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ArribaAbajoActo III


Escena Primera

 

Cámara del Rey. Dos velas encendidas sobre una mesa de noche. Algunos pajes dormidos, en el fondo.

 

REY.-   (A medio vestir, se halla sentado delante de una mesa, con un brazo apoyado en el sillón, en actitud pensativa. Tiene delante un medallón y algunos papeles.)  Quién podría negar que ella por otra parte ha sido exaltada? Nunca he podido inspirarle amor, y sin embargo, parece sentir necesidad de amar!... Es evidente; es falsa.  (Hace un gesto que lo pone sobre sí, y mira en torno con sorpresa.)  ¿En dónde estoy?... ¿Nadie está en vela aquí sino el Rey? ¡Qué! Consumidas las luces. Y no es de día, sin embargo... No dormiré ya más y forzoso será, naturaleza, que te resignes a ello, porque un rey no tiene tiempo de reparar sus noches perdidas... Pero ahora estoy ya desvelado, y es preciso que entre la luz del dia.  (Apaga las luces y descorre las cortinas de una ventana. Se pasea a lo largo de la habitación, contempla a los pajes dormidos en silencio, y toca después una campanilla.)  ¿Duermen también en la antecámara?



Escena II

 

El REY. El CONDE DE LERMA.

 

LERMA.-   (Sorprendido al ver al REY.)  ¿V. M. se siente malo?

REY.-  Se ha pegado fuego al pabellón del ala izquierda. ¿No oísteis el ruido?

LERMA.-  No, señor.

REY.-  ¡No! ¿Cómo? ¿Habré soñado? Y no puede ser esto casual. ¿La Reina no duerme en esta parte del palacio?

LERMA.-  Sí, señor.

REY.-  Este sueño me ha asustado. Desde hoy se doblará la guardia de aquel punto al caer la tarde, pero... secretamente, muy secretamente. No quiero que... ¡Parece que me observáis!

LERMA.-  Observo vuestros ojos enrojecidos que piden descanso y me atrevo a recordar a S. M. el cuidado de su preciosa salud, y el de sus pueblos que verían con dolorosa sorpresa las huellas del insomnio en su rostro... Con que durmierais tan sólo un par de horas...

REY.-   (Turbado.)  El sueño... el sueño, ya dormiré en el Escorial. Cuando el Rey duerme, adiós corona; cuando el esposo duerme, adiós amor de su esposa. Pero no, no; es una calumnia. ¿No es por ventura una mujer quien me lo ha contado, y el mismo nombre de la mujer no es calumnia? El crimen no será verdad para mí hasta que lo haya confirmado un hombre.  (A los PAJES que acaban de despertar.)  Llamad al Duque de Alba.  (Los PAJES se van.)  Acercaos, Conde. ¿Es verdad?  (Clava en él una mirada penetrante.)  ¡Ay!... ¡Poder conocerlo todo, aunque este poder durara sólo el tiempo que dura una pulsación! ¿Es verdad? Jurádmelo. ¿Soy engañado? ¿Lo soy? ¿Es verdad?

LERMA.-  Grande, excelente Rey...

REY.-   (Retrocediendo.)  ¡Rey todavía, y siempre rey! Ninguna otra respuesta que el eco de este vano sonido. Golpeo la roca en busca de agua, de agua para apagar mi sed ardiente, y brota tan sólo oro derretido.

LERMA.-  Pero ¿qué preguntáis si es verdad, señor?

REY.-  Nada, nada, dejadme; idos.  (El CONDE va a salir, y el REY le llama.)  ¿Estáis casado, sois padre, verdad?

LERMA.-  Sí, señor.

REY.-  Casado, ¿y os atrevéis a velar una sola noche, junto a vuestro señor? Encanecisteis, ¿y creéis todavía sin rubor en la virtud de vuestra esposa? ¡Oh! regresad a casa, y la sorprenderéis entregada a los abrazos incestuosos de vuestro hijo; creed a vuestro Rey... Idos... Me escucháis atónito; y claváis en mí penetrante mirada, porque también yo encanecí...

  ¡Desdichado!... Reparad en lo que hacéis; la virtud de las reinas es intachable, y sois muerto si dudáis.

LERMA.-   (Con calor.)  ¡Y quién podría dudar!... ¿Quién, en todo el reino, osaría lanzarla envenenada sospecha sobre esta virtud angelical, sobre la mejor Reina que ha habido?

REY.-  ¿La mejor?... ¿Para vos es también la mejor?... Veo que cuenta con entusiastas amigos junto a mí, y esto le costará sin duda mucho, tal vez más de lo que ella pueda dar en recompensa, me parece. Podéis retiraros; llamad al Duque.

LERMA.-  Le oigo ya en el salón.  (Va a salir.) 

REY.-   (Con acento más blando.)  Conde, verdad es cuanto habéis observado hace poco. Esta noche de insomnio ha enardecido mi cabeza; olvidad por lo tanto lo que he dicho soñando despierto... Oís... Olvidadlo... Soy vuestro bondadoso rey.  (Le tiende a besar la mano. LERMA sale y abre la puerta al DUQUE DE ALBA.) 



Escena III

 

El REY. El DUQUE DE ALBA.

 

ALBA.-   (Se acerca manifestando cierta perplejidad.)  Tan imprevista órden en desusada hora...  (Se turba observando al REY de más cerca.)  Y esta mirada...

REY.-   (Sentado y tomando el medallón de encima la mesa. Mira largo rato al DUQUE en silencio.)  ¿Es cierto, pues, que no me queda ni un solo servidor que me sea fiel?

ALBA.-   (Turbado.)  ¿Cómo?

REY.-  Saben que soy ofendido mortalmente, y nadie me lo advierte, sin embargo.

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ALBA.-   (Mirándole atónito.)  ¿Mi Rey ha sido ofendido, y la ofensa escapó a mi mirada?

REY.-   (Mostrándole las cartas.)  ¿Conocéis esta letra?

ALBA.-  Letra del Príncipe.

REY.-   (Con mirada penetrante.)  ¿Nada sospecháis todavía?... Me advertisteis su ambición, ¿y era sólo su ambición lo que debía temer?

ALBA.-  La ambición es una grande y extensa palabra que puede expresar un pensamiento infinito.

REY.-  ¿Y no tenéis algo particular qué revelarme?

ALBA.-   (Después de breve silencio y con encogimiento.)  V. M. ha confiado el reino a mi cuidado y debo velar por él, y dedicar a esta tarea mis más íntimos pensamientos; pero lo que fuera de ella sospecho o pienso es patrimonio mío, sagrado patrimonio que así el esclavo como el vasallo tienen derecho a rehusar a los reyes de la tierra. Lo que yo veo claro, no está sin embargo en sazón para confiarlo a mi Rey; si desea que le satisfaga, suplico que no me interrogue como señor.

REY.-   (Dándole las cartas.)  Leed.

ALBA.-   (Lee, y se vuelve con terror hacia el REY.)  ¿Quién fue el insensato que entregó estas cartas a mi Rey?

REY.-  ¡Cómo! ¿Sabéis a quién van dirigidas?... Su nombre, según creo, no se halla en la carta.

ALBA.-   (Retrocediendo sobrecogido.)  ¡Me he precipitado!

REY.-  ¿Vos sabéis?..

ALBA.-   (Después de un momento de reflexión.)  Pues bien; esto es hecho; puesto que mi Rey lo ordena, no puedo retroceder... No lo niego...; conozco la persona a quien van dirigidas.

REY.-   (Levantándose, profundamente inmutado.)  Dios terrible de la venganza, ayudadme a descubrir un nuevo modo de matar... Sus relaciones son tan patentes, tan públicas, que sin darse la pena de examinar, cualquiera adivina que de ella son las cartas a la primer ojeada. Esto es demasiado... ¡Y yo no lo he sabido; no lo he sabido, y soy el último que lo descubro, el último en todo mi reino!

ALBA.-   (Arrodillándose.)  Sí; confieso mi falta, ¡oh, Rey bondadoso! Me avergüenzo de mi cobarde prudencia que me impuso silencio, cuando me obligaba a hablar el honor de mi Rey, la verdad, la justicia. Mas ya que todo calla, y que el hechizo de la belleza amordaza los labios de los hombres, me arriesgo a hablar... No olvido, no obstante, que las insinuantes protestas de un hijo, los seductores atractivos, las lágrimas de una esposa...

REY.-   (Con viveza y prontitud.)  Levantaos; os doy mi palabra real; levantaos y hablad sin temor.

ALBA.-   (Levantándose.)  V. M. recuerda tal vez todavía la escena del jardín de Aranjuez, cuando encontrasteis a la Reina, lejos de sus damas, turbada, sola, en retirado sitio.

REY.-  ¡Ah! Qué oigo... Continuad.

ALBA.-  La Marquesa de Mondéjar fue desterrada porque tuvo la generosidad de sacrificarse por la Reina... Ahora lo sabemos... La Marquesa se había limitado a obedecer la orden de la Reina, el Príncipe había acudido a aquel sitio.

REY.-   (Colérico.) -¿Había estado allí?... Entonces pues...

ALBA.-  Sugirieron esta sospecha las huellas de un hombre en la arena, que partiendo del lado izquierdo de la avenida, conducían a una gruta donde se halló un pañuelo olvidado allí por el Príncipe. Un jardinero, además, le había sorprendido en el mismo instante en que V. M. pareció en el bosquecillo.

REY.-   (Volviendo en sí, después de sombría reflexión.)  Y ella lloraba cuando le di a comprender mi sorpresa, y me abochornó delante de toda la corte, me sonrojó a mis propios ojos, como si, ante su virtud, fuese yo el culpable. ¡Por el cielo!  (Largo y profundo silencio. Se sienta, y oculta el rostro entre sus manos.)  Sí, Duque de Alba... tenéis razón... Todo esto podría arrastrarme a terrible extremo... Dejadme solo un momento...

ALBA.-  No es suficiente lo dicho para decidir plenamente...

REY.-   (Tomando los papeles.)  ¿Ni esto tampoco, ni eso, ni, en fin, ese concurso de convincentes pruebas? ¡Oh! Si es más claro que el día... Si debía saberlo mucho tiempo ha... El crimen empezó cuando la recibí de vuestras manos en Madrid... Parece que veo todavía su pálido rostro, su mirada atónita fija en mis canas... Entonces empezó esta hipócrita farsa.

ALBA.-  Perdía el Príncipe en su madre a su prometida, y ambos se habían mecido en brazos de una común esperanza, y se habían inspirado mútuamente ardiente pasión que la nueva situación creada les prohibía. Vencida la timidez, aquella timidez que acompaña a la primera declaración amorosa, la seducción, fundándose en los recuerdos de una intimidad lícita en otro tiempo, fue más osada en su lenguaje. Unidos por la edad y sus mútuos sentimientos, irritados, por la sujeción a un mismo yugo, obedecieron con doble audacia a los impulsos de su amor. La política había atentado a sus derechos; pero ¿era creíble que su amor reconociera la omnipotencia de la razón de Estado, y no cediera al antojo de juzgar a su modo la elección de vuestro gabinete? El amor se reservó sus derechos, y aceptó la corona.

REY.-   (Ofendido y con amargura.)  Discurrís perfectamente, Duque, y con sagacidad; admiro vuestra elocuencia, y os doy las gracias.  (Se levanta y continúa con altivez y frialdad.)  Tenéis razón; la Reina ha cometido una falta grave, ocultándome el contenido de estas cartas, y haciendo un misterio de la aparición culpable del Príncipe en el jardín. Ha cometido esta falta por una falsa generosidad, por lo cual sabré castigarla.  (Toca la campanilla.)  ¿Quién hay en el salón?... No tengo más necesidad de vos, Duque de Alba; retiraos.

ALBA.-  ¡Mi celo ha sido causa tal vez de que haya disgustado a V. M.!

REY.-   (A un paje que entra.)  Haced entrar a Domingo.  (El paje se va.)  Os perdono que durante dos minutos me hayáis inspirado el temor de un crimen que podría volverse contra vos.



Escena IV

 

El REY. DOMINGO.

 
 

(El REY se pasea a lo largo, durante algunos instantes, y luego se para y se ensimisma.)

 

DOMINGO.-   (Entra algunos minutos después de haber salido el DUQUE, se acerca al REY, y le contempla en silencio y con respeto.)  ¡Qué grata sorpresa para mí, señor, la de hallaros tranquilo y sereno!

REY.-   ¿Esto os sorprende?

DOMINGO.-  Demos gracias a la Providencia de que hayan sido infundados mis temores, con lo que mayor es mi esperanza de la que fuera.

REY.-  ¿Vuestros temores?... ¿Qué temíais?

DOMINGO.-  No puedo ocultar a V. M. que conozco ya un misterio...

REY.-   (Con sombrío ademán.)  ¿Os he manifestado acaso el deseo de compartir con vos este secreto? ¿Quién, sin ser llamado, me previene? Por mi honor que es osadía.

DOMINGO.-  Señor; el lugar, el medio por el cual lo he sabido, el sello bajo el cual me ha sido confiado, disculpan al menos mi falta. Se me ha confiado en el santo tribunal de la penitencia... como un crimen que pesaba gravemente sobre la perturbada conciencia de la penitente, que pedía perdón de él al cielo. La Princesa deplora, bien que demasiado tarde, su acción, y teme que sus consecuencias sean funestas para la Reina.

REY.-  Verdad: ¡Oh, bondadoso corazón! Habéis adivinado perfectamente por qué os he llamado, y es fuerza que me saquéis del oscuro laberinto en que me ha metido inconsiderado celo. Espero saber la verdad de vos, y os conjuro a que habléis con absoluta franqueza. ¿Qué debo creer y qué debo resolver? Exijo la verdad de vuestro ministerio.

DOMINGO.-  Señor, cuando mi misión de paz no me impusiera el grato deber de persuadir a la moderación, todavía os conjuraría a usarla en nombre de vuestra tranquilidad; suplicaría a V. M. que abandonara el hilo de sus pesquisas, y el examen de un misterio que no puede tener solución feliz. ¡Cuánto hasta ahora se sabe, puede perdonarse! Una sola palabra del Rey puede devolver la inocencia a la Reina; pues la voluntad del Rey concede la virtud como la dicha, y sólo su serenidad puede sofocar los rumores que se ha permitido la calumnia.

REY.-  ¡Rumores que atañen a mi persona, entre mi pueblo!

DOMINGO.-  Embustes condenables embustes; lo aseguro... En algunos casos, sin embargo, la creencia del vulgo, aunque desprovista de pruebas, tiene tanta importancia como la verdad.

REY.-  ¡Por el cielo! ¡Y éste sería uno de estos casos!

DOMINGO.-  Una buena reputación es un precioso bien; el único que una reina se ve en el caso de disputar a la villana.

REY.-  Por este lado, creo que no hay que temer.  (Lanza una mirada de duda a DOMINGO; después de breve silencio.)  Algo triste he de oír todavía de vuestros labios; no me lo retardéis... Hace tiempo que vuestro semblante me anuncia una desgracia; cualquiera que sea, hablad, y no me dejéis por más tiempo en semejante tortura. ¿Qué dice el pueblo?

DOMINGO.-  Repito, señor, que el pueblo puede engañarse y que se engaña, sin duda. Sus dichos no deben perturbar a V. M... pero osan decir tales cosas...

REY.-  ¿Qué? ¿Me será necesario implorar tanto una gota de veneno?

DOMINGO.-   El pueblo recuerda todavía la época en que V. M. estuvo a punto de morir... y como treinta semanas después, el feliz alumbramiento...  (El REY se levanta y llama; el DUQUE DE ALBA entra; DOMINGO se turba.)  Me sorprende, señor...

REY.-   (Yendo al encuentro del DUQUE.)  Toledo, vos sois un hombre; libradme de ese cura...

DOMINGO.-   (El DUQUE y él se miran cortados, confusos. Después de breve pausa.)  Si hubiésemos podido prever que la nueva había de perjudicar a quien la trajera...

REY.-  ¿Bastardo, decís? Porque apenas había escapado a la muerte, cuando la Reina se sintió embarazada... ¡Cómo! En esta época, si no me engaño, celebrabais en todas las iglesias acciones de gracias a santo Domingo, por el milagro que había obrado en mí... Lo que entonces fue un milagro, ¿ha cesado de serlo?... Una de dos: o mentíais entonces, o mentís ahora... ¿Qué podré creer desde este momento? Pero os comprendo; si entonces la trama hubiese estado en sazón, dierais de lado a la gloria del santo.

ALBA.-  ¡La trama!

REY.-  ¡Cómo se comprendería, si no existiera entre ambos secreta inteligencia, que concordarais hoy en la misma opinión, con una conformidad sin ejemplo! ¿Pretenderéis persuadirme de lo contrario? Sería preciso para ello que no hubiese observado la avidez y encarnizamiento con que os arrojáis sobre la presa; el placer que os causan mi dolor y los arrebatos de mi cólera! Sería preciso que desconociera como el Duque arde en deseos de arrebatar el favor destinado al Príncipe, y este piadoso varón pretende poner mi brazo poderoso al servicio de su pasión mezquina! ¿Os figuráis por ventura que soy un arco que puede tenderse a voluntad? Tengo también la mía, y si debo abrigar dudas, dejad que empiece dudando de vosotros.

ALBA.-  Esperábamos que nuestra fidelidad nos ponía al abrigo de esta interpretación.

REY.-  ¡Vuestra fidelidad!... La fidelidad previene contra el crimen que amaga: la venganza delata el crimen una vez ejecutado... ¿Qué gano, vamos a ver, con vuestro celo si lo que decís es cierto? Sólo me queda el dolor del divorcio o el triste triunfo de la venganza... Pero, no... no abrigáis más que temores... Sólo me insinuáis inciertas sospechas... y me dejáis al borde del infierno, y echáis a correr...

DOMINGO.-  ¿Serán posibles otras pruebas cuando no se puede obtener el testimonio de los ojos?

REY.-   (Con grave acento, y dirigiéndose a DOMINGO, después de breve pausa.)  Congregaré los grandes de mi reino, y presidiré yo mismo su tribunal. Compareced ante él, si tenéis valor para ello, y acusad públicamente a la Reina de adulterio. Morirá sin misericordia, y el Príncipe con ella; pero advertid que si ella puede justificarse, moriréis vosotros en su lugar. ¿Querréis con tal sacrificio rendir tributo a la verdad? Decidíos... ¿No lo queréis? Enmudecéis... ¡Ah!... No lo queréis! Vuestro celo es el celo de la mentira.

ALBA.-   (Que se había retirado a un lado; con calma y frialdad.)  Yo lo quiero...

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REY.-    (Se vuelve hacia él, sorprendido, y le mira fijamente.)  He aquí una acción atrevida; pero pienso, sin embargo, que habéis expuesto muchas veces la vida en los campos de batalla, y por motivos menos importantes que éste... por la nada de la gloria, con la ligereza de un jugador de dados... ¿Qué es la vida para vos?... Ah, no! No entregaré la sangre real a un insensato, a quien nada le cabe esperar si no es su propio engrandecimiento. Desprecio vuestro sacrificio... Salid, y aguardad mis órdenes en el sal de audiencia.



Escena V

 

El REY, solo.

 

  Ahora, Providencia clemente, que tanto me has concedido ya en este mundo, concédeme un hombre, un auxiliar... A ti, que sondeas y conoces cuanto existe por oculto que sea, a ti te es posible estar solo; pero yo te pido un amigo, porque no soy como tú que lo ves todo. Sabes qué son los auxiliares que me enviaste, y has visto que cuanto han podido hacer por mí lo han hecho ya. Sus vicios, domados y sujetos a mi yugo, coadyuvan a mis proyectos, del modo que las tempestades a la purificación de la atmósfera. Siento necesidad de conocer la verdad; y pienso que no se ha hecho para los reyes buscar su mansa corriente bajo las tristes ruinas del error. Concédeme el hombre extraordinario, el hombre de corazón puro y franco, de clara inteligencia, de firme mirada que ha de auxiliarme a hallar... La suerte está echada, haz que encuentre uno solo, entre los millares de hombres que revolotean al rededor del sol de la realeza.  (Abre una arquilla, toma un registro, y dice después de haberlo hojeado.)  Nombres... nombres tan sólo, sin que consten siquiera los servicios que les valiera la inscripción en este registro. ¿Hay nada que se olvide tan fácilmente como la gratitud? Leo sin embargo en este otro registro, cuidadosamente inscrita cada falta, ¿y para qué? ¡Cómo si el recuerdo de la venganza necesitara auxiliares!  (Continúa leyendo.)  El Conde de Egmont. ¿Por qué se halla aquí su nombre? La victoria de San Quintín está ya olvidada hace mucho tiempo; vaya entre los muertos.  (Borra su nombre y le inscribe en otro registro. Continúa leyendo.)  ¡Marqués de Posa... Posa! Apenas recuerdo a este hombre. ¡Y se halla inscrito dos veces!... Prueba que le destinaba para grandes cosas. ¿Es posible que este hombre se haya sustraído a mi presencia, y haya evitado las miradas de su rey deudor? ¡Por el cielo! Es el único en la vasta extensión de mis reinos que no necesita de mí. Si fortuna u honores hubiese codiciado, mucho tiempo ha que hubiese acudido a los pies de mi trono. ¿Me aventuraré a entregarme a este hombre original?... Quien puede prescindir de mí, bien podrá declararme la verdad.



Escena VI

 

El salón de audiencia.

 
 

El PRÍNCIPE CARLOS, conversando con el de PARMA, los DUQUES DE ALBA, FERIA, MEDINASIDONIA, CONDE DE LERMA y otros Grandes de España, con papeles en la mano, y aguardando al REY.

 

MEDINA.-   (De quien huyen todos, se vuelve hacia el DUQUE DE ALBA que se pasea aparte.)  Habéis hablado ya al Rey, Duque; ¿en qué disposición de ánimo le habéis hallado?

ALBA.-  En muy mala disposición para vos y vuestras noticias.

MEDINA.-  Estaría más a gusto enfrente de los cañones ingleses, que en este salón.  (CARLOS, que le ha observado en silencio y con interés, se dirige a él y le tiende la mano.)  Os agradezco con el alma vuestro generoso llanto, Príncipe ... ya veis cómo todos me huyen. Está resuelta mi perdición.

CARLOS.-  Esperad algo mejor de la bondad de mi padre y de vuestra inocencia.

MEDINA.-  He perdido para él una flota tal, como no había surcado todavía el Océano... y mi cabeza no vale sin duda lo que setenta galeones, hundidos en el naufragio... pero cuando pienso en mis cinco hijos, jóvenes de esperanzas como vos, el corazón se me parte.



Escena VII

 

El REY, con manto real. Dichos. Todos se descubren y se ponen en fila a ambos lados, formando en torno suyo un semicírculo. Profundo silencio.

 

REY.-   (Recorriendo rápidamente el grupo con la mirada.)  Cubríos.  (D. CARLOS y el PRÍNCIPE DE PARMA se adelantan y besan la mano al REY, que se dirige afectuosamente al último, evitando mirar a su hijo.)  Vuestra madre, querido sobrino, desea saber si en Madrid están contentos de vos.

PARMA.-  Lo cual no debiera preguntar antes de volver de mi primera batalla.

REY.-  Estad tranquilo; ya os llegará el turno cuando estos troncos caerán.  (Al DUQUE DE FERIA.)  ¿Qué me traéis, Duque?

FERIA.-   (Doblando la rodilla delante del REY.)  El gran Comendador de la orden de Calatrava ha muerto esta mañana, y os traigo su cruz.

REY.-   (La toma y mira en torno suyo.)  ¿Quién es ahora el más digno de llevarla?  (Hace una señal al DUQUE DE ALBA que dobla la rodilla, y le cuelga el collar.)  Duque, sois mi primer capitán, limitaos a ello, y mi favor no os faltará nunca.  (Advierte la presencia de MEDINASIDONIA.) 

MEDINA.-   (Se acerca temblando, y se arrodilla delante del REY, con la cabeza baja.)  He aquí, señor, todo lo que traigo de la Invencible armada, y de la juventud española.

REY.-   (Pausa.) - Dios sobre todo. Yo la envié a luchar contra los hombres, no contra los elementos. Sed bien venido a Madrid.  (Le tiende a besar la mano.)  Os doy las gracias por haberme conservado en vos un digno servidor. Le tengo por tal, señores, y quiero que por tal sea tenido.  (Le hace seña de que se levante y se cubra, y después se dirige a los demás.)  ¿Hay algo más?  (A D. CARLOS y al PRÍNCIPE DE PARMA.)  Os saludo, Príncipes.  (Se van. Los otros grandes se acercan, doblan la rodilla y le entregan sus memoriales. Los hojea, y los da al de ALBA.)  Me los devolveréis en mi gabinete. ¿Hemos concluido?  (Nadie responde.)  ¿Cómo es que el marqués de Posa no se presenta nunca entre mis grandes? Sé bien que este marqués de Posa me ha servido con honor... ¿Ha muerto tal vez?... ¿Por qué no parece por aquí?

LERMA.-  El marqués ha regresado nuevamente de un viaje a través de Europa, se halla en este instante en Madrid, y aguarda sólo un día de audiencia pública para ponerse a los pies de su Rey.

ALBA.-  El marqués de Posa, señor, es aquel osado caballero de Malta, de quien cuenta la fama una brillante acción. Cuando, bajo las órdenes del gran maestre, los caballeros se rindieron en su isla sitiada por Solimán, este jóven, que tendría entonces diez y ocho años, escapó de la Universidad de Alcalá y se presentó ante La-Valette, sin haber sido convocado.- Quiero que me compren una cruz, y quiero ganármela, dijo.- Y fue uno de los cuarenta que, en pleno día, en el fuerte de San Telmo sostuvieron tres asaltos contra Psali, Ulucciali, Hussem y Mustaphá. El fuerte fue tomado, y muertos todos los caballeros en torno suyo; arrojose al mar y volvió solo a La-Valette. Dos meses después, el enemigo abandonó la isla y el caballero volvió a acabar sus estudios.

FERIA.-  Es el mismo que más tarde descubrió la famosa conspiración de Cataluña, y con su actividad únicamente, conservó para la corona esta importante parte del reino.

REY.-  Me sorprende. ¿Qué hombre es este, que ha hecho tales cosas, y no cuenta un solo envidioso entre tres personas a quienes pregunto por él? En verdad que este hombre tiene un carácter muy raro, o no tiene ninguno. Llevado de la curiosidad que excita lo maravilloso, quiero hablarle.  (Al DUQUE DE ALBA.)  Después de la misa, llevadle a mi gabinete.  (El DUQUE sale; el REY llama a FERIA.)  Ocuparéis mi puesto en el consejo privado.  (Vase.) 

FERIA.-  El Rey se muestra hoy muy bondadoso.

MEDINA.-  Como un dios... Tal ha sido para mí.

LERMA.-  Merecéis este favor, Almirante, y tomo parte en vuestra alegría.

UNO DE LOS GRANDES.-  ¡Y yo también!

OTRO.-  También yo, en verdad.

OTRO.-  El corazón me palpitaba. ¡Tan digno capitán!

EL PRIMERO.-  El Rey no ha usado con vos de su favor, sino que ha hecho justicia.

LERMA.-   (Yéndose. A MEDINASIDONIA.)  ¡Cuán rico sois ahora, gracias a una sola frase!  (Se van.) 



Escena VIII

 

El gabinete del REY.

 
 

El MARQUÉS DE POSA. El DUQUE DE ALBA.

 

MARQUÉS.-   (Entrando.)  ¿Quiere verme?... ¿A mí? No puede ser... Sin duda equivocáis el nombre... ¿Y qué quiere de mí?

ALBA.-  Quiere conoceros.

MARQUÉS.-  Simple curiosidad, pues. Es lástima perder así el tiempo, cuando la vida es tan breve.

ALBA.-  Os abandono a vuestra buena estrella, marqués; pensad que el Rey se halla en vuestras manos, y aprovechaos cuanto podáis de este momento, pues a nadie más que a vos podréis culpar de su pérdida. (Se va.)  



Escena IX

 

El MARQUÉS DE POSA.

 

MARQUÉS.-  Muy bien dicho, Duque. Preciso será aprovechar este momento que se ofrece una sola vez. Me da este cortesano una buena lección si no bajo su punto de vista, al menos bajo el mío.  (Después de pasearse un instante.)  Pero ¿cómo me hallo aquí? ¿Se deberá tan sólo a un capricho de la suerte que vea reflejarse mi rostro en este espejo? ¿Será sólo una casualidad que entre tantos millones de hombres, el Rey, contra lo que era dado esperar, venga a tenderme la mano y renueve mi recuerdo en su memoria?... Quizá es esto algo más que la obra del azar. Porque ¿qué es el azar sino el bloque al cual el cincel del escultor comunica la vida? La Providencia dispone el azar, y el hombre debe emplearlo a sus fines. ¿Qué importa lo que el Rey desee de mí?... Sé lo que me toca hacer con él... Aunque no fuera más que una chispa de verdad audazmente lanzada en el alma del déspota, ¿qué resultados podrían esperarse de ella bajo la mano de la Providencia? Entonces lo que de pronto me ha parecido extraño podría conducirme a un fin completo; aunque así no fuere, obraré con esta creencia.

 

(Da algunas vueltas por la habitación, y se para en silencio delante de un cuadro. El REY sale por un salón contiguo desde el cual se le ve dar algunas órdenes; luego se adelanta, se detiene en la puerta, y contempla largo rato al marqués, sin ser visto de éste.)

 


Escena X

 

El REY. El MARQUÉS DE POSA.

 
 

(Apenas éste advierte la presencia del REY, se dirige a él se arrodilla y se levanta sin embarazo.)

 

REY.-   (Mirándole con ademán de sorpresa.)  Me habéis hablado, alguna vez, por lo visto.

MARQUÉS.-  No.

REY.-  Habéis prestado algunos servicios a mi corona; ¿por qué os ocultáis a mi gratitud? Tengo tantos nombres en la memoria... ¡Sólo Dios lo sabe todo! A vos os tocaba buscar la mirada de vuestro Rey: ¿por qué no lo habéis hecho?

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MARQUÉS.-  No hace más de dos días, señor, que he regresado a este reino.

REY.-  No quiero seguir siendo el deudor de los que me sirven; pedidme una gracia.

MARQUÉS.-  No me es necesaria; gozo del beneficio de las leyes.

REY.-  También goza de ellas el asesino.

MARQUÉS.-  Pero mayormente un buen ciudadano...; vivo satisfecho, señor.

REY.-   (Aparte.)  Mucho es su orgullo y mucha su osadía; debía esperarlo, vive Dios. Me gusta que el español sea altivo, y lo llevo en paciencia hasta cuando se desborda el vaso.  (Al MARQUÉS.)  Me han dicho que habíais abandonado mi servicio.

MARQUÉS.-  Me he retirado para ceder el puesto a otro más digno.

REY.-  Esto me disgusta ciertamente. ¡Qué gran pérdida para mis Estados, si los hombres de valía se retiran a la ociosidad! ¿Tal vez habéis temido faltar a vuestra particular vocación?

MARQUÉS.-  Oh, no; tengo la seguridad de que un hábil conocedor del alma humana, que supiera utilizar sus materiales, hubiera distinguido en mí, a la primera ojeada, mi particular vocación. Me siento altamente reconocido a V. M. por la opinión que le merezco. Sin embargo...  (Se detiene.) 

REY.-  ¿Reflexionáis?

MARQUÉS.-  Francamente, señor; no me hallo dispuesto a revestir con el lenguaje de vuestros palaciegos lo que he pensado como ciudadano del mundo; porque, desde el día en que rompí mis relaciones con el poder, me creí también exento de la necesidad de explicarle los motivos de mi determinación.

REY.-  ¿Acaso estos motivos son frívolos, puesto que teméis manifestarlos?

MARQUÉS.-  Si dispusiera del tiempo necesario para explicarlos extensamente, arriesgaría por ello mi vida; mas yo os confesaré la verdad, si no me negáis este favor. Puesto que me hallo en el caso de escoger entre vuestro desdén y vuestro odio, prefiero pareceros antes un criminal que un loco.

REY.-   (Con curiosidad.)  Veamos.

MARQUÉS.-  Señor, yo no puedo ser el servidor de los príncipes.  (El REY le mira con sorpresa.)  No quiero engañar al comprador; si os dignáis emplearme en vuestro servicio, querréis sin duda de mi actos meditados y pesados anticipadamente; querréis mi brazo y mi valor para el campo de batalla, mi cabeza para los consejos. El fin de mis acciones no deberá hallarse en ellas, sino en la acogida que encuentren al pie del trono. Mas para mí, señor, la virtud lleva su precio en sí misma, y me place derramar por mi propia cuenta los beneficios que el Rey derramaría por mis manos; quiero que este trabajo sea para mí la obra de la inclinación, un gozo; no la obra del deber. ¿Es este vuestro pensamiento? ¿Podréis soportar un acto extraño a vos, en vuestra creación? ¿Y yo debo descender a ser el cincel, cuando puedo ser el artista?... ¡Ah! Señor; yo amo a la humanidad, y en las monarquías sólo puedo amarme a mí propio.

REY.-  Me parece muy digno de elogio vuestro entusiasmo. Queréis hacer el bien. Al hombre cuerdo y amante de su patria, poco le importa cómo realizará este deseo. Buscad en todo mi reino un puesto, que os permita entregaros a tan nobles inclinaciones.

MARQUÉS.-  No veo ninguno.

REY.-  ¡Cómo!

MARQUÉS.-  V. M. quiere sembrar por mis manos la felicidad de los hombres, ¿pero ésta es la misma que yo les deseo en la pureza de mi amor? Ante ella temblaría la majestad de los reyes. No; la política de los tronos ha creado una felicidad especial que puede distribuir todavía con largueza ha sembrado en el corazón de los hombres nuevas inclinaciones que se contentan con aquélla; ha marcado con su sello la verdad que puede soportar, y cuantas no llevan esta marca son rechazadas. ¿Pero lo que place a la corona me place a mí? ¿El amor fraternal que siento por el hombre, puede prestarse a la tarea de rebajar al hombre? ¡Cómo puedo creerle feliz, despojado del derecho de pensar! No me elijáis, pues, para distribuir una dicha vaciada en vuestros troqueles; rehúso ser un repartidor de vuestra moneda.

REY.-   (Con viveza.)  Vos sois protestante.

MARQUÉS.-  Vuestras creencias son las mías, señor.  (Pausa.)  No he sido comprendido; lo temí. Me habéis visto levantar el velo que cubre los misterios de la monarquía, y pensáis que es difícil que mire como sagrado lo que ya no perturba mi mirada. Parezco temible porque he osado reflexionar sobre mí mismo, pero os aseguro que no lo soy, porque mis deseos se hallan encerrados aquí.  (Pone la mano sobre el corazón.)  El ridículo furor de innovaciones que aumenta el peso de las cadenas que no puede romper, no inflamará nunca mi sangre. Mi siglo no está aún en sazón para mi ideal: yo soy un ciudadano de los siglos por venir. Si una simple pintura puede turbar vuestro reposo, basta un soplo para desvanecerla.

REY.-  ¿Soy el primero a quien os habéis mostrado bajo este aspecto?

MARQUÉS.-  Bajo este aspecto, sí.

REY.-   (Se levanta, da algunos pasos, y se detiene delante del MARQUÉS.)  Este lenguaje tiene al menos el atractivo de la novedad. La lisonja fatiga, la imitación rebaja al hombre de mérito, y éste ensaya, siquiera una vez, lo contrario. ¿Por qué no? Lo que sorprende hace fortuna. Si lo habéis comprendido así, perfectamente. Desde hoy estableceré un nuevo cargo en la corte, el de despreocupado.

MARQUÉS.-  Veo, señor, qué mezquina, qué humillante idea tenéis de la dignidad del alma humana. Hasta en el lenguaje del hombre libre descubrís el artificio de la adulación, y en verdad que me parece conocer la causa de vuestra opinión tristísima. Los hombres os han impelido a ella, los hombres que han abdicado ante vos su nobleza y descendido voluntariamente a un lugar subalterno; huyen con espanto de la sombra de su dignidad interior, se complacen en sus miserias, adornan con infame habilidad sus propias cadenas y llaman virtud al talento de llevarlas con decoro. En tal estado habéis recibido el mundo, en tal estado os fue trasmitido por vuestro glorioso padre. ¡Cómo era posible que después de tan dolorosa mutilación honrarais al hombre!

REY.-  Algo hay de cierto en vuestras palabras.

MARQUÉS.-  Pero el error está en haber convertido al hombre, obra del Creador, en obra de vuestras manos y haberos después presentado como un dios a esta criatura de nuevo cuño. Una sola cosa olvidasteis; habéis seguido siendo hombre, hombre salido de las manos del Creador, sujeto a los padecimientos y deseos de los demás mortales, y como ellos, sediento de amor y simpatía y... ¿qué puede ofrecerse a un dios, si no es el temor o el ruego? ¡Oh deplorable transformación! ¡Fatal inversión de la naturaleza! Habéis hecho del hombre una cuerda de vuestra lira, ¿quién partirá con vos el sentimiento de la armonía?

REY.-  ¡Por el cielo... me arroba!

MARQUÉS.-  ¡A vos poco importa este sacrificio, porque gracias a él, sois el único de nuestra especie, sois un dios! Nada sería tan terrible como que no fuera así; si con la pérdida de la dicha de tantos ciudadanos no hubieseis ganado nada, y la libertad que anonadasteis fuese ahora lo único que pudiera satisfacer vuestras aspiraciones. Pero os ruego, señor, que me permitáis retirarme, pues mi asunto me exalta y arrebata. Mi henchido corazón desborda, porque tiene demasiado encanto para mí hallarme delante del único hombre al cual puedo abrirlo de par en par.

 

(En este momento entra el CONDE DE LERMA y dice algunas palabras al REY, quien le hace una seña para que se retire, y recobra su actitud.)

 

REY.-  Acabad.

MARQUÉS.-   (Pausa.)  Comprendo todo el precio...

REY.-  Acabad; tenéis algo que decirme todavía.

MARQUÉS.-  Acabo de llegar, señor, de Flandes y Brabante. ¡Qué rica y floreciente provincia! ¡Qué grande, qué poderoso, y al propio tiempo qué honrado pueblo! Ser el padre de este pueblo -pensaba yo- debe ser un gozo celestial... Cuando de repente mis pies tropiezan con algunos huesos calcinados!  (Pausa. El MARQUÉS mira fijamente al REY, que intenta contestar a su mirada, pero conmovido y turbado, baja los ojos.)  Tenéis razón; debéis de tenerla; pero precisamente me aterra y admira al par, que os haya sido posible cumplir tamaño deber. ¡Es ciertamente triste que la víctima que rueda bañada en su propia sangre, no pueda entonar un canto de alabanza a la intención del sacrificador; es ciertamente triste que la historia del mundo sea escrita por hombres, y no por seres de superior naturaleza! Una más suave civilización ha de sustituir a la de Felipe, más sabia, más humanitaria, se acordará la libertad de los ciudadanos con la grandeza de los príncipes; el Estado se mostrará avaro de sus hijos y la misma necesidad se humanizará.

REY.-  ¿Y cuándo creéis que llegarían estos felices tiempos, si yo hubiese temblado ante la maldicion de los presentes?... Mirad en torno de vos a mi España. Bajo el reinado de una paz sin nubes florece la dicha, y yo quiero dar este reposo a Flandes.

MARQUÉS.-   (Con viveza.)  El reposo de un cementerio... ¡Y aún esperáis acabar la obra comenzada! ¡Y aún esperáis detener la transformación necesaria a la cristiandad, la primavera universal que rejuvenece al mundo! ¡Solo, aislado en toda Europa, os queréis arrojar delante de la rueda de los destinos humanos, que prosigue sin cesar su curso! ¡Queréis que el brazo de un hombre la encamine! Oh! No, no lo haréis! Veo a millares de hombres que han huido de vuestros Estados, pobres pero gozosos. Los ciudadanos que perdisteis a causa de sus creencias, eran precisamente los más nobles. Isabel tiende sus maternales brazos a los fugitivos, y la terrible Inglaterra prospera con la industria de los hijos de nuestras comarcas. Privada del activo trabajo de los nuevos cristianos, Granada ha quedado desierta; Europa entera triunfa al ver a su enemigo ensangrentado con las heridas que se ha abierto en su propio cuerpo.  (El REY se conmueve; el MARQUÉS lo advierte y se le acerca.)  Queréis trabajar para la humanidad y sembráis la muerte. Esta obra de opresión no ha de sobrevivir al obrero que la ha inaugurado, y construís vuestro edificio para la ingratitud. En vano habréis librado rudo combate con la naturaleza; en vano habréis sacrificado a vuestros destructores proyectos una vida de príncipe y vuestras virtudes de rey; el hombre es algo más de lo que creísteis; romperá el yugo de su letargo, y reclamando un día sus sagrados derechos, unirá vuestro nombre a los de Nerón y Busiris; por vos lo siento, porque vos sois bueno.

REY.-  ¿Dónde habéis adquirido esta certeza?

MARQUÉS.-   (Con fuego.)  ¡Sí, por el cielo! Sí, sí; lo repito. Devolvednos lo que nos habéis arrebatado. Sed generoso como suelen los fuertes, y dejad que nuestra dicha se deslice de vuestras manos. Permitid que el alma del hombre madure en vuestro vasto edificio. Devolvednos lo que nos habéis arrebatado. Entre mil, sed un Rey.  (Se acerca osadamente a él, y clava en él firme y ardiente mirada.)  ¡Oh! ¡Quién tuviera ahora la elocuencia de los millares de seres, cuya suerte se decide en tan solemne momento! ¡Quién pudiera convertir en visible llama, el pasajero rayo que brilla en vuestros ojos! ¡Abdicad la apoteosis contraria a la naturaleza que nos anonada, y sed para nosotros un trasunto de lo que es eterno y verdadero! ¡Jamás mortal alguno hallose en estado de usar más bellamente de su poder! Todos los reyes de la tierra rinden homenaje al nombre español; ¡marchad a la cabeza de los reyes de Europa! Con un rasgo de pluma de vuestra mano, la tierra aparecerá como de nuevo creada. ¡Concedednos la libertad de pensar!  (Se arrodilla a los pies del REY.) 

REY.-  ¡Extraño entusiasta!... ¡Levantaos... por Dios!... Yo...

MARQUÉS.-  ¡Mirad a vuestro alrededor, cómo la naturaleza se muestra esplendorosa fundada en la libertad y rica por la libertad! El Omnipotente arroja el insecto en una gota de rocío, y deja que allí se agite libremente entre la muerte y la vida. ¡Cuán pequeña y miserable vuestra creación, comparada con aquélla! El rumor de una hoja asusta al señor de todo el orbe cristiano, que tiembla ante la sombra de una virtud, mientras que el Señor de señores, antes que turbe de la libertad el encantador espectáculo, deja que se desencadene sobre el universo toda suerte de males. Ocúltase discretamente bajo leyes eternas, y al que todo lo ha creado, no se le ve en parte alguna. El impío ve a aquéllas, y no ve a éste, y dice: ¿Por qué un Dios?... ¡El mundo se basta a sí mismo! Y esta blasfemia es un homenaje rendido al Creador, superior a los que la devoción le rinde.

REY.-  ¡Qué!... ¿Oraríais imitar en mis Estados tan sublime modelo?

MARQUÉS.-  Vos lo podéis; ¿quién lo puede sino vos? ¿Por qué no consagrar a la felicidad de los pueblos el poder que habéis empleado hasta ahora en pro de la grandeza del trono? ¿Por qué no devolver a la humanidad la dignidad perdida? Sea nuevamente el ciudadano lo que había sido hasta ahora, el objeto y fin del gobierno, y no se le encadene con otros deberes que los nacidos de los sagrados derechos de sus hermanos. Cuando entregado a sí mismo, el hombre recobrará el sentimiento de su dignidad, cuando las elevadas virtudes de los hombres libres se desenvuelvan en él, y sea vuestro reino el más feliz de todos, entonces, sólo entonces tendréis el deber de subyugar al mundo.

REY.-   (Después de largo silencio.)  He permitido que hablarais hasta el fin. Harto comprendo que vuestra imaginación os pinta el mundo de un modo distinto que la suya a los demás hombres; no quiero, por tanto, sujetaros a un ordinario juicio. Creo, y lo creo porque lo sé, que yo soy el primero a quien habéis revelado vuestros pensamientos más íntimos, y en gracia a la reserva que os obligó a ocultarlos en lo más hondo del corazón, en gracia a esta modesta reserva, quiero borrarlos de mi memoria y olvidar el modo que me ha llevado a conocerlos. Levantaos; deseo corresponder a vuestro entusiasmo con la indulgencia del anciano, no como rey. Lo quiero, porque lo quiero. Hasta el veneno puede convertirse en saludable sustancia en un organismo privilegiado, pero guardaos de la Inquisición... Vería con dolor...

MARQUÉS.-  Es cierto... ¿Con dolor?

REY.-  No había encontrado hasta ahora un hombre como vos. No, no, marqués; me juzgáis con demasiada rudeza. Creed que nunca he pensado en ser un Nerón; no quiero serlo, no quiero serlo por vos. No perecerá toda dicha en mi reino, y bajo mi dominación podréis continuar siendo un hombre.

MARQUÉS.-  ¿Y mis conciudadanos, señor? Aquí no se trataba de mí; no venía a defender mi propia causa; se trataba de ellos... Decid... ¿Y vuestros vasallos?

REY.-  Puesto que conocéis el juicio que formulará sobre mis actos la posteridad, sepa también cómo he tratado a los hombres cuando he hallado uno...

MARQUÉS.-  Ruégoos, señor, que siendo tan justo como sois, no cometáis al propio tiempo tal injusticia. En Flandes viven millares de ciudadanos, sin disputa mejores que yo. Sólo vos -me atrevo a afirmarlo- sólo vos veis por vez primera, bajo más grato aspecto, la idea de la libertad.

REY.-  No añadáis una palabra más sobre esta cuestión, noble joven. Tengo la seguridad de que modificaréis vuestras opiniones, cuando conozcáis mejor a los hombres. Sentiría, sin embargo, que esta entrevista fuese la última. Decidme, ¿qué debo hacer para aliaros a mi poder?

MARQUÉS.-  Dejadme tal como soy. ¿Qué sería para vos, si me dejara seducir por vuestras promesas?

REY.-  No sufro este rasgo de orgullo; desde hoy os considero a mi servicio, y sin admitir excusa de ningun género.  (Pausa.)  Pero... cómo... ¿No iba en busca de la verdad y no hallo más todavía?... Me habéis visto sentado en mi trono, pero no en mi casa, marqués.  (El MARQUÉS parece meditar.)  Os comprendo. Pero, aunque sea el padre más desgraciado de la tierra ¿no puedo ser feliz esposo?

MARQUÉS.-  Si un hijo sobre el cual cabe fundar halagüeñas esperanzas, si la posesión de una esposa, digna de amor, dan a un mortal el derecho de llamarse feliz, vos, más que otro alguno, señor, vos gozáis sin duda de esta noble dicha.

REY.-   (Con ademán sombrío.)  No gozo de ella, no gozo de ella; nunca lo había comprendido como ahora.

MARQUÉS.-  El alma del Príncipe, señor, es noble y pura; jamás dudé de ello.

REY.-  Pero yo... Ni una corona puede compensar lo que me ha arrebatado... ¡Una Reina tan virtuosa!

MARQUÉS.-  ¿Quién osaría, señor?...

REY.-  El mundo, la calumnia; yo mismo... Ved los irrecusables testimonios que la condenan, sin otros que existen, y que me hacen temer la más terrible noticia. Pero no puedo, marqués, no puedo resignarme a creer a un solo testigo acusador... ¡Ella, ser capaz de tal delito...! Más natural me parece creer que una Éboli la calumnia; y en cuanto al fraile y al Duque de Alba, aquel la odia tanto como a mi hijo, y éste fomenta la venganza. Mi esposa vale más que todos ellos juntos.

MARQUÉS.-  Hay algo en el alma de la mujer, señor, que está por encima de todas las apariencias y calumnias... la virtud de la mujer!

REY.-  Lo mismo digo yo; cuesta mucho descender al punto a que suponen ha descendido la Reina; que los lazos sagrados del honor no se rompen tan fácilmente como pretenden persuadirme. Vos conocéis a los hombres, marqués; un hombre como vos me falta mucho tiempo ha. Sois bueno, confiado; y sin embargo conocéis a los hombres... He aquí por qué os he elegido...

MARQUÉS.-   (Sorprendido y asustado.)  ¿A mí, señor?

REY.-  Llegado a mi presencia, nada habéis pedido para vos, espectáculo nuevo ciertamente a mis ojos... Seréis juez, porque sé que la pasión no ha de conturbaros. Acercaos a mi hijo y sondead el corazón de la Reina, y para que podáis conversar con ella en secreto, os confiaré plenos poderes. Entre tanto retiraos. (Llama.) 

MARQUÉS.-  Si puedo lograr una esperanza fundada, este es el día más bello de mi vida.

REY.-   (Le da a besar la mano.)  No lo considero perdido para mí.  (El MARQUÉS se levanta y se retira. Entra el CONDE DE LERMA.)  Este caballero entrará de hoy más, sin necesidad de ser anunciado.