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El hechicero: una metáfora mágica de la creación poética


Marieta Cantos Casenave


Universidad de Cádiz



Podría decirse que, entre los cuentos de Juan Valera, El hechicero constituye una obra singular. Rara no sólo por la procedencia alemana de su fuente principal -el autor confesó que se había inspirado en los cuentos del volumen titulado Lo que contó la abuela, de la condesa de Thun-, o por el ambiente romántico del espacio1, sino, sobre todo, por el nebuloso simbolismo que la envuelve, como ha puesto de manifiesto Montesinos2. El personaje mismo del Hechicero constituye un enigma, del que los protagonistas tratan en sus conversaciones y al que los personajes invocan a lo largo del cuento; pero cuya presencia, a pesar de que se rastrea continuamente, no termina de manifestarse por completo.

El cuento ha sido explicado como afirmación del amor sano sobre los «terrores de lo desconocido», encarnado en la esotérica figura del hechicero. Esta comunicación pretende ofrecer una lectura que, sin negar otras, pueda llegar a complementarlas: se trata de establecer una nueva visión, basada en la relación que existe entre la labor poética de Ricardo, uno de los personajes que persigue al Hechicero, y la magia de la creación verbal. A partir de aquí abordaremos algunas consideraciones de Valera acerca de la literatura y del arte.

Como acabamos de decir, todo en El Hechicero nos induce a una interpretación simbólica del cuento. Los dos jóvenes protagonistas son representaciones de dos actitudes vitales muy distintas; en primer lugar, la adolescente Silveria, en su inocencia, frescura, y espontaneidad, adopta un talante optimista, positivo e incluso epicúreo:

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Se había formado de la Naturaleza muy alegre y poético concepto, y en vez de recelar o desconfiar de algo, a todo se atrevía y de nada desconfiaba. Cuanto era natural imaginaba ella que existía para su regalo y que se deshacía para obsequiarla. ¿Cómo, pues, había de ser lo sobrenatural menos complaciente y benigno? Por eso, sin darse exacta cuenta de tal discurso, y más bien por instinto, Silveria no se asustaba ni de la oscuridad nocturna, ni de las sombras y del silencio del bosque, ni de los vagos y misteriosos ruidos que forman el agua al correr y el viento al agitar el follaje. El mismo Hechicero, de quien había oído referir mil horrores, en lugar de causarle pavor, le infundía deseo de encontrarse con él y de conocerle y, tratarle. A ella se le figuraba que era calumniado y que no podía ser perverso como decían3.



La naturaleza es inspiradora no del pavor, sino de dicha e, incluso, de poesía, pues, aunque aquí el adjetivo poético esté utilizado en el sentido de «ideal» y «bello», la alusión en el texto, junto a los atributos «vagos» y «misteriosos», así como la nocturnidad, las sombras, el silencio y el ruido del agua y del viento, nos recuerda la naturaleza cantada por los poetas románticos.

Igualmente, a pesar de la negativa visión que su propia madre le ofrece del Hechicero; a quien su solo nombre la hace estremecer, la muchacha es incapaz de compartir tal perspectiva:

Silveria no comprendía lo que contaba su madre, o lo comprendía al revés; ni en el canto ni en el sonido del violín acertaba a distinguir nada de espantable ni de pecaminoso (...)4.



Es más, en esta mención se conjugan sendos atributos artísticos -música y poesía-, que también se vinculan al amor.

Por otra parte, el espacio donde se ubica el castillo, que supuestamente habitaba El Hechicero, responde igualmente a la escenografía mágico-romántica:

Delante del castillo había un ancho estanque de agua limpia y pura, porque el abundante arroyo que regaba la huerta, entrando y saliendo, renovaba el agua de continuo. En aquel estanque el castillo se miraba con gusto como en un espejo.

Iluminando fantásticamente su fondo y prestándole apariencias de profundidad infinita, se retrataba también en él la divina amplitud de los cielos5.



Esta morada fantástica será la ideal para que Ricardo, el poeta, dé rienda suelta a sus quimeras. Ricardo ha llegado al castillo persiguiendo una soledad en la que se complace y deleita -su talante vital es desengañado, melancólico, sombrío, pesimista6,   -315-   quizás- y su presencia en el lugar se justifica, también, porque anda a la busca del Hechicero, de quien aprendió su oficio de poeta7.

Desde el primer momento en que Silveria conoce a Ricardo y averigua la razón de su estancia en el castillo, siente una especial atracción y curiosidad por conocer los entresijos de la labor poética, por indagar acerca de lo que ella imagina «arcanos» procedimientos de su arte; este deseo la acucia hasta tal punto que, sumida en ensueños, intenta atrapar las claves inescrutables de su arte:

(...) su pensamiento iba de prisa y volaba al cavilar, imaginando cosas hermosamente confusas, ya que ella no atinaba entonces a expresarlas con palabras, ni podía siquiera ordenarlas en su cabeza para percibirlas mejor. Solo vagamente discurriendo ella en cierta penumbra intelectual, notaba que las ficciones de poeta no eran mero remedo de lo que todos vemos y oímos, sino que penetraban en su honda significación, revelando no poco de lo invisible y haciendo patentes mil tesoros que esconde la Naturaleza en su seno. ¿Pero quién le daba la cifra para interpretar el sentido encubierto de lo que dicen los seres? ¿De qué habla el viento cuando susurra entre las hojas? ¿Qué murmura el arroyo? ¿Qué cuenta, qué declaran los astros cuando nos iluminan con su luz? De seguro había de haber un ángel, un duende, un genio, un espíritu familiar que nos acudiese en todo esto. Ricardo debía de estar en relación con él, había de saber evocaciones a que él obedeciese, conjuros que le sujetasen a su mandato8.



En estas divagaciones encontramos una concepción romántica de la poesía, próxima a la de Novalis, y sobre todo a la de Schelling, para quien el arte, la poesía, es una actividad estética destinada a conocer el mundo mediante la contemplación del universo y su recreación9. La obra poética está así destinada a revelar lo absoluto10. Es esto precisamente lo que llega a intuir Silveria, que la misión del poeta -convertido así en una especie de hierofante, como gusta de repetir Valera11- consiste en tratar de atisbar el secreto que encierra la Naturaleza12.

La Naturaleza, o la creación para los poetas católicos como Chateubriand o Lamartine13, es obra divina que nos ofrece un mensaje codificado por medio de complejos signos -por eso Silveria hace referencia al lenguaje del viento o del agua y al significado de este lenguaje simbólico-, que remiten a una realidad superior cuyo sentido debe decodificar el poeta.

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Pero, para llevar a cabo esta semidivina misión14, el poeta debe contar con un poderoso auxiliar, una criatura superior cuyos poderes maravillosos lo ayuden a descorrer el velo misterioso de la creación; ese auxiliar mágico es sin duda el estro, como afirma el propio Valera en el artículo titulado «Estética», que escribió para el Diccionario enciclopédico hispano-americano.

Aunque el artista puede ser reflexivo y crítico y razonador, analizando todas sus facultades, apreciando sus obras, y aun examinándolas fríamente, es indudable que impulsado por el estro, y exaltado por el amor, crea cada obra, en lo esencial, de modo tan espontáneo, que es o parece inconsciente, como si no la hiciese él, sino un Dios, un numen, la Musa, otro ser superior que en él asiste, y cuya asistencia se llama entusiasmo, así como la idea, o la esencial [sic] de la obra que este numen sugiere, se llama inspiración.

Sin inspiración y sin entusiasmo no se concibe que haya artista; pero puede haberle sin grande reflexión y crítica, o quedando su crítica y su reflexiva inteligencia de la obra que hace muy por bajo de la inspiración con que la hace15.



El hecho de que el poeta se comporte al crear su obra, aunque sea en forma meramente instrumental, como una divinidad, es lo que hace de él un genio, un ser casi sobrenatural16. Efectivamente, en la base de la estética romántica el poeta es considerado como una suerte de «enviado», que reúne unas especiales condiciones -imaginación y fuerza del inconsciente-, que lo convierten en un ser privilegiado, un genio, destinado a cumplir una «misión» trascendental17: revelar la realidad al resto de los seres humanos.

Si acudimos de nuevo al talento de El Hechicero, y al texto que estamos comentando, vemos en él reunidos tres mitos del romanticismo18: el alma, el inconsciente y la poesía considerada como actividad mágica. El alma es el principio divino que permite al ser humano acercarse a una realidad distinta de la material, especialmente a través del inconsciente19. Notemos que, aunque en el texto figuren las palabras cavilar y pensamiento, lo cierto es que, al mismo tiempo, se utiliza el verbo imaginar y se destaca que las ideas se desarrollan en «cierta penumbra intelectual», es decir, el estado en que se encuentra Silveria es muy distinto al requerido para el razonamiento   -317-   lógico, en realidad se trata de una aproximación irracional producida en una especie de estado que los psicólogos llaman «hipnagógico»20, próximo a la iluminación nervaliana21.

Por lo que se refiere a la magia creadora, ésta tiene que ver con el poder del artista, y del poeta, para capturar y expresar la belleza. Valera, en sus artículos de crítica literaria utiliza el adjetivo mágico en varias ocasiones, por ejemplo, al destacar la elegancia de Leopardi22 y al ponderar el estilo de Zorrilla23.

En el cuento, la labor poética de Ricardo es el estímulo poderoso que provoca, como hemos visto, el interés de Silveria, y que la mantiene hechizada tras cinco años de una larga ausencia del joven. Pero, a su regreso, Ricardo se muestra más taciturno y melancólico:

Silveria no entendía bien todo el sentido de lo que él decía; pero percibió que se lamentaba de que era muy desventurado, de que ya no podía hacer dichosa a mujer alguna, de que su corazón estaba marchito y de que, si bien el Hechicero podía volverle aún toda su juvenil lozanía, le había buscado en vano en sus largas peregrinaciones y no había podido hallarle24.



De este modo, Ricardo se nos presenta como prototipo del hombre desengañado, escéptico ante la posibilidad de encontrar un nuevo amor que vivifique su espíritu. Se trata de un alma romántica, que se rebela sin esperanza, que reclama su derecho a intensificar lo injusto de su destino25. Ese mismo dolor de la desilusión es, pues, el que provoca su temor ante una nueva decepción, lo que explica que reaccione con recelo ante las espontáneas, inesperadas, caricias de Silveria, y es que lo corporal ofusca el ideal al que aspira el protagonista26.

Ésta, al ser rechazada, huye, y en su inconsciente carrera llega a un paraje, que no carece de connotaciones enigmáticas:

Delirante de rabia y despecho, corrió, primero, sin parar y sin saber por dónde, internándose en un agreste e intrincado laberinto por el cual no había ido jamás y donde no había sendas ni rastro de pies humanos, sino abundancia de brezos, helechos, jaras y otras plantas, que entre los árboles crecían formando enmarañados matorrales27.



A pesar de que la vegetación está constituida por plantas nada extraordinarias, lo inextricable de la misma refuerza la metáfora del laberinto, símbolo del terror a lo   -318-   desconocido28. Pero, como hemos visto, Silveria no parece conocer el temor, por lo que debemos buscar otra interpretación, y quizás la clave la encontremos en el carácter excepcional que reviste la ausencia de la muchacha:

(...) se empleó tanta diligencia en buscar a Silveria, que, al persistir su desaparición, adquiría visos y vislumbres de milagrosa o dígase fuera del orden natural y ordinario.29



Las circunstancias que rodean a Silveria despiertan en ella las mismas expectativas de excepcionalidad:

La esquividad de aquellos sitios se hizo pronto más temerosa y solemne. Oscurísima noche sorprendió en ellos a Silveria.

Por fortuna, Silveria no sabía lo que era miedo. A pesar de su dolor y de su enojo, gustaba cierto sublime deleite al sentirse circundada de tinieblas y de misterio en medio de lo inesperado. Quizá el Hechicero iba a aparecérsele allí de repente30.



Los presentimientos de la protagonista nos llevan a interpretar el laberinto como un recinto de iniciación31. Y, efectivamente, casi de inmediato, va a producirse un rito que trata de ser mágico, y en el que Silveria se autoerige en vehículo mediador:

El Hechicero había causado aquel mal y era menester que el Hechicero le trajese remedio.

Entonces improvisó Silveria una atrevida evocación, un imperioso conjuro, y dijo en voz alta y con valentía:

-¡Acude, acude, Hechicero, para consolar y sanar a mi poeta y hacerle dichoso!

La voz se desvaneció en las tinieblas, sin respuesta ni eco, restaurándose el silencio. La creación entera dormía o estaba muda y sorda32.



A pesar de que el narrador trate de potenciar lo fantástico, y de que la protagonista crea manifiestamente en los poderes mágicos, parece que la naturaleza se empeñe en negar otra realidad más allá de la inmediata.

Silveria es muy consciente de que la consagración de Ricardo a la poesía, implica una distancia -al menos, mental, espiritual- entre ambos; y así, lo que parece negársele en la realidad, se le concede en sueños:

Sus ensueños no fueron lúgubres. Acaso eran de feliz agüero y se prestaban a interpretación favorable.

Soñó que mientras su madre la enseñaba a leer en libros devotos, vinieron los genios del aire y se la llevaron volando para enseñarle más sabrosa lectura en el cifrado y sellado libro de Naturaleza, cuyos sellos rompieron, abriéndolo, a fin de que ella lo descifrase y leyese33.



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Se produce entonces una compensación onírica, en la que Silveria se ve a sí misma compartiendo la arcanidad que tanto le intriga. Participa, pues, de un encuentro extraordinario con el mundo, en un espacio y un tiempo distintos del habitual, algo similar a lo que ocurre en la experiencia poética34.

La imagen del «libro de la Naturaleza» que se menciona es, por otra parte, una vulgarización -muy popularizada en el romanticismo- de la idea de Ritter sobre el mundo como un alfabeto, un sistema simbólico; concepción que remite, a su vez, al pensamiento -originado a principios del XVIII y generalizado en el romanticismo- de que la poesía es la forma originaria y universal del lenguaje35. De este modo Silveria, al aprender el lenguaje de la Naturaleza, adquiere -al menos en sueños- la intuición mágica del poeta, un conocimiento superior al del entendimiento.36

Resulta curioso el paralelismo establecido entre dicho «libro de la Naturaleza» y los libros devotos, porque da la impresión de que quizás se quiere establecer una marcada diferencia entre el primero, donde el iniciado puede llegar a conocer, a comprender el mundo, que le aparece así libre de todo misterio, y los libros religiosos, en los que el lector no puede adquirir conocimiento, sino, todo lo más, puede aceptar, en un ejercicio de fe, el mensaje que allí se le transmite. Es decir, al descifrar el «libro de la Naturaleza», el conocimiento misterioso que en él se encerraba se transmite, con todo su poder oculto, al iniciado; por el contrario, al leer los libros devotos, no se produce cambio significativo en el receptor de su mensaje37.

Un poco más tarde, al despertar y contemplar el lugar donde se encuentra, Silveria tiene la impresión de que el mundo onírico se ha instalado en el real:

Cuando despertó, el sol resplandecía, culminando en el éter. Sus ardientes rayos lo bañaban, lo regocijaban y lo doraban todo.

Ella se restregó los ojos y miró alrededor. Se encontró en honda cañada. Por todas partes, peñascos y breñas. Los picos de los cerros limitaban el horizonte. Aquel lugar debía de ser el riñón de la serranía. Silveria creyó casi imposible haber llegado hasta allí sin rodar por un precipicio, sin destrozarse el cuerpo entre los espinos y las jaras, o sin el auxilio de aquellos genios del aire con que había soñado38.



En las escenas siguientes Silveria se encuentra con un músico anciano y ciego que se le revela como un desdeñado cortejador de su madre y que le confiesa que, amparándose en la leyenda del Hechicero, la rondaba a escondidas tratando de asustarla pata vengarse de que no lo hubiera escogido por marido.

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Después de acompañar un rato al ciego en su camino, éste se despide de ella no sin aconsejarle que siga el curso del río cercano y busque la entrada de una caverna próxima al manantial de su nacimiento, donde según a segura encontrará al Hechicero. Tras seguir rigurosamente las instrucciones del ciego, que le llevan a realizar un gótico recorrido a través del subterráneo de una gruta, un jardincillo, un arco, una escalera y una puertecilla, Silveria llega inesperadamente a la habitación del castillo donde Ricardo se encerraba a escribir; entonces, al invocar nuevamente al Hechicero, un beso del poeta cierra sus labios:

Ella le miró un instante con lánguida ternura, y cerró después los ojos como en un desmayo.

Los pájaros, las mariposas, las flores, las estrellas, las fuentes, el sol, la primavera con sus galas, todas las pompas, músicas, glorias y riquezas del mundo imaginó ella que se veían, que se oían y que se gozaban, doscientas mil veces mejor que en la realidad externa, en lo más intimo y secreto de su alma, sublimada y miríficamente ilustrada en aquella ocasión por la magia soberana del Hechicero.

Silveria le había encontrado, al fin, propicio y no contrario. Y él, como merecido premio de la alta empresa, tenaz y valerosamente lograda, hacía en favor de Silveria y de Ricardo sus milagros más beatíficos y deseables39.



Así pues, finalmente el prodigio maravilloso se realiza, y su efecto primero es verdaderamente la dichosa unión de los amantes, pero también el de la musa y su poeta, pues, como se dice al final del cuento, cuando los jóvenes van a participar a los padres de Silveria de su alegría:

(...) [estos] se enteraron de que, sin necesidad de ir a la cercana aldea ni a ninguna otra población, como la madre pretendía, sino en el centro de aquellas esquivas soledades, Silveria había hallado novio muy guapo, según su corazón, conforme con su gusto, y con aptitud y capacidad harto probadas para toda poesía y aun para toda prosa40.



Por una parte, pues, el vitalismo de Silveria ha vencido al conseguir que Ricardo, sin renunciar a sus aspiraciones ideales, abandone la persecución egoísta de ilusiones inalcanzables y haya admitido la posibilidad de realizar en la vida, a través del amor, su ideal.

Por otra parte, si analizamos la situación desde el punto de vista de Ricardo, esto implica que, al recuperar su capacidad amorosa, ha vivificado su condición de poeta. Y a este respecto podemos recordar las palabras de Valera que hemos citado antes, cuando, afirmaba:

Aunque el artista puede ser reflexivo y crítico y razonador, analizando todas sus facultades, apreciando sus obras, y aun examinándolas fríamente, es indudable que impulsado por el estro, y exaltado por el amor, crea cada obra, (...).41



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Como sabemos, la reputación del amor como inspirador de la poesía no es nueva, los románticos habían establecido cierto paralelismo entre amor y poesía como creadores de universo42. Y parece que en este cuento se manifiesta una relación biunívoca entre ambos, pues, sólo a partir del momento en que a Silveria le es revelado el misterio de la poesía, se encuentra capacitada para encontrar al Hechicero propicio, y, por tanto, el amor de Ricardo, y, en sentido inverso, sólo cuando Ricardo nace de nuevo al sentimiento amoroso es capaz de vivir el lado poético de la existencia, la magia de la vida43.

Cabría preguntarse ahora por qué Valera escoge el cuento, y, precisamente, este cuento de origen alemán. A ello podríamos contestar señalando que este género se adapta perfectamente a muchos de los ingredientes románticos: el gusto por lo fragmentario, lo imaginario, lo maravilloso, el mito, la búsqueda de los orígenes, etc.44 En cuanto a la fuente concreta, quizás cabría señalar en primer lugar que la anécdota es bastante insulsa, por lo que debía existir alguna razón para que Valera se inspirara en él. Tal vez, pudo pesar la importancia de la filosofía alemana y de los poetas de esta nación en la configuración del romanticismo, y, por otra parte, el ambiente misterioso, el sentido vagamente simbólico que convendría maravillosamente para expresar de forma metafórica la idea de la poesía como actividad mágica, una idea que, de todos modos, no se debe analizar desde un punto de vista anclado en el pensamiento romántico, sino desde las perspectivas abiertas por este movimiento revolucionario hacia la «modernidad»45.

De hecho, posiblemente esto explicaría que Valera fuera un crítico atento a escritores más jóvenes que él, como Bécquer y, más tarde, Rubén Darío. Del primero afirma:

Su inspiración, la llama vivísima que arde en todas sus concisas y bellas canciones, procede de un foco donde apenas hay alma que no se encienda, procede de la inextinguible hoguera del amor, alimentada y enriquecida con los esplendores de la belleza, ya natural, ya artística, que el poeta ha visto y ha sentido como pocos, y cuyo hechicero poder acierta casi siempre a expresar con raro laconismo46.



Justamente observamos aquí agrupados el amor y la belleza como fuente de inspiración poética, y el poder hechicero de la expresión poética y de su creador, conjunción de elementos que hemos querido ver metafóricamente expresados en el cuento que analizamos.

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Lo cierto es que en este cuento se aglutinan diferentes tópicos de la narrativa de Valera47: el entendimiento entre la mujer -alma poseedora de una sensibilidad innata para recibir las impresiones de la naturaleza y descubrir al hombre, a través del amor, sus misterios- y el filósofo o el artista, que con su verdad es capaz de seducir a la mujer, como hace en este caso el poeta con su magia verbal; la aventura sentimental concebida como un laberinto, un tortuoso camino del alma que necesita abismarse en el sufrimiento para purificarse y acceder finalmente a la luz de la belleza y de la vida inmortal y divina de la naturaleza humana; la idea de la felicidad como la armonía entre la aspiración al ideal y la realización concreta en esta vida; el interés por descubrir lo que está más allá de la realidad visible y por la magia, la teosofía o cualquier tipo de conocimiento, distinto del científico, que trate de hacer aflorar un universo más alto, distinto a la realidad prosaica48; la necesidad de ahondar en las relaciones entre naturaleza invisible y lenguaje, de buscar un código secreto, una lengua original capaz de revelar -e incluso dominar- los misterios de un Universo superior que en su complejidad sirve de complemento a la apariencia más o menos racional que la realidad ofrece49.

La singularidad que habíamos señalado en El Hechicero vendría dada no tanto por la presencia de dichos motivos, sino porque la elección de este cuento, publicado en 1894, supondría, en primer lugar, una nueva apuesta por el vitalismo, y en segundo lugar por la libertad creadora, así como un rechazo del realismo estrecho que limitaba la exploración de la realidad a su nivel más pedestre; todo ello en un momento en que los caminos de la modernidad en el arte le empezaban a dar la razón.





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