Mi querido amigo: Han
transcurrido dieciocho años desde que lancé
al mundo de los envidiosos la noticia de que había
usted intercalado en sus versos algunos pensamientos de Víctor
Hugo.
La noticia era cierta; sobre esto no cabía
discusión. Rotschild robaba; ¡qué patente de
honradez para los que nada poseían! El sol tenía
manchas; ¡qué descubrimiento tan halagüeño
para los topos! Así es que mi artículo produjo
gran efecto entre los literatos más o menos eunucos.
Lo ataqué a usted con furia, con saña... No
podía ser de otro modo. Aparte de que los pequeños
somos implacables, ¡usted monárquico, yo republicano!
¡usted famoso, yo desconocido! ¡usted un gran poeta, yo un
gran don Nadie! ¡Cualquiera resistía a la tentación!
No resistí, y cada día me alegro más.
Sin esto, quizás nadie me conocería aún.
Tiempos de odios terribles eran aquéllos. La República
muerta, el trono restaurado por un golpe de mano, las conquistas
revolucionarias perdidas, la prensa amordazada, todo lo derribado
irguiéndose, por tierra todo lo edificado, y, por
lo que a mí tocaba, vivos deseos de adquirir un nombre
para luchar por lo caído... ¿Qué más
quise sino enterarme de que usted, uno de los partidarios
de lo que yo odiaba, y que además había combatido
mucho a la democracia, y en forma ruda, tenía un flaco
por donde atacarle? Aquélla era mi ocasión...
Me olvidé de todo y de todos, para pensar en lo mío
y en mí. El poeta que admiraba desapareció
ante el partidario de la restauración; comprendí
además que podía sacar mi nombre de la oscuridad
atacándolo a usted, y no vacilé un momento.
El hambre de notoriedad es muy punzante.
Lanzado el artículo,
aguardé... Pasaban los días, y nadie rechistaba.
En los círculos y teatros donde se reunían
literatos o aspirantes a literatos, se discutía con
calor, aplaudiendo unos y condenando otros mi atrevimiento,
pero nada más.
Al ver la clase de gentes que se alegraba,
comencé a estar descontento de lo que había
hecho. Mis móviles, ya los he expuesto: odio político
y ansia por ser conocido; pero los de aquellas gentes. ¿cuáles
podían ser sino los de la envidia rastrera, sin valor
para manifestarse, e impotente para convertirse en emulación
noble y fecunda? La alegría de los imbéciles
produce tristeza.
Pero, a todo esto, nada; ni cuatro líneas
en favor de usted. Era para desesperarse. Sus amigos, todos
los literatos de renombre, callaban prudentemente; acaso
los detenía el justo temor a que la piedra diese de
rebote en su tejado; la conciencia no es una palabra vana,
y todos sabemos las cuentas que puede ajustarnos la nuestra;
quizás saboreaban modestamente la alegría que
nos produce siempre el mal ajeno, aun sin tomar parte nuestra
voluntad. Por fin, ¡oh dicha! un escritor renombrado, Fernández
Bremón, publicó un artículo defendiéndolo
a usted. No era lo que yo había soñado, pero
ya era mucho. Le repliqué en un estilo que buscaba
escándalo.
Por una debilidad que aún no me
explico, descendió usted al terreno de la defensa.
Mi sueño se realizaba por completo. Como pleiteaba
por pobre, es decir, como no tenía bagaje literario
que pudieran decomisarme en la aduana de la crítica,
fui inflexible, duro en la contestación. Los ratones
literarios tuvieron bien donde roer.
Aunque apartado de
los grandes centros, no por esto dejaba de llegar a mí
algo de lo que en ellos se decía. Como no se me conocía
y mi apellido era extraño, muchos lo creyeron un seudónimo,
y hubo necios que achacaron mis escritos a Valera, Núñez
de Arce, Fernández de los Ríos otros de bastante
talla literaria. Ceguedades de la maledicencia, que, sin
embargo, me halagaban. No hay hombre insensible en absoluto
a la vanidad.
Aquello pasó, como pasa todo, y cada
cual quedó en el lugar que merecía; usted arriba,
y sus envidiosos abajo: sólo yo varié de puesto;
desde entonces no fui enteramente desconocido.Si no, resultase
cursi por lo repetida, aquí sí que encajaba
la frase del sándalo que perfuma el hacha que lo hiere.
Al atacar a usted, salí de la oscuridad.
Cuando más
tarde hablé con usted y me convencí de lo que
era público, esto es, que el hombre resultaba superior
al poeta, con valer tanto éste, me prometí
darme algún día la satisfacción de decir
en alta voz que sigo admirando a usted como siempre, que
lo considero el mejor poeta de este siglo en España,
por ser el más humano, el más original, el
único que ha reflejado con valentía nuestras
dudas, nuestras luchas, nuestras pasiones, nuestros desmayos...
Pero a pesar de haberme prometido darme la satisfacción
que le he dicho, el tiempo, duro siempre para mí;
la exigencia de la labor diaria; los empeños políticos
y revolucionarios; la tristeza de las injusticias que también
me han alcanzado; el cansancio que produce la lucha por el
ideal en estos tiempos de indiferencia cuando esa lucha no
se entabla en un terreno práctico; todo esto me ha
hecho ir demorando la realización de mi buen propósito,
sin dejar de pensar en él un solo día. Cuando
estuvo usted enfermo hace dos años, tuve un gran pesar;
podía usted haber desaparecido materialmente del planeta
sin que yo hubiera cumplido este propósito, que ya
consideraba como un deber, y esto me habría dejado
algún remordimiento. Claro es que hubiera dicho todo
esto después, pero no era lo mismo: siempre he querido
decirlo por usted y para usted. El trasladarlo al público
únicamente es por mí.
Aun cuando transcurren
las medias docenas de años sin vernos, nada de lo
que usted hace pasa inadvertido para mí, ni dejo de
leer una línea de lo que escribe, ni de lo que otros
escriben acerca de usted; y cada vez estoy más envanecido
de haberle obligado a confundir por un momento su nombre
con el mío.
Una de las cosas que me han encantado
más en estos últimos tiempos, ha sido su negativa
a que le honren en vida, como a tantos otros. Por una sola
razón me habría alegrado de que usted se ablandase
ante los ruegos de sus admiradores: la de que el hombre superior
debe de hacer alguna que otra tontería para no estar
humillando constantemente a los demás; fuera de esto,
aplaudo de todas veras su resolución, máxime
cuando me explico perfectísimamente que no tenga usted
para la gloria las atenciones y miramientos que tendría
con cualquiera otra hembra: al fin se trata de su mujer propia
Y no sólo estoy ahora conforme con usted en eso,
sino en otras muchas cosas. Algunas de las ideas vertidas
por usted en su defensa me escandalizaron entonces, por la
soberbia que, según mi leal saber y entender, revelaban;
hoy me parece usted el prototipo de la modestia, dado lo
mucho que vale, al recordar las arrogancias que otros se
permiten, y las que yo mismo me he permitido sin valer nada:
verdad es que ahora tengo la soberbia por una cualidad hermosa.
También me indignaban sus ideas sobre la propiedad
literaria; mas hoy, al ver al extremo que se llevan, y que
muchos escritores parecen tenderos con vistas a la usura,
y que se disputa ante los tribunales el derecho a explotar
una obra que se ha robado, o que se ha comprado con el producto
de robos anteriores, hoy me siento inclinado al anarquismo
en literatura, y a exclamar como cualquier compañero: «todo es de todos». Y creo que no andaría descaminado
el que aplicara esa frase a la propiedad literaria; porque
¿quién es el guapo que se atreve a decir, en el cambio
mutuo de pensamientos que la imprenta ha establecido, que
éste o aquél ha brotado exclusivamente en su
cerebro? A la ley de propiedad literaria, dictada con espíritu
asaz estrecho, débese la nueva raza de literatos de
mostrador, que han convertido en oficio lo que fue siempre
la primera y la más noble de las profesiones. Una
cosa es que viva de sus obras el que las produzca, y otra
bien distinta el que se ponga hasta al pie de un artículo
de media columna esta frase mercantil: Prohibida la reproducción.
Mas ¿por qué hablo de esto? ¡Ah! sí. Por patentizar
que estoy conforme con muchas de las ideas de usted que en
1876 combatí. ¡Qué terrible cosa es el tiempo!
Nos hace envejecer y tener razón, como ha dicho no
recuerdo quién.
Resumiendo, don Ramón, que
me voy poniendo pesado, contra mi deseo y costumbre.
Repito
que lo considero el mejor poeta español de este siglo,
porque ha dicho más cosas originales que ninguno,
y en forma más sencilla, y por lo tanto más
bella, sin que esto le haya impedido ser tierno y delicado,
epigramático e irónico, robusto y varonil como
el que más, y demostrado a la vez que no es preciso
apelar al tono solemne y aparatoso para decir sublimidades.
Su musa, si a veces retozona y en ocasiones cáustica,
ha sido siempre elegante, pudorosa; por eso conserva aún
el vello del melocotón, signo de frescura, en el rostro:
sus últimas composiciones en nada se diferencian de
las primeras; es usted el de siempre: hombre en el pensar;
niño en el sentir. En su cuerpo únicamente
la corteza ha envejecido: el corazón y el cerebro,
no.
Se ha hablado mucho de su escepticismo, y aun creo que
yo también he incurrido en esa vulgaridad. ¿Escéptico
el hombre que ha creído en todo lo elevado y todo
lo bello? Más bien pudiera decirse que ha sido usted
un gran creyente. Ha visto los lunares de sus ídolos
pero los ha seguido adorando. La contradicción entre
algunas de sus ideas, resulta más aparente que real.
Como no se ha fabricado usted un mundo a su capricho para
sacar de él los seres que pinta y las pasiones que
describe, sino que ha aceptado usted el que existe tal cual
es, sólo ha cantado lo que ha visto y sentido; y como
ha sentido mucho y hondo, y visto muy claro, de ahí
la verdad y el encanto de sus obras. Ha hecho brotar agua
de la peña informe, pero agua fresca y cristalina,
mejor que la llovida del cielo. Sus mujeres, sobre todo,
son encantadoras, adorables, porque son humanas; de carne
y hueso. Se inmolan y engañan; rezan y pecan; mueren
de amor y por amor matan; palpitan, respiran, besan, muerden
y ahogan; tienen nervios, sangre y músculos para la
pasión, y a la vez perfumes para el corazón,
rocío para el alma, ilusiones, ansia de lo ideal...
Pero me salgo del programa que me tracé al tomar
la pluma, que no fue el de juzgar sus obras, porque dejo
tan hermosa tarea a los que saben hacerlo. Además,
esta carta es sólo un desahogo de mi corazón.
Sila coloco al frente de esta nueva edición de las
Doloras, es por el orgulloso deseo de que alguien sepa que
he existido, lo que sucederá mientras un ejemplar
de esta edición quede. ¡Contrastes que abundan! Usted
desprecia la gloria, que irá siempre unida a su nombre;
yo, que no puedo aspirar ni a ver su rostro de lejos, busco
el medio de unir mi nombre al de usted, para tener la remota
probabilidad de que algún Menéndez Pelayo del
porvenir diga al tropezar con un tomo de esta edición;
«a falta de inteligencia, este señor Nakens tenía
un gran instinto para practicar el adagio de 'el que a buen
árbol se arrima, buena sombra le cobija.'»
¿Qué
por qué publico esta edición de las Doloras?
Por la razón ya expuesta, y también por contribuir
cuanto pueda a que se difundan, convencido cada vez más
de la verdad de aquello que dijo usted al contestarme: «Las
Doloras son una obra de misericordia literaria, que enseña
a pensar al que no sabe», concepto que entonces rechacé
brutalmente; y digo brutalmente, porque, aun cuando no me
arrepiento de lo que hice, borraría de buen grado
algunas palabras que empleé; todas las que no eran
absolutamente necesarias para expresar mi pensamiento, y
las que se distinguían por su dureza.
Y aquí
si que voy a terminar, repitiendo que cada día me
alegro más de haberme atrevido con usted, porque todos
hemos salido ganando en ello; usted, porque pudo convencerse
de que su fama y su gloria estaban ya templadas para recibir
sin peligro todos los ataques; yo, porque desde aquel día
fui conocido de alguien más que de mi familia; y el
público, porque escribió usted mucho a raíz
de aquel suceso en demostración de que no necesitaba,
como así era, copiar pensamientos de nadie para hacer
obras imperecederas. Los únicos que perdieron aquel
día fueron sus detractores, porque se convencieron
de que no había manera de oscurecer la gloria del
que, por lo mismo que la tiene segura, se permite el lujo
de despreciarla.
Un abrazo, mi querido don Ramón,
y excuso encarecerle lo mucho que he gozado al escribir estos
mal pergeñados renglones. Me complacería el
saber que no le había desagradado nada de lo que le
digo.
De usted siempre amigo y admirador
q. b. s. m.
José
Nakens.
Madrid 8 de septiembre de 1894.
Doloras
- I -
Cosas de la edad
- I -
Sé que corriendo, Lucía,
tras criminales antojos,
has escrito el otro día
una carta que decía:
«Al espejo de mis ojos».
Y
aunque mis gustos añejos
marchiten tus ilusiones,
te han de hacer ver mis consejos
que contra tales espejos
se rompen los corazones.
¡Ay! ¡no rindiera
en verdad
el corazón lastimado
a dura cautividad,
si yo volviera a tu edad,
y lo pasado pasado!
Por
tus locas vanidades,
que son ¡oh niña!, no miras
más amargas las verdades
cuanto allá en las
mocedades
son más dulces las mentiras!
y
que es la vez seductora
con que el semblante se aliña,
luz que la edad descolora!...
Mas ¿no me escuchas, traidora?
(¡Pero, señor, si es tan niña!...)
- II -
-Conozco, abuela, en lo helado
de
vuestra estéril razón,
que en el tiempo que
ha pasado,
o habéis perdido o gastado
las llaves
del corazón.
Si amor con fuerzas
extrañas
a un tiempo mata y consuela,
justo es detestar
sus sañas;
mas no amar, teniendo entrañas,
eso es imposible, abuela.
¿Nunca soléis
maldecir
con desesperado empeño
al sol que empieza
a lucir,
cuando os viene a interrumpir
la felicidad de
un sueño?
¿Jamás en vuestros
desvelos
cerráis los ojos con calma
para ver solas,
sin celos,
imágenes de los cielos
allá en
el fondo del alma?
¡Y nunca veis, en mal
hora
miradas que la pasión
lance tan desgarradora,
que os hagan llevar, señora,
las manos al corazón?
¿Y no adoráis las ficciones
que,
pasando, al alma deja
cierta ilusión de ilusiones?
Mas ¿no escucháis mis razones?
(¡Pero, señor,
si es tan vieja!...)
- III -
-No entiendo
tu amor, Lucía,
-Ni yo vuestros desengaños.
-Y es porque la suerte impía
puso entre tu alma
y la mía
el yerto mar de los años.
Mas
la vejez destructora
pronto templará tu afán.
-Mas siempre entonces, señora,
buenos recuerdos
serán
las buenas dichas de ahora.
-¡Triste
es el placer gozado!
-Más triste es el no sentido;
pues yo decir he escuchado
que siempre el gusto pasado
suele deleitar perdido.
-Oye a quien
bien te aconseja.
-Inútil es vuestra riña.
-Siento tu mal. -No me aqueja.
-(¡Pero, señor, si
es tan niña!...)
-(¡Pero, señor, si es tan
vieja!...)
- II -
Glorias de la vida
¡Al fuego, cartas de adorados seres,
por quien la
sangre derramé viviendo!
¡Arded a impulsos de esa
luz, y ardiendo,
con vos se extinga mi fatal pasión!
se lleva el aire en fútiles despojos!
¡No
su partida lamentéis, mis ojos,
que humo las glorias
de la vida son!
¡Al fuego, signos
que sin fe trazaron
falsas mujeres que adoraba ciego!
Victoria,
Octavia, Inés... ¡al fuego! ¡al fuego!
¡Maldita sea
mi fatal pasión!
-«¡Nadie en el
mundo como yo te adora!».
¡Arda a su vez la que tan bien
mentía!
¡Ay! ¡quién, tal gloria al poseer,
diría
que humo las glorias de la vida son!
¡Al fuego, enigmas de infernal sentido!
¡digno sepulcro
el desengaño os presta!
¡Cuán bien mi madre
me alejaba en ésta
del torpe error de mi fatal pasión!
«¡Huye -dice- el amor, porque su gloria,
es pacto vil de la ilusión de un día,
y al
fin verás, alma del alma mía,
que humo las
glorias de la, vida son!».
- III -
Ventajas de la inconstancia
Después de amarla, olvídala; que el cielo
la inconstancia al amor le dio en consuelo.
(Patricio
M. de Rayon)
¡Ay! anoche te escuché,
(el que escucha oye su mal),
cuando a otro hombre, por tu
fe,
le jurabas fe eternal.
¡Imprudente!
nadie quiere eternamente;
que pase un mes y otro mes,
y me lo dirás después.
Aunque nuestro amor
fue extraño,
ya
no lloro
ni mi engaño ni tu engaño,
pues
no ignoro
que la inconstancia es el cielo
que
el Señor
abre al fin para consuelo
a los mártires
de amor.
Después, ¡ingrata!,
¿qué hiciste?
¿fue el ruido de un beso aquél?
Bien te oí cuando dijiste:
-«No hice otro tanto
con él».-
¡Ay,
Victoria,
cuán frágil es tu memoria!
Ruega
a Dios que siempre calle
aquella fuente del valle...
Si
me engañas, ya antes, ducho
te
engañé:
porque, aunque me amabas mucho,
yo
bien sé
que la inconstancia es el cielo
que
el Señor
abre al fin para consuelo
a los mártires
de amor.
Por último, ¡horrible
paso!
dijiste, al partir, de mí:
-«Es un...». -¡Ah!
Mas, por si acaso,
lo dije yo antes de ti.
Sí,
gacela;
aquí, el que no corre, vuela.
Lo que tú
hoy de mí, yo ayer
dije de ti a otra mujer.
Que
los seres en amores
adiestrados,
todos son engañadores,
y
engañados;
pues la inconstancia es el cielo
que
el Señor
abre al fin para consuelo
a los mártires
de amor.
Adiós. Te juro
leal,
por el que nació en Belén,
que nunca
te querré mal,
si no te quise muy bien.
Conque,
adiós.
Navia y Julio a veintidós.
Hoy por
mí, y por ti mañana.
¡Tal es la doblez humana!
Si te ama algún importuno,
o
imprudente
llegases tú a amar alguno,
ten
presente
que la inconstancia es el cielo
que
el Señor
abre al fin para consuelo
a los mártires
de amor.
- IV -
Los sollozos
Si a mis sollozos les pregunto dónde
la dura causa está de su aflicción
de un
¡ay! que ya pasó, la voz responde:
-«De mi antiguo
dolor recuerdos son».-
Y alguna
vez, cual otras infelice,
que sollozo postrado en la inacción,
de otro ¡ay! que aún no llegó, la voz me dice:
-«De mí dolor presentimientos son».-
¡Ruda
inquietud de la existencia impía!
¿Dónde calma
ha de hallar el corazón
si hasta sollozos que la
inercia cría,
presentimientos o memorias son?
- V -
Quien vive, olvida
Que la dicha, si es colmada,
si nada turba el contento
suele trocarse en tormento;
porque cansa al corazón
siempre una misma pasión,
siempre un mismo sentimiento.
(El conde de Revillagigedo)
ÉL
¡Cuánto amor, Adela mía,
aquí
un día
me juraste y te juré!
ADELA
Por cierto que fue en Noviembre,
y
en Diciembre
me olvidaste y te olvidé.
ÉL
Allí grabé con pasión
la
expresión
de que vivir es amar.
ADELA
Bajo expresión tan traidora
graba
ahora
que vivir es olvidar.
ÉL
Aún por ti mi amor se inflama,
por
que el que ama,
nunca olvida, si ama bien.
ADELA
No hagas de tu amor alarde,
que,
aunque tarde,
a gran amor gran desdén.
ÉL
Entre estas ramas, ¡ay triste!
me
dijiste:
«No te olvidaré jamás».
ADELA
No acerté, en mi error profundo,
que
en el mundo
quien más vive, olvida más.
ÉL
¿Cuándo con locos extremos
volveremos
a amar con tan ciego ardor?
ADELA
Nunca, pues ya hemos sabido
que
el olvido
sigue, cual sombra, al amor.
ÉL
¡Tiempos felices aquéllos
en
que, bellos,
vivir era idolatrar!
ADELA
¡Quién entonces (¡pena fiera!)
nos
dijera
que vivir es olvidar!
- VI -
Las dos almas
-¿A dónde vas, alma mí,
hacia ese mundo perdido?
-A ser alma de un nacido
la Omnipotencia
me envía.
Y tú, alma mía
¿qué vuelo
sigues ganando la altura?
-Dejo a uno
en la sepultura
y voy caminando al cielo.
-Puesto
que subes, hermana,
y te hallo al bajar al mundo,
dime
si es...-Un caos profundo,
que llaman cárcel humana.
Prosigue, y no tan altiva,
hermana, bajes
ahora;
porque vas, siendo señora,
a ser del hombre
cautiva.
Que en él, con rumbo perdido,
sigue en loco devaneo
cada potencia un deseo
y un gusto
cada sentido.
Pues de ansia de goces lleno,
busca el oído armonía,
el paladar ambrosía,
e impúdico el tacto, cieno.
Así
sus gustos sin calma
van los sentidos gozando,
mientras
que a merced, flotando,
va de los suyos el alma.
Y
en rumbos tan desiguales
y tan contrarios vaivenes,
si
el alma delira bienes,
acosan al cuerpo males.
Y
amando el cuerpo la tierra,
y el alma adorando al cielo,
siempre están en su desvelo,
carne y espíritu
en guerra.
-Pues si ya, el cielo ganando,
dejaste cárcel tan fiera,
¿por qué al aire,
compañera,
vas esas lágrimas dando?
-Porque
hay, hermana, en el suelo
seres que también se adoran,
y que, al dejarlos, se lloran
como al dejar los del cielo.
-Si el cielo que dejo escalas,
y al mundo
voy que tú dejas,
levemos, pues, tú mis quejas
y yo tu llanto, en las alas.
Y al mundo
adonde me alejo,
cuando le muestre tu llanto,
muestra mis
ayes en tanto
al cielo hermoso que dejo.
Y
ya que fatídico arde
de mi cautiverio el día,
con Dios queda, hermana mía.
-Hermana mía,
Él te guarde.-
- VII -
No hay dicha en la tierra
De niño, en el vano aliño
de la juventud soñando
pasé la niñez
llorando
con todo el pesar de un niño.
Si
empieza el hombre penando,
cuando ni un mal le desvela,
¡Ah!
la dicha que el hombre anhela,
¿dónde
está?
Ya joven, falto de
calma
busco el placer de la vida
y cada ilusión
perdida
me arranca, al partir, el alma.
Si
en la estación más florida
no hay mal que
al alma no duela,
¡Ah!
la dicha que el hombre anhela,
¿dónde
está?
La paz con ansia importuna,
busco en la vejez inerte,
y buscaré en mal tan fuerte
junto al sepulcro la cuna.
Temo a la
muerte, y la muerte
todos los males consuela.
¡Ah!
la dicha que el hombre anhela,
¿dónde
está?
- VIII -
La virtud del egoísmo
Si anoche no estuve, Flora,
a adorar
tu talle hermoso,
es porque soy virtuoso
y me da sueño
a deshora.
¡Pecadora!
Ya le contaré a tu madre
que,
porque amo
mi quietud
y
salud,
dijiste hoy a mi compadre:
«¡Qué egoísta
es la virtud!».
¿Cómo he
de ir con fe no escasa
a ver tus ojos serenos,
si hay cien
pasos por lo menos
desde mi casa a tu casa?
Y
¿qué pasa
al hallarnos frente a frente?...
¿Qué?...
tú mientes sin guarismo;
yo
lo mismo.
El no ir, por consiguiente,
¿es virtud, o es
egoísmo?
Verbi gratia, el otro día,
al verte de mi amor harta,
puse un bostezo de a cuarta
entre un «paloma» y un «mía».
Es
falsía
la de bostezar amando;
mas si hoy, con más
pulcritud
y
quietud,
no he ido a amar bostezando,
¿fue egoísmo
o fue virtud?
Desde hoy no vuelvo
a tu edén
a tomar, Flora, el sereno:
si es por egoísmo, bueno,
y si es por virtud, también.
Sí,
mi bien;
esto haré por mi salud,
aunque diga tu
cinismo
que
es lo mismo
la gloria de la virtud
que el triunfo del egoísmo.
- IX -
Propósitos vanos
Nunca te tengas por seguro en esta vida.
(Kempis,
lib. I, cap. XX.)
-Padre, pequé, y perdonad
si en mi amorosa contienda
se lleva el viento a mi edad
propósitos de la enmienda.
EL CONFESOR
¡Siempre es viento
a esa edad un juramento!
¿Qué pecado es, hija mía?
LA PENITENTE
-El mismo del otro día.
Y, aunque es el mismo, id
templando
vuestro
gesto,
pues dijo ayer predicando
fray Modesto,
que es
inútil la más pura
contrición,
si abona nuestra ternura
flaquezas del corazón.
Ayer, padre, por ejemplo,
tocó
a misa el sacristán,
y en vez de correr al templo
corrí a la huerta con Juan.
EL CONFESOR
-¡Triste
don,
correr tras su perdición!
LA PENITENTE
-Sí señor; mas don tan vil,
de mil, lo tenemos mil.
No hay niña que a amor no
acuda
más
que a misa;
que el diantre a todas sin duda
nos
avisa
que es inútil la más pura
contrición
si abona nuestra ternura
flaquezas del corazón.
La verdad, tan poco ingrata
con
Juan estuve en la huerta,
que, como él mirando mata,
huí de él... como una muerta.
EL CONFESOR
-¡Dulcemente
fascina así la serpiente!
LA PENITENTE
-¡No lo extrañéis, siendo
el pecho
de masa tan frágil hecho!
Si voy, cuando
muera, al cielo,
(que
lo dudo),
ya contaré que en el suelo
nunca
pudo
sernos útil la más pura
contrición,
si abona nuestra ternura
flaquezas del corazón..
Y mañana, ¿qué he
de hacer,
padre, al sonarla campana,
si él me dice
hoy, como ayer:
«vuelve a la huerta mañana?».
EL CONFESOR
-¡Ay
de vos!
¡Antes Dios y siempre Dios!
LA PENITENTE
-Es cierto, mas entre amantes
no siempre
suele ser antes.
Y, en fin, si de ser cautiva
me
arrepiento,
o me absolvéis mientras viva,
o
presiento
que es inútil la más pura
contrición,
si abona nuestra ternura
flaquezas del corazón.
- X -
La ciencia de la vida
Amargando tu existencia
de tu corazón en daño,
ya te enseñaré esta ciencia
el libro de la
Experiencia,
página del Desengaño.
(E.
Florentino Sanz)
Seguid; veremos a qué luz impura
del porvenir el caos se ilumina.
EL AGORERO
-Mas
¿quién, desengañado, no adivina
de la vida
el horóscopo fatal?
Siempre en
mi ciencia se predicen bienes.
¡Dios los da al hombre por
amor profundo!
Después se augura un mal, porque en
el mundo,
tarde o temprano es infalible el mal.
-Seguid.
EL AGORERO
-Si a un triste le
auguráis su estrella,
algún placer le auguraréis
mintiendo;
que, aunque nuestro hado es esperar sufriendo,
la esperanza, aun sufriendo, es celestial.
Y
si su suerte predecís acaso
a los que mira compasivo
el cielo,
hacedles ver que, en la orfandad del suelo,
tarde
o temprano es infalible el mal.
-Seguid.
EL AGORERO
-Sabréis
mi dolorosa ciencia
si grabáis en la mente con empeño
que es el bien, por ser bien, sueño de un sueño
que el mal, sólo por serlo, es inmortal.
Que
nunca falta una ilusión gloriosa
que alegre una existencia
maldecida,
y que en la paz de la más dulce vida,
tarde o temprano es infalible el mal.
- XI -
Vanidad de la hermosura
A Octavia.
Ni amor canto, ni hermosura,
porque
ésta es un vano aliño,
y
además,
aquél una sombra obscura.
OCTAVIA
-¿No es más que sombra el cariño?
-Nada
más.
Esas flores con que ufana
tu frente
se diviniza,
ya
verás
cuál son ceniza mañana.
OCTAVIA
-¿Nada más son que ceniza?
-Nada,
más.
Y en tu contento no
escaso,
¿qué dirás que es el contento,
qué
dirás?
OCTAVIA
-¿Nada más que viento acaso?
-Nada
más, niña, que viento;
nada
más.
En la edad de las pasiones,
a vueltas de mil enojos,
hallarás
aire, sombras e ilusiones:
¡nada más, luz de mis
ojos,
nada
más!...-
- XII -
Vivir es dudar
Si vivir no es dudar, prenda querida,
decidme,
en mal tan fuerte:
¿es el fin de esta vida nuestra muerte,
o es la muerte el principio de otra vida?
Porque
es nuestra existencia
turbio fanal de inescrutable esencia,
pues
cual luz mortecina
sólo bordes de sombras ilumina.
Siguiendo
la esperanza,
quien la alcanza una vez, frágil la
alcanza;
si
el aire sombra hiciera,
como la sombra de los aires fuera.
Lloramos
la partida
de ésta que vuela inconsolable vida,
y es
en la humana suerte
la vida el pensamiento de la muerte.
Nuestros
pérfidos cantos
preludios son de venideros llantos;
Que
es del dolor la puerta
la que el gozo al pasar nos deja
abierta.
El
mayor bien gozado
jamás es grande, hasta que ya es
pasado,
pues
sólo en la memoria
es grande, al parecer, la humana
gloria.
Y en tan vil confusión,
prenda querida,
nadie sabe inquirir, en mal tan fuerte,
si es el fin de esta vida nuestra muerte,
o es la muerte
el principio de otra vida.
- XIII -
Poder de la belleza
¡Me caso! Yo, que odio eterno
siempre
profesé a este paso,
como a un paso del infierno,
ya cándidamente tierno...
¿podréis creerlo?
¡me caso!
Y pues ya amo a una mujer
(siento
decir que no miento),
justo es que cante, y lo siento,
de la belleza el poder.
Yo, que
amante meritorio
llevé en España mi ardor
de un jolgorio a otro jolgorio
haciendo el don Juan Tenorio
con doncellas de labor,
hoy mi indómita
cabeza
a un yugo al fin se somete:
aquí dio fin
el sainete...
¡Oh poder de la belleza!
Yo,
que canté a cualquier hora:
«No me da pena maldita
si tu pecho no me adora,
pues la mancha de una mora,
con
otra blanca se quita,
peno, por una mujer,
y (aparte) rabio
de celos.
¡A tanto se extiende, cielos,
de la belleza el
poder!
Yo, que amé en la
edad florida
cada cien días a ciento,
¡ya hace un
mes que mi querida
es aliento de mi vida,
es la esencia
de mi aliento!
Un mes en mí de
terneza,
es de treinta años emblema;
es la vida...
es el poema
del poder de la belleza.
Con
mi triste casamiento,
(mis ex-amadas, mi ex gloria),
¡ya
nos arrebata el viento
tanto amor que ha sido historia,
tanta historia que fue cuento!
Mas todo
es sueño, a mi ver,
en esta vida traidora;
sólo
es real, a cuartos de hora,
de la belleza el poder.
¡Ya no os daré cantilenas,
jugando
al toma y al daca,
pelo, anillos, ni cadenas,
ni tantas
cosas, tan buenas
para hacer nidos de urraca!
Y
a fe que es necia flaqueza
que, ganando mil ventajas,
sólo
estribe en zarandajas
el poder de la belleza.
Pues
me caso, Satanás
haga a mi esposa, o Dios la haga
no pedir cuentas de atrás;
pues si el que la hace
la paga,
¡Santo Cristo de Candás!
Si
expiación llega a haber,
siendo, cual la muerte,
fuerte,
es horrible, cual la muerte,
de la belleza el poder.
¡Dios! a quien ofendo impío,
dad a tanto error disculpa;
perdonad mi desvarío:
¡por mi culpa, padre mío;
por mi grandísima
culpa!
No os venguéis de quien,
si empieza
cantando la palinodia,
loa en tono de salmodia
el poder de la belleza.
Desde
hoy mis glorias de amante
se concretarán, Dios mío,
a tener en adelante,
una mujer que me espante
las moscas
en el estío.
No extrañéis
que cual placer
el no ver moscas os nombre,
que a tal punto
humilla al hombre,
de la belleza el poder.
Hoy
mi pecho, en conclusión,
pide perdón y perdona
a cuantas fueron y son...
desde Lisboa a Pamplona,
desde
Sevilla a Gijón.
Y hoy, en fin,
mi bien empieza,
o empieza mi mal acaso:
de cualquier modo,
¡me caso!
¡VICTORIA POR LA BELLEZA!
- XIV -
Todo se pierde
Rosa, ¿con que perdiste
la
flor encantadora
que la noche te di de tu partida?
Aunque
la cosa es triste...
la flor vaya
en buen hora,
si fue sólo la flor; Rosa, perdida;
mas esto me convida
(perdona)
a que recuerde
que en el mundo, mi bien, todo se pierde,
Todo se pierde, ¡ay triste!
De tu frente, antes pura,
baja,
y verás con lágrimas tus ojos;
ya
indócil se resiste
al corsé
tu cintura;
sube al cuello después, y... ¡ay, qué
despojos!
El ver seco da enojos,
árbol que fue ten verde.
¡Todo se pierde, sí, todo
se pierde!
De este pecho,
tuyo antes,
perdí un día
la llave,
y cuanto en él guardé perdí
con ella.
Ilusiones amantes,
toda
la villa sabe
que para ti guardaba
Rosa bella.
Mas, ¡cuán tarde
mi estrella
hizo que al fin recuerde
que todo (¿no es verdad?), ¡todo se pierde!
¿Qué
fue de tu hermosura?
¿qué
fue de mi terneza?
De la flor que te di dime ¿qué
ha sido?
Perdiose la flor pura,
lo mismo que (¡oh tristeza!)
mi
amor y tu hermosura se han perdido.
En
el mundo es sabido
que, sin que
uno se acuerde,
todo se pierde; ¡oh Dios! ¡todo se pierde!
- XV -
La compasión
-Niña; ¿por qué desvelada
suspiras con tal empeño?
-El por qué, madre,
no es nada;
sólo me siento hostigada
por las quimeras
de un sueño.
-El rostro, niña,
sepulta
en la holanda, que el espanto,
viendo las sombras,
se abulta.
-Así derramaré oculta
entre sus
pliegues mi llanto.
-Pronto, la noche
ahuyentando,
llamará el alba a la puerta.
-Pues
vendrá en vano llamando,
que si ahora duermo soñando,
después soñaré despierta.
-¡A
que si el mundo ve ya
de una niña el mal profundo,
que es amor en decir da?
-Pues sus razones el mundo
para
decirlo tendrá.
¿Y en qué
livianas razones
estriba el mal que te aqueja?
-En unas
tristes canciones
que, de una lira a los sones,
alzaba
un hombre a mi reja.
Entré afligida
en el lecho,
quedó traspuesta, y entonces
sonó
un ruido a poco trecho,
que ¡cuál llagaría
el pecho,
cuando ablandaba los bronces!
Desperté
a oírle; y la lira
no alegró la soledad;
y ahora mi pecho suspira
no sé si porque es mentira,
o porque no fue verdad.
-Mas ¿quién
alzó las querellas?
que era un peregrino.
¡Ay de
las tristes doncellas,
si al proseguir su camino
puso los
ojos en ellas!
-¿Un peregrino, alma mía,
cantaba en llanto deshecho?
-Y soñé que era
el que un día
buscó albergue en nuestro techo
por la tormenta que hacía.
Nieves
y cierzo arrostrando,
húmedos ya sus despojos,
vino
a la puerta llamando,
y yo se la abrí, mostrando
mostrando la compasión en los ojos.
-¿De
cuándo acá se te alcanza
recordar tal desacuerdo?
-Dejadme en mi bienandanza.
¡Bella será una esperanza,
pero es muy dulce un recuerdo!
Aun me
ocupa la memoria
cuando, la lumbre cercando,
entre ilusiones
de gloria,
una historia y otra histeria,
me fue, amorosas,
contando.
Siempre en ellas se moría
uno que a su ingrato bien
como a sus ojos quería,
mas no me contó que había
hombres ingratos
también.
Diome, con chistes discretos,
conchas, cruces y regalos,
y mágicos amuletos
que
por instintos secretos
daban pavor a los malos.
Y
los gustos de la vida
me ponderaba halagüeño
en plática tan sentida,
que, cual si fuese beleño,
me iba dejando adormida.
Y mi amante
pesadumbre
prosiguió astuto aumentando,
hasta que
el postrer vislumbre
débil lanzando la lumbre,
se
fue la sombra espesando...
-¿Por que entonces
de su fuego
rémora no fue tu calma?
-Creí
sus perfidias luego,
porque acompañó su ruego
con un suspiro del alma.
-¿Y fuiste al
rayar el día,
su ruta, niña, a inquirir?
-En vano fui, madre mía;
ya el sol derretido había
la nieve que holló al partir.
Corriendo
desalentada
fui de lugar en lugar...
-¿Y qué hallaste,
desgraciada?
-Al cabo de la jornada
hallé el placer
de llorar.
¿Cuál genio, en tan
triste día,
a escuchar su frenesí,
más
ciega que él, te impelía?
La compasión,
madre mía...
-Y... ¿quien la tendrá de ti?
- XVI -
Corta es la vida
Parose, una voz sentida
cierto
viajero escuchando,
y vio un ave que, rendida
al pie de
un árbol, piando
triste exhalaba la vida.
Y
al ver que, al árbol querido
mirando desde la grama,
alzaba el postrer gemido
hacia la flexible rama,
que era
el sostén de su nido,
-He aquí
-dijo en su sorpresa-
la imagen de la fortuna;
vagando
sin ley alguna
al fin hallamos la huesa
al mismo pie de
la cuna.
Y alejándose al momento,
por templar su mal no escaso,
añadió en su
pensamiento:
-¿Cuánto las separa? -¡Un paso!
-¿Y
qué media entre ambas? -¡Viento!
- XVII -
Virtud de la hipocresía
No eres más santo porque te alaben, ni más
vil porque te desprecien. Lo que eres, eso eres.
(Kempis,
lib. II, cap. VI.)
Ya he visto con harta pena
que
ayer, alma de mi alma,
mandaste colgar, Elena,
de tu balcón
una palma.
Y, o la palma no es el título
de una candidez notoria,
o no es cierto aquel capítulo
en que habla de ti la historia.
Pues
dicen que hoy, imprudente,
después que la palma vio,
riéndose maldiciente,
cierto galán exclamó:
-«Mal nuestra honradez se abona
si nuestras
virtudes son
cual la virtud que pregona
la palma de ese
balcón».-
Bien te hará entender,
Elena,
esta indirecta cruel,
que ya es pública la
escena
que pasó entre Dios, tú y él.
Pues, al mirarte, embebido,
dice entre
sí el vulgo ruín:
-Ya hay alientos que han
mecido
las flores de ese jardín.-
Mal
tú niega el hecho, Elena,
porque en materias de honor,
antes, el Código ordena,
ser mártir que confesar.
Aunque a hablar de ti se atrevan,
siempre
será necio intento
dudar de honras que se llevan
palabras que lleva el viento.
Da al misterio
la verdad,
que la virtud, en su esencia,
es opinión la mitad
y otra mitad apariencia.
Palma
ostenta, pues es uso;
que aunque mentir no es prudente,
por algo Dios no nos puso,
el corazón en la frente.
Nada a confesar te venza;
que engañar
por el honor
es en los hombres vergüenza
y en las
mujeres pudor.
Y si tu honor duda implica,
no dudes que hay mil que son
cual la virtud que publica
la palma de tu balcón.
- XVIII -
El concierto de las campanas (Para música)
Por un nacido allíimploran,
y aquí
por un muerto lloran.
Cuando allí tocando están
¡din
don, din dan!
tocan aquí en tronco son:
¡din dan,
din don!
Allí un vivo, y
aquí un muerto.
A tan monstruoso concierto,
labrando
mis goces van,
¡din
don, din dan!
su tumba en mi corazón:
¡din
dan, din don!
¡Ay, cuán
falsamente unida
va con la muerte la vida!
¡Qué
inútil es nuestro afán!
¡Din
don, din dan!
¡Qué breves las dichas son!
¡Din
dan, din don!
- XIX -
Glorias póstumas
A don Nicomedes Pastor Díaz, con motivo de la falsa muerte de una amiga.