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El equipaje del rey José

Benito Pérez Galdós



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ArribaAbajo- I -

El 17 de Marzo de 1813 salieron de palacio algunos coches, seguidos de numerosa escolta, y bajando por Caballerizas a la puerta de San Vicente, tomaron el camino de la puerta de Hierro.

-Su Majestad intrusa va al Pardo -dijo don Lino Paniagua en uno de los corrillos que se formaron al pasar los carruajes y la tropa.

-Todavía no es el tiempo de la bellota, señores -repuso otro, que se preciaba de no abrir la boca sin regalar al mundo alguna frutecilla picante y sabrosa del árbol de su ingenio.

-Su Majestad se ha convencido de que no engordará en España, y por ese camino adelante no parará hasta Francia -indicó un tercero, hombre forzudo y ordinario que respondía al nombre de Mauro Requejo.

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-¡A Francia! Todas las mañanas nos saluda la gente con el estribillo de que se marchan los franceses aburridos y cansados, y por las noches nos acostamos con la certidumbre de que los franceses no se aburren, ni se cansan, ni tampoco se van.

-¡Tiene razón el Sr. D. Lino Paniagua! -exclamó otro personaje que se distinguía de los demás individuos del grupo por el deslumbrante verdor de sus anteojos y un extraño modo de reír, más propiamente comparable a visajes de cuadrumano que a muecas de racional-. ¡Tiene razón! Hace cinco años no se oye más que esto: «Se van sin remedio: ya no pueden sostenerse un día más: el lord dará buena cuenta de todos ellos dentro del mes que viene...». Y así corren los meses y los años: la gente muere, el pan sube, los pleitos merman, el dinero se acaba y los franceses no se van sino para volver. Cuatro veces hemos visto salir al Sr. Pepe y cuatro veces le hemos visto entrar con más bríos. ¿Se acuerdan Vds. de la batalla de Bailén? Pues todos decían: «Gracias a Dios que se acabó esto. No ha quedado un francés para simiente de rábanos». ¡Ay! no pasaron muchos meses, sin que les viéramos otra vez mandados por el Emperador en persona. Al cabo de cinco años se ha repetido la fiesta. Diose una batalla   —7→   en Salamanca y aquí de mis bocas de oro: «¡Ya se acabó todo!... ¡Gracias a Dios!... Viva el lord...». Los franceses salen por un lado y los ingleses entran por otro. Pero esto parece escenario de un teatro: el lord se va por la derecha y José se nos cuela por la izquierda... Señores, no puedo olvidar las acotaciones de las comedias, que dicen hace que se va y se queda... A mí que soy perro viejo y tengo sobre mi alma cristiana cuatro dedos de enjundia de marrullería, no se me emboba con estas entradas y salidas.

-El Sr. licenciado Lobo -dijo D. Narciso Pluma que a la sazón se encontraba también allí-, se halla tan bien en su escribanía de cámara, que no quisiera le molestase el ruido de las tropas, ni el estrépito de la guerra. Al fin y al cabo, los destinos dados por Murat no han de ser eternos.

-Ya os veo venir, embrollones; os entiendo farsantes; os conozco, trapisondistas -repuso Lobo disimulando su enojo-. ¿Quieren hacerme pasar por afrancesado?... Parece que corren vientos anglicanos y wellingtonianos...

-Puede ser.

-Señores, demos una vuelta por los Pozos de Nieve a ver si clarean las casacas rojas del lado de Fuencarral y Alcobendas.

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-¿Por qué no? El ejército aliado parece que viene hacia acá. Pero en suma, señores ¿a dónde va esta gente? ¿Qué tinajas atraen con su olorcillo a nuestro intruso mosquito?

-Yo digo que no pasa del Pardo.

-Y yo que antes dejará de catarlo que quitarse el polvo de los zapatos mientras no llegue a la raya de Francia.

-Por allí viene el reverendo Salmón que nos dirá la verdad, pues este fraile de la Merced gusta de cucharetear con todo el mundo, y aquí cojo un vocablo, allá pesco una sílaba, ello es que todo lo sabe.

-Bien venido sea el padre Salmón -dijo Requejo adelantándose a saludar al venerable mercenario que en la noble compañía del marqués de Porreño tomaba de la Virgen del Puerto.

-¿Y qué nuevas tienen Vds., señores míos? -preguntó el buen fraile limpiando el sudor de su rostro, pues según se fatigaba al subir la empinada cuesta de San Vicente, parecía que se dejaba la mitad de sus rollizas carnes en el camino.

-Como vuestra Paternidad no nos diga algo...

-El aparato de fuerza que lleva el Rey, y la muchedumbre de coches en que le acompaña   —9→   toda su servidumbre francesa y española -dijo con gravedad el marqués de Porreño- prueban que el viaje será largo.

-Estamos a 17 de Marzo... pasado mañana son los días de D. Pepito -indicó el fraile frotándose las manos-. Quiere celebrarlo en el Escorial.

-¿En Marzo? Eso es hablar en mojigato -dijo Pluma señalando con picaresca malignidad a un anciano astroso y taciturno que hasta entonces no había desplegado sus sibilíticos labios-. El Sr. Canencia que está presente le enseñará a Vd. a hablar en jacobino. No se dice Marzo, sino Ventoso, víspera de Germinal y antevíspera de Floreal.

Todos se rieron a costa del abatido D. Bartolomé Canencia, que habló de esta manera:

-En mi escuela se atiende a los hechos no a las palabras, factis non verbis.

-Estamos en Marzo -afirmó Lobo-, pero ahora nos ocupamos de nuestro Rey postizo, y ya se sabe que está siempre en Vendimiario.

-Veo que será preciso buscar las noticias en otra parte -dijo con impaciencia Paniagua-. El padre Salmón no está hoy de vena para contar, y D. Bartolomé Canencia, que conoce todos los pasos de los franceses como los saltos de las pulgas dentro de su camisa, no nos quiere   —10→   decir nada, sin duda por no vender a sus amigos.

-¡Mis amigos, los franceses! -exclamó Canencia turbándose como jovenzuelo tímido, a quien se descubre un secreto amoroso-. ¿Soy acaso hombre que se entusiasma con las victorias militares de Juan y de Pedro? ¡Batallas! ¡Ejércitos! ¡Napoleón! ¡Lord Wellington! ¡Qué basura! Soy partidario del género humano, señores. Odio las guerras, destructoras de la convención social, y aguardo el día de la emancipación de los pueblos. Sé que me calumnian; sé que algunos se atreven a sostener que estuve en Salamanca en una sociedad masónica... ¿Por ventura estas mis venerables canas y esta entereza filosófica que debo a mis estudios son a propósito para degradarse en logias y aquelarres...? Pero basta que me hayan dado ese miserable destinillo en la contaduría del Noveno para que se me crea ligado en cuerpo y alma a los Bonapartes, señores, a los hijos de doña Leticia, que hoy dominan el mundo con la espada... ¡Como si la espada fuera otra cosa que un pedazo de acero, una herramienta brutal, una lanceta inerte y punzante que sólo sirve para sangrar a los pueblos!... Y entre tanto las ideas... Volved los ojos a todos lados y decidme, ¿dónde están las ideas?

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Las risas impidieron a Canencia seguir adelante en su comenzado discurso. Salmón le quitó la palabra de la boca, para decir:

-Mala pascua me dé Dios y sea la primera que viniere, si a este D. Bartolomé no le cambian pronto su plaza de la contaduría del Noveno por una jaulita en el Nuncio de Toledo... En suma nada nos ha dicho del viaje del rey. Lo que yo aseguro es que ayer nada se sabía en palacio de tal viaje...

-Por allí viene quien nos ha de sacar de dudas -dijo Pluma señalando hacia Caballerizas.

Todos los del corrillo fijaron la atención en un joven bien parecido, de rostro alegre y franco que precipitadamente bajaba en dirección a San Gil. Vestía el uniforme de la guardia española creada por José en Enero de 1809, y a la cual pertenecían buen número de compatriotas nuestros con todos o casi todos los suizos y valones de los antiguos cuerpos extranjeros.

-¡Eh, Salvadorcillo Monsalud, Salvadorcillo Monsalud! -gritó el licenciado Lobo, llamando al mozo del uniforme.

-Es sobrino de Andrés Monsalud, el que apalearon en Salamanca -indicó con malicia Requejo-. El Sr. Canencia puede dar noticia   —12→   de la batalla de los Arapiles y de los palos de Babilafuente.

-Señores patriotas, buenos días -dijo el joven guardia acercándose al corrillo y saludando a todos con festivo semblante.

-¿Qué ocurre, discreto amigo, aunque jurado? -le preguntó Salmón posando su manto en el hombro del mancebo-. ¿A dónde va por esos caminos el Emperador de las Tinajas?

-A Valladolid -repuso el militar.

-¡A Valladolid! -exclamaron todos-. ¡Ya lo presumía yo!

-Por allí están la Nava, Rueda, la Seca, Mojados y demás cepas...

-¿Con que a Valladolid?

-No faltarán batallas... -indicó el joven con énfasis-. Napoleón ha mandado un recado a su hermano, diciéndole que salga a campaña.

-¿Un recadito?

-Y nosotros salimos también... Y con nosotros los ministros, y con los ministros los empleados, y con los empleados...

-Con los empleados los empleos -añadió Lobo-. Eso será bueno.

-En palacio están empaquetando a toda prisa cuadros y alhajas -prosiguió Salvador con alborozo y orgullo, propios de la juventud   —13→   al verse portadora de nuevas estupendas-. Ayer embaulamos juntamente con la batería de cocina una tabla pintorreada que llaman el Pasmo de Sicilia... Nos llevamos hasta los clavos... Dentro de pocos días se van a embargar todos los coches y carros de la villa, y aún no bastará.

-¡Todos los carros! Pero esta gente nos va a dejar sin un alfiler para atrabarnos las chorreras.

-¿Acaso vinieron a otra cosa? Pues qué -afirmó Salmón-, ¿cree Vd. que esa gente ha sabido lo que es pan antes de venir a España?

-Y ahora, señores -dijo el militarejo-, harán Vds. bien en marcharse cada uno a su casa de dos en dos, porque la policía no gusta de ver grupos en los alrededores de palacio.

Esta advertencia produjo rápidos efectos: deshízose el grupo, y por parejas se alejaron en direcciones diversas los esclarecidos varones, marchando cuál a su oficina, cuál a su tienda, este a la escribanía, aquel al convento, quién a la tertulia de la botica, quién a los estrados de las damas y a las reuniones de la gente tónica, afanosos todos de transmitir las noticias recibidas, que de calle en calle, de sala en sala, y de boca en boca iban desfigurándose y abultándose hasta el punto de que   —14→   no las conocería el mismo que las lanzó a los vaivenes y agitaciones del mundo.

¡Y entonces no había periódicos!

José Bonaparte había salido en efecto para Valladolid, obedeciendo a su amo y hermano que le mandaba ponerse al frente del ejército, mientras él, no escarmentado con la desastrosa campaña de la Moscowa, se disponía a emprender otra nueva en Alemania contra la sexta coalición.

Cuando el coche, pasado el arco de San Vicente, torció a la derecha en dirección a la Puerta de Hierro, Su Majestad, que hablaba con el general Jourdan, dejó a este con la palabra en suspenso, y se asomó por la portezuela para contemplar el real palacio que quedaba detrás, sentado en los bordes de la villa, con un pie arriba y otro abajo, destacando su enorme cuerpo blanco sobre las rampas de ladrillo que le sirven de trono y sobre la verdura de los árboles que le sirven de alfombra. José Bonaparte dirigió al edificio una mirada en la cual difícilmente podrían conocerse los sentimientos de su corazón. Aquel abandonado albergue que veía Su Majestad tras sí, ¿era una mansión risueña, de la cual no podía alejarse sin pena, o por el contrario, cueva horrorosa en cuyo   —15→   recinto no había sino cautiverio y tristeza? ¿Era grata al intruso la idea del regreso, o se complacía su ánimo con el pensamiento de perder de vista para siempre la enorme casa blanca y las rojas murallas y el jardín rastrero entre cuyo follaje levanta el abollado sombrerete de su techo, la ermita de la Virgen del Puerto?...

Napoleón el Chico, después del triste mirar, recostose taciturno en el fondo del coche, mas no oyeron sus cortesanos ningún suspiro como el que en parecido caso regaló a la historia Boabdil el de Granada. Reanudose la conversación entre José y el mariscal Jourdan. Madrid y su palacio y su polvo y su claro cielo y su aire sutil no fueron ya para el hermano de Bonaparte más que un recuerdo.




ArribaAbajo- II -

Salvadorcillo Monsalud era un joven de veintiún años, de estatura mediana y cuerpo airoso y flexible. Su rostro moreno asemejábase un poco al semblante convencional con que los pintores representan la interesante persona de   —16→   San Juan Evangelista, barbilampiño y un poco calenturiento, con singular expresión de ansiedad inmensa o de aspiración insaciable en los grandes ojos negros. Grave seriedad sentimental se desprendía de su persona, de su voz y de su porte; cautivaba a todos por su bondad, y a las muchachas por sus modales corteses y su agraciada delicadeza no adquirida con la educación, pues había nacido en cuna muy humilde. Era como el Evangelista, algo tímido y muy circunspecto, lo cual no resultaba útil en este siglo, ni aun cuando principiaba. Con su traje de guardia española, Monsalud estaba muy gallardo; pero sin aquel espantable continente marcial que caracteriza a los militares de afición: era su figura la de un soldado en yema o campeón verde que aún no se había endurecido al sol de los combates, ni acorazado con la provocativa soberbia y fanfarronería de una larga vida de cuarteles.

Este joven tenía por tío a Andrés Monsalud, que vivía en la Cava Baja, y por amigo íntimo y confidente a un compatriota llamado Juan Bragas, que con él viniera poco antes de la Puebla de Arganzón a buscar fortuna. Había emigrado Salvador por razones que se conocerán en el transcurso de esta historia, y   —17→   que no eran ciertamente alegres. Indeciso primero sobre la carrera a que debía dedicarse, y no sintiéndose con vocación para el comercio ni para la curia ni para la Iglesia, entrose de rondón por la puerta del militarismo, ancha y abierta siempre, y que tiene la ventaja sobre las demás puertas, incluso la Otomana, de llevar rápidamente a todas partes. Diérale su buena madre al partir una cantidad que podía parecer considerable en el condado de Treviño, pero que en Madrid era de esas que se disuelven pronto en la inmensidad de la vida, como grano de sal en tinaja de agua. Viéndose pues, el joven sin nada blanco ni amarillo en sus arcas, y no teniendo más tesoro que los sabios consejos de su insigne tío D. Andrés Monsalud, resolvió aprovecharse de este caudal, que a todas horas se le vertía en los oídos, ya en forma de reprimenda, ya con color de amonestación. No por entusiasmo, no por falta de patriotismo, no por bélico ardor, sino por necesidad, entró Salvador en uno de los regimientos españoles que servían malamente a José, y a los cuales llamábamos entonces jurados. Bien pronto le dieron las charreteras de sargento.

Eran los individuos de estos cuerpos muy aborrecidos y escarnecidos en Madrid, por servir   —18→   al enemigo intruso, tirano y ladrón de la patria; pero Monsalud no se preocupaba de esta falta de estimación, que al recaer sobre la infame bandera, alcanzaba también a su humilde persona. Aunque el joven tenía ideas y no pocas, si bien revueltas y confusas y desordenadas, aún no poseía las que comúnmente se llaman ideas políticas, es decir, no había llegado, a pesar del vehemente ardor de la generación de entonces, al convencimiento profundo de que la solución nacional fuese mejor o peor que la extranjera. No faltaba ciertamente en su corazón el sentimiento de la patria; pero estaba ahogado por el precoz desarrollo de otro sentimiento más concreto, más individual, más propio de su edad y de su temple, el amor. Está escrito, que en ciertos casos, tal vez siempre, el rostro de una mujer tenga mayores dimensiones y ocupe dentro del universo más grande espacio que las inmensidades materiales y morales de la patria. Por esta causa, por este aparente absurdo, Fernando el Deseado y José Bonaparte eran a los ojos de Monsalud dos figuras lejanas y pequeñitas, que apenas se parecían en las nieblas del cerrado horizonte.

Quién era la persona que así llenaba la fantasía y ocupaba las potencias todas del alma de   —19→   este joven, sabralo el lector más adelante, cuando con sus propios ojos la vea y oiga su vocecita y conozca su historia. Monsalud estaba solo en Madrid, porque realmente, para él los cien mil habitantes de la capital, no eran nadie, ni su amigo y su tío eran tampoco gran cosa. La soledad y la distancia habían ahondado el hoyo de su pensamiento, dentro del cual tristemente se revolvía, escarbando con ardor por todos lados sin hallar salida, ni respiro, ni luz.

Hemos dicho que tenía un amigo, sí, Juan Bragas, joven nacido como Monsalud en el lugar de Pipaón, y que poseedor de mayores recursos y valimiento había resistido a las primeras escaseces de la vida cortesana, pescando al fin por lo muy pedigüeño y sumiso, una pluma de ganso en las covachuelas. Juan Bragas era, pues, covachuelista, es decir, palote árido y enteco en el cual debía injertarse después la vigorosa rama del funcionario público. Su carácter difería mucho del de Monsalud, y, sin embargo se juntaban ambos jóvenes con sumo gusto para charlar y referirse sus respectivas desventuradas aventuras.

Juan Bragas carecía por completo de imaginación y de sensibilidad fina: pero sabía poner las cosas en su sitio, y tenía el mejor ojo   —20→   del mundo para ver todos los objetos en su tamaño real: poseía, en suma, aquel poderoso instinto aritmético que a ciertas organizaciones, quizás las más influyentes hoy, les sirve para reducir a cantidad o a tamaño, mejor dicho, a una forma visible y fácilmente apreciable todos los hechos de la vida en lo moral y en lo físico. Bragas no se equivocaba nunca: tenía en sus juicios la infalibilidad de las matemáticas. Monsalud era una equivocación perpetua: llevaba infiltrado en su naturaleza el error constante y todas las deslumbradoras mentiras de la poesía.

A pesar de esto, no reñían nunca y se querían de veras. Quizás ha dispuesto Dios que el mundo se componga de un Monsalud y de un Bragas. ¡Oh admirable armonía y concordia sublime! Las cuerdas del arpa no exhalarían, no, su armoniosa voz, si no existiera una caja vacía y seca, una especie de ataúd oscuro que retumbase bajo ellas, y vibrase agrandando los sones en su desnuda concavidad que podría servir de despensa.

Cuando Monsalud estaba libre del servicio iba a buscar a Bragas, el cual limpiaba una tras otra las amarillentas plumas, guardándolas en el cajón con tanto cuidado como guarda un cirujano sus instrumentos, se quitaba después los   —21→   manguitos negros, se desperezaba, y tomando con la diestra mano el sombrero, y despidiéndose con la zurda de D. Gil Carrascosa, jefe de la oficina, salía a la calle. Ambos jóvenes dirigían sus pasos por lugares no muy concurridos, bajando frecuentemente al campo del Moro, a la Virgen del Puerto, o bien se lanzaban intrépidos a las ondas de polvo del cerrillo de San Blas o de la vuelta exterior del Retiro.

Un día, que debió de ser allá por los últimos de Mayo de 1813, Bragas y Monsalud hablaron de esta manera.

-Amigo Juan Bragas, estoy de enhorabuena porque al fin voy a dejar este maldito pueblo que aborrezco. Los franceses se retiran mañana y yo con ellos.

-¿A Francia?

-O por el camino de Francia, al menos -añadió Monsalud-, con lo cual dicho se está que pasaré por la Puebla de Arganzón, nuestra querida villa. Anímate, Juan... Ya me parece que estoy entrando por la calle real; que me acerco a mi casa sin que mi madre lo sospeche; ya me parece que llego, empujo la puerta, y me presento dando gritos y porrazos. A mi madre se le cae la calceta de la mano, corre a echarse en mis brazos, y la aguja de media que lleva sobre la oreja, se me clava en la frente... El   —22→   corazón me baila en el pecho, amigo Bragas, cuando tales cosas pienso.

-De veras te digo que pareces cómico -dijo Bragas riendo-. ¡Qué bien sabes fingir y representar una cosa que no es verdad!

-Y luego -añadió Monsalud- saldré de mi casa, y paso a paso iré junto a Nuestra Señora de la Asunción, a cuya plazoleta caen las ventanas de Generosa, y arrojaré una chinita a los vidrios...

-Para que se asome Genara con su pañuelo encarnado sobre los hombros... ¡La pícara qué guapa es! -afirmó Bragas-. Me parece que la estoy mirando, cuando bailaba contigo en casa del maestro Rondaña. Salvador, ¿te acuerdas de aquel lunarcito que tiene sobre el rincón derecho de la boca? ¡Santa Virgen, que rinconcito!

-Para retirarse a él y decir: «ya no quiero más mundo».

-¿Pues y aquel modo de mirar, y aquel reconcomio de ángeles divinos, cuando se menea, o alza los hombros, o le da a uno las buenas tardes? Paréceme que la oigo: «Buenas tardes, Braguitas, ¿has visto en las eras a Salvador Monsalud?».

-¡Ay, amigo! -exclamó el joven soldado dando un suspiro-. ¡Cuando uno piensa que ha tenido todo eso y todo eso ha perdido!...

  —23→  

-¡Miren el Juan Lanas! Valiente hombre tenemos aquí -dijo el de la covachuela mofándose de la sensibilidad un tanto exagerada de su amigo-. Échate a llorar y ponte flaco y amarillo y echa suspiritos al aire, por una mujer, por un lunar bien puesto encima de una boquirrita. Mira, Monsalud, si tú eres necio, yo no lo soy. Ya te lo he dicho varias veces: las mujeres para un rato y nada más. Mucho de que te quiero y te adoro; pero después... puntapié. Eso de llorar y entristecerse y decir palabrotas y quererse morir por una de tantas es propio de bobos.

-Tú no sabes lo que es el amor, Juan Bragas -dijo el soldado-; o mejor dicho, crees que viene a ser algo semejante a un plato de estofado.

-Ni más ni menos. Un plato de estofado repugna después de haber comido... Por consiguiente, no te acuerdes más de la Generosa, que a buen seguro ella se acuerda de ti como de las nubes de antaño. Los paisanos que llegaron el otro día me dijeron que se iba a casar con el hijo de D. Fernando Garrote, el cual tiene más dinero que pesáis tú y Generosa juntos.

-¡Con el hijo de D. Fernando Garrote, con Carlitos Garrote! -murmuró Monsalud palideciendo-. Juan Bragas, si vuelves a decir eso   —24→   delante de mí, te cojo y... vamos, te cojo y te ahorco de un árbol.

-¡Piedad, señor mío! -dijo Bragas deteniéndose ante su amigo y haciendo grotescos gestos-. Está Vd. enamorado o lo que es lo mismo, imbécil, y los imbéciles suelen ser graciosos.

-Bragas, eres una bestia -dijo el soldado-. Para ti no hay más vida que el forraje que te echan todos los días en casa de tu patrón D. Mauro Requejo. Siento tener por amigo una bestia; pero en fin eres un buen muchacho: tu solo defecto es que coceas de vez en cuando.

-Pero jamás he llevado sobre mí la albarda del enamoramiento. Ven acá, hombre sin seso, ¿de quién estás enamorado? De Generosa. ¿La ves acaso? ¿No está a cien leguas de donde tú estás? ¿No te dijo su abuelo que jamás casarías con ella por ser tú un triste pelón y tener tus arcas rasas, lisas y mondas como fondo de mortero de piedra? De modo que estás queriendo a una sombra, a un imposible, a una ilusión, a una telaraña; justo, esa es la palabra, a una telaraña.

-Juan -repuso Monsalud-, al oírte me confirmo en que eres un saco de carne, con dos agujeros que llaman ojos, para ver lo que se le   —25→   pone delante, y boca y barriga para comer y llenarse de bazofia todos los días. Cada hombre tiene su destino en el mundo: el tuyo ya sabemos cuál es.

-Y el tuyo lo veo yo clarito también: holgazanear, mirar a las estrellas cuando las hay, taconear por las calles para llamar la atención de las costureras que pasan, no tener qué comer y ser toda la vida un señoritico cañihueco y hambrón.

-Pues mira, a veces se me ha ocurrido, amigo Bragas, que yo sería mucho más feliz si fuese como tú, es decir, un saco con sentidos. Pienso muchas veces en mi porvenir y digo: «Quién sabe, ¡vive Dios! si esto que pienso será una mentira, una cosa vana y disparatada». Todos los jóvenes hacemos nuestros cálculos para lo porvenir, Juan, y los míos son un poco extraños y fuera de lo común. A mí se me ha puesto en la cabeza que para levantarse todos los días, comer, dormir la siesta, pasear, cenar y meterse en la cama, no valía la pena de que hubiésemos nacido. Más vale ser un puñado de polvo que los vientos se llevan y desparraman por todas partes. O yo no he de valer nada o he de vivir de otra manera. Soy un ignorante; sé poco de las cosas del mundo; mas por lo poco que sé, comprendo que hay muchos trabajos   —26→   admirables en que el hombre se puede emplear. Digan lo que quieran, el mundo no marcha bien.

-Pues yo creo que marcha admirablemente -dijo Bragas riendo-. ¿También quieres enmendar la obra de Dios?

-No digo tal: quiero decir que esto no va bien; no sé si me explico. Si tú tuvieras siquiera un pedazo de alma, tendrías las inquietudes y los deseos que yo tengo, y estarías enamorado como yo lo estoy. Es un padecimiento; pero no puedes formarte idea de que se te quita este padecimiento, sino haciéndote cargo de que estás muerto. Vivir curado del mal de amores es cosa que la mente no puede concebir, Braguitas.

-Dime, Salvador -indicó el covachuelo con ademán festivo-, ¿piensas seguir así?... Te juro que vas a hacer bonitísima carrera. Por ese camino de los amorosos sufrimientos y del suspirar y escupir sangre se va a general en poco tiempo.

-¿Y quién te ha dicho que yo quiero ser general en dos palotadas?... Lo que digo es que yo seré alguna cosa que meta ruido.

-Siendo militar y tambor, en efecto puedes meter mucho ruido.

-Allá lo veremos... ¿Y tú qué piensas ser?

-¿Yo? Dificilillo es anunciarlo desde ahora,   —27→   Sr. Monsalud; pero no me quedaré de monago. Sepa usía que en el fondo de mi baúl tengo siete duros.

-¿Y qué haces que no pones un buen comercio o un segundo Banco de San Carlos?

-Por poco se empieza. Yo sacaré el pie del lodo, Sr. Monsalud. Y no me pidas prestados los siete duros, porque más fácil será que saques un alma del Infierno que sacar mis soles del fondo del arca donde los guardo. Como no me he de enamorar, ni siento comezón de echarme vinagrillo de los Siete Ladrones en el pañuelo, allí se estarán hasta que vayan otros tantos a hacerles compañía. Conque perdone por Dios, hermano, que no tenemos suelto.

-Bien sabes que nunca te he pedido nada.

-Pero pudiera ocurrírsete cualquier día, Salvador. Tú vas sacando malas mañas... Ahora que te vas al Norte, asistirás a alguna batalla... Como no faltará algún pueblo que entrar a saco, mucho ojo, amiguito, y mete mano.

-Descuida, soy buen amigo: si después de una batalla, se reparte botín y me toca algo, te lo mandaré.

-Hombre, no es mala idea... Pero si te tocase alguna herida o descalabradura, puedes quedarte con ella.

-Oye, Juanillo -replicó vivamente Monsalud-,   —28→   ¿no dices que tu mayor gusto consistiría en ser ministro del Rey para tener mucho dinero y hacer mucho bien y llenarte de gloria y morir honrado y bendecido?

-Sí.

-Pues te guardas el dinero, ¿eh?... y la gloria, la honra y las bendiciones me las mandas.




ArribaAbajo- III -

Así pensando y discutiendo, a veces riñendo y regalándose el uno al otro palabras un poco fuertes; haciendo luego las paces para prometerse amistad invariable, dieron nuestros dos amigos la vuelta del Retiro, y cuando tornaban a Madrid por la calle de Alcalá, vieron que discurría de arriba abajo mucha gente, y que contraviniendo las disposiciones de la policía francesa, en todas partes se formaban grupos. Pedíanse las personas unas a otras las noticias arrebatándoselas de la boca y comentándolas para soltarlas luego desfiguradas. Cuál aseguraba saber mucho, cuál ignorándolo todo se hacía repetir hasta tres veces la misma noticia. Todos los madrileños parecían sorprendidos, y los más, alegres.

  —29→  

Al punto pararon mientes Monsalud y Bragas en aquella estupenda novedad de los corrillos y de la animación que se repetía, a pesar del gobierno, siempre que llegaban noticias de alguna batalla. Deseosos de conocer la verdad de lo que ocurría, husmearon en varios grupos, mas no viendo caras conocidas en ninguno de ellos, no se atrevieron a meter su cucharada y se contentaron con algunas palabras sueltas. Pero hacia las Baronesas, creyó Bragas oír la voz de D. Gil Carrascosa, abate antaño, y por entonces covachuelista en la misma covachuela del covachuelo mancebo. Acercáronse y vieron que el licenciado Lobo venía a su encuentro, juntamente con D. Mauro Requejo y el Sr. D. Bartolomé Canencia. Fundiéronse todos en el grupo, a punto que Carrascosa decía:

-Mañana salen de Madrid los franceses. Parece que ahora va de veras, señores patriotas, y que no volverán más. El Rey José está muy apretado y no puede pasar, según dicen, de la línea del Ebro. Aquí no quedará un solo francés, ni un solo jurado, ni un solo polizonte, ni un solo jacobino. Respira, ¡oh patria!

-La verdad -dijo D. Lino Paniagua, que también era de los presentes- es que Wellington se ha movido.

  —30→  

-Y como también se ha movido el cuarto ejército que manda Castaños... Parece que quieren cerrar a los franceses el paso de Burgos y Vitoria.

-¡Admirable plan! -exclamó Lobo-. ¡Cerrar el paso! nada más claro. El cuarto ejército estaba en todas partes como perejil mal sembrado. Castaños en Extremadura con una división, Porlier y Losada en Galicia con otra, Morillo en Asturias, Mina en Vizcaya. Lord Wellington que desde Fregeneda ponía su lente en todo, les ha mandado adelantarse. Uno viene por aquí, otro por allá, con tan admirable concierto y arte como las piezas de un reloj que ordenadamente van caminando sin estorbarse una a otra. El francés que con la cholla cargada de vapores viníferos, se duerme en Valladolid, en Segovia, en Madrid y en Zaragoza, no ve el nublado, hasta que le cae encima. Se asusta, llama a Farfulla I en su ayuda, pero Farfulla I después de la campaña de Rusia no está para fiestas, y héteme al rey José en campaña. Él había dicho como los castellanos: «Vino puro y ajo crudo, hacen al hombre agudo...» pero en buena se ha metido... ¡Grandes batallas se preparan! Todo esto, amigos míos, lo barruntaba yo; se necesita no tener un solo grano de sal en   —31→   la mollera para comprender que hallándose el lord en Fregeneda, Longa y Mina en el Norte, Morillo en Asturias, y Carlos España en el Bierzo, pues... yo lo veo claro como el agua.

-Y yo turbio como el cieno -dijo Canencia, con filosófico desdén-. ¡Una batalla más! Rousseau ha dicho que las verdaderas batallas son las que ganan la sabiduría contra la ignorancia de la corrompida humanidad.

No tardó en pasar el padre Salmón, que con el padre Ximénez de Azofra y el marqués de Porreño, regresaba a su convento, y pegándose al grupo hizo varias preguntas.

-Eso ya lo sabíamos... que se va toda la canalla mañana temprano... ¿Pero y de los ejércitos, qué se dice?

-A mí se me figura -dijo con gravedad el marqués de Porreño- se me figura... es idea mía... puede que me equivoque, pero juraría...

-¿Qué?

-Que el lord se ha movido.

-Eso no tiene duda -repuso Lobo dignándose repetir el plan de campaña con que poco antes había demostrado su perspicacia estratégica.

Y al poco rato partieron en distintas direcciones. Acompañaron al señor marqués los   —32→   dos reverendos, y recibidos por la interesante familia de este, Salmón exclamó:

-¡Gran bomba, señores! El lord se ha movido.

-¡Y mañana salen de aquí todos los franceses!

-¡Benditos sean los designios de la divina Providencia! -dijo la hermana del marqués.

-¡Wellington se ha movido! -repitió el mercenario, mirando a diestra y siniestra por ver si se vislumbraban en el horizonte lejanos signos de soconusco-, y juntamente con Mina y Morillo viene sobre Madrid.

-¡Jesús! ¡Sobre Madrid!

-Así lo han dicho. Parece que da la vuelta por el Duero, que está como Vd. sabe en Tordesillas. Y como Castaños pasa de Extremadura a Asturias, con el sétimo cuerpo, digo, con el octavo o con el duodécimo... en junto unos cuatrocientos mil hombres.

Poco después la hija del marqués de Porreño iba a casa de Sanahúja, donde ya sabían la noticia, gracias a don Lino Paniagua, y decía:

-Lo menos setecientos mil hombres dicen que trae Vellinton.

Conviene advertir que casi todos los españoles pronunciaban el nombre del general inglés   —33→   como acabamos de escribirlo. Algunos lo modificaban diciendo Velliztón, acentuando la última sílaba, lo mismo que decían Stapletón Cotón; pero esto no hace al caso, y siga nuestro cuento. El conde de Rumblar, que a la sazón hallábase en casa de Sanahúja, partió como un rayo, y en la Puerta del Sol topó con José Marchena, a quien dijo que José iba sobre Fregeneda y que el duque de Ciudad Rodrigo estaba en Valladolid... Poco después D. Narciso Pluma, que esto oyera y otras muchas estupendas cosas que había oído poco antes, las revolvió todas, haciendo la más chistosa ensalada que puede imaginarse, y entró en casa de Porreño, donde sostuvo que se estaba dando una batalla junto al Duero entre D. Pablo Morillo con doce mil hombres, y el rey José con setecientos mil...

Repitámoslo, sí. ¡Entonces no había periódicos!




ArribaAbajo- IV -

Cuando se disolvió el grupo los dos jóvenes siguieron su camino.

-Vamos a casa de mi tío -dijo Monsalud-, a ver qué piensa de estas cosas. Ya anochece;   —34→   apretemos el paso... ¿No te parece que los habitantes de la villa están un poco alborotados?

-¡Salen los franceses!... ¡Un cambio de gobierno! -murmuró Bragas intranquilo-. Ahora todos los que han sido empleados durante el gobierno intruso...

-A la calle, amigo. ¡Pues no es poca afrenta la que tienen encima. Haber servido al intruso!... ¡Oh, vilipendio!

-Pero yo soy español, muy español. Detesto a los franceses.

-Ahora que se van es muy cómodo decir eso. Yo, Sr. Juan, no les tengo rencor. Con ellos he servido, con ellos voy.

-Entonces dirás: «¡Viva Napoleón!».

-No diré ni que viva ni que muera, porque yo no he de matar ni he de resucitar a nadie. Me alegraré de que sea rey de España Fernando VII... Ya sabes por qué he servido a José: me moría de hambre y acepté sus banderas. Tal vez hice mal, pero las juré y tras ellas voy a donde me lleven. Eso de gritar hoy Bonaparte y mañana Fernando, como hacen muchos, no entra en mi sistema. Sirvo a José sin entusiasmo; pero con lealtad.

-¡José, José -exclamó Bragas alzando la voz-, es un borracho! No se tiene lealtad con los borrachos.

  —35→  

-A ti y a mí nos ha dado de comer. Los dos nos encontrábamos en Madrid bastante perdidos y derrotados. Mi tío me colocó en el regimiento de jurados, lo que fue muy fácil, porque nadie quería entrar en él. Tu colocación parecía más difícil; pero tanto lloraste y gimoteaste ante el conde de Cabarrús, que el buen señor, considerando que eres hijo de su criado, diote a roer ese hueso de la covachuela. Para conseguirlo, te fingiste entusiasmado con el fraternal gobierno de Bonaparte, ¡y qué memoriales le echabas!... ¡cuántas resmas embadurnaste con lamentos y suspiros!... Para que todo no fuera música y palabrillas vanas, te aplicaste el oficio de dar vítores y palmadas en la calle siempre que el Rey pasaba, y gritar «¡Mueran los madripáparos!».

-¡Mentira, mentira! -exclamó Juan Bragas, cuyo rubor no podía distinguirse a causa de la oscuridad de la noche-. ¿De dónde has sacado tales invenciones?

-Verdad, verdad pura, digo yo -continuó Monsalud-, como también lo es que te daban obra de tres reales por función, quiero decir por cada carrera detrás del coche de Pepe Botellas, gritando y vitoreándole. Ello es que si te desgañitaste, ganando aquella ronquera que te puso en peligro de callar para siempre en la   —36→   sepultura, en cambio recibiste el destino que tienes, el cual verdaderamente no es mucho premio para tanto batir palmas y asordar a la gente con los vivas.

-Salvador, Salvador, mira que me incomodo -dijo Bragas con voz balbuciente, señal de que le ponía colérico el verídico retrato que su amigo diestramente trazaba-. Cualquiera que te oiga ¿qué pensará de mí?

-Ahora quieres pasar por hombre formal. Vas muy serio y finchado por la calle, entras en la covachuela dando taconazos, y cualquiera supondría que dentro de ese casacón que compraste en el Rastro, va un Consejero de Indias.

-Si no va todavía, irá con el tiempo, señor mío.

-Y como parece que el Rey José y los franceses y los jurados se marchan para siempre, quieres hacer olvidar que te colocó el conde Cabarrús... Ahora es preciso empecinarse, señor Juan Bragas, como se empecinó su merced durante el tiempo en que evacuaron la villa los franceses y la ocuparon los aliados después de la batalla de los Arapiles.

-Amigo Monsalud -gruñó el otro-, yo soy dueño de hacer mi santa voluntad ahora y siempre. Sé donde me aprieta el zapato, y cada uno tiene su alma en su almario. Tú mismo que   —37→   ahora te la echas de hombre recto y puntilloso estás esperando a que los franceses salgan de aquí para desertar de sus filas y pasarte a los españoles, lo cual es muy meritorio y por extremo patriótico; que no hay gloria más envidiable que servir a la patria, ni deshonra que se compare a la de ayudar al enemigo contra nuestros hermanos. Y ahora que los franceses van de capa caída y parece que huyen vencidos, el heroísmo consiste en volverles la espalda.

-Eso no lo haré yo -dijo con energía Monsalud-, que cuando entré a servirles lo hice por mi voluntad.

-Pues no te podrás quitar de encima la nota de traidor -indicó con energía Bragas-, que traidores son los que sirven al enemigo de la patria. ¿No te da vergüenza de vestir ese uniforme?

Cuando esto decía, habían entrado en la calle de Toledo y tomaban por la derecha la embocadura de la Cava-Baja, donde tenía su residencia el Sr. Monsalud senior, tío de nuestro héroe. Por las noches Salvador solía hacer parada en casa de su tío, antes de encerrarse en el cuartel, y acompañábale generalmente Bragas, atraído por un olorcillo de una regular cena que allí se aderezaba y el reclamo de una animada tertulia.

  —38→  

-Veremos qué piensa mi tío de estas cosas -dijo Monsalud-. Él es un afrancesado rabioso, y desde que el conde de España le mandó dar de palos en Salamanca, no cesa de decir que ahorcaría a todos los empecinados si estuviere en su mano.

No había concluido Monsalud de decir lo antecedente, atravesando la plazoleta que llaman Puerta Cerrada, aunque no hay allí puerta alguna abierta ni entornada, como no sean las de las casas, cuando muchas de las gentes reunidas junto a las tiendas, y el gran número de majos, chulillos y muchachos desvergonzados que por allí discurrían, fijaron su atención en los dos jóvenes, y principalmente en el sargento de la guardia, cuyo uniforme a cien leguas le denunciara como servidor del rey entrometido.

-Parece que nos miran -dijo Monsalud-, y nos señalan. ¿Llevamos algo de particular?

-Es que la gente está alborotada... -balbució Bragas, temblando de miedo-. Llevas uniforme de la guardia jurada... Ese traje es muy aborrecido en Madrid, y con razón, con muchísima razón... No creas que te van a defender tus amigos. Ocupados de su viaje, no se cuidan de niñerías, y lo mismo les importará que te insulten o que no. Los franceses   —39→   desprecian a los traidores que les sirven, como los despreciamos los españoles.

Iba a contestar Monsalud, cuando de un grupo de holgazanes que sostenía la esquina de la Cava-Baja salieron voces de a ese, a ese, y luego un murmullo de risas insolentes. Monsalud se paró en medio de la calle, y volviéndose a los del grupo les miró cara a cara, esperando que alguno pasase de las palabras a las obras. En el mismo instante, varias pelotas de lodo, arrojadas por los chiquillos, se aplastaron en su pecho, salpicándole la cara.

El populacho es algunas veces sublime, no puede negarse. Tiene horas de heroísmo, en virtud de extraordinaria y súbita inspiración que de lo alto recibe; pero fuera de estas horas, muy raras en la historia, el populacho es bajo, soez, envidioso, cruel y sobre todo cobarde. Todos los vencidos sufren más o menos la cólera de esta deidad harapienta que por lo común no sale de sus madrigueras sino cuando el tirano ha caído. Si no le supo exterminar con su iniciativa y su fuerza, casi siempre se da el gustazo de rociarle con su fango; y a todas las instituciones o personas que caen por el esfuerzo de campeones de otra esfera más alta, el populacho les pone su ignominioso sello de inmundicia. La libertad y las caenas, a quienes   —40→   alternativamente aduló, han visto sobre sí en el momento terrible a la furia inmunda que les escupía. Como la hiena, es intrépida con los muertos.

Casi desguarnecida Madrid de tropas francesas, pues muchas habían ido saliendo desde mediados de Mayo; dispuesto todo para marchar las últimas en la madrugada del siguiente día 27, el enemigo, puesto un pie en el estribo, no se cuidaba ya de hacer cumplir las reglas de policía. El estado de la guerra y la comprometida situación de José junto al Ebro, confirmaban a aquel en su idea de que la ocupación de España iba a tener fin; mas si estaban indiferentes y aun alegres los franceses, los españoles comprometidos con ellos, no cabían en su pellejo de puro azorados y medrosos. A muchos de estos insultó la plebe en diversos puntos, y algunos aterrados algunos al ver el desamparo en que quedaban, desertaron para acogerse de nuevo a las banderas de la patria.

Se comprenderá, pues, que la situación de Monsalud frente a los respetables varones del populacho matritense, no era muy lisonjera. Ciego de enojo, con el rostro encendido y la voz balbuciente, echó mano a la empuñadura del sable gritando:

-Al que se me acerque, lo atravieso.

  —41→  

Y capaz era de hacerlo como lo decía, lo cual fue sin duda conocido por el egregio concurso de la esquina, no habiendo entre todos ellos uno solo que se destacase del grupo para hacer frente al irritado mancebo. Viendo este que con ser tantos, no pasaban a vías de hecho, siguió su camino; pero los disparos de lodo se repitieron de tal modo por la cohorte infantil, que Monsalud sin hacer uso del arma, corrió tras uno de aquellos angelitos de arroyo para castigar su desvergüenza. Antes que llegara a atraparle, lo que no osaron tantos hombres, atreviose a hacerlo una mujer, la cual cuadrándose marcialmente ante Salvador y desafiándolo del modo más varonil con ojos, gestos, manos y la cortante y ponzoñosa lengua, le dijo:

-¡Eh! so estandarte, si toca Vd. al muchacho no tendrá tiempo de encomendarse a Dios. Si el angelito le roció, es porque puede hacerlo, y para eso y mucho más le he parido... Conque siga adelante; y punto en boca y manos quietas.

Dada la señal por la matrona, acercáronse valerosos algunos de los chulos y tomadores que antes dispararan sobre el soldado burlas y palabrotas; enracimáronse los chiquillos y mujeres en derredor suyo, y una tempestad de   —42→   insultos tronó en sus oídos. Aturdido al principio el mozo, defendiose con empellones y golpes muy bien dirigidos.

-¡Matarle! -gritó una arpía, al sentirse abofeteada por la mano vigorosa de la víctima.

Y también a su compañero el del casacón.

-A mí, señores ¿pues qué he hecho yo? -dijo Bragas, procurando echarse fuera del volcán-. Yo no conozco a ese hombre.

-¡Mueran los jurados!

-¿Acaso visto yo ese vergonzoso uniforme? -repitió casi llorando Braguitas-. Soy un joven honrado, español puro y neto, y jamás he servido a la basura.

Monsalud, a quien no hostigaba ningún hombre de buenos puños, sino tan sólo mujerzuelas, chicos y algún cobarde zarramplín, de esos que van a todas las pendencias a meter ruido, pudo echar mano al sable y apartar un poco de su persona al indigno enjambre. Repartió de plano con seguro puño algunos golpes, y sin ser Papa creó gran número de cardenales en menos que canta un gallo. Algunas personas graves y varios majos decentes intervinieron en el asunto, aplacando la furia de todos, y propusieron que se dejase en libertad al guardia, con tal que allí mismo se quitase el uniforme. Enfurecido y fuera de sí Monsalud, iba   —43→   a arremeter contra los amigables componedores, cuando apareció su tío D. Andrés saliendo de la casa cercana que era donde vivía, y con razones y tal cual empellón, él y otros que le acompañaban cortaron la pendencia, obligando al joven a meterse en el portal que cerraron al instante.

Puesto en salvo su sobrino, a quien acabaron de aplacar las personas de ambos sexos que había en la casa, el Sr. Monsalud creyó oportuno dirigir la palabra a los del pueblo, un tanto mohíno por no haber podido vengar en el renegado las contusiones recibidas.

-No hagan Vds. caso, señores -les dijo con voz oratoria, que en su vana sonoridad gustaba de oírse a sí misma-. Ese joven es mi sobrino, un mala cabeza, un insensato que se afilió en el cuerpo de guardias jurados, sin saber lo que se hacía. Pero en el fondo de su alma, señores, mi sobrino es español por los cuatro costados y aborrece a los pérfidos enemigos de la patria. Comprendo, señores, que el pueblo se ensañe contra los afrancesados: esos viles merecen pronto y ejemplar castigo. (Señales de aprobación). Pero respetemos la desgracia, señores y señoras; que demasiado castigo tienen esos viles en su propio remordimiento y vergüenza. Esta noche es noche de gran regocijo para   —44→   los buenos españoles, porque mañana se marchan los pocos borrachos que quedan en Madrid. España es libre, señoras, caballeros y niños. ¡Viva España! (Ruidosos aplausos, y tal cual rebuzno y no pocas patadas, berridos y coces). Yo respondo de que mi sobrino dejará las traidoras banderas en que ha servido; él es buen patriota, tan buen patriota como yo, que estoy dispuesto a derramar la última gota de mi sangre, sí, la última y postrera gota en defensa del Rey y de la Constitución. ¡Viva la Constitución! (Ibidem)... Y si alguna vez he vivido entre franceses, no lo hice por amistad hacia ellos, como dicen mis enemigos, sino que les seguí y me metí industriosamente entre sus filas para averiguar sus planes y espiar sus acciones e informar de todo a nuestros queridos, a nuestros queridísimos generales... ¡Ah! ¿Queréis más pruebas? Pues allá van las pruebas. Os ruego que contestéis a mis preguntas. ¿Quién soy yo, señores? Yo soy un mártir del patriotismo. Consagré mi vida al servicio de la patria, y hallándome cerca de Salamanca, en un pueblo de cuyo nombre no quiero acordarme, los franceses me apalearon1. ¿Y por qué, señores? Porque con mi espionaje puse todos sus secretos   —45→   estratégicos al servicio de lord Wellington. Pues qué, ¿creéis que sin mí se hubiera ganado la batalla de los Arapiles? (Estupor). Aún tengo sobre mi cuerpo cien cardenales que con su noble púrpura manifiestan mi heroísmo. Luego vine a Madrid a gozar del espectáculo de este gran pueblo, ebrio de gozo por su libertad, y en Agosto del año pasado juramos la Constitución en presencia del general inglés. ¡Oh día solemne! ¡Oh época feliz! Si se empañó tan diáfana claridad con el regreso de los franceses, mañana se desgarrará el velo tenebroso de la invasión, mañana se marcharán otra vez para siempre, para siempre, señores, con su séquito inmundo de traidores y jurados y afrancesados. Ved cómo tiemblan, cómo se esconden de vuestras patrióticas miradas, cómo su vergüenza les hace bajar la cabeza ante la majestad de nuestro puro españolismo sin mancha. Enorgullezcámonos, señores, de no haber servido jamás a los franceses, de no habernos contaminado jamás con viles masones y filosofastros, y digamos con el ángel: Ave María... Cada cual a su casa que es hora de acostarse. ¡Viva la Constitución y el lord y Fernando VII! (Tumulto y extraordinaria sensación, acompañada de sonoros bramidos y vocablos que no lleva en sus blancas páginas el Diccionario por miedo a ruborizarse).



  —46→  

ArribaAbajo- V -

Salvador subió tristemente la escalera de la casa acompañado de varias personas que atraídas del ruido y del temor bajaron, y en la meseta donde se abría la puerta del domicilio de su señor tío, recibiole, candil en mano, la esposa de este, que le dijo así:

-No podía ser otra cosa que una barrabasada del sobrino de mi marido. ¡Todo sea por Dios! Este chico tiene la cabeza a las once y está podrido de ella. ¿Te han herido?

-El pueblo de Madrid aborrece este uniforme -gritó Bragas que detrás a poca distancia subía- y no le falta razón.

-Sólo a este loco se le ocurre sacar el sable porque le echaron un poco de fango -dijo la señora de Monsalud alumbrando para que pasasen todos a la sala.

Componían aquella noche la tertulia, doña Ambrosia de los Linos y sus dos hijas, una de las cuales, casada poco antes, vivía en el piso tercero del mismo edificio. Ambas eran bastante lindas, principalmente la soltera, que cautivaba   —47→   por su frescura, por sus vivarachos ojos, por sus rosados carrillos, marcados aquí y allí con vagabundos lunares, y por su gracia en el mirar y la flexible ligereza de su cuerpo, tanto más admirable, cuanto que la muchacha era algo más que medianamente gordita, prometiendo en diversos parajes de su persona, que igualaría con los años a su enorme mamá. También estaba allí D. Mauro Requejo que solía ir todas las noches, por ser pariente de la señora de Monsalud, y no tardó en presentarse don Gil Carrascosa.

La señora de Monsalud era una mujer de presencia no vulgar ni desagradable, pero muy gastada y decaída por causas que ignoramos. Durante un matrimonio estéril, que ya contaba trece años, marido y mujer no habían ofrecido al mundo un modelo perfecto de concordia. Repetidas veces se separaron para volverse a juntar; repetidas veces crujieron los palos de las inválidas sillas, y volaron por el aire los platos desportillados, instrumentos unas y otros de la ciega cólera homicida de ambos consortes. Andrés Monsalud era hombre de mala conducta, fatuo, desarreglado, trapisondista, embrollón, aventurero. Serafinita pecaba de caprichosa, holgazana, embustera, y tenía más vanidad que una princesa, gustando mucho de emperifollarse,   —48→   y sobre todo de aparentar posición y suponer posibles muy superiores a lo que en realidad tenían ella y su marido, pues reunida la fortuna inmueble de entrambos, allá se iba con la nada.

Por último, después de la tragedia de Babilafuente, Serafinita logró atraer a su marido y poner casa en Madrid, y de la noche a la mañana por mediación generosa de un caballero francés dieron a Andrés un regular destino en la Visita de Propios, con lo cual uno y otro estaban tan huecos, que de allí, a tratar a Dios de , apenas había el canto de una peseta. Su morada, no obstante, era humildísima, porque el sueldo no rayaba, ciertamente, en Potosí; mas Serafinita se esmeraba en aumentar con mil artificiosas combinaciones el lustre y aparato de su casa.

-Puedes respirar tranquilo, sobrino -dijo la señora con bondad-. Descansa y se te dará un vaso de agua para matar el susto.

-No quiero agua -repuso bruscamente el joven, paseándose de largo a largo por la sala-. Tengo que marcharme.

-¡Marcharse! -exclamaron a dúo y con desconsuelo las dos niñas de doña Ambrosia.

-Este joven gusta de pendencias y de derramar sangre -añadió esta-. ¡Cómo se conoce que los franceses le crían a sus pechos!

  —49→  

-Pero al menos -dijo Serafinita-, ¿te quitarás el uniforme?

-Sí, hablad de eso a este babieca -indicó Juan Bragas, que había ido a fondear junto a la más pequeña de las fragatitas de doña Ambrosia-. Es muy gabacho este caballero. Los pocos españoles extraviados que sirven en las banderas de José, están a estas horas con los ojos y el corazón vueltos hacia la madre patria afligida; pero este mi D. Quijote botellesco, dice que su honor le obliga a no abandonar a la canalla.

-Hace cosa de seis meses -afirmó Serafinita- habría sido gran locura mostrar siquiera un adarme de españolismo; pero hoy es distinto. Los franceses van de capa caída y buen tonto será quien se embarque con ellos.

-¡Oh, sí, será un idiota! -dijo doña Ambrosia-, aunque lo mejor habría sido no servirles nunca.

-Las circunstancias -añadió Serafinita- obligan a los hombres a sofocar algunas veces su natural impulso y fogosidad patriótica. Ahí está mi marido, que no le hay más español en toda la tierra del garbanzo, y sin embargo viose arrastrado a cierto compadrazgo con los franceses, y aun anduvo con masones y revoltosos, malquisto de todo el mundo. Pero de   —50→   algo valen los consejos de una mujer prudente. Yo le traje al buen camino, y como mi familia, que no es ninguna familia de tres por un cuarto, ha tenido siempre relaciones con altos personajes, fácil me fue amarrar a mi esposo al pesebre de la Visita de Propios. Diole la plaza un ministro francés; ¿pero tenemos la culpa de que haya sido francés quien primero echó de ver nuestros méritos, o si se quiere, los de mi marido, para todo lo que sea cosa de aritmética en cualquiera oficina?

-Si recibimos un pequeño favor de esa canalla -gritó con vehemencia Bragas-, diéronnos lo nuestro y nada tenemos que agradecerles. Españoles somos, y ahora váyanse con dos mil demonios.

-Lo que hay en esto -dijo D. Mauro Requejo, que sombríamente había permanecido en un rincón de la sala, sin hablar hasta entonces-, es que para dar sus destinos a los señores Monsalud y Bragas, fue preciso quitárselos a otros, que pecando de empecinados, mortificaban con cuchufletas y versitos a los franceses.

-¡Nadie hay más empecinado que yo! -exclamó con furioso arranque de entusiasmo Juan Bragas, saltando en medio de la sala, con gran regocijo de las niñas de doña Ambrosia-. ¡Viva D. Juan Martín Díez!

  —51→  

-¡Viva, viva mil años! -repitió Andrés Monsalud, presentándose en la sala, con semblante reposado y satisfecho, sin duda por la vanagloria que el reciente discurso callejero había dejado en su ánimo-. ¡De buena has escapado, sobrinillo! ¡Exponerse a las iras del pueblo español!... Vamos, te perdono; yo también he sido calavera, yo también he sido revoltoso y provocativo y...

-Afrancesado -indicó con malicia doña Ambrosia-. No hay que echársela ahora de apóstol Santiago.

-Un poquillo -repuso Monsalud con turbación-. Pero de arrepentidos se hacen los santos. La prueba de mi sinceridad la tengo hoy en la confianza de mis amigos. Hanme comisionado esta tarde para preparar los festejos...

-¿Para cuando entre D. Carlos España? -preguntó la de los Linos.

-Para cuando entre D. Juan Martín o lord Wellington... Un arco de triunfo, ¿qué les parece a Vds.? En mi oficina hemos resuelto componer unos versos, y ver si se hace un carrito.

-Ya nos cayó que hacer, amigas mías -dijo con júbilo Serafinita-. Desde mañana pondremos manos a la obra, porque las guirnaldas   —52→   de rabo de cometa no son cosa que se despache en tres días.

-Y luego mucho de banderitas y escarapelas -dijo una de las muchachas.

-Y será preciso que doce o catorce doncellas tiernas se vistan de ninfas para ir delante del carro cantando el Velintón.

-Y como haya alegoría vestiremos a mi sobrino de dios Marte -indicó Monsalud.

El joven soldado dirigió a su tío una mirada de desprecio.

-Estará saladísimo -dijo doña Ambrosia-. Mi esposo y padre de estas dos niñas hizo de Marte cuando la jura del otro Rey, y era una gloria el verle con todo su hermoso cuerpo medio desnudo y un chafarote en la mano... ¡Oh! ustedes no alcanzaron a ver tanta preciosidad.

D. Gil Carrascosa, entrando apresurado en la estancia, saludó a todos con amable cortesanía, especialmente a las niñas.

-¿Pues qué -dijo- todavía está nuestro mozalbete metido dentro de la indigna librea francesa? A estas horas casi todos los españoles que servían a José han desertado. Acabo de ver a dos que se escondieron esta mañana.

-¡Han desertado! -repitió el coro de mujeres.

-Fuera esa casaca, sobrino -gritó Monsalud   —53→   dirigiendo al hijo de su hermana imperiosa mirada-. ¡Ay! acuérdate de tu madre, a quien no nos atrevimos a dar parte de tu afrancesamiento... Si lo llega a saber, se morirá de pena.

-Te esconderemos aquí -dijo Serafinita- aunque no habrá peligro, pues ellos tienen bastante que hacer para ocuparse de ti.

-En esta casa no -afirmó con aplomo el tío-. Los vándalos conocen el rabioso españolismo mío, y de seguro vendrían a buscarle aquí, acusándome de haberle impulsado a la deserción.

-Pues se puede esconder en mi casa -dijo la mayor de las Linas, que era la casada y tenía su nido en el tercer piso.

-Eso es, que se esconda arriba -repitió con extraordinaria vehemencia la soltera, contemplando al joven Monsalud de tal modo que parecía envolverle con su mirada como en amorosa y blanda nube protectora.

-Sí, en el tercero.

-Yo le cederé mi cuarto y mi cama, y dormiré con mi hermana -añadió la doncella en un segundo arranque de generosidad.

-Francamente, Dominguita, tu esposo está fuera y no me gusta ver a dos muchachas solas en la casa con el dios Marte -objetó doña Ambrosia.

  —54→  

-Pues al sotabanco. Hablaremos al Sr. Pujitos para que le ceda un rincón.

-Conque, sobrino, vete despojando de tu uniforme.

El soldado, a quien tal proposición ofendía en lo más delicado de su alma, y que estaba a la sazón irritado por la escena de la calle, y además por el impertinente charlar de su tía, contestó con ardor:

-Antes me quitaré el pellejo que el uniforme. Me lo puse por mi voluntad, lo tendré mientras exista el ejército a que pertenezco y la bandera que juramos.

-¿Eres francés?

-No sé lo que soy -repuso con desdén.

-¿Harás armas contra tus paisanos?

-No; pero tampoco abandonaré cobardemente a los que me han dado de comer.

Monsalud tío rompió en estrepitosas risas, acompañado por Bragas, Requejo y Carrascosa.

-Pero, sobrino de todos los demonios, ¿no tienes en mí la norma de tu conducta?

-Si yo le imitara a Vd. en esto -dijo el joven temblando de indignación- no tendría idea del honor, ni una chispa de vergüenza en mi alma, ni en mi corazón el sentimiento del deber, ni sería digno de que me mirasen los hombres. Adiós. Me voy para siempre de esta casa y de Madrid.

  —55→  

El soldado salió resueltamente. Un poco atontado el tío, bastante aturdida su esposa, no pronunciaron una sola palabra para detenerle.

-Ese muchacho es un insolente -dijo al fin la señora de la casa.

-¡Pobrecito! -murmuró el oficial de la Visita de Propios.

-¡Él se lo pierde! -indicó majestuosamente Serafinita-. Ahora que mandan los españoles he de conseguir para ti una buena vara, Andresito. Serás corregidor de Alcalá, de Ocaña o de Tarancón. Yo había calculado que Salvadorcillo nos acompañaría con un buen momio.

-No se puede sacar partido de ese muchacho.

La niña soltera de doña Ambrosia había llevado el pañuelo a sus picarescos ojos, de súbito humedecidos por ignorada causa.

-¡Pobrecito! -exclamó con zozobra-. Se ha marchado solo. Está expuesto a que le insulten otra vez en la calle. Le darán golpes, le arrojarán lodo, manchándole la frente, el cabello, la boca, los ojos, ¡ay! los ojos, el uniforme...

-Esto parte el corazón. ¡Pobre muchacho! -exclamó la casada-. Alguien debía salir con él.

-¡Qué falta de caridad dejarle salir solito! Si yo fuera hombre...

  —56→  

-La verdad es que puede sucederle alguna cosa mala -dijo Serafinita dando un suspiro.

-Usted que es su amigo -exclamó con ira la doncella volviéndose a Juan Bragas que a su lado estaba- ¿por qué no salió con él para ampararle en caso de un atropello?

-¿Amigo? -dijo con desdén el covachuelo-. No tanto. Conocido y nada más... Nos hablamos alguna vez, paseamos juntos, pero...

-Es Vd. un mal amigo -gritó la muchacha con voz temblorosa-. ¡Dejarle partir sin compañía!... Esto se llama deslealtad, cobardía.

Juan Bragas se echó a reír.

-Pero...

-Haga Vd. el favor de no volver a dirigirme la palabra en toda la noche, ni volver a mirarme en su vida, ni estar donde yo esté, ni respirar donde yo respiro, ni ponerse donde yo le vea, ni...

La tertulia fue triste, tristísima. Los hombres viendo que no podían alegrar el ánimo de las dos muchachas, ni el de la señora de la casa, ni sacarles palabras que no fuesen lúgubres como un funeral, pegaron la hebra con doña Ambrosia, y dándole a la lengua sin descanso por espacio de dos horas, azotaron a medio mundo con la piel arrancada al otro medio.



  —57→  

ArribaAbajo- VI -

En la mañana del día que siguió a estos sucesos salieron los pocos franceses que quedaban en Madrid. Les mandaba el general Hugo y llevaban consigo convoy tan inmenso, que al verlo creeríase que en la capital de la monarquía no quedaba un alfiler. Desde muchos días antes habían sido embargados cuantos coches y carros y calesas rodaban por las calles de la villa, y casi toda la servidumbre se ocupaba en el embalaje de las diversas riquezas que José y los suyos se habían apropiado. Estos señores hacían buena presa donde quiera que ponían la mano y no eran nada melindrosos ni encogidos para esto del incautarse. Murat despojó la casa de Godoy y el real palacio, y José mandó traer de Toledo, de Valladolid y del Escorial cuanto pudiese ser transportado; esta última circunstancia salvó las piedras del edificio.

Luego que estuvo reunida cantidad fabulosa de cuadros, estatuas, joyas de camarín y sacristía, dejando a las Vírgenes y Santas sin un anillo que ponerse, establecieron cuatro depósitos   —58→   en Madrid, los cuales fueron el Rosario, San Felipe, doña María de Aragón y San Francisco. Una comisión separó lo sublime de lo bueno, y no siendo fácil llevarlo todo, dispusieron atropelladamente lo primero en cajas, mezclando lo sagrado con lo profano, es decir, las bellas artes con los enseres de la casa y cocina del Rey José y diversos adminículos que este para diferentes fines usaba. Muebles, porcelanas, vajillas, armas, añadiéronse al botín. Considerando que aun después de tanto despojo quedaba en España alguna cosa de todo punto inútil, según ellos, a la ignorancia castellana, echaron mano a las colecciones mineralógicas del gabinete de Historia Natural y embaularon también los depósitos de ingenieros y de artillería y el hidrográfico. De Simancas cargaron con lo más curioso que allí había. Aquella gente, hasta la historia nos quiso quitar.

Una caja en que holgaba un poco el tocador de José (así lo cuenta un testigo ocular) fue rellena con los pedruscos y los minerales de la Historia Natural. Entre una masa enorme de cartas geográficas iba Nuestra Señora del Pez; y la Perla anidó con una montura fina recamada de plata y oro. Se gastó un monte de claros, y por algunos días las iglesias que   —59→   servían de depósitos y las galerías del real palacio resonaban cual si en ellas trabajase un regimiento de cíclopes. La tabla del Pasmo, que ya se hallaba en pésimo estado, acabose de rajar, y la pintura con las sacudidas y golpes se cuarteaba que era una bendición. ¡Oh divino Jesús! ¡No padeciste más en el Gólgota!

Completaban el convoy las cajas de guerra llenas de dinero en buen oro y buena plata antigua, de aquello que ya no se ve, y seducía entonces con su brillo los ojos de los extranjeros y con su noble son los oídos de todos. No se habían descuidado los franceses en reunir dinero, como gente allegadora y económica, ni menos en llevárselo; que si para limpiar de vicios a la capital hubieran usado de tanta diligencia como para limpiarla de onzas, fuera esta villa un paraíso en la tierra. Con el ejército iban los muchos particulares comprometidos que quisieron seguirles, y entre los carros de oficio, gran número de vehículos con equipajes de empleados altos y bajos. Ofrecían estos desgraciados individuos espectáculo lastimoso. Si algunos llevaban consigo buen acopio de víveres y ropa, otros no cargaban más que lo puesto, y todos lloraban el hogar abandonado, la paz perdida, el honor en duda, lamentándose del gran compromiso en que se veían. Algunos hacían de tripas   —60→   corazón, prometiéndoselas muy felices en las próximas batallas; pero los más miraban sin engañarse la realidad del molesto viaje y después la emigración, el general desprecio y la pérdida de la hacienda.

Desfilaron los carros por el camino de Segovia, pues Hugo quería pasar la sierra por Guadarrama, y aquella culebra rastrera formada por interminable fila de vehículos, que de lejos parecían vértebras articuladas, desapareció en la noche del 27 de Mayo, dejando a Madrid en poder de los guerrilleros que al instante lo ocuparon y tras ellos las autoridades españolas. De esta manera y con este despojo la capital de España dejó para siempre de ser francesa.

No seguiremos al general Hugo y su convoy en todo su viaje hasta que en los campos de Vitoria perdieron los franceses gran parte de lo mucho que habían cogido. Bastantes apurillos pasó en Cuéllar y en Tudela de Duero; pero al fin logró unirse al grueso del ejército francés en Valladolid.

Reunidos todos, la continua amenaza de las divisiones aliadas les hizo muy penoso el camino desde Valladolid a Burgos. Aquí no pudieron resistir mucho tiempo, y sin gran prisa se dirigieron a Vitoria por Miranda confiados en que Wellington no les molestaría   —61→   del lado allá del Ebro; pero tan admirable combinación de movimientos había hecho el inglés que cuando los franceses pasaron el gran río, lo pasaban también los aliados por diferentes puntos, y ambos enemigos se encontraban frente a frente en las montañas de Álava y Vizcaya. Apretó Bonaparte el paso juntando a los suyos para que desperdigados aquí y allí no fueran batidos al pormenor, y el 19 de Junio llegó a la Puebla de Arganzón, donde es fuerza que quitemos la vista del Rey y de su ejército para fijarla en una sola persona, que por ahora y mientras vengan sucesos estupendos en la esfera de la historia, ha de llevar en estas líneas la preferencia.

¡Y por qué no! ¡Por qué hemos de ver la historia en los bárbaros fusilazos de algunos millares de hombres que se mueven como máquinas a impulsos de una ambición superior, y no hemos de verla en las ideas y en los sentimientos de ese joven oscuro! ¡Si en la historia no hubiera más que batallas; si sus únicos actores fueran las celebridades personales, cuán pequeña sería! Está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de la narración, así como en la naturaleza no es menos digno de estudio el   —62→   olvidado insecto que la inconmensurable arquitectura de los mundos.

Los libros que forman la capa papirácea de este siglo, como dijo un sabio, nos vuelven locos con su mucho hablar de los grandes hombres, de si hicieron esto o lo otro, o dijeron tal o cual cosa. Sabemos por ellos las acciones culminantes, que siempre son batallas, carnicerías horrendas, o empalagosos cuentos de reyes y dinastías, que preocupan al mundo con sus riñas o con sus casamientos; y entretanto la vida interna permanece oscura, olvidada, sepultada. Reposa la sociedad en el inmenso osario sin letreros ni cruces ni signo alguno: de las personas no hay memoria, y sólo tienen estatuas y cenotafios los vanos personajes... Pero la posteridad quiere registrarlo todo; excava, revuelve, escudriña, interroga los olvidados huesos sin nombre; no se contenta con saber de memoria todas las picardías de los inmortales desde César hasta Napoleón; y deseando ahondar lo pasado quiere hacer revivir ante sí a otros grandes actores del drama de la vida, a aquellos para quienes todas las lenguas tienen un vago nombre, y la nuestra llama Fulano y Mengano.



  —63→  

ArribaAbajo- VII -

Olvídese la importuna digresión, y sepan los que en ello tuvieren interés, que antes que el ejército de José pasase el Ebro, llegaron a la Puebla de Arganzón las tropas de una división que custodiaba parte del convoy. Fue esto, si no mienten las noticias que con pretensiones de verídicas se me han dado, hacia el 16 ó 18 de Junio. El gran convoy venía detrás. Los carros del pequeño detuviéronse en el camino a las inmediaciones del pueblo, y las tropas repartiéronse por las casas y caseríos para allegar víveres. En las inmediaciones de la villa veíanse grandes masas de soldados: aquí artillería, allá columnas que iban de un lado para otro; en lo más apartado la impedimenta, y largas filas de vehículos, que después de breve descanso debían seguir adelante.

La Puebla de Arganzón, como lugar campestre, había dejado las ociosas plumas, y aunque de por sí no fuese aquella villa madrugadora, despertola el rumor de tanta tropa y de los tambores sin cesar batidos, confundiendo   —64→   su ronco son con el cantar de los gallos que en todos los corrales entonaban su alegre grito de alerta. Veíase a los honrados habitantes salir de sus casas y juntarse en corrillos. Los ancianos preguntaban si se había ganado ya la batalla y advertidos de que no, quejábanse de la mucha tardanza en arremeter, propia de los tiempos nuevos, asegurando que en otra ocasión ya estaría todo despachado y el asunto resuelto. Las mujeres corrían de casa en casa pidiéndose provisiones para esconderlas, pues los franceses que en número tan considerable rodeaban el pueblo reclamarían pronto lo que no se habían llevado los guerrilleros el día anterior.

En las tabernas los taberneros no tenían manos para tanto despacho y muy alborozados escanciaban a los franceses, pues en esto del vender y ganar dinero no hay naciones: ellos quisieran tener un Océano de aguardiente y vino, que junto con algunas pipas de linfa del Zadorra les hubiera hecho millonarios en un par de años de guerra.

Un joven sargento avanzaba solo por las calles de la Puebla, evitando al parecer la compañía de sus camaradas franceses, y más aún la vista de los habitantes de la villa. Así es que cuando veía un grupo en la puerta de una casa se apartaba tomando distinto camino.

  —65→  

-¿No es aquella la cara de Salvadorcillo Monsalud, el hijo de la señora Fermina la de Pipaón? -decía una mujer viéndole pasar.

-Parece que es aquélla su cara; pero no su cuerpo; que es cuerpo y uniforme de francés el que ha pasado.

-Adelantadas estáis -decía un tercero-. ¿Pero no sabéis que Salvadorcillo Monsalud, engañifado por su tío, ha sentado plaza en la guardia del rey José?

-Cierto es, aunque no lo participó a su madre por vergüenza; y cuando la señora Fermina lo supo, estuvo llorando tres días, y aún no lo quería creer, siendo tal su pesadumbre por esta traición de Salvador, que la buena mujer dice que más quería verlo muerto que sirviendo a los franceses.

-Y tiene razón. ¿Mas para qué dejó que el muchacho fuese a Madrid donde todo es corruptela y picardía? -dijo un personaje a quien todos oían con respeto, y que era, si nuestras noticias no son falsas, el boticario del lugar-. Pero esto pasa a todos los muchachos que no tienen padre, o mejor, a aquellos que han nacido del pecado y de unión nefanda, como ese diablillo de Salvador Monsalud, que no se sabe de qué tronco vino, ni de cuál cepa sacó doña Fermina este mal sarmiento.

  —66→  

El jurado se detuvo ante una casa de aspecto humilde, en cuya puerta no se veía persona alguna. Miró a las ventanas, y las vio cerradas. Un gallo cantaba dentro, y dos o tres gallinas salieron a la calle sacudiendo sus plumas y picoteando el suelo, no tardando en aparecer tras ellas el gallardo esposo. Poco después un gato asomó por la puerta entreabierta y se detuvo sobre el umbral, relamiéndose con placentera satisfacción los largos bigotes. El joven contempló un instante con interés profundo a aquellos seres, y se acercó para entrar, desalojando al gato, que asustado corrió hacia dentro. Las gallinas y el gallo, sobresaltándose también y cambiando algunas cacareadas frases, huyeron por la calle adelante.

Monsalud se asomó por el hueco de la entornada puerta. La emoción de su alma era tan viva que le temblaban las manos al ponerlas sobre las viejas tablas y los mohosos clavos; apenas podía sostenerse en pie a causa del desmayo de su cuerpo y de la flojedad nerviosa que experimentaba. Miró hacia dentro: veíase un patio pequeño y en el fondo una habitación oscura dentro de la cual se distinguían los maderos de un telar. Monsalud contempló durante un rato aquel humilde interior, y copiosas lágrimas se agolparon a sus ojos.

  —67→  

De repente una mujer de edad madura apareció en la habitación del telar, moviendo los trastos de un lado para otro y barriendo después. Volvíase de vez en cuando hacia un sitio donde debía de estar otra persona con quien hablaba, a juzgar por sus gestos expresivos. Junto a la mujer apareció luego un perro, que saltando y enredando entre sus pies la estorbaba en su faena, recibiendo un ligero escobazo que lo decidió a salir al patio.

Salvador, que se había detenido en la puerta para gozar en silencio y a solas por un instante del inefable sentimiento que llenaba su alma y para regocijar su imaginación con la idea del contento que su madre recibiría al verle, no pudo por más tiempo refrenar su impaciencia y empujó suavemente la puerta.

-No me espera -dijo para sí oprimiéndose el corazón que parecía querer saltársele del pecho-. ¡La pobrecita se sorprenderá y se alegrará tanto...! Este momento vale por todas las pesadumbres que ha padecido durante mi ausencia.

La puerta rechinó, y el perro fue saltando y gruñendo amorosamente al encuentro de Salvador. Este se precipitó en el interior de la casa. Doña Fermina mirando hacia el patio muy sobresaltada, vio al joven que hacia ella corría con los brazos abiertos, diciendo: «¡Madre,   —68→   madre, aquí estoy!». La buena mujer abalanzose a recibirle con expresión de frenético contento; mas al tocarle con sus manos y al verle casi en sus brazos, su semblante se alteró de súbito, lanzó una exclamación de espanto, y cerrando los ojos y echando la cabeza atrás, cual si descargase sobre ella el rayo de instantánea muerte, cayó sin sentido al suelo. Sus labios contraídos apenas pronunciaron esta frase, empezada con ardiente cariño y concluida con terror:

-¡Hijo mío!... ¡¡francés!!




ArribaAbajo- VIII -

El militar, aturdido por tan inesperado como funesto accidente y no comprendiendo bien lo que había oído, creyó que la excesiva alegría la había desconcertado; mas antes de acudir a los remedios que el paroxismo reclamaba, hincose en tierra, y besando y abrazando a su madre, la llamó con los nombres más tiernos y afectuosos, seguro de que su voz la despertaría. Salvador no había visto aún a otra mujer que en la estancia estaba: era una vieja flaca y amarillenta, de ojos ardientes y vivos como ascuas,   —69→   descarnadas y picudas manos, una de las cuales oprimía el puño de un bastón negro, mientras la otra se alzaba acompasadamente a la altura de la cara, para servir de signo visible y movible a su extraño lenguaje. No la vio Monsalud hasta que se acercó a él, y poniéndole los cinco amarillos palitroques de su mano sobre la pechera del uniforme, le dijo con terrible ironía:

-Acábala de matar, verdugo, acaba de matar a tu santa y buena madre.

Salvador miró a la vieja, y aunque de antiguo la conocía, su triste aspecto y la áspera y desapacible voz produjéronle impresión muy extraña, especie de frío intenso y doloroso en el corazón, cual si con una aguja se lo atravesasen, erizamiento nervioso y acritud en los dientes, como lo que se siente al contacto de las cosas agrias y heladas.

-Por Dios, doña Perpetua, dígame Vd. ¿qué tiene mi madre? -exclamó el joven-. ¿Está mala?

-¿Eres tú la causa y lo preguntas? -añadió la vieja, poniendo su mano sobre la frente de la desmayada.

Luego paseando sus dedos por la pechera del levitón de Salvador, y tentando la botonadura adornada con águilas, y metiéndolos después   —70→   entre la lana del sombrero y deslizándolos por las carrilleras de cobre, dijo:

-¡Traes sobre ti esta infernal vestimenta francesa, y preguntas lo que tiene tu madre! ¡Pobre Ferminita! ¡Se resistía a creer tan grande infamia en el hijo que llevó en sus entrañas y crió a sus pechos! ¡Pedía a Dios fervorosamente que no fuese verdad lo que le habían dicho; su alma se consumía en hondas tristezas, y sin consuelo pasaba las noches llorando tanta afrenta! La muerte del hijo que perece en los campos de batalla destroza el corazón, pero no afrenta; la traición del hijo desvergonzado que comete la infamia de pasarse al enemigo, es el más vivo de los dolores de una madre española.

-Usted está loca, madre Perpetua -dijo Monsalud rechazando a la vieja con desdén-. Mi madre es una mujer sencilla: ya comprendo todo. Vd. y el cura le han trastornado el juicio con eso de traiciones y afrentas. Honrado soy. Mi buena madre no me aborrecerá por lo que he hecho.

-¡Monstruo! -gritó la vieja agitando el palo-. Huye de aquí. Vete con esos herejes que te han catequizado: vete con Satanás que es tu amo; vete al negro infierno que es tu casa. Deja a esta santa mártir que ya te ha llorado como perdido para siempre. No eres su hijo: tú   —71→   no puedes haber nacido en esta casa, ni en este honrado país... Vete, vete, hereje, judío; mas ¿qué digo? ¡francés!

El apostrofado miró a la vieja; mas sin acobardarse siguió esta vituperándole con la firmeza y el aplomo de quien tiene la seguridad de ser respetada. Vestía doña Perpetua el traje de las antiguas dueñas, con toca blanca rizada y limpia, manto y saya negros, pendiente de la cintura un luengo rosario y del pecho cruz de madera sencilla. A pesar de los muchos años, su talle era derecho y apenas se encorvaba un poco al andar. Indudablemente había en el aquilino perfil de la vieja cierta energía majestuosa que hacía recordar, a quien las hubiese visto, las rigurosas y ceñudas sibilas creadas por la inspiración artística. Acartonada y seca no tenía la repugnante escualidez con que nos pintan a las brujas. Expresábase con vigor y hasta con elocuencia, y su voz retumbaba en los oídos como una campana de mucho uso, mas no rota todavía.

Para que nuestros lectores no carezcan de todas las noticias necesarias respecto a tan singular tipo, les diremos que la madre doña Perpetua tenía cien años cabales, no hallándose ciertamente en proporción su acabamiento con su mucha edad, que a la vista no parecía exceder   —72→   de los setenta. Era una doncella secular nacida en la Puebla de Arganzón a poco de establecerse en España Felipe V, y que nunca había salido de aquel pueblo. Dedicose desde su juventud a obras piadosas, mas sin aficionarse al claustro: gustaba de la independencia y de andar de casa en casa comadreando, y trayendo y llevando noticias, dichos e ideas, libando aquí y melificando allá cual las abejas. Así creció y fue echando días y años como el siglo, y pasaron ante ella tres generaciones de pueblos y tres generaciones de reyes y veinte guerras, y ella pasó de un siglo a otro como quien atraviesa una puerta para pasar de la sala a la alcoba.

Su vida austera y los buenos consejos que daba para reconciliar matrimonios y dirimir contiendas y transigir desavenencias y acomodar caracteres, juntamente con su buena manderecha para establecer la concordia en todas partes, diéronle gran reputación en la villa. Respetábanla mucho, y cuando abría la boca, conticuere omnes. Como era tan larga su vida y había visto tanto bueno y tanto malo y tenía mucha experiencia de las cosas físicas y morales, tomábanla todos por consejera. Sabía curar males de varias clases, y conocía mil salutíferas hierbas y untos, además de   —73→   toda la farmacopea casera, mezclando en hórrido caos la medicina y la religión, lo terapéutico y lo supersticioso. Enciclopedia del alma y del cuerpo, reunía todo el saber y todo el sentir de su país en aquella época.

Rezaba por todos los muertos y reía por todos los nacidos. No había bautizo, ni duelo, ni boda a que no asistiese, disfrutando de lo mejor del festín, cuando lo había. Sabía contar especies diversas de cuentos interesantes, algunos heroicos, muchos de pícaros tahúres y guapos, y los más de devoción o de brujerías, males de ojo, miedos y otras cosas divertidas que embobaban a los chicos y a las mujeres. Ningún asunto doméstico o social o religioso tenía para ella secretos, y era la ciencia suma en teología de aldea, en economía al pormenor, en culinaria y en filosofía burda.

Doña Fermina a los pocos minutos, comenzó a querer volver de su síncope. La vieja había traído agua en una escudilla y le rociaba el rostro diciendo:

-Ya vuelve en sí; aunque para ver lo que tiene delante, más valiera que sus ojos no se abrieran jamás a la luz. Vete, te digo, tu madre te llora muerto; no turbes la paz de su alma poniéndotele delante en esa forma aborrecible.

Monsalud sin escuchar a doña Perpetua,   —74→   alzaba a su madre del suelo y cuidadosamente la sentó en su sillón. Sosteniendo con sus manos la cabeza de la infeliz mujer, le decía:

-Madre, soy yo, soy Salvador, el mismo de siempre, el hijo querido. ¿Por qué se ha asustado Vd. al verme? El vestido no hace al hombre.

Doña Fermina, viendo el rostro de su hijo cerca de sí, le dio mil besos amorosos; mas después apartó la cara y extendió los brazos para rechazar al joven.

-¡Mi hijo... francés!... -repitió con el mismo tono de angustia y terror...- ¡Ese traje!... ¡Era verdad!

-¡Y el muy bribón se empeña en seguir aquí atormentándote, Ferminita! -exclamó con desabrimiento la vieja-. ¿Hase visto desvergüenza semejante?

-¿Qué delito he cometido? -dijo Monsalud con viva congoja estrechando entre las suyas las heladas manos de su madre, y de rodillas ante ella-. ¿Qué habré yo hecho para que Vd. se desmaye, madre, cuando me ve, y esta buena mujer me manda huir?

-¿Qué has hecho? -repitió la madre con estupor-. ¡Te has pasado a los franceses, estás maldito de Dios y de los hombres, tocado de herejía y perdida para siempre tu alma y contaminada   —75→   yo también por haberte parido y criado!

-¡Qué horribles palabras y qué espantosa idea! -exclamó el joven procurando reír, pero con el alma destrozada de vergüenza y dolor-. ¿Tantos males ocasiona este capote que llevo? ¡Oh! madre querida, yo conocí que hacía mal, yo resistí, conociendo que era una falta servir a los enemigos de mi patria; pero me moría de hambre, y además mi tío tenía mucho empeño en que yo sirviera a los franceses. Una vez dado este paso, ya no puedo volver atrás, porque el honor me prohíbe vender a los que me han dado un pedazo de pan para vivir y una espada para que los defienda. Si por esto he perdido el amor de mi madre, de la única persona que en el mundo me ha querido, de la que me dio la vida, de aquella a quien he consagrado siempre la mía, será porque algunos malintencionados habrán emponzoñado su alma con bajos sentimientos.

-No, yo te amo siempre -dijo doña Fermina, no pudiendo resistir el ansia vivísima de besar a su hijo y regar con ardientes lágrimas sus mejillas, aunque doña Perpetua extendía a menudo entre los dos sus manos de cartón-; yo siempre te quiero, pero he hecho juramento ante Dios de no admitirte bajo este techo ni darte mi bendición, ni llamarte hijo, si no abjuras   —76→   tus errores y maldices tus banderas infernales y reniegas de ese vil Rey y tornas a la patria y al deber... Mi conciencia me exigió este juramento y lo he prestado por consejo de respetables personas a quienes debo consuelos tiernísimos en esta última y tan amarga desventura que ha caído sobre mí.

El joven, cubriendo con ambas manos su rostro, lloró; mas de súbito estalló una violenta indignación en su alma, y apartándose de las dos mujeres, púsose en el centro de la pieza.

-Mi honor -gritó con voz alterada y resuelta- me impide desertar; pero si pierdo el amor de mi madre, y se me arroja de mi casa porque no quiero ser desleal y perjuro, no quiero vivir. Aquí tengo una espada -añadió desenvainándola-, y no me falta valor para atravesarme con ella el corazón.

Doña Fermina se arrojó llorando en brazos de su hijo. La mujer secular permanecía silenciosa, fría, clavada en su silla, contemplando la patética escena como una estatua de cartón que dentro de su pasta encolada tuviera un alma observadora. Sus ojos negros clavábanse en el joven con fijeza aterradora.

En aquel instante entró un nuevo personaje. Era un anciano fornido y alto, de rostro sanguíneo, duro y tosco, mas no desagradable   —77→   por cierto, mirar franco y campechano que le animaba y hasta le embellecía. Su cabeza calva, apenas se exornaba económicamente con un cerquillo de blancos pelos esporádicos sobre las sienes y en el occipucio y en cuanto a su cuerpo era bravío, imponente, recio, como de varón hecho a las intemperies, a las luchas con hombres y elementos. Vestía negro traje talar, llevado con desenvoltura y abierto por delante para poder introducir fácilmente las manos en el bolsillo o cuadrarlas en la cintura, como frecuentemente lo hacía aquel hombre, dueño de dos manos enormes, velludas, que sabían llevar el arado, la espada y la hostia. Era D. Aparicio Respaldiza, cura de la Puebla de Arganzón.

Mirando al mancebo, más bien con lástima que con rencor, le dijo:

-Ya sabía que estabas aquí, desgraciado. Te hacíamos muerto, muerto con la muerte de la deshonra que deja el cuerpo vivo. El alma se va y queda la vergüenza.

Luego acercándose a doña Fermina, que deshecha en lágrimas, recibía consuelos y caricias de la beata, le dijo:

-¡Señora Fermina, valor!... El sentimiento materno es el más fuerte de todos. No trate usted de vencerlo: al contrario, desahogue su   —78→   pecho, llore hasta mañana. Este hijo muerto no es quizás perdido para siempre, y puede resucitar, si se abraza a la cruz de la patria. Yo seré el primero que le reciba en mis brazos.

-Y yo -repitió la beata sin que se mostrase en la engrudada máscara de su rostro, compasión, ni alegría, ni sentimiento alguno-. Yo también le abriré mis brazos.

-Hijo mío -dijo doña Fermina poniéndose de rodillas ante Salvador y cruzando las manos-, vuelve en ti; deja esos hábitos infernales, abandona a los que te han seducido, torna a la patria y recibirás la bendición de tu madre y el amor que siempre te he tenido y te tengo a pesar de tu horrible pecado. Hazlo por Jesucristo crucificado, por la religión que te enseñé, por el agua que en el bautismo recibiste, por el pan eucarístico que has recibido en tu cuerpo; hazlo, por mí, por mi honor y buen nombre, que para siempre he perdido en este pueblo, por mi tranquilidad que no recobraré sin ti; hazlo por el señor cura de nuestra aldea que te enseñó los mandamientos y la doctrina y la lectura y la escritura y el latín, con lo poco que sabes; hazlo por la santa doña Perpetua que nos da tan buenos consejos y más de una vez te ha entretenido contándote tan bellas historias; hazlo, en fin, por todos los que   —79→   te aman en esta villa y en el lugar de Pipaón, donde no sé si por ventura o eterna desdicha mía naciste.

Monsalud, enternecido por voz tan elocuente que agitaba hasta lo más hondo su alma, como la tempestad el Océano, se había sentado en un escabel y con los codos en las rodillas y la cabeza encajada entre las palmas de las manos, lloraba en silencio. El témpano colosal y endurecido de su entereza se desleía poco a poco.

-Y lo que es ahora -dijo el cura para favorecer el deshielo- los franceses van a ser destrozados. ¡Pobrecitos de los que se unan a ellos!

-Bueno -dijo Salvador alzando de repente la cabeza-; déjenme que lo piense. Eso no se puede decidir en un momento: los que estamos acostumbrados a cumplir con nuestro deber, y a obedecer a nuestros superiores...

-No hay ningún superior que tenga sobre ti más autoridad que tu madre -dijo el cura paseándose por la habitación, con las manos a la espalda-; tu madre, personificación viva de la patria, que a todos sus hijos gobierna y dirige.

Doña Fermina corrió a abrazar a su hijo, besándole cariñosamente en la frente y en las mejillas.

  —80→  

-Querido niño mío -le dijo-, veo que estos dos excelentes amigos te van convenciendo. Dejarás a esos perros franceses, devolviéndome la tranquilidad y poniéndome en paz con mi conciencia y con Dios. Siéntate, descansa; te esconderemos para que no puedan verte los vecinos con ese endiablado uniforme...

-Es una imprudencia que le tengas en tu casa mientras de todo en todo no se convierta -dijo la santa con severidad.

-¿Y qué importa? -repuso doña Fermina ofendida de la intolerancia de su consejera-. Mi hijo está arrepentido. El pobrecito estará hambriento y fatigado. Lo primero es que tenga salud.

-Puede quedarse -afirmó el cura, menos celoso que la beata-. Salvador es un buen muchacho... ha dicho que lo pensaría... Tiene buen natural y mucha inteligencia... y sobre todo, el deber le ordena servir a la patria. Aquí donde me ves -añadió deteniéndose en medio de la estancia en actitud marcial-, estoy disponiéndome para salir por ahí con otros amigos... Ya sabes que mi puntería es la mejor de toda la tierra de Álava. Hemos decidido organizar una partidilla, para auxiliar a las de Longa. ¿Qué te parece mi proyecto? ¡Oh, admirable! Los hombres se deben a su patria, y es   —81→   preciso que nosotros, los que estamos en cierta jerarquía demos el ejemplo a los demás... La ocasión es solemne, y ningún español puede permanecer en su casa: Wellington está cerca y es preciso ayudarle. ¿Qué tal? ¿Te animas? Yo no espero sino a que venga de Peñacerrada D. Fernando Garrote, que es hombre muy entendido en guerras, para partir con él... Serás un buen escopetero, Salvador.

-Siéntate, hijo -indicó la madre, observando que el joven no se entusiasmaba excesivamente con el bélico ardor de Respaldiza-. Voy a aderezar algo de comida. Estarás muerto.

-No tengo ganas de comer -respondió el mozo, profundamente abstraído.

La madre le miró con desconsuelo, viendo sin duda en su abatimiento pensativo la señal de nuevas vacilaciones.

-He dicho que lo pensaría, ¿no es eso? -murmuró Monsalud sin pensar en comer-. Pues bien, lo pensaré... déjenme pensarlo todo el día... Es cosa grave... El convoy que he custodiado y que lleva el general Maucune, sale ahora mismo; pero yo no saldré hasta mañana con el convoy grande.

La madre y los dos amigos permanecieron mudos, y sin pestañear le observaron. Luego abrazó el hijo a la madre, y sonriendo dijo:

  —82→  

-Volveré más tarde.

Cuando salió de la habitación, la vieja se expresó así:

-¡Perdido, perdido para siempre!

Más optimista y generoso el cura, tranquilizó a la afligida madre , diciendo:

-Es nuestro.



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