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ArribaAbajoLectura de Doña Bárbara: una nueva dimensión de lo regional61

Bella Jozef


Yo escribí mis libros con el oído puesto sobre las palpitaciones de la angustia venezolana.


Rómulo Gallegos                


El significado y la función de la Literatura están centralmente presentes en la metáfora y en el mito.


Wellek y Warren                


Lo que se debe exigir del escritor ante todo, es cierto sentimiento íntimo, que lo vuelva hombre de su tiempo y de su país, aunque trate de asuntos remotos en el tiempo y en el espacio.


Machado de Asís                



I. Introducción

Con Rómulo Gallegos se inicia el siglo XX en la literatura venezolana. Y se termina el XIX. Es habitual mostrar los elementos tradicionales y su visión «pasadista» en relación a su novela Doña Bárbara. No la consideramos su obra maestra, pero la lectura que vamos a hacer de ella tiene el intento de aclarar algunos aspectos no tocados aún por la crítica. Queremos demostrar cómo la ideología progresista del autor-narrador lleva a la plenitud el código lineal de la novela criollista. Se salva del localismo, incorporando los contextos sociales y políticos, al mismo tiempo que busca la perfección esteticista en sus rasgos de renovación modernista. Con esto, Rómulo Gallegos universaliza el modelo y lo trasciende, dándonos el sentido de continuidad de una literatura.



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2. Regionalismo e identidad

En su diversidad estructural, América Latina busca la identidad cultural. La literatura muestra esa búsqueda, que intenta encontrar en la misma tierra, escenario de la tensión entre la influencia europea y las culturas locales, las raíces primordiales. Según Octavio Paz, estamos condenados a la busca del origen, o lo que es también igual, a «imaginarla»62. La soberanía de la naturaleza, el mestizaje -resultante de una sociedad híbrida, el primitivismo que se complace en la exaltación de las formas elementales, la interpretación frecuente de la realidad a través de símbolos y mitos son características de la literatura hispanoamericana.

En el Romanticismo, la descripción del paisaje forma parte de un proceso de reconocimiento en que el artista busca volverse conciente de los límites patrios de la naturaleza que lo rodea. Lo que es devaneo para los europeos, es para los hispanoamericanos un acercamiento mayor del suelo patrio, un deseo de ver objetivamente. Buena parte de las obras de ese período enfoca el problema de la naturaleza a través de la lucha entre civilización y barbarie. En el polo de la civilización estaría el orden, el liberalismo (según modelos europeos y norteamericanos); del lado de la barbarie, el caciquismo del señor rural o el estrangulamiento de la libertad63.

Desde la literatura del siglo XIX y con la «novela de la tierra», el hombre se admira ante la naturaleza bravía y busca introducir la civilización en ese medio físico. La naturaleza y su transformación actúan como medio de identificación latinoamericana, denunciando los males sociales e intentando remediarlos. Generalmente esos autores tienen una visión romántica, aún, del choque entre esos elementos, lo que los lleva a poetizar la realidad y no sólo a reproducirla.

El regionalismo, en los países desarrollados y en vías de desarrollo ha sido y sigue siendo una fuerza literaria estimulante, funcionando como descubrimiento, reconocimiento de la realidad e incorporación   —107→   a la literatura. Indigenismo, criollismo, regionalismo, naturalismo urbano concurren a una tendencia común -la documental- que trata de ofrecer un inventario de la realidad-raíz-americana.

El regionalismo acentuó particularidades culturales que se habían forjado en áreas o sociedades internas contribuyendo para definir su perfil diferencial. Mostraba inclinación por la conservación de los elementos del pasado que habían contribuido al proceso de singularización cultural y buscaba transmitirlos al futuro, como una forma de preservar la conformación adquirida. El elemento tradición acaba siendo realzado por el regionalismo (con evidente olvido de las modificaciones que en su época había introducido en la herencia recibida), tanto en el campo de los valores como en el de las expresiones literarias. Buscando resguardar los mismos valores, en verdad los sitúa en otra perspectiva del conocimiento. El regionalismo incorpora nuevas articulaciones literarias que, a veces, va a buscar en el panorama universal, aunque frecuentemente en el urbano latinoamericano más cercano. Posibilitó y condicionó la literatura actual.

La crisis del realismo, a fines del siglo XIX, despierta en los escritores el deseo de superar un «regionalismo» inmediatista, a través de la organización de sistemas de símbolos sociales de contenido universal. Doña Bárbara (al lado de La vorágine y Don Segundo Sombra) es un marco en esta superación, añadiendo a la tradición realista una alta tensión política. La realidad tiende a convertirse en símbolo, uniendo el realismo descriptivo al impresionismo artístico. La estructuración de lo telúrico en Doña Bárbara se procesa por la interpenetración de planos impresionistas y expresionistas, a través de lo metafórico y de lo mítico-alegórico. El tiempo mítico y el de la narración se interpenetran y el mensaje crea su propia realidad, transformando los referentes reales al recrearlos en el texto. Los referentes externos a la obra son vaciados de su significado. En este sentido, no denotan lo real sino lo significan. Hay, así, un «efecto de real», una ilusión referencial.

A partir de Gallegos, la narración se transforma en narrativa y el signo mimético es desrealizado en el interior de la obra.



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3. Del mito y de la alegoría

La literatura es modo específico de nucleación de la realidad. En la novela ligada al realismo reflexológico del siglo XIX lo estético se confunde con la materia prima pues el autor se distancia de lo real.

Hasta 1940 las novelas americanas documentaban los padecimientos del hombre sometido a las fuerzas sociales y naturales que se desencadenaban sobre él. Documentado el contorno en que el personaje se mueve, importa dibujar el personaje.

Sin olvidar la incorporación de nuevos espacios humanos, no interesa repetir lo que la novela anterior exploró. Se inicia el diálogo de esa realidad americana con la conciencia que la establece. El llamado realismo fantástico surgió como forma de reacción a la condición alienante en la situación del hombre ante el espacio exterior. Esa alienación es determinada por las instituciones culturales. Entre ellas está el lenguaje. De ahí que se hable de la cultura en la percepción y en la determinación de lo que es aceptable como real. Dentro de esa problemática, la literatura se propone recusar el lenguaje como forma de sostener y reforzar una cierta realidad. Al hacerlo, pone en cuestión el propio concepto de lo real, enfocado como una aprehensión unilateral de las cosas, limitadora del conocimiento. Se propone «educar la imaginación para nuevos reflejos» a través de la búsqueda de nuevas imágenes poéticas, negando las formas codificadas por el lenguaje.

Esa tendencia se realiza, en términos literarios, a través de la construcción/desconstrucción de lo real, negando dicotomías como real/irreal, verdad/ficción.

Existe la necesidad de un lenguaje que represente lo que el hombre tiene de esencial y que la cultura recalcó. Pero sólo la transgresión del código lingüístico puede desmontar lo que el lenguaje común llama de realidad denotativa para mostrar lo real verdadero, oculto y mutilado por la lógica convencional. De ahí la necesidad de instituir un nuevo mundo a partir de una nueva disposición de los elementos de la narrativa.

La novela actual realiza el reflejo imaginario de la realidad, instituyéndola como discurso. La obra de arte deja de ser enfocada como   —109→   realidad de segundo grado. De ahí, en última instancia, su doble carácter: es la expresión de la realidad, mas al mismo tiempo la crea, una realidad tal que no existe fuera de la obra más incluso apenas en ella. El escritor no crea lo que no existe sino crea lo que antes de él no existía. El realismo pasa a ser textual. El texto, al destituir la realidad como comportamiento, la instituye como discurso.

Hay dos realidades interpenetradas -el texto y el contexto- y su única posibilidad de existencia estética es el hecho de que se valen de los elementos de la lengua. El texto presentifica algo que lo depasa, el contexto lo preserva como ficción y el espacio donde él se realiza. Entre los dos, una aventura para decir lo indecible.

El signo es la posibilidad de actualización del texto y la capacidad de concretización del contexto; el texto es la virtualización del signo y la connotación del contexto. No se puede concebir un enfoque aislado de cada uno de los estatutos que, en su posibilidad polisémica, adquieren dimensiones inmensurables.

Para el reconocimiento consciente de la potencialidad artística de un escritor el texto no puede ser considerado apenas un substituto de lo real, como espacio del contexto.

La característica real del texto es ser un sentido en busca de significación ya que «la función de la escritura es colocar la máscara y, al mismo tiempo, apuntarla»64.




4. Análisis de la obra

Según Northrop Frye, la historia romanesca tiene como característica un ideal proyectado por la clase social dominante (o clase intelectual) donde un héroe representa este idealismo. En el caso de la novela Doña Bárbara, el personaje título es la heroína de la clase oponente, que amenazaría el predominio de la otra, representada por Santos Luzardo, «el salvador, el buen patrón». La aventura para Frye significa una sucesión y progresión de aventuras menores en la historia romanesca, siendo esta aventura-mayor el elemento principal de la trama. La aventura-mayor es enunciada comúnmente desde el   —110→   inicio y se completa al final de la obra, dando forma de búsqueda al conjunto de pequeñas aventuras en una totalidad novelesca.

Para que la forma de historia romanesca sea perfecta es necesario que el final sea favorable al héroe. En el caso, la victoria de la civilización sobre la barbarie. También es necesario una estructura cuaternaria:

1) Conflicto (agon-cap. 1 al XII)-se configura cuando Santos Luzardo resuelve permanecer en el llano y administrar sus tierras:

dispón de lo necesario para que mañana se proceda a la reparación de la casa. Ya no venderé Altamira.


(p. 53)65                


Doña Bárbara, la opositora, «cacica de cuatreros y brujeadores», crea sus propias leyes e instaura un régimen de barbarie, violencia y crímenes:

¿La Ley del Llano? -replicó Antonio, socarronamente. ¿Sabe usted cómo se la mienta por aquí? Ley de doña Bárbara. Porque dicen que ella pagó para que se la hicieran a la medida.


2) Lucha (pathos, tema arquetípico de la tragedia) - Va a haber una oposición de valores, un enfrentamiento, que se extiende por una serie de conflictos hasta que en el capítulo 3 de la tercera parte Santos Luzardo opta por una reacción de acuerdo con los hábitos de la tierra, reacción que llega al clímax con la muerte de Melquíades (8º capítulo de la tercera parte).

Santos Luzardo Doña Bárbara
/civilización, cultura/ley (orden, buena voluntad de los peones al servicio de la paz y del trabajo) /barbarie, retraso/(bandidismo, soborno, crímenes, amenazas, traiciones mutuas, violencias)
elemento racional supersticiones
demarcación de tierras cambio de los marcos, no-límites
amistad interés comercial

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3) Desaparecimiento del héroe (apanagmos) -El héroe adopta una posición igual a aquéllos contra quienes luchaba.

4) Exaltación del héroe (anagnorisis) -Santos Luzardo implanta sus valores traídos de la civilización, probando ser un bienintencionado héroe romanesco, o sea, el que pretende y consigue alcanzar sus objetivos. Todo se esclarece (cap. XII, XIII, XIV) y se anula el conflicto.

La forma básica de la historia romanesca de búsqueda (o deseo, intención, necesidad...) es el tema de la muerte del adversario, generalmente bajo un aspecto ritual. Doña Bárbara es un personaje demasiado fuerte para un final vulgar. Su «muerte» o desaparecimiento será simbólico, envuelto en misterio. Extendiéndose más, sería no apenas la muerte de la «devoradora de hombres», sino el exterminio de toda la barbarie. Se observa, al nivel del enunciado que ella se deja envolver por el aspecto inmaculado del carácter del héroe en el recuerdo de su amor sereno y virginal por Asdrúbal:

...se había visto, de pronto, a sí misma, bañada en el resplandor de una hoguera que ardía en una playa desierta y salvaje, pendiente de las palabras de Asdrúbal, y el doloroso recuerdo le amansó la fiereza


(p. 289).                


Los personajes principales -héroe/enemigo- son necesarios a la historia romanesca de la búsqueda, que envuelve el conflicto. Esa estructura dialéctica va a llevar a la tensión:

Protagonista Santos Luzardo/Antagonista doña Bárbara.

Ambos deben poseer calidades míticas:

SL = civilización (bien) doña Bárbara = barbarie (mal)

En la medida en que la obra se acerca al mito, podemos dar a Santos Luzardo características divinas mesiánicas -el héroe es un libertador que viene de un mundo superior-. En el mito solar, el héroe viaja peligrosamente a través de un laberinto o mundo inferior, en que un monstruo intenta derribarlo o impedir la realización de sus ideas positivas. Santos Luzardo llega por el río con sol viajando en un barco:

Un sol cegante, de mediodía llanero, centellea en las aguas amarillas y sobre los árboles que pueblan sus márgenes... Se acentúa el bochorno del mediodía...


(p. 10).                


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El héroe deja su tierra y su herencia (salida de Altamira después de la muerte del padre), recorre el laberinto o espacio de tiempo (época de su educación en Caracas), se perfecciona y después llega a la Tierra Prometida o Paraíso Reconquistado, en una vuelta a su estado original:

Santos (Luzardo) continuó saboreando, sorbo a sorbo, el café tinto y oloroso, placer predilecto del llanero, y, mientras tanto, saboreó también una olvidada emoción


(p. 44).                


El antagonista posee siempre calidades demoníacas. Doña Bárbara representa el mundo inferior, la esterilidad social. Su conducta contra-ideológica (en relación a la norma social vigente) no puede ser aceptada por las leyes de la civilización, ya que no corresponde a los preceptos de determinado sistema. Apenas engendró una hija, renegada, siendo que el padre era Lorenzo, nieto de un Luzardo, su oponente.

Cabe observar que lo mítico en Bárbara es falseado. Frecuentemente el narrador nos recuerda que todo se pasa en el plan de la mentira, lo que lleva a un distanciamiento entre lector y personaje:

Acababa de servirse un vaso de agua y se lo llevaba a los labios, cuando, haciendo un gesto de sorpresa, echó atrás la cara y se quedó mirando fijamente el contenido del envase suspendido a la altura de sus ojos. Enseguida, la expresión de extrañeza fue reemplazada por otra, de asombro.

-¿Qué pasa? -interrogó Balbino.

-Nada. El doctor Luzardo que ha querido dejarse ver -respondió. El Brujeador se retiró de la mesa con estas frases mentales:

-Perro no come perro. Que te lo crea Balbino. Todo eso te lo dijo el peón.

Era, en efecto, una de las innumerables trácalas de que solía valerse doña Bárbara para administrar su fama de bruja y el temor que con ello inspiraba a los demás


(p. 57).                


Hay varias otras negaciones de las brujerías de doña Bárbara.

En términos de «hechura literaria», se podría ver un trazo de la modernización del autor, cuestionando la mistificación, en la misma obra.

Los personajes son alegóricos en la medida que personifican dos fuerzas opuestas.

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En Santos Luzardo hay el predominio de la civilización, pero también fuertes trazos de su barbarie de origen. Poco a poco surgen modificaciones en su carácter, y el comportamiento, a partir de ahí será justificado por el medio ambiente y la necesidad de lucha con las fuerzas contrarias. En este sentido se procesan dos niveles en el conflicto: cosmológico y noológico. Santos Luzardo lucha con doña Bárbara para que la civilización se implante en el ambiente primitivo y lucha consigo mismo para que su parte «salvaje» no se pierda en el hábitat natural.

En Marisela (la novia del héroe romanesco) vemos la ambigüedad, pues es hija de la Bruja y de Lorenzo Barquero, nieto de José de los Santos Luzardo. Lorenzo, primo de Santos, era el modelo en la infancia de éste. También abogado, también estudiante en la capital. El origen de Lorenzo estaba en la tierra y la barbarie lo devoró: «Es necesario matar al centauro que todos los llaneros llevamos por dentro» (p. 85).

Marisela es encontrada por Santos Luzardo en su estado primitivo, como la tierra no violada, «era la naturaleza misma, sin bien ni mal» (p. 196). «¡Marisela, canto del arpa llanera, la del alma ingenua y traviesa, silvestre como la flor del paraguatán, que embalsama el aire de la mata y perfuma la miel de las aricas!» (p. 205).

En la historia romanesca la novia es encontrada siempre en sitio legendario, semi-oculto. Vemos el primitivismo de la barbarie mezclado al mito de la cenicienta, según el capítulo titulado «La bella durmiente» (p. 90-91):«...la miseria que reinaba en el rancho de Lorenzo Barquero... su hija, aquella criatura montaraz, greñuda, mugrienta, descalza y mal cubierta por un traje vuelto jirones». Pero, por contraste, «la curva de la espalda y las líneas de las caderas y de los muslos eran de una belleza estatuaria» (p. 91).

Marisela vive en un territorio mediador -ni Altamira ni El Miedo-, cercana al pantano donde nacen puros lirios. «Trataba de ocultarse detrás de una palmera» (p. 81). El palmar apunta hacia arriba en un gesto de esperanza. Para salvación de la heroína, es necesario quitarle un estigma. En Marisela, la barbarie. Ella empieza a civilizarse en la purificación simbólica de lavarse el rostro y las manos. El agua es elemento apocalíptico purificador. Después el baño de purificación impuesto por Santos (p. 94), simbólico en que «Marisela   —114→   abandonaba el rostro al frescor del agua» y «advierte que las cosas han cambiado de repente. Que ella misma es otra persona» (p. 94).

Al final, el héroe mata el dragón y se casa con la princesa, pues en lo romanesco siempre vence la pureza. Doña Bárbara y su imagen tan fuerte sólo admite huida mítica o desaparición. Santos Luzardo había llegado en un bongo, remontando el Arauca (p. 9). La cacica del Arauca ha desaparecido. «Se supone que se haya arrojado al tremedal, porque hacia allá la vieron dirigirse... (...); pero también se habla de un bongo que bajaba por el Arauca...» (p. 291).

Como actitud típica de la novela regionalista, el hombre es considerado producto de su medio. Santos Luzardo, nacido en Altamira, luego de su llegada se reconoce un nativo:

Y con esta emoción, que lo reconciliaba con su tierra abandonó la casa de Melesio, cuando ya el sol empezaba a ponerse... (p. 45);...afuera, los rumores de la llanura arrullándole el sueño, como en los claros días de la infancia (p. 53); Mas al oír sus propias palabras le parecieron ajenas. Así se habría expresado Antonio o cualquier otro ¡lanero genuino; así no hablaba el hombre de la ciudad (p. 177);...las intensas emociones lo hicieron olvidarse otra vez de los proyectos civilizadores. Bien estaba la llanura, así ruda y bravía. Era la barbarie;...tiene sus encantos, es algo hermoso que vale la pena vivirlo, es la plenitud del hombre rebelde a toda limitación (p. 200).


Bárbara también es producto del medio -en su carácter se unen la lujuria, la codicia, la superstición. La pureza existe apenas en su memoria, el recuerdo de Barbarita en su amor irrealizado por Asdrúbal.

A Marisela, a América, ya no basta «escarbar rastrojos» o «monear palos» para aplacar el hambre, sino de procurarse medios de subsistencia seguros y permanentes... «el paladar rechazaba aquellos groseros alimentos»... (p. 225). Se procesa el pacto de dos civilizaciones, el noviazgo de la tierra virgen con su colonizador.

América pura y joven, América que sale de la cuna salvaje para la doma necesaria, «¡tierra de horizontes abiertos donde una raza buena, ama, sufre y espera!...».

La función del mito en el espacio de Doña Bárbara es llenar una carencia que se establece al nivel de lo real. El personaje al ingresar   —115→   en el orden de lo real y perdiendo la ambigüedad, puede recobrarla al nivel del sueño.

La estructura romanesca es la búsqueda, por parte de la libido (o el yo que desea) de una realización que la libere de las angustias de la realidad, pero que contenga esa realidad. En términos rituales, es la historia de la fertilidad sobre la tierra estéril.

La familia paradisíaca es la vivencia sin secretos de padre, madre e hijo. La pérdida de uno de los elementos es la deconstrucción, posibilitando el cambio. La manutención de la situación padre-hija, en Doña Bárbara implicaría la transformación de Marisela en la madre, en la medida en que llenaría sus funciones. Tal situación no puede existir al nivel de lo real. De ahí, un viaje de huida al deseo (prisión en lo real).

Lo real y lo imaginario son dos escenas codificadas. Lo real en Doña Bárbara es el lugar de referencia, el campo en oposición a la ciudad, donde los acontecimientos tienen lugar. La palabra social o comunitaria es tomada como verdad/realidad. Lo nuevo, lo distinto, sin lugar en una comunidad donde las posiciones están definitivamente señaladas, representa lo imaginario. Los dos órdenes se enfrentan: Santos Luzardo, preso a lo real, no tiene posibilidad de conocimiento a este nivel. La visión que tiene del otro (real) es también imaginaria.

Doña Bárbara Santos Luzardo
realimaginario

Los dos polos se conmutan entre sí. El desconocimiento que un orden tiene de otro lo lleva a la representación imaginaria. Los dos órdenes son prisiones. El pasaje de uno a otro o el nivel de la comunidad no traen la libertación: ella sólo puede darse por el rompimiento con las formas culturales. La libertación es la muerte mítica.

El narrador, espacio de tránsito, guía a sus personajes por la estrada de la narrativa. No perteneciendo a ninguno de los dos órdenes, el narrador es el que puede ver y narrar. Buscando la ruptura, o sea, el saber, esto le está prohibido: sería perder el lenguaje, o sea la posibilidad de narrar.

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La muerte mítica es así, la adquisición de un saber que se opone al saber institucional y que no se somete a la palabra social. En ella el sujeto se completa. El otro lado es el eje vertical de la interioridad, la búsqueda/recuperación de su identidad, re-instaurando el orden paradisíaco. La verdad, única forma de libertación, sólo puede darse del otro lado: al nivel de lo real hay sustituciones de orden. La verdad es la recuperación de la unidad, de lo pleno y de la totalidad, la identidad perdida por la aceptación de la castración/fragmentación social.

Gallegos deplora la cisión del sujeto66 cuando de su entrada en la escena simbólica (en lo real) y busca la «palabra plena». Tal búsqueda no puede realizarse en lo real pues a partir de su entrada en lo real el sujeto se pierde, pero puede recobrarse en el sueño, en el mito, en la literatura. En lo literario se procesa la recuperación de la totalidad de lo real, por la posibilidad de la escritura.




5. Conclusiones

Centrada en la contradicción cultura X barbarie, la eterna contradicción humana, Doña Bárbara aprehende la realidad en forma dualista, en una estructura bipolar, acentuando la separación de categorías, con miras a una denuncia inequívoca del abuso y de la explotación, etapa importante en el proceso de dilucidación de la dinámica social.

La existencia de esta obra no se explica si se la despoja de la polaridad axiológica, proveniente del positivismo y su afán reformista, proyectada simbólicamente.

¡Qué admirable fortuna ésta la de un libro que se transformó en inventario simbólico de una patria y un continente! Armonizando texto y contexto, ahí está todo el proceso de la realidad americana, verdadero documento histórico y humano.

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Gallegos, escritor identificado con su contemporaneidad, en esa «literatura de explicitación», se dedicó a una tarea de autointerpretación, a una reflexión sobre América, su destino y su historia.

Por todo esto, creemos que Doña Bárbara representa el paso de la literatura telúrica a una literatura que quiere adentrarse en el hombre, en aquellos problemas que lo hacen de aquí y de todas partes: el hombre, con sus interrogantes, frente a su destino.





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ArribaAbajoDoña Bárbara: texto y contextos67

Emir Rodríguez Monegal



I. Perspectivas

Los libros son como ciudades: sucesivas oleadas de lectores los cambian, los descentran, los reescriben. En 1929, Doña Bárbara fue una de las obras maestras de la novela regionalista latinoamericana, esa narrativa que desde Arturo Torres Rioseco se llamó «novela de la tierra». Junto a La vorágine (1924) y a Don Segundo Sombra (1926), que la precedieron, la novela de Rómulo Gallegos contribuyó a certificar una primera conquista de la narrativa hispanoamericana: la del lector hispánico, en un movimiento que podría calificarse de mini-boom de los años veinte y treinta.

Veinticinco años después, al celebrarse su primer cuarto de siglo, el mismo libro ya era leído por algunos críticos (entre los que me contaba) como un anacronismo: Asturias, con El señor presidente (1948) y Viento fuerte (1950), así como Carpentier, con El reino de este mundo (1949) y Los pasos perdidos (1953), ya estaban marcando otros rumbos del regionalismo. Sus obras (en las que el paso por el surrealismo había dejado huellas) apuntaban a lo que habría de bautizarse por entonces, con intolerable oxímoron, de «realismo mágico».

Ahora, cumplidos los cincuenta, Doña Bárbara puede y debe ser leída fuera del tiempo y de las modas: en la pura sincronía de una perspectiva que hace del Quijote y del Ulysses dos libros estrictamente coetáneos, ya que ambos pertenecen al mismo género y tradición, la parodia, y son leídos (es decir: reescritos) ahora. Desde esa perspectiva, Doña Bárbara no puede ser ya considerada una novela,   —120→   buena o mala, convencional o experimental, sino como un texto que escapa a esas clasificaciones de la retórica al uso para situarse en esa zona en que Facundo es algo más que una biografía histórica, Os Sertões trasciende a la vez el documento político como el geopolítico, y El águila y la serpiente no es sólo una crónica de la revolución mexicana. Doña Bárbara, qué claro resulta todo ahora, se convierte así en uno de los libros fundacionales de nuestras letras: un libro-nación.

Antes de examinar con más espacio esta hipotética lectura, quisiera revisar los contextos (muy particulares) en que yo leí y reescribí Doña Bárbara en estos últimos cuarenta años. Por demasiado tiempo, los críticos nos hemos empeñado en escudriñar el contexto de los autores sin sospechar siquiera que deberíamos empezar por el propio.




II. Doña Bárbara y yo (memorias íntimas)

La intimidad de un crítico es su biblioteca. No me refiero, es claro, al cuarto, o cuartos, en que guarda sus libros «reales», sino a esa biblioteca virtual que no existe sino en su memoria y que está hecha de los libros que recuerda y los que ya cree haber olvidado, de los textos que nunca entendió del todo y de los que aún puede recitar de memoria, de la huella (visible o perdida) dejada en él por las silenciosas aventuras de su profesión. Si leer es reescribir, como ya en 1939 postula el Pierre Menard de Borges, de lo que voy a hablar ahora es de «mis versiones» de Doña Bárbara.

La conocí cuando yo tenía unos diecisiete años apenas, y todavía cursaba Secundaria en el Liceo Nº 5, de Montevideo, Uruguay. Me la presentó un profesor de historia, el doctor César Coelho de Oliveira, al que siempre recordaré con gratitud por éste y otros beneficios. Aunque entonces yo ya había descubierto a Borges, en las páginas bibliográficas de El Hogar, una revista femenina de Buenos Aires, y también había empezado a leer a Proust, a Joyce y a Kafka, en otras revistas menos especializadas, Doña Bárbara me deslumbró por la fuerza de una narración que compromete al lector en sus pasiones y no lo deja elegir.

La leí de un tirón, en una de esas noches de adolescencia que se   —121→   convierten en madrugadas por un artificio de abstracción cinematográfica. También leí entonces los otros clásicos de la novela de la tierra (bastante inferiores a éste), así como los de la revolución mexicana. Los trabajos de Torres Rioseco, que descubrí en una colección de la revista Atenea, de Santiago de Chile, que tenía un primo mío, completaron mi educación. Ninguno de aquellos textos me causó el impacto de Gallegos. Había algo en él de mágico, que no estaba ni en la trama convencional ni en la escritura decimonónica, sino en el uso de ciertos mecanismos narrativos que yo no llegaba a identificar entonces, o en el trazado de los personajes, más descomunales que la vida misma.

Años después, no recuerdo exactamente cuántos, pero debe haber sido a fines de los cuarenta, volví a encontrar a Doña Bárbara, metamorfoseada esta vez en María Félix. El deslumbramiento cambió de foco. Aunque el filme me pareció mediocre, la fuerza de proyección erótica de la actriz mexicana hacía justicia a esa lectura subyacente que Doña Bárbara (el libro) ya había suscitado en mi adolescencia. Si rechacé el filme, no olvidé, hasta hoy, los ojos arrasadores de María Félix, su despótica sonrisa.

Ya en 1951, cuando tuve que preparar en las nieblas frías de Londres un resumen de las letras latinoamericanas de este siglo, para un número especial del Times Literary Supplement (artículo que salió naturalmente anónimo, como entonces era costumbre en aquella publicación), mi entusiasmo por Doña Bárbara se había morigerado. La lectura de Asturias, del primer Carpentier, así como el descubrimiento de los narradores del Nordeste brasileño (Jorge Amado, Lins do Rêgo, pero sobre todo Graciliano Ramos), parecían indicar otra ruta del regionalismo, la posibilidad de una narrativa que fuera al mismo tiempo moderna (es decir: experimental) y estuviese enraizada en la geografía humana y natural de América.

Por esos años, no sólo había avanzado bastante en mi descodificación de Borges sino que había tenido el privilegio de encontrar, en una librería de viejo de Montevideo, un ejemplar de la primera y entonces única edición, a cargo del autor, de Macunaíma (1928), la extraordinaria novela mítica de Mario de Andrade. Entonces eran pocos en Brasil los que la habían leído, o pensaban que valía la pena leerla. Yo escribí mi entusiasmo con estas palabras de 1952:

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Una forma más compleja de la superación de algunas limitaciones regionalistas ha sido intentada por Mario de Andrade, poeta modernista brasileño, en su Macunaíma (1928). En esa peculiar novela reelabora Andrade con gracia incesante elementos folklóricos que provienen de todas las zonas de su vasto y caótico país. El experimento es único. No ha tenido y quizá no pueda tener continuación por señalar una posición extrema, una hazaña que sólo la cultura y la sensibilidad de Mario de Andrade hizo posible.



Si escribía así sobre Macunaíma, no es difícil imaginar qué escribía sobre Doña Bárbara. Apenas si le encontré entonces un lugarcito entre los clásicos del regionalismo, sin registrar en mi artículo ni una sola marca de aquel deslumbramiento que me arrebató una noche de 1938. Esos años cincuenta fueron para mí años de una militancia literaria y política en el semanario Marcha, de Montevideo. Todo lo que escribía entonces estaba orientado a defender o atacar ciertas posiciones estéticas que me parecían fecundas o infecundas. Entre estas últimas estaba el realismo, que en la versión stalinista de «realismo socialista», era presentada entonces como la única salida posible para nuestro atraso cultural.

Aunque era obvio que Doña Bárbara no pertenecía al realismo socialista, por su adhesión a fórmulas del naturalismo, llevaba agua al molino de los stalinistas. Por eso, en esos años de apostolado crítico, no podía leer a Doña Bárbara sin prejuicios. Mi ceguera (en el sentido en que habla Paul de Man, en Blindness and Insight) se manifestó brillantemente en un artículo que escribí en 1954, al cumplirse los veinticinco años de Doña Bárbara. Allí traté de leer la novela con todo rigor. En el contexto mío de aquellos años en que había comentado con elogio Los pasos perdidos, de Carpentier, y El sueño de los héroes, de Adolfo Bioy Casares, la lectura de Doña Bárbara tenía que ser ejemplar. No me fue difícil llegar a la conclusión de que la novela, era ya en el momento de su publicación original, un anacronismo. Por su técnica de narración, a ratos naturalista; por su perspectiva sociologizante; por su escritura, ya regional, ya modernista, me pareció un libro del siglo XIX, extraviado en los años de la vanguardia.

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Y lo era, pero de un modo distinto del que yo decía. De un modo que, paradójicamente, estaba insinuado no en el texto mismo de mi artículo sino en el subtítulo, más perspicaz de lo que yo podía entonces imaginar. Pero éste es otro capítulo.




III. Doña Bárbara como romance

La palabra «romance» es plurivalente. En español, en las letras españolas, define un tipo de poema épico-lírico, de fines de la Edad Media y comienzos de la Moderna, que Menéndez Pidal ha estudiado exhaustivamente. En el uso popular de nuestra lengua, y por influencia de la subliteratura, del cine y la TV comerciales, identifica una historia de amor, sin distinción de género o medio. Pero en inglés, la misma palabra y con la misma ortografía, indica un poema narrativo medieval, de asunto heroico y fabuloso a la vez, que corresponde aproximadamente a las novelas de caballería en España. Por extensión, el mismo nombre se dio en Inglaterra a las narraciones sentimentales de los siglos XVIII y XIX, en que predominan situaciones prototípicas y que contienen personajes arquetípicos, y cuya cuota de realismo es mínima, o sólo asoma en los personajes secundarios. Romances son, en este sentido, las novelas góticas de Ann Radcliffe y El monje, de Lewis, que tanto gustaban a los surrealistas; romances son las novelas históricas de Walter Scott y las alegorías de Nathaniel Hawthorne.

En su Anatomy of Criticism, Northrop Frye distingue esta variedad del género narrativo y la define así con respecto a la novela:

La diferencia esencial entre novela y romance está en el concepto de caracterización. El autor de romances no pretende crear «personas reales», sino figuras estilizadas que se amplían hasta constituir arquetipos psicológicos. Es en el romance donde encontramos la «libido», el «ánima», y la «sombra» de que habla Jung, reflejadas en el héroe, la heroína y el villano. Es por esto que el romance irradia tan a menudo un brillo de intensidad subjetiva que la novela no tiene, y es por esto que una sugestión de alegoría se insinúa constantemente en sus bordes.



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Si se acepta esta caracterización de Frye, que no sólo se refiere a la forma del romance sino también a su simbolismo psicoanalítico, Doña Bárbara dejaría de parecer una novela discutible y anacrónica para revelarse como un romance cabal. No es necesario practicar una lectura muy detallada para reconocer en este libro la caracterización arquetípica, que está subrayada hasta por los nombres de los personajes, o sus sobrenombres habituales: Bárbara, Santos Luzardo, Míster Danger, el Brujeador, y también por los nombres de lugares: el Miedo, Altamira.

El propio Gallegos aceptaría este enfoque. Más de una vez declaró explícitamente no ser un escritor realista «que se limite a copiar y exponer lo que observó y comprobó» (como declara en «La pura mujer sobre la tierra», 1949), sino que su intención fue la de apuntar a «lo genérico característico que como venezolano me duela o me complazca» (como dijo en el mismo texto). También declaró entonces que había compuesto Doña Bárbara «para que a través de ella se mire un dramático aspecto de la Venezuela en que me ha tocado vivir y que de alguna manera su tremenda figura contribuya a que nos quitemos del alma lo que de ella tengamos». En el mismo texto apunta que para la concepción del personaje partió de un personaje de la realidad circundante (como ha demostrado fehacientemente John E. Englekirk en artículo de 1948).

Porque para que algo sea símbolo de alguna forma de existencia, tiene que existir en sí mismo, no dentro de lo puramente individual y por consiguiente accidental, sino en comunicación directa, en consustanciación con el medio vital que lo produce y rodea.



Estas declaraciones de Gallegos contribuyen a situar el aspecto simbólico, es decir: arquetípico, de los personajes. En cuanto al enfoque jungiano que insinúa Frye en su libro, podría anticiparse que Gallegos lo rechazaría. Hay constancia de su reacción negativa frente a otra lectura psicoanalítica de su novela. Aunque ésta fuese crasamente freudiana, y la que se podría hacer a partir de Frye sea jungiana, es difícil imaginar a Gallegos complacido. Sin embargo, cómo resistirse a la tentación de una lectura que la novela parece sugerir: Santos Luzardo, Marisela y doña Bárbara corresponden a las categorías   —125→   de «libido», «ánima» y «sombra» a que se refiere Frye en su libro. La dimensión alegórica de la obra estaría dada por su doble trama: Santos Luzardo desciende al llano porque ha escuchado una llamada. Viene a restaurar el dominio de Altamira contra la dueña de El Miedo. Al chocar con la fuerza elemental de doña Bárbara, es casi devorado por ella; es decir: casi cae él mismo en la barbarie y se convierte en uno de sus machos. Pero triunfa al fin y rescata a Marisela (doble inocente de doña Bárbara), para la posesión de las fincas que eran de su madre, y para la civilización.

En casi toda la obra, doña Bárbara es identificada con las fuerzas oscuras y hasta hay un capítulo (II, XIII) titulado: «La Dañera y su sombra». Por otra parte, la tesis liberal y decimonónica de la obra contribuye a acentuar la alegoría. Es la misma de Sarmiento en Facundo (1845) y de Euclides da Cunha en Os Sertões (1902): civilización contra barbarie. Es una tesis que hoy nos parece ingenua pero que (metamorfoseada por aportaciones marxistas o populistas o nacionalistas) todavía tiene vigencia en nuestra América. Por esa dimensión alegórica y latinoamericana que la sostiene es que cabe hablar de Doña Bárbara como libro fundacional. Gallegos aceptaría este enfoque.

Frye también observa que un gran escritor de romances debe ser estudiado de acuerdo con las convenciones literarias que eligió. Aunque el crítico canadiense está pensando en el artista victoriano William Morris, o en el John Bunyan de The Pilgrim's Progress o el Hawthorne de The House of the Seven Gables, lo que dice es válido para Gallegos y para toda la novela de la tierra. Lo que distingue al regionalismo, desde el punto de vista de sus convenciones poéticas, es que pertenece al modo «pastoral». Es decir: es un tipo de literatura que el escritor culto dirige a un lector culto, pero que trata de un medio y de unos personajes rústicos, o de una clase socialmente menos desarrollada. Esta útil distinción (propuesta por William Empson en Some Versions of Pastoral, ya en 1938) es aplicable no sólo a la literatura pastoril de Europa o a la novela proletaria de los años veinte y treinta, como hace el autor inglés, sino principalmente a la gauchesca del Río de la Plata, o a la regionalista de otras áreas.

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Así encarado, el regionalismo deja de parecer un producto importado de Europa por las modas del siglo XIX, Para constituirse en una corriente fecunda. Pero para entenderlo así hay que ver cuánto hay de romance en la narrativa regionalista de nuestra América. Con excepción de la picaresca o la parodia, las convenciones del romance han regido nuestra narrativa. Ni siquiera el naturalismo se vio siempre libre de la caracterización arquetípica, como lo probarían las novelas de Aluizio de Azevedo en el Brasil, y la incomparable Gaucha, de Javier de Viana (1899). Para encontrar un tipo distinto de narrativa hay que buscar en parodistas como Machado de Asís, o en los novelistas de vanguardia de los años veinte.

En mi artículo de 1954 (publicado tres años antes de que se editase el libro de Frye), ya intuía algunas de estas cosas pero no conseguía explicarlas bien. El título completo del trabajo era: «Doña Bárbara: Una novela y una leyenda americanas». Al situar juntas y contrapuestas las palabras «novela» y «leyenda» se insinuaba una posible dicotomía. La misma resultaba explicitada en el siguiente párrafo:

Sólo se salva el contenido simbólico, sólo se salva Doña Bárbara como personaje mítico, no como ente novelesco. Porque lo que ha sabido hacer Gallegos es descubrir una mitología, intuir su naturaleza y esbozar algunos perfiles.



Al retocar el artículo para su inclusión en el libro Narradores de esta América (Montevideo, Alfa), agregué una posdata de 1969 en que rectificaba el enfoque y ya citaba a Frye.




IV. Entre la alegoría y la parodia

Diez años después, al volver hoy a Doña Bárbara no sólo me siento dispuesto a practicar la lectura del libro como romance, sino que creo necesario extenderla a algunos libros de la nueva novela latinoamericana. Romances son, también, Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier, y La casa verde, de Mario Vargas Llosa; Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y Grande Sertãon: Veredas, de João Guimãraes Rosa; El astillero, de Juan Carlos Onetti, y Terra nostra, de Carlos   —127→   Fuentes; Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y Fundador, de Nélida Piñón; La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, y El mundo alucinante, de Reinaldo Arenas. O dicho de otro modo: ese género que en Europa y los Estados Unidos no parece sobrevivir al realismo y naturalismo de la segunda mitad del siglo XIX, sigue gozando de buena salud en nuestra América

Y a propósito de estos «romances» de la nueva novela latinoamericana: la relación de algunos de ellos con Doña Bárbara es más que casual. ¿Cómo no reconocer el antecedente inmediato del japonés Fuchia de La casa verde, en «el sirio sádico y leproso que habitaba en el corazón de la selva orinoqueña, aislado de los hombres por causa del mal que lo devoraba, pero rodeado de un serrallo de indiecitas núbiles, raptadas o compradas a sus padres», a que se refiere Gallegos en su novela?(I, III). ¿Cómo no advertir en el episodio de la muerte de Félix Luzardo a manos de su padre (I, II), el modelo narrativo del encuentro trágico del primer Buendía con el hombre que acabará matando en una riña, y que se convertirá en su fantasma, en la novela de García Márquez? Hasta en los diálogos de Doña Bárbara, por lo general, breves, recortados de una lengua popular, llena de tensión, burla e ironía, es posible reconocer el antecedente de esas lacónicas sentencias de Rulfo en Pedro Páramo y en sus magistrales cuentos.

Pero éste sería tema de otro trabajo. Queda aquí apuntado.




V. Una ruta propia

Se podría pensar que los indudables vínculos de Gallegos con los nuevos narradores se deben a la influencia de aquel regionalismo que, para muchos críticos, es tan indiscutiblemente latinoamericano. (Olvidan que el regionalismo es, también, invención europea y que en vez de presuponer el subdesarrollo, aparece, como otras formas de la pastoral, en sociedades desarrolladas. Uno de sus más celebrados maestros, el victoriano Thomas Hardy, era estricto coetáneo de la expansión imperialista de la Gran Bretaña. Los poemas pastoriles de Virgilio y Garcilaso marcan el auge, respectivamente, del Imperio Romano y el Español.)

Otra forma de argumentar en favor del regionalismo es la que sostiene que encuentra campo propicio para su caracterización arquetípica   —128→   en la idiosincrasia de sociedades en desarrollo, o «primitivas». Desde Lévi-Strauss, esta tesis es insostenible. El pensamiento «salvaje» no es estructuralmente distinto del culto. Como los sueños, como la poesía, usa apenas otro código, no menos sino tan sofisticado como el de las sociedades tecnológicas.

Pero no hay que buscar razones extraliterarias para situar a Gallegos en su tiempo, que es también el nuestro. Él era regionalista (como, a ratos, lo fueron o lo son, Carpentier o Vargas Llosa, Guimãraes Rosa o Graciliano Ramos) porque prefiere la misma convención literaria de sus lectores. Al escribir sobre ambientes rústicos (exóticos) para la gente culta de su país, confirma el modo pastoral del regionalismo. No escribía, se sabe, para los llaneros porque éstos no leen novelas.

La cultura latinoamericana es, necesariamente, de aluvión, de mezcla incómoda de contrarios, de estructuración paródica o satírica de los materiales importados. El romance, género ambiguo, permite incluir en nuestra narrativa una dimensión alegórica que produce, en el plano poético de la narración, el mismo efecto que en el plano satírico produce la parodia: la posibilidad de abarcar en todas sus dimensiones extra-reales una sociedad en formación en la que están en permanente conflicto el utopismo con la miserable realidad.

Al destruir (por la parodia o la alegoría) los moldes del realismo impuestos desde la racional Francia y fomentados por el stalinismo, los narradores latinoamericanos han encontrado caminos por los que nuestra ficción puede andar a sus anchas. La parodia, como la alegoría, se basan en la noción de un doble discurso; en la primera, el discurso es ajeno, en la segunda, es el mismo texto el que se duplica y espejea. Al discurso unívoco y castrante del realismo, oponen el discurso que no cesa de emitir mensajes. De ese modo, alegoría y parodia se han constituido en las letras latinoamericanas en una fuerza auténtica de liberación que oponer a los imperialismos culturales de la derecha o la izquierda. Por medio de la burla sangrienta en la parodia, o por la dimensión trascendental en la alegoría, la narrativa latinoamericana ha encontrado así una ruta propia. En ese descubrimiento cabe a Gallegos el papel de adelantado.





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ArribaAbajoRealidad social, dimensión histórica y método artístico en Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos68

A. Dessau



I

Los años veinte tienen una importancia particular en el proceso espiritual y cultural de los pueblos latinoamericanos. La reacción contra la penetración imperialista y sus múltiples consecuencias sociales, el surgimiento de movimientos nacionales, democráticos y populares y la repercusión de los grandes acontecimientos internacionales como la Primera Guerra Mundial y la Revolución Socialista de Octubre condicionaron así un cambio profundo con respecto al proceso histórico y las corrientes espirituales y culturales anteriores como el despertar de amplios sectores sociales.

Por consiguiente, los destinos nacionales resultaron uno de los problemas ideológicos centrales, y el pueblo que para muchos escritores había sido hasta entonces una masa amorfa y anónima o una mera figura retórica, comenzó a articular sus intereses y aspiraciones y se convirtió paulatinamente así en el destinatario más o menos conscientemente avisado como en el protagonista de una larga serie de obras literarias. «Expresar lo nuestro» era el gran tema del quehacer literario, y no tanto con la pretensión de describir realidades más o menos superficiales, sino mucho más con la de definir la identidad y las perspectivas del porvenir de los hombres y las naciones de América Latina en un mundo que había entrado en una crisis general cuyo carácter y vías de solución preocuparon a prácticamente todos los escritores latinoamericanos de la época.

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Frente a estos cambios se inició una renovación del arte narrativo que, a través de varias etapas y con sus cambios a veces bastante profundos, resultó en la novela latinoamericana actual. En este sentido hubo, en los años veinte, varias innovaciones que caracterizan la novela latinoamericana de aquel tiempo:

-la preocupación por el contenido y la dinámica del proceso histórico como problemática objetiva así como por la posición y responsabilidad que los hombres tienen dentro de él y frente a sus alternativas como problemática subjetiva;

-la tendencia de definir, dentro de este cuadro general, la identidad de los hombres y las naciones en América Latina así como las perspectivas de un porvenir que resultaría de su realización libre;

-la intención de convertir el quehacer literario así en la expresión de estas nuevas preocupaciones y aspiraciones como en un acto comunicativo y llamativo cuyo destinatario era, por lo menos virtualmente, el pueblo, es decir todos los hombres que vivían en los países latinoamericanos.

A estas innovaciones con respecto al contenido y la finalidad del arte novelístico, que fueron desarrolladas desde diferentes puntos de vista sociales e ideológicos, correspondió la búsqueda de métodos nuevos en la configuración estética y la utilización del lenguaje. Así, por ejemplo, los personajes novelísticos comenzaron a cobrar una nueva trascendencia que paulatinamente los hizo representativos no sólo de ciertas fuerzas sociales sino de valores nacionales y universales más generales. Al mismo tiempo, la atención novelística comenzó a desplazarse desde las vivencias externas de sus protagonistas (peripecias biográficas, elementos anecdóticos, etc.) hacia las internas (apropiación espiritual del mundo y de sí mismo por los hombres) y sus distintas motivaciones y formas. Lograr la identidad de los hombres y las naciones de América Latina resultó, en este sentido, un acto de conciencia y acción, espiritual y práctico, realizado en un ambiente dado y determinado dialécticamente por éste así como por sus propias tradiciones. De ahí que la novelística latinoamericana de aquel decenio comience a dar pasos nuevos en la significación de la realidad. Además, los autores concibieron la búsqueda de la identidad como una tarea a realizar en la literatura y la vida, de manera que escribieron sus obras, en cierto sentido, como «proyectos de identidad»,   —131→   con lo cual lograron añadir elementos nuevos a la realidad que literariamente configuraron, y darles a sus obras la dimensión del porvenir. Dentro de la realización de tal estrategia narrativa -social, ideológica y estéticamente muy diferenciada- la utilización del lenguaje obedeció no sólo al propósito de reflejar lo americano y popular, sino de ser precisamente forma y expresión de esta apropiación espiritual del mundo y de la identidad de los hombres en las condiciones concretas de los países latinoamericanos. Por fin, la novela dejó paso a paso de ser primordialmente el relato de vivencias o sucesos auténticos para convertirse en metáfora compleja de la vida.

Estas innovaciones se manifestaron en una producción novelística muy variada que, no obstante sus imperfecciones y desigualdades inevitables como «enfermedades infantiles», en no pocos casos contenía los gérmenes de lo que más tarde se dio en llamar «nueva novela latinoamericana». Para mostrarlo basta mencionar a Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Roberto Arlt y Manuel Rojas. De una manera tal vez menos directa, esta observación se refiere también a las tres novelas clásicas de aquel decenio: Don Segundo Sombra (1926), de Ricardo Güiraldes, La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera, y Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos.

Dentro de la brevedad a la cual obligan las condiciones de un congreso, esta ponencia pretende analizar cómo, desde su punto de vista social e ideológico, Gallegos ve los problemas históricos de su tiempo y configura estéticamente tal visión en Doña Bárbara. Para resaltar las características de este proceso, la novela clásica del maestro venezolano se compara así con Don Segundo Sombra y La vorágine como con algunas novelas del siglo XIX desde cuya tradición parte para abrir nuevos caminos a la novela latinoamericana.

Don Segundo Sombra crea la imagen y el personaje del gaucho como encarnación de un supuesto carácter nacional argentino que en lo esencial corresponde a una realidad socio-histórica ya desaparecida, pero recordada intensamente no sólo por el autor y sus congéneres sino -y eso es mucho más importante- por amplios sectores populares migrados del campo a la capital, donde habían caído bajo la influencia alienante de relaciones sociales muy distintas. En el fondo, Güiraldes convirtió precisamente estos recuerdos nostálgicos   —132→   en la encarnación de un ideal humano que pretendió ofrecer una alternativa destinada a detener los efectos alienantes de un proceso social que conducía inevitablemente hacia un porvenir muy incierto. Tratando de hablar directamente a su pueblo, Güiraldes utilizó el lenguaje de éste así como antiguas tradiciones narrativas que integró en la nueva entidad literaria de su obra. Lo que, en su manera de escribir el Don Segundo Sombra, resulta interesante, es que no sólo trate de cerrar el camino del proceso histórico considerado como alienante mediante la evocación del ideal gauchesco que históricamente ya se había esfumado, sino también mediante el esquema estructural que utiliza: contar lo que tiene que decir en tres secuencias narrativas de a nueve partes cada una. Al contrario de lo que permitiría la disposición biográfica de la narración que es de por sí «abierta» por excelencia, la novela de Güiraldes queda encerrada en este esquema, y, por haberse agotado el espacio narrativo, al final no queda nada más para contar. La imagen del gaucho como la novela que lo articula, se cierran en sí mismas y, rebozando de realidad, se niegan a seguir alimentándose de ella y a acercarse al carácter y la dinámica de su proceso evolutivo.

A diferencia de Don Segundo Sombra, La vorágine no es la metáfora del distanciamiento frente a un proceso socio-histórico considerado como alienante y de perspectivas inciertas, sino del acercamiento a la realidad socio-histórica en su autenticidad cruel así como a la decisión de hacer algo para cambiarla. Como en Don Segundo Sombra, el protagonista sale de una vida efímera para integrarse en una vida auténtica que esta vez no es casi un sueño sino dramáticamente vivida y, por lo menos parcialmente, conocida en su funcionamiento. Cuando el protagonista comienza a integrarse en la vida auténtica, la narración termina. A lo que en Don Segundo Sombra es el fin algo trivial de hacerle llegar al protagonista la noticia de que es heredero de una estancia, corresponde en La vorágine el desaparecer del protagonista en la selva, la cual no lo devora tanto por su exuberancia tropical sino mucho más porque al autor no le interesaba mostrar lo que el protagonista hacía después de haberse identificado con un ideal humano que a partir de este momento iba a orientar su vida. Al acercamiento a la auténtica realidad socio-histórica corresponde la estructura narrativa de La vorágine que se   —133→   abre a la realidad, integrando en la trayectoria de Arturo Cova las trayectorias de varias otras personas referidas por sus propios protagonistas, y creando, de esta manera, una estructura novelesca capaz de reflejar la complejísima realidad colombiana y de darle a la novela una marcada tendencia totalizadora.

Desde puntos de vista muy distintos, así Don Segundo Sombra como La vorágine cuentan cómo, a través de sus respectivas peripecias y experiencias, sus protagonistas llegan a conocer su posición y responsabilidad frente a los problemas nacionales de sus países, y se deciden a adoptar determinadas normas de conducta humana. Ambas novelas se concentran, de esta manera, en la conciencia y actuación individuales como aspecto subjetivo de ella. Permiten a sus lectores seguir las peripecias de sus protagonistas, identificarse con ellos y sacar las mismas conclusiones. En este sentido son precursores de la novela latinoamericana actual.




II

Doña Bárbara es algo distinta. No pretende en primer lugar que el protagonista y, a través de la identificación con éste, el lector adopte frente a la realidad una posición determinada por la fuerza espiritual de un ideal de conducta humana. Quiere más bien mostrar cómo se mueve y puede ser promovido un proceso histórico y social que existe fuera e independientemente del lector, y que éste quede convencido de que el porvenir será como lo demuestra la novela. La recepción del lema de la lucha entre civilización y barbarie, creado por Sarmiento, que se traduce hasta en el nombre alegórico de la protagonista, es otro indicio muy claro de que Doña Bárbara es distinta de las dos novelas restantes. En ellas, la civilización (burguesa) es, en cierta forma, considerada como vida inauténtica, y la autenticidad se busca fuera de ella. En Doña Bárbara, por el contrario, la civilización burguesa resulta la meta hacia la cual está orientado el proceso histórico que quiere poetizar y anticipar la novela, que de esta manera resulta sobre todo en la anunciación esperanzadora de lo que va a ser la patria cuando las fuerzas de la civilización hayan triunfado sobre las de la barbarie.

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Desde este punto de partida -que no resulta tan extraño si se considera que en aquella época Venezuela era uno de los países latinoamericanos más atrasados- Doña Bárbara participa en la búsqueda de la autenticidad. Pero ésta no consiste en que los protagonistas se busquen y encuentren a sí mismos sino que adopten un ideal de conducta y actuación que prolonga el liberalismo latinoamericano del siglo XIX. Así, Santos Luzardo es representante consciente del progreso social (lo cual no son ni Fabio Cáceres ni Arturo Cova). Se orienta en un ideal que no conquista y adopta desde y a través de sus propias experiencias sino que existe a priori e independientemente de él y que le fue revelado en la universidad. De esta manera, humanidad y amor son considerados por Gallegos, en primer lugar, como categorías filosóficas (y casi como fuerzas motrices del proceso histórico). Si en Santos Luzardo hay lucha interna no es por encontrarse a sí mismo sino por no permitir que las fuerzas de la barbarie se apoderen de él. Y Marisela se convierte en un personaje «nuevo» precisamente por la acción educadora (y por ende «civilizadora» por excelencia) de Santos Luzardo con respecto a ella. De esta manera, también las motivaciones espirituales de la conducta y actuación de los hombres resultan objetivizadas y en el fondo, el protagonista es en primer lugar un instrumento del cual se sirven para imponerse, personificándose en él. Por eso, Santos Luzardo no necesita buscarse a sí mismo (lo que sí es el caso de Fabio Cáceres y Arturo Cova) sino que está al servicio de un ideal y una causa. Por consiguiente, la participación del lector no se opera compartiendo sus experiencias sino adoptando el mismo ideal que él.

La misma relación entre lo objetivo y lo subjetivo existe en la manera de la cual Gallegos poetiza su visión de la historia nacional. En cierto sentido, doña Bárbara es una mujer alienada por la vejación que sufrió cuando joven. En lo individual, esto puede ser comentado según los conceptos freudianos. Pero tal interpretación no podría agotar el contenido del personaje en el cual lo general tiene mucha mayor significación que lo particular y que por ende resulta en primer lugar alegórico. Si se toma en cuenta la promesa esperanzada relativa al porvenir de la nación, que contiene la novela, se impone la conclusión de que la alienación de la protagonista, que es el personaje representativo de la barbarie semifeudal, es necesariamente   —135→   algo más que un accidente puramente individual. En primer lugar es la configuración alegórica de una alienación histórica con respecto al destino de plenitud nacional que profesaban muchos autores de la época, siguiendo el concepto de la intrahistoria desarrollado por Miguel de Unamuno. Según esta idea, las naciones latinoamericanas estaban destinadas, por una especie de entelequia histórica, a un porvenir grande y esplendoroso, y la situación en que se encontraban, era precisamente el resultado de una vejación histórica perpetrada por la conquista, que había alienado los pueblos latinoamericanos de la plenitud manifestada, según muchos autores, en los impresionantes monumentos de las culturas precolombinas o lo grandioso de su naturaleza y paisajes.

Lo expuesto permite la conclusión de que, en Doña Bárbara, Gallegos poetiza una visión de la historia de Venezuela y hasta de América Latina que amalgama el lema tradicional del liberalismo hispanoamericano formulado por Sarmiento, y elementos esenciales de la llamada utopía americana, muy en boga a partir de mediados de los años veinte. Lo hace desde un punto de vista social que pretende que el pueblo no sea capaz de ser el protagonista de la historia y que por eso sea necesaria una élite culta para liberarlo y dirigirlo. Esta idea, que fue formulada varias veces por el propio Gallegos, influye profundamente en el método y las formas por los cuales el autor poetiza la historia. Explica, por ejemplo, el hecho de que, a diferencia de Don Segundo Sombra y La vorágine no subjetivice sino objetivice la ficcionalización de la historia. Es precisamente esta actitud con respecto al pueblo que le obliga a Gallegos a presentarse como maestro omnisciente y darle a su novela el carácter de una grandiosa demostración o ejemplificación de la historia como un proceso puramente objetivo, mientras que así Güiraldes como Rivera, que no participaban de esta actitud, podían tratar de comunicar intensamente a sus lectores las experiencias y decisiones de sus protagonistas con la finalidad de que se identificaran con ellos que, al comienzo de su trayectoria novelesca, resultan personajes lo bastante cotidianos y se convierten en «protagonistas» precisamente mediante sus vivencias y su reacción espiritual frente a ellas. Al contrario de este procedimiento novelístico lo bastante «moderno», la novela de Gallegos presenta sus protagonistas desde el principio como seres alegóricos   —136→   y por ende extraordinarios, e insinúa al lector no tanto la identificación con sus experiencias sino mucho más con los ideales que inspiran a los protagonistas buenos. Con respecto a este procedimiento, el lector actual se da cuenta de cierto maniqueísmo y puede encontrar Doña Bárbara menos «moderna» que Don Segundo Sombra o La vorágine, viendo en eso probablemente la mayor debilidad de la obra. Pero si, sin negar estas diferencias, la novela de Gallegos se analiza dentro de su contexto histórico, su configuración se revela como correspondiente al entusiasmo sentido por amplios sectores sociales con respecto a la llamada utopía americana, mientras que la desilusión con respecto a los ideales de la civilización en sentido sarmientino, que ya se perfila netamente en las obras de Güiraldes y Rivera, comenzó a ser predominante en la novelística latinoamericana algunos decenios más tarde. De ahí que, no obstante todas sus contradicciones inevitables, la inspiración en estos ideales pudo darle a Doña Bárbara, un halo épico innegable orientado ostensiblemente hacia el futuro. De esta manera, lo que al lector de hoy puede aparecer como debilidad sustancial de la novela, está ligado directamente a lo que es su logro sobresaliente: la estructura equilibrada, a base de la cual Doña Bárbara resultó la primera novela latinoamericana en la cual la historia como proceso objetivo está representada en la unidad del pasado, el presente y el futuro. Junto con la honesta inspiración en los ideales de la utopía americana, este mérito fue una de las causas de la repercusión enorme que la obra tenía entre el público latinoamericano luego de su publicación. No obstante la contradicción mencionada, contribuyó, de esta manera, enormemente al desarrollo de la conciencia nacional del pueblo venezolano y de muchos otros pueblos latinoamericanos.




III

El hecho ya indicado de que Doña Bárbara amalgama elementos de la literatura del siglo XIX con los de los años veinte, es manifestado por una serie de rasgos artísticos que caracterizan la obra. Uno de ellos es la trama, es decir, la historia de las relaciones amorosas entre Santos Luzardo y Marisela, hija de su antagonista. Si se despoja   —137→   de su trascendencia algo alegórica, resulta ser una historia de amores casi imposibles pero con solución feliz entre las familias de dos latifundistas enemistados por uno de los litigios más frecuentes entre ellos: la delimitación de sus propiedades. En este sentido, las analogías con la novela latinoamericana del siglo XIX son obvias. Baste mencionar, en este sentido, el casi paralelismo estructural de la trama de Doña Bárbara y de La parcela (1898), de José López Portillo y Rojas, por ejemplo. Lo nuevo en la novela de Gallegos es, precisamente, que ésta quiere ser la configuración alegórica de una amplia visión de la historia nacional desde un punto de vista que ofrecía, en su orientación reformista, muchas analogías con la del autor mexicano. Además, resulta interesante que este esquema de la trama, cuyos protagonistas pertenecen a la fracción retrógrada y progresista de los latifundistas, respectivamente, ya es, históricamente, algo secundario. La mayoría de las novelas del siglo XIX configuran su trama más como conflicto entre burgueses virtuosos y oligarcas (o clérigos) viciosos, como es el caso de Martín Rivas (1862), de Alberto Blest Gana, y Aves sin nido (1889), de Clorinda Matto de Turner.

Al igual que Gallegos, Rivera utilizó la trama amorosa de la novela del siglo XIX. Pero en La vorágine, esta trama que, con todo lo que representaba, ya resultó anacrónica en los años veinte, servía únicamente como pretexto del autor que liquidándola durante el desarrollo de la acción novelesca, mediante su utilización realizó la transición del mundo novelesco del siglo XIX hacia una de las zonas más frecuentadas del mundo novelesco latinoamericano del siglo XX, procedimiento en cierto sentido más acorde con el proceso histórico y literario que el de Gallegos.

Otro de los elementos tradicionales del arte narrativo latinoamericano del siglo XIX que se utiliza en Doña Bárbara, es el cuadro costumbrista. En las novelas de trama amorosa había servido como trasfondo totalizador. Como metáfora de la realidad, el cuadro de costumbres corresponde a relaciones sociales en las cuales todo existe porque sí, es decir, como costumbre, bajo el peso de la cual los hombres viven en un mundo en el cual pueden reconocer la historia únicamente como fluir circular y repetitivo del tiempo, pero no como proceso de cambios en los cuales ellos mismos tienen una participación activa. En este sentido, el cuadro de costumbres es la configuración   —138→   metafórica de relaciones semifeudales, y como tal puede contentarse con ser un retrato en el cual lo general y lo particular existen casi totalmente identificados.

En la novela de Gallegos, los cuadros de costumbres también juegan un papel importante como trasfondo totalizador de la trama. Pero a diferencia de las novelas de Alberto Blest Gana y Clorinda Matto de Turner, por ejemplo, las relaciones entre las escenas que marcan los acontecimientos más importantes de la trama, y los cuadros de costumbres, resultan desequilibradas porque, no obstante todas las analogías, Doña Bárbara no es, de ninguna manera, una novela romántica del siglo XIX. Prolonga, utilizándolos, elementos muy importantes de ella hacia el siglo XX, pero sus propósitos novelescos son otros. Obedecen precisamente a las condiciones e impulsos de un mundo que acabó de entrar en un proceso de movimiento histórico intenso, orientado hacia cambios profundos que rompieran precisamente con la inmovilidad de las relaciones feudales características del mundo de la novela latinoamericana del siglo XIX. En la misma Venezuela, estos procesos se habían manifestado, un año antes de la publicación de Doña Bárbara, a través de las luchas estudiantiles y populares de 1928, que en cierta forma ya sobrepasaron a Gallegos y sus aspiraciones. Sin embargo, Gallegos anhelaba la liquidación del estancamiento feudal. De ahí que debiera utilizar un método novelesco distinto del de la novela del siglo XIX. Por eso, sólo formalmente reproduce la trama amorosa típica de ella. Pero no quiere contar la historia particular del triunfo de un individuo burgués, sino que aspira a configurar una metáfora novelesca del proceso histórico nacional tal como él lo veía. Este propósito narrativo le obliga a Gallegos a darles así al escenario como a prácticamente todos los protagonistas relacionados con la trama de su novela, una trascendencia marcable. La misma realidad socio-histórica así como la intención narrativa del autor ya no pueden tener su equivalente narrativo en el relato de acontecimientos real o supuestamente auténticos. Lo que resultó necesario era una generalización artística que permitiera configurar lo general a través de lo particular.

Debido a este procedimiento el escenario y los personajes de la novela cobran una trascendencia marcada. Antiguamente, el escenario de la acción novelística resultó poco importante. No así en Doña   —139→   Bárbara: los llanos venezolanos, en los cuales se desarrolla su acción, eran la región histórica y económicamente más importante de Venezuela antes de iniciarse la explotación petrolera. Quien quería buscar las raíces de la cultura y del carácter nacional venezolanos, tenía que hacerlo precisamente en esta región. Escoger los llanos como escenario de Doña Bárbara era, pues, darle a la novela premeditadamente una dimensión eminentemente nacional. De ahí que la repetida crítica de que quince días de visita en los llanos habían sido muy poco tiempo para documentarse bien, queda más o menos inhabilitada, porque a Gallegos le interesaba mucho más la encarnación de lo nacional que el retrato documental de una región cualquiera.

Lo mismo se refiere a los personajes principales de la novela. Si por un lado es obvio que Gallegos sigue la antigua tradición de la novela latinoamericana de utilizar materiales auténticos, lo cual se manifiesta no sólo en personajes secundarios sino también con respecto a doña Bárbara y Lorenzo Barquero (personera de lo feudal y su víctima), no es menos evidente que este procedimiento ya no es más que el trampolín hacia la generalización artística en el sentido del autor, quien, con Santos Luzardo y Marisela (civilizador e hija del país despierta por su acción), presenta dos protagonistas de su propia invención. Y es precisamente a través de la actuación y las peripecias de estos últimos que Gallegos configura literariamente su pretensión de superar la barbarie y liberar las fuerzas auténticas del país y de sus habitantes.

Es, pues, por la generalización artística que Gallegos logró substituir, en la configuración del escenario y los personajes principales, la antigua casi-identidad de lo general y lo particular, característica de la tradición narrativa anterior en América Latina, por una relación más o menos complicada entre lo general y lo particular, dentro de la cual esto último trasciende sus límites hacia lo general. Por eso, los personajes no sólo son individuos sin más, sino que trascienden las meras peripecias de su propio destino individual y su tipicidad social, y de ahí que Doña Bárbara resultara en otra cosa que un relato real o supuestamente auténtico intercalado con una serie más o menos larga de cuadros de costumbres. Pero la ficcionalización necesaria para llegar a tal resultado afectó únicamente lo que   —140→   tiene que ver con la trama, mientras que los pasajes descriptivos y totalizadores quedan sin los efectos de esta operación. De esta manera, la novela adolece de la contradicción de ser alegórica y dinámica por un lado y costumbrista por otro, lo cual a su vez manifiesta la amalgamación contradictoria de elementos literarios tradicionales y modernos característica de ella. La transición hacia un nivel más moderno del arte novelesco fue iniciada intensamente, pero sólo realizada parcialmente, lo cual correspondió en primer lugar al estado incipiente del proceso histórico con el cual, desde su punto de vista, estaba confrontado Gallegos.

En el fondo, las novelas de Rivera y Güiraldes están ante el mismo problema, pero le dan otra solución. La intención narrativa así como la orientación más subjetiva de ambas novelas permitieron por un lado utilizar el relato de andanzas individuales (que de por sí resulta aún más tradicional y corresponde más a la realidad sociohistórica de los países latinoamericanos que la trama amorosa) y configurar la narración de manera que el lector puede identificarse con ella más directamente que con la de la novela de Gallegos. También logran integrar los cuadros de costumbres o relatos secundarios en la narración, dándoles un contenido emotivo y espiritual que por lo menos parcialmente supera el carácter auténtico y casi documental que originalmente tenían. Se subordinan al carácter de cada una de las dos novelas y se convierten, de esta manera, en elementos metafóricos más propiamente dichos.

La comparación de Doña Bárbara con Don Segundo Sombra y La vorágine revela otra contradicción de la novela de Gallegos. Fabio Cáceres y Arturo Cova, quienes pasan de una vida inauténtica a una vida auténtica, reflejan espiritualmente este proceso. Lo sienten y lo meditan, y en la unidad de sus acciones prácticas y espirituales se desarrollan de manera que al final de sus respectivas novelas resultan distintos de lo que eran al iniciarse la narración. Con todas las limitaciones -más bien visibles en La vorágine que en Don Segundo Sombra-, es precisamente el acto de apropiarse práctica y espiritualmente de su mundo y de sí mismos lo que les da verosimilitud a estos personajes y le permite al lector identificarse con ellos y hacer suyas, por lo menos parcialmente, sus experiencias. El procedimiento de Doña Bárbara es distinto. El autor no pretende que   —141→   sus protagonistas sean seres vivientes sino alegóricos. De ahí que representen algo general y objetivo y carezcan de la dimensión particular y subjetiva. No se pretenden verosímiles, y por eso el lector no puede apropiarse la novela mediante la identificación con los protagonistas sino con los ideales que los animan y cuya personificación representan. Sin embargo, este tipo de identificación resulta viable y motivó la amplia y entusiasta recepción de Doña Bárbara por el público venezolano y latinoamericano en general.




IV

El análisis anterior revela que así con respecto a su contenido ideológico como con respecto a la configuración literaria, Don Segundo Sombra y La vorágine, por un lado, y Doña Bárbara, por otro, representan dos caminos de superar la novela latinoamericana del siglo XIX y abrirle al género el camino hacia nuevos horizontes manifestados ahora en el florecimiento de la novela latinoamericana contemporánea.

Más obviamente que las otras dos novelas, Doña Bárbara está, para decirlo así, con un pie en el siglo XIX y con otro en el XX. Por un lado abre el horizonte histórico más amplio de toda la novelística latinoamericana de su época, y en esto reside su grandeza. Por otro, sin embargo, sigue adoptando el antiguo lema liberal de la lucha entre civilización y barbarie como eje conceptual y, debido a los teoremas del liberalismo decimonónico, Gallegos está en la necesidad de presentarse como autor omnisciente y contar lo que tiene que decir, de una manera objetiva. Esto lo obliga al lector a ser testigo de una acción que se desarrolla fuera de él y de la cual no puede apropiarse mediante la identificación con los protagonistas y sus vivencias. Le queda dejarse posesionar por los ideales que animan a Santos Luzardo y ser así objeto de la acción educadora (y por ende civilizadora por excelencia) de Rómulo Gallegos.

Como ya se dijo, Gallegos consideró la civilización burguesa, que en aquel entonces ya había entrado en su crisis, como meta final del proceso histórico. De este anacronismo sustancial, hecho patente en la misma Venezuela por los acontecimientos de 1928, provienen las   —142→   contradicciones y limitaciones de la obra. De ahí que Gallegos pueda dirigir su palabra novelística a la nación para anunciarle un gran porvenir y hacerse portavoz de ideales humanos algo abstractos, pero que no pueda pedirle al pueblo o a todos los hombres que sean lo que actualmente se llama «lectores cómplices» y que actúen estética y prácticamente por su propia cuenta.

Siendo así, Doña Bárbara contribuyó en un grado muy alto en el desarrollo de la conciencia nacional del pueblo venezolano y tuvo una repercusión enorme dentro y fuera del país. Pero leída con la perspectiva y conciencia de un lector contemporáneo se revela singularmente contradictoria porque lo que narra es una bella utopía fácilmente reconocible como tal con las experiencias históricas contemporáneas. Su belleza alegórica impresiona muy bien como monumento histórico, pero el lector actual ya no puede apoderarse de su mundo y encontrarse a sí mismo mediante la identificación con la novela. Resulta interesante que Gallegos, quien no era ajeno a los antagonismos de la civilización burguesa, siente en Doña Bárbara las bases conceptuales para novelas posteriores. Fiel a las ideas directrices de la utopía americana, da a entender que la civilización debe entroncar en las raíces que existen en la cultura nacional, y que su desarrollo ulterior tenga que partir de este punto de arranque. De ahí que Santos Luzardo se humanice en contacto con la realidad de los llanos y que su relación amorosa con Marisela, hija de doña Bárbara y a la vez mucho más expresión ingenua y un poco salvaje de la espiritualidad «natural» de los llanos y, por ende, de Venezuela, alegorice precisamente la idea que tenía Gallegos de la amalgamación de la civilización con el supuesto carácter nacional. Desde este punto de partida se orienta hacia una visión más antropológica en algunas de sus novelas posteriores, sobre todo Cantaclaro (1934), dotando a los respectivos personajes de una sensibilidad humana, popular y, para decirlo así, venezolana, que integra en una visión totalizadora de los problemas de su patria, anticipando, de esta manera, elementos importantes de la novela contemporánea y orientándose más hacia el aspecto subjetivo del proceso histórico. Los otros dos clásicos de los años veinte, Güiraldes y Rivera, ya no se identificaron personalmente con la civilización burguesa, y por eso sus obras abrieron otro camino hacia la novela contemporánea, concentrándose   —143→   en el aspecto subjetivo del proceso histórico, sin ocuparse mucho de sus aspectos objetivos.

De esta manera, Doña Bárbara, por un lado, y Don Segundo Sombra y La vorágine, por otro, marcan, separadamente, las dos vertientes de la preocupación por la historia que comienza a predominar en la novela latinoamericana a partir de los años 20: el contenido y la dinámica del proceso histórico como problema objetivo y la posición y responsabilidad que los hombres tienen dentro de él y frente a sus alternativas como problemática subjetiva. Cuando se produce la síntesis de estas dos vertientes, se inicia la madurez de la novela latinoamericana del siglo XX.

Este paso se da, cuando en El reino de este mundo (1949), Alejo Carpentier logró configurar la unidad del pasado, presente y futuro no sólo en lo objetivo (donde había sido realizada por primera vez por Gallegos) sino también en lo subjetivo, es decir la apropiación de la historia en la conciencia de los hombres mediante la unidad del recuerdo del pasado, la vivencia espiritual del presente y el anhelo del porvenir, que se opera en las últimas meditaciones del ex esclavo Ti Noel, quien, no obstante todos los fracasos y desilusiones de su vida, llega a la conclusión de que «la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es». En esta trayectoria, Doña Bárbara constituye un eslabón imprescindible.





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ArribaAbajoDoña Bárbara, vigencia de una leyenda69

François Delprat


Hablar de la vigencia de un libro cincuenta años después de su publicación deja suponer que se le considera en gran parte desligado de las circunstancias en las cuales se elaboró y del medio en que lo fue inventando el escritor. En el caso de Rómulo Gallegos es fácil reducir nuestra lectura al contenido simbólico y a lo permanente y universal del mensaje de una novela. A pesar de esto, Doña Bárbara ha sido leída y sigue siéndolo, como trasunto de una realidad.

Desde luego, reconocemos, con Pedro Díaz Seijas (Rómulo Gallegos, calidad y símbolo, Centro del Libro venezolano, Caracas, 1965), que el alcance universal de la obra es fruto directo del arte del novelista en captar y restituir las vivencias auténticas del hombre venezolano.

Las propias condiciones naturales del marco regional constituyen uno de los aspectos más duraderos en la materia de la novela, junto con la evocación de los usos de la vida diaria y el encanto natural del habla del hombre venezolano, llanero, en sus tareas y en el descanso.

Ahora bien, el problema está en saber si, para el lector, tales condiciones cambian, así como cambian los datos económicos, sociales y políticos, abriendo la tentación de considerar la novela como representación de realidades ya lejanas. En tal caso, sólo quedarla al lector de hoy el nostálgico placer de una pintura del pasado, y, por añadidura, el derecho de buscar a la lección moral del libro una aplicación en el campo contemporáneo.

En mi opinión, la relación entre el interés simbólico de la novela y la concreta realidad de la Venezuela de principios de siglo y la de   —146→   hoy, es algo más compleja, pues no queda limitado el mensaje a la circunstancia venezolana de las primeras décadas del siglo.

Esta ponencia no se propone revisar las perspectivas del estudio de Doña Bárbara, sino, más modestamente, ajustar y afinar algunos de los enfoques que se le ha dado. Se funda en la idea de que no es lo más importante la realidad circunstancial.


I. El medio natural y la tesis progresista: una realidad económica diacrónica

Antes de que existieran las palabras desarrollo y subdesarrollo, aparecía evidente a los ojos de los venezolanos, el desequilibrio entre la cordillera de la costa y las regiones llamadas «del interior», despobladas, en gran parte inexplotadas. En Rómulo Gallegos desde Doña Bárbara, hasta Sobre la misma tierra, la novela contempla el atraso de la vida rural y la necesidad de un esfuerzo de progreso material y espiritual, por medios relacionados con la tecnología, la administración, la educación, resumidos en la idea de obra civilizadora.

Es conocidísima la diferencia que R. Gallegos introduce en la célebre oposición entre barbarie y civilización, pero pocas veces se señala que atribuye a cada uno de sus protagonistas importantes la posibilidad de escoger entre una u otra, compensando con el «libre albedrío» el peso del determinismo ambiental. En la novela Doña Bárbara, el poder de los elementos naturales conforma una sociedad que podemos calificar primitiva. Lo es en su organización social, en la precariedad misma de la vida humana frente a los peligros de la naturaleza, en el funcionamiento elemental de la vida económica.

El primitivismo es lo que llama la atención y despierta dudas sobre la autenticidad histórica del cuadro natural, y sobre todo de los datos económicos, sociales e incluso culturales. Sabemos que numerosos han sido los amigos llaneros del novelista que manifestaron su admiración, no sin orgullo, por la calidad verídica de la pintura de la vida llanera. En efecto, existe un aspecto documental, en la novela, pero fundado en un lenguaje, en la integración de temas folklóricos principalmente y en la descripción de la actividad campestre   —147→   más tradicional. ¿Es posible admitir que tan elemental y frágil fuera la vida en los años 1927-1929, cuando R. Gallegos estudió los llanos? Parece poco probable, a la vista de los libros que posteriormente se han publicado, como el de Calzadilla Valdés (Por los llanos de Apure, Imprenta Universitaria, Santiago de Chile, 1940).

Pero al presentar una sociedad muy primitiva tal presentación servía a la tesis. En la novela, la teoría civilizadora no se concibe como una victoria del medio urbano sobre el rural (aunque son de procedencia urbana los valores que asume Santos Luzardo), sino en la victoria en el medio natural de las empresas del hombre ilustrado. La otra posibilidad era la regresión al caos primigenio; lo que da lugar a una trasposición de la tesis sobre un plano puramente moral, de una psicología moderna: la regresión consiste en abandonarse a sus instintos, a la exclusiva sugestión del medio brutal, fascinador, que conmueve en el hombre las más secretas fibras, las del subconsciente. Esta dimensión del libro nos aleja un poco más de la realidad referencial.

En Doña Bárbara, el novelista preconiza el triunfo de conceptos que no son nada recientes. En lo económico: la propiedad privada legal, transmitida por herencia, debe sustituir a la apropiación por la fuerza (lo que en el Capítulo XII de la 1ª parte, se llama «el abigeato original»). A la divagación del ganado, expuesto a volverse cimarrón, debe dársele el correctivo de la cerca. Esta cumple múltiples funciones en la novela, al participar en el enredo como causa y propósito. Cobra, al mismo tiempo, valor emblemático del respeto al bien ajeno y a la ley, así como de la necesidad de que a cada uno se le propongan reglas aceptadas, límites a su acción, que preserven la situación de sus prójimos.

En la tecnología ganadera, las queseras contribuyen al amansamiento de los animales, por contacto con el hombre, además, se recomienda el impulso de la agricultura para satisfacer las necesidades locales y se anuncia un proyecto de praderas artificiales. Este es el único rasgo que pueda considerarse avanzado para aquella época de principios de siglo.

El campo de la ganadería, muy concreta, era el que mejor podía dar lugar a una descripción de la situación de la región; sin embargo, R. Gallegos poco insistió en estos datos económicos a los cuales   —148→   dedica apenas alusiones: la conducción de una «punta» de ganado a la ciudad, la venta de las plumas de garza y de la sarrapia. En cuanto a los quesos de cincha que salieron de las manos del quesero Melesio, no se evoca su comercialización.

El contenido de la novela da una visión de la vida llanera fuera del momento limitado de la visita de R. Gallegos. Traduce lo que, para sus habitantes, es digno de ser tenido por llanero. Por ello, importa más la tradición, la recopilación folklórica, que no lo estrictamente documental. No será menos verdadera la pintura, pero no creo que se la pueda tener por realista en propiedad.

De los llanos, Doña Bárbara da una imagen válida para un tiempo muy amplio. La evolución ha sido rápida, desde entonces. Las vías de comunicación han puesto a San Fernando al alcance de todos los puntos de actividad del país. El auge demográfico ha provocado un poblamiento acelerado de algunas regiones. Sin embargo, la llanura sigue siendo la región en espera de desarrollo; en que sólo existen unos polos más activos, más o menos experimentales, y donde se siguen cultivando formas tradicionales del trabajo y sobre todo del habla y de las diversiones.

La imagen regional dada en la novela no es independiente de las circunstancias históricas, sino que es como una síntesis. Se mantiene una jerarquía de las formas de vida y organización en los llanos, la idea de la evolución domina la novela, dando una imagen diacrónica de lo que ha sido, es y será la región. Si R. Gallegos hubiera señalado la ruta hacia el porvenir, el progreso, como única, se podría considerar la novela como animada por el sentido de la historia, estrechamente ligada al tiempo, a una cronología.

Pero no es Doña Bárbara de tan sencilla construcción. La aventura de la protagonista principal y la de Santos Luzardo, segundo personaje del libro, son de doble dirección. En cada uno se ilustra la posibilidad de seguir un camino determinado: a la regresión o al progreso. La historia no es una vía de sentido obligatorio; no hay una necesidad histórica, sino una alternativa.

Como en las leyendas tradicionales, en particular en la épica, el protagonista puede escoger entre el bien y el mal, entre el amor y el odio, entre la acción constructiva y la destructiva, en ningún caso se sugiere la elección entre las formas del pasado y las del futuro (excepto   —149→   al final, cuando Santos Luzardo es mostrado como visionario en sus proyectos de transformación de los llanos.




II. Lo político, lo social y la ética

Para matizar lo anteriormente dicho, es preciso señalar que la novela no está fuera del tiempo; algunos datos invitan al lector a situar la acción en años posteriores a la primera década del siglo XX (Capítulo II de la Primera parte), casi el tiempo mismo en que R. Gallegos empezó a escribir sus primeras novelas. La situación social y la organización administrativa del Estado Apure corresponden, por lo tanto, a la primera presidencia de Gómez, lo que ha dado pie para interpretar la novela como una diatriba contra la dictadura, disimulada en la parábola de una mujer que se deja llevar de su apetito de riqueza y de poder.

Tal lectura, es ayudada por las proyecciones simbólicas de diferentes personajes. Sobre todo de la misma doña Bárbara, mandona obedecida por el Jefe Civil y por el Juez, teniendo a su disposición al mayordomo de su vecino Santos Luzardo y, abiertamente, a gente sospechosa como Melquíades el Brujeador, o a conocidos bandidos, como los Mondragones. Pero lo principal es el caciquismo, del que se ha destacado durante largo tiempo el grupo gobernante en el país. (Cf. José Antonio Castro, Caciquismo y caudillismo en las novelas de Gallegos, in «Caciques», «caudillos» et dictateurs dans le roman hispano-américain, bajo la dirección del Profesor Verdevoye, Editions Hispaniques, París, 1978).

Los rasgos principales que permiten remitir al lector a la situación venezolana histórica son: -la ley del llano, doña Bárbara consiguió que se la «hicieran a su medida». -El compadrazgo existente entre doña Bárbara y el Presidente a quien le mandó una vez hierbas curativas. -El sistemático ensanchamiento de las posesiones de El Miedo.

Ninguno de estos rasgos carece de un valor simbólico que invita a una interpretación más amplia. Por ejemplo, otros dictadores como Cipriano Castro fueron aficionados a curaciones extrañas. Por otra parte el peculado ha sido denunciado por los narradores y ensayistas de Venezuela desde los principios de la nación.

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La hostilidad de R. Gallegos a la dictadura está fuera de dudas. Buena muestra tenemos de ello tanto en su primera novela, con la ardiente empresa civilista de Reinaldo Solar, como en los ensayos que, en tiempos de su juventud, dedicó el novelista a temas sociales. Su carrera política ha demostrado que en toda su vida ha guardado la perfecta coherencia de sus ideas democráticas (cf. Howard Harrisson, Rómulo Gallegos y la revolución burguesa en Venezuela, Monte Avila Editores, Caracas, 1976).

Por lo tanto, queda muy ligera la relación con la circunstancia precisa de la dictadura de J. V. Gómez. En cambio, los rasgos más dominantes de la historia de Venezuela, esta cadena de autócratas que se sucedieron en el país y tuvieron que hacer frente a innumerables insurrecciones en nombre del bien, es figurada a través de la lucha entre Santos y la devoradora de hombres.

Los biógrafos de R. Gallegos (en particular J. Liscano) han mostrado cómo fue la gloria literaria de Doña Bárbara la que obligó al novelista a afirmar públicamente su hostilidad a la dictadura, en 1930. Pero la causa estaba en la necesidad en que se encontró de no participar en una sesión parlamentaria que se disponía a violar la Constitución, para que Gómez pudiera ser de nuevo Presidente de la República; los motivos dados por Gallegos eran de dignidad personal, no de hostilidad a la persona del dictador.

En cuanto al contenido de la novela sería difícil afirmar que fuera antidictatorial. Indudablemente, otros escritores célebres tenían una actitud de franca enemistad para con Gómez, José Rafael Pocaterra y Rufino Blanco Fombona en particular. Este, en el prólogo a El hombre de oro (1914), denunciaba el poder del dictador Gómez como una «barbarocracia», achacándole la responsabilidad de todos los males económicos y sociales del país. El nombre de doña Bárbara debía inspirar sospechas en las esferas del gobierno. Sin embargo, después de que le leyeran la novela, el dictador quiso recompensar al novelista; no veía en la obra de Gallegos ataque a su sistema político, a su teoría fundada en el orden y el progreso. Para Gómez, imponer la paz y el progreso en Venezuela era la justificación de su autoritarismo. No eran nuevos tales temas; en los discursos políticos, desde el siglo XIX, se han repetido en sucesivas coyunturas históricas.

Hoy, la fórmula puede variar, pero son muchos los países en el   —151→   mundo, y especialmente en Latinoamérica donde los vocablos orden, progreso, paz social, pretenden disculpar una violencia institucionalizada.

La originalidad y el valor más duradero de la obra de R. Gallegos, en este terreno es, que al orden prefiere el respeto a la ley, los derechos de cada uno; a la paz social sobrepone la concordia fundada en la comprensión y el amor al prójimo; cifra el progreso menos en su aspecto tecnológico que en la transformación del hombre mismo. Lo político se traspone sobre un plano superior que es el de la ética social.

El humanismo, eje principal de la novela, da a todas las circunstancias un papel de pura imagen, de símbolo. Sólo lo permanente en la naturaleza está desprovisto de significado, independiente de toda interpretación, porque su fuerza poética está en su objetividad. La naturaleza y la conciencia son los dos polos entre los cuales se desarrolla toda la acción, como en las leyendas tradicionales. El hombre moderno, apenas difiere del Pulgarcito, perdido en la selva; necesita del camino de piedrecitas para volver a casa, a la vida organizada, para tener porvenir.

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Nuestro tiempo está necesitado más que nunca de mensaje de fe en el porvenir; la lucha titánica entre la conciencia humana y los instintos sigue vigente lo mismo que antes. Y el valor de Doña Bárbara, para el lector de nuestros días no es menor al que tenía en el momento de su publicación.

Mejor que en los primeros lectores de la novela, opera en nosotros la grandiosidad del compendio de la aventura humana en Venezuela, vivida a través de unos personajes casi iguales a los campesinos de hoy, capaces de elevarse a la estatura de los gigantes de la épica, si la circunstancia lo exige.

Para R. Gallegos, no ha de llegar nunca la era de los enanos, su ilimitada confianza en el hombre es su aporte más valioso.





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ArribaAbajoOtra Doña Bárbara70

Juan Liscano


Para muchos escritores venezolanos que se manifestaron después o cuando la ruptura generacional ocurrida en 1958, tras el derrocamiento de la dictadura de Pérez Jiménez, y el afloramiento de grupos como Sardio, Tabla Redonda, El techo de la ballena, En Haa, la obra de Rómulo Gallegos perdió vigencia e interés. Hay quienes la desechan francamente. Otros le conceden méritos relativos, en función de la época en que se manifestó. Ninguno convive con ella. Sin embargo, el gran público sigue prestándole devoción. Y cabe imaginar que corriendo el tiempo, pasada ya la irritación que produce el enfrentamiento de las promociones literarias, advendrán nuevos escritores que no necesitarán negar a Gallegos para afirmarse, como sucedió en la década 1958-1968. La vida cotidiana de la literatura está regida por ritmos de oposiciones y cada nueva hornada de escritores, para imponerse, suele poner en tela de juicio los valores y las figuras anteriores a ella que la oprimen.

La presión ejercida por la obra y por la personalidad de Gallegos fue y sigue siendo avasallante. Se conjugaron el prestigio literario internacional, la venta masiva de sus libros y su biografía política. Como si no hubiera bastado la gloria literaria, ya cimentada a la muerte de Gómez, en 1936, con el triunfo de Doña Bárbara y la publicación de Cantaclaro y Canaima, se añadió el inicio de una carrera política relevante. Con el ascenso hacia el poder de la generación del 28 y de sus integrantes agrupados en el Partido Democrático Nacional y, después, en Acción Democrática, ascendió también la estrella política de Gallegos. Alcanzó la Presidencia de la República en las primeras elecciones libres para constituir gobierno. Su derrocamiento   —154→   lejos de opacar su prestigio, lo fortaleció por su comportamiento de alto civismo ante los militares insurrectos. La capitalización de que fue objeto su nombre, a lo largo del exilio y, luego, cuando su regreso triunfal al país, derrumbado el régimen corrupto de Pérez Jiménez, alcanzó los más altos dividendos. Esos dividendos beneficiaron no sólo su persona, ya alejada de la creación literaria, sino también a su partido. Y éste no perdió oportunidad de mezclar la resonancia literaria mundial con la causa partidista. Se creó una verdadera inflación galleguiana, y ésta terminó por oprimir a los escritores noveles, tanto más cuanto la gran mayoría adhería a otros postulados políticos que los del maestro y su partido, reformistas ambos. Había sonado la hora del radicalismo castrista, cheguevarista, coincidente con el proceso mundial de descolonización de África, del Medio Oriente, de Asia.

En el campo de la creatividad narrativa también se radicalizaban las concepciones y la escritura. La novela tradicional de héroes y de caracteres, de planteamientos sicológicos esquemáticos, de argumento y escritura lineales, de inspiración épica, era desechada y nuevos procedimientos en todos los campos desarticulaban la vieja estructura fundada en una comunicación directa y simple con el lector. La irrupción del llamado boom calificó en América Latina los nuevos procedimientos. Y en Venezuela, las tendencias renovadoras no sólo significaban una atrayente novedad, un ponerse al día del cual siempre están pendientes los artistas latinoamericanos, sino la posibilidad de libertarse de la opresión galleguiana. Se produjo inexorablemente la reacción general contra el maestro envejecido y ya alejado del campo literario, hasta el punto de que no le afectaron en lo personal, ni negaciones ni revisiones a veces crueles y sin fundamento. Su vida se apagó tranquilamente el 5 de abril de 1969, entre las ausencias de una mente afectada en los últimos años por la trombosis cerebral y las vagas rememoraciones de su gloria. El Gallegos ochentón se adormitaba ante sus estatuas.

Los políticos de su partido y la vasta militancia que los seguía, no tenían criterios literarios. Esto resulta obvio. De modo que con empeño táctico siguieron manteniendo, inclusive con medios artificiales, la inflación galleguiana. Tal circunstancia acrecentó la resistencia de las individualidades que se oponían, por lo general, jóvenes   —155→   narradores. Y así los términos antagónicos de la valoración galleguiana incurrieron en dislates, se desviaron hacia lo reverencial exterior sin asomo crítico alguno, o hacia la negación también acrítica. La diferencia estriba en que los seguidores se cuentan por miles y los negadores se cuentan con los dedos. Pero estos últimos son los que conforman la opinión minorista especializada, son los que aparecen como avanzada de la literatura, son los que suscitan admiración en los jóvenes creadores. Y el suntuoso premio de novela Rómulo Gallegos, instituido quinquenalmente por el Estado venezolano, si bien es apetecido por todos los novelistas de habla española, en razón de la cuantiosa suma que se le asigna y de la resonancia publicitaria que produce, no implicó una revaloración de la obra de Gallegos, en función de nuevos parámetros críticos, de ópticas diferentes a las tradicionales del ciclo novelesco latinoamericano fundado en la descripción «de las grandiosas escenas naturales» y «de la lucha entre la civilización europea y la barbarie indígena, entre la inteligencia y la materia» que dijo Sarmiento en su Facundo.

Este ciclo exalta las pruebas vitales del héroe encarado con la naturaleza devoradora y sus emanaciones humanas maléficas, y responde al esquema crítico ulterior llamado mítico, fundado en el estudio de mitemas y mitologemas que enumeran las etapas arquetipales por las que pasa el héroe, en el cumplimiento de su misión y en el proceso de autoidentificación. Este método mítico que tiene su obra fundadora en el libro El héroe de las mil caras, de John Campbell, se apoya en muchas concepciones de Jung. La analogía entre los grandes mitos de las más diversas colectividades movió a Jung a buscar el denominador común, el cual resultó para él el inconsciente colectivo creador de formas arquetipales. Pero la limitación de Jung era que su trabajo no perseguía específicamente penetración en los mitos, sino aplicarlos terapéuticamente, porque antes que nada, obedecía a su condición de psiquiatra. Otros estudiosos como Gastón Bachelard y Mircea Eliade Censillo, han investigado con mayor propiedad la estructura y la persistencia de los mitos y de los símbolos, en función de ellos mismos.

La obra de Rómulo Gallegos, en la actualidad, debe ser revalorada en función de métodos críticos como el señalado, para lo cual es preciso reducir los valores y colores localistas, folklóricos, nacionalistas, costumbristas, argumentales, textualistas, que son los que   —156→   exaltan sus compatriotas y copartidarios y los que aún conceden a sus libros una condición de best seller. De manera intuitiva y confusa, mis trabajos sobre Rómulo Gallegos -unos cuatro libros y una decena de ensayos-, se plegaron por una parte, al ceremonial establecido por su partido y por la fama literaria, contribuyendo así a su falsificación y endiosamiento, y por otra señalando siempre la necesidad del rescate de la revalorización profunda en función de símbolos, arquetipos, proyecciones trascendentes y contenidos insuficientemente expresados por los significantes.

Ya sería tarde para retomar el asunto, en lo que se refiere a mí. Estoy saturado por el galleguismo, el publicitario y propagandístico, y el mítico. Pero pienso que este año jubileo decretado oficialmente para celebrar los cincuenta años de la aparición de la novela Doña Bárbara, sería propicio para intentar dicha revaloración, empezando por el descubrimiento de otra doña Bárbara, despojada de la fatigante retórica con que la empobrecieron el propio Gallegos moralizante, los esquemas críticos edificantes, las alegorías políticas de la democracia triunfante sobre la barbarie, las versiones cinematográficas y televisadas y las negociaciones recientes inspiradas quizás inconscientemente por la necesidad de autoafirmación o bien, deliberadamente ajustadas a modelos críticos y gustos de escuela embebida en la creencia de su propia novedad, cuando no simplemente en la moda de ser irreverente.


La amazona

El psiquiatra Rafael López Pedraza, formado en la lectura y la experiencia culturalmente enriquecedora de Jung, me aclaró hace un tiempo la confusión que yo tenía sobre la psicología profunda de doña Bárbara. No era la devoradora de hombres como dice Gallegos, sino la amazona cuyo destino arquetipal se desvía momentáneamente con el encuentro del amor. Yo andaba proyectando un ensayo sobre presencias femeninas del folklore venezolano, apariciones en sitios solitarios de bellas mujeres como ofreciéndose, las cuales una vez abordadas por el transeúnte, se convertían en monstruosas criaturas: sayonas, lloronas, dientonas, empusas. Relacionaba desacertadamente a doña Bárbara con esas fantasmales féminas, en intento   —157→   de síntesis. López Pedraza me convenció y desistí de aunar a doña Bárbara con estas figuraciones de terror que derivan de otras vivencias, principalmente del miedo ancestral a la fémina, encarnación de la naturaleza en su aspecto doble de dadora de vida y muerte, miedo que da origen al mito de la vagina dentada, aún presente en los indios del alto Orinoco y atenuado en la Pulówni de los indios guajiros de la península del mismo nombre, perteneciente a Colombia y a Venezuela. (El antropólogo francés Michel Perrin, en su investigación Le chemin des indiens morts, Payot 1976, obra que pronto publicará traducida Monte Avila, estudia con profundidad la cultura guajira y el mito de Pulówni.)

Gallegos, carácter puritano de moralista y maestro de escuela, encarado con su creación, en parte inspirada por la realidad y en parte fantaseada por su inconsciente, es quien pone los calificativos que yo tomé por verdades. La «esfinge de la sabana», la «devoradora de hombres», la «dañera», etc., era frígida (lo escribe de paso el propio Gallegos), detestaba la presencia masculina, defendía celosamente su privacidad interior, y termina, como amazona, dando todo a la hija. Es, más bien, mujer sin hombre, Ulidzan, como en el mito taurepanarekuna-Kamaroto, recogido y publicado por María Manuela de Cora, en su libro Kuai-Mare (Monte Avila, 1972).

El autor suele ser dominado por los fantasmas de su propia creación. Fue el caso de Gallegos. Pero la dominación del fantasma femenino amazónico fue contrarrestado por su vocación docente y transferido a una lección de moral y cívica sobre civilización y barbarie, para lo cual tenía que calificar mal al engendro de su imaginación. Y así lo hizo. No hay que tomar esos calificativos del propio Gallegos como rasgos reales del personaje. Una cosa es cómo lo veía Gallegos, con su óptica reformista y moralista, y otra su contenido específico, en función del símbolo y del arquetipo dominantes. Gracias a López Pedraza vi otra doña Bárbara, la que se despoja de las alegorías edificantes que la ponen mal, para ingresar en una categoría arquetipal, ni de bien ni de mal, que ratifica el final de la novela, cuando ella desaparece, reintegrándose a la leyenda, reabsorbiéndose en la naturaleza y en el símbolo.

La genial institución creadora de Gallegos no le dejó en paz, hasta que perfeccionó el símbolo amazónico. Por eso fue inventada, en   —158→   Sobre la misma tierra (el título resulta harto significativo) una doña Bárbara benéfica y ya francamente sin hombre. Remota Montiel, la majayura a quien su propio padre rapta, la Ludmila Weimer de la civilización, la significativamente llamada walkiria por los padres adoptivos. Bárbara y Remota son la misma moneda, cara y cruz, representaciones divalentes de la femineidad amazónica, de las mujeres sin hombre, marcadas en los umbrales de la mocedad por la sombra legendaria del incesto. No olvidemos que el capitán del bongo donde Barbarita es sometida al ultraje de la violación, es su propio padre quien permite que la manoseen y besen tomando parte él mismo en esos juegos procaces. («Eran seis hombres a bordo, y al capitán lo llamaba «taita»; pero todos -excepto el viejo piloto Eustaquio- la brutalizaban con idénticas caricias: rudas manotadas, besos que sabían a aguardiente y a chimó»). La réplica está en Sobre la misma tierra. Demetrio Montiel rapta a su hija, Remota, del poblado guajiro, en un juego sin intención, pero viendo su belleza, una vez que huyen en la lancha, piensa violarla. La intervención de Venancio, el leal servidor, impide el acto de suprema transgresión.

Pero Demetrio queda marcado por su intención e inicia una interminable fuga ante sí mismo. Remota permanecerá virgen para redimir el pecado del padre, y se dedicará a servir a su pueblo guajiro.




Vivencias

La carga vivencial de doña Bárbara y de Santos Luzardo, expuesta sin convicción y regusto expresivo por Gallegos, apurado por llegar a sus planteamientos edificantes y por describir una tipología popular, plantea otra novela, otra perspectiva no propiamente del libro, puesto que fue escrito explícitamente, sino del mito, del símbolo, de la imaginación, de la misma lectura. Yo puedo saltearme el material documental costumbrista y detenerme en dos hechos impresionantes y universales: la violación de una adolescente por una tripulación de la que forma parte su padre, y el homicidio que perpetra el padre de Santos Luzardo, don José Luzardo, contra su hijo mayor Félix. El capitán del bongo es asesinado por la tripulación, la que entonces viola a la codiciada adolescente. Don José Luzardo   —159→   se deja morir ante el muro donde pensó clavar con la lanza a su hijo, antes del lance en que lo abalea. Estas terribles vivencias de tragedia griega constituyen los materiales novelescos para una versión universalista del relato, para un desarrollo que trascienda lo costumbrista y folklórico. Es preciso penetrar esta creación por dentro, disociar el argumento, borrar lo lineal, olvidar o reducir a manchas los materiales accesorios, para asumir la esencia de esa gran tragedia intemporal que arranca de la sombra del incesto, del filicidio, para contar una historia de amazona en el escenario de la pampa, un encuentro fijado por el destino de dos seres marcados por la violencia en su joven edad, acondicionados por los terribles recuerdos, empeñados en identificarse, asentados en una misma tierra de espantos y horizontes ilímites.




La mestiza

Así como se impone una relectura de Doña Bárbara, también conviene modificar su representación visual, a cuya falsificación contribuyó de manera espectacular la actriz María Félix, en la versión cinematográfica mexicana, obra del propio Gallegos, según me refirió Miguel Acosta Saignes, quien asistió al proceso de elección de la intérprete. Gallegos se dejó impresionar por la belleza, muy occidental, de la Félix y se olvidó de la «trágica guaricha» que venía «de más allá del Meta». Pero ya en la carátula de la primera edición del libro, en febrero de 1929, se inicia la transformación de una mestiza en una española bien entrada en carnes, de pelo liso, piel blanca y labios sensuales. El atuendo de María Félix era también falso. Se vestía como una estanciera tejana, con botas y falda. Ese mismo traje de importación fue el que usó, con admirable plantaje escénico, eso sí, la cantante Morella Muñoz en la ópera compuesta sobre la novela.

Bárbara era hija del capitán del bongo a quien se supone blanco, y de una india baniba. Los banibas se desplazan nómadas entre Venezuela, Colombia y Brasil, por Río Negro y el Casiquiare, al sureste del Territorio Federal Amazonas. De allí que «la hija de los ríos» apareciera «más allá del Meta», poderoso afluente del Orinoco, que al recibir sus aguas, ya gozaba de las del Río Negro y el Casiquiare.

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Remota Montiel será mestiza también, hija de blanco y de india guajira.




Conclusión

La relectura y revisualización de Doña Bárbara plantea, en primer lugar, su dignificación. Basta ya de asociarla con los dictadores y con la barbarie política. Su verdadera filiación es la de las amazonas y así culmina su pasaje por la novela. Entró en el marco del relato sola, llegada del centro de una región de selvas, llanuras y ríos, y sola se aleja o se extingue, desaparece sin dejar huellas, en el paisaje despejado, casi virgen. En segundo lugar, no es una vampiresa de telenovela o de cine, componiendo siempre su gesto y su cabellera, sino una mestiza que lleva en el rostro los rasgos de quienes la engendraron, que después de la violación convive con los indios, no como turista o exploradora, sino como uno de ellos mismos y busca su identidad, hasta que su propia energía la distancia del grupo primitivo y la lanza por el camino que la conducirá al encuentro con el pálido y desvaído Santos Luzardo, y consigo misma, con su intransferible y solitaria individuación.