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ArribaAbajo- IX -

La disputa de antiguos y modernos; algunas de sus incidencias.- El abate Delille.- Andrés Chénier; su biografía; no es un romántico ni un precursor del romanticismo; su clasicismo helénico; examen de algunas de sus poesías; su muerte trágica; el destino de sus obras.- Esbozo bibliográfico


Entre los signos precursores de la insurrección romántica, hay que contar uno muy significativo, la llamada disputa de antiguos y modernos. Tiene la apariencia de una discusión estética, y es, en el fondo, síntoma de un grave cambio social. Se acercaban los tiempos de la Enciclopedia, y aquel ideal clásico, que había sido el del régimen antiguo, se venía a tierra; o por mejor decir, se tambaleaba, antes de que llegase la hora en que por todas partes se desmoronase.

Era aquel el momento en que las ideas estéticas, en vez de enclaustrarse en las Academias, Universidades y círculos de sabios, eran del dominio público, y la opinión, que empezaba a ser en ellas ley, decía que los modernos valen tanto o más que los antiguos, y que a la postre deben ser propuestos siempre como modelos a los antiguos, los cuales no pueden interesarnos tanto, porque no son de nuestra época, porque nos son ajenos, distantes. Hasta hay quien funda su parecer favorable, a los modernos, en la superioridad del cristianismo sobre el paganismo; pero   —130→   mayor es el número de los que van inspirados por la idea de los adelantos científicos, que inauguran una era de progreso, ignorada de la antigüedad.

Entre los defensores de ésta, se cuentan nombres muy ilustres, Lafontaine, Boileau, Racine; entre sus impugnadores, en primer término; Fontenelle, que es un precursor de la Enciclopedia, o por lo menos, aquel por cuyo impulso han de formarse los principales enciclopedistas; y, con muy distinto carácter, Perrault, el de los nunca bien ponderados Cuentos, el padre de la Caperucita Roja.

Ambos se reconocían aburridos, hartos de la antigüedad, y Perrault se arrancó a decirlo un día, en plena sesión de la Academia, anteponiendo los escritores, pintores y músicos modernos, a los tan celebrados de antaño. Al oír tamañas herejías, Huet, obispo de Avranches, se levantó indignado, y gritando que semejante lectura era una vergüenza para la Academia, se retiró. Fontenelle vino en ayuda de Perrault, exclamando que no hay cosa más opuesta al progreso, ni que así limite el ingenio como la admiración de lo antiguo.

Iba en gran parte esta campaña contra la dictadura de Boileau, y contra la fama de Racine; y era resultado de tal sublevación, que Perrault sostuvo en varios escritos, entregar al público y al juicio individual la estimación de la belleza en las diversas formas del arte, negando el derecho de los eruditos a legislar sobre estas materias sólo por el hecho de hallarse versados en las humanidades y en el conocimiento de las épocas clásicas.

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Perrault, como buen cortesano (y lo eran entonces la mayor parte, y con más razón el colaborador de Chapelain en la «Lista de los Beneficios del Rey» y del autor del primer Siglo de Luis XIV), quería adular diestramente al monarca, sugiriéndole que su época era la más gloriosa del mundo. En esta polémica terciaron libros que han dejado huella, como la Digresión sobre antiguos y modernos, de Fontenelle, y los Diálogos titulados Paralelos entre antiguos y modernos, de Perrault.

En tal discusión, como hemos dicho, debe considerarse que, un siglo antes del romanticismo, el clasicismo ha sido derrotado. Lo ha sido en nombre de una idea falsa, como es la del progreso, siendo así que en arte y en estética el progreso no existe; pero, en lo que la cuestión tiene de social y de nacional, en lo que se refiere a la proscripción de los modelos antiguos cuando Francia se ha dado a sí propia modelos como Racine, Pascal y Bossuet, no puede distinguirse su justicia. Porque, si el Arte no progresa, nadie puede negar que lleva en sí, en su vitalidad misma, un principio de transformación y cambio; y esto es lo que realmente sostenían Perrault y Fontenelle, y los que con ellos pensaban, aunque no se diesen cuenta de las consecuencias vastas de tal principio.

La discusión es instructiva, y puede servir de norma para comprender cuánto cambiaron las ideas bajo el romanticismo, y cuán sujetas y limitadas estaban aún mientras Perrault y Boileau disputaban sobre la antigüedad y el modernismo... Boileau devuelve a Perrault el calificativo de pedante,   —132→   y tiene razón al declarar que la pedantería no se halla vinculada a ninguna escuela. En esto y en otros puntos, Boileau se mantuvo a gran altura en las Reflexiones críticas, con que respondió al Paralelo entre los antiguos y los modernos, de Perrault.

Lo que en esto hay de interesante para señalar la proximidad del romanticismo, es que ya en el siglo XVII se pusieron en tela de juicio las reglas, los modelos, la inflexibilidad clásica. El primer piquetazo estaba asestado.

Y en aquella época la poesía lírica es estéril, es decir, lo parece, porque el único poeta verdadero que produce el siglo XVIII no se revela hasta el XIX; es un poeta póstumo. Y de otro poeta muy ensalzado, el abate Delille, podemos decir que no hay cosa menos lírica que sus versos, y únicamente hay que tomarle en cuenta, por la enseñanza que contiene su historia.

He aquí un poeta que ganó su fama traduciendo; que recibió homenajes, honores y recompensas de todo el mundo, a quien se comparó con los más grandes de la antigüedad, y al quedarse ciego, a Homero y Milton; que fue respetado y ensalzado casi por unanimidad (aunque José María Chénier le acusase de dar colorete a Virgilio). Aparte de traducir directa y fielmente, Delille no hizo sino lo que pudiera llamarse traducción de traducción: imitaciones adaptadas al gusto de su época, porque, reconozcámoslo, no hubo quien mejor se ciñese a ese gusto, lisonjeándolo en todas sus tendencias, hasta en la científica, e introduciendo en la poesía los temas descriptivos de los adelantos y   —133→   conquistas que empezaban a realizar los sabios de gabinete y laboratorio. Fue Delille, por excelencia, el poeta descriptivo: lo describía todo, indistintamente, en igual estilo afectado, ampuloso, con metáforas cuyo objeto era no llamar a las cosas por su nombre. Fue mucho más poeta que Delille el mismo Voltaire, pero Delille era el amaneramiento de entonces, o siquiera uno de los amaneramientos predilectos; era, además, tal vez, el último de los ingenios, el último bel esprit; fabricaba agudezas, amenizaba las reuniones, era poeta de salón, de los últimos salones también, antes de que la Revolución estallase; y, a pesar del cambio de régimen, de las convulsiones políticas, de las guerras del Imperio, todavía Delille, que había reinado en la sociedad deshecha por la tormenta, sigue triunfando. El Terror, que decapitó a Andrés Chénier, le respeta, y cuando muere, en 1813, su culto no ha decaído: se le hacen exequias memorables, se expone su cuerpo, embalsamado, ligeramente arrebolado, sobre un túmulo; ciñen sus sienes con coronas de laurel, y un devoto, como reliquia, le corta un pedazo de epidermis.

Y no es el único caso, ni un caso infrecuente este extravío de la opinión, tratándose de escritores, sobre todo de poetas. Hay que depurar la crítica, formar la conciencia de lo bello y de sus condiciones necesarias, para que tales yerros no se cometan. Los hemos visto cometer en nuestros días, en nuestra patria; y si tratásemos de lírica española, citaríamos nombres convincentes.

El tiempo es un crítico implacable, y rectifica   —134→   estas nociones equivocadas. Delille, después de su apoteosis, fue olvidado rápidamente, a pesar de que los primeros románticos le acribillaron a sátiras, y es también un modo de durar el ser satirizado y combatido. Ya llegó, sin embargo, un día en que ni aun en la Academia (a pesar de ser tan genuinamente académico el tipo de Delille), se pudo pronunciar su nombre sin provocar rechilla; y los románticos, compadecidos, nos dice Sainte Beuve, tomaban a veces su defensa.

He aquí, en cambio, a Andrés Chénier, que habiendo tropezado con el Terror, y perdido la cabeza en el tropiezo, estuvo a pique de perder también la gloria, de quedar sumido en la penumbra. Andrés Chénier fue guillotinado en 1794, y hasta 1819 no se publican en volumen sus poesías, difícilmente salvadas y reunidas por manos amigas.

Con motivo de Andrés Chénier, y en mis lecciones en la Escuela de Estudios superiores del Ateneo, me atreví, hace bastantes años, a disentir del dictamen de Menéndez y Pelayo, que le considera como uno de los precursores del romanticismo. Después, en publicaciones de fecha posterior a este incidente, pude ver que críticos franceses de autoridad pensaban de Chénier lo mismo que yo; claro es, y huelga decirlo, que no porque se hubiesen enterado de mi opinión, cosa imposible; ni aun se habían impreso mis conferencias (de las cuales hice luego dos ediciones sucesivas). Lejos de parecerme un precursor romántico el autor del Oaristis, me parecía el último clásico, si esta palabra no se toma en un sentido estrecho y de escuela. Y hoy, confirmada en mi   —135→   primera impresión por más extensas y detenidas lecturas, lejos de situar a Chénier entre los precursores del romanticismo, creo, al contrario, que fue el poeta verdadero del siglo XVIII, aunque su época azarosa no le reconociese.

A tan insigne lírico, que no es romántico, hay, pues, que examinarle aisladamente del romanticismo.

Andrés Chénier nació en 1762, en Constantinopla, y fue guillotinado en 1794: no vivió, pues, más que treinta y un años, y puede decirse de él, sin faltar a la exactitud del lenguaje, que murió cuando podía dar mucho de sí; que es un poeta malogrado. Los críticos franceses, al indagar la razón de que sea incluido entre los precursores románticos, encuentran, entre otras, la de que el drama de su vida le prestó aureola de cisne inmolado, que exhala sus últimos cantos armoniosos en la agonía. El elemento romántico de Chénier era haber sido llevado al cadalso desde la prisión donde gemía también aquella joven cautiva, aquella señorita de Coigny, cantada en sus postreras estrofas. Mas el romanticismo no está en la vida, sino en la obra, y aun en la vida, Chénier no es un romántico, sino, lo mismo que en sus versos, un pagano, caracterizado perfectamente. Los jacobinos le arrastraron al patíbulo, porque era enemigo político suyo, el «ciudadano Chénier», que había entonado un himno a Carlota Corday, y se había mofado de las teatrales exequias de Marat. Odiosa fue la muerte dada al poeta, pero con menos motivo, y hasta sin ninguno, perecieron entonces no pocos. Chénier era   —136→   hombre de valor, y su espíritu de justicia protestó contra los excesos y la ferocidad de los terroristas; ni un momento cesó de condenarlos, con valor cívico nunca desmentido, hasta el último momento; esta aureola, digna de un Catón, es la que rodea su frente, en lugar del nimbo de romanticismo melancólico con que le han querido adornar. Si bien se mira, la actitud clásica de Chénier ante la libertad manchada por el crimen, es más hermosa que ninguna; y hay en ella poesía, directamente venida de la antigüedad que le había amamantado. Unos versos de Chénier, escritos en la prisión de San Lázaro, son particularmente expresivos, y le muestran empapado de la idea de que, según van las cosas, es necesaria, es estética su muerte. Con viva imagen, se compara al carnero sacrificado entre otros mil, y, olvidado en la carnicería, para ser servido, destilando sangre, al pueblo rey. Y volviéndose a sus amigos, después de agradecer que al través de las rejas le hayan dicho una palabra cariñosa, exclama: «Ya que todo es precipicio, vivid, amigos míos; vivid contentos, no penséis en seguirme. También yo, alguna vez, he apartado la mirada distraída del aspecto del infortunio. Mi desdicha, hoy, sería importunidad. Vivid en paz, amigos míos».

Así la poesía y el carácter de Andrés Chénier se identifican, y el soplo de antigüedad heroica, sublime, que encontramos en sus versos, no cesa de animar los actos de un hombre que no tembló, que no transigió con la bajeza, la crueldad y la iniquidad, y que lo pagó con su cuello. Actitud más noble, no la conoció el romanticismo.

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Por la índole de su poesía, y más aún, por sus aspiraciones, Chénier pudiera considerarse precursor, si no de los románticos puros, de otra escuela que nació de la evolución del romanticismo: la del arte por el arte. No otra cosa pudiera significar aquella meditación suya sobre «las causas y los efectos de la perfección y la decadencia de la literatura» y aquella esperanza de «ver renacer las buenas disciplinas». Esta idea de perfección, de buenas disciplinas, este afán de acopiar «oro y seda» para sus versos, son estética, pero no estética genuinamente romántica. Chénier no reclama la libertad tumultuaria, como los románticos, sino que vuelve a las fuentes del helenismo; sostiene la división de los géneros, y el respeto a sus límites; y sólo por esto se aparta ya a formidable distancia de los románticos. Su fuerte culto de la belleza hubiese rechazado, en el arte, los elementos complejos, lo feo, lo grotesco, que aclimató Víctor Hugo.

Es decir, que, por su ideal poético, Chénier no se confunde con los románticos ni un instante; y, por su mentalidad, pertenece del todo al siglo XVIII, hasta en los resabios y amaneramientos que cada época imprime a los hombres que mejor han de encarnarla. El espíritu de la Enciclopedia está difundido por las venas de aquel hombre que, como dijo Chenedollé, era «ateo con delicia». Como a tantos de su generación, la fe le parecía un conjunto de supersticiones, y los sacerdotes, embaucadores de oficio. Grande hubiese sido su asombro al presenciar el renacimiento religioso, que ya era inminente, que la Revolución   —138→   apresura. Sin embargo, debo hacer restricción, fundada en un curioso pasaje del fragmento de poema sobre la Superstición, en que sin ironía, al contrario, Chénier llama a Cristo «cordero sin mancilla, Dios salvador del hombre» y al Sacramento «cuerpo sagrado, celeste manjar». Si hay en ello algo más que retórica, lo sabrá quien saberlo puede. Yo me limito a notar el detalle extraño.

Así, pues, los pensamientos nuevos que quería Chénier traducir en versos antiguos, el vino nuevo que quería encerrar en viejas ánforas, era el espíritu del siglo en que le tocó vivir. Entre Grecia y la Enciclopedia, y, acoplando estos dos elementos, está Andrés Chénier.

Y en esto se distingue de los demás de su tiempo, que procedían, en su clasicismo, del Renacimiento en sus fuentes latinas. Si Chénier nace diez años antes, y tiene tiempo de desenvolverse plenamente, el siglo XVIII hubiese poseído, por lo menos, un gran poeta en verso; y se hubiese redimido de la mancha de esterilidad que tanto se le ha echado en cara.

En muchos respectos, no sólo no es un precursor romántico Andrés Chénier, sino que pudiera ponérsele en contraste con los románticos que se acercan, Chateaubriand, Lamartine. «El arte antiguo -viene a decir un crítico de fina percepción, Pablo Albert- es ante todo medida, sobriedad, proporciones exquisitas, limpidez transparente. Por estos dones el ideal griego se impuso al gusto y a la fantasía de Andrés Chénier, mente nítida y clara, nada flotante, que aborrece   —139→   la vaguedad; enamorado de la perfección, y que, sin impaciencia de producir, corregía y pulía incesantemente. Chénier es un puro pagano. Devolvámosle al siglo XVIII, pero aislémosle en él».

Y le aísla, en efecto, algo que no dudo en llamar el genio, esa chispa de fuego, que no encuentro en ningún poeta de sus contemporáneos. Genial es, en Chénier, medio griego de raza, pues griega era su madre, la originalidad de haber remontado desde el primer instante, la corriente del clasicismo, para llegar a la antigüedad, en su manantial helénico, en su propio surgidero.

Cuando murió quedaron de él algunos poemas esparcidos, como capiteles rotos que atestiguan la existencia de un templo apolíneo; sus poesías andaban dispersas en varias manos; las carteras que contenían su colección se perdieron al ingresar en la cárcel el poeta; un sinnúmero de dificultades estorbaron la publicación, que, como sabemos, no se realizó hasta veinticinco años después.

La musa de Chénier no afectó emoción, era noble y estética, pero no elegíaca; sus acentos son de bronce; no hay poesía más enérgica que su canto a la Revolución triunfante; nada más artísticamente pagano y profano que el Oaristis; nada más penetrado del culto sacro del numen que en El ciego; nada más expresivo que La libertad, significada en el joven pastor a quien no interesa la vida porque es esclavo; pero, dentro de la clásica sencillez, la ternura aparece en el bello poema del Joven enfermo, menos sentido que el otro, tan diferente, en que Heine nos cuenta cómo la madre pide a la Virgen que cure el corazón de su   —140→   hijo. Sentimiento contenido y sobrio lo encontramos en La joven Tarentina y en Inais, poemitas cuyo fondo es el mismo de la Rosa, de Malherbe: la juventud sorprendida por la muerte, la melancolía de la flor cortada tan temprana. Hay, entre las poesías de Chénier, una, no de las mejores, titulada La lámpara, que sería curioso comparar a las Noches, de Alfredo de Musset; su asunto es el mismo: un desengaño, una traición femenina; veríamos entonces qué camino ha recorrido el tema lírico desde el siglo XVIII al XIX. Poemas de sentimiento, de Chénier, son las dos bellas elegías, escritas en la prisión y dedicadas ambas a la señorita de Coigny, la joven cautiva, que no quería morir aún, y por quien el poeta no quería morir tampoco. Sea o no auténtica la leyenda que se basa en estas elegías, su encanto de tristeza reprimida, sobria, me parece intensísimo.

El mismo atractivo de cosa vivida, real, tienen los mismas versos en que Chénier espera la muerte sin fanfarronería (ya en otro tiempo había confesado serenamente su apego a la vida), pero sin miedo cobarde. Lo que siente, lo que deplora, es morir sin vaciar su caja, sin atravesar con sus dardos, sin patear en su fango mismo a esos verdugos emborronadores de leyes, esos tiranos que degüellan a la patria, y sin derramar la hiel y la bilis de su cólera contra los perversos. Momentos antes de salir para el suplicio, Chénier describe en versos hermosos y límpidos el terrible instante, y el poema ha quedado incompleto, porque, en efecto, antes que la hora haya recorrido los sesenta pasos que limitan su ruta, el mensajero de muerte,   —141→   el negro reclutador de sombras, llenó con el nombre del poeta los largos pasillos tenebrosos de la cárcel. No hay acaso un documento literario más palpitante de verdad en toda la literatura francesa; a su lado, parece ficticia la poesía romántica.

Alfredo le Vigny decía que se sentía consolado de la muerte de Andrés Chénier, sabiendo que el mundo que se llevaba a la tumba, y por el cual exclamaba, hiriéndose la frente, «¡Aquí hay algo!», era un poemazo interminable, y que la Providencia, al ver que Chénier desmerecería, le puso punto final. En efecto, ese poema de Hermes, que dejó en apuntes y fragmentos, nos revela a un Andrés Chénier que, no siendo ya un artista puro, quiere versificar las ideas de su siglo, o al menos aquellas que aparecen dominándolo y caracterizándolo. Igual propósito puede observarse en bastantes prosistas y poetas de aquella centuria, hasta en Delille. Un poema sobre la «naturaleza de las cosas», una empresa enciclopédica, estaba en el aire. Pero ninguno de los que se lo propusieron era un Lucrecio: no lo era Buffon, no lo era Fontanes, no lo era ni el mismo Andrés Chénier. Este plan del poema interminable, que ha de tentar a Lamartine, a Quinet, a Víctor Hugo, lleva consigo el fracaso.

Según los planes que se han conservado, Chénier seguía el mismo camino que Delille, en sus Tres reinos. Iba a engolfarse en la poesía descriptiva y científica, atiborrada de fisiología, química y física, y donde los «átomos de vida» desempeñan principal papel. Y, al pintar el origen de las religiones, quería, como buen discípulo de los   —142→   enciclopedistas, mostrar una vasta superchería, un complot fraguado en los templos para engañar al género humano. Con estos materiales pensó fundir campanas rivales del trueno, y a nosotros nos hubiese alcanzado el tañido, porque nos ponía como digan dueñas por lo que en América nos atrevimos a hacer.

Si es problemático que Hermes añadiese nada a la gloria de Chénier, en cambio, como poeta lírico, hay que saludar en él a un ejemplar único en el período en que apareció, y convenir con Sainte Beuve en que debe aplicársele la profecía de Lebrun, (a quien su benévola generación llamó Lebrun-Píndaro), y que se expresaba así, en un discurso sobre Tibulo: «Acaso, cuando esto escribo, un autor, realmente animado del ansia de gloria, desdeñando los éxitos frívolos, compone en el silencio de su gabinete una obra realmente inmortal, de la cual hablará el porvenir». El año anterior a la predicción, había nacido Andrés Chénier.

Antes de cerrar este estudio sobre Chénier, recordaré que se ha dicho con insistencia que sus versos fueron retocados y hasta fabricados en gran parte por Enrique de la Touche (que, por cierto, no se llamaba Enrique, sino Jacinto). Este literato fue el que en 1819 hubo de revisar y preparar para la publicación las obras de Andrés Chénier. Que modificó y aun adicionó aquellas poesías póstumas del vate guillotinado, es cosa que nadie niega: la discusión versa únicamente sobre la cantidad e importancia de esas adiciones.

Lo que dio cuerpo a la suposición de que hubiese   —143→   en las poesías de Chénier mucho de Latouche, fue: en primer término, el haber dicho José Chénier que existía muy poco publicable en los manuscritos de su hermano; el haberse hecho eco Béranger, que no era maldiciente, de esta versión; y por último, la conocida habilidad de Latouche para el pasticcio o imitación literaria, en la cual se ejercitó, publicando como de otros autores, y algunos célebres, trabajos suyos. Lo más importante que se le atribuye como colaborador (otros han dicho inventor), de Andrés Chénier, es la paternidad completa de la famosa composición que interrumpe la llegada de la carreta fatal. «No comprendo -dice Béranger- cómo esto no lo han visto los que juzgan a sangre fría la obra de Chénier».

Latouche no logró nunca extensa fama, y sería por cierto extraña cosa que mereciese la celebridad por una superchería. Aun cuando nadie niega que haya limado, corregido, y hasta variado no poco en la colección póstuma de Chénier, la realidad de las aserciones contradictorias será de difícil depuración, y la discusión acerca de este punto de Historia Literaria, se renovará periódicamente. Con otros muchos sucede lo mismo, y serán enigmas perpetuos.

Las Obras completas de Andrés Chénier vieron la luz en París, 1819; edición Beaudoin hermanos. En 1826 se publicaron las Obras póstumas, en París, editor Guillaume. En 1833 se publicaron las Póstumas e inéditas, dos volúmenes, de Charpentier y Renduel. En 1840, editor Gosselin, se publicaron sus obras en prosa y su proceso. En   —144→   1862 y luego en 1872, vieron la luz dos ediciones de la crítica, de Becq de Fouquiéres. Aun pudiera registrarse otras ediciones, posteriores. Y para consultar acerca de Andrés Chénier, vean los Retratos literarios y contemporáneos, de Sainte Beuve; las Cartas griegas de Madama Chénier, y estudio sobre su vida, por R. de Bonniéres, París, 1879; O. de Vallée, Andrés Chénier y los jacobinos, París, 1881; Faguet, El siglo XVIII y Andrés Chénier, París, sin fecha; y la edición de clásicos populares, Andrés Chénier, por Pablo Morillot.

Téngase en cuenta que la mayor parte de los escritos de Chénier se ha perdido, y que existen muchos papeles suyos depositados en la Biblioteca Nacional de París, y que no han sido comunicados todavía.



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El culto a la naturaleza.- Buffon.- Precursores de Rousseau en el mencionado culto.- Bernardino de Saint Pierre; su biografía; sus viajes; los «Estudios de la naturaleza»; obra que constituye un monumento contra el ateísmo; «Pablo y Virginia»; su carácter, su influencia; comparación con «Dafnis y Cloe».- Esbozo de bibliografía


Parecerá inesperado que a la cabeza de un capítulo que trata de la escuela de Rousseau y del romanticismo lírico nacido a su sombra, coloque a un hombre de ciencia, nada lírico; a un grave personaje, que mereció el respecto de su edad, y no la agitó, como Rousseau, ni la enterneció e hizo llorar como Bernardino de Saint Pierre. Este hombre, que nació al principio del siglo XVIII y murió en 1788, cuando faltaban cinco años para el Terror, abarcó a su época en los momentos en que se formaba y crecía y reventaba su ebullición inmensa. Dentro de la efervescencia, pareció llena de reposo y serenidad la tarea de tal hombre, y su vida, noblemente consagrada al estudio, se desenvolvió fuera y aparte de las luchas políticas y sociales. Parecía como si en la labor del conde de Buffon sobreviviese algo del antiguo régimen, de su grandiosidad ordenada, clásica. No obstante, mucha parte del movimiento de las ideas nuevas encarna en este sabio, y el culto de la naturaleza, nota tan característica del siglo y de la   —146→   renovación y expansión que hierven en él, procede de Buffon en gran parte.

Los tres ministros del culto, de la naturaleza, son Rousseau, ahora Buffon, y luego Bernardino de Saint Pierre; y con el culto de la naturaleza, traen el cosmopolitismo, el exotismo, el ensanchamiento de la vida, al derramar por regiones desconocidas, al ver en su conjunto el planeta en que habitamos, y que, siendo en sí reducido de dimensiones, contiene tan varios aspectos y tan extrañas diferencias de país a país y de raza a raza. En esta variedad y diversidad encuentra el espíritu el germen de una libertad infinita. No hay cosa más emancipadora que recorrer el mundo. En todas sus comarcas y partes, existen ideas y costumbres esclavizadoras; pero lo son para los que no se han movido de un país, no para el que lo visita, abierta la curiosidad y deslumbrados los ojos por lo nuevo de las perspectivas que se les ofrecen.

Y de los tres sumos sacerdotes del triunvirato, Rousseau-Buffon-Saint Pierre, el primero, Rousseau, casi no ha visto más río que el de su patria: de Suiza a París, le ha visto para cultivar el sentimiento del paisaje; el segundo, Buffon, ya ha viajado algo más, no mucho; ha recorrido Italia y Suiza, luego Inglaterra, bajo los auspicios de su grande amigo, el duque de Kingston; y el tercero, o sea, Saint Pierre, es el que ha corrido tierras y cruzado océanos. Más tarde, Chateaubriand nos familiarizará con la sabana americana, los inmensos ríos del Nuevo Continente.

Pero Buffon, es lo cierto, no necesitó tanto   —147→   aparato ni tanta faena para ir lejos; para erigir a la naturaleza un templo, en el cual todos se postrasen. Lo hizo como suelen hacer sus magnas obras los eruditos que llegan a conseguir posiciones oficiales, en que el Gobierno les auxilia: representaos, por ejemplo, a un Menéndez y Pelayo, en su Biblioteca Nacional, con un ejército de secretarios, copistas, rebuscadores y escudriñadores, que le preparan la labor. Buffon tuvo muchos de estos colaboradores, que extractaban para él relatos de viajeros, que dibujaban y pintaban los animales, y hasta jardineros que transportaban a nuestra zona la vegetación de otras; y en el llamado Jardín del Rey, hoy de Plantas, se reunían bastantes sabios especialistas, a sus órdenes. Uno de ellos era el célebre Lamarck; otro el renombrado Lacepéde.

Hoy no se considera sólida la ciencia de Buffon, y entre los hombres de laboratorio y gabinete, ha llegado a ser su obra, en el sentido científico, algo como una antigualla rococó, estilo Luis XVI, bonita y curiosa. Yo aquí le considero en su influencia en las ideas y en la literatura. La amplitud de su estilo, el lirismo que a veces rebosan sus descripciones, van hacia la escuela de Rousseau y de Saint Pierre, y en su Historia natural del hombre (nótese el sabor moderno de este título), hay un presentimiento de cuanto va a desarrollarse, que también tendrá un carácter conjetural, y, por tanto, estará fuera de los límites de la ciencia, hablando estrictamente.

Por esta condición suya, de no aceptar ciegamente lo tradicional, Buffon puede ser, en cierto   —148→   modo, un precursor de Darwin. Desde luego, reprobó las clasificaciones, por lo que tienen de artificial, sin base en la realidad; y, al considerar la diferencia entre las especiales del Nuevo Mundo y las del Antiguo, parece que ya adivina una porción de leyes formuladas por Darwin, y también anunciadas antes por Montesquieu, en lo referente a lo que llamaríamos Historia natural social. A su manera, Buffon sintió la naturaleza tanto como pudo sentirla Rousseau; y a su manera, también, la sintió poéticamente, aunque sin efusión, sin la emoción contagiosa del ginebrino.

Mas no por eso deja de ser Pontífice del magnífico templo donde se profesa el culto de la unidad de las fuerzas físicas, que a pesar del descrédito en que Buffon ha caído, nadie ha expresado mejor que él, al escribir: «Podemos descender por grados casi insensibles, desde la criatura más perfecta hasta la materia más informe, del animal mejor organizado al mineral más bruto... Nada está vacío: todo se toca, todo se enlaza en la naturaleza; lo inherente son nuestros métodos y nuestros sistemas, cuando le señalan límites o secciones que no se conocen». No sé qué han adelantado, en esta concepción profunda del Universo físico, los que, como Haeckel, establecen la escala que va «desde la mónada amorfa al hombre locuaz», y observan cómo sale gradualmente, de los protoplasmas primitivos, la intensa y admirable organización de los seres.

Desde Rousseau se esparce ese «sentimiento de la naturaleza» sobre el cual escribió Víctor de   —149→   Laprade dos volúmenes, algo difusos. Con ellos en la mano, podemos afirmar que el tema de la naturaleza, en el arte, es muy antiguo; que la arquitectura ojival procede de los árboles y las plantas; que los trovadores provenzales simpatizaron con el universo visible; que en San Francisco de Asís, trovador a lo divino, hay efusiones inspiradas por la naturaleza, el sol y el agua; que ya Ronsard retrató fielmente el paisaje francés; que Camoens es un vibrante paisajista; que Cervantes bocetó paisajes de exacta realidad; que en Fénelon, como paisajista, hay algo que anuncia a Rousseau. No fue éste, pues, el primero que se emocionó ante la naturaleza visible.

Pero -nos advierte Laprade- al llegar al siglo XVII, el sentimiento de la naturaleza se convierte en un arma contra el cristianismo, la filosofía espiritualista y las instituciones sociales. Y en el fondo tendrá razón; no obstante, creo ver, en el sentimiento de la naturaleza, según Rousseau y Bernardino de Saint Pierre, algo más que un propósito sectario.

Hay que distinguir en ese sentimiento nuevo y aparatoso. El paisaje y aun su expresión lírica, son una cosa; la deificación de la naturaleza, es otra. Rousseau fue el primero en expresar el sentimiento de la naturaleza; y fue el segundo o tercero (recordemos que le había precedido Rabelais) en formular como doctrina la segunda. La consecuencia necesaria de la doctrina, era la suposición de una edad de oro, análoga a la tan bellamente descrita por Cervantes: edad anterior a la formación de la sociedad civilizada, y en la   —150→   cual reinaban la inocencia, la buena fe, todas las virtudes. Para que vuelvan a reinar, bastara con seguir las enseñanzas y mandamientos de esa naturaleza misma. Como decía el criollo Parny:


Et l'on n'est point coupable en suivant la nature.



Bernardino de Saint Pierre, que aventaja a Rousseau en la descripción de una naturaleza diferente de la occidental, más varia, más intensa en sus fuerzas y manifestaciones, no llega el extremo de Rousseau; no diviniza lo puramente natural; lo que hace es armonizarlo con la Providencia, y explicar por la bondad de la naturaleza la bondad de su autor.

Es una cosa siempre extraña, aunque frecuente, lo que contrasta la biografía y la complexión moral de ciertos escritores con el carácter de sus obras. Tal contraste, en nadie aparece más visible que en Saint Pierre. No existiendo -dice un crítico- nada más sentimental y suntuoso que sus escritos, donde se creyera que susurra un alma inocente, y afectando siempre un tipo de cordialidad patriarcal, visto de cerca es un hombre malo, maniático y sin escrúpulos, y hasta algo peor, como veremos.

Bernardino de Saint Pierre nació en el Havre, en 1737. Habiendo muerto en 1814, se sigue que alcanzó la respetable edad de ochenta y siete años, y que, durante tan larga vida, vio cambiar a su alrededor todo, con cambios, no graduales, sino fulminantes, análogos a los huracanes por él tan bien descritos en su Viaje a la isla de Francia.   —151→   Cuando volvió de sus largos viajes aventureros, no quedaba en pie nada de lo que pudo conocer en su juventud y lo mismo en la literatura que en la sociedad, todo se había transformado como por magia escénica. Le estaba reservado presenciar el desprestigio de la Monarquía, el desastre de la Enciclopedia, la apoteosis de Voltaire, el Terror, durante el cual se escondió, trató de eclipsarse, y nadie le censurará por ello; la Revolución, el Directorio, el Imperio, que le halagó por boca de Napoleón. Hasta pudo ver, con Chateaubriand, el renacimiento religioso, cómo resurgían de sus ruinas los templos derribados, y cómo se restablecía solemnemente el culto.

Para excusar la irritabilidad y la actitud de Saint Pierre, hay que recordar su larga lucha. En la casi bancarrota de fines del reinado de Luis XV, se ve imposibilitado de utilizar su carrera de ingeniero de caminos, para ganarse el sustento. Malos procederes e intrigas le cierran toda salida; y, descorazonado acusado de locura, se expatría, sale a buscar fortuna por Europa. Cuando llega a Rusia, su biógrafo, que era su muy allegado Aimé Martín, nos dice que pudo suplantar a Potemkine, ser el favorito de la Emperatriz; no tenemos ningún motivo para negarlo. El caso es que no suplantó a nadie. Lo que estuvo a pique de conseguir fue la realización de la utopía que perseguía: refugiarse en una isla desierta -las islas desiertas estaban muy de moda entonces- y reunir allí a los desgraciados y oprimidos, fundando una nueva Salento donde reinasen la paz, la virtud y la dicha. Esto y sus propósitos de   —152→   combatir por la independencia de Polonia, indican corazón de filántropo. He aquí que una joven princesa se enamora de aquel caballero andante de la filantropía, pero la novela no acaba en boda, como Saint Pierre hubiese deseado. Obligado a alejarse, le proponen que realice en Madagascar el plan de Salento. Se embarca, y en la travesía averigua que el navío va a Madagascar, no a fundar una Arcadia, sino a hacer el comercio de ébano, la trata de negros. Saint Pierre, horrorizado, se queda en la Isla de Francia. También allí vio establecida la esclavitud. En la Isla, que describe con pinceladas encantadoras al situar allí la acción de Pablo y Virginia, se había, dice Sainte Beuve, aburrido de muerte. El caso no es nuevo. El recuerdo poetiza y perfuma de emoción los lugares, no sólo donde nos hemos aburrido, sino hasta aquellos en que hemos sido desgraciados.

No se había dicho entonces que un paisaje fuese «un estado de alma»; pero es sabido que nuestra alma es la que presta color y luz a los objetos exteriores. Bernardino de Saint Pierre no podía encontrar muy lindos los paisajes de la Isla de Francia, en primer lugar, porque parece que no lo eran, y en segundo, porque su alma empezaba a ulcerarse ya, con tantas decepciones y desengaños. La diferencia entre la realidad y la idealización se ve en el Viaje a la Isla de Francia, comparado con Pablo y Virginia.

Vuelto a su patria Bernardino de Saint Pierre y creyendo encontrar en ella el camino que tantos viajes no le pudieron abrir, halló, al contrario,   —153→   frialdad y repulsa, en los círculos intelectuales y literarios, en los grandes señores y los enciclopedistas. Una anécdota recogida en la Isla de Francia, le había inspirado Pablo y Virginia; y habiendo querido leer el manuscrito en el salón de madama Necker, con el temblor del que llama a las puertas del porvenir, empezó a bostezar todo el mundo, y Buffon gritó a su lacayo, que aguardaba en la antesala: «¡El coche!».

Se me dirá que no es mucho si estas cosas engendran hipocondría. Enfermó Saint Pierre de uno de esos males entre morales y físicos, que acusan lesiones profundas de la sensibilidad. Cuando recobró un poco de calma, terminó los Estudios de la naturaleza, y los publicó, en 1784. El manuscrito de Pablo y Virginia dormía en algún cajón. Pero los Estudios, de la noche a la mañana, le hicieron célebre y glorioso.

Los Estudios son una obra que sólo en aquel momento especial, en el período de pastoral optimismo que precedió a la Revolución ya desencadenada, pudieron encontrar tal ambiente. Hay en ellos una apología de la Providencia, defendida con argumentos de mayor o menor solidez científica, y un himno a la naturaleza, con efusiones que no igualará Michelet al escribir El insecto o El Mar, y con cuadros tan lindos como la descripción del fresal y de las moscas y bichejos que lo animan y lo enjoyan, por decirlo así. La idea de la obra es demostrar la armonía bella y profunda, aquello que Goethe llamó «una secreta ley, un santo enigma», entre las formas   —154→   y manifestaciones de la naturaleza visible, y la soberana intención que las rige y las guía. Cuando se acercaba el triunfo de la Enciclopedia, y el ateísmo era una moda y hasta un goce (Chénier se profesaba «ateo con delicia») la obra de Saint Pierre es, al modo que puede serlo en tales circunstancias, un monumento (en parte de estuco, no hay por qué negarlo) al espiritualismo y a la creencia en Dios. A lo cual, en gran parte, se debió su gran éxito, y a la preparación y levadura que Rousseau había dejado. La afirmación de que la naturaleza revelaba la bondad divina y convidaba a la bondad humana, estaba perfectamente dentro de gran parte del criterio del siglo XVIII. Era de moda extasiarse ante la naturaleza; la misma reina María Antonieta vivía en égloga, en actitud pastoril, ordeñando sus vacas, paseando en barquilla por los estanques de Francia, y poniendo modas como la de los vestidos «de indiana», frescos y sencillos, naturales a su modo.

A veces, un detalle insignificante dice más respecto al temple de los espíritus, que una larga disertación. Cual sería la disposición del público, respecto al culto de la naturaleza y a la sensibilidad, que habiendo Bernardino de Saint Pierre empezado un discurso con estas sencillas palabras: «Soy un padre de familia y vivo en el campo», no fue necesario más para que se viese frenéticamente ovacionado y aplaudido.

Por los Estudios de la naturaleza, se anticipó Bernardino de Saint Pierre a Chateaubriand, en lo que se ha llamado «renacimiento religioso».   —155→   Acaso fuera esa la causa de su mal humor contra el autor de El genio del cristianismo. En Chateaubriand, el renacimiento religioso se funda en lo tradicional; es católico, para decirlo de una vez; en Bernardino de Saint Pierre se apoya en una filosofía superficialmente deísta y en el sistema de las causas finales, pero ambos van contra las negaciones del siglo XVIII, ambos se contraponen a la obra de los enciclopedistas.

Y no fue solamente esta la novedad que trajo Bernardino de Saint Pierre, sino que, con los Estudios de la naturaleza y con Pablo y Virginia, entra en la literatura el exotismo, la poesía de las comarcas lejanas, de los largos viajes. En tal sentido, Saint Pierre es el precursor, no sólo de Chateaubriand, sino de Humboldt..., y también de Pierre Loti.

De Pablo y Virginia puede decirse, sin más restricciones que las que se derivan de la fecha en que apareció y del gusto reinante, no siempre defendible, que es una obra maestra, y ponerla en parangón con los idilios más bellos que conoce la humanidad, señaladamente el de Dafnis y Cloe. Habiendo en su época hecho correr arroyos de llanto y producido escalofríos de entusiasmo, hoy Pablo y Virginia no consigue ni lo uno ni lo otro. Las estrellas están en distinta posición. Pero no podemos menos de rendirle el homenaje debido, desinteresado ya, porque, ¡cuán lejos estamos de la sensibilidad, de lo patético, del candor, y otras zarandajas! Un siglo entero, el XIX, nos ha curtido y educado en su dura escuela, crítica, en su derroche de experiencia literaria; pero acaso   —156→   por lo mismo, por la imposibilidad, que confesamos, de que hoy se escribiese algo como Pablo y Virginia, hemos de ver claramente la belleza y la inspirada felicidad de tan linda fábula.

Comparadla con La nueva Eloísa. La afectación, la hinchazón, la sensualidad de la novela de Rousseau hacen resaltar la naturalidad del idilio de Saint Pierre. Lo bastante breve para que no se fatigue y agote la emoción; lo bastante tierno para que la pasión aparezca depurada, infantil, misteriosa como las fuerzas naturales que la determinan, Pablo y Virginia manifiesta, en su sencillez, todo el encanto de la obra de arte espontánea y definitiva en su categoría; concebida de una vez, y sin esfuerzo realizada. Acaso no habrá libro de imaginación en que el paisaje y las figuras estén tan íntimamente ligadas, sean tan inseparables. El lirismo del corazón se refleja en el marco y fondo, tan adecuado, de la ficción encantadora. Los grupos de los niños son maravillas de gracia y de ternura.

Los Estudios de la naturaleza, libro extenso, que costó no poco trabajo y tiempo a su autor, a pesar de lo deficiente del elemento científico que en ellos, por su mal introdujo, no pueden compararse a Pablo y Virginia, librito corto, hecho, al parecer, como una estrofa lírica que sale de una vez; la joya que se recoge al paso, y que enriquece.

Al registrar el resonante éxito de Pablo y Virginia, y aun de los Estudios, Villemain lo explica, en una literatura decadente y en una lengua fatigada de producir obras maestras, porque los   —157→   escritos de Saint Pierre encerraban lo que faltaba al siglo XVIII; la poesía, y una poesía nueva. Bernardino de Saint Pierre era poeta, en prosa, en un siglo en que no hubo poesía. Si Saint Pierre hubiese sido más sabio especial de lo que era; si no hubiese conservado la flor de fantasía que frecuentemente es resultado de la semiignorancia, tal vez no hubiese escrito Pablo y Virginia. Y tampoco la escribiría si no hubiese emprendido tantos viajes por comarcas tan diversas, y si no se hubiese interesado tanto, desde niño, por las cosas naturales, plantas y pájaros, insectos y meteoros. Hay que oír la voz del mar, atentamente, hay que penetrar en la selva virgen y no profanarla, para concebir ese poemita inmortal.

Ninguna pretensión de innovador tuvo Saint Pierre: ningún programa literario. Villemain dice, a este propósito, que al innovar da en el arcaísmo, y va hacia Montaigne y Amyot, hacia la literatura entre pedantesca e ingenua del siglo XVI. Su lenguaje es menos perfecto, menos ligado que la lengua clásica, pero es «libre, abundante en imágenes y en expresiones felices, refrescadas por el desuso».

Al comparar el idilio de Saint Pierre con Dafnis y Cloe, la crítica ha visto un mérito y una superioridad en el sentimiento de pudor, en la pureza de la obra de Saint Pierre, en el casto amor, por Chateaubriand calificado de evangélico, de los dos adolescentes Pablo y Virginia. Por aquí se le considera a su creador superior a Longo y a Teócrito. Ahora bien; es una manía crítica esa de buscar siempre las superioridades. Las cosas   —158→   son buenas en sí, y no respecto a otras. En tiempos de Longo, no se pintaba como bajo el reinado de Luis XVI. Las obras literarias no son abstracto, que quepa considerar en el vacío, fuera de cuanto ha contribuido a que nazcan. En este sentido se les aumenta valor si son, como Pablo y Virginia, profundamente representativas de un momento que no puede confundirse con otro. Lo griego tiene una ventaja de puro antiguo, clásico y natural, parece moderno, y Dafnis y Cloe pudieran producirnos un efecto más contemporáneo que Pablo y Virginia y que Atala.

En cuanto a la Cabaña indiana, de Saint Pierre, prefiero a sus declamaciones los cuentos orientales de Voltaire, Zadig, por ejemplo.

Pablo y Virginia es la ficción que señala un período literario henchido de promesas y de gérmenes pronto a fructificar en el romanticismo. Así como un día hasta los barberillos cantarán el Triste Chactas, las familias ponen a sus hijos, antes de la Revolución, los nombres de Pablo y Virginia. Es un delirio de sentimentalismo; y en ello se ve hasta qué punto concuerda la obra, y el momento en que aparece. Muy olvidado está hoy, y hasta puede decirse que una capa de suave ridiculez ha caído sobre la historia de Pablo y Virginia; pero, ¿acaso se lee más La nueva Eloísa? ¿Acaso el ardoroso episodio de Veleda, acaso los amoríos y la muerte de Atala no duermen en la misma tumba en que excepto contadas obras señaladísimas del humano ingenio, paran todos los libros que un día agitaron el espíritu y concretaron el ensueño de una generación?   —159→   Cada libro eficaz produce un movimiento, hace pensar o sentir, o las dos cosas a la vez, y, causado lo que causar debía, va primero a la penumbra, luego a la sombra. Su efecto continúa, manifestado en otros libros, en la impulsión general de una época. La primera prolongación visible de la escuela Saint Pierre con Chateaubriand y Lamartine.

La mejor edición que conozco, pues no las conozco todas, de la Historia natural, de Buffon, me parece la de 28 volúmenes, empezada a publicar por Pancouckt.

Sobre los trabajos generales de Buffon, se ha escrito mucho, no sólo en los mismos tiempos de Buffon, sino en todo el siglo XIX; y ciñéndome tan sólo al aspecto desde el cual le considero aquí, y que no es el puramente científico, podrán consultarse El elogio de Buffon, por Michaut, El estudio, de Montégut, en la Revista de Ambos Mundos, del 15 de Marzo de 1878, otro de Brunetière, en Nuevas Cuestiones de crítica, 1878, y el libro de Faguet, El siglo XVIII, de 1890.

Las Obras completas de Bernardino de Saint Pierre, han sido recogidas y precedidas de una Biografía, por Luis Aimé Martín, París, 1818. El mismo Aimé Martín publicó en 1826 la Correspondencia de Bernardino de Saint Pierre.

Acerca de él se puede leer con provecho La vida privada de Bernardino de Saint Pierre, por Meaunse, 1856; Bernardino de Saint Pierre, por Arvéde Barine, 1891, París; Estudios sobre la vida y las obras de Bernardino de Saint Pierre, por Fernando Maury, París, 1892.

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Y en general, todos los historiadores literarios de su período, y hasta los Diccionarios Enciclopédicos, que si no son documentos eruditos, tienen la ventaja de indicar fuentes en qué beber, y son útiles como memorándum al que sabe un poco más que ellos, en alguna materia.



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ArribaAbajo- XI -

El sentimiento religioso en Rousseau y en la Francia de la Revolución.- Chateaubriand; su biografía; ¿es un católico y un romántico? Sus obras; examen del «Genio del cristianismo»; su influencia literaria y social.- La exaltación del «yo» o autocentrismo es idea esencialmente católica


Antes de recoger en la personalidad del vizconde de Chateaubriand los grandes factores románticos, el sentimiento religioso y la melancolía orgullosa del individualismo, tengo que añadir algo a lo ya dicho acerca de Rousseau, porque Chateaubriand fue su discípulo, y procede de él y en parte de Bernardino de Saint Pierre, más que nadie entre los grandes escritores iniciadores del período romántico: más que el propio Lamartine.

¿Cómo puede un escritor legitimista y católico beber el sentimiento religioso en otro que parece representar a la Revolución, a los sucesos que por bastante tiempo fueron causa de que se cerrasen los templos y se dijese la misa poco menos que en las catacumbas? Esta pregunta está contestada con la lectura de Rousseau, con la más ligera apreciación de su papel en la evolución espiritual de Francia y aun del mundo, pues las ideas de Rousseau cundieron, como sabemos, por todas partes. Y Rousseau, más revolucionario o más   —162→   sembrador de agitación que otros enciclopedistas, lo fue de otro modo bien distinto. Lejos de poder incluirle en el número de los ateos y de los materialistas, hay que ver en él a un deísta sentimental.

Habiéndose contradicho frecuentemente en materias políticas, y dando lugar tan pronto al concepto de que procede de él el socialismo revolucionario, y tan pronto al de haber proclamado la anárquica procedencia del yo, con sus consecuencias todas, Rousseau no desmintió nunca su deísmo, ni la sangre calvinista que corría por sus venas. Un espiritualismo ardiente le inspiró la Profesión de fe del vicario saboyano; y, en las Confesiones, se explana la misma tendencia.

La afirmación religiosa, en Rousseau, tomó forma sentimental, como la negación de Voltaire la tomó racionalista. Desde Rousseau, el sentimentalismo religioso está creado. Para ello, no ha menester Rousseau ser católico: cabe, y la historia lo demuestra sobradamente, el sentimentalismo religioso más exaltado, unido a lo que en la Edad Media se llamó herejía. Sólo tenemos que tomar en cuenta, en el caso de Rousseau, y para explicarnos cómo los gérmenes y brotes de tal sentimiento que de él proceden y que encontramos contenidos en la sensibilidad de Bernardino de Saint Pierre, no tenemos dirección católica hasta Chateaubriand, debido a las circunstancias históricas.

La Revolución, aunque muchos de sus principales factores estuviesen empapados de la concepción religioso-emocional de Rousseau, trató de destruir el catolicismo, que era la religión de   —163→   Francia, por razones hasta dependientes de la psicología nacional.

Con odiosa tiranía violentaron la conciencia de los sacerdotes, obligándoles a prestar juramento de fidelidad al nuevo régimen; y este acto llevó a la apostasía a mucha parte del clero de Francia. Pero la mayoría no quiso someterse a tal imposición y no fue sólo la convicción monárquica; fue la fe que se alzó contra las conquistas revolucionarias. Creado el sistema de violencia y de represión feroz que se llamó el Terror, la persecución religiosa arreció, y la fe tuvo que ser un secreto entre los padres y los hijos, porque, en público, no se podía profesar, y los templos, o eran demolidos, o estaban cerrados, o dedicados a usos innobles. Las luchas civiles de la Vendea y Bretaña ahondaron el abismo, pues tales alzamientos de aldeanos eran como nuestra guerra civil en Navarra, las Vascongadas y Cataluña, una lucha religiosa. Y cuando la Revolución, hubo sentido el freno de la dictadura, el freno del tirano providencial, como dijera Núñez de Arce, uno de los motivos por los cuales Napoleón no pareció tirano, fue porque devolvió la libertad a la conciencia religiosa.

El hombre que dio su fórmula a este momento memorable, fue Chateaubriand, al publicar El genio del cristianismo.

Es, pues, un discípulo de Juan Jacobo el que trae al romanticismo el elemento que inaugura el período romántico. Pero no procede, como Germana Necker, baronesa de Staël, del campo liberal. Es un caballero bretón, de familia más rica   —164→   en blasones que en hacienda, y, por supuesto, legitimista y católica. Su niñez ensoñadora había corrido a orillas de un mar donde arrulla la triste sirena del Norte, o bajo los centenarios árboles del castillo de Comburgo, residencia llena de nostalgia, al borde de un lago.

Las lecturas tempranas y asiduas de Juan Jacobo le calaron hasta los huesos, y por mucho que después renegase de tal influencia, nunca pudo desecharla. Quizá por eso su catolicismo estuvo siempre un poco agusanado, y sin quizá, por lo mismo veremos cómo es híbrida su acción, y el restaurador de la religión, es el innovador de la enfermedad moral del lirismo ególatra. Por eso Pablo Bourget al plantear -en una de sus últimas novelas, El demonio del Mediodía-, el problema de si Chateaubriand ejerció una influencia conveniente y sana, casi se inclinó a afirmar lo contrario.

Cuando el vizconde de Chateaubriand embarcó para América, en 1791, contando veintitrés años de edad, llevaba, ya que no las ilusiones saturnianas de Bernardino de Saint Pierre, por lo menos una viva esperanza de inventar tierras, de desflorar regiones vírgenes, y de saludar, a fuer de entusiasta admirador de Pablo y Virginia, comarcas intactas aún, que brindan a la pluma colores y paisajes desconocidos. Inverosímil parece que Chateaubriand sólo pasase en Nuevo Continente, que tanto lugar ocupa en sus obras, ocho meses a lo sumo. Una noche, a la luz de la hoguera del campamento, leyó un pedazo de periódico que refería el cautiverio de la familia real y   —165→   los progresos de la revolución, y, sin vacilar, el hidalgo regresó a Francia y se presentó en el cuartel general de los príncipes. Llevaba en la mochila el manuscrito de Atala. Enfermo, extenuado, poco faltó para que sucumbiese en una marcha forzada; y Sainte Beuve, que no es blando, pero es justo con Chateaubriand, se pregunta, al relatar este episodio, ¡cómo sería el siglo XIX, a faltar tal eslabón de la cadena, a perecer hombre tal antes de que le conociese el mundo!

Mal restablecido pasó Chateaubriand a Londres, donde escribió un libro, el Ensayo sobre las revoluciones, que era la escoria depositada en su mente por el siglo XVIII, y que necesitaba echar fuera; uno de esos libros externos a su autor, que sólo revelan la presión de un ambiente. La muerte de su madre, la de una hermana, le hirieron en el corazón; lloró y creyó, son sus mismas palabras. Alguien ha negado la sinceridad de esta conversión nacida del sentimiento. Tratándose de un escritor tan grande y excepcional, creo que lo interesante es ver si la obra responde a esa nueva forma de sentir. Lo demás, sería perderse en indagaciones contradictorias. Chateaubriand afirmó reiteradamente y con toda seriedad sus creencias.

«No soy -exclama- un incrédulo con capa de cristiano; no defiendo la religión como un freno útil al pueblo. Si no fuese cristiano, no me tomaría el trabajo de aparentarlo: toda traba me pesa, todo antifaz me ahoga; a la segunda frase, mi carácter asomaría, y me vendería. Vale poco la vida para que la rebocemos en una farsa. Y ya que por afirmar que soy cristiano hay quien me   —166→   trata de hereje y de filósofo, declaro que viviré y moriré católico, apostólico, romano. Me parece que esto es claro y positivo. ¿Me creerán ahora los traficantes en religión? No; me juzgarán por su propia conciencia». Por lo menos, le creyeron críticos que no se pasan de candorosos, y la caridad nos mandaría que le creyésemos también, si el juicio no bastase para enseñarnos que, a pesar de ciertas aleaciones sospechosas, la obra literaria de Chateaubriand cristiana, es, en conjunto; no pagana ni racionalista. Cristiana, como pudo serlo en la hora que Dios señaló a su aparición, providencial en cierto modo; y tan cristiana, que sólo por el cristianismo llegó al romanticismo, siendo así que en estética Chateaubriand no soltó nunca los andadores clásicos, ni vivió un minuto en la Edad Media, cuya belleza no comprendía.

Y no es tal incomprensión el detalle menos curioso de la figura literaria de Chateaubriand. La mayor parte de los aspectos del romanticismo que iba a estallar en Europa, y que en Alemania e Inglaterra había estallado ya, no influyen en la concepción peculiar del autor del Genio del cristianismo. Que existe en él la más profunda raíz romántica, el individualismo lírico, no tardaremos en comprobarlo; y que en pocos escritores se manifiesta con tal triste energía, tampoco será dudoso. Así y todo, Chateaubriand no es un romántico de escuela; ningún canon literario proclama: tal papel está reservado a Víctor Hugo. No creyó el emigrado legitimista hacer revolución alguna en las letras. Y se hallan en su obra más famosa de tal suerte entremezclados los restos del clasicismo   —167→   y los brotes originales y nuevos del sentimiento romántico, que parecen en él abrazarse las todavía recientes y gloriosas tradiciones literarias de su patria, a las ideas estéticas venidas de fuera, de Alemania y de Inglaterra, y hasta de Italia, y que él no definía, aun sufriendo su influjo. Lo que sí puede asegurarse es que, cuando entró verdaderamente en escena, había renegado de la Enciclopedia para siempre, y desdeñado, con caballeresca altanería, su programa. Era católico, y su catolicismo se afirmaba en las letras.

De vuelta a Francia Chateaubriand, preparó la publicación del Genio del cristianismo, y antes la del episodio de Atala, que cuantos escriben acerca de Chateaubriand comparan a la paloma del Arca portadora del ramo de olivo, así como el Genio representa el arco iris, señal de alianza entre lo pasado y lo porvenir. Fue la aparición del Genio un maravilloso golpe teatral; anunciose al público la obra el mismo día en que Napoleón hizo que bajo las bóvedas de Nuestra Señora se elevase el solemne Te Deum celebrando el restablecimiento del culto. En aquella ocasión Chateaubriand llamaba a Bonaparte «hombre poderoso que nos saca del abismo»; verdad que entonces no había fusilado al duque de Enghien. El efecto del libro fue inmenso: ni cabía más oportunidad ni más acierto en la hora de lanzar una apología completa, poética y brillante de la religión restaurada. Con el Genio del cristianismo, Chateaubriand sentaba la piedra angular de aquel magnífico renacimiento religioso que se extendió a toda Europa, y que, por no citar más que nombres familiares,   —168→   produjo en España la filosofía de Jaime Balmes y las teorías de Donoso Cortés.

Como este libro apenas se lee ahora, diré que es una apología o demostración de las creencias religiosas por medio del esplendor de su hermosura. Divídese en cuatro partes. La primera trata de los misterios y sacramentos, de la verdad de las Escrituras, del dogma de la caída, de la existencia de Dios demostrada por las maravillas de la naturaleza -asunto favorito para un paisajista incomparable- y de la inmortalidad del alma, probada por la moral y el sentimiento. La segunda abarca la poética del cristianismo, de las epopeyas, de la poesía en la antigüedad, de la pasión, de lo maravilloso, del Deus ex machina, del Purgatorio y del Paraíso. La tercera trata de las Bellas Artes: escultura, arquitectura y música; de las ciencias: astronomía, química, metafísica; de la historia; de la elocuencia; de las pasiones; la cuarta del culto, de las ceremonias, de la liturgia, de los sepulcros, del clero, de las órdenes religiosas, de las misiones, de las órdenes militares y en general, de los beneficios que al cristianismo debe la humanidad.

No cabe plan más vasto ni más alta ambición: es el mismo ideal de la Edad Media, la gran Suma, la Enciclopedia católica opuesta a la Enciclopedia negadora e impía; y en verdad que si Chateaubriand hubiese llenado este cuadro inmenso, en relación a nuestra edad, como Dante llenó el de la Divina Comedia en relación a la suya, Chateaubriand no sería un genio, sería un semidiós.

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Si hoy recorremos las páginas de ese libro que removió a su época, que fue «más que una influencia», dice Nisard -nos cuesta trabajo comprender su acción: sólo vemos sus defectos, la estrechez de sus juicios estéticos y literarios-, cuyo mezquino clasicismo demuestra hasta qué punto Chateaubriand era ajeno al espíritu del romanticismo, e inconsciente al fundarlo, la endeblez de las pruebas, la frialdad del estilo, lo trillado de los razonamientos, lo superficial de la doctrina. Es preciso, para que nos pongamos en lo justo, recordar que el Genio del cristianismo, menos duro de roer que la Divina comedia, no ha cesado de servir de texto fácil y de ser diluido y saqueado en el púlpito y en la Prensa católica, como advierte el mismo Chateaubriand; por eso nos parece que está atiborrado de lugares comunes, sin fijarnos en que no lo eran, sino al contrario, novedades originalísimas, cuando aún enturbiaba el aire el polvo de las demoliciones de los templos. Una labor más fina, una dialéctica más acerada y altiva, una erudición sobria, pero más segura; una crítica más honda, un soplo más directamente venido de las cimas y del cielo, no conseguirían entonces lo que consiguió la obra de vulgarización religiosa de Chateaubriand.

Recibiéronla sus contemporáneos como la tierra seca recibe en estío el riego; la absorbieron con avidez. No hubo al pronto disidentes, o si los hubo no se atrevieron a levantar la voz; las críticas, algunas justas, fueron ahogadas; ¡el Genio del cristianismo armonizaba tan bien con las necesidades del momento, con las miras de Napoleón   —170→   y el temple conciliador del Concordato! La catolicidad de la obra cooperó a difundirla y a convertir un acontecimiento literario en acontecimiento religioso: cuando Chateaubriand, nombrado secretario de Embajada, pasa a Roma y solicita del Papa una audiencia, encuentra al Vicario de Dios leyendo el Genio del cristianismo.

Nótese bien que un triunfo de esta clase no se parece a los triunfos literarios que presenciamos hoy. Ningún escritor moderno puede esperar que su mejor obra sea recibida como el maná; insensato el que soñase con el doble lauro de restaurar o vindicar la religión y a la vez renovar la poética y las corrientes literarias. No se reproducirá probablemente el caso del Genio del cristianismo: al contrario, según el siglo adelanta, la literatura va especializándose y aislándose hasta convertirse en lo que califica un donosísimo escritor -Lemaître- de mandarinato: camino lleva de que lleguen a leerla sólo los que la producen. Tampoco Chateaubriand podrá jactarse de conseguir dos veces en su vida tan feliz conjunción de astros. Siete años después de la publicación del Genio da a luz la que cree su obra maestra, una epopeya concebida entre los esplendores de Roma, en el seno del catolicismo; una composición, sin género de duda, superior al Genio, aplicando las teorías expuestas en él: no incoherente, como Los Natchez, sino armónica, depurada, fruto de una madurez todavía juvenil: el poema de Los mártires, embellecido por los castos amores y las gentiles figuras de Endoro y Cimodocea, enriquecido como diadema de oro con una perla, con el episodio de Veleda, breve y admirable;   —171→   saturado de esas comparaciones y de esas imágenes que Chateaubriand rebuscaba en Homero y conseguía engarzar en su estilo con encanto, si no con la sencillez augusta del inimitable modelo; poema, en suma, que marca el apogeo de un talento y la plenitud de una manera elevada y brillantísima. Esto sucedía en 1809. Pero el filtro ya no actuaba, el círculo mágico se había roto; el momento era distinto; la Revolución, semiaplastada, removía sus miembros de dragón que tiene siete vidas; las críticas fueron acerbas y crueles, tibio el entusiasmo; el público, según el dicho de Chênedollé, se venga en las reputaciones adultas de las caricias que les prodigó cuando estaban en la niñez. Hubo quien calificó a Los mártires de «necedad de un hombre de talento», y Chateaubriand, con el corazón ulcerado, se despidió de las musas en las páginas del Itinerario. Resolvió consagrar la segunda mitad de la vida a la política y a la historia.

El Genio del cristianismo, en conjunto, señala el momento del renacimiento religioso, en la hora del albor romántico: y es una obra que, llevando las huellas de la misma aspiración que dictaba a Chénier su poema de Hermes, a Delille sus Tres reinos, tiene como valor propio el de responder a un gran movimiento de sensibilidad, de aparecer cuando los espíritus necesitaban enlazar la tradición religiosa, interrumpida y violentamente truncada por los sucesos políticos y la baraúnda de las incredulidades intelectuales. Este renacimiento religioso que tuvo después, produjo los apologistas de Maistre, Bonald, Lamennais en sus primeros   —172→   tiempos, y es la fuente de la inspiración de Lamartine y de las primeras poesías de Víctor Hugo, inauguró verdaderamente el romanticismo en Francia. Allí donde tanta sangre se había vertido y tantas luchas se habían realizado, donde bajo una aparente revolución política lo que se había debatido era la afirmación religiosa, tenía el romanticismo que aparecer respondiendo a la tendencia defensiva de esa afirmación. Por eso el primer monumento romántico es una vasta apologética cristiana.

Y este sentimiento por Chateaubriand restaurado, mejor diríamos innovado, en gran parte, tuvo dos aspectos: el social y político, y el psicológico sentimental, más genuino todavía. Los grandes apologistas, como un Bonald, o un Veuillot, aspiran más que a conmover, a persuadir: y siempre sus páginas responden a un estado transitorio de la sociedad y de la historia religiosa. Por eso suelen envejecer y marchitarse, cuando tal estado cambia o se modifica. Nadie lee hoy las controversias de los primeros siglos de la Iglesia, y acaso nadie tampoco los escritos de Calvino y de Lutero. No es extraño que el Genio del cristianismo, no haya podido resistir el paso de los años. Pero la emoción que suscitó, transformándose, persiste. Lo observé reiteradamente en el capítulo anterior: el sentimiento no cesa ya ni un instante de surgir en diversas formas, en las letras, y el religioso ocupa muy preferente lugar en los diversos períodos que siguen al albor romántico.

Hasta el período más reciente, última modalidad   —173→   de la literatura que ha revestido caracteres algo generales, el decadentismo y el simbolismo, el sentimiento religioso impregna el desarrollo literario. Son formas de la preocupación religiosa muchas que no lo parecen, o que parecen hasta impiedades, como el satanismo, el magismo, la celebración, o si no se quiere que en serio se haya celebrado, la obsesión de la misa negra, y tantos matices diversos de misticismo, que no será ortodoxo en conjunto, pero no olvidemos que, en la Edad Media, tampoco todos los místicos eran ortodoxos, ni mucho menos. Cada vez que ha resurgido un fermento romántico, se ha producido un movimiento religioso, con varios y complicados caracteres, y en escala tan extensa, que va desde la hermosísima novela, pura y delicadamente cristiana, El leproso de la ciudad de Aosta, Xavier de Maistre, hasta el sacrílego relato de Huysmans, titulado Lá Bas. Y en las almas, la inquietud religiosa, habiendo clavado una vez su aguijón, lo hace como la abeja, que lo deja allí para siempre. Esta gran inquietud atormentó a Lamennais, trajo al retortero a Renan, originó conversiones, como la de Bourget y la de Brunetière, y, para decirlo pronto, dividió a Francia en dos campos: porque el error capital, para mí inexplicable, de las revoluciones, es atentar a la libertad de la conciencia, como si no escribiesen en sus programas esa misma libertad, y quisiesen recoger la herencia, mejorada en tercio y quinto, de las persecuciones antiguas. Mas ello es así, y las revoluciones han puesto a las conciencias, en el trance de optar, o por su fe, que ven tan combatida   —174→   cual no lo fue jamás la incredulidad en otros tiempos, o por las instituciones de su patria, que debieran ser tales, que todo ciudadano las acatase sin tener que mutilar su alma.

Lo que más claro resulta, cuando nos fijamos en el servicio prestado a la idea religiosa por el vizconde de Chateaubriand, es que, coincidiendo también en esto con su maestro Rousseau, contiene una profesión de fe adversa a todo el sentido de la Enciclopedia. Este sentido, lo veremos renacer, levantar la cabeza: veremos afirmarse en diversas formas el jacobismo, la negación burlona y sin comprensión ni sentido histórico de ninguna especie; pero desde Chateaubriand, no cabe duda, ha sido abollado ese endriago de cartón piedra, y su caricatura y su condena definitiva la hará un gran novelista, Flaubert, en el personaje divertido del inefable boticario Homais.

He dicho que faltó a la Enciclopedia el sentido de la Historia, y no creo que éste sea un gran descubrimiento, porque la Historia, según Voltaire y el gran Diccionario, es algo desacreditado, imposible de tolerar, y aun de leer. En la Historia, la influencia romántica de Chateaubriand originó un cambio profundo. No fue por medio de El genio del Cristianismo, sino de los Mártires, como Chateaubriand despertó el genio de Agustín Thierry, creador de la historia narrativa en Francia, primero que la transformó, y la modificó denunciando lo que faltaba a los historiadores que le habían precedido para dar idea un tanto aproximada de los cambios y diferencias que separan   —175→   a cada período del anterior, y que le dan su propio carácter.

La magnífica descripción contenida en el libro VI de Los mártires, del campamento de los Francos, hizo ver a Thierry el elemento de verdad que contiene a veces la poesía -en este caso no rimada- cuando, a su luz de luna, el historiador se representa lo que fue cual si lo estuviese presenciando, y con ese tono de realidad que prestan las imágenes de la vida, concebidas por el arte. Guiado por Chateaubriand, aprendió a dar a los pasados siglos su tono, su colorido y su significación. Así, a la emoción histórica, provocada por un fragmento de poema, el canto de guerra de los Francos «¡Faramundo, Faramundo, hemos combatido con la espada!» se debió la bella obra, de nadie desconocida y siempre celebrada: Historia de la conquista de Inglaterra por los normandos.

Y ahora que hemos considerado la acción de Chateaubriand en uno de los factores esenciales del romanticismo, el sentimiento religioso en la obra apologética, aplacemos para el capítulo siguiente el estudio de otro orden de sentimientos no menos capitales en el romanticismo, y decisivos en el arte, en sus formas líricas. Vamos a tratar de Atala y de René.

Tal es la levadura que fermenta en el romanticismo, que sin ella sería únicamente una retórica.

Hay una circunstancia que lo decide todo, a mi ver: y es el hecho innegable de que Chateaubriand tiene, no sólo cristiana, sino esencialmente católica, la imaginación, y de los dogmas fundamentales   —176→   del cristianismo se derivan hasta los libros por los cuales se ha dudado de su fe. René es el primero que está en este caso. Todo en él repugna al racionalismo protestante, y todo en su espíritu rechaza el racionalismo materialista del siglo XVIII, que se sobrepuso un momento a su verdadera naturaleza moral y mental. Todo en él propende al individualismo, siguiendo en esto la doctrina, nada racionalista tampoco, al contrario, de su maestro Rousseau. Sutilizando un poco, no mucho, pudiéramos afirmar que no hay tendencia más católica que la de hacerse centro del mundo, y ha sido en realidad el yo, en su más exaltada expresión, lo que ha impulsado a los místicos y a los mártires, y lo que hacía decir a Felipe II que salvar una sola alma valía más que adquirir inmensos territorios. No digo que por este camino del yo, del autocentrismo, no se pueda ir a la heterodoxia, y Chateaubriand fue un tanto sospechoso siempre; digo que es una idea que procede directamente del catolicismo, porque las herejías procedieron siempre de deformaciones de la fe.



  —177→  

ArribaAbajo- XII -

La literatura del primer Imperio.- Los grandes literatos no son favorables a Napoleón.- El falso Osián.- Los salones.- Las damas novelistas: la duquesa de Duras, madame de Krudener; su novela «Valeria».- Madame de Staël; «Delfina» y «Corina».- El feminismo y la sociabilidad de la Staël.- Bibliografía


Hay en la historia de la literatura francesa un período en que parece detenerse el movimiento iniciado por la Revolución, y en que el romanticismo, no afirmado aún poderosamente sino por un escritor de genio, que fue, como sabemos, Juan Jacobo Rousseau, parece ensayar su vuelo, antes de remontarlo. Forman este período, los primeros años del siglo XIX, que llena con sus fastos y su figura colosal el Corso. Bien hubiese querido aquel gran Capitán que surgiesen eminentes literatos, siempre que estuviesen de su parte y le rindieran pleitesía; y fue todo lo contrario, a decir verdad, lo que sucedió. Napoleón, que tuvo apasionados admiradores después de su caída, mientras absorbió el poder omnímodo vio alzarse en contra suya a los grandes escritores de su época, a pesar de no haber omitido medio de alentar y proteger la literatura, ni de recompensar con pensiones y honores a los que la representaban y se prestaron a admitir su favor.

Así, la literatura del primer Imperio lleva un sello especial: es algo donde se mezclan elementos   —178→   diversos, procedentes de varias épocas, que han ido dejando residuos que el impetuoso romanticismo no tardará en barrer. Quedan, en la literatura del primer Imperio, rastros de clasicismo, del que dominó todavía en el siglo XVIII; y, por este carácter de retraso, puede ser incluida en el número de las literaturas que mueren. Era una literatura sin brío, que contrastaba, por su apocamiento, con los arrestos y el fragor de la Historia que se atropellaba. Abundaban, eso sí, los hombres de ciencia, pero los literatos propiamente dichos y adictos al régimen escaseaban, a pesar de tantos premios y distinciones con que los galardonaba Napoleón. Y se diría que las campañas del Corso, en las que se derrochó tanto heroísmo, debieran inspirar a la Musa épica; pero rara vez han coincidido en el tiempo las hazañas y sus cantores: es más adelante cuando la Musa recobra sus derechos: Napoleón, para ser cantado, y magníficamente por cierto, por Manzoni y Víctor Hugo, tenía que sufrir primero su purgatorio en Santa Elena, y ser inhumado en el triste peñón.

Siendo más bien clásica la literatura del primer Imperio, no por eso interrumpieron su fermentación los gérmenes ardientes de romanticismo. Osián, el falso Osián, fue una moda literaria que siguió el mismo Napoleón con entusiasmo y fervor de neófito, llegando a preferir al hijo de Fingal a todos los héroes que ensalzó la epopeya griega. Y Osián es un testimonio ultrarromántico, que se aparece unido, del modo más curioso y típico, a las manifestaciones de ese estilo que se llama del Imperio por antonomasia, y que campea en   —179→   muebles, telas, porcelanas, relojes, candelabros, cuadros y grabados. Nosotros todavía hemos visto en nuestras casas viejas a Óscar y a Malvina, en bronce o en estampas con marco de rosetas. Y un hombre tan positivo y apreciador de la realidad como Napoleón, un hombre de Gobierno, un estadista, ponía, sin embargo, sobre su cabeza este romanticismo descabellado, el más irreal de cuantos existieron.

Napoleón tuvo siempre adversos a dos elementos inestimables: los grandes escritores y la Sociedad, representada por los salones, que habían resucitado y recobrado el influjo que, desde Luis XIV, ostentaron de continuo en la cultísima Francia. Y los salones fomentaban la ya inminente restauración de la dinastía borbónica, y esto ocurría hasta en el salón presidido por la liberal Madama de Staël. En general, los salones eran un ambiente favorable al romanticismo. Los salones representaban siempre la opinión de las mujeres, y mejor diríamos, en este caso, de las señoras, y entre ellas perseveraba el culto devoto de Juan Jacobo Rousseau, esencialmente lírico. Hemos notado, constantemente, el hecho de que el romanticismo lírico se inició, no en el verso, sino en la prosa; y, bajo el Imperio, es en la novela donde se desarrollan los gérmenes románticos, y se propaga, en mil ramificaciones, la escuela del autor de la Nueva Eloísa. Cultivan la novela, en este primer período, principalmente las mujeres, la fiel secta de Rousseau. Entre estas mujeres novelistas, algunas han caído en el olvido y apenas si se hace de ellas la más ligera mención: verbigracia,   —180→   de la autora de Carolina de Lichtfield, y de la en su tiempo muy renombrada Madama de Genlis, que escribió Las veladas del castillo.

Parecen estas novelistas sentimentales la capa de mantillo que abonó el terreno donde había de brotar, vigoroso y todo hecho ramas y retoños, el árbol de Jorge Sand. Lejos estamos de ella todavía, y por ahora nos limitaremos a recordar a sus predecesoras, a las hijas de Juan Jacobo, melancólicas y exaltadas. La duquesa de Duras, grande amiga de Chateaubriand, y que reunía en su salón a la flor de las letras y de la diplomacia, se animó a publicar, en 1823, una novela titulada Ourika, y en 1825 otra titulada Eduardo. Y digo se animó, porque Madama de Duras no es, como Jorge Sand o la Staël, una literata profesional, sino una escritora ocasional de esas a quienes sus amigos convencen un día de que debe arrostrar la publicidad, pero que habitualmente la rehuyen con elegante mohín. Ourika y Eduardo, los dos héroes de la duquesa de Duras, son dos enamorados a quienes las preocupaciones sociales no permiten realizar su dicha. En el caso de Ourika, realmente, hay algo más que las preocupaciones sociales: hay una cuestión de raza. Si Eduardo es plebeyo, Ourika es negra. El punto por el cual la duquesa -tal vez- precede a Jorge Sand, es el que su biógrafo y retratista, Sainte Beuve, ha resumido en estas palabras: «La idea de Ourika y de Eduardo -dice- es una idea de desigualdad, sea natural, sea de posición social, una idea de obstáculo, de valla, entre el deseo del alma y su objeto: es algo que nos falta y que nos devora».   —181→   La misma definición puede aplicarse a las creaciones líricas de Jorge Sand, pero la diferencia es grande: los personajes de la duquesa de Duras se resignan, niegan su yo, con tal arranque afirmado por la autora de Lelia. Ourika, [...] negra apasionada, que por no ver el color de su piel había quitado de su habitación todos los espejos, entra, resignada, en un convento y acaba por decir que no existe reposo sino en Dios. Su lirismo es ese dulce lirismo cristiano, cuyo ejemplo más tierno y delicado lo dejó en la vida Luisa de Lavalliére.

Eduardo, por su origen y significación va más allá que Ourika. Es la novela de la desigualdad de condición social, algo como La de San Quintín, de Galdós; pero es la desigualdad social puesta de relieve por tan terribles acontecimientos históricos, que en el plebeyo Eduardo y la aristócrata Natalia parecen simbolizados los dos siglos «armado el uno contra el otro», de que hablaba Manzoni. En estos libros líricos de la Duras (católica y creyente, como lo acreditan las Reflexiones cristianas que compuso), hay el fondo de melancolía y hasta de desesperación crónica, la frase es de ella misma, que caracteriza a la generación de René. Algo del alma de Chateaubriand, muy atenuado, existe en el alma de la duquesa, la cual creía que quien, en su juventud, había presenciado el Terror y asistido a las escenas espantosas que lo acompañaron, no podía haber sido joven, y que esta tristeza primera, de que su espíritu se impregnó, les acompañará hasta el sepulcro.

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Madama de Krudener, rusa de nación, que nació en Riga, el año 1764, y murió en 1824, escribió una de las novelas sentimentales más celebradas: Valeria. La biografía de la autora, que en parte se refleja en esta ficción, está, como en las de Jorge Sand, idealísimamente mezclada al relato. Madame de Krudener anuncia y precede a Jorge Sand en varios respectos. Uno de ellos, es el de su manera de entender la relación matrimonial, basándola en una fusión completa de las almas, y no sufriéndola como deber, ni como contrato, ni como lazo social. En tal concepto lírico se adelanta a Jorge Sand la aristocrática dama la cual, poco a poco, había de convertirse en la predicadora mística, la iluminada y profetisa que fue en sus últimos años. De gérmenes ya constantes de misticismo, se notan las huellas en la novela, cuya autora protesta de que ha querido hacer una obra moral, pintar la pureza de las costumbres; su héroe, aquel Gustavo tan finamente prendado de Valeria, insiste muy frecuentemente en las ideas y manifestaciones religiosas. Pero, con toda esta pureza y esta religiosidad, Valeria no deja de ser cosa lírica, apasionada, punto menos que La nueva Eloísa.

Su autora la escribió el año de 1804, cuando ya frisaba en los cuarenta y había brillado como un astro deslumbrador en la sociedad y en el mundo. Y la escribió en francés, habiendo sido Francia su patria adoptiva. Sólo en ciertos matices de sentimiento marcado con la impronta de la raza, se podía conocer que aquella novelista procedía del Norte. El éxito de Valeria, muy preparado, según   —183→   parece, hasta por la autora misma, fue completo y brillante. Chateaubriand, entonces joven, calificó a Valeria de hermana menor de René y otras veces la llamó «hija natural de René y Delfina».

El asunto de Valeria es igual al de Werther, como ya notó Sainte Beuve: trátase de un caballero que se enamora de la mujer de su mejor amigo, y lucha en vano por triunfar de una pasión funesta, hasta que, no pudiendo conseguirlo, se suicida. La heroína de la historia, parece cosa averiguada que es la propia Madama Krudener, que se retrata de un modo apenas disfrazado en las páginas del libro, y pinta un lindo cuadro de la época de la Restauración, al describirse a sí misma bailando aquella «danza del chal», que de tal modo entusiasmaba cuando la ejecutaba en los salones.

En la mezcla del misticismo con otro orden de sentimientos más profanos, también es la Krudener una precursora de Jorge Sand. De ella dice malignamente Sainte Beuve, que tuvo la costumbre de mezclar a Dios con todas las cosas, hasta con aquellas en que menos debe agradarle que le mezclen. Y el propio misticismo bastardeado encontraremos en las grandes novelas líricas de Jorge Sand.

Al lado de estos nombres que hoy se esfuman en la penumbra, la Duras, la Krudener, hay que situar el nombre por tantos estilos gloriosos de la Staël. Hemos estudiado necesariamente, pero sin insistir, algo de su crítica, poderosa, viril y profunda; algo del influjo de sus ideas, que han penetrado   —184→   por completo en la moderna mentalidad, y abierto al romanticismo del pensamiento un cauce hondísimo; ahora, desde el punto de vista del tema de este libro, vamos a considerar sus novelas líricas, por las cuales precede también a Jorge Sand, si bien la afirmación que de ellas se desprende puede ser la contraria de la que la autora de Lelia dejó establecida. Madama de Staël había sufrido demasiado el roce de la sociedad; había contado demasiado con la opinión; había sido sobradamente reina de los salones, de la conversación, de la relación amistosa con talentos y grandezas, para que cupiese en ella el sentido, enteramente derivado de Rousseau, que se insubordina contra la sociedad, y la niega, en nombre de los derechos del individuo.

Así, veremos a la Staël dar a la mujer el consejo contrario: el de la sumisión a las leyes sociales, contra la pasión y sus derechos. Este fue el verdadero sentido de Corina y Delfina, las dos a su hora famosísimas novelas de la hija de Necker, del más prestigioso enemigo de Napoleón, y el que mayor persecución sufrió por el régimen imperial.

Delfina, de Madama de Staël, vio la luz en 1802. Es una novela de pasión y de análisis, y hay en ella, como en todos los documentos personales que en tal época se publicaron, visible la garra de Juan Jacobo. No abundan los sucesos ni los incidentes en Delfina: la trama es sencilla, aunque el final, trágico, haga de Delfina un Werther hembra, pues Delfina, como tantos héroes de novela, acaba suicidándose. Delfina, que ha enviudado y   —185→   respeta la memoria de su primer marido, se enamora de un extranjero, Leoncio. Hay entre Delfina y su preferido un vivo contraste: ella no respeta las convenciones sociales si está tranquila su conciencia: él es capaz de sacrificar a los respetos humanos la pasión. Y por eso, habiendo tratado un casamiento antes de conocer a Delfina, lo realiza, aunque es a Delfina a quien quiere. Casado Leoncio, siguen queriéndose y viéndose y luchando, hasta que la sociedad, enemiga de las pasiones, excluye a Delfina, y ésta no tiene más remedio que retirarse a un convento, donde acaba por tomar el velo. En estas circunstancias, muere la mujer de Leoncio, y corre él al lado de su amiga; sale ella del convento; él la abandona, y cuando él, como emigrado, ha sido condenado a muerte, Delfina se envenena por no sobrevivirle. En esta heroína despreciadora de la opinión, de las conveniencias sociales, del mundo entero, que no reconoce más ley que su propia conciencia, no es difícil ver, anticipadamente, a Jorge Sand.

Al revés de lo que le había de suceder a Valeria, Delfina fue atacada con verdadero furor. Se acercaban para madama de Staël las horas malas, el destierro. Pero también el número y la violencia de los ataques es género de triunfo, y no faltaron acérrimos defensores a Delfina. Ha quedado vindicada esta novela de la acusación de disolvente respecto al matrimonio, y hasta no ha sido difícil ver que su moral consiste en suponer que la dicha conyugal es más hermosa que la pasión satisfecha. Y, en esto, Madama de Staël, como   —186→   hemos indicado, difiere profundamente de Jorge Sand.

Corina, en su línea, es también un alegato contra las conveniencias sociales. Su heroína las desdeña. Verdad es que no tiene nada de extraño que un ser tan excepcional como Corina pueda desdeñar lo que le plazca. Corina, de la cual se ha dicho que es como quisiera ser la autora, reúne cuantas perfecciones y méritos se pueden soñar. Canta, pinta, improvisa, compone versos preciosos, y es, además un portento de belleza y de juventud. Con semejante cúmulo de cualidades, no hay que extrañar que la conduzcan en triunfo al Capitolio, y allí la coronen, rindiendo tributo a su genio. Pero Corina, astro refulgente, no es la mujer que puede dar la felicidad doméstica, y el hombre a quien ama tendrá que buscar esa dicha en una mujer sencilla, modesta y dulce, y Corina será la más desgraciada criatura. Y he aquí un concepto bien lírico, el de la incompatibilidad de la pasión y del sentimentalismo individualista con la dicha apacible y obscura del hogar. Las almas marcadas con el sello de la grandeza lírica, las almas como las de Corina y René, están señaladas por la garra candente del águila, y así, a Corina, sólo le queda la facultad de sufrir.

Este carácter de Corina, por el cual la mujer empieza a afirmar su libertad sentimental en estas novelas de Madame de Staël, no es sino reflejo y expresión del alma de la autora, exenta de hipocresía, franca y clara. Este alma se transparenta mejor aún en un capítulo del libro titulado De la literatura, y que trata de Las mujeres que cultivan   —187→   las letras. En él, con la penetración que demuestra siempre, la Staë1 se hace cargo de la importancia capital que para las mujeres tiene la sociedad. Y, bien mirado, de lo que trata es de la importancia capital que ha tenido para ella, o mejor dicho, de lo que por la sociedad ha padecido, de la injusticia y coacción que la han rodeado incesantemente, como a ser superior que era. Tenemos aquí la misma tesis del Stello, de Vigny; la sociedad contra el ser superior; tesis de individualismo, forma de la expansión a que la personalidad aspira, después de la emancipación que se ha anunciado, pero que no se ha realizado. Para Chatterton, el enemigo es la sociedad inglesa, con su organización a la vez puritana e hipócrita, con su desprecio de lo que no es, inmediatamente útil, con su indiferencia hacia el arte, si el arte no llena un fin conveniente y a la vez muy correcto; para la Staël, el enemigo es, principalmente, y dentro de la sociedad, el hombre; con su tendencia innata a oprimir al individuo superior si es mujer, valiéndose, para realizar tal opresión, de las fuerzas sociales, acumuladas desde hace siglos, para establecer un orden de cosas que resiste a las revoluciones.

Y así, dice concisamente: «En las monarquías, las mujeres que aspiran a la gloria tienen que temer el ridículo; y en las repúblicas, el odio».

Al analizar los sentimientos que una mujer como la Staël pudo suscitar bajo la monarquía y bajo la república, la autora pone el dedo en una de las llagas de la Revolución, que habiendo proclamado los derechos del hombre, no pensó siquiera   —188→   que pudiesen proclamarse jamás los de la mujer. Y para la Staël era esto doblemente doloroso, puesto que aquella Revolución, no en sus excesos, pero en su tendencia general, era la realización de sus ideas, de su liberalismo constante, generoso y hasta utópico, en lo que tuvo de perfectibilista. Por eso, en el tono de calurosa moderación con que siempre se expresa, dice en ese capítulo: «Ilustrar, instruir, perfeccionar a las mujeres como a los hombres, a las naciones como a los individuos, es el mejor secreto para todos los fines razonables, para todas las relaciones sociales y políticas que han menester duradero fundamento».

Pero la Staël, al protestar, de un modo mesurado, sentido, contra la sociedad en lo que concierne a la mujer; al encontrar en ese mismo sentimiento de protesta la inspiración lírica de Delfina y de Corina, no aspira a destruir la sociedad, ni a minar sus bases; y aquí tomo la palabra sociedad en el sentido de sociabilidad, de los lazos que establece, y de los cuales se forma y deriva la opinión. Madama de Staël es una mujer eminentemente sociable, acostumbrada a tener su salón, a frecuentar los de los demás; su sociabilidad tiene, es cierto, un color más intelectual que aristocrático; pero también en lo intelectual hay aristocracias, y ella estaba muy habituada a discernirlas. Nunca pudiera aplicarse a la literatura de madama de Staël el dictado de antisocial, con gran razón aplicado a mucha parte de los escritos de Jorge Sand. Y es que para que sea antisocial una mujer francesa, tiene que haber nacido fuera de la sociedad, si así puede decirse; en el   —189→   campo, en un círculo donde lo social sea enteramente accesorio y no influya en toda la vida. La Staël, que dejó tan elocuentes documentos y alegatos contra la sociedad, en un respecto, en el de la injusticia cometida incesantemente con la mujer superior, respetaba, sin embargo, profundamente a la sociedad, hasta el extremo de no querer casarse con Benjamín Constant, a quien amaba, «por no desorientar a Europa». Y es que, en efecto, para la Staël, la sociedad iba más allá de París, y hasta de Francia: había viajado tanto, y siempre sociablemente, formándose relaciones internacionales, dejando amigos donde quiera, que nada tenía de ambiciosa ni de jactanciosa su frase.

En la manera de entender el lirismo que tuvo madama de Staël, vemos la dificultad que habían de encontrar las reivindicaciones del individualismo en el espíritu de sociabilidad francesa. No en balde se ha afirmado que el carácter esencial de la literatura francesa era justamente ser una literatura sociable, y, por consiguiente, social, y que nadie en Francia ha escrito sino mirando a la sociedad, «sin separar jamás la expresión del pensamiento de la consideración del público a quien la dirigía, ni, por lo tanto, el arte de escribir del de agradar, persuadir y convencer». Por eso -suele añadirse- lo que no es claro, no es francés; por eso los prosistas franceses, en general, no aspiran sino a hacerse entender, a que el público se dé cuenta exacta de lo que han pretendido decirle. Tal empeño, afirma Brunetière, ha sido común hasta a los románticos que al aclimatar un vocabulario menos noble, menos selecto   —190→   que el de los clásicos, sólo aspiran a tener un público más numeroso.

En lo que ya no estoy tan de acuerdo, es cuando el mismo ilustre crítico dice que las novelas francesas, a excepción de Adolfo y René, que no son novelas, parecen todas «imágenes sociales». Habrá que agrandar mucho la lista de estas excepciones, de estas obras que no son imágenes sociales, pero que pudieron serlo también en su día, aunque significasen algo en contrario a la sociedad, según estaba formada cuando se escribían tales obras. Son, a mi ver, imágenes sociales todas las que responden a un momento en la historia.

Bibliografía: Acerca de los novelistas sentimentales que son una nota característica de la literatura del Imperio, léase a Sainte Beuve, en sus Retratos de mujeres, y, en general, en sus Lunes. Con respecto a Madame de Staël, léanse sus novelas en la edición de sus Obras completas, en diez y siete volúmenes, 1820 y 1821. Y acerca de su personalidad literaria y de su carácter, conviene consultar el libro titulado Madama de Staël, por Alberto Sorel, París, 1890; Madama de Staël et Italie, por Dejob, París, 1890; D'Haussonville, El salón de madama Necker, París, 1811. Copet y Weimar, París, 1862; y Madama de Staël y su época, por Lady Blennerhassett: está traducido al francés, y vio la luz en París, 1890.



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ArribaAbajo- XIII -

Víctor Hugo, su biografía, su españolismo.- Caracteres del lirismo de Víctor Hugo. Es un poeta verbal. Las tres maneras de su lirismo no son sino dos en realidad.- La poesía política. Las «Odas», las «Baladas», las «Orientales».- «La tristeza de Olimpio»


Víctor Hugo nació en Besançon, en 1802. Su familia era originaria de Lorena. Renato, duque de Lorena, ennobleció a uno de sus antepasados. El padre de Víctor Hugo, fue el general José Hugo, uno de los más adictos a Bonaparte, y que siguió la suerte del rey José, el Intruso. Estuvo a su lado en Nápoles, y pasó a España, cuando José se puso la corona para ser, no Rey de España, sino un prefecto del Imperio. Cuando la familia del general Hugo vino a reunirse con él, el niño Víctor fue enviado a un colegio que se encontraba en la calle de San Jorge, a la que después se ha dado, y creo ha hecho bien en dársele, el nombre de Víctor Hugo. Tenía el niño diez años cuando sus padres hubieron de marcharse de España, porque no había en ella seguridad para los invasores; pero llevaba Hugo consigo aquella imborrable impresión de España, que tanto influjo ejerció sobre la formación del romanticismo por lo que a Hugo corresponde en ella. De aquí la mezcla de afectación y entusiasmo con que Hugo habló siempre de España, trayéndola más o menos   —192→   a cuento sin cesar. Hasta parece darle cierto orgullo el decir que Besançon, donde nació, es «una vieja ciudad española», lo cual, entre paréntesis, no es exacto; pero la exactitud no ha sido jamás una cualidad de Víctor Hugo.

Por este influjo del recuerdo de España, del sentido más o menos típicamente español de su obra, había que empezar por este aspecto de su biografía. Sin el viaje a España, hecho realizado en circunstancias tan dramáticas, ni sería lo mismo Víctor Hugo, ni el romanticismo que de él procede y que le reconoció por jefe de escuela.

Ciertamente, si lo que nos representamos de un modo muy vivo y eficaz es como si fuese verdadero, no hay cosa más auténtica que el españolismo de Víctor Hugo. No importa que, al tratar esos asuntos españoles a que tenía tanta afición, incurra en errores muy donosos, demostrados por el docto hispanófilo Morel Fatio en sus Estudios sobre España. Son lo de menos estos errores: el sentimiento general español de Hugo estaba impregnado de aquella hinchazón especial y aquel concepto fantástico que por tanto tiempo han viciado la idea que de España han hecho los franceses. Lo positivo es que la extraordinaria precocidad de Hugo, realmente excepcional, contribuyó a que la impresión de España fuese en él acaso decisiva.

El Victor Hugo lírico es menos españolizante que el dramático y menos romántico, también. En sus comienzos, estuvo algo embebido de clasicismo, y, como todos saben, impregnado de legitimismo católico. En 1822, contando el poeta   —193→   veinte años, vio la luz el primer tomo de versos, las Odas.

Y lo primero que tenemos que notar, en esta como en las demás colecciones de poemas de Víctor Hugo, es que su fama y nombre, enormes desde el primer momento, no fueron nunca el resultado de una aprobación unánime. De Víctor Hugo se llegó a hacer, con el tiempo, un Dios; pero un Dios que suscitó rabiosos ateos y tenaces herejes. La herejía -continuemos hablando figuradamente- socavó su altar. La posteridad no ha empleado un fallo unánime. Y cada vez se acentúa la dureza de este fallo.

La causa -o por lo menos una de las causas- de esta diversidad de pareceres respecto de Víctor Hugo, es el apasionamiento y parcialidad de su Musa. No hablo ahora sino de su inspiración lírica, pero en ella, es donde Hugo dio suelta a su pasión violenta, social, política, y hasta personal.

Ha podido decirse de él que estableció su imperio en medio de las pasiones humanas. Parecido en esto al Dante, la actualidad política le inspiró, y mientras para todo lo que miraba desde lejos y desde alto tuvo raudales de benevolencia, hasta de ternura, para lo que le afectaba y le contrariaba poco o mucho tuvo manantiales de amargura y surtidores de cólera y de hiel. Los tuvo también para personas e ideas que más adelante abrazó estrechamente, por ejemplo, el Emperador.

Y esta parcialidad, afirmada en tan magnífica forma, fue lo que le valió a Víctor Hugo un público desbordante de entusiasmo, una fama que   —194→   no ha tenido igual. En las razones y causas de esa fortuna rápida y deslumbradora, hay una, sin embargo, que afecta más directamente a estos estudios, y que hasta es su mismo asunto. El carácter revolucionario del romanticismo, y la resistencia de los clásicos. Víctor Hugo no fue, bien lo sabemos, el único romántico; pero fue el que pareció representar de un modo más significativo a la nueva escuela. No se le atacaba como poeta, sino como innovador, y como innovador se le ensalzaba también y empezaba a adorársele.

Acaso en el romanticismo de Hugo no se vio, y, en efecto, no podía verse, un resurgimiento de las antiguas tradiciones medioevales, sino un acceso agudo de españolismo y de orientalismo.

Conviene decir que acaso el juicio más equitativo que he leído sobre Hugo, respecto a su primera época, es acaso el del clasicón a quien trató de insano y de pedante: el historiador de la literatura francesa, Nisard. Nisard le calificó de talento lleno de estro y de novedad -todas las novedades dejan de serlo alguna vez, digo yo-, cuyos pensamientos son fuertes y atrevidos, llenos de colorido y de elemento pintoresco, que lleva a veces la originalidad hasta la extravagancia, la sublimidad al extremo; y que no parece que anda a su paso natural, sino en las alturas, donde hay amenaza de caída.

Vio también Nisard un elemento en Víctor Hugo, y hay que reconocer que lo vio tempranamente: el servicio prestado a la lengua francesa, empobrecida por el clasicismo. No diré que sólo   —195→   a Hugo se deba este beneficio, aunque el poeta sea uno de los más activos, y hasta de los más conscientes artífices de la transformación, aun al lado de Chateaubriand. Él se atribuye, por otra parte, el mérito mayor de ella, y se jacta de haber sido el primero en mezclar el azul del cielo con el fango terrestre, concediendo iguales derechos a todas las palabras. Y, en efecto, Chateaubriand, en su poética prosa, que casi nos obliga a contarle en el número de los poetas, demostró los inagotables recursos del idioma, su colorido, su música; pero Hugo fue más osado; más radical. Las enseñanzas y doctrinas de la Neología, de Lemercier, no le cayeron en saco roto. Creyó, como el autor de la Panhypocrisiade, el catedrático de historia que quiso introducir tres mil palabras nuevas en el idioma, y que indudablemente era hombre de cierta originalidad, que las lenguas empobrecidas estorbaban al pensamiento, y entendía que fijar una lengua era crucificarla. Tempranamente, Lemercier entendió que ciertas palabras de los dialectos y de las hablas aldeanas debían ser admitidas en la lengua general, y anunció que el escritor que lograse hacer adoptar sus neologismos, legislaría sobre el idioma. Chateaubriand, sin anunciar nada, hizo innovación en la sintaxis y dio a la prosa poética un vuelo desconocido. Su estilo era también nuevo, y es bien sabido que no era innovador sólo en el idioma. Pero el poder de Víctor Hugo sobre las palabras, ese modo de dominar, como un conquistador implacable, la lengua, lo demostró desde los primeros momentos de su producción literaria, y como   —196→   poeta lírico, aunque haya distancia entre las Odas y los Castigos. Conviene notar que Víctor Hugo se sirvió de todas las palabras, no sólo populares, sino pedantescas y gongorinas, y retorció la frase y el giro con la maestría violenta de un Quevedo, no conservando la nobleza caballeresca de un Zorrilla; y nombro a Zorrilla y a Quevedo, porque, entre nosotros, y sin exceptuar al extraño Torres Villarroel, son de los grandes innovadores y ahondadores del idioma.

Como condición preferente de la lírica de Hugo, y hasta de su poesía lírica, debemos notar que, propiamente hablando, no es lírica, en el sentido en que el lirismo romántico puede definirse, y ha sido considerado. Víctor Hugo es un poeta interior, y no pertenece al número de los sublimes inconscientes que sólo refieren la historia de su alma, y que, si no tuviesen que contarla, nada contarían. Es la vida externa, el ambiente, el siglo en que vive, las circunstancias que le rodean, lo que dicta su inspiración, tanto más vigorosa cuanto más venida de fuera. Eco sonoro, según él mismo dice; alma de cristal, que centellea y vibra, colocada en el centro de todo, gran campana que ha menester que alguien la ponga en movimiento, tal fue Víctor Hugo, desde la Oda a las Vírgenes de Verdún, hasta los Castigos.

Falta por eso a su poesía algo de recogimiento, de delicadeza, de intimidad, y sólo en contados casos, respiran sus sentimientos profundos y personales en sus versos. Por esta condición de recibir y devolver en espléndida forma la excitación que recibe de lo que le rodea o de lo que   —197→   le es contemporáneo (hay que fijarse en que Víctor Hugo no tiene nada de tradicional, nada que evoque el pasado, y sus personajes de cota de malla o de trusa, excepto quizá en Nuestra Señora de París, son nombres de hoy, o mejor dicho, son portavoces del autor), por esta condición, digo, de casa con tantas puertas y ventanas, que todos entran en ella libremente, no pediremos a Víctor Hugo honduras psicológicas: nos contentaremos con que nos deslumbre su verbalismo. Quisiera, para expresar mejor cómo entiendo esta condición de Víctor Hugo, compararle a otro poeta lírico; y será San Juan de la Cruz. Pensad de dónde viene la poesía de San Juan de la Cruz; qué ardiente hoguera, qué mundo interno vemos en esa alma. Y ved cómo Víctor Hugo es, ante todo, un gran poeta verbal. Lo que se puede hacer con la palabra, sin llegar al foco del sentir, lo veréis en Víctor Hugo, con una fuerza, una energía, una riqueza de vocabulario, un sensualismo y un color fuerte y hondo vigoroso, retórica llena de magia.

Para venir a la primera manera de Víctor Hugo en la poesía lírica, como quiera que es copiosa, tendré que elegir lo que me parezca típico y limitarme a ello. En la obra de todo poeta lírico hay que proceder así: son algunas composiciones las que marcan huella. Y, ante todo, sepamos qué es lo que entiendo por qué corresponde a la primera materia de Víctor Hugo en la poesía lírica. Son, a mi ver, las obras, colecciones de poesías que publicó desde 1822 hasta 1835. Comprenden las Odas, dos tomos, con intervalo de dos años;   —198→   las Odas y Baladas, otros dos años después; las Orientales; las Hojas de otoño, publicadas un año después del estreno de Hernani, y, por último, los Cantos del Crepúsculo. Podemos referir también a su primera manera Las voces interiores y Rayos y Sombras.

Aunque suele decirse que Víctor Hugo tuvo tres maneras diferentes en su lirismo, yo diría que no tuvo sino dos, siendo la tercera, no tanto la transformación, sino la decadencia de la anterior, como fruto de senilidad y de amaneramiento ya irremediable.

En la primera, puede afirmarse que está a la altura de los poetas más grandes de su época, y si no les sobrepuja, porque entre ellos se cuentan Lamartine y Vigny, importa que haya sufrido la influencia de algunos de ellos, como de los Poemas antiguos, de Vigny, y las Meditaciones, de Lamartine. No hay quien no sufra influencias, y, por la misma generalidad del fenómeno, no hay que extrañar si Víctor Hugo, en sus primeras obras, no se muestra tan original como en las que siguen; es decir, que no es dueño de la plenitud de su inspiración. Aunque la edad de la poesía parezca la de los veinte años, rara vez se llega a ella antes de la edad viril, nell mezzo del camin di nostra vita. La edad a la cual Víctor Hugo publicó sus primeros volúmenes de poesías, es la de las admiraciones y, por consecuencia, de las imitaciones.

Lo primero que canta Víctor Hugo en sus Odas, es la religión y la monarquía, sin la cual la poesía no se concibe, son sus palabras. Y el romanticismo,   —199→   como escuela y teoría, no se deja ver en tales versos, semejantes a los de Lebrun. Lucha todavía con la tradición clásica y no acierta a desenvolverse de ella. Con sobrada y extravagante violencia se desenvolvió luego, al contarnos la historia insensata del antropoide Han de Islandia.

Las primeras Odas, realmente no son sino política sentimental, y sentimental las más veces, sigue siendo, a decir verdad, la mayor parte de la política poética de Víctor Hugo. Cantó, en versos rotundos y valientes, con notas de bellas imágenes y briosas estrofas, a las vírgenes de Verdún, guillotinadas por haber presentado flores a los prusianos (cómo cambia el tiempo), al niño del Temple, a la muerte del Duque de Berry, al bautizo del Duque de Burdeos, aquel niño del milagro, que luego fue Enrique V; y anatematizó -ensayándose en el arte de anatematizar, en que fue siempre maestro- al que entonces llamó Bonaparte. ¿Qué episodio político no habrá cantado el joven vate? La expedición de los Cien mil hijos de San Luis a España; el caso, muy dudoso como autenticidad, del vaso de sangre de la señorita de Sombreuil; la consagración de Carlos X; y, sin salir de estas mismas Odas, pero habiendo transcurrido de cinco a seis o siete años, viene la conversión al bonapartismo, con la Oda a la Columna, a la cual tantos versos patrióticos y bélicos habían de seguir.

En la siguiente colección de odas, la política se eclipsa un momento, y se inicia, con la Oda titulada El poeta, en la que palpita una de las ideas que más frecuentemente se ha dilatado en exponer   —200→   el autor: la de la misión providencial del poeta, del cual dice en la última estrofa que «los pueblos le rodean prosternados, el rayo le corona, y todo un Dios va en su frente». Y, en efecto, tal papel creyó siempre desempeñarlo Víctor Hugo.

Las Baladas son un juego imaginativo y un ejercicio de rimador ya dueño de los secretos de su arte. Metros olvidados, arcaicos, resucitaron en la Caza del Burgrave, en el Paso de armas del Rey Juan. Y, por cierto, que es en las mismas Baladas donde se encuentra lo gracioso del relato españolista de Doña Padilla del Flor con su gracioso y castizo estribillo: «Niñas, que pasan los bueyes; esconded vuestros delantales rojos».

Con las Orientales, viene un nuevo aspecto de la inspiración del poeta. Son, sin duda, estos poemas fruto de las circunstancias exteriores, de los sucesos, de las grandes corrientes de opinión. Sucede siempre lo mismo en la poesía de Hugo. Lord Byron había muerto cinco años antes, en Grecia, dedicado a defender la causa de un pueblo que quería redimirse de la tiranía de los turcos; y el filohelenismo, que fue en Francia una moda además de una tendencia, y suscitó hondas simpatías, más o menos sinceras, como en tales casos sucede, produjo, entre otras manifestaciones, este libro interesantísimo desde el punto de vista del arte. Parecen sólo una colección de acuarelas de vivo colorido, pero son verdaderamente, como enseñó el propio Víctor Hugo, la realización del carácter de la belleza por medio del carácter. Y ¿qué es el carácter, palabra de la cual tanto se abusa?   —201→   Todo el mundo cree saber lo que entiende por carácter, y oímos decir que tiene carácter un cuadro y una romería, una pared vieja y un plato regional. Y parece que a la idea de carácter va unida la de autenticidad histórica del objeto o de la costumbre, y que el carácter es una especie de documento que revela lo genuino de las cosas. Ahora bien, el carácter y el color de los románticos, no lo ignoramos, han sido muchas veces la terrible aventura de espectros de doña Padilla del Flor, o la Andaluza de Barcelona, de otro poeta no menos ilustre, aunque no tan grandioso como Víctor Hugo. ¿Por qué encontramos en las Orientales carácter, a pesar de las licencias, de no haber cosa menos auténtica que su Alicante lleno de minaretes ni, probablemente, más fantástica que su bajá inconsolable porque se le ha muerto su tigre de Nubia? Sucede con esto, cuando es un gran poeta el que desarrolla un tema, algo semejante a lo que pasa con las tablas de los primitivos: abundan en anacronismos, no responden a la realidad y, sin embargo, el sentimiento que comunican es hondo y está en armonía con el asunto, y hasta, por momentos, nos hace olvidar lo que pudieron ser aquellas escenas, vistas según un escueto verismo. Lo que en las Orientales es bello, hace olvidar, le llega, por el camino de los sentidos, al alma. Tal ocurre con la hermosa composición titulada Las cabezas del Serrallo. No importa que jamás hayan coronado seis mil cabezas cortadas las almenas y las terrazas llenas de rosas y jazmines en flor del Serrallo turco. El cuadro, por inventado, no es menos trágicamente hermoso.

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Como tipo de sentimiento lírico y de conversión de un tema general en algo propio y personal, se toma siempre La tristeza de Olimpio, contenida en la colección titulada Rayos y Sombras. Olimpio es el mismo poeta, el que en Las Voces interiores se presenta como combatido por la envidia, la ironía y la calumnia, y no osando acercarse a una bella mujer que ha impresionado su alma, «porque el barril de pólvora teme a la chispa de lumbre». La Tristeza de Olimpio no es, en el fondo, sino la repetición de un tema mil veces cantado por los poetas: la rapidez del paso del tiempo, la melancolía de que todo pase y se borre, y de nuestras más hondas emociones y nuestros mayores sufrimientos no quede nada, más que, tal vez, la fisonomía de los lugares donde se desarrollaron. El olvido de la naturaleza, la indiferencia del paisaje y la casa y el jardín que llenaba y cómo transformaba el amor y hoy sólo anima, dolorosamente el recuerdo...

Y, en bella imagen, nos lo dice el poeta: «Todas las pasiones se alejan con la edad, unas llevándose su máscara y las otras su cuchillo, como enjambre cantarín de histriones trashumantes, cuyo grupo vemos decrecer detrás de la loma»...

La tristeza de Olimpio no proviene de que la naturaleza olvide, sino de otra melancolía más vehemente aún: de que el mismo Olimpio pueda olvidar, perdiendo lo mejor de su yo. Y esto lo dijeron no pocos poetas románticos, empezando por Musset, cuando confiesa que el mal de que tanto ha sufrido desapareció como un sueño; y es un tema que se remonta a Horacio, por lo menos,   —203→   y que el Tasso desarrolló con encantadora brevedad; pero nadie lo ha desenvuelto de modo tan penetrante, en forma tan perfecta, que hacen de la Tristeza de Olimpio una de las poesías que no morirán nunca, pues es una de las más bellas de su autor, libre de ampulosidades, hinchazones y estilo declamatorio.