencias que tenían en discordia a los Adelantados Andagoya y Velalcázar, y pasando a Popayan tuvo allí noticia de la muerte de Pizarro de que no mostró pesar...

Serios eran, y no podían ser menos, los cuidados de don Diego Almagro que no perdía tiempo en hacer con actividad sus preparativos militares. Como es de ordinario en los casos de turbulencia, la moral y la disciplina estaban relajadas, y las rivalidades y desmanes de algunos turbaban el sosiego y la armonía, dificultando la obediencia. Rada quitó al capitán Francisco Chávez una india, que amaba, para devolverla a Cristóval Sotelo, a quien aquel se la había arrebatado malamente. Quedó Chávez tan ofendido que se presentó a don Diego y entregándole sus armas y caballo le dijo no querer ya continuar en su amistad. Por este desacato quiso Rada castigarle, y en el altercado que ocurrió entre algunos con este motivo, dijo Francisco Núñez de Pedroso, que si a Chávez se le arrestaba, había de hacerse lo mismo con él. Así se verificó y los dos pasaron presos al Callao donde los embarcaron con el Bachiller Henríquez que abogaba por Chávez. Levantose con esto gran murmuración y pareceres encontrados que anunciaban algún disturbio. Mas en estos lances es fuera de duda que el despotismo a veces haya salido para cortar un mal que amenaza de cerca. Diose muerte a Chávez y al Bachiller, desterrando a Núñez de Pedroso: crueldad del peor carácter, porque antes de morir Chávez se mostró arrepentido y porque se vengaba de él Juan de Rada a quien zahería siempre en las conversaciones.

Pedro Anzures del Campo Redondo con noticia de los sucesos que los del Cuzco le comunicaron, desistió de una expedición en que estaba empeñado hacia los Andes y volvió a Chuquisaca con la fuerza que mandaba. Allí se trató en Cabildo de las circunstancias de peligro que atravesaba el país, y se resolvió que Anzures se pusiese en marcha como lo hizo, dejando encargado de la autoridad territorial a Francisco Almendras. Sacó 52 soldados de a caballo y vinieron en su compañía Gaspar Rodríguez Henríquez su hermano, Garcilaso de la Vega, Pedro Hinojosa, Lope de Mendieta, Diego Centeno, Luis Perdomo, Alonso Mendoza, Juan Carvajal, Diego de Rojas, Alonso Camargo, Diego López de Zúñiga y otros capitanes y militares de cuenta. Se dirigió a Arequipa, en cuya ciudad se pusieron de acuerdo con los que allí estaban invitados de antemano por Holguín; y sin más demora que la precisa, marcharon al Cuzco donde se sometieron a órdenes de Holguín: este dio a mandar las compañías de Caballería a Anzures y a Garcilaso, y sujetó a prisión a don Alonso Montemayor que estaba allí con poderes secretos de Almagro, y había trabajado en vano por atraer a Holguín en favor de su causa, porque este había sido amigo del padre de don Diego.

Alonso Alvarado en Chachapoyas ordenó al mayor Carrillo que juntándose con Melchor Verdugo en Cajamarca, y con Aguilera en Guamachuco, procurasen aprehender y matar a García de Alvarado cuando transitase por Trujillo para volverse a Lima. Don Alonso envió emisarios a Quito para entenderse con Vaca de Castro; y salió de Chachapoyas a situarse en paraje ventajoso para poder emprender las operaciones que meditaba.

Vaca llegó a Pasto y avanzó a Quito. Hizo uso del nombramiento que tenía para gobernar el Perú en caso de fallecer Pizarro, y tanto el capitán Pedro Puelles que mandaba en Quito, como el Adelantado Velalcázar, que se le reunió con cuanta tropa tuvo disponible, prestaron acatamiento la cédula Real, y reconocieron la autoridad superior de dicho   —156→   magistrado. Se pensó que Vaca debía volver a Panamá y alistar una escuadrilla que con fuerza de desembarco se presentase en el Callao: pero atendida la dilación que este plan ocasionaría, sabiendo por otra parte que se podía contar con don Alonso Alvarado y la gente que le obedecía, se resolvió que el nuevo gobernador entrase cuanto antes en el Perú, y se abriese la campaña. Vaca trasmitió sus despachos a todas las ciudades, enviando al efecto comisionados los más a propósito por su inteligencia y buena fe. De Guayaquil y otros lugares acudió alguna gente de armas y Pedro Vergara ofreció desde Jaén cooperar por su parte con todo lo que pudiese.

En cuanto se supieron en el Cuzco el arriba de Vaca, a Quito y las demás novedades, se preparó Holguín para salir con toda la fuerza que existía, marchar por el interior hasta reunirse con él, batir don Diego Almagro si lo encontraba al paso o intentaba cruzarse en su itinerario. Al transitar por Guamanga, la ciudad se le sometió huyendo Vasco de Guevara porque no pudo hacer otra cosa.

Don Diego de Almagro que nada ignoraba de la acumulación de elementos que contra su poder iba haciéndose, comprendió lo difícil y grave de su situación, y que le amenazaban ya de cerca peligros que era preciso vencer con actividad y destreza. Embarazábanle en su conflicto las distinciones y rivalidades que había entre algunos de los suyos. Gómez de Alvarado y Juan de Saavedra no se conformaban con que Juan de Rada hiciese el primer papel en el ejército siendo inferior a ellos en su carrera y antecedentes militares. Estos y otros tropiezos, fueron allanándose en la apariencia, y según lo permitía la urgente necesidad de obrar con rapidez. Vacilaba Almagro en medio de diversos dictámenes: unos querían abrir la campaña contra Vaca, otros ir sobre Holguín, ocupar el Cuzco, robustecerse allí, y esperar qué semblante tomaban las cosas en Lima y demás provincias: de este parecer fue Cristóval Sotelo.

Moviose el ejército para Jauja quedando en la capital como gobernador Juan Alonso Badajós. Llegó Almagro 517 hombres bien armados, los 280 de caballería; los demás, infantes con picas y arcabuces, y 5 piezas de artillería. Juan de Oleas era sargento mayor: Cristóval Sotelo, García de Alvarado y Juan Tollo, capitanes de la caballería: Diego Hoces, Martín Cote y N. Cárdenas de la infantería. Juan de Rada, aunque robusto, estaba avanzado en años, y cansado de la mucha fatiga, por lo cual no podía ya gobernar; y enfermo tuvo que separarse, rogando a Almagro nombrase para reemplazarlo a Cristóval Sotelo y García de Alvarado. Volviéronse a Lima el factor Yllén Suárez de Carvajal, Gómez de Alvarado, Juan de Saavedra y Diego de Agüero personas muy principales que abandonaron la causa de aquel.

En Jauja la opinión no favorecía a don Diego Almagro, y habían avisado desde antes a Holguín que se aproximaban tropas de Lima. Holguín hizo adelantar una partida con Gaspar Rodríguez la cual sorprendió doce hombres enviados de descubierta por Almagro, de los cuales fueron ahorcados dos, y los demás puestos en libertad de orden de Holguín, quien les encargó dijesen a los de Almagro, «que pasaba para Cajamarca, y no quería batirlos por darles tiempo para que pidieran perdón por los daños que habían hecho».

Uno de esos hombres, ganado por Holguín, fue el primero que llegó y dio otras noticias. Sospechó Almagro de él, se lo dio tormento y en su misma delación consistía el ardid tramado por Holguín para hacer creer que su plan era muy distinto: a este espía Almagro lo hizo morir ahorcado. Sotelo quiso tomar un camino conveniente para alcanzar a Holguín y evitar se uniera con Alonso Alvarado; pero Rada, aunque sin   —157→   mando por su falta de salud, determinó seguir a Jauja. Agraviose Sotelo y dio su dimisión creyendo no debía haber más que una cabeza. Holguín fue feliz en pasar de Jauja con fuerza inferior y en buen orden; suceso que se debió a la inacción de sus contrarios. Juan de Rada murió en Jauja dejando un vacío irreparable en el ejército de Almagro que se encaminó al Cuzco. Holguín se situó en Huaraz esperando instrucciones del Licenciado Vaca. Alvarado sin querer juntar sus tropas con las de aquel, se vino a Caraz y determinó también aguardar al Gobernador. Ambos rogaban a Vaca se apresurase para no dar tiempo a Almagro de obtener aumento y ventajas en el Cuzco. En esta ciudad se había prestado obediencia a la cédula real y reconocido a Vaca su autoridad, tomando el mando el licenciado Antonio de la Gama. El agente de esta transformación había sido Gómez de Rojas quien, logrado su objeto, regresaba a dar cuenta a Vaca, y fue tomado prisionero en el camino.

A Rada reemplazó en el mando del ejército Almagrista, García de Alvarado, continuando Sotelo en calidad de maestre de campo. A este se le hizo ir al Cuzco para que volviese la ciudad a obedecer a don Diego; y porque García de Alvarado no obtuvo esta comisión como lo apeteció, quedó resentido, y mostraba ya tibieza en el servicio. Sotelo cambió a todos los funcionarios del Cuzco: secuestró el caudal y demás bienes de Francisco Carvajal, de Bachicao y otros que estaban en las tropas de Holguín, y envió a Chuquisaca a Diego Méndez (que era sobrino del célebre Rodrigo Orgóñez) para restablecer allí el poder de Almagro, lo que consiguió pasando en seguida a Porto de cuyas minas tomó ingente cantidad de oro de los particulares, y como 60 mil pesos de plata, armas, caballos etc. Confiscó y puso en cabeza de don Diego Almagro los indios de las haciendas del Marqués que eran riquísimas. Lo mismo hizo con los repartimientos de Diego y Cristóval de Rojas, de Pedro Anzures, de Garcilaso de la Vega otros vecinos.

Vaca de Castro fue conociendo a los hombres con quienes tenía que entenderse, y vio que si los del bando contrario eran unos rebeldes, cuya obstinación nacía del crimen de haber dado muerte al gobernador Pizarro, más que de una intención clara de negar la obediencia al Rey; los que aparecían defendiendo la real autoridad, y blasonando de ser sus fieles servidores, abrigaban pasiones las más innobles, y se hallaban dominados de ambición y envidia ilimitadas.

En ellos era habitual la discordia y el odio recíproco que los ponía en continua inquietud y recelos, fulminando acusaciones y calumnias para dañarse unos a otros: y esta relajación de la moral, este violar los respetos sociales en todos sentidos, habían traído siempre por consecuencia fatal, la deslealtad, las depredaciones, y los más crueles asesinatos.

Alonso Alvarado creyó degradarse si se reunía a Holguín a quien no había de obedecer, Holguín en vez de subordinarse a aquel, se titulaba capitán general, quería ser solo, que todo apareciese obra suya y nadie le igualase en merecimiento. Lorenzo Aldana enemigo de Velalcázar le malquistaba cerca de Vaca hasta el punto de hacerle sospechoso y causar su separación.

En el campo de Holguín se levantó un partido que decía deberse todos los sucesos del Cuzco a Gómez de Tordoya, y le atribuían cuanto bueno se hacía. Mandolo aprehender Holguín creyendo que empañaba su fama: pero Tordoya abandonando su puesto, se puso en marcha para ir a presentarse a Vaca en unión de Garcilaso de la Vega, su primo, a quien expulsó Holguín. Y aunque este arrepentido les escribió llamándolos, ellos se negaron a volver. Otras muchas contradicciones y desabrimientos   —158→   rodeaban al nuevo gobernador del Perú, expuesto a desaciertos y a caer en las asechanzas de tantos díscolos incapaces de buena fe ni arreglo en sus procedimientos.

Vaca salió de Quito, y en su marcha viniendo a Piura, se le incorporó con varios otros Diego de Mora, el que mandando en Trujillo se ofreció y sometió de los primeros a don Diego Almagro. Aquel Bachiller Francisco Núñez de Pedroso que fue desterrado por éste cuando la muerte del capitán Chávez, también fue a reunirse al licenciado Vaca; pero no se lo presentó de temor, porque fue cómplice del asesinato de Pizarro; y siendo difícil obtuviese perdón, lo acogió Velalcázar enviándolo como incógnito a Popayan. Súpolo Vaca por Aldana, y reprendiendo al Adelantado, mandó perseguir a Pedroso, mas no pudo ser habido. Irritado el gobernador con Velalcázar por varias otras causas había querido hacerle volver desde Tomebamba, y si no se lo ordenó, fue porque podía alterarse la tropa, razón que lo inclinó a diferir su acuerdo para mejor oportunidad.

Entró Vaca en Piura donde encontró a los hijos de Pizarro con la viuda de Alcántara, y les ofreció castigar a los asesinos de su padre, y mandar se les devolviesen sus bienes. De allí envió en traje de indio un emisario a Lima con la cédula real de su nombramiento, la que manifestada al cabildo produjo los efectos deseados; pues la capital sustrayéndose de la causa de Almagro, declaró reconocer al nuevo gobernador. Luego que Vaca tuvo a su lado la gente armada que vino de Jaén, envió orden a Velalcázar para que regresara a su gobierno de Popayán; se reprobó mucho que esta intimación se la dirigiese por medio de Lorenzo Aldana. El Adelantado contestó que por cuanto en eso recibía agravio, suplicaba quedase sin efecto tal mandato. El gobernador insistió en un decreto, que expresaba «convenir dicha providencia al servicio del Rey». Velalcázar entonces intentó preparar a sus soldados para ir con ellos a hablar al gobernador. Avisado Vaca, sospechó alguna violencia; pero Velalcázar al presentársele le expuso, con moderación los motivos por qué interesaba a su honor se revocase la orden dada para su separación, hasta el término de la campaña. Vaca de Castro le respondió: que sin poner en duda su lealtad, tenía que desaprobar su conducta en lo hecho para favorecer a Pedroso; que además, el Adelantado sin sentir la muerte de Pizarro, había aprobado sin cautela alguna que don Diego Almagro vengase la de su padre; y que le amonestaba para que se retirase a su gobernación, pues allí eran muy necesarios sus servicios, mientras que él contaba ya con fuerzas suficientes. Quiso replicar Velalcázar, pero el gobernador se lo impidió asegurándole que le complacería en no informar a la Corte nada que pudiera servirle de nota: dícese que no lo cumplió, y que hizo lo contrario para dar color de justicia a su resolución. Ella, es cierto que dio ansa a la crítica y al descontento, porque agravió a un capitán tan distinguido; y el gobernador aparecía como muy ligero en haber dado crédito a los enemigos del Adelantado.

Vaca con todo esto empezó a dar señales de que más se enderezaba a castigar a los culpables de la muerte del marqués, que a pacificar el país sin el empleo de las armas, exponiéndose acaso a un revés.

Los de Almagro tenían que hacer el último esfuerzo del despecho viendo cerradas las puertas del perdón que ansiaban; pues por lo demás ellos no pensaron en desconocer la autoridad del Soberano; y por eso fue que Rada, dando sus consejos, evitó un lance con la fuerza de Holguín, para que no se dijera que Almagro combatía a las tropas que militaban en nombre del Rey. No cabe duda que de otro modo, Holguín no hubiera podido salvar en su paso por la provincia de Jauja.

Vaca llegó a Trujillo, y de Santa penetró a Huaylas. Fueron tantos los   —159→   informes opuestos que recibía en cuanto a las personas, y tantas las acusaciones y malicias en que cada día entraba según su envidia y mala voluntad, que el gobernador se halló circundado de dudas y desconfianzas. Pero bastante acertó al expedirse en medio de aquellos manejos que el cronista Antonio Herrera marca con la denominación de «vieja costumbre de chismerías y zizañas del Perú». Él amonestó a unos, impuso o amenazó a otros, y trató de conducirlos a buen sendero, sin omitir ofrecimientos y recompensas, que era el modo de estimularlos. Se posesionó del mando de las diferentes tropas que hizo reunir: retuvo para sí el cargo de capitán general, obligando a Holguín a conformarse con ocupar el segundo lugar en el ejército.

Volvemos a don Diego Almagro que entró en Guamanga donde se le recibió de una manera satisfactoria. En su ejército no cesaban la discordia y los disturbios, que surgían de la ocurrencia más insignificante. Por ausencia de Sotelo hacía de maestre de campo Martín Carrillo el cual llevaba preso a un Baltanas a quien sus amigos salieron a defender con tal ruido, que tuvo Almagro que acudir, espada en mano, a sostener lo hecho por Carrillo. Éste tenía en su tienda a dicho Baltanas, y sin más que haber entrado en ella el capitán Juan Balza, mandó a un negro que matase al preso, así sucedió. Y como este era favorecido de Sotelo, Carrillo se unió a García de Alvarado diciendo eran ya insufribles los caprichos de Sotelo, con lo que Alvarado, que no le quería, dio ensanches a su odio, guardándolo para su regreso de Arequipa a donde iba en comisión. Almagro y sus tropas ingresaron al Cuzco en medio de mucha celebridad y manifestaciones de adhesión que prepararon sus partidarios. Allí se le juntó Diego Méndez con los crecidos recursos que extrajo de Porco: se incorporaron muchos soldados, se fabricó pólvora bastante buena, se fundió artillería; y fueron estos los primeros cañones elaborados en el Perú. Entendía en ello el capitán Pero Candía, y varios otros griegos a quienes se conocía con el nombre de «levantiscos». Y porque tres piezas salieron mal fundidas se sospechó de él, y sus enemigos lo atribuyeron a mala intención. Construyéronse muchas armas y otros artículos militares. El Inca «Manco» puso a disposición de Almagro los armamentos que los indios habían recogido y que él conservaba. Por entonces don Diego mandó embajada a Vaca de Castro requiriéndole para que no usase de la fuerza contra él, y se contrajese a su oficio de gobernador hasta que se recibiesen órdenes del Rey de las cuales no se apartaría él ni un punto.

Juntó don Diego a todos sus oficiales y les dirigió las palabras siguientes:

«Que por la fidelidad, que su padre tuvo al Rey y el autoridad con que en aquel reino estuvo, y por no apartarse del amor, que al servicio real tenía, le dieron aquella desastrada muerte, que a todos era notoria; y que demás de esto, muchos de los presentes habían pasado, juntamente con él, las calamidades, y trabajos, de que bien se podían acordar, por la crueldad de don Francisco Pizarra que fueron tantas, y tales, que muchas veces, por salir de aquellas desventuras, deseó la muerte, que el Marqués trataba de darle; por lo cual, y por vengar la de su padre, le habrá prevenido. Y que porque nadie pensase, que aquello tenía que ver con el servicio del Rey, en el cual pensaba permanecer, ni que se entendiese, que el tratar del Gobierno era cosa de su deservicio, pues que habiendo dado a su padre el del Nuevo Reino de Toledo, y se lo habrá renunciado, con facultad del Rey, que para ello tenía, los rogaba, que viesen las provisiones, que trataban de ello; porque su intención no era apartarse en nada de lo que por ellas el Rey lo concedía, sino entrar en la posesión de lo que sus enemigos le   —160→   habían usurpado, para servir al Rey; y hacer a todos el bien, que tenía obligación; y que así los suplicaba que no le desamparasen, hasta ver lo que el Rey mandaba; porque Vaca de Castro no llevaba poderes, para quitarle la gobernación, si ya no fuese tan ambicioso, que ampliando sus comisiones, quisiese hacer lo que no se le mandaba (como parecía que iba mostrando) pues se había juntado con sus enemigos, so calor de que había levantado bandera por el Rey, por sus particulares oculares fines, e intereses».


Se leyeron las reales provisiones, inflamáronse los ánimos en favor de la razón y justicia que, según ellos, asistían a Almagro maldijeron al Cardenal Loayza protector de los Pizarros y del licenciado Vaca; y formando un altar, juraron capitanes y soldados, ante la cruz y el misal, por gobernador y superior a don Diego prometiéndole fidelidad hasta morir.

García de Alvarado cometió en Arequipa no pocos excesos: mató a Montenegro y no perdonó medio para saciar su avaricia. Sotelo cuando supo el asesinato de Baltanas, y la confabulación de Carro y Alvarado contra él, se revistió de prudencia y disimuló: pero Alvarado con su habitual altivez se opuso al nombramiento hecho por Sotelo en Juan Gutierres Maraver para capitán de la gente del Cuzco. La disciplina la sostenía Sotelo con vigor, reprimiendo los abusos de muchos en perjuicio de los indios. Mandó ahorcar a dos soldados de apellido Machín que habían atropellado la casa de don Gabriel de Rojas y hecho en ella un homicidio. Empeñáronse muchos en libertarlos: Almagro sostuvo a Sotelo; pero Alvarado y el capitán Saucedo exigieron el perdón y con graves amenazas. Sotelo los despidió con aspereza y dispuso la ejecución de uno de los reos. La cólera de Alvarado creció con esto, y confederándose con Carrillo y los capitanes Rodrigo Martínez, Juan Rodríguez y otros, buscaron prosélitos, haciendo gastos, y se esmeraron en malquistar a Sotelo, Alvarado determinó matarle, aunque se hallase enfermo en cama, y entró a su alejamiento con Juan García de Guadalcanal y Diego Pérez Becerra. Cambiáronse insultos y ofensas: Alvarado desnudó su espada; y el capitán Balza que allí estaba, quiso contenerlo abrazándolo. Levantose Sotelo, tomó una capa y su espada para defenderse, pero a pesar de Balza lo mató Guadalcanal. La pérdida de Sotelo atrajo grandes males a don Diego Almagro: el alboroto fue terrible, y todos clamaban por justicia en castigo de hecho tan atroz. Turbose don Diego porque la insolente audacia de García Alvarado se entendió hasta intentar su muerte y alzarse con el mando. Eran muchos los parciales del delincuente, y aunque Almagro se propuso tomarlo y llamó a las armas, viéndose con poco apoyo, se entró desconsolado en su aposento a lamentarse de su situación y de la imposibilidad de hacerse obedecer. Alvarado habiéndosele prevenido que no saliese de su casa, despreció la orden con mayor desvergüenza. A pesar de todo, Almagro hizo reconocer por capitán general a Juan Balza, y dio la compañía de Sotelo a Diego Méndez que no era amigo de Alvarado. Lo que pasó a Cristóval Sotelo en aquel ejército fue efecto del odio que se concentra siempre entre militares corrompidos y ruines, contra el que procede bien, sostiene la moral, y corrige los desvíos opuestos a la disciplina. Alvarado reclamó el puesto de capitán general, y Almagro obligado por sus amigos, entre ellos el mismo Balza, tuvo que conferírselo. Luego que leyó Alvarado el nombramiento, notando que no era tan amplio que le permitiera mudar por sí a los oficiales, lo rasgó con mucha ira quejándose de que se le restringía el poder. Se le dieron satisfacciones hasta descender al triste efugio de culpar al que escribió el título y se le otorgó otro tal cual lo deseaba. Por aquí podrá colegirse cuan falsa y degradada era ya la posición   —161→   de Almagro: suerte ordinaria y común de los gobiernos que suelen armar el brazo de militares indignos y aspirantes, sin advertir que esa protección les da poder que de seguro ejercen después contra el mismo que imprudente y confiado se las dispensa...

Alrededor de Alvarado había hombres que le aconsejaban matase a Almagro y se compusiese con Vaca de Castro, idea que desde luego no le era desagradable. Pedro de San Millán, cómplice de la muerte de Pizarro, era un hombre con prosélitos, porque siendo pródigo, había repartido más de ochenta mil pesos a los soldados. Éste convidó a comer a García de Alvarado, que le aceptó la invitación a sabiendas de que aquel convidaría también a Almagro y otros con la mira de reconciliarlos. Alvarado se convino con los suyos para matar en el banquete a don Diego, a Alonso Saavedra, a Diego Méndez, Diego Hoces, Juan Gutiérrez Maraver y otros amigos de Sotelo, después de lo cual se someterían a Vaca. Y como Alvarado pidiese a don Diego no dejara de asistir, éste entró en malicia, y prestándose a ello, trató en secreto con sus amigos sobre matar a Alvarado en el mismo convite. Conjuráronse a este propósito Méndez, Balza, Maraver, Hoces, y algunos más. Todos estuvieron en la mesa en aparente armonía, y como habían de permanecer en casa de San Millán hasta cenar, reservaron para entonces los unos y los otros la ejecución de sus crueles proyectos. Almagro se acostó fingiendo indisposición, y se hizo guardar por unos arcabuceros. A la hora de la cena Alvarado hizo llamar a don Diego, quien contestó iría, a pasar de hallarse algo enfermo, por no privarse del placer de estar con ellos. Luego pasó Alvarado a verlo despreciando el aviso que Carrillo le dio de que iba a ser muerto. Cerrada la puerta luego que entró, Juan Balza se abrazó de él imponiéndole prisión. Saltó Almagro y dijo «Preso no, sino muerto» y le hirió en la cabeza: otros le dieron estocadas y lo acabaron: estos fueron Alonso Saavedra, Diego Méndez, y algunos más que estaban en la habitación. Zárate y Gomara que refieren este caso dicen que la puerta la cerró Pedro Oñate. Don Diego perdonó a los demás, que se le humillaron mucho, y con esto se consiguió la quietud que no podía obtenerse de otra manera.

El gobernador Vaca se puso en marcha para Jauja, y dejando el ejército a Holguín su maestre de Campo, se vino a Lima y entendió en diferentes arreglos: surtió de lo necesario y alistó cuatro buques que había en el Callao, reunió muchos recursos para el ejército y un refuerzo de gente. Anzures que había ido a Piura a secuestrar los bienes de un vecino apellidado Santiago, regresó con 18000 pesos, dejándolo preso por amigo de Almagro. Prontamente se volvió el Gobernador a Jauja con una compañía de caballería que encargó a Gómez de Alvarado, y otra de infantería que dio a Juan Vélez de Guevara. A su llegada envió a Diego de Rojas a ocupar Guamanga. La armada del Callao quedó al mando de Juan Pérez de Guevara. Vaca tuvo luego que amistar a Holguín con Alonso Alvarado que habían llegado al extremo de citarse para un desafío.

Los indios del tránsito del Cuzco a Guamanga cortaron el camino, y tomando una partida de soldados que Almagro remitió de descubierta con su oficial Aguirre los mataron a todos. Don Diego salió del Cuzco con sus tropas dejando el Gobierno a Juan Rodríguez Barragán. Hizo matar a Pedro Picón, Alonso Díaz, y Juan Martínez porque le traicionaban, y puso en prisión a Martín Carrillo y otro que habían sido de la intimidad de García de Alvarado, y preguntando a un amigo de Arequipa qué haría con ellos, éste le contestó «ni dejarlos, ni llevarlos» pero los dejó libres sin seguir el tal consejo. Pasado el Apurímac hallaron movida en   —162→   contra la provincia de Andahuaylas, y don Diego mandó con poderes para tratar con Vaca, al licenciado Gama. Vaca de Castro exigió que fuese Balza y algún otro oficial superior. Desde Vilcas, el 4 de setiembre de 1542, mandó Almagro por comisionados para acordar la paz a Lope de Idiaquez y a Diego Núñez de Mercado, y escribió al licenciado Vaca en estos términos:

«Que se había maravillado, que una persona tal, que iba a pacificar aquellos reinos, se favoreciese de los que los habían alborotado, y juntándose con ellos, llevase adelante el intento de los Pizarros, que fue quitar a su padre lo que el Rey le había dado, por sus grandes servicios, de que fueron siempre, como malignos, envidiosos; y porque los mensajeros, que había enviado con algunos capítulos no volvían, habiéndose de nuevo ofrecido de ir a tratar de componer este negocio, por el servicio del Rey, Lope de Idiaquez, y Diego Núñez de Mercado, como personas desapasionadas, y que se dolían de los daños, que recibían los indios, y de los que ellos hacían a los cristianos; pues últimamente habían muerto, y robado a diez, que con lo que tenían se iban pacíficamente a Castilla, se remitía a ellos; suplicando, que considerase, que con mano armada le iba a buscar, habiéndose juntado con sus enemigos.

»Todo lo demás (dice Herrera) eran justificaciones, ofrecer la obediencia, representar agravios y daños que se recrecían en el reino, por aquellas disensiones, y pedir, y afirmarse, en que fuese mantenido en lo que por facultad real su padre le había dejado. Los capitanes, en su carta, mostraban sentimiento, porque Vaca de Castro, después que entró en el reino, no había de ellos hecho caso, como de vasallos del Rey, sino que los había dejado desamparados: afirmaban el deseo que tenían de la paz, y la pedían, para excusar tantos males, como de lo contrario se habían de seguir; y decían, que no sabían, como andando entre sus enemigos se podía hacer; que se apartase de ellos y como persona neutral diese algún corte, ofreciendo, de sujetarse a la razón, y a la justicia. Mostraban ser ofendidos del rigor, con que contra ellos procedía, ayudado de sus enemigos. Llamábanse leales servidores, y vasallos del Rey: ofrecían obediencia, pedían paz, y protestaban, que no se procurando, y dando medio en ella, serían los daños, y muertes, que no resultasen, a cargo de Vaca de Castro».


Un clérigo procedente de Lima llamado Márquez llegó al campo de Almagro esparciendo voces de que Vaca tenía poca gente y mal armada, son otras falsedades parecidas. Celebró allí misa, y en ella juró por la hostia que había consagrado, que todo lo referido por él era verdad.

Vaca dejó sus cantones de Jauja y se encaminó a Guamanga, ciudad apetecida por los dos beligerantes, y a la cual ambos seguían anhelando adelantarse a ocuparla, lo cual logró Vaca con su ejército que contaba cerca de mil hombres. Estando a punto de despachar una embajada con el objeto de reducir a Almagro, se le presentaron los comisionados de este, Idiaquez y Mercado, quienes en sustancia propusieron «que ambos ejércitos se disolviesen, que Vaca gobernase en Lima, y se esperasen órdenes del Rey quedando Almagro en el Cuzco como gobernador de la Nueva Toledo». Vaca reunió una junta, y se resolvió en ella contestar con blandura, insistiendo en que viniese Balza para tratar y que Alonso de Alvarado iría en rehenes. Cruzáronse en el camino de Vilcas dos espías, Juan García Camarilla del bando de Vaca, y Juan Diente del de Almagro. Este que era más ligero y fuerte, pudo más que el otro, y se lo llevó preso a su campo, donde se le ahorcó después de sufrir   —163→   tormento para que diese noticias, y entregase las cartas que se le habían encomendado.

Las proposiciones con que Vaca despachó a Idiaquez y a Mercado fueron «que Almagro deshiciese su ejército, que entregase a Martín Bilbao, a San Millán, Diego Hoces, Juan Rodríguez Barragán, Martín Cote, y a los demás asesinos del Marqués, y que a don Diego se le haría bastante merced en nombre del Rey». Después de varios altercados, se acordó en el campo de Almagro aceptar lo que quisiese Vaca, con tal que se perdonase a los reos de la muerte de Pizarro. Pero en estos momentos apareció interceptada una carta que a Pedro Candía enviaba su yerno, encargándole hiciese tiros falsos con la artillería que mandaba, porque al cabo los habían de vencer dándolos por traidores. Levantose con esto grande alteración, en la cual no estuvieron seguros los comisionados Idiaquez y Mercado, pues casi los matan creyéndolos cómplices de un engaño. Todos juraron vencer o morir, y aquellos agentes cuidaron de ausentarse de prisa con la respuesta de que «si se trataba con doblez aparejasen las manos para pelear».

Almagro peroró a sus soldados que mostraron mucho entusiasmo; y les ofreció repartirles los bienes y hasta las mujeres de los enemigos que matasen. Vaca al saber lo que pasaba, declaró traidor a Almagro y a sus secuaces. Esta sentencia se publicó con aparato, dándoles el plazo de seis días para someterse a la Real autoridad, y agregando que de no hacerlo los bienes de ellos serían para los vencedores; resolución que el gobernador tomaba sin estar en sus facultades.

Hallábanse los ejércitos a una legua de distancia: ambos se decidieron a pelear sin más dilaciones, en el campo intermedio denominado Chupas. Era el 16 de setiembre de 1542 ya de parte de tarde. Almagro colocó su caballería en dos escuadrones; el uno lo conducía él, con Balza; el otro su maestre de campo Pedro Oñate y los capitanes Saucedo y Diego Méndez. Situó su artillería, que constaba de 16 piezas, a órdenes de Pedro Candía: y tras ella la infantería con los capitanes Juan Tello de Sotomayor, Juan de Oña, Martín Bilbao, y Diego Ojeda. Cote mandaba los arcabuceros, y con el estandarte estaban Juan Fernández de Angulo, Martín Huidobro, don Baltazar de Castilla, Juan Ortiz de Zárate, Juan de la Reynaga, Pantoja y otros. Pedro Suárez antiguo soldado de Italia, hacía de sargento mayor. La tropa llegaba en su número a 550 buenos soldados.

En el ejército que obedecía a Vaca, Pedro Álvarez Holguín Gómez de Alvarado, Pedro Anzures del Campo-redondo, y Garcilaso de la Vega, formaban en las dos alas los escuadrones de caballería. Llevaba el estandarte Real Cristóval de Barrientos y lo guardaba Alonso Alvarado con su compañía.

La infantería en el centro estaba a cargo de los capitanes Pedro Vergara y Juan Vélez de Guevara: el capitán Nuño de Castro mandaba los sobresalientes, y Francisco Carvajal hacía de sargento mayor. Eran cerca de 800 soldados en todo, y entre ellos había 170 arcabuceros. Vaca gobernaba en jefe, y escogió 20 caballeros montados que fueron Lorenzo Aldana, Gómez de Rojas, Alonso Mesa, Francisco Godoy, Diego Maldonado, el licenciado León, Antonio Navarro, Sebastián Merlo, Cristóval Burgos, Nicolás de Rivera, Diego Agüero etc. Esta fuerza la destinó para acudir con ella a donde conviniese. Empezó la batalla en que los dos bandos vivaban al Rey e invocaban al apóstol Santiago. Pedro Álvarez Holguín recibió dos balazos siendo de los primeros que murieron lo mismo que el capitán Jiménez, saliendo malherido Gómez de Tordoya que luego falleció. La artillería de Almagro aprovechó un solo disparo, pues   —164→   los demás todos iban por alto. Arremetió la caballería y cayó muerto Martín Huidobro en el primer choque. Viendo don Diego que sus cañones ya no hacían fuego, y como se levantó la voz de que era por traición corrió a ellos, mató a Diego Cundía, y disparando él mismo una pieza causó daños en las tropas de Vaca. En lo más recio de la pelea las alas de los de Almagro obtuvieron alguna ventaja y gritaban los soldados «Victoria». Él acudía a todas partes con un valor sereno: pero la fortuna no le favoreció y encaminó las cosas de otra manera. El sargento mayor Pedro Suárez en medio de la batalla se fue al enemigo después de decir a Almagro «que se perdería por haber mudado la posición de la caballería contra lo que él había dispuesto». Cierto es que la fuerza de Alonso Alvarado Maqueaba, y que cuando creído Almagro del triunfo mandaba «prender y no matar»; Vaca auxilió a los de Alvarado, y esto fue lo decisivo, con muchos muertos y heridos. Empezaron a ser inútiles los esfuerzos de don Diego, y su derrota se hizo irremediable. Cuéntase que un joven Gerónimo Almagro decía a grandes voces: «A mí que yo maté al Marqués», y lanzándose sobre los contrarios encontró la muerte, lo mismo que Martín Bilbao que se hallaba en igual caso. Los indios y negros, ya terminado el combate que duró cuatro horas, mataban a los heridos que aún permanecían vivos sin poder moverse: los rendidos eran insultados y acuchillados por los vencedores. Uno de estos llegó a matar a once dando por razón que los de Almagro le habían quitado once mil pesos. La noche ocultaba otros muchos crímenes, y el robo a que se entregaron no fue el mayor de los excesos de aquella bárbara soldadesca. Generalmente se aseguró, que asaron de 169 los muertos de ambos bandos y los heridos de 200. Los dispersos, por salvar, se ponían las bandas encarnadas que quitaban a los muertos del partido de Vaca, pues los de Almagro llevaron por divisa una banda blanca.

Vaca de Castro hizo matar a Pedro San Millán, y Francisco Cornado, prisioneros sobre los cuales pesaba una sentencia como asesinos de Pizarro. Entre los cadáveres se reconocieron los de Bilbao, Arbolaneha, Hinojeros y Martín Carrillo que eran de esta misma cuenta: a todos los descuartizaron con anuncio previo de pregonero. En seguida nombró Vaca jueces comisionados para proceder contra los vencidos, a los licenciados Antonio de la Gama y García León, y al bachiller Guevara. Contados aquellos, y los ejecutados después, llegaron a 30 los que sufrieron la última pena, la mayor parte capitanes y soldados notables. Juan Balza y once más que con él huían, fueron asesinados por los indios.

Un buque recibió a muchos condenados a destierro, los cuales navegando para la costa de Méjico, se sublevaron y tomaron tierra en Panamá donde la Audiencia los declaró libres porque no habían combatido en rebelión contra el Rey. En Guamanga fueron degollados Pedro Chato y otros. Los jueces nombrados hicieron degollar también a Diego Hoces, y Antonio Cárdenas, y ahorcar a Juan Pérez, Francisco Pérez, Juan Diente, Martín Cote y algunos más.

Don Diego Almagro llevaba intención de internarse a la montaña seguro de que le apoyaría el Inca Manco: pero por su desgracia, cediendo al parecer de Diego Méndez se dirigió al Cuzco para proveerse de herrajes y otras cosas, pretexto de dicho Méndez que quiso ver antes a una amiga que disfrutaba de su afección; y aunque Almagro conoció el peligro, su destino lo decidió a no separarse de la compañía del amigo a quien tanto estimaba. En cuanto se supo en el Cuzco el resultado de la batalla, hubo una conmoción apoyada por los mismos funcionarios que mandaban. Sin embargo, Almagro tuvo tiempo de salir de la ciudad con Méndez; y persiguiéndolos Rodrigo Salazar, a quien Almagro había dejado   —165→   de alcalde, Juan Gutiérrez Maraver y algunos otros; los alcanzaron y aprehendieron en el valle de Yucay.

Vaca de Castro había hecho colocar las banderas de Almagro en la iglesia de Guamanga. Entró al Cuzco y visitó en la prisión a don Diego haciéndole reconvenciones y cargos por su conducta, a que él contestó con razonamientos muy sostenidos. El Gobernador concluyó por decirle, que aunque había contra él una resolución previa que le condenaba a muerte como a todos sus cómplices, sería oído en juicio, para que su defensa se tuviese presente al pronunciarse el fallo. Hay datos de que Vaca no tenía deseo ni intención de hacer decapitar a Almagro atendida su juventud y otras consideraciones; pero ansiaban algunos hombres de valer que fuese ajusticiado; particularmente el capitán Pedro Anzures del Campo-redondo y su hermano don Gaspar Rodríguez quienes aborrecían a don Diego; y como parientes y muy en la intimidad del gobernador Vaca, influyeron mucho para que su intento se efectuase.

Almagro en secreto se preparó para la fuga comprando dos buenos caballos con que debía esperársele en cierto paraje. Como esto no lo ocultaron cuanto se debiera, llegó a noticia de la autoridad ese preparativo, y en el acto se le mudó a otra prisión más segura. Luego el Gobernador celebró una junta de los militares de más prestigio para consultarles sobre la suerte de Almagro, y permitió de la palabra Gabriel de Rojas el cual se expresó de esta manera:

«Quien considerase los largos servicios, que el adelantado don Diego de Almagro hizo a la Corona Real, con incomparable amor, y voluntad, y lo mucho que trabajó en la pacificación de estos Reinos: la liberalidad usada con toda nación, socorriendo y ayudando a grandes y pequeños en sus necesidades, con larga mano: la fe, también guardada en la compañía, y amistad de los Pizarros, y su ingratitud en privarle de la vida contra lo capitulado, concertado, y jurado, por sólo quitársele de delante; no podrá negar, que será justísima toda honrada memoria de su persona, y debida toda gratitud, y reconocimiento a sus cosas, especialmente a su hijo, y quien bien quisiere ponderar la dureza del marqués don Francisco Pizarro en haber dejado padecer a este mozo, desamparándole (como se vio) y también los amigos de su padre, pues con haber servido tanto, como otros, a quien hizo grandes bienes, y dio muchos premios, los dejó llegar a tal punto de miseria, que demás de otras necesidades, en público, que se hallaban en Lima doce caballeros, en una casa, y por no tener más que una capa entre todos, convenía, que los otros quedasen encerrados cuando el uno salía; hallará, que en estas indias, adonde ahora es todo riqueza, y abundancia, parece, que se podía perdonar cualquiera desesperación, con la lástima de las muchas desventuras, y persecuciones, que se dejaron padecer a estos soldados de Chile; y aunque no basta excusa, para nada que tenga olor de desobediencia, todavía, por tan juntas consideraciones, se debería dar lugar a la clemencia, y misericordia; ni tampoco se puede dejar de confesar, que siendo este mozo de tan poca edad, ningún feo movimiento procedió de su ánimo, sino de los inducidores, que le tomaron por escudo, y color de sus insolencias, y atrevimientos, por lo cual, sería tanto más justa la compasión, que se le debería tener: pero juzgando, por el contrario, los accidentes lastimosos, y dolorosos, que causaron las pasadas alteraciones, la preciosa joya de la paz, y su dulzura, y el servicio que se hace a Dios sa conservarla, no habiendo para ello mejor medio, que sacar el mal de raíz; no veo cómo lo pueda contradecir, el que conoce la multitud de ánimos inquietos, que hay en estas partes, que estar deseando novedades,   —166→   unos por ambición otros por avaricia; y muchos por venganza, para ejecutar sus afectos, con revueltas, y turbaciones, y que en representándoseles la ocasión, no la perderán: tomando a este mozo por su cabeza, y con su nombre, acostumbrados a rapiñas, incendios, homicidios, y adulterios, y a todo género de pecados, lo han de poner todo en perdición, debajo de pretexto de razón, y de justicia, para aniquilar el fruto de la predicación del Evangelio, para que el Rey pierda su estado, la sangre de la nobleza castellana, y de todos, se acabe de derramar: los indios se consuman; y en sustancia, lo trabajado en estas Indias, y todo se confunda, y sin respeto divino, y humano, todo sea angustias, y aflicciones, como nos lo han mostrado las experiencias pasadas. Pues si se quiere enviar a este mozo al Rey, dirá, que en lugar de aliviarle de cuidados, se los damos: por lo cual siento, que anteponiendo el bien público, al particular, se quite la ocasión, y totalmente se consuma esta simiente de discordias».


De este discurso contradictorio, en la tal reunión, que no fue un consejo ni tribunal que legalmente pudiera fallar, resultó la sentencia de Vaca de Castro mandando dar muerte a don Diego de Almagro «Para salvar al país de nuevos males». A dicha reunión da Zárate carácter judicial, y por eso dice que hubo proceso: en lo que no concuerdan los demás historiadores. Don Diego apeló al Rey y a la audiencia de Panamá: pero este recurso le fue negado, y entonces emplazó al gobernador Vaca «para ante el tribunal de Dios». Se confesó y marchó al patíbulo con elevado ánimo y entereza, queriendo impedir le vendaran os ojos. El pregón que se daba al conducirlo era «que se hacía ese castigo en él por usurpador de la justicia real, porque se levantó en el Reyno tiránicamente, y dio batalla al estandarte Real etc.».

Ya en los últimos momentos dijo «que pues moría en el lugar donde fue degollado su padre, le enterrasen en la sepultura adonde estaba su cuerpo le echasen debajo y pusiesen encima los huesos de aquel». Tendido en una alfombra le cortaron la cabeza, y su cadáver pasó al convento de la Merced, depositándose en el mismo sepulcro como él lo había pedido: Era día sábado, y en sábado fue también degollado su padre, agregando Garcilaso que para ambos sirvió el mismo verdugo. Después de la muerte expiraron en la horca Juan Rodríguez Barragán, el alférez Henrique, y otros ocho. Fue Almagro de pequeña estatura y había cumplido 24 años: su valor era sobresaliente y su voluntad muy resuelta para proceder en casos extremos y según convenía a sus propósitos. Escaso de talento, sin instrucción, y sin el juicio sano que se cultiva con el saber y la experiencia. Se hallaba dominado por una temprana y fatal ambición, y abrigando las siniestras pasiones de los hombres con quienes trataba -modelos abominables de cuantos excesos pueden perturbar la razón y aniquilar la moral-. Véase Vaca de Castro.

ALMANSA. El doctor don Bernardino de -arzobispo del Nuevo Reyno de Granada. Nació en Lima en 6 de julio de 1579. Sus padres don Pedro de Almansa y doña Isabel de Carrión, fueron naturales de Logroño. Estudió en el Colegio Seminario de Santo Toribio, y se graduó de doctor en cánones en la Real Universidad de San Marcos.

Sirvió los curatos de Huarochirí, Pachacamac y San Sebastián de Lima, por nombramiento del arzobispo Santo Toribio. Autorizó como notario secretario en 1593 la Regla Consueta sancionada para esta Catedral en tiempo del mismo prelado, y fue después uno de los visitadores del arzobispado.

Pasó de canónigo a Cartagena de Indias, en cuya iglesia ascendió a   —167→   la dignidad de tesorero, y fue provisor y vicario general. Esto mismo cargo desempeñó en Chuquisaca a cuyo coro se le trasladó en clase de arcediano: allí obtuvo también la comisaría de cruzada.

Habiéndose dirigido a España, le colocó el Rey de inquisidor en Logroño, y poco tiempo después en Toledo. Presentósele para el arzobispado de la isla de Santo Domingo, y cuando acababa de consagrarse en Madrid en el colegio de doña María de Aragón, fue promovido en 1632 al del Nuevo Reyno de Granada siendo el primer arzobispo americano que recibió palio. Este prelado, notable por su capacidad y por su saber, disfrutó de mucha reputación como jurista, y del aprecio particular del Papa Urbano VIII, quien elogiando una sentencia pronunciada por él, dijo: «que el obispo de Cartagena tenía un gran vicario».

Almansa poseía una fortuna cuantiosa, y con parte de ella fundó en Madrid el convento de Jesús María y José de religiosas franciscas que llaman del «Caballero de la Gracia», en cuya erección gastó 30000 pesos. Llegó a Santa Fe de Bogotá, donde fue admitido con extraordinaria pompa tomando en su Catedral el palio de manos del deán doctor don Juan Arias Maldonado.

Se ocupó inmediatamente de la visita del arzobispado, y hallándose en la villa de Neiva, falleció el 26 de setiembre de 1633 a la edad de 54 años. Trasladáronse sus restos a Bogotá; y como hubiese mandado que se le sepultase en Madrid en el monasterio que fundó, y que al que llevase su cadáver se le diesen mil ducados, percibió esta suma fray Bruno de Valencia, monje cartujo que se encargó de la conducción; y verificada, se le enterró en la iglesia de dicho convento, en la capilla mayor al lado del Evangelio.

Instituyó por albaceas al citado deán Maldonado y al doctor don Juan Vásquez Cisneros: ordenó en su testamento que se le aplicasen dos mil misas; que en los cuatro primeros años después de su muerte, se le hiciesen honras en la catedral de Santa Fe y se vistiesen doce pobres. Dejó dos mil ducados para redimir cautivos, dos mil para dotar huérfanas, quinientos para cada uno de sus criados, dos mil al hospital de San Pedro de dicha ciudad, doscientos al de la villa de Neiva, doscientos al de Tunja, quinientos al convento de la Concepción de Santa Fe, y doscientos al de Carmelitas. Donó a su iglesia su pontifical avaluado en cinco mil ducados, y destinó para pobres de la ciudad de Lima, su patria, seis mil que en ella le debían varias personas.

Diez mil ducados dejó a un sobrino suyo; y cuatro mil castellanos de oro para que se empleasen en una custodia para la iglesia del referido monasterio de Madrid. Hemos tomado estas noticias del Teatro Eclesiástico del maestro Gil González Dávila, quien también asegura que el arzobispo Almansa, luego que llegó a Santa Fe, adelantó el edificio de la catedral, y proporcionó ornamentos y diversos artículos para el culto.

La vida del arzobispo Almansa fue escrita por don Pedro de Solís y Valenzuela y publicada en Lima en 1646.