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ArribaAbajo- IX -

Para mayor claridad de sucesos que han de venir, Dios mediante, no estará de más referir algunos antecedentes relativos a las principales personas de esta historia. Era doña Fermina natural de Pipaón y rama del tronco de una honradísima e hidalga familia; mas Dios quiso que en ella y su hermano tuviese fin el lustre de su casa, pues quedando huérfanos en edad temprana, mientras él derrochaba en Madrid toda la fortuna paterna, sufrió ella una desgracia irreparable que por siempre la condenó a la oscuridad y a la vergüenza, con lo cual acabó para el mundo, y en el olvido quedaron las nobles prendas de su alma y superior mérito.

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Una herencia de poquísimo valor y un pleito enfadoso la obligaron a establecerse en la Puebla en 1811. Vivía allí con modestia y muy retirada; pero la trataban algunas personas, y entre ellas asiduamente doña Perpetua y el cura, que bien pronto ejercieron en su ánimo grande influencia, convidándoles a ello la gran sencillez y bondad de la piadosa mujer. Doña Fermina no era vieja aún; pero habíala desfigurado la negra tristeza que en todos tiempos llenaba su alma, y finalmente el pesar por la ausencia de su hijo. Los amores de este con cierta joven de la villa, y sus cuestiones y disputas con otro muchacho, hijo de acomodados padres, obligaron a doña Fermina a enviarle a Madrid, donde hizo lo que ya sabemos, y se entregó en cuerpo y alma a los franceses.

Después de la conferencia antes referida, salió Monsalud a la calle, y vagó por las principales del lugar, tan ocupado por sus pensamientos que a nada atendía, ni paró la atención en la mucha gente que le miraba. Su entereza había sido muy quebrantada por la lastimosa escena de la mañana, y la deserción que antes le parecía un hecho deshonroso, contra el cual a voces protestara su pura conciencia, se le representaba al fin no sólo   —84→   como natural, sino como en alto grado laudable y meritorio. El grande amor que a su madre tenía, y el prestigio de las dos religiosísimas personas de que se ha hecho mención, habían trastornado sus ideas, abierto nuevas vías a su pensamiento, y cambiado el modo de ver las cosas de la vida y especialmente de la guerra.

-Es indudable -dijo para sí- que el deber que hacia mi patria tengo anula todos los demás deberes... Al nacer contraje con mi patria el compromiso tácito de defenderla, y este compromiso anula también todos los juramentos posteriores... Váyanse los franceses con doscientos mil demonios... Pero una conciencia honrada ¿puede consentir el abandono traidor de los que nos han hecho un beneficio, y el hacer armas contra ellos, aunque sea en las filas de la patria? No, en caso de desertar renunciaré a mis grados militares, romperé mis charreteras y dejando a los franceses, me retiraré a mi casa resuelto a no volver a tomar un fusil en la mano.

Así discurría, balanceando su voluntad de un lado para otro, pero inclinándose más del lado de la deserción. Al fin sus pensamientos tomaron vuelo por distintos espacios, y puso en olvido a franceses y españoles: en aquel mar   —85→   agitado de sus ideas sobrenadó lo que sobrenada siempre, y todo lo demás se fue al fondo. Mirando las verdes copas de unos árboles que se elevaban sobre los tapiales viejos de una huerta entre irregulares tejados, dijo hablando consigo mismo:

-¿Estás ahí, Genara? Todo sigue lo mismo, árboles, casa, cielo y tierra, el aire y el sol, y lo mismo también mi corazón, que antes dejará de latir que de quererte.

Los redobles de tambor que sonaron en las inmediaciones del pueblo le obligaron a seguir adelante.

-Como la división no se pone en marcha hasta mañana temprano -dijo- tengo tiempo de pensar lo que debo hacer; vamos al campamento y esta noche... Esta noche veré a Genara aunque me sea preciso degollar a su madrastra y ahorcar a su abuelo.

Pensándolo así, fue al campamento llamado por su obligación; mas nada le ocurrió en él digno de contarse, por lo cual apresuramos la narración, acortando el día y transportando a nuestros lectores a la apacible y oscura noche, cuando Monsalud dirigiose solo y con el alma llena de ansiedades entre dulces y dolorosas, a aquellos mismos tapiales de tierra que por la mañana vimos, descollando sobre ellos la frondosa   —86→   arboleda de una huerta. Llegó el joven y reconocidos los contornos para ver si alguien le observaba, cerciorado al fin de que en las callejas contiguas no había curiosos ni rondadores, tomó una piedrecilla y la arrojó contra la única ventana de la casa que a la huerta daba. Luego articuló hábilmente unos silbidos que parecían el canto de un pájaro nocturno; mas ninguna señal de la casa contestó a su extraña música hasta la tercera repetición.

Abriose al fin la ventana, pero no conociendo Salvador la persona que en el oscuro hueco apareciera y receloso de que fuera el suspicaz abuelo o la vigilante madrastra, calló y ocultose en las densas sombras que proyectaban las cercanas paredes. Poco después creyó sentir pasos en la huerta y el tenue ruido de las matas que se rozaban unas con otras, apartándose para dar paso a un vestido. Acercose entonces muy quedito a la empalizada que tapaba la entrada de la huerta, y que en sus tablas carcomidas tenía grietas, agujeros y hendiduras suficientes para dar paso libre a la palabra durante la noche y aun a la vista durante el día. El joven conocía aquellos viejos maderos, la disposición de sus huequecillos y claros como se conoce el traje que se ha usado muchos años. Al pegarse a ellos su corazón más que su oído le dio a   —87→   entender que por dentro suspiraba una persona.

-Generosa -dijo aplicando los labios a una juntura por donde difícilmente podía pasar un dedo.

-Salvador -repuso desde el contrario lado una dulce y conmovida voz como gemido del viento entre las hojas-. ¿Eres tú?

-Aquí estoy, siempre tuyo, siempre queriéndote, muriéndome, Genara, por ti -dijo Monsalud oprimiendo su cuerpo contra las frías y duras tablas-. Dime si me has olvidado, si quieres a otro. Genara, estás aquí y no puedo verte. ¡Maldita noche!... ¿Me has olvidado? ¿Me quieres todavía?

-Sí -repuso desde dentro la dulce voz-, te quiero. ¿Por qué has estado tanto tiempo sin escribirme? ¡Cuánto me has hecho llorar!

-Genara -exclamó el joven apoyando su frente abrasada sobre la madera-, mete tus deditos por esta rendija de la derecha.

Dos blancos dedos aparecieron por la rendija, moviéndose como dos culebritas. Monsalud, después de imprimir en ellos amorosos besos los estrujó entre sus manos, hasta que la muchacha los retiró diciendo:

-Me lastimas, Salvador.

-Genara, soy muy desgraciado, soy el más infeliz de los hombres. Déjame que te vea, pues   —88→   viéndote, aunque sea un momento, me será menos penosa la vida.

-¿Por qué eres desgraciado?

-¿Por qué...? -repuso el joven vacilando-, porque no te veo, porque tu abuelo y tu madrastra no quieren que seas para mí... Genara, por Dios, rompamos estas tablas.

-¿Estás loco? Deja las tablas como están y hablemos. Aún no sé si podré estar aquí mucho tiempo.

-¿Los de tu casa duermen?

-Sí; pero mi abuelo tiene el sueño muy ligero, y como todos hemos de madrugar mañana para ir a Vitoria, se ha acostado vestido, y al menor ruido, Salvador, saldría como un león.

-¿Te vas a Vitoria?

-Sí, el abuelo teme que los franceses destruyan esta villa. Allá estamos más seguros... ¿Irás tú por allá?

-Tal vez.

-Pero no me has dicho las causas de tu desgracia. Yo también soy desgraciada. Tengo un pesar que me destroza el alma. ¿Sabes por qué? Porque te quiero, Salvador -dijo la muchacha con acento quejumbroso-, porque te quiero mucho, porque desde hace dos años, desde que tú y tu madre vinisteis a estableceros en esta villa, te estoy queriendo.

  —89→  

-¿Lloras, Genara? -preguntó Monsalud, oyendo los sollozos de su amiga.

-Sí, lloro... Pero de ti depende que me muera de dolor o que sea muy feliz. Respóndeme.

-¿A qué?

-Salvador, Salvador de mi alma, en la Puebla se ha dicho que te habías pasado a los franceses. Hoy mismo dijo mi abuelo que estabas entre los vándalos que llegaron anoche. Yo no he querido creerlo, se me ha resistido creerlo: dime si es verdad, dime si te has pasado a los franceses; y si es cierto, Salvador, no volverás a oír una palabra de mi boca, ni me verás. Genara ha muerto para ti. Genara te aborrece.

Monsalud se quedó yerto y frío y sin habla. Helado sudor corría por su frente.

-Genara -dijo haciendo un esfuerzo para traer la palabra de su agitado corazón a sus trémulos labios-, ¿por qué has de tomar tan a pechos...?

-Contéstame pronto -repitió la voz.

El joven vaciló un momento y después dijo:

-Pues bien; es mentira.

-¡Salvador, has dicho que es mentira! -exclamó Genara alzando la voz-. ¡Bendita sea tu boca! ¡Bendita sea tu alma! Todo mentira; invenciones   —90→   de la gente, envidia también de tus buenas prendas.

-Invenciones, envidia -repitió sordamente Salvador.

-Pues tú me lo dices, lo creo -dijo la muchacha-. Nunca me has dicho sino la verdad. No sé de dónde ha sacado la gente tal noticiota. Dijeron que te habían visto hoy por el pueblo, vestido con un uniforme verde y un sombrero de piel.

Monsalud calló.

-Hace un momento, Salvador mío, me quedé dormida; soñé primero con tu uniforme verde y tu sombrero de piel, adornado con un águila dorada. ¡Me causabas horror! A pesar de tanto como te he querido, viéndote de aquel modo me parecías el más horrible, el más espantoso de los hombres.

Salvador sentía en su garganta un cerco de hierro que le ahogaba. Era la gola con la insignia imperial. Bajando hasta su pecho le mordía el corazón, y el águila majestuosa que exornaba su frente no le hubiera quemado el cerebro con más violencia, si fuera una llama. El desgraciado joven sentía en su interior una ansiedad semejante a la agonía que precede a la muerte.

-Pero después -prosiguió la joven- tuve   —91→   otro sueño mejor. Soñé que lo de pasarte a los franceses era mentira, como has dicho, soñé que volvías a la Puebla vestido de paisano, pobre, pero con honra; que volvías después de haber estado combatiendo con los franceses en las filas de Longa, de Pastor o de Mina... ¿Estás de paisano? Cuéntame lo que has hecho durante ausencia tan larga.

-Todo te lo contaré. Pero dime; si yo hubiera cometido la infamia, la deslealtad, la alevosía de servir a los franceses, ¿es cierto que habrías aborrecido al pobre Salvador que lo mismo te quiere hoy que ayer?

-No me lo digas -contestó la joven-. ¿Por qué se quiere a las personas? ¿Por el rostro? No lo creas. Se quiere a las personas por las prendas del alma, por el valor, por la honradez, por la generosidad, por la lealtad, por la dignidad, por la nobleza.

Monsalud no oía estas palabras. Sentíalas en su corazón como saetas que se lo atravesaban de parte a parte.

-El que en una guerra como esta -continuó la joven- da de lado a sus hermanos que están matándose por echar a los franceses; el que ayuda a los enemigos, a esa caterva de herejes, ladrones y borrachos, es un traidor cobarde, un ser despreciable, un Judas. Los perros   —92→   de España merecen más consideración que el que tal vileza comete. Si tú la cometieras, Salvador, no sólo te aborrecería, sino que me mataría la vergüenza de haberte querido.

Monsalud apuró con resignación este cáliz de amargura. Las palabras de la vehemente muchacha, juntamente con el recuerdo de la escena ocurrida en la casa materna, le hicieron comprender la inmensidad del sentimiento patrio. Todo lo que en él había de violentamente salvaje desaparecía ante la grandeza de su lógica. Contra aquello ¿qué podían José ni Napoleón con todos sus ejércitos? Sobre aquel sentimiento, sobre aquel odio de las muchachas a todo el que no fuera patriota, descansaba la inmortalidad nacional, como una montaña sobre sus bases de granito. Monsalud lo vio todo, vio aquel gigante cruel y sublime, salvaje pero grandioso, y se inclinó ante él abrumado, vencido, resignado, comprendiendo su propia miseria y la magnitud aterradora de lo que tenía delante.

-Genara -dijo con voz conmovida-, mete tus deditos por esta rendija. Me muero de dolor; soy el más desgraciado de los hombres.

-¿Por qué? -dijo Genara poniendo su alma en las yemas de los dedos y echándola a la calle-. Yo estoy contenta... ¿Pero Salvador, qué es   —93→   esto que toco? Un botón de metal, y otro, y otro. ¿Tienes uniforme?

-Me compré un chaquetón en Valladolid, cuando venía para acá -repuso turbado el militar-. Así se usan hoy.

-Salvador, ahora que te has movido, ha sonado contra el suelo una cosa de hierro. Parece un sable.

-¿Pues no te dije que lo tenía? Sí, me lo dieron unos guerrilleros en Nájera.

-¿Has estado con los guerrilleros? -preguntó la joven con entusiasmo-. ¡Y no me lo habías dicho! ¡Oh, con los guerrilleros! ¡Bendígalos Dios!... Salvador, entra tu mano por este agujero grande que hay más arriba... ¿Con que has estado con los guerrilleros?

La mano de Monsalud pasó de la calle al jardín, y el joven sintió sobre ella los labios de la joven, quemándole como ascuas, que se le metían por las venas adentro hasta el mismo corazón.

-Salvadorcillo -dijo la joven, acariciando la mano de su amigo-, ¿esta mano ha matado muchos franceses?

A Monsalud, después del anterior fuego, se le heló la sangre en las venas, al oír esto.

-Siempre que oigo contar hazañas de guerrilleros -prosiguió Genara- me acuerdo de ti.   —94→   A todos me los figuro como tú, y me parece que nadie puede ganarte en valentía. Sueño con las sangrientas batallas en que perecen muchos franceses. ¡Ay! si yo fuera hombre, no quedaría con vida ni uno solo de esos perros. Cuando voy a la iglesia y oigo al cura contarnos en el púlpito las ventajas de los guerrilleros; cuando vienen a casa los amigos de mi abuelo y hablan de las batallas ganadas por Longa y Mina, no puedo apartar de ti mi pensamiento. Me moriría de felicidad si oyera tu nombre entre tantas maravillas de valor. Los buenos soldados de España se me representan como San Miguel, ángeles armados y hermosos que destrozan al dragón. ¿Eres tú de esos, Salvador; eres tú un San Miguel? -añadía con exaltación admirable-. Dime que sí, y te querré más todavía. Dime que has matado muchos enemigos, que has defendido a España contra esos borrachos del infierno, dime que te has bañado en su sangre maldita y machacado sus horribles cabezas, y te querré más que a mi vida, te querré como a Dios... Nosotros somos Dios, Salvador; nosotros los españoles somos Dios y ellos el demonio, nosotros el Cielo y ellos el Infierno. Así lo dicen el cura y mi abuelo, y tienen mucha razón.

-¡Mucha razón! -repitió Monsalud por decir   —95→   algo-. Genara, tu exaltación me conmueve. Ahora veo que hay otra religión además de la que está en el catecismo, la religión de la patria. Los hombres la practican y las mujeres la sienten. Si la fe en Dios mueve las montañas, la fe de esa otra religión también las mueve. Con ella el heroísmo y el martirio son cosas fáciles... Genara, yo te juro ante Dios que nos está mirando desde lo más alto del Cielo, que haré todo lo posible para elevarme como tú hasta el último grado en la fe de la madre España. Mis proezas no han sido hasta ahora muy grandes; pero aún hay franceses en la tierra. Soy joven, fuerte, robusto: soy soldado de la patria. Morir por ella y morir por tu amor me parece lo mismo. Genara de mi alma, quiereme mucho.

-Salvador mío, ese es el lenguaje que me gusta oírte -dijo la muchacha-. Estamos en guerra. Todo hombre que no sea guerrero hoy no merece más que desprecio. ¿Te gusta a ti la guerra, Salvador? Di por Dios que sí, dímelo.

-Extraordinariamente, Genara. El corazón que no palpita por estas tres cosas, Dios, la mujer amada y la victoria, no es corazón de español ni de hombre.

Sintiose el suave estallido de algunas tablas. Genara sacudía la empalizada.

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-¿Qué haces? -le preguntó Monsalud-. Esto se mueve.

-Salvador, amigo querido de toda mi vida -dijo con pasión la muchacha- ¡Malditas sean estas tablas que nos separan! Empuja un poco de ese lado.

-Se romperán, Genara. Esto no es tan fuerte como parece -indicó el joven con terror.

-Quiero verte -añadió Genara con voz que se ahogaba entre sollozos y suspiros-. Hace tanto tiempo que no te veo... y si ahora te vuelves con los guerrilleros, y tu arrojo te causa la muerte en una acción... no te veré más... ¡Ay! estas condenadas tablas no ceden.

-No -repuso el mancebo tranquilizándose.

-Oye -dijo la doncella con exaltación-, si es tan grande tu empeño por entrar y verme, no es menor el mío. Nada más triste que hablar y no poderse ver las caras. ¿Estás pálido, Salvador, estás tostado del sol?... Oye lo que me ocurre. Mi abuelo tiene la llave de esta puerta sobre la mesa de su cuarto. Ahora duerme... puedo entrar de puntillas y cogerla. No sentirá nada... Aquí está el candado, hijito... Se abrirá fácilmente... ¿Conque voy por la llave?



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ArribaAbajo- X -

-Detente -dijo Monsalud, a quien causaba rubor y angustia la idea de que al abrirse la puerta, descubriera Genara por su traje el engaño de su patriotismo y la verdad de su afrancesamiento-. Detente, Generosa, y reflexiona un momento sobre lo que vas a hacer... Te quiero más que a mi vida; te quiero no por egoísmo, sino con verdadero amor que pone por encima de todo el bien de la persona amada. No necesito llave para abrir esta puerta del cielo, Genara: basta un esfuerzo para echarla a tierra; pero no la romperé, no, porque mi propia estimación y sobre todo la tuya me lo prohíbe.

-Dices bien, yo estoy loca -murmuró la muchacha-. Acércate; que sienta yo tu respiración pasando por estas rendijas, Salvador mío. ¿No te marcharás todavía?

Monsalud, fatigado de la farsa que estaba representando y que repugnaba a la dignidad y lealtad de su alma generosa, mas sin deseos de ponerle fin alejándose de la dulce criatura amada,   —98→   quiso variar de conversación, entablándola sobre un asunto que no tuviera relación con la guerra, ni con los franceses, ni con los guerrilleros.

-Niña mía -dijo-, se me había olvidado un asunto del cual pensé hablarte.

-¿Cuál?

-Durante este tiempo en que no nos hemos visto, he tenido celos, muchos celos. En Madrid me dijeron que querías al hijo de D. Fernando Garrote. Recordarás, que cuando éramos novios, él te hacía la corte, que Garrote y yo nos mirábamos con muy malos ojos, que por haber reñido primero de palabra y después de obra, tuve que salir de la Puebla jurándole enemistad eterna. Si después de esto, has tenido la debilidad, no digo de quererle, porque esto me parece imposible, sino de admitir sus galanteos, buscaré a ese fatuo y donde quiera que le encuentre, le mataré.

Contra lo que Monsalud esperaba, Genara no se escandalizó de lo que acababa de oír ni menos contestó a los agravios del mancebo con mimos y lloros, según costumbre tan antigua como el mundo. Oyó él tras los maderos una risita que no le hizo feliz, y después estas palabras.

-¡Qué tonto eres! No hagas caso de eso.   —99→   Cierto es que Carlos Garrote me hace la corte y quiere casarse conmigo. Me envía regalitos, ramos de flores, va a misa a la misma hora que yo, y algunas veces viene con sus amigos a desgañitarse bajo las rejas de esta casa, acompañado de guitarras y bandurrias.

-Genara, Genara, me estás destrozando el corazón -exclamó el mancebo con fuego-. ¿Por qué te ríes?

-Me río de él. Y no es mal muchacho, Salvador -continuó Genara-. Tiene buen porte, muy bueno, sí, y también excelentes cualidades, sólo que no es amable ni delicado como tú, sino brusco, serio, y...

-Y fatuo y vanidoso y soplado -interrumpió Monsalud-. Veo que no te disgusta mi enemigo.

-Ni me gusta, ni me disgusta -dijo la doncella, aplicando su boquita a las hendiduras para que se oyese mejor lo que decía-. Si no le quiero, tampoco desconozco sus buenas cualidades, especialmente el valor grande y temerario que ha mostrado en esta guerra. ¿Qué crees tú? Carlos Navarro, el hijo de D. Fernando Garrote, es la admiración de esta villa y el honor de todo el país de Álava. Ha corrido por esos mundos con Longa y Pastor, y todos dicen que no han visto mozo de más arrojo y   —100→   bravura. ¿Pues y su tino para la guerra? ¿Y su ciencia militar que nadie le ha enseñado? Todo lo sabe, y es al modo de los grandes capitanes, que en un abrir y cerrar de ojos aprenden por completo el arte de pelear. Mi abuelo asegura, que de Carlos Navarro a Alejandro el Grande va menos que el canto de un duro. Hace meses, cuando entró en la Puebla después de haber derrotado a los franceses, todos los habitantes de esta villa salimos, como en procesión, a vitorearle. ¡Qué día, Salvador! Yo me acordaba de ti y hubiera querido que estuvieses aquí para ver tanto entusiasmo. Yo no cabía en mí de puro confusa y exaltada y alegre. No sé lo que pasaba en mi alma cuando vi a Carlos Navarro en su caballo blanco entrar triunfalmente cubierto de guirnaldas de flores, con la espada en la mano y el orgullo de la victoria en los ojos; ¡ay, Salvador! me eché a llorar.

-¡Te echaste a llorar! -dijo Monsalud con un volcán de celos dentro del pecho-. No lo digas delante de mí. Eso es un insulto, Genara... me estás matando.

Sin añadir más palabras, golpeó con tanta violencia las tablas, que la débil empalizada vaciló. Ocupado por el dolor y los celos, que entre confusiones mil agitaban su alma. Monsalud no advirtió que en el extremo de la   —101→   calleja donde tan descuidadamente departía con su tormento, había aparecido un hombre; que aquel hombre se había acercado con cautela y puéstose inmóvil y vigilante como a dos varas de la amorosa conferencia. Cuando la empalizada crujió al recibir los golpes de fuera, dio algunos pasos más hacia adelante el que parecía fantasma, y entonces le vio nuestro celoso joven.

Ambos se miraron sin hablar nada, hasta que el desconocido rompió el silencio, diciendo con voz grave:

-¿Qué hace Vd. aquí?

-Lo que quiero -repuso Monsalud reconociendo al instante la voz de Carlos Navarro, hijo único del célebre y hasta ahora no conocido D. Fernando Garrote-. Siga Vd. su camino, que no me creo obligado a informarle de mi conducta, señor entrometido.

-Ahora veremos quién desfila -dijo el otro sin perder la calma-. Me parece que tengo enfrente a Salvadorcillo Monsalud, el cual marchó a Madrid a servir a los franceses.

-El mismo soy -exclamó el militar con brío- ¿qué quieres de mí, Carlos Navarro?... Supongo que traerás una espada.

-No.

-¿Navaja?

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-Tampoco. Vengo sin armas. Si las trajera, no las deshonraría midiéndolas con las de un miserable traidor, con las de un vendido a los franceses.

-¡Navarro! Llevo un uniforme que no es el tuyo -exclamó Salvador con violento coraje-. No lo desprecies. El corazón que va dentro de él no ha cometido ninguna acción villana. Lo mismo puedo matarte con una espada española que con un sable francés.

-¡Vendido!... deja libre la calle. No reñiré contigo. Cuando me encuentro con un traidor, escupo y paso.

-¡Miserable, cobarde, salteador de caminos! -gritó Monsalud sintiendo culebrear el rayo dentro de sus venas-. Defiéndete, si no quieres que aquí mismo te atraviese y envíe al infierno tu alma perversa.

Monsalud desenvainó el sable. Navarro no hizo movimiento alguno hostil, pero echando atrás el embozo de su capa negra, alargó la mano sin otra arma que una linterna. El espacio que separaba a los dos enemigos se inundó de luz.

En el mismo instante la empalizada, que poco antes se estremecía sacudida con violencia por un hombre, cedió por completo a los esfuerzos de una mujer, y abierta al fin, dio paso   —103→   a Genara, que pálida como la muerte, fue derecha a ponerse entre los dos jóvenes. Alargando sus brazos podía tocar el pecho del uno y del otro. Lo primero en que se fijaron sus ojos fue en la gallarda persona del renegado, cuyo brillante uniforme reflejaba la luz de la linterna en los relucientes botones de cobre, en el águila, carrilleras, gola y cartera. Genara dio un grito agudísimo, miró a uno y otro galán alternativamente toda acongojada y confusa, como quien no cree lo que ven sus ojos y tocan las propias manos. Monsalud que resuelta y ciegamente iba ya contra su enemigo, detúvose al ver interpuesta a la hermosa joven.

-Este es Monsalud -exclamó ella con perplejidad indescriptible-. Navarro, ¿es este Monsalud?

-Por el uniforme francés se le conoce -respondió el guerrillero.

-¡Francés, francés! -gritó la doncella-. ¡Tú francés... embustero además de traidor!

-Sí, francés, francés -rugió Salvador-; francés, traidor y embustero y todo lo que quieras; pero vete de aquí y déjame solo con ese hombre.

-¡Virgen María! ¡Señor mío Jesucristo! Asísteme en este trance -murmuró la joven.

Después entró corriendo en el jardín, y   —104→   desde la empalizada y con voz clara, argentina, sonora, penetrante y exaltada, con voz que no puede definirse, como no puede definirse la pasión extraña que la inspiraba, gritó:

-¡Navarro, mátale, mátale sin piedad!




ArribaAbajo- XI -

-Mátale -repitió alejándose la voz, al mismo tiempo dulce y guerrera- mátale por traidor y embustero.

Monsalud al oírla, sintió en su corazón frío de muerte; sintiose cobarde, zumbó en su cerebro la sangre inflamada; su brazo era un estropajo inerte que apenas podía mover el sable, aquel hierro, trocado en caña inútil por la súbita congoja del alma... El universo entero se le había caído encima.

-No tengo armas -dijo Navarro sin dar un paso hacia adelante ni hacia atrás y soltando la linterna-. Puesto que no puedo ni quiero batirme contigo en lid de caballeros, asesíname, francés; ese es tu oficio. Asesina al guerrillero de Andía y la Borunda.

La serenidad grave y un poco petulante de   —105→   aquel hombre, el mirar fijo de sus ojos, su hermosa estatura, la capa que de los hombros le caía hasta los pies, dándole el aspecto de una estatua negra, trastornaron a Monsalud más de lo que estaba. ¿Por qué no decirlo? Tenía miedo, un pavor, semejante al que infunde la superstición. Todo cuanto veía parecíale sobrenatural, obra del demonio, obra de Dios tal vez. Sobreponiéndose a su espanto, dijo:

-Es mentira, la traes bajo tu capa. ¿Tienes miedo?

Con esta pregunta pensó sacarle de su fría impasibilidad; mas el otro sonriendo con desdén, replicó:

-Salvador, guarda ese chisme y vete con los tuyos.

-Mátale, mátale por traidor y embustero -gritó más lejos, desde la casa y junto a la puerta que daba al jardín la voz divina y furiosa de Genara.

Un hecho es este cuyo tenebroso misterio no penetrará jamás con exactitud el observador; pero es indudable que la pasión amorosa confundida con el arrebatado sentimiento patriótico que en el alma de la mujer produce fenómenos extraordinarios, durante las grandes guerras de raza, está sujeta a veleidades casi   —106→   increíbles. El fanatismo de Genara hizo de ella en la ocasión crítica que narramos un ser espantoso; pero ¿es posible pronunciar la última palabra sobre la vengativa saña de su alma exaltada, sin deslindar lo que de sublime y de perverso había en los sentimientos que precedieron a la explosión tremenda? La pavorosa figura bella y terrible, que pedía la muerte de un hombre, pocos minutos antes amado, encaja muy bien dentro del tétrico cuadro de la época, en la cual las pasiones humanas exacerbadas y desatadas arrastraban a los hechos más heroicos y a los mayores delirios. Había en Genara una entereza romana que de ningún modo podía ser completamente odiosa, y en sus odios lo mismo que en sus amores no se quedaba nunca a medias.

-Tiene razón -dijo de súbito Monsalud arrojando el arma-. Yo soy el que debe morir. ¡Navarro, ahí tienes mi sable! Haz el gusto a Genara.

Navarro recogió el sable y entregándolo a su rival le habló así:

-Te he dicho que te marches a tu campamento. Ni una palabra más. No gusto de conversación.

En el mismo instante sonaron dentro de la casa voces de alarma.

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-¡A ese!, ¡al francés!... ¡al renegado! -gritaban voces distintas.

Y viéronse luces y abriéronse puertas y aparecieron algunos hombres y mujeres con palos y escopetas.

-¡Al pozo con él! -gritó uno.

-¡Ahorcarle!... venga la cuerda -gritó otro.

-Meterle en el horno -vociferó un tercero.

De las casas vecinas salieron algunas personas más, y otros aparecieron por la calleja, de tal modo y con tanta presteza que Monsalud se vio amenazado por una ruidosa caterva de personas de todas clases.

-¡Muerte al francés!- gritaban.

Recobrando su ánimo se apercibió para defenderse.

La voz de Genara repitió a lo lejos con estridente aullido que parecía proceder de la garganta de un ángel de exterminio, flotante en el negro espacio sobre el lugar de la escena, las siguientes palabras:

-¡Por traidor y embustero!

Hubiéralo pasado muy mal, perdiendo seguramente la vida el pobre jurado, si su propio rival no le defendiese de aquella turba rabiosa, apartando a unos, haciendo callar a otros y repartiendo a diestra y siniestra gran cantidad de porrazos.

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-Nosotros no asesinamos -gritó-. Dejen libre a este pobre hombre que se va a su campamento.

Pero ya que no podían acabar con él, siguieron azuzándole con la soez valentía del número. Protector y protegido, sin dejar por eso de ser encarnizados enemigos, caminaron largo trecho, abriéndose paso con dificultad. Gracias a la hora tardía y oscuridad de aquellos lugares, no acudió más gente al alboroto, que si acudiera, mal lo habría pasado el del uniforme francés a pesar de hallarse tan cerca sus amigos. Felizmente para Salvador, a medida que avanzaban, disminuía la molesta chusma, hasta que al fin y después de andar largo trecho hacia una de las puertas de la villa, donde se distinguían las fogatas y se escuchaba el rumor de las fuerzas acampadas, la ruin turba quedó reducida a media docena de hombres. Navarro les aplacaba y despedía uno por uno, logrando al cabo quedarse solo con la víctima. Más abrumaba a Monsalud la nobleza que demostrara en la referida ocasión su enemigo que los insultos con que le vituperó poco antes.

-Estamos solos -dijo cuando llegaron a la plazoleta inmediata a la puerta que da paso al puente del Zadorra-. Navarro, agradezco tu   —109→   generosidad. Quieres matarme en buena lid, y no has permitido que me asesinen esos bárbaros. Solos estamos. ¿Es cierto que no traes armas?

-Ya lo he dicho- replicó el otro.

-Lo creo; eres valiente y sé que no las ocultarías por cobardía. ¿Insistes en no batirte conmigo? No me he pasado a los franceses: antes de servirles, yo no había tomado las armas por ninguna causa. Mi destino lo ha querido así; pero no estoy deshonrado. Mi desgracia, mi abandono, mi pobreza lleváronme a las filas del enemigo, y la deshonra consistiría en abandonarlas durante el peligro... Ve, pues, en busca de tus armas; aquí te espero.

-No quiero -repuso Navarro, con sequedad-. Ya te he dicho que sigas tu camino.

Y luego con expresión de orgullo que Monsalud no acertaba a explicarse, añadió:

-Soy guerrillero.

Dijo esto, como si dijera: «Soy Dios».

-Bien, ¿y qué más da que seas guerrillero? Eso prueba que eres valiente -repuso el otro con aflicción.

-¿Sabes lo que haré si te vuelvo a encontrar junto a las tapias de la casa de Genara, o si la miras, o si hablas de ella en público, siquiera digas solamente que la has conocido?

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-¿Qué?

-Cortarte las orejas... Conque adiós.

Dicho esto volvió la espalda y se alejó tranquilamente, dejando a Salvador perplejo y dudoso entre aceptar aquel inopinado desenlace de la contienda o arremeter tras su enemigo para herirle. Una ira loca sucedió a las dolorosas dudas, y siguiendo a Carlos gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

-¡Navarro, eres un cobarde!

El guerrillero volvió atrás y con provocativa flema le dijo:

-Como están cerca tus amigos; como se les ve desde aquí y podrían venir al menor ruido, te has vuelto tan bravo, que si te vieran los gatos de la vecindad, temblarían de miedo.

-Navarro -exclamó Monsalud con frenético coraje-, toma mi sable. Espérame un instante, un instante no más, mientas voy a que un amigo me preste el suyo. Entonces me podrás decir lo que te acomode y yo morir o cerrarte para siempre esa boca insolente.

-Salvador -gritó Navarro comenzando a perder la enfática serenidad que mostraba- no me provoques con tus ladridos... Te he perdonado y me insultas, te desprecio y me sigues. Tanto me buscarás, que al fin has de encontrarme.

  —111→  

Con rápido movimiento se desembozó, dejando en tierra la linterna.

-No tienes tú la culpa -dijo-, sino quien sabiendo lo que eres, baja de noche a hablar contigo por la reja de la huerta. Genara no te conocía sin duda o la engañaste con torpes embustes e infames artes.

-Dime todo eso con una espada, con una pistola, con tu sangre, malvado -clamó Monsalud rugiendo de ira-, y te contestaré lo que mereces.

-Pues sea -gritó Carlos, y en el mismo momento oyose sonar el chasquido del resorte de una navaja, cuya larga hoja brilló en la oscuridad.

-Yo también traigo la mía -exclamó con júbilo Monsalud, arrojando el sable-. Navarro, defiéndete.

Envolvían en el siniestro brazo el uno su capote y el otro su capa, cuando se oyeron pisadas y luego voces alegres que por un callejón cercano se acercaban.

-Son franceses -dijo Navarro, pateando con furia.

-¿Franceses? ¿Y qué importa? -exclamó Salvador-. Seguirán su camino. Adelante pues.

-Traidor -gritó el guerrillero-, me has traído a donde están tus amigos.

  —112→  

-Vamos adonde quieras, elige sitio -repuso el jurado apresurándose a partir.

Apenas dieron algunos pasos en la dirección que indicara Navarro marchando delante, cuando se vieron detenidos por media docena de franceses, borrachos todos como cubas, los cuales reconociendo al punto a Monsalud, le rodearon, y con gritos y vociferaciones del peor gusto le saludaron.

-Dejadme, dejadme solo, amigos -dijo este.

-¿Quién es este bravo mozo? -gritó un francés dirigiéndose a Navarro.

-¡Ah! ¿tenéis pendencia?

-Echad mano al paisano y llevémosle al cuerpo de guardia -dijo un francés.

-Al que le toque -vociferó Monsalud resguardando con su cuerpo el de su enemigo-, le mataré como a un perro.

-¡Oh! ¡qué bríos! -gruñó otro francés.

-Vaya, basta de disputas -chilló un tercero-, y vénganse los dos a la taberna con nosotros.

-Tenemos que hacer en otra parte... Sigan ustedes adelante...

-Están desafiados... Ved las navajas.

Ambos contendientes cerraron y guardaron las armas.

-¿Desafío? -dijo uno que tenía la charretera   —113→   de sargento-. Ahora mismo van a ir los dos al cuerpo de guardia. ¿Con que desafío? A fe de Jean-Jean que no consiento tal cosa.

-¡A la taberna, a la taberna!

Apareció entonces otro grupo de franceses que se unió al primero.

-Vamos, ven acá farsante -gritó Jean-Jean asiendo a Monsalud por el brazo y tratando de llevárselo consigo.

-Señor espantajo -indicó un jurado amenazando a Navarro-, o toca Vd. tablas ahora mismo, o le pondremos a la sombra.

Navarro callaba, sofocando su coraje; pero acariciaba la navaja, dispuesto a atravesar al primero que osase ponerle la mano encima.

Salvador, desasiéndose con gran trabajo de los que entorpecían sus movimientos, se acercó a Navarro, y comprendiendo que la situación de este no era muy satisfactoria, dijo en voz alta:

-Señores, déjenme hablar dos palabras a solas con este amigo, y después nos iremos juntos a la taberna.

-Si me dan tiempo para ir a buscar a dos de mis amigos, a dos nada más -le dijo Navarro en voz baja-, daré cuenta de ti y de esos borrachos.

-Carlos -repuso Monsalud-, ponte en salvo.   —114→   Nada podemos hacer por esta noche. Estos majaderos no nos dejarán solos.

Trémulo de coraje, el guerrillero no contestó nada.

-Señala sitio y hora para mañana, para pasado mañana, para cuando quieras.

-El sitio y la hora en que nos volvamos a encontrar -respondió Carlos echando fuego por los negros ojos.

-El sitio y la hora en que nos volvamos a encontrar -repitió Monsalud con febril resolución-. Por la noche y por Dios que la hizo juro que así será.

-Me voy -dijo Navarro con sarcasmo-. Tus amigos te han salvado esta noche... Ahora, cuando yo vuelva la espalda, azúzalos contra mí.

Sin más palabras ni hechos, Navarro se internó a buen paso por una oscura y solitaria calle, y como algunos de los franceses allí presentes, quisieran ir tras él, púsose Monsalud entre ambas esquinas de la angosta vía y con determinación firmísima dijo a sus camaradas:

-El que quiera seguirle tiene que pasar sobre mi cuerpo.



  —115→  

ArribaAbajo- XII -

Cuando Jean-Jean y comparsa se empeñaban en llevar a Salvador a la taberna, este iba en tal estado de sombrío estupor y excitación mental que a las palabras de sus amigos, respondía tan sólo:

-¡Él guerrillero, yo francés!... ¡Yo francés, él guerrillero!... ¡Él blanco, yo negro!... ¡Él cielo, yo tierra! ¡Si ese hombre fuera Dios, yo quisiera ser el demonio!

A poco de entrar en la taberna, y antes que lograran hacerle tomar nada, escapose fuera y se dirigió a su casa en lastimoso estado moral y físico, con la razón delirante, el cuerpo flojo y desmayado como el de un beodo, hablando sordamente consigo mismo a veces, y a ratos profiriendo gritos que alarmaban al vecindario. Cuando entró en su casa, hallábanse en ella, a pesar de lo avanzado de la noche, doña Perpetua y el cura, acompañando ambos a doña Fermina. En el centro de la pieza había una mesa puesta con no poco aparato de vasos y platos, desplegándose allí gallardamente todo   —116→   el lujo de la casa como para una fiesta. Las viandas que sobre ella estaban, habían dejando de humear, enfriadas ya por el largo plazo de espera, y las quijadas de la santa como las del cura se abrían bostezando de apetito y sueño.

-Hijo mío, ¡cuánto nos has hecho esperar! Son las once dadas -dijo doña Fermina, abrazándole-. Pero tú tienes algo, estás amarillo como un muerto. ¿Qué dices ahí entre dientes?

-¡Guerrillero él! ¡francés yo! -murmuró Salvador dejándose caer en una silla.

-Espera, te ayudaré a que te quites el uniforme -dijo la madre-. ¿Se han marchado ya los franceses?

-Salvador -dijo en tono agrio el cura, observando al sargento con severidad-. Un joven de tus cualidades no debe estar en las tabernas hasta hora tan avanzada.

Y como Monsalud no contestase a la advertencia, sino riendo a la manera que ríen los locos, el presbítero añadió, levantándose de su asiento:

-¡Salvador, estás borracho! ¡Qué terribles hábitos se adquieren en el ejército!

-¡Y entre franceses! -añadió la beata-. El Rey les da buen ejemplo para que sean un modelo de sobriedad.

-Ya se te pasará -dijo doña Fermina con   —117→   maternal benevolencia-. Hijo, ¿quieres dormir?

-Sí, dormir; quiero dormir -repuso con gozo recostándose en un arca.

-Toma primero un bocado, muchacho.

-Sí, tengo hambre -exclamó el jurado abalanzándose a la comida y engullendo descortésmente sin consideración a los demás convidados.

Mas al instante apartó el plato con repugnancia.

-No tengo gana -dijo entre dientes.

El cura se paseaba por la habitación agitado y colérico.

-Los malos hábitos adquiridos no se olvidan en un día -afirmó doña Perpetua, echando al viento la voz por el registro más agridulce-. Esta mañana lo dije y ahora lo repito. Fermina, haz cuenta que no tienes hijo.

Doña Fermina rompió a llorar, y como interrogase cariñosamente al desgraciado joven acerca de sus propósitos y de la enmienda que por la mañana prometiera, este dijo:

-¡Guerrillero él, yo francés, francés toda la vida!

-Salvador -gritó el cura con enojo y fiereza-. Te creí traidor por inexperiencia, mas no vicioso ni degradado... Esta mañana me causabas lástima, ahora me causas horror.

  —118→  

-El pobrecito no sabe lo que se dice, señor cura -añadió la atribulada madre-. Esos pícaros lo han llevado a la cantina, y... por fuerza le han obligado a beber. Pero es un alma de Dios mi hijo. Esta mañana nos prometió dejar para siempre esas aborrecidas banderas, y lo hará, ¿pues no lo ha de hacer...? ¿Te quedarás aquí esta noche? Suelta el uniforme y duerme.

Oyéronse entonces lejanos toques de clarín. Callaron todos sobrecogidos por el son guerrero que parecía venir del campamento francés y Monsalud escuchaba con aparente júbilo. De pronto levantose y gesticulando como un insensato, y con desesperados gritos, gritó de esta manera:

-¡Viva Napoleón! ¡Viva el amo del mundo! ¡Viva Francia! ¡Mueran los guerrilleros!

-Esto no se puede tolerar -exclamó el cura bramando de ira y echando mano al respaldo de la silla que más cerca tenía-. Traidor infame y deslenguado blasfemo, sal de aquí al momento.

-¿Qué has dicho, hijo? -balbució entre angustiosos sollozos doña Fermina temblando como un niño-. Tú, tú, ¿pues no eres...?

-¡Afrancesado, francés hasta morir! -repuso el joven con enérgico brío-. ¡Francés hasta morir!

  —119→  

-Señor cura, señor cura -dijo la madre con tanto espanto como dolor-, ríñalo Vd.

-Buen caso hago yo de los curas -repuso Salvador mirando con desprecio al venerable Respaldiza-. Son los corruptores del linaje humano, como dicen Jean-Jean y Plobertin, que presenciaron la revolución francesa.

Doña Fermina ocultó el rostro entre las manos.

-Señor cura guerrillero -añadió el joven con insolente sarcasmo-, cuidado no le cojamos a Vd. por esos trigos... En mi regimiento no hay piedad para los clérigos armados... ¡Se les coge, se les desnuda, se les ahorca!...

Doña Perpetua se levantó de su asiento como una estatua que de súbito cobra vida para aterrar a los hombres.

-¡Miren la embaucadora! -gritó Monsalud remedando de un modo grotesco los ademanes de la santa mujer-. Vendré a rescatar a mi madre de las garras del demonio, para llevármela a Francia.

La beata y el cura le señalaron la puerta sin proferir una palabra.

-¡Guerrillero él, yo francés! -repitió el joven, no con palabras, sino con aullidos-. Madre, adiós, adiós... Escribiré desde Francia.

Tropezando, haciendo gestos amenazadores   —120→   y articulando gritos y bravatas poco inteligibles, pero horripilantes como la risa de los locos, salió de la estancia y de la casa, mientras cura y beata auxiliaban a la infeliz madre, que había perdido el conocimiento.




ArribaAbajo- XIII -

El buen orden de esta historia pide que ahora dejemos a Monsalud para que vaya solo o acompañado a donde mejor le plazca y su triste destino le lleve, y que volvamos los ojos y dirijamos nuestros pasos hacia Carlos Navarro, quien por lo que hasta ahora de él vimos, parece ha de ser personaje de historia y digno de ser conocido más de cerca.

Singular era este hombre, y más singular aún su padre D. Fernando Navarro, vulgarmente conocido en la Puebla con el remoquete de D. Fernando Garrote, que de sus mayores pasó a él sin que se pueda saber por qué. Aseguraban los ancianos de la villa, que siendo todos los Navarros, desde las generaciones más remotas, hombres muy fuertes, y a más de fuertes, algo pegones y amigos de dominar a los débiles y   —121→   de machacar sobre los humildes, debieron de recibir por estas cualidades el sobrenombre citado, que les caía a maravilla. Los últimos vástagos de esta dinastía garrotil, son los que presentaremos ahora, eligiendo para ello el momento en que, desocupada momentáneamente la Puebla por los franceses, quiso D. Fernando poner en efecto su pensamiento de ir a las partidas con Respaldiza, apretándole a ello la falta que él pensaba hacía en el ejército su tardanza, según eran los agravios que pensaba vengar, proezas que acometer, y cabezas que descalabrar.

D. Fernando vivía desde algún tiempo en una casa de campo hacia Peñacerrada, donde había puesto fin a sus viajes y correrías, porque los achaques y dolores en la trabajada osamenta eran ya obstáculo a su fantasía siempre ardiente y a su corazón valeroso. Triste y solitario y aburrido dejaba pasar sus días en la vasta vivienda, aun en lo más crudo de la guerra, hasta que por capricho o voluntariedad impropia ya de sus años, resolvió variar de conducta. Para hacer los preparativos de marcha, trasladose el 18 de Junio a la Puebla, donde tenía la casa solar, residencia habitual de su juventud y edad madura hasta los últimos años. Allí vivía de ordinario su hijo, y un pariente pobre   —122→   que le administraba el mayorazgo, consistente en tierras de pan, algunas viñas y mucho monte en el término de Treviño.

Allí le tenemos, allí está nuestro gran don Fernando en una sala baja, sentado en ancho sillón de vaqueta con las piernas extendidas sobre un banquillo. Ocúpase en limpiar la hoja de una luenga espada de taza, hoja toledana y grandes gavilanes retorcidos. Frente a él, acurrucada en una silla baja está la que ya conocemos, incomparable y seráfica doña Perpetua, observando con atención prolija al insigne varón.

Era D. Fernando Navarro, o si se quiere don Fernando Garrote un hombre de más de sesenta años, de elevada estatura y bien proporcionadas carnes, ni gordo ni flaco, arrogante a pesar de su avanzada edad, de frente despejada, ojos vivos, los brazos y las piernas vigorosas, aunque ya nada listos a causa del mucho cansancio, ancha la espalda, curva y airosa la nariz, blancas y pobladas las cejas, así como el cabello, la piel rugosa y con largos bigotes retorcidos entrecanos, que eran singular adorno de su fisonomía en aquellos tiempos en que todo el mundo se rapaba el rostro. Tenía este hombre la apariencia de un veterano de los antiguos tercios, héroe de las batallas de San Quintín y de las Gravelinas, conquistador de medio mundo y   —123→   saqueador del otro medio desde Roma hasta Maestrich. Uníase a su belleza varonil y majestuosa cierta expresioncilla insolente y de perdona-vidas, y parecía satisfecho de la superioridad que Dios le había dado sobre el resto de los mortales. Observando su vanaglorioso ademán y porte guerrero, viéndole tan convencido de que la humanidad existía para que él probara sobre ella la fuerza de sus puños, se comprendía bien el apodo de Garrote que recibiera del vulgo. Lleváronlo sin ofenderse sus antepasados, que también fueron tremebundos, y el D. Fernando respondía al mote y a veces firmaba con él.

Durante su juventud Navarro había guerreado bastantes años, primero en la campaña contra Portugal hacia 1762, después en el bloqueo de Gibraltar en 1779, y aún se asegura que por dar desahogo a su grande afición militar tuvo sus amagos y vislumbres de bandolerismo, en tiempo de paz, lo cual es muy propio de españoles; pero esto debe acogerse con prudente desconfianza, y la honra de tan insigne varón nos obliga a no asegurar de un modo terminante lo del latrocinio, consignándolo tan sólo como un simple rumor.

Lo que sí no deja duda, por constar en papel sellado dentro de los mismos archivos de la   —124→   audiencia de Pamplona, es que el gran Navarro entretuvo sus ocios y dio alimento a su arrebatada actividad y ardiente fantasía, introduciendo por los Alduides tejidos de hilo y algodón, en lo que según su entender no se ofendía a Dios, siendo claro como el agua que ni en el Decálogo, ni en el Nuevo Testamento, ni en ningún catecismo se dice nada contra el contrabando. Hacía esto nuestro adalid más que por propio lucro, por ayudar a los amigos, por favorecer a unos cuantos pobrecitos que vivían de ello, por armar camorra con los empleados del fisco y por dar palos. Esto era para Garrote fuente de delicias físicas y morales sin término.

Al llegar aquí, y cuando después de enumerar casi todas las cualidades de hombre tan eminente, me encuentro enfrente de la más importante, no puedo menos de alzar los ojos al cielo, cruzar las manos y decir: «¡Bendito sea Dios, que en una sola pieza puso tantas y tan admirables prendas del alma y del cuerpo!». Ello era que D. Fernando Navarro, luego que heredó el mayorazguillo, y además algunos pingües dineros que le dejaron dos tíos suyos venidos de las Indias, retirose a la Puebla y allí se hizo un D. Juan Tenorio. Su arrogante figura, su garbo para vestir y su mucho   —125→   gracejo para hablar, su gran experiencia del mundo y diestra habilidad para engañar, proporcionáronle adelantamientos fabulosos en la carrera.

Siendo al mismo tiempo muy liberal y dadivoso, así de dinero como de palos, encontraba abiertos casi todos los caminos, y bien pronto todo el condado de Treviño, toda Álava y aun parte de la Rioja, llenáronse de víctimas en distintas edades y estados. Algunos disgustos experimentó en diversas ocasiones; mas como era Garrote la persona más poderosa en la villa, y casi casi en la comarca, como tenía la llave dorada, y aun se habló de que iba a recibir la merced de un título de Castilla, todo se quedó en palabras y en dos o tres porrazos. Un fraile francisco quiso con amonestaciones convertirle, librando de azote tan fiero a los habitantes de la baja Álava y Rioja alavesa, mas por una singularidad digna de ser mencionada en la historia, los villanos todos, especialmente los más humildes se pusieron de parte de D. Fernando, hasta que el bendito fraile se cansó, y resolvió que lo mejor era rezar por las agraviadas.

Lo que no puede pasarse en silencio, es que hacia el fin de su carrera D. Fernando2 se casó, animándole a ello su propio interés y el de   —126→   una familia de Navarra que con la suya estaba genealógicamente entroncada. Antes, mucho antes del matrimonio, había nacido un varón, que fue reconocido con solemnidad. Sacó Carlitos, con el cariz y la figura de su padre, muchas de las prendas de su alma, y singularmente el valor y la generosidad, y creció el niño en la holganza, dedicándose a ejercicios de fuerza, con descuido de la inteligencia, aunque la tenía privilegiada. No mostró como el progenitor, afición al galanteo frívolo, y durante algunos años huía de las faldas como del demonio: tanto que creyeron iba derechito por el camino de la iglesia, mas de pronto resultó muy apasionado y tierno, y verificose radical transformación en sus hábitos, y más que todo en su pensamiento. En el transcurso de esta fiel historia irán saliendo muchas cosas que ahora no conviene anticipar, y que completarán el conocimiento de este benemérito joven, primero mojigato, guerrillero después, y adornado siempre de estupendas cualidades.

Ahora lo que importa referir, es que en 1812 tomó el gusto Carlitos a las partidas, enamorándose de tal modo de aquella errante, gloriosa y popular vida, que a vuelta de pocos meses era uno de los más bravos e inteligentes soldados del bravísimo Longa, siendo tantas   —127→   sus hazañas que en la Puebla de Arganzón gozaba de más fama que en Macedonia el Grande Alejandro. No está de más decir, que entre las causas que determinaron a D. Fernando a meter su cucharada en el negocio de la guerra, no fue la menor cierta comenzoncilla, o por ponerlo más claro, cierta envidia del gran renombre de su hijo, y tenía la certidumbre de que con sólo echarse al campo eclipsaría con un solo arranque las proezas de todos los fusileros de Longa, Mina y Pastor.

Conocidas así las personas, refiramos ahora lo que hablaron doña Perpetua y el Sr. Garrote, mientras este, esperando a su hijo, al cura Respaldiza y demás personas que debían acompañarle, se ocupaba en limpiar el moho a varios trebejos, resto de su alborotada mocedad.

-Reflexione Vd., Sr. Garrote -dijo la vieja, apoyando las manos en el palo y la barba en las manos-, sobre lo que tantas veces le he dicho y ahora le repito. Un hombre lleno de pecados, que ha sido el escándalo de un siglo y el Satanás de esta honrada villa, debe ocuparse en arreglar sus largas cuentas con Dios para no presentarse a él desprevenido, con el libro de las deudas de su conciencia tan embrollado y lleno de borrones.

-Cuando vuelva de la guerra, viejecita   —128→   -repuso D. Fernando cariñosamente y con cierto respeto-, te prometo reconciliarme y poner el mayor arreglo en mi libro.

-¡De la guerra! -exclamó la vieja moviendo la cabeza- ¡y quién sabe si esos pobres huesos molidos volverán como salen! ¡Semejante estafermo no puede mantenerse sobre el caballo, y habla de matar franceses y de ganar batallas! ¡Alabado sea el Señor! ¿No vale más que el Sr. Garrote se esté quietecito en su casa? Yo le vendré a hacer compañía, y nos regocijaremos hablando de los benditos tiempos pasados y de la ruindad de los presentes, así como de la supina perversidad de los que han de venir, trayendo seguramente el fin y ruina total del mundo.

-Viejecita -repuso D. Fernando-, en sesenta años que he vivido no he sentido gusto semejante al que ahora llena mi alma por la empresa que voy a acometer... Ya, ya verán una mano pesada para el sable... Seguramente los franceses tienen ya noticia de que me preparo...

-Si se preparara Vd. para una buena, larga y devota confesión que fuera una limpia general de su alma, mejor sería... -dijo la santa mujer.

-Hay muchos medios de limpiar el alma y   —129→   dejarla como un espejo -afirmó triunfante Garrote, esgrimiendo la espada y dando dos o tres tajos en el aire-, muchas maneras, y de esto hablan los Santos Padres, según creo, madrita; y si no hablan es porque se les quedó en el tintero.

-No conozco más medio que el arrepentimiento.

-Verdad es que yo he pecado bastante -dijo el héroe-; pero ha sido sin mala intención. Reconozco que he ofendido a Dios; pero si después de la ofensa, le sirvo, ¿el servicio no quita la ofensa?

La mujer del siglo miró con estupor al anciano, sin contestarle.

-Yo pequé -continuó este-, pero he aquí que la gran contienda entre Dios y el demonio es llevada a los campos de batalla; he aquí que yo, hombre un poco ligero de cascos, pero cristiano viejo y con una fe como un templo, saco la espada y digo: «Señor, si mucho te ofendí, ahora te consagro mi vida y voy a morir en defensa de tu Iglesia o a matar a todos tus enemigos». Este acto, señora doña Perpetua, esta abnegación mía por la causa de Dios, ¿no bastan a limpiarme, cual si echaran mi alma en lejía?

-Según y cómo -respondió la anciana, confusa   —130→   ante un problema nuevo para ella, cuya solución no podía dar en definitiva-. Ejemplos hay de guerreros insignes que han ido a ocupar lugar preferente en el Cielo, sólo por una buena batallita ganada contra herejes; pero no se dice que tuvieran muchos pecados, ni que estuviesen impenitentes.

-¿Y qué más penitencia que la muerte en defensa de Cristo? -exclamó el guerrero sintiéndose con más fuerza que su antagonista-. ¡Morir, derramar uno su sangre por una causa, por una idea, por la religión, por Dios...!

-¡Oh! sí, es verdad, sí, sí -dijo la vieja abrumada por esta lógica.

-¿Nuestro Señor Jesucristo no nos dio el ejemplo? ¿No redimió a todo el género humano, y muriendo nos limpió la gran mancha original, sin dejar rastro de ella?

Al decir esto, el Sr. Garrote frotaba con verdadero frenesí la hoja de acero, como si la herrumbre que tenía fuera la de su propia alma, y aquel orín el inveterado orín de su propia conciencia.

-Es verdad -gruñó la vieja-. Vaya el señor D. Fernando a la guerra, si bien no estaría de más una confesión general y algún acto de reparación para tranquilizar el alma de quien yo me sé, de un ángel de Dios, Sr. D. Fernando...

  —131→  

La beata fijó en Garrote sus penetrantes ojos negros, y Navarro frunció ligeramente el ceño, demostrando que aquel tratado de los ángeles de Dios no era muy de su agrado. Pero la santa mujer, hecha de muy antiguo a reprender sin rebozo las faltas ajenas y a sentenciar en materia de pecados con tanto aplomo como el Papa desde la silla del Pescador, no hizo caso del avinagrado gesto de D. Fernando, y dijo:

-Sr. Lucifer, de todas las excelentes muchachas que Vd. perdió para siempre, una sola existe en la Puebla de Arganzón; mas tan quebrantada por los disgustos y la vergüenza de su desgracia, que es difícil conocer en su abatido y ya viejo rostro a la hermosa hija de don Pablo el Riojano.

-Bueno, bueno -dijo Garrote frotando con más fuerza-: ¿y qué tengo yo que ver con esa mujer?

-¡Conciencia empedernida! ¡Hombre sin entrañas! ¿No la perdió Vd. para siempre? En Pipaón hace veintidós años todo el mundo sabía que D. Fernando Garrote tenía amores con la niña del Riojano y se corrió la voz de que se iban a casar. Desde entonces ha pasado mucho tiempo. Vino doña Fermina a la Puebla hace dos años traída por su mezquina herencia,   —132→   y el enfadoso pleito que la dejara sin camisa que ponerse. Pocos la tratan aquí, y en cuanto a sus tristes antecedentes, sólo yo, por confidencia que me ha hecho correspondiendo a mis cristianos consejos, sé que esta venerable y modesta mujer es la doncella engañada hace más de veinte años en Pipaón, y que Salvadorcillo Monsalud es de la propia carne, de la misma sangre y de los mismísimos huesos de este tenebrario que tengo delante.

-¡Cuánto sabe la madre! -dijo D. Fernando, frotando el arma hasta desollarse los dedos-. Supe que Ferminilla había venido a la Puebla hace dos años trayendo consigo a un muchacho revoltoso; pero como casi todo el tiempo vivo en Peñacerrada, a ninguno de ellos he visto... y a la verdad, no son muchas las ganas...

-Pues yo la veo todos los días. Yo la acompaño y consuelo de la amarga tristeza que aún hoy sus desdichas y su atroz pecado le causan. Cuando llegó aquí, picome la curiosidad. Viéndola tan piadosa, tan santa y ejemplar, pues es mujer que no sale de su casa más que para ir a la iglesia, solicité su amistad; conocí que era un alma abatida y que necesitaba de mí. ¿Qué habría sido de ella sin mis consejos? Se los di, pues; mi conversación le agradó en extremo, y abriome su corazón confiándome   —133→   todo y especialmente la tristeza de su desgracia, cuyo autor fue este señoritico precioso.

-Bien: ¿y qué? -dijo Navarro esforzándose en aparecer risueño, y dejando a un lado la espada que estaba más limpia que alma de bienaventurado-. Yo, la verdad, lo hice sin mala intención.

-¡Sin mala intención! -exclamó la beata con enojado semblante-. Sin mala intención dicen que se rebeló Luzbel contra Dios. Esa buena mujer es la criatura más desgraciada que existe en el mundo, y aunque seguramente Dios la ha perdonado por su grande arrepentimiento y continuo llorar, ella jamás se consuela, y ahora con la reciente desgracia del hijo que idolatraba, parece que va a entregar su alma al Señor.

-Pues qué, ¿ha muerto su hijo? -preguntó Garrote con vivo interés.

-Se ha pasado a los franceses, lo cual es peor que morir. Se ha pasado a los franceses, que es como morir el alma y seguir viviendo el cuerpo para afrenta de la familia y de la nación... Anoche mismo...

-¡Y dices que es hijo mío! -exclamó don Fernando con rabia, dando fuerte patada en el suelo-. No, madrita: ese muchacho no tiene mi sangre... Es mentira, ¡viven los cielos!

  —134→  

Iba a seguir protestando, cuando le interrumpió de súbito la presencia de su hijo Carlos, que acababa de entrar.




ArribaAbajo- XIV -

Carlitos era bastante parecido a su padre, salvo algunas diferencias; se le asemejaba en la tez morena, en los cabellos asimismo negros, en la arrogancia del cuerpo y talle y en cierta expresión de nobleza que en toda su persona gallardamente se mostraba. Diferenciábase en la estructura de las cejas que en el mozo eran juntas, y en la seriedad invariable y algo torva que tenía en los grandes ojos. Con respeto adelantose el joven hacia su padre, cuya mano besó, repitiendo la misma señal de veneración y cortesía en las arrugadas extremidades de la vieja. D. Fernando contemplaba a su hijo con el arrobamiento de un artista satisfecho y enfatuado ante la belleza de su obra maestra.

-¿Nos vamos ya? -le preguntó.

-Dentro de una hora -repuso el joven-. Difícil es que nos unamos a la partida de Longa   —135→   que está en Munguía con los ingleses; pero nos uniremos a los que están hacia Miranda con el general Morillo. Para no tropezar con los franceses daremos la vuelta por Uralde y Burgueta, tomando el camino real en Armiñón. No hay nada que temer por ese lado.

D. Fernando se levantó para desperezarse, lo cual hizo como un león viejo, no sin que crujieran sus choquezuelas y sus articulaciones todas. Después dio algunos pasos por la habitación como para probar la elasticidad de sus miembros.

-Esta máquina sirve todavía -dijo.

Y luego dio fuertes voces llamando a sus criados.

-¡El caballo!... ¡ensillar el caballo!

Doña Perpetua, firme siempre en la perpetuidad de su desaprobación, movía la cabeza en señal de duda respecto a la eficacia de aquella máquina para hacer algo de provecho, y si no con la boca, con los ojos reprendió a don Fernando por su atrevida aventura.

Al punto comenzó Garrote su atavío marcial, sepultando sus pies en antiguas botas de cuero fino. Forrose después en un chaleco grueso y se fajó con una interminable banda de seda que le dio muchas vueltas en torno a la cintura, y sobre esto se puso un uniforme blanco de   —136→   los antiguos regimientos distinguidos, el cual aunque viejo y fuera de moda, estaba servible. La cabeza la adornó con un deforme sombrero procedente de las campañas del décimo octavo siglo y que recordaba al general O'Reilly. A pesar de la notoria ancianidad de dichas prendas, tal era la histórica figura del insigne Navarro, que con ellas no resultaba ridículo.

Al vestirse parecía que se remozaba; la alegría brillaba en sus ojos; decía mil bufonadas graciosas, y con fatuidad chispeante se presentaba a sí mismo como modelo de apuestos militares, deprimiendo a la afeminada juventud del día. En mitad de esta escena entró el cura hecho un arsenal ambulante, según venía de armado y municionado, y celebró con palmadas y vítores los preparativos de su amigo, mostrando los suyos y volviéndose de todos lados para que le vieran.

-¡A matar franceses! -gritó el presbítero-. ¡A matar franceses y afrancesados, para gloria de la nación y triunfo de la fe!

-Señores -dijo Garrote con hueca voz y un poco del tonillo pedantesco de los oradores modernos-, toda mi vida la he consagrado al servicio del Rey, de la patria, de la religión...

La beata frunciendo el ceño, miró a don Fernando con expresión de burla.

  —137→  

-No, de la religión no -añadió Navarro con modestia- quiero decir que no he prestado a la religión servicios directos; pero siempre he sido piadoso, buen cristiano y temeroso de Dios... Alguno que otro pecadillo que anda suelto por ahí no es para darse de cabezadas, ¿no es verdad, señor cura?

-Sí hombre, sí -exclamó el padre de almas con risa campechana-. Contra una juventud algo ligera viene una vejez heroica en servicio de Dios.

¡En servicio de Dios! A eso iba -prosiguió Garrote acompañando sus palabras con una enérgica acción del dedo índice-. Quería decir que siempre fui ferviente cristiano y una vez reventé a palos a dos contrabandistas porque hablaron mal de la santidad de Pío VI. Señores, en mis campañas gloriosas, o por mejor decir, en toda mi vida, he tenido por norte la honra del Rey, la honra de la nación y sobre todos los nortes y sures, el norte de la religión que es mi guía, mi faro, mi luz del cielo.

-Si este D. Fernando no hace ahora un par de heroicidades estupendas que dejen atrás la antigüedad de Aníbales y Césares -exclamó con entusiasmo el cura-, me dejo quitar el hábito que visto y las licencias del sagrado orden que practico.

  —138→  

-Pues bien, señores -siguió el héroe-, ¿a qué han venido aquí los franceses? A quitarnos nuestro Rey, a quitarnos nuestra patria y a quitarnos, ¡oh crimen nefando! nuestra santa religión. Ved a España entera cómo se levanta en contra de esa canalla y en pro de tan caros objetos. Ved a España, vedme a mí, que un poco tarde, pero a tiempo todavía, me decido a echar una cana al aire.

-¡Una cana al aire! -repitió doña Perpetua rascándose-. Si D. Fernando no las deja todas en el campo de batalla, será milagro del Cielo.

-Hay un mal grave, señores, un mal terrible, al cual es preciso combatir -continuó Garrote sin hacer caso de la vieja-. ¿Qué mal es este? Que los franceses han traído acá la idea de cambiar nuestras costumbres, de echar por tierra todas las prácticas del gobierno de estos reinos, de mudar nuestra vida, haciéndonos a todos franceses, descreídos, afeminados, badulaques, tontos de capirote y eunucos. ¿Y qué ha sucedido? que mientras la mayor parte de los españoles se echaban al campo para extirpar toda la maleza galaica y sahumar3 con el vapor de la guerra el país infestado de franceses, unos pocos de los nuestros han admitido aquella mudanza. ¡Abominables tiempos, señores! Ved cómo hay en Madrid una casta de   —139→   miserables sabandijos a quien llaman afrancesados, que son los que visten a la francesa, comen a la francesa y piensan a la francesa. Para ellos no hay España, y todos los que guerreamos por la patria somos necios y locos. Pero todavía existe una canalla peor que la canalla afrancesada, pues éstos al menos son malvados descubiertos y los otros hipócritas infames. ¿Sabéis a quién me refiero? pues os lo diré. Hablo de los que en Cádiz han hecho lo que llaman la Constitución y los que no se ocupan sino de nuevas leyes y nuevos principios y otras gansadas de que yo me reiría, si no viera que este torrente constitucional trae mucha agua turbia y hace espantoso ruido, por arrastrar en su seno piedras y cadáveres y fango. ¿Queréis pruebas? Pues oídlas. Estos hombres se fingen muy patriotas y aparentan odiar al francés, pero en realidad le aman. ¡Ah! Pasad la vista por sus abominables gacetas. ¿Las habéis leído? Decís que no. Pues yo las he leído y sé que respiran odio a los patriotas, al Rey y a la sacrosanta religión. Son los discípulos de Voltaire, que van por el mundo predicando la nueva de Satanás.

El cura al oír esto sintió que las lagrimas se agolpaban a sus ojos. Eran lágrimas de admiración. Estaba pálido, mas no de envidia,   —140→   aunque reconocía que él jamás había dicho en sus sermones cosas tan bellas.

-Pues bien, señores -añadió Navarro-, hoy voy a combatir contra los franceses y mañana contra los afrancesados que son peores, y después contra los llamados liberales que son pésimos; y si yo no pudiere o si Dios se sirve llamarme a sí sobre el campo de batalla, aquí está mi hijo, a quien entregaré mi espada y que ya tiene mi espíritu.

-Dios que vela por España -dijo el cura con acento solemne-, nos conservará a nuestro buen amigo y volveremos todos cubiertos de laureles.

-Los laureles -dijo la beata- no caen mal sobre una frente serena que puede alzarse ante el tribunal de Dios sin los rubores del pecado. Sr. D. Fernando, ponga sus cinco sentidos en lo que le he dicho, y no entregue su cuerpo al plomo enemigo sin descargar su alma del peso de tantas y tan negras culpas. El cuerpo que sirve de vaso a un alma limpia es respetado por la muerte; no así el que es saco de inmundicias. No hay contra el plomo y las bayonetas mejor coraza que una buena y general confesión.

-Viejecita -repuso D. Fernando sonriendo-, como el cura va conmigo a la guerra, echaremos   —141→   un párrafo por esos caminos y entre batalla y batalla me iré descargando de todos mis pecados y él absolviéndome, todo esto al compás de nuestras caballerías.

-Cabal, cabal -exclamó el presbítero-. Por mucha que sea la faena, no falta un ratito para meter la mano en la conciencia y sacar algunos puñados de maleza.

-Y para los soldados, voto al chápiro -dijo D. Fernando golpeando el suelo con la contera de la espada-, ha de haber un poquito de manga ancha. Ya se ve: siempre en campaña al sol y al frío, comiendo poco y bebiendo menos, sin otro regalo que mil trabajos, y teniendo por cama el suelo, por descanso la fatiga, por almuerzo la pólvora y por cena la metralla... ¡Oh! los que así vivimos no podemos ser mirados como los demás, ¿no es verdad, señor cura?

-Verdad, verdad... ¡Con que en marcha!... ¿No se te olvida nada Respaldiza? -dijo el cura preguntándose a sí mismo y tentándose el cuerpo-. No, nada se te olvida, curita... la pólvora, las balas, el frasquito de aguardiente, las lonjas de jamón... el chocolate crudo... el tabaco...

A todas estas iba llegando gente, amigos del insigne Garrote.

  —142→  

Llegó la hora de la partida y los expedicionarios oprimían los lomos de sus respectivas caballerías. La salida de la casa fue una verdadera ovación. D. Fernando, seguido de su hijo, del cura y de los demás guerrilleros, rompió por entre la multitud que le vitoreaba aclamándole padre de la patria y héroe de la Puebla. En aquel instante nadie se acordaba de las fechorías de D. Fernando Garrote, que había sido siempre popular, muy popular, lo mismo por sus generosidades que por sus atrevimientos. En España los audaces de buena cepa, aunque sean bandidos o Tenorios, son siempre queridos y admirados del pueblo, que lo perdona todo, a excepción de la cobardía y la avaricia.

Luego que se encontró fuera de la villa y en pleno campo la pequeña partida, compuesta de una docena de hombres, Carlos, indicando la dirección de Treviño, que debían tomar por las montañas, se puso a vanguardia con otro amigo, para explorar el camino y ver si se distinguían fuerzas francesas. En tanto D. Fernando y el cura, quedándose solos atrás emparejaron sus cabalgaduras, que perezosamente iban al paso, y entablaron el curiosísimo diálogo, que se verá a continuación.



  —143→  

ArribaAbajo- XV -

-Señor cura -dijo Garrote-, ahora que nos encontramos solos, quiero que conversemos un poco sobre un asunto que me está escociendo por dentro.

-Ya le entiendo a Vd. amigo mío, Vd. es de parecer que en vez de unirnos a la partida de Longa, marchemos solos al encuentro de los franceses.

-No es nada de eso, Sr. D. Aparicio, lo que me preocupa.

-Ese fusil que lleva Vd. -añadió el cura-, es un arma de príncipes; en cambio esa espada no sirve sino para degollar palominos. Por el contrario, mi sable vale un imperio, y esta escopeta no lo es más que en el nombre. Hagamos, pues, un cambalache: darele a usted el sable, pues la principal habilidad de Vd. consiste en el tajo, mientras que siendo mi fuerte la puntería, cogeré por lo tanto su fusil.

-No es eso tampoco lo que tenía que hablar.

-Usted tiene muy cansada la vista y no puede hacer la puntería.

  —144→  

-Que no es eso -repitió Garrote con enfado.

-¿Pues qué, hombre de Dios?

-Un caso de conciencia.

-¿Esas tenemos? -dijo el cura riendo-. Esta mañana estuve una hora en el confesonario sin que nadie se me acercara, y ahora que monto a caballo...

-No pierde el sacerdote el Sacramento por ir a horcajadas.

-Jamás he visto que el ilustre Garrote se confesara; ¿y ahora que va a la guerra le entran esos escrúpulos? ¿Hay algún pecado nuevo? Pero no sé por qué recuerdo ahora... Esa maldita Perpetua...

No, los antiguos. Por lo mismo que voy a la guerra, siento un vivo deseo de reconciliarme con Dios... Aunque hombres como yo no mueren a dos tirones, quién sabe si por artes del enemigo me cogerá una bala...

-Y adiós alma... Nada, nada -dijo el cura-, aun los hombres más bravos deben venir a estas fiestas con el alma preparada... Aquí donde Vd. me ve, voy como un angelito de Dios... Me podrían enterrar con corona de rosas como a los niños.

-Vamos a ver. Si los pecados se perdonan con el arrepentimiento y la penitencia, los míos ya los puedo dar por idos. Estoy arrepentido   —145→   de los males que he causado, y ahora que soy viejo y nada puedo, he caído en la cuenta de que hice mal, muy mal. En cuanto a la penitencia, ¿no es suficiente esta que yo mismo me impongo de dejar la tranquilidad y bienestar que disfrutaba en mi casa de Peñacerrada, para echarme al campo en busca de las privaciones, de las hambres, de las heridas, de los fríos, de los calores y quizás quizás de la muerte? Y todo esto no por una causa cualquiera, sino por la causa de Dios, de la religión y su santa Iglesia primero, y del Rey y de España después.

-Mi parecer es -dijo el cura sonriendo y tentando de nuevo sus bolsillos y la alforja para ver si se le olvidaba algo-, que con lo hecho por Vd., con su arrepentimiento primero y el sacrificio de su bienestar después, hay para irse derecho al cielo.

D. Fernando respiró con desahogo, y muy vivamente añadió:

-Si ofendí a Dios con mis calaveradas, ahora le sirvo con mi heroísmo: ¿no es verdad? Váyase lo uno por lo otro. Jamás cometí acción ninguna indigna de un caballero... pues... ya me entiende Vd... porque hay pecados de pecados.

-Es evidente... Pero si el arrepentimiento   —146→   y la penitencia limpian el alma, no está de más un poco de palique con el cura...

-Ya, la confesión.

-La humillación del alma ante Dios, y aquello de reconocer verbalmente sus faltas y avergonzarse de ellas delante del sacerdote...

-Por hablar no quedará -dijo Garrote-, pero es lástima que esto no lo hiciéramos despacito en el pueblo en vez de hacerlo a caballo por estos andurriales.

El cura rompió a reír.

-¡Qué singulares cosas tiene D. Fernando Garrote! -exclamó avivando el paso de la cabalgadura-. Esta noche cuando lleguemos a cualquier mesón... ¿Pero está Vd. triste, señor Navarro; a qué viene tanto mirar al suelo y ese gesto de ajusticiado?

-Amigo D. Aparicio -repuso el guerrero-, no puedo apartar de mi pensamiento la idea de que me coja una bala.

-Los bravos no mueren...

-Si el caso llega -añadió el guerrillero muy preocupado y entristecido- no moriré sin decir antes a voz en grito ante Dios y los hombres que siempre fuí católico, apostólico, romano y defensor de la santa Iglesia, cuyos dogmas creo desde el primero hasta el último.

-Bien, eso es lo principal... Ahora señor   —147→   Garrote, déme Vd. su fusil -dijo el cura con vivísimo interés, mirando a un punto lejano hacia la izquierda-. ¿No le parece que se distingue por allí el morrión de un francés?

-No puede ser, hombre.

-Será algún rezagado. Anoche pasó por aquí el ejército enemigo.

-Pues como iba diciendo -prosiguió Garrote ensimismado y algo sombrío-, toda mi vida he sido católico, apostólico, romano... Jamás he robado a nadie el valor de un real. No he levantado falsos testimonios, y si dije alguna mentirilla leve, fue sin hacer daño a nadie, o por galanteo, pues... cosas de mujeres. Si he jurado en falso ha sido en asunto de amores. Honré a mis padres mientras vivieron; no he matado a nadie, ni...

-Ni deseado la mujer ajena -dijo el cura interrumpiéndole con risas.

-¡Alto, alto! que ahí está el busilis -gritó D. Fernando.

-¿Qué, qué es lo que está? -dijo Respaldiza mirando con zozobra a un lado y otro.

-Nada, hombre, no hay que asustarse, lo principal de mis pecados, digo...

-Creí que había divisado Vd. algún destacamento enemigo. Pero ¿por dónde vamos, amigo Garrote?

  —148→  

-Vamos bien; adelante -dijo Navarro, tan sólo preocupado de su conciencia.

Iban por un terreno bastante solitario y compuesto de cerros que se sucedían unos a otros, elevándose cada vez más. De trecho en trecho, hallábanse pequeñas llanadas.

-Ya se sabe qué clase de pecados son los míos -continuó Garrote sin poder apartar el pensamiento de aquella idea-. No son en verdad de los que más afean al hombre; y en el mundo vemos que mientras se niega el agua y el fuego al asesino, al galanteador no sólo no se le niega nada, sino que todo el mundo le admira, le señala, y con su amistad se honran tontos y discretos, buenos y malos.

-Así es en efecto -dijo Respaldiza-, lo cual no quita que el galantear sea pecado, porque es el desenfreno del más feo y torpe vicio, y con él se injuria a la familia, al mundo y a Dios.

-Por más que me diga el señor cura, no puedo creer que el galanteo sea vicio tan inmundo como el robar, el calumniar y blasfemar. Al hacer cocos a una doncella o mujer casada, parece como que se tributa cierto holocausto al Señor por las maravillas que puso en el alma y en el cuerpo. El espíritu pone de manifiesto lo que encierra de más noble, y la materia...

  —149→  

-Tate, tate, Sr. D. Fernando -dijo entre risas Respaldiza-. Al querer confesarse está usted haciendo la apología de sus pecados, y revistiéndolos con las mentirosas formas de una fantasía voluptuosa. Es una singularísima manera e arrepentirse... Vaya un polvito -añadió sacando la tabaquera.

-No, no, ya estoy arrepentido, Sr. D. Aparicio. Ya estoy arrepentido de todo -afirmó Garrote con decisión-. No sirvo ya para maldita la cosa. ¡Quién me había de decir en aquellos tiempos, cuando todo el mundo me parecía pequeño para mis aventuras, que se me había de acabar la vigorosa energía...!

-Punto, punto final, amigo mío -dijo el cura mirando a la izquierda.

-Iba a decir que ahora aborrezco todo aquello, y que lo deploro... Pero me pasa una cosa singular, amigo, y es que me arrepiento, pero no estoy tranquilo. El corazón me baila en el pecho, y siento en mí no sé qué comezón y zozobra.

El bravo cura se irguió de repente alzándose sobre los estribos, y gritó con ansiedad:

-Sr. D. Fernando, el fusil, venga el fusil, ¡por todos los santos!

-¿Qué hay? ¿Viene algún destacamento francés? -preguntó el guerrero mirando al mismo   —150→   punto hacia el cual se dirigían los atónitos ojos del presbítero.

-¡Un morrión! Por allí va el morrión de un francés.

-¿El morrión solo?

-Bajo el morrión ha de ir una cabeza, y bajo la cabeza un cuerpo, sólo que va por aquel camino hondo y no se ve más que el cimborrio... Ese fusil, Sr. D. Fernando ¡por amor de Dios!

-Ya, ya lo veo -dijo Garrote, poniéndose la palma de la mano sobre los ojos en forma de visera-. Pero es un hombre solo, un pobre soldado rezagado, quizás un prisionero fugitivo. ¿Qué hacemos?

-¡Bonita pregunta! Matarle. Un enemigo menos tendrá España.

-Pero si no me engaño -dijo D. Fernando mirando a todos lados con cierta inquietud-, nos hemos perdido. ¿En dónde están mi hijo y los demás amigos?

-Delante van. Ese fusil, Sr. D. Fernando: veremos si el cura de la Puebla desmiente la fama de ser el mejor tirador de todo el condado, y aun de toda Álava.

-Amigo, ¿por dónde vamos? -repitió Navarro deteniendo el caballo-. Con esta conversación de mis pecados y de la bondad de   —151→   Dios, que todos me los perdona, nos hemos distraído y sin saber cómo, nos hallamos separados de los demás de la partida.

-¿Cómo es eso? ¡Gran geógrafo tenemos aquí! -exclamó el cura-. ¿Pues no es este el camino de Uralde?

-No, con mil demonios; aquellas casas que a lo lejos se parecen son las primeras de Añastro. Carlos y la compañía se han ido camino derecho a Uralde, y nosotros ¡ahora caigo en ello, con cien mil pares de Satanases! nos equivocamos en la encrucijada donde está la venta de Martín.

-Adelante -dijo el cura con resolución-. Buscaremos un atajo por aquí a la izquierda... ¿Hay miedo, Sr. D. Fernando? Lo mismo da ir por Uralde que por Añastro. Usted tiene la culpa, pues charla que charla...

-No hagamos calaveradas -dijo Garrote bastante intranquilo-. Casi estamos en país enemigo. A lo mejor saldrá de detrás de una mata un puñado de franceses.

-Aquel que allí está no se me escapa -dijo el cura, observando siempre el morrión que por el camino hondo se movía-. ¿Nos vamos a por él?

-¡Dos contra uno! -exclamó con desdén D. Fernando-. Esta heroicidad no es de las mías.

  —152→  

-¿Pero si ese uno se convierte en seis dentro de un rato? ¿Quién sabe lo que habrá detrás de aquella colina?

-Pues vamos a él -dijo D. Fernando dirigiendo su caballo por un sembrado y hacia el punto donde el formidable morrión aparecía-. Esta guerra en detalle es la que a mí me enamora, y la verdad es que hecha con inteligencia, no hay ejército invasor que a ella resista.

-¡El fusil, ese fusilito, por amor de Dios y de María Santísima!

-¡Ahí va!... ¡que Dios esté en la chispa, en la pólvora y en la bala!

Galoparon buen trecho por el sembrado, y de pronto, como liebre que levantan perros, viose salir del camino hondo un soldado francés, el cual azorado y temeroso al ver sobre sí dos tan disformes jinetes echó a correr con ligerísimos pies, mirando hacia atrás a cada instante para ver si era perseguido.

-Alto ahí, amiguito -gritó el cura- que no te salvarás aunque tengas mejores piernas que Mercurio, el de los alados talones... ¡Alto!

-Ríndete y nada te haremos por ser dos contra uno -gritó D. Fernando llevándose la mano al sombrero, que con el fuerte viento se le tambaleaba sobre el cráneo-. Date, tunantuelo, que somos generosos y caballeros.

  —153→  

-¡Borracho, ladrón! Ríndete o te tiendo...

Aunque muy velozmente corría el francés, al poco rato pusiéronse los caballos a medio tiro; disparó D. Aparicio su fusil, hiriendo al fugitivo con tan fatal acierto en mitad de la espalda, que después de dar algunos pasos vacilantes cayó al suelo.

-¡Qué ojo! ¡Sr. Garrote! Por Santa Lucía bendita. ¡Qué puntería! -exclamó con júbilo Respaldiza-. Yo mismo me admiro, yo mismo me alabo, yo mismo me hago mi apoteosis, porque soy en esto del tirar una de las más grandes maravillas de la Creación.

-La verdad es que como cacería esto ha sido admirable -repuso Garrote-, pero como acción de guerra no se puede poner al lado de las de Wellington. Ese pobre muchacho lo pasa mal.

Llegaron al sitio donde el francés se revolvía en su sangre profiriendo injurias y blasfemias contra sus perseguidores.

-Arriba muchacho, eso no es nada -dijo Navarro, cuya generosidad, como hemos dicho, se mostraba en todas ocasiones -. Dinos dónde está el destacamento a que perteneces y te perdonamos la vida.

-El destacamento -repitió el cura-. Sí; para huir de él.

  —154→  

-O para atacarle si es poca gente. Usted con su puntería y yo con mis puños...

A esta bravata siguió un rato de silencio, porque el pobre francés herido, se había desmayado. Mirábanse Garrote y D. Aparicio sin saber qué partido tomar, cuando sintiose a lo lejos ruido de caballos, y como alzaran a un mismo tiempo la vista cura y seglar, vieron que hacia ellos se dirigía por el camino hondo hasta una docena de franchutes a caballo. Púsose más pálido que la cera de su iglesia el buen Respaldiza, y D. Fernando, a pesar de su garrotesca bravura, frunció el majestuoso ceño. El primer impulso del tirador fue huir, más detúvole su amigo, bien porque creyera imposible la fuga, bien porque la impavidez de su alma atrevida gozase en la temerosa aproximación del peligro.

-¡El sable, el sable! -gritó tomando el arma de su amigo, a quien entregó la espada vieja.

La mano del cura temblaba.

-Hemos cometido una acción villana asesinando a un hombre -exclamó con solemne acento Garrote-; Dios nos castiga. Ahora... pelear como buenos españoles y morir como caballeros cristianos.

-¿Qué hacemos?

  —155→  

-¿Qué hemos de hacer? ¡A ellos! Dios sea con nosotros.

No hubo muchos ni variados lances en aquel suceso, porque en el espacio de pocos minutos, los enemigos se acercaron a nuestros dos héroes, diciéndoles en castellano que se rindieran.

-Son españoles.

-Afrancesados... mala gente... -murmuró D. Aparicio.

-¡Que me rinda yo! -gritó Navarro esgrimiendo el sable-. Ahora sabréis, canallas, traidores, cómo acostumbra a hacer sus rendiciones D. Fernando Garrote el de la Puebla. Si he de morir, moriré matando.

Y sin más dimes ni diretes, comenzó a descargar sablazos sobre los que más cerca tenía. En tanto Respaldiza, viendo a su amigo enredado con los franceses, quiso ponerse en salvo, pero se lo impidieron, y en un santiamén fueron ambos desarmados. Garrote había descalabrado a uno y herido levemente a otro, recibiendo en cambio dos pistoletazos, que por fortuna sólo hicieron estragos en el alto sombrero. Gritó, vociferó, injurió en nombre de Dios, del Rey y de España; pero al cabo, ambos fueron conducidos prisioneros sobre sus mismas cabalgaduras, y muy bien vigilados por los doce   —156→   dragones, que se pusieron en marcha después de recoger al herido.

Así acabó la grande, la memorable expedición de D. Fernando4 Garrote y el reverendo beneficiado de la Puebla. Mientras esto sucedía, Carlos Navarro y la compañía buscaban inútilmente a los dos viejos guerreros en el camino de Uralde.




ArribaAbajo- XVI -

Silenciosamente, y abrumados de amargura y desesperación, marchaban los dos prisioneros el uno tras el otro: los caballos que montaban no parecían menos tristes que sus amos, a juzgar por la lentitud de su paso y la inclinación de la cabeza. Los españoles y franceses que les habían cogido y les custodiaban iban, charlando en una y otra lengua mezcladamente, y uno de ellos dijo:

-A estos tunantes no les perdonará el general Gazan... han asesinado a un francés, y ya sabemos con qué moneda se pagan estas deudas.

-El uno de ellos parece cura.

-Y el otro parece sacristán.

  —157→  

D. Fernando Garrote se puso lívido al oír que se le llamaba sacristán, y después se le encendió hasta la raíz del cabello el pálido rostro. Si hubiera tenido armas, habría castigado en el acto tanta insolencia en menos que se dicen castañas. Respaldiza, durante el camino, sintiéndose sediento, pidió que le dejaran beber de un arroyo cercano.

-Tiempo hay de beber. En Aríñez no falta agua, padrito. Y si no, tome un buche de la del bautismo, que como cura debe de tener tan a la mano... Beberá antes que le despachen.

-¡Despacharme! -exclamó D. Aparicio con acento compungido-. ¿Qué es eso de despachar?

Garrote, colérico por la cobardía que mostraba su amigo, le miro con ojos fieros.

-¡Que nos despachen! -dijo-. ¿Qué mayor gloria para buenos españoles que morir a manos de estos tunantes?

-Cierre el pico el vejete sacristán -gritó un jurado- o no aguardamos a llegar al cuartel general.

-¡Traidor! Tu persona es para mí tan despreciable como la de un vil esclavo, y tus palabras como los ladridos de un perro -exclamó con admirable entereza Navarro-. Si quieres darme la muerte aquí mismo, dámela. Ni porque   —158→   me mates he de aborrecerte más, ni porque me dejes vivo he de estimarte. Soy un hombre leal que sirve a su patria, y tú un cobarde desleal que sirve al enemigo.

En aquel mismo instante se acabara la vida y con la vida las hazañas de D. Fernando Garrote, si el sargento que mandaba la tropa no impusiera silencio a todos, mandándoles seguir adelante.

Después de tres horas largas y penosas de camino, llegaron a Aríñez, y los dos prisioneros fueron presentados a un coronel. Las tropas francesas entre las cuales se encontraban, pertenecían a la división del general Gazan. Caía la tarde y los soldados se preparaban a pasar la noche lo mejor posible: encendíanse las cocinas de campaña, y en torno a las casas de labor se veían alegres corrillos. Los caballos bebían en una gran acequia que de un punto a otro atravesaba el pueblo, y los oficiales organizaban sus meriendas al aire libre.

D. Fernando Garrote se quedó sin alma cuando se vio entre aquella gente. Deseaba morirse, o que la tierra se abriese para tragársele, o que reventase a su lado el más poderoso de los cañones franceses. Lleváronle de Herodes a Pilatos durante largo rato de la tardecita, cual si no supiesen qué hacer de él, y unos le tenían   —159→   lástima, otros le miraban con desdén o con ira. Pero el que excitaba más sentimientos de enojo era D. Aparicio, por ser muy aborrecidos entre los extranjeros los curas armados; así es que después que le concedieron el apagar la rabiosa sed en la misma acequia donde hociqueaban los caballos, echáronle una cuerda al cuello, sin miramiento alguno a las órdenes sacerdotales.

No fueron tan crueles con Garrote, quizás porque mostraba mucha dignidad en su infortunio y no hacía aspaviento ni exhalaba femeniles quejas como su compañero. Lleváronles a los dos a un gran patio, contiguo a una casa grande y vieja, el cual parecía servir de taller de herrería y carretería, porque en él había varios soldados artífices trabajando, y allí podían discurrir libremente los dos prisioneros; mas no escaparse, porque un centinela guardaba la puerta.

Respaldiza, despavorido y medio muerto de terror, echose al suelo para llorar su desventura. Navarro se paseaba de largo a largo, sin hablar a su amigo ni a nadie. En las bardas de aquel corral que caían a poniente había unas rejas por donde se veía la carretera de Vitoria. No cesaban de pasar por ella carros cargados de cajas y arcones de diversos tamaños, los cuales   —160→   venían del lado de la Puebla, y se detenían, acomodándose en el estrecho camino para dar descanso a las caballerías. También había multitud de galeras y sillas de posta, donde iban las familias españolas que abandonaban la corte con los franceses. El ruido y el tumulto de aquella parte del camino donde se habían reunido y amalgamaban tantos vehículos y caballos, eran espantosos. Unida esta algazara con los martillazos de los que trabajaban sobre el yunque dentro del patio, formábase una música infernal que hubiera vuelto loco a D. Fernando Garrote si el cerebro de este pudiera descomponerse por otra causa que por el espantoso hervir de las ideas.

Paseábase el esclarecido varón con la barba clavada en el pecho y las manos dentro de los bolsillos: su espíritu después de vagar un buen espacio por las dulces regiones del pensamiento religioso, se irritó de repente y la idea del suicidio se le puso delante siniestra y halagüeña a la vez, aterrándole y consolándole. Miró Navarro a los que machacaban hierro sobre el yunque y consideró que le harían merced en dejarle poner su vieja cabeza entre ambos hierros. Después fijó su atención en las diversas herramientas que pendían del techo de un tingladillo donde estaban la fragua y el fuelle; pero no   —161→   creyó posible apoderarse de ellas, ni menos usarlas contra su vida sin ser inmediatamente visto y atajado. Volviendo al inquieto pasear, puso la atención en un pozo que en mitad del patio había, y al punto hizo resolución de arrojarse en él de cabeza; pero tardaba mucho en decidirse a ello, y observaba de soslayo la soga y polea. Acercose al brocal para mirar al fondo y vio allá abajo su imagen temblorosa y desfigurada dentro de un círculo luminoso. En esta contemplación se detenía, cuando un francés le arrancó de allí, señalándole la fragua.

-Camarada -le dijo en mal español con sonrisa burlona-, allí hacen falta vuestros servicios.

Un español joven, moreno y agraciado acercose en tanto al cura, que no se apartaba de su rincón y con acento de chacota le dijo:

-¿Qué bueno por aquí, Sr. Respaldiza? Parece que la expedición no ha salido bien.

-¡Ay Salvadorcillo de mi alma! -exclamó el cura con mucha congoja-. Al verte, me parece que veo un ángel del cielo... Dime ¿nos matarán?... ¿Intercederás por nosotros? Yo te ruego que olvides las palabrillas coléricas que se cruzaron entre nosotros anoche en casa de tu madre. Yo suelo gastar esas bromitas...

-Olvidadas están, señor cura; pero me parece   —162→   que nada puedo hacer por Vds. ¿Quién es el compañero?

-Allí lo tienes junto al pozo, D. Fernando Garrote, el primer caballero de toda la comarca.

-Le hubiera conocido -dijo Monsalud observándole-, nada más que por la semejanza que tiene con su hijo Carlos.

Y acercándose a Navarro, que en aquel instante disputaba con el francés, tomó nuestro joven una expresioncilla bastante insolente, y habló de este modo al infeliz anciano:

-Sr. D. Fernando, aquí dicen que vaya Vd. a menear el fuelle, y yo creo que este honroso oficio nadie puede desempeñarlo donde hay un señor de la llave dorada.

Miró Garrote al atrevido soldado con tanta ira, que los ojos parecían saltársele del casco.

-Mozuelo sin honor ni vergüenza -exclamó con dignidad y altanería-, ¿piensas que un hombre como yo ha venido aquí para oír tus necedades ni menos para obedecerte? Estos miserables exterminarán a la gente honrada; pero no la deshonrarán.

-¡Al fuelle! ¡al fuelle! -gritaron varias voces, y con más fuerza que ninguna la del mozo que hasta entonces había movido sin descanso la enfadosa máquina.

-¡Soplad vosotros, canallas! -gritó Navarro,   —163→   echando inmediatamente mano al lugar donde debía estar el puño de la espada.

-No hay que apurarse por tan poca cosa -dijo de improviso el cura levantándose del suelo y acudiendo oficiosamente al lugar de la disputa-. Si es preciso que alguien sople, yo soplaré, que lo haré muy bien, caballeritos, y bueno es un poco de ejercicio a estas horas.

Deseando congraciarse con sus verdugos, Respaldiza cuya poquedad de ánimo y corazón pequeño se habían mostrado ya, se prestaba a todo.

-¿Qué más da? -decía entre dientes-. Más padeció Jesús por nosotros. A él le pusieron atado a una columna y le abofetearon y escupieron. Movamos el fuelle, herreros de Satanás. Si vuestros cuerpos estuvieran dentro del fuego, ¡con qué ganas soplaría!

Metió la mano en la argolla y tirando de la cadena infló el depósito de viento. El caño de la fragua resonó con ardiente resoplido, como la respiración de un cíclope, y las moribundas ascuas revivieron lanzando llamas rojizas. Al compás del canto de los herreros, tiraba de la cadena el cura, afectando en su semblante cristiano humildad; pero lleno de cólera y más que de cólera de miedo.

La noche sin luna oscurecía el cielo y la   —164→   tierra; pero no cesaba el espantoso ruido dentro y fuera del patio.

La roja claridad de la fragua iluminó los diversos grupos, y D. Fernando, que tenía en su alma todas las oscuridades de la tristeza y todas las llamas de la desesperación, no pudo pensar en echarse al pozo, porque los franceses lo cerraron.

A ratos le causaba profunda pena ver la degradación y falta de dignidad de su compañero de desgracia, el cual seguía en su tarea, y aun sonreía ante los soeces herreros con mengua de su honor y de la jerarquía sacerdotal. Por fin cesó el trabajo; entraron varios soldados españoles y dos o tres renegados, trayendo un par de zaques de vino, a cuya vista se regocijaron todos, disponiéndose a dejarlos vacíos. En el mismo instante llegó Monsalud con algunos soldados, y ordenando a los prisioneros que le siguiesen entró con ellos en el piso bajo de la casa contigua, que lo era de labor y estaba destinada en su parte alta a alojamiento de oficiales. Sin decirles cosa alguna, encerró a cada uno en una pieza baja, separadas ambas por un tabique ruinoso, y sin puerta que las comunicara. Luego que D. Fernando entró en lo que parecía mazmorra, echose en el desnudo piso sin mirar al que le había encerrado. Este arrojó   —165→   un pan en el suelo, y como cayese a regular distancia del prisionero, el sargento empujó la hogaza con la punta del pie, diciendo:

-Ahí tiene Vd. para pasar la noche. Estoy de guardia hasta las doce y me han encargado la custodia de los dos prisioneros. Traeré también agua y algo de carne, si hay.

-No necesito nada -dijo Garrote sin mirarle-. Yo no como tu pan.

Incorporándose, dio tan fuerte puntapié a la libreta que la lanzó al otro extremo de la pieza.

-Mal genio tiene Vd. -dijo el joven con lástima-. Hay que llevarlo con paciencia. El coronel me ha mandado que después de encerrar e incomunicar a Vd. y a su compañero les notifique...

-Ya lo sé... que seremos arcabuceados...

-A la madrugada. El general no quiere carnicerías; pero el jueves cogió Mina a diez franceses y a todos los degolló.

-Hizo bien -dijo D. Fernando-; y es lástima que no te cogiera también a ti, español renegado a lo que pareces... Si Dios me sacara de esta cárcel y recobrase yo mi libertad y mis armas a ningún afrancesado perdonaría.

-Amigo -dijo el joven-, la situación en que Vd. se halla no es la más propia para vituperar la conducta de los demás y poner cual no   —166→   digan dueñas a los que, por razones que Vd. ignora, servimos a los franceses.

-Mi situación no me espanta -repuso el viejo con gravedad-. Moriré por la patria, por la religión, y Dios me acogerá en su seno. La muerte que me espera no la cambiaría por cien vidas como la tuya, infeliz joven, por esa vida deshonrada en flor.

El mozo guardó silencio.

-¿Quién te engañó? ¿Quién te sedujo? ¿Sabes lo que es servir al enemigo y hacer causa común con los verdugos de la patria?

-Hablador es el viejo -dijo Salvador un poco enojado-. Hará Vd. bien en descansar y en tranquilizarse, Sr. Navarro. Adiós.

-¿Cómo sabes mi nombre?

-Me lo dijo Respaldiza. Conozco mucho al cura de la Puebla de Arganzón, donde he vivido dos años.

-¿Cómo te llamas?

-Salvador Monsalud... yo soy de Pipaón.

El anciano dio un suspiro profundo echando hacia atrás la cabeza, que al chocar bruscamente contra el tabique produjo un triste y hueco sonido como el de un cántaro que está a punto de romperse.

-Adiós -dijo el joven con la mayor indiferencia-. Volveré después a traer a Vds. alguna   —167→   cosa. Me da lástima de los que van a morir aunque se lo tengan muy merecido... ¿Conque agua? Si hubiera carne... Veremos.