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El mundo desde Potosí

Vida y reflexiones de Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela (1676-1736)

Selección, prólogo y notas de Mariano Baptista Gumucio



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Portada:
«Entrada del Virrey Morcillo a Potosí», pintura de Melchor Pérez Holguín, que se encuentra en el Museo de América, Madrid, cuyas autoridades han permitido gentilmente su reproducción en esta obra.

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ArribaAbajoPresentación

Luis Yagüe, Gerente General del Banco Santa Cruz se complace en entregar a sus clientes y amigos esta obra fundamental para la literatura y la historia, no solamente de Bolivia sino de Hispanoamérica en general.

La «Historia de Potosí», de Bartolomé Arzans de Orzúa y Vela, concluida en 1736, permaneció inédita dos siglos, salvo algunos copias truncas y adelantos que hizo de ella en unos «Anales» el autor: hasta 1965 cuando fue editada en tres tomos de formato mayor, por la Brown University de Providence, Rhode Island.

De ahí porqué Orsúa y Vela no figura en las antologías literarias del siglo XVIII pese a que, sin duda, se trata de una de las figuras más importantes de las letras hispanoamericanas y españolas de esa centuria, tanto por la extensión de su obra -alrededor de un millón de palabras- como por la gracia de su estilo y su inagotable capacidad narrativa.

Nació en 1776 y murió en 1736, dedicando a su «Historia» y otras obras inconclusas 35 años de su vida, en los que escribió la epopeya espectacular que fue el descubrimiento, explotación, riqueza y decadencia de uno de los mayores emporios mineros del mundo, con capítulos dedicados a Perú, Argentina y Paraguay, ocupándose paralelamente, de las vidas, costumbres, pasiones, vicios y excentricidades del conglomerado social de Potosí, cuya población en sus tiempos de esplendor era la mayor del imperio español, con 160.000 habitantes.

El escritor venezolano Arturo Uslar Pietri piensa que el libro de Arzans es como «Las mil y una noches de las más fabulosa América» y que el autor es «un ejemplo excelso y un testimonio invaluable de la creación de una nueva identidad mestiza en Potosí».

Continuando con la labor la Universidad de Brown y con el deseo de poner al alcance del lector de hoy la esencia de la obra del cronista potosino, hemos solicitado al historiador Mariano Baptista Gumucio que preparase esta síntesis de la historia de Arzans, así como cuanto de él se sabe, tanto por los fragmentos autobiográficos contenidos en su obra, como por el informe que hizo Ortega y Velazco a la Corona, veinte años después de la muerte de Bartolomé.

Baptista Gumucio ha seleccionado al mismo tiempo, reflexiones que Orsúa y Vela asienta en cada una de sus numerosas historias, lo que constituye un valiosísimo registro para entender cómo pensaba un hombre común, pero dotado de una gran cultura libresca, que se sentía súbdito del Rey de España, pero que abominaba de mal gobierno y proclamaba el orgullo de ser potosino y criollo, en una ciudad alejada de la costa y a cuatro mil metros de altura sobre el mar.

Nos complace, participar con nuestro aporte en la realización de esta importante obra y abrigamos que esta Historia ofrezca una síntesis completa de la vida y reflexiones de Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela y del esplendor y la grandeza del pasado de Bolivia.

LUIS YAGÜE
GERENTE GENERAL-BANCO SANTA CRUZ S. A.
GRUPO SANTANDER CENTRAL HISPANO

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El tesoro de Potosí financió las guerras de España en varios frentes europeos, la gran armada contra Inglaterra y también auxilió anualmente a Chile, el Río de la Plata, Las Malvinas: La ciudad era además el gran mercado de Sud América Meridional.



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«Diviértanse, mis amados lectores, con esta pequeña obra.»


Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela
Anales, 1702
               




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A la memoria de Gonzalo Gumucio Reyes, descubridor del original de Arzans en la biblioteca Real de Madrid, quien durante varios años trató de interesar al gobierno español en su publicación; y a Gunnar Mendoza y Lewis Hanke, quienes lograron que la Universidad Rhode Island de Providence, EE. UU., publicara la Historia de Potosí en 1965 dedicándole, al alimón, un magnífico prólogo. Y en el homenaje a Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela y Melchor Pérez Holguín, que convivieron en Potosí sin conocerse y reflejaron, cada uno a su modo, el esplendor y al grandeza de la Villa Imperial.

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Reducción de un lienzo de 4 x 3 varas dibujado por Francisco Tito Yupanqui, según Fr. J. Viscarra F. Representa la aparición de la Virgen de Copacabana sobre el cerro de Potosí en 1548.





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ArribaAbajoEsplendor y grandeza de Potosí

Las leyendas nativas

Cuenta una leyenda del incario que habiendo llegado Huayna Cápac, uno de los soberanos más esclarecidos que tuvo el Imperio, hasta las cercanías de la montaña conocida con el nombre de Sumac Orcko (Cerro Hermoso), en un recorrido por sus dominios, no ocultó su asombro ante la imponente mole y ordenó su explotación con el fin de acrecentar los tesoros de los templos.

No bien empezaron los nativos a trabajar los ricos filones de plata, llegó a sus oídos una estruendosa voz que decía «no saquen la plata de este cerro porque es para otros dueños».

Los indios de Cantumarca, a donde había ido a reposar el Inca, buscando el bálsamo de las aguas termales que abundan en la región, tenían también otro nombre para la montaña: Photojsi, pues alegaban que cuando quisieron horadarlo en busca de mineral, hizo un gran ruido. Pero el fonema Potoj no significa estruendo en quechua, pero sí en aymará, de manera que la historia del cerro sería anterior a la dominación de los incas, cuando las tierras de la altiplanicie eran señoreadas por los aymarás. A los indios les parecía que la montaña era también una mujer y la llamaron Coya, equivalente a Reina. ¿Acaso era casual que junto a la mole de roca estuviera como un vástago suyo un cerro pequeño, llamado Guayna Potosí, que quiere decir Potosí el mozo?

Los españoles bautizaron el cerro y la ciudad que atropelladamente se formaría en sus faldas como Potosí y ése es el nombre que ha alcanzado difusión universal, como sinónimo de extravagante riqueza.

«Yo, Don Diego de Zenteno, Capitán de S.M.I., Señor D. Carlos V, en estos Reinos del Perú, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y a nombre del muy Augusto Emperador de Alemania, de España y de estos Reinos del Perú, señor Don Carlos Quinto y en Compañía y a presencia de los Capitanes, Don Juan de Villaroel, Don Francisco Zenteno, Don Luis de Santandía, del maestre de Campo Don Pedro de Cotamito y de otros españoles y naturales que aquí en número de sesenta y cinco habemos, tanto señores de vasallos como vasallos de señores, posesiónome y estado deste cerro y sus contornos y de todas sus riquezas, nombrado por los naturales este cerro Potosí, faciendo la primera mina, por mí nombrada la Descubridora y faciendo las primeras casas, para nos habitar en servicio de Dios Nuestro Señor, y en provecho de su muy Augusta Magestad Imperial, Señor Don Carlos Quinto. A primero de Abril deste año del Señor de mil e quinientos y cuarenta y cinco.»

«-Capitán Don Diego de Zenteno.- Capitán Don Juan de Villaroel.- Capitán Don Francisco de Zenteno.- Capitán Don Luis de Santandía.- Maestre de Campo Don Pedro Cotamito. Non firman los demás por non saberlo facer, pero lo signan con este signo +. Pedro de Torres, Licenciado.»



Cuando llegaron los conquistadores el cerro estaba cubierto de arbustos y matorrales espinosos. En las cumbres dominaba la paja brava, de color marrón y de múltiples usos, pues servía para alimento de llamas y alpacas y para techos y paredes. En las faldas florecían otras especies de plantas nativas, que se usaron ampliamente en la labor minera como combustible para los miles de guairas, hornos indígenas de fundición que en los primeros años de explotación iluminaban el cerro con sus luces dándole un aspecto fascinante.

El agotamiento de esos recursos vegetales, unido a la utilización sistemática de mitayos que horadaban túneles y socavones en busca del mineral, cada vez más esquivo, dio origen a otra leyenda y un nombre más para el cerro. Decían los indios que los colores marrón y gris que mostraba la montaña cubierta por esa capa vegetal, e incluso amarillo brillante y verde de la yareta, fueron cambiando paulatinamente a medida que morían los mitayos en la montaña, hasta que el cerro quedó teñido de rojo. Desde entonces por la sangre derramada en sus entrañas lo llamaron   —10→   Wuila Ckollo: Cerro de sangre, pues Wuila en aymará equivale a sangre.

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Unas de las más antiguas estampas de Potosí a poco años de su fundación. La única iglesia en el barrio de indios es la de San Francisco.

Las ubres inagotables

Las fabulosas riquezas que las entrañas del cerro guardaban habrían de ser largamente explotadas por la Corona española, que sufrió con ellas un hartazgo malsano. El metal argentífero financió las guerras sostenidas por la Casa de los Habsburgo en Flandes, Francia, Alemania, Italia, el Mediterráneo contra el gran Turco, Inglaterra y dio un formidable impulso al establecimiento de la economía precapitalista en Europa revolucionando los precios, mientras que en España, el exceso de oferta de plata fue tal que desató un proceso inflacionario y paradójicamente constituyó un factor para la decadencia de la agricultura y la industria en aquel país.

Dentro del territorio de Charcas, incontables fueron las «entradas» que con financiamiento potosino hicieron atrevidos capitanes en busca del Dorado o el «Gran Paititi», presuntamente escondido en los Llanos orientales.

Y como si todo esto fuese poco, Felipe II instruyó que a partir de 1580, año de la segunda fundación de Buenos Aires, la Caja Real de Potosí «situara» anualmente en lo sucesivo y sin necesidad de que se repitiera la orden, 280.000 pesos para Buenos Aires y 212.000 pesos para la capitanía general de Chile, suma con la que se cubrían también los gastos de guerra contra los araucanos. Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela, a quien está dedicado este libro, dice en una parte de su Historia: «He querido, aunque alargándome un poco más, referir los sucesos del reino de Chile aunque en suma por lo mucho que esta imperial villa le ha ayudado siempre con gente y millones de plata en la guerra y en la paz». Había leído también La Araucana aunque no sabía (o no consideró importante) consignar la Cédula Real (1564) que decía a la letra «Sabed que acatando lo que D. Alonso de Ercilla, gentil hombre de nuestra casa, nos sirvió en esas provincias y en las de Chile le hicimos merced de 4.000 pesos por una vez, librados en los nuestros oficiales reales de la ciudad de los Reyes». Como quiera que Lima no pudo o no quiso pagar esa suma, el Rey ordenó que lo hiciesen las Cajas Reales de Potosí.

Las cifras de soporte a Santiago y Buenos Aires, hasta las postrimerías del régimen colonial, nunca dejaron de enviarse y, por el contrario, se incrementaron en el caso de Buenos Aires, cuando arreciaban los conflictos en la frontera brasileña al norte (Potosí envió 900.000 pesos para la ejecución del tratado de límites con el Portugal en 1750) o con franceses e ingleses en Las Malvinas, a quienes se expulsó con plata potosina, pues la expedición de reconquista armada en 1770 demandó 1.328.834 pesos pagados íntegramente por las Cajas Reales de Potosí. En alguna ocasión también se atendieron con recursos potosinos los gastos de la Corona en Filipinas.

Lo de Las Malvinas es tan novelesco que parece ficción.

Ese conjunto de islotes rocosos que provocaron una guerra entre Argentina e Inglaterra en abril de 1982, y que hoy no ofrecen más que agua fresca y hatos de ovejas, a finales del siglo XVIII no tenían otro atractivo, que el de su relativa proximidad a la costa argentina y al estrecho de Magallanes, puerta   —11→   al Pacífico. Allí también podían saciar su sed los marineros. No habrían ingresado a la historia de no haber existido el imán de Potosí. El culpable fue Francisco Drac (Sir Francis Drake), que con una fragata y dos embarcaciones menores se dio el lujo de bordear todo el territorio colonial español, desde Panamá hasta Tierra del Fuego, Chile, Perú y el litoral mexicano, volviendo a Inglaterra por el Índico y el Atlántico. El corregidor de Atacama avisó a Potosí del paso de las naves inglesas y desde allí se envió otro chasqui hasta Lima. Creció en Madrid la preocupación por reforzar Buenos Aires como puesto militar y también Santiago al sur, para evitar que los piratas ingleses desembarcaran en esos sitios. La presa, en la mente de unos y otros, era Potosí.

De ahí por qué fueron los franceses los primeros que se instalaron en las Malvinas, en 1764, buscando un sitio estratégico que no fuera advertido desde Buenos Aires y desde donde pudiesen pasar mercaderías de contrabando al mercado potosino, bordeando el extremo sur del continente, hasta Antofagasta o Arica. Los ingleses, que se apoderaron dos años después de una parte de las islas, abrigaban el mismo propósito.

Porque había quienes codiciaban a Potosí, otros lo esquilmaban para defenderlo, pero en todo caso, era el centro del sistema de producción de semejante poder económico, el lugar donde la plata extraída era convertida en lingotes y moneda para su exportación.

De ahí que el cerro y la villa hubieran sido exaltados por los cronistas e historiadores con adjetivos superlativos como Monte Excelso o Cerro Madre de América, que Cervantes por boca del Quijote elogia un remedio que le da Sancho diciendo que las minas de Potosí no podían pagárselo; que los diccionarios ingleses emplearan «As rich as Potosí» (tan rico como Potosí) cual sinónimo de opulencia; que cuatro ciudades y poblaciones del Brasil, ocho de Colombia, una de España, dos de Estados Unidos de América, dos de Nicaragua, dos de la Argentina y cinco de México, lleven el mismo nombre de la ciudad fundada en los Andes bolivianos en 1545, y que la montaña figurara incluso en el antiguo mapa chino del Padre Ricci con el nombre Pei-tu-shi.

La «fiebre» potosina

Aun cayendo en lo que Lewis Hanke ha llamado «la fiebre potosina» o sea la tendencia a glorificar y magnificar todo lo relativo al cerro, muchos contemporáneos de su esplendor pensaron que nada igual se había producido antes. El Padre Joseph de Acosta en su Historia Natural y Moral de las de las Indias (1590) dice: «...en el modo que está dicho se descubrió Potosí, ordenando la Divina Providencia para felicidad de España, que la mayor riqueza que se sabe haya habido en el mundo, estuviese oculta y que se manifestase en tiempo en que el Emperador Carlos V, de glorioso nombre, tenía el imperio y los reinos de España y los señoríos de Indias».

En su Memorial de las Historias del Nuevo Mundo (Lima, 1630), Buenaventura Salinas y Córdova afirma enfático: (Potosí) «Vive para cumplir tan peregrinos deseos, como tiene España; vive para apagar las ansias de todas las naciones extranjeras, que llegan a agotar sus dilatados senos; vive para rebenque del turco, para envidia del Moro, para temblor de Flandes y terror de Inglaterra; vive, vive columna y obelisco de la fe».

Fray Antonio de la Calancha, de la orden de San Agustín, en su Crónica Moralizadora (1638-1653) dice del cerro que «es único en la opulencia, primero en la majestad, último fin de la codicia». Muy aficionado a la astrología, añade que «predominan en Potosí los signos de Libra y Venus, y así son los más que inclinan a los que allí habitan a ser codiciosos, amigos de música y festines, y trabajadores por adquirir riquezas, y algo dados a gustos venéreos. Sus planetas son Júpiter y Mercurio: éste inclina a que sean sabios, prudentes e inteligentes en sus comercios y contrataciones, y por Júpiter, magnánimos y de ánimos liberales».

Antonio de León Pinelo, autor de El Paraíso en el Nuevo Mundo (1650), obra en la que sitúa el Edén en Iquitos, sobre la ribera del Amazonas, basándose en las cifras ofrecidas por Luis Capoche, sostiene puntillosamente que con la plata ya extraída del cerro podría haberse hecho un puente o camino de 2.000 leguas de largo, 14 varas de ancho y 4 dedos de espesor hasta España.

En la Francia de mediados del siglo XVIII la Iglesia Católica hizo serios esfuerzos para contrarrestar las ideas que iban a plasmarse luego en la Enciclopedia, promovida por Diderot y D'Alembert. Parte de ese trabajo fue el Gran Diccionario Histórico en diez tomos, publicado en París y luego en Madrid, en 1750, y en el que figuran dos páginas dedicadas a Potosí que dan idea de la fama que el sitio había alcanzado en las cortes europeas. Dicen algunos de sus párrafos: «Potosí, ciudad del reino del Perú, en la provincia de los Charcas, hacia el Trópico de Capricornio, la llaman los españoles Ciudad Imperial, puede ser por causa de sus riquezas (...). Se cuentan en ella 4.000 casas bien edificadas y con muchos altos. Las iglesias son magníficas y ricamente adornadas, y sobre todo las de los religiosos, habiendo muchos conventos de diversas órdenes. Pueblan esta ciudad españoles, extranjeros, naturales del país, negros, mestizos y mulatos. Los mestizos han nacido de un español y de una salvaje, por usar del término riguroso, y los mulatos, de un español y de una negra. En esta ciudad se cuentan cerca de 4.000 españoles naturales capaces de tomar las armas. Los mestizos componen casi otro tanto número, y son muy astutos; pero no se exponen gustosos a las ocasiones, y visten ordinariamente tres tapalotodos a justacorps de piel de búfalo uno sobre otro, de modo que una espada no puede penetrarlos. En la ciudad no hay muchos extranjeros, y los tales son holandeses, irlandeses, genoveses y franceses que pasan por navarros y vizcaynos. (...) Los salvajes negros o los mulatos que sirven a los españoles están vestidos como ellos, y pueden usar armas. En esta ciudad reglan lo político 24 regidores, además del corregidor y el presidente de las Charcas, quienes dirigen y gobiernan los negocios a la moda de España. Exceptuando, estos dos ministros principales, tanto en Potosí como en cualquier otra parte de la América, los caballeros y los hidalgos tienen libertad de meterse a comerciar; y se dice hay   —12→   algunos que tienen, o por decir que tenían tres o cuatro millones de caudal. El común del pueblo vive también con bastante comodidad, pero son muy fieros y soberbios. Se ven andar siempre vestidos de tela de oro y plata de escarlata, y de todo género de raso guarnecido de encajes de oro. Las mujeres de los hidalgos y las de los ciudadanos están contenidas aun más que en España. Sus casas están muy bien adornadas y todos en general se sirven de vajillas de plata. (...) La plata mejor de todas las Indias Occidentales es la de Potosí; y aunque se ha sacado una asombrosa cantidad de plata, de las minas en que se evidencia el metal, y que el día de hoy están casi agotadas, se encuentra de él en abundancia en los parajes que aún no se han trabajado».

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Ciudad la Villa Rica Imperial (Potosí), del libro Crónica de Buen Gobierno de Guamán, Poma de Ayala (Hacia 1580-1613)

Los blasones

A un año del descubrimiento de la riqueza y enemistado ya Juan de Villarroel de sus socios originales Diego Centeno y Pedro Cotamito, envió un memorial a Carlos V, acompañado previsoramente de un donativo de doce mil marcos de plata piña, en el que le pedía que le confirmase como descubridor del cerro y fundador de la ciudad.

La respuesta del Monarca fue afirmativa, acompañada de un escudo de armas donde aparece el cerro rico en campo blanco, con dos coronas del Plus Ultra a los costados, la imperial corona al timbre y la siguiente leyenda al pie:


Soy el rico Potosí
Del mundo soy el tesoro
soy el rey de los montes
y envidia soy de los reyes



El escudo de armas estaba acompañado de la declaratoria de Villa Imperial de Potosí.

En agosto de 1565, mediante cédula real, Felipe II concedió a Potosí las armas reales de España: en campo de plata un águila imperial «y en medio, dos castillos contrapuestos y dos leones, debajo el cerro de Potosí, a los lados las dos columnas del Plus Ultra, corona imperial al timbre y por orla el collar de toison».

El virrey Francisco de Toledo, con cédula firmada en Arequipa en agosto de 1575, añadió al escudo potosino una frase latina colocada en el contorno del óvalo central:


Caesaris potentia
pro rexis prudentia
iste excelsus mons et argenteus
orbem debelare valet universum



(«El poder del emperador así como la prudencia del rey y esta excelsa argéntea montaña, bastan para señorearse del orbe universal.»)

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La ciudad de La Plata que se preciaba de ser la única en el ámbito del virreinato que había mantenido su lealtad al rey durante la rebelión de Gonzalo Pizarro, amén de que fueran sus habitantes quienes primero se instalaron en el cerro de Potosí, proveyendo al monarca de cuantiosas sumas por concepto de quintos, solicitaron a Madrid el derecho de tener un escudo de armas. La respuesta del rey, de marzo de 1559, dio a La Plata los títulos de «ciudad insigne, muy noble y muy leal» y un escudo de armas en cuyo cuartel superior figuraba el cerro de Potosí sobre campo azul, con una cruz en lo más alto y cinco vetas de plata. Al pie otro cerro más pequeño con seis guairas, operada cada una de ellas por un indio. En el otro cuartel superior el cerro de Porco, y luego el águila imperial, castillos, leones, y la cruz de Jerusalén y nada menos que diez cabezas de tiranos (que recordaban a los alzados). Mientras aquí, separadas por apenas dieciocho leguas (160 kilómetros), las dos ciudades luchaban por diferenciarse una de la otra, la Corona en Madrid las veía como una sola unidad, que lo era en efecto. No en vano las mercaderías que provenían de España debían almacenarse previamente en Chuquisaca antes de seguir a Potosí y de los valles próximos a la ciudad blanca se proveía al asiento minero de toda clase de frutas, maíz, legumbres y carne. De otra parte, el Presidente, oidores y fiscal de la Audiencia de Charcas percibían sus salarios -5.000 pesos anuales para el primero y 4.000 para los segundos- de la Caja Real de Potosí.

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El río de La Plata y la Argentina

Con la misma avidez que había llevado a los trece alucinados de la isla de Gallo a seguir a Francisco Pizarro hacia el sur, bajo la advocación que éste les hiciera trazando una raya en el suelo: «Por este lado se va a Panamá a ser pobres, por este al Perú a ser ricos, escoja el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere», otras expediciones partieron de Panamá hacia el sur, bordeando las costas del Brasil en busca del quimérico el Dorado.

Se toparon con un río de aguas caudalosas al que los nativos llamaban Paraná-guazu, esto es, Paraná grande (Paraná quería decir mar o río como mar) que habría sido descubierto originalmente por Gonzalo Coelho y Américo Vespucio en marzo de 1502, en un viaje financiado por la Corona de Portugal. Del lado español el descubrimiento oficial correspondió a Juan Díaz de Soliz, en 1516. El cronista de la expedición escribió: «Entraron en un agua que por ser tan espaciosa y no salada llamaron Mar Dulce...». La Armada de Magallanes llegó al sitio en enero de 1520 y Antonio Pigaffeta hizo un dibujo del contorno del río, dándole el nombre de su descubridor español. Pero en 1527, el río se conocía ya indistintamente en España con los nombres de Soliz y La Plata. Fueron los portugueses, empeñados también en llegar cuanto antes a las regiones míticas del oro y de la plata, quienes le pusieron este último apelativo.

«Sebastián Caboto que partió de España en 1526 con intención de arribar a las Molucas, llegado a Pernambuco, oyó hablar de las riquezas metalíferas que se hallaban remontando el río. En la isla que Soliz había llamado de La Plata, encontró a otros náufragos de la desgraciada expedición del capitán español, quienes contaban de la Sierra de La Plata y del imperio del Rey Blanco. El portugués Alejo García había entrado mucho más adentro, pero al retornar de ese reino, cargado de riquezas también, fue asaltado y pereció a manos de los indios. Uno de los náufragos conservaba algunas muestras metálicas y contaba que «nunca hombres fueron tan bienaventurados como los de la dicha armada, por cuanto decían que había tanta plata y oro en el Río de Soliz que todos serían ricos y que tan rico sería el paje como el marinero...».

De esta manera, a partir de 1526, en la correspondencia oficial de la Corona española se adopta el nombre que habían dado a esa gran corriente de agua los portugueses, comprendiendo como río de La Plata al Paraná y el Paraguay. El nacimiento del río Pilcomayo, que une sus aguas a las del Paraguay, se halla en las quebradas de Tiquipaya y fuentes próximas a la ciudad de Potosí. La   —14→   leyenda que españoles y portugueses oían de los nativos de la ribera Atlántida se basaba pues en un hecho incontrovertible: muy lejos, a 530 leguas (2.650 km) de distancia, siguiendo el curso de los grandes ríos, en lo más alto de la cordillera, el destino había reservado para ellos un emporio de plata.

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Portada y página interior del poema «Argentina» de Barco Centenera (edición príncipe, Lisboa, 1602). Argentina es nombre del poema, no del país. El canto II empieza con el verso «El río que llamamos Argentino».

Ángel Rosemblat, que ha dedicado un libro al tema del nombre de la Argentina donde aparecen las citas anteriores, dice que en este caso la poesía venció a la prosa, pues fue un poeta hoy olvidado, quien inspirado en el nombre del río y en el de la ciudad de La Plata, donde vivió por un tiempo, intituló su largo poema, publicado en 1602 «Argentina», como nombre del poema, no del país. En los documentos latinos y la cartografía de los siglos XVI, XVII y XVIII se hablaba corrientemente de Fluvius Argenteus, Flumen Argentiferus, Fluvius Argentiferus, Flumen Argenti, pero fue Del Barco Centenera quien, empleando un latín peruanizado, habló primero de argentinus. Afirma Rosemblat que, deslumbrado por el éxito de Ercilla con su Araucana (1569), el arcediano Del Barco Centenera, que había pasado un cuarto de siglo entre las provincias del río de La Plata, Paraguay y el Perú, quiso también, desde el momento en que se embarcó a América, en 1572, hacer algo parecido. En la dedicatoria de su libro manifiesta que «aquellas amplísimas provincias del Río de La Plata estaban casi puestas en olvido, y su memoria sin razón oscurecida», por eso procuró «poner en escrito algo de lo que supe, entendí y vi en ellas en veinticuatro años que en aquel nuevo orbe peregriné». Desde un principio emplea, para referirse a la tierra que describe, el adjetivo latinizante «argentino» (del latín argentum, plata):


Haré con vuestra ayuda este cuaderno
del Argentino Reino recontando diversas
aventuras, extrañezas, prodigios,
hambres, guerras, proezas...



Por analogía aplica a los habitantes el mismo adjetivo:


Los argentinos mozos han probado
allí su fuerza brava y rigurosa,
poblando con soberbia y fuerte mano
la propia tierra y sitio del pagano...



De los más de diez mil endecasílabos del poema, lo único vivo que queda, en opinión de Rosemblat, es el apelativo con que, pese a intentos de cambio, quedó bautizado un país: «Argentina, uno de los más hermosos nombres del mundo» (Paul Morand).

Antonio de León Pinelo, que conocía el poema de Del Barco Centenera, considera que los cuatro ríos que regaban el paraíso terrenal eran el Amazonas, el Magdalena, el Orinoco y el de La Plata (conocido como Phison en la Biblia) «que, con voz latinizada algunos llaman Argentino, ocupa el segundo lugar entre todos los de las Indias y del Universo».

En tanto los conquistadores del Perú se entre mataban en las cuatro guerras civiles que alborotaron el territorio entre 1537 y 1554, otros españoles desde el Atlántico buscaban acceder también a las riquezas de la montaña. Después de Alejo García, Juan de Ayolas, enviado por Pedro de Mendoza, el fundador de Buenos Aires, remontó el curso del río y en la confluencia del Pilcomayo con el Paraguay, fundó un fuerte que con el tiempo se convertiría en la ciudad de Asunción.

Los indios charrúas le quitaron la vida en la ribera del río Bermejo. Uno de sus lugartenientes,   —16→   Ñuflo de Chávez, continuó la expedición cumpliendo la notable hazaña de llegar a Lima dos veces y entrevistarse primero con el Presidente La Gasca y luego con el virrey Hurtado de Mendoza, quien le concedió los territorios de Matogroso, Mojos y Chiquitos, dando en cambio el Chaco a Andrés Manso. Ñuflo de Chávez fundó la ciudad de Santa Cruz, luego trasladada al sitio que ocupa hoy, en 1561.

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«Entrada del Virrey Morcillo a Potosí», pintura de Melchor Pérez Holguín (fragmento), Museo de América, Madrid.

 
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El establecimiento de la ciudad de Asunción fue providencial para evitar que los portugueses avanzaran hacia territorio peruano y lograran su meta de apoderarse de Potosí. La historiadora paraguaya Julia Velilla afirma que «desde 1536 a 1557, once veces los conquistadores intentaron llegar al Alto Perú, alucinados por las riquezas de El Dorado. En el empeño de vinculación con los Charcas y Potosí, y en el frustrado anhelo de dominar el Chaco, la Provincia consumió sus mejores energías. Para el Paraguay, desde siempre, el dominio sobre el Chaco ha sido condición fundamental de su existencia. En el período colonial se efectuaron no menos de 116 expediciones a dicha región, organizadas por las autoridades del Paraguay».

Convendrá concluir con una reflexión inescapable: De no haber existido plata en el cerro éste habría continuado siendo, por los siglos de los siglos, un «gigante rodeado de soledad», como lo califica Alberto Crespo R. Allí encontraron los españoles el mítico El Dorado que había desvelado a todos los conquistadores desde que pusieron pie en América y en el que pensaba Colón cuando escribió: «El oro es una maravilla. Quien lo posea es dueño de todo lo que desea. Con él aun pueden llevarse almas al paraíso». Sin duda que su búsqueda fue el principal móvil de la conquista. ¿Pero dónde y cuándo no lo fue a lo largo de la historia humana? Pecan de hipocresía quienes acusan a los españoles de ser cautivos de la codicia cuando no ha habido aventura, desde la de Jasón y los argonautas, que no hubiese tenido entre sus motivaciones premiosas el afán de la súbita riqueza. Cuando pensamos en el coraje, la tenacidad y también la crueldad de esos buscadores de fortuna, deberíamos también poner en el otro platillo de la balanza lo que habría sucedido con las regiones en que hallaron metales preciosos fundando en ellas ciudades, puertos y fortalezas, si es que hubiesen carecido de esos recursos. «De no haber sido por la minería que logró salvar las grandes distancias y los enormes obstáculos que la imponente geografía ofrecía -responde el mexicano Gustavo P. Serrano- el esfuerzo español habría sido embotado por la acción de la selva o de la montaña y los pobladores y colonizadores hubieran caído en un ruralismo enervante. La minería hizo posible la concentración de población, permitiendo una vida humana con niveles muy semejantes a los de Europa y por ello la cultura de este nuevo mundo penetró hondamente tierra adentro, se elevó sobre la altiplanicie y la sierra y llegó a las regiones más apartadas del país». Así sucedió en México y, por supuesto, en Potosí.

Potosí, de villorrio o campamento minero pegado al cerro, como fue en sus orígenes, llegó a adquirir con el paso de los años y las décadas otra dimensión sociológica y cultural en el ámbito continental.

Lo dice certeramente Roberto Prudencio en un ensayo dedicado a Charcas: «Potosí dio igualmente origen al espíritu y la índole del mundo hispanoamericano. De él parte toda la trayectoria vital de las demás ciudades del continente. Es la villa de mayor fuerza cósmica, la que ha de perdurar a través de toda la vida republicana como la expresión tangible del recuerdo, del pasado, de la historia en suma. Por lo mismo que está arraigada en el corazón mismo de la tierra, se abre a la América, y por su fuerza creadora constituye la iniciación de un mundo».

«Potosí fue por excelencia la ciudad colonial, pues por el gran caudal de lo indiano que poseía pudo lograr esa extraña y portentosa amalgama de lo hispano con lo indígena, que es lo característico del mundo cultural de La Colonia, como ya lo dijimos. Lima, Santiago o Bogotá fueron ciudades españolas casi por entero, o en las que el predominio de lo hispano era tan fuerte que no dejaba lugar a lo autóctono.»

Les faltó el humus para crear esa nueva atmósfera de cultura que fue lo propiamente colonial. El Cuzco, por el contrario, fue una ciudad donde lo indiano dominaba: lo colonial se levantó sobre las viejas construcciones incásicas.

«Potosí fue otra cosa. Potosí nació en La Colonia, pero fue el fruto de la savia misma de la tierra; fue el florecimiento singular de una planta autóctona nacida al mágico injerto del espíritu hispano. Potosí realizó en forma extraordinaria lo que los actuales hispanoamericanos buscamos y que la república ha perdido: el genio creador, como resultante de la fusión de dos espíritus, de dos mundos: lo hispano y lo indio. Por eso Potosí pudo lograr una vida propia, un estilo propio, vale decir una cultura propia. Y esto que fue la conquista del singular destino es lo que ha perdido la república.»

El período que abarca este ensayo alcanza hasta 1825 cuando después de quince años de guerra inclemente, se erige en el territorio de la Audiencia de Charcas un país nuevo que adopta el nombre de Bolivia. Durante el régimen republicano, el cerro rico continuó ofreciendo, además de plata, variedad de minerales, sobre todo estaño, y el Departamento de Potosí, su abnegada cuota de esfuerzos y sacrificios al nuevo país, enviando a sus hijos a defender con las armas la heredad territorial y a combatir a los tiranos. La contribución potosina a la república en los campos de la economía, la cultura y la política ha sido enorme y varios volúmenes tendrían que ocuparse de ella.

Baste señalar ahora que Potosí ha recibido dos nuevos blasones, con los que concluye esta introducción a su fabulosa historia colonial: la declaración de «Ciudad Monumento de América», otorgada por la Organización de Estados Americanos en su noveno período de sesiones celebrado en La Paz en 1979, y la de «Patrimonio cultural y natural de la humanidad», denominación con que la distinguió la organización de Naciones Unidas para la Ciencia, la Educación y la Cultura (Unesco) en 1987.

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La Villa de Carlos V

En el principio fue Porco. Hasta allí habían llegado Gonzalo Pizarro y Diego Centeno atraídos por el nombre del lugar (Colque Porco, plata de Porco) y por la presencia de utensilios de ese metal que usaban los nativos, a los que sin embargo hubo que obligar bajo tortura a que revelaran el sitio exacto de donde provenía el mineral. Muchos prefirieron perder la vida antes de hacerlo. Otros, ante la avidez y urgencia que mostraban los encomenderos, apelaron a la astucia, desviándoles el camino. Así hicieron con Diego de Almagro, el antiguo compañero de Pizarro, a quien tocó en el reparto de la conquista el territorio de Nueva Toledo, correspondiente al Alto Perú. En su trayecto por la altiplanicie, los indios le señalaban siempre el sur como el punto de origen del oro y de la plata, lo que llevó al obstinado capitán hasta las inhóspitas tierras de Chile, donde sufrió con sus hombres el triple acoso del hambre, la sed y los temibles araucanos. Esto sucedía en 1536.

Tres años después Porco ya era un floreciente asiento minero al que habían acudido otros españoles más, como Pedro de Valdivia, quien, después de vender su mina, partió de allí (1538) al mando de 150 españoles y 1.000 indios reclutados en el sitio y en Tarija y Charcas para emprender la definitiva conquista de Chile.

En el mismo año en que Valdivia hacía su entrada a Chile, tenía lugar la fundación de la ciudad de La Plata a 120 km al noreste de Porco. De clima acogedor y situada a 2.900 metros sobre el nivel del mar, La Plata era sitio estratégico para nuevas expediciones a Mojos y Chiquitos y lugar de refugio para quienes estaban operando minas en el entorno. En poco tiempo se convirtió en el centro administrativo de la región, conocida como Charcas, derivativo del apelativo de una de las tribus más importantes del lugar. En 1561 el rey Felipe II dispuso que allí se estableciera una Real Audiencia, tribunal que debió ser de alta apelación, pero que en los hechos asumió el control administrativo sobre una vastísima zona que se internaba por el norte hasta las regiones intocadas de los ríos Purus y Madera bordeando por el oeste el límite brasileño convenido por el tratado de Tordesillas, al sur hasta Asunción y Buenos Aires y al este el distrito de Atacama, que se abría al Pacífico.

No sin admiración teñida de espanto exclama René Moreno en la obra que dedicó a esta audiencia: «Algún día se habrán de referir a la maña con que en su remoto distrito sabía ese tribunal arrogarse las facultades del soberano, el desenfado con que acertaba a burlar las órdenes de los virreyes, la audacia con que a las leyes se sobreponía, la impunidad de casi tres siglos con que contó su despotismo en el Alto Perú».

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Dibujo de Arzans.

La Real Audiencia, constituida por un presidente, cinco oidores, un fiscal para lo civil y otro para lo criminal (con el tiempo se redujo a cuatro oidores y un fiscal), por la distancia que la separaba de Lima, asumió en los hechos «oficio de procónsul», interviniendo con mano férrea en todos los aspectos de la vida política y económica de la vasta región, que incluso cubría Cuzco y Arequipa, en el Bajo Perú.

Ella tuvo que ver con la rebelión de Antequera en el Paraguay y con el torpe manejo de las reclamaciones de Tomás Catavi, cuyo apresamiento dio lugar a la más vasta y formidable insurrección indígena en el Alto Perú. Fueron también los oidores de Charcas que, enfrentados al Presidente de Charcas y al Virrey de Buenos Aires, precipitaron, sin imaginar el alcance suicida de su acción, el cambio de autoridades en 1809, prólogo de la revolución independentista hispanoamericana. «La Audiencia -prosigue René Moreno- empuñaba el tridente en el mar de esas agitaciones. Las levas implacables de la mita, el gran tráfago de las minas durante el auge fabuloso, el alentar cotidiano de la vida doméstica, el haber, existencia y honra de los individuos, todo pasaba sobre la palma de su mano, deslizándose como al caer del arnero la semilla que a esa mano le es dado estrujar o detener.»

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El descubrimiento

Hubo siempre algo sobrenatural en la cima y en los contornos del cerro. El indio Diego Huallpa (o Hualca), primer descubridor de su riqueza, declaró en 1572 que allí existía un adoratorio nativo y quizá ésa es la razón de por qué los Caracaras que habitaban el asiento de Porco y se ocupaban de minería, pues rendían su tributo al Inca en plata, no lo hubiesen explotado antes.

Sobre el descubrimiento de Huallpa hay innúmeras versiones, de manera que es mejor creer lo que él y su hijo declararon cuando llegó el Virrey Toledo a Potosí: que había nacido en Chumbivilca, cerca de Cuzco, y trabajaba como yanacona en Porco. En una ocasión en que fue enviado al cerro por unos soldados españoles (no indicó el motivo) descubrió a flor de tierra una veta de mineral. Huallpa guardó el secreto por algún tiempo, quizá hacía escapadas furtivas para recoger personalmente lo que podía. Al cabo corrió la voz y Diego de Villarroel fue el primer español que inició allí trabajos, junto con Pedro Cotamito y Diego Centeno, con quien después entró en litigio. Esto sucedía en abril de 1545. A poco acudieron otros 75 españoles, unos de Porco y otros de La Plata, llevando con ellos a unos siete mil yanaconas que rápidamente aprendieron de los Caracaras la técnica de fundir el mineral con guairas, vasijas con perforaciones, por las que el viento encendía las ascuas ardientes.

Con el descubrimiento de la riqueza del cerro, en la forma más caótica que pueda imaginarse y sin que nadie atendiera al bautizo de la recién nacida mediante acto formal de fundación, había surgido ya una nueva ciudad, que llevaría también el nombre de la montaña a cuyas faldas se cobijaba. «El pueblo se edificó tumultuariamente -afirma Cañete y Domínguez- por los que vinieron arrastrados de la codicia de la plata, al descubrimiento de su cerro rico.»

Todos creyeron que sus riquezas, como las de otras minas, no fuesen permanentes, por cuyo motivo de nada cuidaron menos que de la población. Cada uno se situó donde quiso, de manera que fueron formando unas calles demasiado angostas y largas para asegurar el tráfico y abrigarse de los vientos fríos de la sierra». La población europea se dividía entre mineros y comerciantes.

Estos últimos eran aves de paso que colocaban sus mercaderías a precios escandalosos y volvían a partir hacia La Plata, Arequipa o Lima para reaprovisionarse. «El sitio del lugar -escribía Luis Capoche al Virrey en 1585- es áspero y con cuestas y quebradas. Sus edificios son los peores que hay en estas partes (por ser sencillos y bajos y mal ordenados y chicas las casas a causa de ser la tierra fría y costosa y haber malos materiales, y los que la han habitado y habitan ser tratantes que van y vienen sin ningún asiento, a quien toca poco el bien público y aumento de los pueblos.» Piensa Capoche que esto se debe a la ausencia de encomenderos residentes como los había en La Plata, «que tanto ser y valor han dado con sus personas, mujeres y familia en las demás partes donde los hay, ennobleciendo el reino y perpetuándolo con las ciudades que han fundado, de magníficos edificios y suntuosas casas, ornamentos y atavíos de sus personas». No obstante y a renglón seguido Capoche destaca sin embargo que el gasto de los potosinos y potosinas era puntual y espléndido en cuanto al vestuario: «En este tiempo -dice- ha llegado el negocio de galas de esta villa a tal punto que donde no se gastaba más que paño pardo y botas de baqueta (por estar prohibido antiguamente que se trajesen sedas), andan vestidos de terciopelo y raja y medias de punto, y apenas se verán calzas que no traigan brocados y telas de oro y esto tan general, que oficiales y mulatos se las ponen. Después de (la introducción de) los azogues se ha ennoblecido esta villa por la mucha gente que ha ocurrido a ella y los casamientos que se han hecho. Y es tanta la curiosidad de los atavíos de las mujeres que pueden competir con todas las del reino».

El Virrey Toledo

Pedro de la Gasca en su carta al Consejo de Indias enviada desde Lima el 2 de mayo de 1549 -apenas cuatro años después del descubrimiento del cerro y la erección de la Villa de Potosí- hace una comparación del valor de las mercaderías en la ciudad de los reyes y en el nuevo asiento minero. La abundancia de plata y la escasez de los productos dieron como resultado precios increíbles.

Por más de siglo y medio, las viviendas de españoles e indios no se diferenciaron gran cosa, sino en el tamaño y los muebles, pues unas y otras estaban hechas de adobe y techos de paja. La construcción estaba a cargo de los nativos, quienes se vieron con tal exceso de trabajo para atender las demandas de los peninsulares que se rebelaron airadamente, produciéndose refriegas concluidas con derramamiento de sangre indígena. El poblacho continuó por algún tiempo bajo la jurisdicción de La Plata, a donde debían trasladarse los mineros para ventilar sus pleitos sobre propiedad y posesión de minas, con la consiguiente pérdida de dinero por el tiempo no trabajado.

Los azogueros potosinos que contaban con procuradores ante la corte de Madrid tenían la ventaja frente a La Plata, o cualquier otra ciudad del Virreinato, de poder enviar donaciones y préstamos a cambio de nuevos privilegios para la ciudad, hábitos de órdenes militares o títulos de nobleza. Cuando la suma era apreciable, el propio Monarca contestaba una carta de su puño y letra agradeciendo el envío como hizo Felipe III con Pedro de Mondragón, que le facilitó un préstamo (no reembolsado) de 60.000 ducados.

Posiblemente nadie ha influido tanto en la vida de Potosí, y acaso en la del Virreinato de Lima, como Francisco de Toledo nacido en la Villa de Oropeza en 1514, miembro de la Orden de Caballería de Alcántara por 34 años, los mismos que sirvió a Carlos V y luego a su hijo Felipe II en todos los frentes del Imperio: el norte de África, Flandes, Francia, Italia, Sicilia, Alemania. Sus dos hermanos habían servido también a la monarquía, uno de ellos como gobernador de Milán y embajador en Roma.   —19→   Era primo de Carlos V en tercer grado (nietos ambos de dos hermanas) y fue enviado a Lima como Virrey, en 1569, a sus 54 años no tanto por nepotismo sino por sus dotes ejecutivas, pues aunque tenía el celo y la obstinación de un conquistador, concluida la etapa de la conquista y serenados los ánimos de quienes participaron en las guerras civiles, hacía falta más bien un gran administrador. El Monarca no pudo haber escogido mejor. Toledo vistió el hábito de la Orden de Alcántara toda su vida y aunque viajó con 72 sirvientes (varios de ellos familiares) y 20 esclavos, profesó los votos de obediencia, pobreza y castidad. Que se sepa nunca una mujer abrigó su lecho, ni siquiera en las alturas de Potosí, donde toda cobija, cualquiera sea su naturaleza, es bienvenida.

Sabemos de sus credenciales militares por una nota que dirigió al Cardenal de Sigüenza en la que se queja de que otros miembros de la Orden han recibido mayores reconocimientos del Monarca. «No creo -le dice Toledo- que habrá muchos que a él y a su padre y a la orden hayan servido con más peligro, antigüedad y trabajo en la mar y en la tierra en estos Reynos y fuera de ellos».

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Don Francisco de Toledo, Virrey del Perú. De la Crónica de Guamán Poma de Ayala.

En América no sobresalió en ese campo, pues su expedición contra los chiriguanos resultó un fiasco, aunque sería injusto cargarle esa responsabilidad, pues otros factores debieron haber influido en el fracaso de la campaña, no siendo el menor de ellos la astucia y el coraje de un pueblo, que como el araucano, al extremo sur, nunca fue doblegado por los españoles. Su gobierno de once años y cinco meses (1569-1580) fue el más largo del siglo XVI en el Perú, solamente superado en el siglo siguiente por el del Conde de la Monclova, que se prolongó por dieciséis años, pero es Toledo sin duda, entre todos los gobernantes del virreinato, quien dejó más honda y profunda huella en todos los campos. Demoró cinco años en sus viajes, tanto por conocer su dominio como para huir de las peleas con la Audiencia de Lima.

En el territorio de Charcas dispuso la fundación de Tomina, Cotagaita, Tarija, Cochabamba y el fortalecimiento de otras poblaciones en el oriente, con objeto de tender un arco de protección para Potosí frente al permanente avance chiriguano. Residió por un tiempo en la Villa Imperial, a donde llegó, auspiciosamente, junto a la noticia de la victoria de Lepanto, en 1573.

Su nombre en la historia de la Audiencia de Charcas está vinculado sobre todo a la instauración de la mita, aunque los españoles antes de su llegada ya habían empleado extensamente el sistema que, por otra parte, tenía antecedentes en el incario, lo que ha opacado un poco su extraordinaria labor en cuanto a la reorganización administrativa y política de la Audiencia y mejoramiento urbanístico en la ciudad de Potosí. Combinaba en grado supremo las virtudes del estadista y del legislador y tenía la meticulosidad y el amor por el detalle que es típico de muchos varones solos, pues solamente un solterón, o mejor dicho, un hombre sin relaciones sentimentales pudo haberse dedicado como él lo hizo con tan entera devoción a su tarea de gobernante y jurista, dando al exánime organismo del imperio una nueva transfusión de sangre gracias al conjunto de medidas adoptadas en Potosí que renovaron la explotación minera.

Cierto que supo rodearse de un selecto grupo de asesores, entre los que figuraron Juan de Matienzo y Pedro Hernández de Velasco, que provenía de México, técnico español que introdujo el sistema de amalgama de plata con el azogue, asunto prioritario para la Corona, pues como dijo el propio Virrey se trataba de establecer el «matrimonio» entre las minas de azogue de Huancavelica descubiertas poco tiempo antes y las de plata de Potosí, cuya explotación era cada vez más difícil pues se había agotado ya el mineral conocido como «millma barra», plata blanca o la «tacana» o «plomo ronco» que tenía color   —20→   plomo, pero que era también muy rico, y quedaban aquellos conocidos como «negrillos» además de desmontes y escorias con contenido de mineral, pero que ya no podían ser tratados con el método de fundición en las guairas. En su comitiva de cincuenta personas figuraban también los cronistas Polo de Ondegardo, el padre Joseph de Acosta, autor de la Historia de las Indias, en la que se ocupa de Potosí, y Pedro Sarmiento de Gamboa. La importancia que daba a Potosí se refleja en una carta dirigida al Rey en marzo de ese año en la que dice: «Acá está todo el golpe de la gente de españoles y el de los naturales que siempre han ido y van de crecimiento... Acá está el crédito y la estimación de los indios de este Reino y donde siempre tuvieron gobierno y mando los tiranos y principales de ellos... En estas provincias está la abundancia y la fertilidad de las comidas de todo el Reino y aquí han estado y están los minerales de oro y plata de la riqueza de ellas y por estas causas aquí han tenido fin todos los traidores y rebeldes (se refiere a Gonzalo Pizarro y otros) a tomar la puerta de la plata y de las comidas».

Visitó personalmente el cerro recogiendo una impresión muy negativa por la codicia de aquellos que, en el intento de hacerse ricos en uno o dos años sin importarles lo que sucediera, «habían ido a Puerto Derecho sacando y desentrañando el metal, deshaciendo y quitando los puentes que sustentaban las minas si sentían era de provecho aventurado a que se hundiesen y el riesgo que podían tener los indios que en ellas trabajaban. De esto y de no tener escalas para bajar y labrarlas y de la manera que las fueron cegando e imposibilitando por no poder labrarlas, es cosa de admiración lo que el deseo de la plata ha hecho que se haga y la hondura que tienen los pozos».

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Sistemas de Lagunas de Potosí, detalle de la pintura de Miguel Berrío, 1758. Museo de Charcas.

El nombre del Virrey Toledo está asociado a cuatro hechos capitales en la vida económica   —21→   de Potosí: la introducción del azogue, la institucionalización de la mita o servicio forzado de los indios, la construcción de las lagunas amuralladas y los ingenios de molido mecánico impulsados por el agua proveniente de esas lagunas, que corrían a través de una Ribera o río artificial que él mismo diseñó.

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Lagunas

Lo más admirable del complejo minero-industrial de Potosí es sin duda el vasto sistema de lagunas e ingenios que junto a la utilización del azogue permitieron una cuantiosa y prolongada producción argentífera.

La molienda del mineral tenía lugar en las primeras décadas en sitios provistos de agua, a donde llegaban recuas de centenares de llamas cargando los trozos extraídos del cerro, lo cual significaba una operación morosa y cara. El talento de los casi empíricos ingenieros españoles y los músculos de los mitayos se combinaron en una solución que hasta hoy causa asombro al visitante: la construcción de una serie de lagunas artificiales en la cordillera de Cari-Cari, donde en diversas quebradas solían formarse en la temporada de lluvias, depósitos de agua provenientes de los deshielos.

En 1574, con recursos de la Corona y de cuatro azogueros ricos, se procedió a la fabricación de la laguna de Chalviri o Tavaco Nuño, con un muro de contención de 238 metros de longitud, una profundidad de 8 metros, un perímetro de cuatro kilómetros (4,120 m lineales) y una capacidad de 2.900 metros cúbicos. Dos años después se cavó la laguna de Cari-Cari o San Ildefonso y a continuación la de San Sebastián y otras tres menores, hasta completar 18 represas que en el siglo XVIII subieron a 27, todas ellas conectadas mediante un elaborado sistema de canales a la «Ribera» que llevaba sus aguas hasta los ingenios y la ciudad misma. Estos canales se abrían en la roca o se construían con piedra y también con madera sobre postes, cuando debía vencerse una hondonada.

De la laguna de San Ildefonso, por una compuerta especial, salía el agua potable destinada a 280 pilas de la ciudad. En esta obra mayúscula de ingeniería, no sólo debe destacarse la originalidad de la idea, pues en el entorno potosino solamente existía una laguna natural, la de Piscachoca, enclavada en medio de rocas, sino también su realización misma y por eso vale la pena rescatar algunos nombres de maestros de albañilería y cantería que dirigieron las obras, como Pedro Sandi, Francisco Ortiz de Avestia y Sebastián Pérez Durazno. Para apreciar la magnitud del esfuerzo, Arzans indica que en la construcción de las primeras lagunas artificiales trabajaron 20 maestros de obras y 6.000 indios. Los muros de contención tienen cuatro capas o lienzos verticales, muro de piedra seca, greda impermeable, cal y piedra y son tan gruesos que sobre ellos pueden circular hoy mismo, uno y hasta dos   —22→   vehículos. Para comunicar el agua de Chalviri con la Ribera, se construyeron veintidós kilómetros de acequia.

La temporada de lluvias abarca en Potosí de noviembre a marzo, pero en el curso de su historia la región ha sufrido varias sequías, doce de ellas en el período comprendido entre 1593 y 1737, que produjeron no solamente desabastecimiento de alimentos, sino también serias dificultades en la provisión de agua para los ingenios, afectando la producción.

Los ingenios

De los 132 ingenios que se construyeron en la segunda mitad del siglo XVI quedan hoy las ruinas de 21, pegadas a la Ribera, que atravesaba la ciudad de este a oeste. El río partía de la serranía de Cari-Cari, pasaba al pie del cerro y concluía junto a Cantumarca. Los potosinos usaron también provechosamente el libro del párroco de San Bernardo, Alonso Barba, autor del célebre Arte de los Metales, a quien Arzans no conoció. Había también ingenios accionados por caballos.

Los ingenios, sobre todo los más grandes, eran recintos cerrados en los que laboraban medio centenar de mitayos a cargo de capataces. Disponían de varias dependencias: un almacén para el mineral, otro con los materiales necesarios en la fundición, como sal, cobre, cal y otros, y un tercero en el que se conservaba el elemento fundamental que era el mercurio. El corazón del ingenio estaba constituido por el «castillo», la enorme rueda de piedra sostenida por grandes arcadas y el acueducto, que formaban el complejo industrial. El eje central (que podía llegar hasta los siete metros de largo de una sola pieza) y las vigas y postes eran de madera. A continuación se hallaban los hornos y «buitrones», receptáculos de madera o piedra divididos en seis compartimientos llamados «cajones», donde se hacía la amalgama de la plata y el mercurio y a los que se daba fuego por debajo.

El precio de un ingenio podía alcanzar a los 40.000 pesos o bajar hasta los 800 pesos, dependiendo de su tamaño, edificaciones e importancia y número de su maquinaria.

Los ingenios contaban también con una capilla en la que los mitayos pudiesen oír misa, y una vivienda para el propietario, que posiblemente usaba el capataz o mayordomo, pues el primero prefería vivir en la parte baja de la ciudad. Los mitayos, concluidos sus turnos, de cinco días y noches dentro del cerro, volvían a sus parroquias a dormir.

Se ha comparado con frecuencia a Potosí en sus primeras décadas con esas ciudades del oeste de Estados Unidos o del África del sur en el siglo XIX que surgieron al conjuro de la explotación aurífera y argentífera, sin regulación alguna y que, pasado el período del auge, se convirtieron en ciudades fantasmas. La diferencia es que la prosperidad potosina duró siglos y, agotado el ciclo de la plata, continuó brindando otros minerales, sobre todo estaño, bismuto y plomo.

Hasta la llegada de Toledo, la villa fue creciendo en forma caótica con las viviendas de los españoles en el centro en torno a las primeras iglesias, como la de la Anunciación (San Lorenzo) y Santa Bárbara, el convento de San Francisco o la residencia del corregidor, en torno a los cuales aparecieron también los asentamiento indígenas. Toledo reguló la vida urbana haciendo en primer término construir la Ribera de diez varas de ancho (una vara equivalente a 83 cms) por una legua de extensión, con veintidós puentes, por la que corría el agua de lluvia y de las lagunas, disponiendo que ésa fuera la línea de división entre las parroquias de indios y más abajo los barrios de los españoles criollos, mestizos y negros. Hizo ensanchar las calles y alinear las casas y dispuso de solares para la plaza del Regocijo, donde se instalarían la iglesia Mayor, el Cabildo, la cárcel y las salas de ayuntamiento y en la que tenían lugar las corridas de toros, las justas, los juegos de caña, las representaciones teatrales y otros espectáculos, además de otras dos plazas colindantes destinadas a mercados.

Las calles no tenían nombre oficial, se las conocía por alguna actividad vinculada a ellas, así la de los Mercaderes, por las tiendas de ropa; la de la Comedia, donde estaba el coliseo para las representaciones teatrales; la de la Pelota, por el establecimiento del juego de pelota vasca; la de la chicha, por el expendio del licor de maíz; la Lusitana, donde posiblemente vivían portugueses; la de la lechuga, donde se vendían legumbres; la «Supay», calle (del demonio) posiblemente porque en alguna ocasión el maléfico allí hizo una aparición.

Después de la plaza del Regocijo, la más importante era la del Kjatu (que los españoles pronunciaban «gato» y de ahí el nombre de «gateras» a las vendedoras), donde se hallaba el gran mercado agropecuario.

La población

El censo que mandó levantar el Virrey Toledo en 1572 (a menos de treinta años de la fundación de la ciudad) arrojó una población de 120.000 habitantes, por encima de Sevilla, la ciudad más poblada de España precisamente por su vinculación estrecha a América como puerto de embarque de la Casa de Contratación.

Solamente Venecia en el mundo podía rivalizar en número de habitantes con esta ciudad enclavada en un remoto y altísimo lugar de la cordillera de los Andes.

Durante la primera mitad del siglo XVII la ciudad continuó creciendo hasta llegar a los 160.000 habitantes, según el empadronamiento que mandó hacer el Presidente de la Audiencia de Charcas, Francisco Nestares Marín. Para entonces había unos 4.000 españoles provenientes de la península, y otros tantos nacidos en Potosí, así como 40.000 criollos y 6.000 negros y mulatos. Encontrábanse también extranjeros de diversas partes, portugueses en primer término, pero también holandeses (una de las vetas más famosas era conocida como la de «los flamencos»), italianos, ingleses, alemanes y hasta un turco, Emir Sigala, que aparece en el libro de Arzans, cuya historia es notable, pues engañó a las autoridades españolas sobre su origen y religión, ya que,   —23→   con el nombre de Georgio Zapata, y en sociedad con un alemán, Gaspar Boti, trabajó en minas, y se llevó a España una enorme fortuna con la que se retiró finalmente a Constantinopla. El resto de la población era formado por los indígenas.

Potosí fue poblada casi al asalto. Miles de personas de toda condición llegaban a las minas provocando incluso el despoblamiento de las islas del Caribe, y la ciudad creció súbitamente. El abigarramiento humano era notable, funcionarios reales, aventureros, soldados, traficantes, marineros, extranjeros de lejanos países, indios, negros esclavos (y algunos libertos), gentes de todos los oficios imaginables y de todos los niveles sociales y económicos.

Mineros, autoridades y alto clero formaban el sector privilegiado de la ciudad. Las riquezas que obtenían merced a la explotación de la plata, nunca vistas hasta entonces, les permitían una vida de ostentosa opulencia. La movilidad social era mayor que en cualquier parte del mundo. Las fortunas se hacían y deshacían en horas. La Villa Imperial se convirtió en la «Babilonia del Perú».

Como las autoridades se mostraban incapaces de poner orden en una ciudad nacida y crecida al azar y donde abundaban toda clase de vagabundos y rufianes, cada cual debía atender a su propia seguridad. La violencia surgía tanto por las pendencias provocadas por la propiedad de las vetas como por los sitios en que se edificaban las casas y desde un principio hubo diferencia entre las «naciones» de españoles que derivarían con el tiempo en la guerra abierta de Vicuñas y Vascongados, además de la fuerza que se ejercía sobre los indios para obligarlos a trabajar en el cerro o edificar en la ciudad. Impusiéronse multas no sólo a los que tomaran armas sino también a los curiosos que espectaban la lucha, y los frailes dedicaron muchos sermones condenando los encuentros de sangre, pero sin mayor resultado hasta que se dispuso que quien quisiera batirse debía estar acompañado de padrinos y hacerlo fuera de la ciudad.

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La ciudad de Potosí en 1758. Detalle de la pintura de Miguel Berrío. Museo de Charcas.

Se practicaban toda suerte de duelos, a espada y a pistola, con petos protectores de metal o con el pecho desnudo. Había duelistas   —24→   que preferían usar camisas rosadas para que no se notara la sangre de sus heridas. Se luchaba también a caballo o con una rodilla en tierra.

 
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El territorio entre Huancavelica y Potosí.

No fue raro entonces que se crearan cuatro academias de esgrima para aprender a defenderse y matar. En una de ellas enseñaba un italiano, en otra un irlandés.

La burocracia y los oficios

En el Museo Británico se encuentra una anónima «Descripción» del año 1603, con valiosísima información sobre la vida económica y social de Potosí. La pirámide de la autoridad estaba constituida por el Corregidor y su Teniente, dos alcaldes ordinarios, dos de la Hermandad, un Juez de bienes de difuntos, un Alcalde de minas, tres Veedores del cerro, un Alguacil mayor con catorce tenientes, tres jueces oficiales reales, dos ejecutores para la cobranza de la Hacienda Real, un Juez receptor de las alcabalas, tres receptores menores, dos oficiales Ejecutivos, un Alcalde de Aguas y un Alguacil del cerro. En cuanto a la administración minera había un Contador de los azogues, un Contador de Granos, un Protector General, un Ensayador Mayor de Barra, un Ensayador y un Tesorero de la Casa de la Moneda, cuatro Escribanos Públicos, un Escribano de Minas, uno de Hacienda Real y otro de bienes de Difuntos, así como 40 Escribanos Reales, 37 de estos puestos eran venales, es decir podían comprarse de la Corona por un total de 637 mil pesos ensayados (mediante remate público) y en el supuesto tácito de que si bien la Corona se beneficiaba con las sumas cobradas, los beneficiarios lo harían mucho más exprimiéndoles el jugo a las canonjías. Se procedía de acuerdo a la siguiente escala: Alguacil Mayor: 100.000 pesos; Ensayador mayor de la Casa de Moneda y Tesoreros, cada uno 50.000, Ensayador; 30.000; Fiel ejecutor perpetuo y Alférez real, a 25.000; Depositario general: 24.000; Escribano de minas: 20.000; Escribano de difuntos: 8.000; los procuradores, a 4.000. Los funcionarios que renunciaban a su cargo o lo transferían a otra persona pagaban la mitad del valor abonado la primera vez y si se producía una segunda transferencia debía abonarse a la Corona un tercio de la primera suma.

A nadie llamaba la atención que empleos que tenían un sueldo nominal de apenas 2.500 pesos anuales pudiesen comprarse hasta en 100.000 pesos. La explicación estaba en que los beneficios marginales, a costa del Tesoro y del público, eran enormes. Cada una de las manos que tenía que ver con el proceso de refinación, conversión de la plata en barras o en moneda, despacho y control, se quedaba con una parte, aunque fuera muy pequeña, del botín. Los funcionarios no estaban obligados a rendir cuenta de sus gestiones y alguna vez que el beneficio fue tan excesivo como para provocar escándalo como en el caso del tesorero Diego Cuba en 1563, se comprobó que cobraba cinco pesos por cada sello estampado en las barras, lo que significaba que se había pagado el «quinto» al Rey, quedándose él con un peso por cada sello.

Cañete dice que los Alcaldes ordinarios y los de la Santa Hermandad hacían fiestas con «opulentas mesas» el año redondo y que gastaban de 14 a 15.000 pesos en el mismo tiempo. Iban rodeados de cuatro pajes «vestidos de paño con galones» que recibían título de Ministros y a los que confiaban diligencias judiciales.

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La aversión al trabajo manual (comercio sí, pero a través de dependientes y sin dar la cara) fue general entre los españoles, así como la tendencia a la hidalguización. Decía el Presidente de la Audiencia de Charcas Juan López de Cepeda al Rey, en carta de febrero de 1590: «Querer que los españoles aren, caven y trabajen en las minas y los campos y hagan otras cosas semejantes, no es posible porque no los hay para ello y no está en su costumbre. Aquí tan bueno es Pedro como su amo...» y añadía la sugerencia de emplear esclavos de color bajo este régimen escalofriante: «Los negros en las alturas no podrían escapar por ser la tierra fría y pelada. No tendrán qué comer ni dónde ocultarse. Con tenerlos en continuo trabajo y darles castigos ejemplares y rigurosos a los que los mereciesen y en especial caparlos, como se hace en México, para quitarles sus bríos y soberbia, y con no dejarles poseer ningún género de armas, ni siquiera cuchillos, se aseguraría que no puedan huir ni intentar otras de las iniquidades a las cuales son inclinados por naturaleza».

Los representantes de la ciudad de La Plata y provincia de Charcas que fueron a Madrid en 1608 para pedir al Consejo de Indias que desestimase el pedido de los yanaconas de tener libertad de movimiento (y no permanecer encadenados a una hacienda como hasta entonces) alegaron que nadie podría suplirles, pues los agricultores españoles «pasando a las Indias se olvidaban de su naturaleza y todos pretendían ser nobles, no cruzándoles ni por el pensamiento el ponerse a manipular con la pala, el azadón o el arado».

De esta manera, el distintivo de Don que al principio se daba solamente a los miembros de la nobleza, comenzó a venderse a partir de 1664 a razón de 200 reales por una vida, 400 por dos (extensivo al hijo mayor) y 600 por vida y con carácter hereditario ilimitado.

La ciudad contaba con veinte abogados, cuatro Procuradores, cuatro Solicitadores, tres médicos, seis cirujanos, diez barberos (es decir sacamuelas y sangradores, y no peluqueros como se entendería hoy día) y tres boticarios. (Sobre los abogados hay una perla de sabiduría, en una provisión del Virrey que merecería haber quedado como ley de la República. Es de abril de 1573 y establece que «en los asientos de minas no haya abogados por ser los promotores de pleitos». Y que en consecuencia, «salgan de esta villa todos ellos a servir en la audiencia donde están recibidos».)

El gremio de azogueros, que constituía la oligarquía local, se componía de un centenar de personas, propietarias de 128 «cabezas de ingenios», 83 en Potosí, 42 en la ribera de Tarapaya y 3 en la de Tavaco-Nuño con una producción diaria de 150 quintales de mineral.

Quizá por el frío de la región había tiendas de comestibles que ofrecían «pescado fresco», proveniente de la costa y del lago Titicaca. La ciudad contaba con 80 pulperías, 28 zapaterías, 8 tiendas de sombreros españoles y 25 tiendas con ropa y artículos para indios, además de numerosos mercados populares de coca y productos agropecuarios.

Las panaderías eran 28, las confiterías y pastelerías 12. No había ningún hotel y los forasteros dependían para alojarse de la buena voluntad y la hospitalidad de los vecinos, pero sí una veintena de pensiones donde se podía comer «carne y pescado» por treinta pesos al mes1. Los 4.000 españoles y 2.000 mujeres que indica el autor como población blanca disponían de un centenar de lavanderías que cobraban 4 reales por «lavar y almidonar un cuello llano y 8 reales por cualquiera guarnecido».

Eros

No menciona a orfebres y artesanos que trabajaban la plata, la madera, el hierro y el cuero posiblemente porque estas ocupaciones estaban en manos de indígenas y mestizos, pero se ocupa en cambio de otras dos ocupaciones inquietantes: «Hay así mismo de 700 a 800 hombres, antes más que menos, baldíos, que su ocupación es pasear y jugar y hay 120 mujeres de manto y saya que conocidamente se ocupan en el ejercicio amoroso y hay grande suma de Indias que se ocupan en el mismo ejercicio.»

La tradición heredada del medievo español y que se aplicó en el curso de las guerras civiles entre los conquistadores fue la de indultar la vida a un condenado a muerte si es que una «mujer de amores» se le ofrecía como esposa, con el razonamiento de que era obra cristiana convertir a una prostituta en esposa y acaso madre y dejar al reo con la indignidad de haberse salvado de ese modo. No todos aceptaban y se dio el caso, contado por Francisco de Carvajal, de un reo que prefirió la muerte antes de ser rescatado por una «putana feona y muy bellaca, sucia y con la cara marcada con una cuchillada».

Los azogueros se mostraban espléndidos cuando se trataba de las dotes de sus hijas, cuyos matrimonios, con vástagos de padres igualmente opulentos, aseguraban además a las familias mayor poder económico y político. Cañete informa que la novia Plácida Eustaquia recibió de su progenitor en 1579 2.300.000 pesos, la hija de un general Mejía, en 1612, 1.000.000; Catalina Argandoña, en 1629, 800.000 pesos y una hacienda con viñedos. Hasta 1629 se contaron más de ocho dotes sobre los 200.000 pesos. Cuando refería esto, en 1791, las dotes habían bajado a menos de 50.000 pesos.

Arzans da cuenta de catorce escuelas de danza para hombres y mujeres (una de ellas regentada por un negro), en las que los directores hacían rápida fortuna pues sus alumnos, acabando cada danza, «arrojaban detrás de las sillas, al suelo 50 a 100 pesos». Había también treinta y seis casas de juego de naipes, dados y trucos, donde se jugaban hasta 100.000 pesos por noche. Las compañías de farsas hacían en una tarde unos 3.000 pesos, pues los asientos costaban de 30 a 50 pesos.

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Tema recurrente y de preocupación en la correspondencia de las autoridades era el evitar que hombres casados en España u otro lugar del Reino permaneciesen solos en Charcas. En enero de 1580 la Audiencia de Charcas instruyó a Pedro de Zárate que, en vista de que no habían tenido efecto las provisiones anteriores, vaya a Potosí y «averigüe quiénes están casados en España, secuestre y remate sus bienes y envíe sus personas a Lima para que de allí sean remitidos a hacer vida con sus mujeres en España». Incluso un teniente de corregidor en Potosí, Jiménez de Mendoza, de quien se sabía que tenía amistad con una mujer casada, se le envió a Santiago para que se reuniese con la propia. En marzo de 1605 la Audiencia de Charcas se dirigió al Virrey sobre este problema, manifestándole que «si a todos los casados se les aplicara el rigor de la ley, el distrito quedaría con mucha falta».

Quienes disponían de dinero suficiente podían contar con la complicidad de un galeno, como hizo Cornieles de Lamberto, mercader de Potosí, a quien en 1533 se le conminó a que volviese a hacer vida marital en Sevilla. El informe que reposa en el Archivo de Indias señala: «Del certificado médico expedido por el médico y cirujano Marco Antonio, dice tener Lamberto varias fístulas en la ingle y en la nalga y otras en la vía del caño, entre los dos servicios, que aunque las primeras están cerradas, queda la del caño, por donde salen los orines; que por consiguiente no puede andar a caballo ni tener acceso carnal con mujer, por derramársele las simientes por las fístulas; que lleva gastado ya 20.000 ducados de oro en curación».

El «pecado nefando», que conllevaba la pena de muerte, no era sin embargo extraño a las costumbres, a juzgarse por el número de casos mencionados por las autoridades. Algunos indios posiblemente lo practicaban, pero entre los españoles, dada la condena explícita del cristianismo, estaba rodeado del mayor secreto. En una carta de agosto de 1590 del Virrey a la Audiencia de Charcas hace referencia a un homosexual que pecaba con «hijos de personas principales de dicha Villa y con indios». Otra carta de Santiago de Chile al Virrey alude nada menos que a un canónigo de la catedral que «se le sindicó con el pecado nefando y huyó por la cordillera al Río de la Plata o al Perú».

El Clero

En 1603 la ciudad ya tenía cinco conventos y catorce parroquias, trece de las cuales eran de indios y una, la iglesia Mayor, de españoles, atendida por nueve curas y dos sacristanes sacerdotes. Nueve de las parroquias de indios eran servidas por clérigos y cuatro por religiosos de los conventos. El personal del Santo Oficio estaba presidido por un Comisario de la Santa Cruzada, un Vicario, un Alguacil mayor y tres Notarios. El juzgado eclesiástico contaba con un Fiscal Clérigo, tres Fiscales legos y dos Notarios.

En un ambiente donde, por un lado, predominaba un aire conventual supérstite del medievo español, y del otro el desenfreno materialista provocado por la súbita riqueza, los potosinos se mostraban dadivosos en sus contribuciones a la Iglesia, para asegurarse un puesto en la vida eterna. Numerosos eran los donativos, bien fuese para erección de capillas y conventos o en joyas y objetos de arte para las imágenes. Fray Antonio de la Calancha, al mencionar la casa de su Orden como la mejor de la ciudad, estimó que los agustinos habían recibido en donaciones hasta el año 1611, 535.000 pesos.

Con las excepciones de algunos santos varones dedicados exclusivamente al servicio de Dios y de los hombres, de predicadores que entraban en tierras de infieles con el único escudo de su cruz para ganar almas y convertirlas al cristianismo, de virtuosos betlemitas y juandedianos que cuidaban a los enfermos de hospitales y de incorruptibles jesuitas, la Iglesia como institución y sus representantes, individualmente, formaron parte con ventaja del círculo de explotación cuya base era sostenida por los indios.

Una carta del Virrey a la Audiencia de Charcas de febrero de 1591 incluye testimonios de las sumas exorbitantes que cobra el vicario de Chucuito e instruye que no se permita tanta insolencia de clérigos especializados «en chupar la sangre a los indios con mucha más codicia y ambición que lo hacen los seglares».

Aunque las Ordenanzas del Perú instruían que no se debía repartir a los curas más de tres muchachas y dos ancianos hubo iglesias como la de Sicayas en Chayanta, donde estaban obligados a trabajar 40 indígenas, ocho de los cuales eran mayordomos y cuatro mujeres solteras. Cada mayordomo estaba obligado a dar 40 pesos en monedas de plata con cargo a las misas que iban a celebrarse y un real diario para vino, incienso, harina para las hostias y jabón para lavar la ropa blanca de la sacristía. A la suma de alterados, mayordomías y priostazgos se añadía el rosario de fiestas religiosas que los curas fomentaban y en las que los indígenas contribuían con el «ricuchicu», consistente en dinero o víveres, vino, harina, azúcar, huevos, gallinas, etc. Todos los sacramentos tenían su precio y algunos variaban de acuerdo a los servicios prestados. El entierro, por ejemplo, cantado y solemne valía 14 pesos, si se usaba la cruz alta tres más, cuatro por campanas e incensario y 40 por sepultar al difunto debajo de la grada del presbiterio.

Hubo casos, como el del Arzobispo de la Plata, Gregorio de Molleda y Clerque, que merecieron la atención del propio monarca, quien se dirigió al Virrey de Lima, en septiembre de 1754, alarmado por las denuncias que le habían llegado contra el prelado. Dice la carta de Fernando VI al Conde de Superunda: «En la Audiencia de Charcas no se alcanza justicia cuando se litiga con poderosos, según lo acredita la voz común. Muchos de los curas son parientes y domésticos de los oidores y les permiten robar a los indios. Aunque hay defensor de naturales, no los defiende y más bien los ultraja. Las muy desordenadas operaciones del Muy Reverendo Arzobispo tienen atónitos a todos. Por leves causas excomulga. Ha dado los curatos grandes a allegados suyos. No   —27→   sabe lengua india ni aún latín. Da muy escasas limosnas, teniendo rentas de 80.000 a 100.000 pesos anuales. Junto a su alcoba en la misma pieza que servía de oratorio a sus antecesores, tiene una pariente y allí mismo concurren a visitarla y se hacen en sus presencia saraos con tanto desorden como en la casa del seglar menos modesto.

«Estando de visita en Potosí, prohibió los bailes, pero, sin embargo, tuvo en su casa uno en el que la mayor parte de las que asistieron eran mujeres mundanas y echaba la bendición a cada una que acababa de danzar. Los oidores Melchor Concha y Pablo de la Vega quieren sus cargos para recibir el sueldo y quitar la sangre a los pobres. (...) Y visto en mi Consejo de Indias y con lo que dijo mi fiscal, he resuelto daros noticias de ello a fin de que, como os lo mando, procuréis informaros reservadamente de todos estos daños, pongáis para su remedio cuantos medios consideréis convenientes y os sean posibles».

Los curas de los pueblos fueron enemigos de la mita, pero se sospecha que no los movía solamente la piedad cristiana, sino la perspectiva de la pérdida de mano de obra que les significaba jugosos dividendos en forma de trabajo gratuito o de contribuciones y donativos. En todo caso los indios pagaban una misa antes de partir a Potosí.

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Llamas transportando plata de Potosí a Arica. Dibujo de Theodor de Bry, 1600.

Afirma enfáticamente Gabriel René Moreno: «Los curas eran los individuos más ricos del reino después de ciertos mineros acaudalados que eran pocos. Sus ganancias provenían de los raudales salidos de una misma fuente: el ahorro del indio, a título de derechos parroquiales y de primicias: su sudor, con el logro de servicios personales y granjerías. El mercado a precio fijo de los sacramentos y ceremonias de culto, y más que nada la piadosa faena de sacar ánimas del purgatorio a punta de misas y responsos, hacían del ministerio parroquial una profesión muy lucrativa».

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Las importaciones

A la natural aridez del terreno en torno al Cerro rico, se añadía la falta de incentivos para la agricultura en los valles cercanos a Potosí, ya que la abundancia del mineral de plata permitía comprar todo lo necesario de las otras provincias del Alto Perú, de distintas partes del virreinato o de allende el mar.

De Cochabamba se llevaba el trigo y el maíz en grano, tanto para la alimentación de los 120.000 indios como «de otros 120.000 perros que es más lo que éstos consumen que los indios», según reza la anónima «Descripción de Potosí» correspondiente a 1603. También de Cochabamba se llevaban tocuyo y otras manufacturas; de Tarija, chivos, carneros y cerdos; de Tucumán y Córdoba, ganado y mulas; de Chuquisaca y Vallegrande, tabaco; de Cinti y Arequipa, aves de corral; del Bajo Perú, azúcar; de Chile, caballos; del Paraguay, yerba mate.

Vale la pena ver con algún detalle los artículos importados a la villa y sus cantidades y precios. Consumíanse en un año 4.000 cabezas de ganado vacuno, 50.000 ovejas y 100.000 llamas. En las rancherías, pese a la prohibición, se sacrificaban 40.000 alpacas y vicuñas. La procedencia de artículos muestra en qué medida Potosí era el centro comercial de una zona que abarcaba desde México, Guanuco y Quito (con paños, cordelletas y bayetas), Cuzco (ropa para indios, piezas de cuero), Arequipa (pasas), Tarija (manteca de puerco, jamones, tocinos, lomos y lenguas de puerco) y Tucumán (lienzos para negros, indios y gentes de trabajo).

La coca provenía básicamente del Cuzco y también de los Yungas de La Paz. El consumo para el año que nos ocupa fue de 60.000 cestos con un valor de 360.000 pesos ensayados.

No figura el origen de muchos productos que se volcaban sobre Potosí en un radio de cien leguas a la redonda: miel de caña, ají, pescado salado de mar, pescado de río (sábalos y dorados), aceitunas, vinagre, hortalizas, fruta, chuño, papas, ocas; alfombras, sombreros, zapatos, sacos o costales, cera, cobre, herrajes, añil, leña, carbón, paja para techos y otros varios. Solamente de sal, para el beneficio de los metales, se consumían anualmente 630.000 quintales, producción que demandaba el trabajo de 1.000 indígenas. El consumo de azogue traído de Huancavelica alcanzaba a 5.700 quintales. Pero hubo momento en que el mercurio también provino en importantes cantidades de lugares tan distantes como Almadén, España, e Idrija, Eslovenia (ex Yugoslavia).

Si ya era difícil el envío desde España a América de cualquier mercadería, por el tiempo y los riesgos de la navegación, lo era aun más en el caso del mercurio, que se utilizó primero para la amalgamación del oro.

Los árabes de España le habían puesto el nombre de azogue, que en su lengua significa correr. Las minas de Almadén fueron entregadas en arriendo por Carlos V a los Fugger, empresarios y prestamistas que habían contribuido con fondos para su elección como Emperador de Alemania. Los Fugger, que figuran en la literatura histórica hispanoamericana como los «Fúcares» o «Condes Fucas», comprometiéronse a entregar 1.000 quintales por año y la producción anual no subió, en los siglos XVI y XVII a más de 3.000 quintales de manera que, por el aumento de la demanda, al aplicarse el azogue a la amalgamación también de la plata, hubo que contratar envíos de Eslovenia, incluso en ese último siglo, cuando un accidente paralizó la producción de Huancavelica.

No eran pocas las previsiones para transportar el precioso pero mortífero líquido que era puesto en pellejos de cuero de medio quintal; introducidos a su vez en casquetes impermeabilizados y reforzados. Estos casquetes en número de dos o tres eran colocados en cajas de madera.

Hasta 1776, en que se constituye el Virreinato de La Plata, los barcos partían del puerto de Sanlúcar de Barrameda, Sevilla y, después de 1720, también desde Cádiz) hasta Portobelo, en donde la flota se dividía tomando la ruta del norte, hacia México, una parte, y la otra al sur, al istmo de Panamá, de donde continuaba viaje al Callao, puerto del Virreinato de Lima, habiendo pagado los productos en el trayecto numerosos impuestos fiscales. De allí continuaba al puerto de Arica, donde esperaban las recuas de mulas y llamas que finalmente harían llegar el mercurio a las alturas de Potosí. Las dificultades surgían por la naturaleza del mineral, que por su delicadeza y peligrosidad requería envases especiales para no afectar a animales ni arrieros, o «trajineros» como se les llamaba entonces.

Las bolsas especiales forradas de cuero contenían alrededor de 18 libras de mercurio, que era el peso que podía soportar una llama. Este animal era más barato que la mula, pero demoraba más pese a que sus exigencias de agua y alimentos eran menores que las del segundo, en el recorrido de quince leguas de desierto que las mulas cubrían en un día y una noche y que a las llamas les demandaba el doble o más de tiempo. Arica misma era avara de recursos de forraje y agua dulce de manera que había que hacer coincidir muy rigurosamente la llegada del barco respectivo con la presencia de las recuas y, en todo caso, preferir el mercurio a cualquier otro artículo de importación.

Desde la orilla del mar, las recuas se dirigían a los valles de Azapa y Lluta para enfrentarse después al desierto, bordeando los volcanes Payachatas, luego la zona de Chonquelimpe, el norte del lago Poopó, Challapata, Conquechaca y al cabo Potosí. El azogue producido en Huancavelica no seguía el camino de la sierra sino que era transportado también hasta el puerto de Chincha, San Jerónimo y de allí a Arica. Si bien la vía marítima ofrecía los riesgos de la piratería, la de la sierra, en cambio, por Cuzco o Arequipa, fue desechada por razones económicas y posiblemente por la dificultad del transporte del venenoso material en trayecto de 1.500 kilómetros recorridos por las recuas de llamas en tres meses.

Potosí fue prácticamente el mercado único del mercurio de Huancavelica durante dos siglos. La producción de esa mina entre 1571 y 1813 fue de alrededor de 1.115.000 quintales, con un valor de 82 millones de pesos, equivalentes a 17 millones de libras,   —30→   sin tomar en cuenta el mineral robado y contrabandeado. El precio del quintal de azogue puesto en Potosí, según la «Descripción», era de 70 pesos corrientes mientras a la Corona le costaba en Huancavelica 40 pesos.

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La plaza de Pichincha de Potosí (Grabado de Henri Llanos, 1871).

 
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Junto al hierro que se traía de España, la madera era en Potosí uno de los artículos más preciados y caros, pues debía trasladarse desde el valle del Pilcomayo, a 30 kilómetros; el de Mizque, Cochabamba, a 200 kilómetros o aun del norte argentino, en hombros, arrastrada en carretas o ayudándose con caballos y bueyes. En los ingenios se la empleaba en forma de morteros, mazos, ejes y otros elementos, y en el interior de las minas para sostener algunas partes de los socavones.

Los ejes de ingenio de cinco y siete metros de largo por 50 centímetros de grueso requerían el esfuerzo de sesenta mitayos para acarrearlos desde esas distancias, y su precio alcanzaba a unos 1.000 pesos ensayados.

Producto de gran consumo eran las velas. En la «Descripción» en el interior de la mina las usaban noche y día indistintamente (84.000 pesos ensayados anuales), en los 70 ingenios 14.000 pesos ensayado, en las rancherías de indios 37.000 pesos ensayado y en la ciudad 35.000 pesos ensayados. 200 indígenas se dedicaban exclusivamente a su confección.

El cuero era otro elemento fundamental para la minería potosina, pues sus usos eran múltiples, en forma de bolsas para cargar mineral y agua, culeras y rodilleras para mitayos o como correas en minas y en la maquinaria de los ingenios. Se empleaba ampliamente el cuero de las llamas que llegaban con los mitayos, pero también el cuero del ganado vacuno, traído del norte y del centro de la Argentina, así como el de mula, que provenía del área de Córdoba.

En el régimen de monopolio impuesto por la Corona, algunos productos estaban sujetos a estanco especial, desde las pastas de plata que eran rescatadas por el Banco de San Carlos, institución que a su vez proveía de azogue a los mineros, hasta el tabaco, la lana de vicuña, el salitre y la sal, aunque esta última quedó posteriormente declarada de libre tráfico. Algunos artículos suntuarios también estaban sometidos a rígidos controles, como el «solimán», afeite o pintura de perfumería, «digno de contarse entre los géneros superfluos y viciosos por ser en envidia y enmienda de la naturaleza y con el fin de agradar y complacer», según rezaba la ordenanza real respectiva; o la pimienta «vicio de los hombres y no necesidad del humano alimento». La Corona se beneficiaba también con el monopolio sobre los naipes.

«Gástanse -decía la crónica que comentamos- todos los días del año, uno con otro dentro del pueblo, 60 barajas que es al cabo del año 21.900 que a peso y medio corriente son 32.800 pesos.»

Arzans ofrece un catálogo pormenorizado de los artículos de todas partes que se volcaban a Potosí para satisfacer la vanidad de esa sociedad que combatía el frío y la desolación del paisaje circundante con todo lo más bello que por entonces podía ofrecer la industria del mundo. Los tafetanes, las sedas y rasos, hilos y tejidos provenían de Granada, Jaén, Valencia, Murcia, Segovia, Córdoba, Calabria, La Pulla, Portugal, Holanda; tapicerías, láminas, espejos, escritorios, puntas, encajes, géneros de mercería, de Flandes; papel de Génova, hierro de Vizcaya, medias y espadas de Toledo, tejidos, puntas blancas de seda, oro y plata, estameños, sombreros de castor y lencería de Francia, paños y bordados preciosos de Toscana, puntas de oro y plata y telas ricas de Milán y la Toscana; pinturas y láminas de Roma; bayetas, sombreros y tejidos de lana de Inglaterra; cristalería y vidrios de Venecia; cera blanca de Chipre, Candia y las costas de África; grana, cristales, carey, marfiles y piedras preciosas de la India Oriental, diamantes de Ceylán; aromas de Arabia, alfombras de Persia, El Cairo y Turquía; especerías, almizcle y algalia de Terrenate, Malaca y Goa; loza blanca y sedas de la China, esclavos y esclavas negras de Cabo Verde y Angola.

El exceso de plata y de mano de obra indígena barata provocó un alza vertiginosa de precios de todos los artículos importados.

Matienzo afirmaba que Potosí era el mercado más caro del mundo. Otro cronista hablaba de un «monumento a la usura». Gwendollyn Ballantine Cobb, investigadora del primer siglo del desarrollo de Potosí y Huancavelica, afirma que «los precios de los alimentos eran iguales a los que existían en San Francisco durante la fiebre de oro en California» y en un intento de hacer comprensible ese fenómeno al lector, añade que, por ejemplo, una libra de dulces equivalía a seis dólares, el quintal de harina a 45 dólares, la resma de papel a doce (que en Lima valía 3), la libra de especias a 28 dólares. Otros autores indican que una gallina valía el equivalente a 13,50 dólares y un huevo se acercaba al dólar, que la arroba de vino español que en Lima se cotizaba a 675 dólares en Potosí llegaba a los 900 dólares o que la vara de brocato se pagaba sin chistar en 450 dólares.

Pese a estos precios, los mercados eran numerosos y estaban abarrotados. Arzans asegura que había un centenar de canchas o sitios de feria, con toda la variedad imaginable de productos agropecuarios.

Los caballos preferidos eran los de Chile por su brío, pero pocos sobrevivían a la altura de Potosí. Estos animales enloquecían al ser trasladados de la costa y el calor al frío y las montañas, donde sólo se sentían a gusto los auquénidos, y en los cielos, cóndores y algunas aves de presa. Las herraduras eran además caras. Los azogueros y comerciantes se valían de mulas para trasladarse a La Plata y otras ciudades de Charcas.

Si no había otro remedio que pagar lo que pedían los comerciantes por los artículos de primera necesidad, tampoco los artículos suntuarios amilanaban a los opulentos potosinos. Afirma el mismo cronista: «Los vestidos sobre ser de costosas telas, iban cuajados de piedras preciosas; los sombreros llenos de joyas, cintillos ricos y plumas vistosas; cadenas de oro en los pechos, jaeces bordados de oro, plata y perlas; los frenos, los pretales y armaduras de fina plata; los estribos y acicates   —31→   de oro fino, y si eran de plata, iban sobredorados».

 
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Detalle de la pintura del ingreso del Virrey Morcillo, de Melchor Pérez Holguín.

Sarmiento de Gamboa también quedó impresionado: «Suelen ser pródigos sin modo ni fin en gastos, lujos, superfluidades y aun vicios. Los peones y operarios beben, juegan y gastan cuanto ganan; los hombres de día visten de tela rica y de fino Cambray y por humorada al día siguiente bajan a la mina, donde les suele servir la gala para taco y facilitar el golpe de pico. Esto, los sirvientes: ¿cómo serán algunos amos?».

La «Descripción» correspondiente a 1603 registra un ingreso de 1.600.000 botijas de chicha para el consumo de los indios, equivalentes a 1.024.000 pesos ensayados, suma notable sin duda. El vino importado para los españoles alcanzó a 50.000 botijas, por un equivalente de 500.000 pesos ensayados.

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