«El Niño de la Bola» y la fisiología de la novela decimonónica (II)1
Eva F. Florensa
University of Pennsylvania
Cuando Don Trajano
Mirabel está relatando a Luisita lo que nosotros hemos
leído en resumen de la mano de Leopoldo Alas, la esposa del
moratinista -al oír la palabra «adulterio»
- se exalta:
¡Mirabel!... ¡yo no te he oído nunca hablar así! -interrumpió doña Tecla-. ¡Esto pasa ya de castaño oscuro! |
(Alarcón, 1880, pág. 183) |
Y el seguidor de Moratín le replica:
Porque nunca he tenido que hablarte de psicología ni de fisiología... -respondió el académico-. Pero la marquesa me comprende... |
(ibid.) |
¡En 1840
(momento en que se desarrolla la acción de la obra) un
moratiniano afirma estar haciendo «estudios»
(ibid., pág. 184) de
psicología y de fisiología! ¿Es éste un
anacronismo por parte de Don Pedro A. de Alarcón? No.
El historial clínico de Manuel Venegas y de Soledad son -sin lugar a dudas- dos perfectas construcciones psicológicas pormenorizadas. En este hecho, no se separa el novelista andaluz de otros trabajos análogos que hicieran en 1881 Don Benito Pérez Galdós alrededor de Isidora Rufete (La desheredada) o en 1883-1885 Leopoldo Alas con su heroína, Doña Ana Ozores (La Regenta), estudios psicológicos -estos últimos- que se han venido considerando por parte de la crítica como naturalistas o, por lo menos, indudablemente realistas. En tales análisis, los períodos de la infancia y de la juventud son determinantes de la personalidad que el individuo poseerá en su madurez.
Leopoldo Alas
reconocía esta ley incluso cuando diseccionaba el
carácter de alguno de sus contemporáneos; así,
en su folleto titulado Benito Pérez Galdós,
afirmó: «Soy de los que opinan que
en la historia de los hombres la de su infancia y adolescencia
importa mucho»
(Alas, 1889, pág. 11). Con este
criterio, era lógico que, en La Regenta,
«Clarín» explicase durante hojas y hojas el
origen social de la madre de Ana, la procedencia y el
carácter de su padre, la educación liberal que
éste le dio, la pronta orfandad de la niña, y el
nuevo tipo de instrucción a que la sometieron sus
tías, las nuevas tutoras. Para Leopoldo Alas, todas estas
circunstancias que acabo de enumerar determinaron física y
psicológicamente a la Regenta.
Un historial
clínico realista-naturalista se complementaba con otro
condicionante básico de la personalidad, la herencia. La
locura de Isidora Rufete tiene sus precedentes en su padre y su
hermano; las elucubraciones poético-espirituales de Ana
Ozores hunden sus raíces, según sus propias
tías, en el legado genético de su madre2.
Don Pedro A. de Alarcón coincide con Leopoldo Alas y Benito
Pérez Galdós, pues, en El Niño de la
Bola, se afirma expresamente este tipo de determinismo en la
figura de Manuel Venegas al decir de él que su progenitor
fue «descendiente, según dicen, de
príncipes moros, cuya pícara sangre se le conoce bien
a este chico en medio de sus buenos sentimientos»
(Alarcón, 1880, pág. 25). De su padre hereda Manuel
su heroísmo («El alma heroica que
heredara de su padre»
[ibid., págs. 102-103]), la
fantasía («fogosa y pertinaz
imaginación»
[ibid. pág. 72]) y su destino
trágico. Así pues, la personalidad del joven Venegas
debe incluir también para su total cuadro clínico el
factor de la herencia.
Conviene detenerse aquí para valorar la significación del análisis de psicología y de fisiología que se realiza en torno a Soledad y a Manuel Venegas en El Niño de la Bola. La novela, como sabemos, se publicó en 1880. A juzgar por la importancia otorgada a la herencia y las circunstancias de la niñez y juventud de los dos protagonistas de la obra, la técnica de construcción de personajes de Don Pedro Antonio se emparenta directamente con la de Pérez Galdós y Alas. ¿Significa esto que el estudio de caracteres en la novela es un rasgo del realismo de la segunda mitad del siglo XIX?; dicho en otros términos, ¿la reconstrucción detallado-realista de una personalidad es una técnica propia de la nueva manera de novelar iniciada en España por Don Benito Pérez Galdós hacia 1870?
Los más destacados críticos de la centuria pasada («Clarín», Rafael Altamira, Armando Palacio Valdés, etc.) contestaron afirmativamente a mis preguntas anteriores. Para ellos, el análisis de caracteres -un elemento que entendían como básico para toda buena novela- fue una innovación posterior a La Gloriosa (1868). Los más tradicionalistas (Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, etc.) lo retrotrajeron a Böhl de Faber y Mesonero Romanos. La dirección crítica que triunfó fue la de los primeros y, desde entonces, la novela contemporánea española comienza con La Gloriosa y, concretamente, con Don Benito Pérez Galdós.
José
Alcalá Galiano, en su artículo «La fontana
de oro», afirmaba lo siguiente, en 1871, sobre el arte
de novelar de Don Benito: «Sólo la
novela contemporánea puede, en efecto, hacer el
análisis del alma humana»
(Alcalá Galiano,
1871, pág. 152). También Armando Palacio
Valdés, en artículo de 1878 titulado «D. Benito
Pérez Galdós», reconoce en éste la
calidad de pintor del estado mental o psicológico de sus
personajes, hablando de que le caracteriza «un realismo espiritual e interior»
y
de que usa su pluma para «pintar al
detalle y con admirable penetración, los más
íntimos, los más vagos y confusos sentimientos del
espíritu»
(Palacio Valdés, 1878b,
pág. 338).
Don Pedro A. de
Alarcón, sin embargo, no estaba de acuerdo con aquellos de
sus contemporáneos que iniciaban todo con La Gloriosa, e,
incluso, iba más allá en la búsqueda de los
orígenes del realismo que Doña Emilia y Don Benito.
El análisis de caracteres -todos, librepensadores y
críticos tradicionalistas, están de acuerdo- es el
pilar fundamental del realismo en la novela. En El Niño
de la Bola, una narración que sitúa su tiempo
histórico en el año de 1840, hay un personaje,
seguidor de Leandro Fernández de Moratín en lo
artístico, afrancesado en su juventud política, y
miembro de una sociedad secreta llamada «Jovellanos»
(Alarcón, 1880,
pág. 156), que realiza con la personalidad de la «Dolorosa»
lo que él llama
«estudios»
(ibid., pág. 184)
«de psicología»
y
«de fisiología»
(ibid.,
pág. 183). Estas «autopsias
morales»
3
de Soledad, ¿son un anacronismo por parte de Alarcón?
Ni mucho menos y, antes, todo lo contrario. Don Pedro Antonio
sabía muy bien que los «estudios»
«de psicología»
y «de fisiología»
existieron ya en
la época de la niñez y juventud de Don Trajano
Mirabel, es decir, hacia 1780.
En 1978, Rusell P. Sebold demostró en el «Prólogo» a su edición de El señorito mimado. La señorita malcriada, de Tomás de Iriarte, y en el artículo «Historia clínica de Clara: La mogigata de Moratín», que estos dos autores habían dibujado sus personajes siguiendo una idea propia del siglo ilustrado: el medio en que se vive la niñez y juventud (familia y educación) condiciona la personalidad del individuo en su madurez4. Don Mariano, en El señorito mimado (1787), es un joven superficial y de pésima conducta por causa de la ineptitud de su madre como educadora; Doña Pepita, en La señorita malcriada (1788), es una petimetra que refleja en su persona los defectos nocivos de un padre juerguista y alocado; finalmente, en La mogigata (1791), la hipocresía de la hija no tiene otra causa que la gran hipocresía de su progenitor. Por otra parte, Sebold señalaba también en sus trabajos cómo en todas estas comedias existe un personaje alienista que descubre al público el origen de la enfermedad psicológica de los jóvenes (Don Cristóbal, Doña Clara y Don Luis, en El señorito mimado, La señorita malcriada y La mogigata, respectivamente).
En El Niño de la Bola, Don Trajano, educado en los principios de la Ilustración, era el único que podía comprender y analizar la psicología de la «Dolorosa». Él es el personaje alienista de nuestra novela. Su filiación moratiniana, además, nos informa de que Don Pedro Antonio tenía del pasado literario español un mejor conocimiento que José Alcalá Galiano, Leopoldo Alas o Armando Palacio Valdés al reconocer que el estudio pormenorizado de los caracteres va muchísimo más allá de la novela nacida con La Gloriosa. Este hecho histórico-literario permite dibujar una línea que comunica directamente el Realismo de la segunda mitad del siglo XIX con las bases intelectuales y la literatura del siglo XVIII: el análisis físico-psíquico de los personajes literarios no es una innovación de la novela decimonónica (ni de la primera ni de la segunda mitad del siglo XIX), es un resto en este siglo de las letras ilustradas. Tal aserción destruye la «novedad» de uno de los pilares básicos de la novela realista (el estudio de caracteres) en favor de un retroceso de sus orígenes en más de cien años.
Pero, ¿no pudo acontecer que, tras la literatura ilustrada, se perdiesen los análisis físico-psíquicos de los personajes de manera que en la novela realista éstos sí fueran una novedad?
José
Alcalá Galiano, en su artículo anteriormente aludido,
parecía sugerir una respuesta positiva a esta pregunta
cuando, en relación a la novela histórica de la
primera mitad del siglo XIX, afirmó: «y cuyos personajes no nos ofrecen más que
la exterioridad de sus actos sin que podamos penetrar los
recónditos senos de su conciencia»
(op.
cit., pág. 152). Sin embargo, otro
artículo de Armando Palacio Valdés, «D.
Francisco Navarro Villoslada», permite puntualizar lo que, en
boca de Alcalá Galiano, se interpretaba como una
negación del análisis de caracteres en la novela
histórica romántica. Comienza el crítico
afirmando que «la novela
histórica»
falsea la «descripción más o menos fiel de
[...] sentimientos de un período histórico»
(Palacio Valdés, 1878a, pág. 712) porque «insensiblemente, sin que el artista lo perciba,
y a despecho de todos sus escrúpulos y pruritos de
veracidad, se introduce en la obra el acento moderno y se
enseñorea de ella»
(ibid., pág. 713). Con gran humor dice
Don Armando que, en la novelística histórica, el
mundo psicológico subyacente bajo el Medievo o la
época de los Austrias es el romántico trasnochado. Es
decir, Palacio Valdés rechaza aquel tipo de novela en que,
«al penetrar en una sala
gótica»
(ibid.), halla allí «al vecino del cuarto tercero»
que es
«persona muy honrada, de continente grave
y hasta cierto punto melancólico»
(ibid.). El crítico
niega esta forma novelística romántica («la novela arqueológica no es viable como
género literario»
[ibid.]) por cuanto no guarda decoro entre el
momento histórico que describe y el universo psíquico
de los personajes que lo pueblan. Sin lugar a duda, para Palacio
Valdés, éste era un grave atentado contra la verdad o
«realismo»
, pero él
mismo (cuando se preocupaba únicamente de lo literario, y no
caía en sus prejuicios políticos de pensador liberal)
nunca pudo considerarlo una negación del análisis de
caracteres por parte de la novela histórica. A confirmar mi
último aserto acude otro de sus artículos dedicado a
«D. Manuel Fernández y González». En
él, incluye «la pintura de los
caracteres»
como uno de los componentes, junto a «la descripción de costumbres»
y
«la verosimilitud de la
fábula»
(Palacio Valdés, 1878c, pág.
661), de la novela histórica. Además, comentando la
manera de novelar de Fernández y González, acaba
diciendo Don Armando que éste «es
más realista de la Edad Media que su maestro Walter
Scott»
(ibid., pág. 660. Subrayado de Palacio
Valdés) porque mientras el último dibujaba a su
Ivanhoe «con ese tinte suave y
melancólico»
(ibid.), el novelista español «penetra por la coraza damasquina y la recia cota
de malla, y sorprende los sentimientos de aquellos corazones tan
rudos e independientes»
(ibid.).
Así pues,
toda «novela
arqueológica»
poseía estudio de caracteres,
aunque éste, comparado con su marco histórico, era
corrientemente anti-«realista». Sólo unos pocos
(Fernández y González, según Armando Palacio
Valdés) lograron el éxito en la ardua tarea de
reconstrucción de la novela histórica, los más
cometieron el anacronismo de dotar con un perfecto estudio de la
psique romántica a hombres que vestían «coraza damasquina»
y «recia cota de malla»
. Es decir, la
novela del Romanticismo, desde el punto de vista de la
psicología de sus personajes, era «realista»
en relación al
universo psíquico de la época en que la
escribían sus autores, pero totalmente
anti-«realista» (verbigracia, «idealista»
, según
término de la época) con respecto al contenido mental
del momento histórico en que ocurría la acción
de la obra. Conscientes de este problema, los hombres del Realismo
decidieron abandonar el pasado y acudir al presente, del cual
podían escudriñar su marco histórico y sus
psicologías sin anacronismo alguno. Así Armando
Palacio Valdés afirmaba que «todas
las personas de cierta categoría literaria están
conformes en que [...] los sentimientos que se pinten, han de ser
[...] los sentimientos contemporáneos»
y que
cuando se quisiera conocer los de otra época se acudiese a
las crónicas, a las memorias o a las letras de aquel
momento, nunca a las producciones novelísticas del
Romanticismo (Palacio Valdés, 1878a, pág.
173)5.
No sólo coinciden las comedias de costumbres, la novela histórica y la novela de la segunda mitad del siglo XIX en el estudio de caracteres, sino también en la base filosófico-científica en que éste se apoyaba. Hemos visto cómo El señorito mimado, La señorita malcriada o La mogigata respondían, en la elaboración de la psique de sus protagonistas, a la idea dieciochesca de que el medio configura la personalidad de un individuo. Vimos cómo éste era también el sustento ideológico de la construcción de los caracteres en La desheredada, La Regenta o en El Niño de la Bola. Mi tesis quedaría incompleta si no señalase la continuidad de este principio en la novela histórica de la primera mitad del siglo XIX. De ser esto posible, aparece en la historia de la literatura un nuevo lazo que une las letras del XVIII con las de su inmediato próximo, y que -destruyendo la incomprensión de la crítica del siglo XX y evidenciando el manejo interpretativo que algunos de los críticos posteriores a La Gloriosa hicieron de su pasado inmediato- acerca estrechamente la novela histórica romántica a la novela realista de la segunda mitad del XIX.
A pesar de que la
construcción de caracteres apenas se ha estudiado en la
novelística del Romanticismo, contamos, sin embargo, con
unas breves anotaciones de Russell P. Sebold que abren el inmenso
campo existente en la novela romántica para aquéllos
interesados en este tipo de análisis. En un corto
artículo de 1988, el ilustre filólogo norteamericano
apunta la relación presente entre el estudio de caracteres
de la novela romántica y el del Realismo. Hablando de
Kerima, la protagonista de El moro expósito (1834),
novela histórica en verso del Duque de Rivas, dice que el
«estudio clínico»
realizado sobre ella «se anticipa a los
análisis patológicos de personajes femeninos de
novelas decimonónicas posteriores, como Madame
Bovary y La Regenta»
; (Sebold, 1988,
pág. 72). El profesor norteamericano no olvida mencionar que
éste no es un caso aislado en la primera mitad del siglo XIX
ya que el mismo tipo de construcción e idea subyace bajo
«la historia clínica de la
tuberculosis y la ansiedad de separación de Beatriz en
El señor de Bembibre (1844) de Enrique Gil y
Carrasco»
(ibid.). Y, acto seguido, Sebold pasa a desarrollar
el análisis del carácter de Kerima que el «alienista»
, Ángel Saavedra,
dictamina en El moro expósito: la decisión
de la joven, al final de la novela, de profesar está
racionalmente explicada y justificada a través de una
historia clínica en la que el medio juega un papel
determinante («Su sufrimiento y la
imposibilidad de sus amores son de su propia fabricación,
bajo la influencia de su medio»
[ibid.]). Estudios del tipo
realizado por Russell P. Sebold son un corrosivo de las fronteras
que interpretaciones críticas prejuiciosas o desencaminadas
han levantado entre las dos modalidades novelísticas del
siglo XIX. Más adelante, en el presente artículo,
veremos cómo dichos límites en la novela
decimonónica caerán casi completamente para permitir
el esbozo de un nuevo cuadro de la historia literaria del siglo en
donde, antes que ruptura y diferencias entre el Romanticismo y el
Realismo, se delinean semejanzas y lazos de continuidad
histórica.
A Doña
Emilia Pardo Bazán le parecía, en su folleto
Pedro Antonio de Alarcón (1891-1892), que la
grandeza de El Niño de la Bola radicaba en su
«color local andaluz»
(Pardo
Bazán, 1973, pág. 1397). Dijo la autora al
respecto:
Que El Niño de la Bola es novela rara, hermosa, fuerte, bañada de luz meridional, étnica en el sentido más delicado de la palabra... lo considero probado para todo el que lea ese precioso libro. |
(ibid., pág. 1396. Subrayado de Doña Emilia) |
¿Qué
significa que El Niño de la Bola sea una novela
«étnica»
?
Cada colectividad -pensaban los hombres del Realismo- posee una peculiar forma de pensar y de vivir dependiendo de su pasado histórico y de su sangre. Las artes, afirmaron estos mismos hombres, debían ser expresión y estudio de tal peculiarismo. Doña Emilia, en su folleto ya citado, plasma esta idea en forma definitiva:
(ibid., págs. 1396-1397) |
El concepto
«raza» en el siglo XIX no era tan estrecho como el de
la actualidad y se refería a todo grupo humano que
participaba de unas mismas particularidades
histórico-socio-culturales: los habitantes de un determinado
territorio, una clase social, una ciudad, los individuos de una
misma profesión, etc. Con esta idea de raza y con su
compañera (las artes han de expresar dicho peculiarismo
étnico) se escribió, por aquel entonces, la mejor
literatura de todo el siglo XIX. Émile Zola analizaba en los
Rougon-Macquart la «raza»
parisina. Don Benito
Pérez Galdós, en 1870, aconsejó6
que la novela española contemporánea estudiase la
«raza»
madrileña
(Pérez Galdós, 1870, pág. 166). Con su
vocabulario krausista y asimilando el concepto «raza»
al de «nación», Leopoldo Alas divulgaba
también este mismo principio mental. En su folleto
Benito Pérez Galdós dice que el novelista
canario, en sus creaciones literarias, tiene la finalidad «de escribir la historia novelesca de nuestra
epopeya nacional del presente siglo»
(Alas,
1889, pág. 26. Subrayado mío). Para interpretar
correctamente a «Clarín» debe saberse que
él y otros krausistas entendían la
«epopeya» como un vasto panorama literario de las
instituciones, las costumbres y la cultura general de un pueblo o
colectividad que sirve para definir su carácter. Don
Francisco Giner de los Ríos, en 1864, lo expresó
así: «Por esto son las epopeyas,
al par que inextinguibles tesoros de bellezas inmortales, precioso
arsenal de datos para el historiador y como la muestra más
espontánea y evidente que da de sí y de su genio un
pueblo»
(Giner de los Ríos, [1864] 1969,
pág. 57). Y voy a hacer mención aquí, para
perfilar completamente el alcance de esta idea, que Leopoldo Alas,
en Apolo en Pafos (1887), afirma que «la novela es la épica del
siglo»
(Beser, 1972, pág. 30. Subrayado del autor)
y también «un modo de historia de
la actualidad»
(ibid., pág. 33).
Como puede verse,
los términos que usan estos novelistas y críticos
refiriéndose a la descripción realista que la novela
hace de «modos de sentir, de
soñar, de amar y de creer»
de un grupo humano
concreto o «raza» son muy variados. Balzac habló
de «physiologie»
y
Émile Zola de «histoire»
7,
Doña Emilia Pardo Bazán de «novela étnica»
, Leopoldo Alas y
Francisco Giner de «épica»
o «epopeya nacional»
, sin embargo, todos
ellos se referían a lo que genéricamente se
calificaba como «la novela moderna de
costumbres»
(Pérez Galdós, 1870,
pág. 167).
Si el estudio pormenorizado-realista de caracteres se consideró una de las bases de la recién nacida novela española tras La Gloriosa, el estudio pormenorizado-realista de las costumbres era, según los hombres de la segunda mitad del siglo XIX español, el otro pilar de la nueva novela. Pero, ¿en qué consistía exactamente un análisis minucioso-realista de costumbres?
Los personajes
-como instrumentos para la expresión de «modos de sentir, de soñar, de amar y de
creer»
- se convirtieron en la novela del Realismo en
«tipos»
. Afirmar este hecho no
significa suprimir al estudio de caracteres su profundidad, sino
todo lo contrario, ya que éstos se construían como
directamente determinados por su ámbito vital (herencia,
familia y cultura), es decir, por los «modos de sentir, de soñar, de amar y de
creer»
que les rodeaban. En otros términos, el
siglo XIX descubrió que una personalidad -por cuanto se
origina condicionada por las circunstancias de su alrededor-
convierte en reflejo, y por tanto, símbolo, de ellas. Este
es el contenido mental subyacente bajo el concepto
«tipo» de la crítica y de la literatura
decimonona8.
El mismo medio
ambiente en que se desarrollaba una personalidad (modos de educar,
costumbres familiares, religiosas y sociales, etc.) -por ser
éste reflejo realista del momento histórico- era
también propia del Costumbrismo. Así pues,
Costumbrismo lo era todo para la narrativa novelística del
siglo XIX. Lo fue la fiel descripción y análisis de
los personajes y de su historia porque, como «tipos»
, representaban a los hombres
del momento con todo su contenido mental y carga histórica.
Lo fue también la fiel reproducción de la realidad
socio-económica, política y cultural porque
ése era el marco en que los individuos del XIX se
habían formado y continuaban formándose como
personalidades. Costumbrismo, repito, lo fue todo para la narrativa
novelística posterior a La Gloriosa. Esta afirmación
(que posiblemente escandalizará a la mayoría de
críticos de mi época) no es mía, sin embargo.
Luis Vidart, en un estudio sobre Un viaje de novios de
Doña Emilia Pardo Bazán que tituló «El
naturalismo en el arte literario y la novela de costumbres»
(1882), defendía que «la novela de
costumbres [es decir, Un viaje de novios], o es
naturalista, o no es novela de costumbres»
(Vidart, 1882,
pág. 190). Al igual que casi todos sus coetáneos,
Vidart se refiere a la novela moderna de su época con el
término «novela de costumbres
contemporáneas»
(ibid., pág. 197). Es más, para
él, Realismo y Naturalismo son técnicas
científico-literarias o instrumentos para la
construcción de una novela, pero no palabras que definan a
la vez a éstos y la intención y contenido de una obra
novelística (o sea, «el estado de
la cultura contemporánea»
[ibid.]), palabras que no
pueden ser otras que «novela de
costumbres»
.
Nadie es capaz de
negar que El Niño de la Bola no sea una «novela de costumbres»
. Para quienes
tengan una visión estrecha (a saber, de siglo XX) del
Costumbrismo, podemos aducir dos «cuadros»
de la obra: los episodios de
la «rifa»
(Alarcón,
1880, págs. 118-129 y 350-370) y el capítulo titulado
«Dos retratos por vía de entremés
(capítulo inútil, que pueden dejar de leer los
impacientes)» (ibid., págs. 160-171). Para los que hayan
comprendido lo que andamos diciendo, será ya claro a esta
altura de mi artículo que el estudio de las personalidades
de Manuel Venegas y de la «Dolorosa» son Costumbrismo,
y que desde luego, en El Niño de la Bola, hay toda
una reconstrucción «costumbrista»
de una ciudad
provinciana de Sierra Morena en el año concreto de 1840.
Ello significa que el análisis económico, social, de
las tradiciones religiosas, educativas y literarias, de la
política, etc. que existen en la novela de Don Pedro Antonio
no es más que un «cuadro»
(Alarcón, 1880,
pág. 6) de los «modos de sentir,
de soñar, de amar y de creer»
de una urbe andaluza
por los años en que triunfaba el Romanticismo.
Acabemos de
perfilar la figura de Manuel Venegas como «tipo»
. Si El Niño de la
Bola es una novela «étnica»
, tal como afirmaba
Doña Emilia, entonces el joven debe ser reflejo «costumbrista»
(«modos de sentir, de soñar, de amar y de
creer»
+ realismo) de una personalidad
arábigo-andaluza9.
Don Pedro Antonio
inicia su capítulo II del Libro I, «Nuestro
héroe», con una descripción pormenorizada de la
imagen de Manuel Venegas. Describe su forma de vestir para terminar
poniendo de relieve su «atavío
semi-andaluz, semi-exótico»
(ibid., pág. 11). A
continuación, comienza el retrato de su faz,
señalando «sus africanos
ojos»
(ibid., pág. 12). Pasa luego Don Pedro
Antonio al cabello de Venegas y, algo más tarde, a su
«fisionomía»
(ibid.),
retratando «un perfil intachable,
sirio más bien que griego... y, sobre todo, una
barba negra, undosa, de sobrios aunque largos rizos, trasunto fiel
de las nobles y celebradas barbas árabes y
hebreas»
(ibid. Subrayados míos). Sin lugar a dudas,
Alarcón era un buen discípulo de Johann Caspar
Lavater10
(¡1741-1801!), quien, a través del estudio de las
facciones del rostro, determinaba el carácter o
psicología de un individuo. Por medio del análisis
«fisiognómico»
de
Manuel Venegas, Don Pedro Antonio dictamina que el Niño de
la Bola es una completa personalidad romántica, no
sólo por la educación rusoniana que recibió,
sino también porque su «raza»
semita le convertía en
un campo abonado para que germinara con total éxito la
semilla del Romanticismo. La «fisonomía»
morisca que dibuja
Alarcón va acompañada, pues, de su «psicología»
y así el
«cuadro»
de la personalidad
del joven se completa con el análisis de las aportaciones de
la sangre árabe en el carácter de Manuel Venegas,
romántico por Rousseau y por su raza.
El Niño de
la Bola era «descendiente del Profeta
Mahoma»
(Alarcón, 1880, pág. 27), tal
herencia sanguínea aporta a su carácter dos rasgos
característicos de su etnia: el heroísmo («El alma heroica que heredara de su
padre»
[ibid., pág. 102-103]) y una excesiva y
peligrosa fantasía («fogosa y
pertinaz imaginación»
[ibid., pág. 72]). Estos dos
elementos semitas de su personalidad, de los cuales participan
todos sus conciudadanos («su morisca
imaginación [de las gentes de la urbe andaluza], ganosa de
emociones extraordinarias»
[ibid., pág. 352]), le convierten en
un joven que, ya que vive de 1813 a 1840, irremediable y
hereditariamente ha de ser un hombre romántico y arrastrado
hacia la tragedia, al igual que el determinismo de su sangre y de
su educación filantrópico-ilustrada llevó a
Don Rodrigo Venegas a su muerte.
Si el Niño
de la Bola es un «tipo»
«costumbrista»
,
¿cuántos Manuel Venegas no habría en las
ciudades andaluzas hacia 1840? Pensemos por un instante. Los
convecinos de la «Dolorosa» interpretan, sin serlo, la
personalidad de la joven como la de una heroína de novela.
¿No sería que ellos eran los verdaderos caracteres
románticos? Después de todo, la sangre de la hija de
Don Elías tenía poquísimo de semita (ya que
por lo menos su padre era de La Rioja) mientras que a la que sin
duda pertenecían los vecinos de Soledad era a la «raza»
arábigo-andaluza. A
través de su obra, Don Pedro Antonio de Alarcón nos
explica que Andalucía (debido especialmente al
heroísmo, así como a la imaginación y
fantasía, propios de su etnia) fue pasto precioso del
Romanticismo. El propio novelista es un buen ejemplo de lo dicho,
por lo menos bajo interpretación de sus
contemporáneos11.
La
reconstrucción «costumbrista»
de El Niño
de la Bola va más allá. Incluye el otro aspecto
del «costumbrismo»
, el estudio
pormenorizado de la economía, la sociedad, las tradiciones
religiosas, educativas y literarias, la política, etc., de
una urbe provinciana de Sierra Morena en los años
próximos a 1840.
Los personajes de
El Niño de la Bola, como «tipos»
, resumen peculiares «modos de sentir, de soñar, de amar y de
creer»
de los habitantes de la Sierra, dependiendo de su
edad y circunstancias vitales («raza»
y herencia, educación,
familia, etc.). Tenemos el joven romántico, librepensador y
ateo (Manuel Venegas), la jovencita mimada que todos creen
romántica y, en realidad, sería una adúltera y
materialista (la «Dolorosa»), tenemos a los hombres
maduros educados en la Ilustración (Don Rodrigo Venegas y
Don Trajano y sus amigos); frente a la joven provinciana (la
«Dolorosa»), presenta Don Pedro Antonio a una forastera
(Doña Luisita), exteriormente un ejemplo de romanticismo
madrileño, pero en el fondo una materialista empedernida;
frente al librepensador y ateo, aunque hombre bueno (Manuel
Venegas), existe otro joven de su misma edad, también
librepensador y ateo, pero malo por naturaleza
(«Vitriolo»); el «cuadro»
se perfila con un santo
obispo, «un cura de misa y
olla»
(Alarcón, 1880, pág. 45) representado
por Don Trinidad Muley, una simple madre de familia (la seña
María Josefa) y miles de «moriscos»
y unos pocos «forasteros, procedentes de Santander, de
Galicia, de Cataluña o de la Rioja»
(ibid., pág.
32).
Si se analiza
El Niño de la Bola desde el punto de vista social,
la novela es también un prodigio de reproducción de
la economía y de la sociedad de dicha urbe de Sierra Morena
en 1840. En el pasado, en tiempos de D. Carlos III (ibid., pág. 96), hubo
intentos de explotación de las riquezas de la Sierra; hay en
la ciudad algunos «hijosdalgo»
, unos ricos (el
Marqués de Mirabel) y otros que perdieron su riqueza (Don
Rodrigo); a estas tierras andaluzas han llegado «forasteros»
que se convierten pronto
en «todos los dignos comerciantes e
industriales de las poblaciones de Andalucía, inclusas las
capitales y aldeas»
(ibid., pág. 32), no hay mejores ejemplos de
esto que el usurero «Caifas»
(Don Elías) o el industrial Don Antonio Arregui, padre y
marido de Soledad respectivamente; y nos informa también
Alarcón de que, en Madrid, cierta marquesita de vida
romántica (Doña Luisa) derrocha con este tipo de
existencia las últimas tierras que heredó y que se
hallan en Sierra Morena; para completar el «cuadro»
tenemos un militar en retiro
que vive de su pobre pensión, un ayudante de botica
(«Vitriolo»), varios secretarios de ayuntamiento,
etc.
El estudio de
El Niño de la Bola desde su reconstrucción
política presenta el poder de la ciudad en manos de un
«hijodalgo»
rico (Don Trajano
Mirabel), socorrido en sus funciones, posiblemente, por la
inspiración del obispo de la urbe. Además, desde
Madrid, personalidades políticas como Don Evaristo
Pérez de Castro («a la
sazón Presidente del Consejo de Ministros»
[ibid.,
pág. 160]) y Salustino Olózaga (político y
orador que vivió de 1805 a 1873 y que fue Presidente del
Consejo (1843) y varias veces embajador en París) le mandan
al señor de Mirabel cartas recomendándole a
Doña Luisita, lo que prueba las buenas relaciones del
«cacique» con hombres políticos de la Capital de
España.
¿Quién puede negar que El Niño de la
Bola no sea una «novela de
costumbres»
?
La
afirmación de este interrogante nos define la novela de Don
Pedro Antonio como una obra de la segunda mitad del siglo XIX (a
saber, del Realismo/Naturalismo) porque «novela de costumbres»
era el nombre
utilizado en la época para referirse a Fortunata y
Jacinta, Un viaje de novios, Pepita
Jiménez, La Regenta, La
Montálvez, Pequeñeces,
José, y etc., etc., etc. ¿Significa esto que
el «costumbrismo»
(el segundo
pilar -¡y básico!- de la novela posterior a La
Gloriosa) es privativo de la «novela de
costumbres»
?
Ni mucho menos, ni tan siquiera del siglo XIX. Las raíces, de nuevo, hay que buscarlas en la Ilustración. Don Pedro Antonio descubre esta verdad histórica (todo el pensamiento decimonono tiene sus bases ideológicas en el Siglo de las Luces) por boca de uno de los amigos ilustrados del señor de Mirabel. Este último está maldiciendo a los románticos, librepensadores y ateos (es decir, a las coordenadas mentales más importantes del siglo XIX) y su amigo le replica:
(ibid., págs. 354-355. Subrayados de Don Pedro Antonio) |
Si Don Trajano y
sus amigos son discípulos de Moratín, en éste
y en Tomás de Iriarte encontramos los mejores ejemplos de
«costumbrismo»
(«descripción realista»
+
«el estado de la cultura
contemporánea»
) del siglo XVIII.
De nuevo ha sido
Russell P. Sebold quien, en el Prólogo a su edición
de El señorito mimado. La señorita
malcriada y en su artículo «Historia
clínica de Clara: La mogigata de
Moratín», ya citados con anterioridad, desarrolla y
explica el «realismo»
(avant la lettre) y el estudio de
costumbres de estas obras.
Algunos pueden
objetarme, sin embargo, que estoy aduciendo textos «costumbristas»
que no pertenecen al
género de la novela. O decirme que entre el teatro de
costumbres contemporáneas del siglo XVIII y la novela
posterior a La Gloriosa median más de cincuenta años.
Pues bien, justamente en tal intermedio crecieron y se
desarrollaron dos grandes manifestaciones «costumbristas»
, los artículos
de costumbres y la novela histórica.
El «costumbrismo»
en las colecciones de
artículos de Mariano José de Larra, Ramón de
Mesonero Romanos o de Serafín Estébanez
Calderón no presenta problema alguno, a no ser que se me
puede seguir objetando que éste no es un género
novelístico.
Si pasamos a la
novela histórica del Romanticismo, entonces la
objeción es mayor ya que muchos no creerán que sea
ésta una modalidad «costumbrista»
. Sin embargo, lo es, y
así lo aceptaron incluso los críticos librepensadores
de la segunda mitad del siglo XIX. Armando Palacio Valdés,
en artículo de 1878 ya citado, «D. Manuel
Fernández y González», no sólo sabe que
la novela histórica, desde el mismo Walter Scott, es
«costumbrista»
, sino que cree
que la elaborada por Fernández y González se
caracteriza por un grado superior de «costumbrismo»
, pues «es más realista de la Edad
Media que su maestro Walter Scott»
(Palacio
Valdés, 1878c, pág. 713. Subrayado del autor). El
carácter «más
realista»
; al que alude el crítico
responde a que Manuel Fernández y González, frente a
Walter Scott, se preocupa por «penetrar
más adentro... en el mundo del espíritu»
de
la Edad Media mientras el novelista inglés se detiene
sólo en la reproducción «realista»
de sus «costumbres, sus trajes, su fisonomía
exterior»
(ibid.). Sea como sea, Palacio Valdés
reconoce que, ya desde su mismo padre, la novela histórica
tenía por finalidad «un estudio
atento y minucioso»
(ibid.) del escenario externo de un momento puntual
de la Historia y que incluso algunos, como es el caso de Manuel
Fernández y González, sumaron al análisis de
la «fisonomía exterior»
de un período pretérito el «cuadro»
también «realista»
de su particular
psicología. Esos «algunos»
fueron los menos. Por eso,
el mismo Armando Palacio Valdés consideró en su
«D. Francisco Navarro Villoslada», utilizado con
anterioridad, «que la novela
arqueológica no es viable como género
literario»
(Palacio Valdés, 1878a, pág.
713), y que «las costumbres y los
sentimientos que se pinten, han de ser las costumbres y los
sentimientos contemporáneos»
(ibid.). Sin embargo, la novela
histórica continuó incluso en la segunda mitad del
siglo XIX, teniendo como máximo cultivador a Don Benito
Pérez Galdós.
Si la «novela costumbrista»
posterior a La
Gloriosa es novela de caracteres (es decir, «tipos»
) y es novela de «costumbres»
, y la buena «novela arqueológica»
ha de
saber combinar también ambos rasgos12,
¿en qué se diferencian las dos formas
novelísticas del siglo XIX? La clave nos la da Rafael
Altamira y Crevea, en artículo titulado «Un drama de
Galdós», sobre una adaptación teatral de El
audaz: la «novela
arqueológica»
o histórica es un estudio de
caracteres y de costumbres «en una
retroacción artística de tiempos pasados»
(Altamira y Crevea, 1921, pág. 63). Es decir, la
única diferencia entre la novela de la primera mitad del XIX
(Romanticismo) y de la segunda (Realismo/Naturalismo) es que el
análisis de «tipos»
y
«cuadros»
tiene lugar, en
aquélla, en un marco histórico pretérito,
generalmente la Edad Media, mientras que, en la «novela de costumbres
(contemporáneas)»
, la acción acontece en el
momento histórico contemporáneo al autor.
Dibujadas
así las cosas, el «costumbrismo»
es una corriente
estética (=«realismo»
)
y mental (= a la búsqueda del carácter o
psicología de un pueblo o colectividad). Como movimiento,
tuvo una larga vida. Recogió sus principios
ideológicos y estéticos en la Ilustración, y
se plasmó artísticamente en ese mismo siglo, llegando
-fiel a sus bases originales- hasta fines de la centuria
siguiente.
Volvamos a El
Niño de la Bola. Sin lugar a dudas, es una novela
«costumbrista»
. Pero,
¿es una «novela
arqueológica»
, es decir, un estudio de las
«costumbres»
«en una retroacción artística de
tiempos pasados»
, o es una típica «novela de costumbres
(contemporáneas)»
?
En 1870 se
publicó en Madrid La fontana de oro, de Benito
Pérez Galdós. Sobre ella decía José
Alcalá Galiano, en Revista de España (1871),
que se anunciaba «como novela
histórica, y si bien tal título le corresponde
por referirse y pintar hechos de nuestra historia de
1820»
asimismo «con no menor
fundamento puede calificarse de novela de
costumbres»
(op. cit., pág. 150.
Subrayados míos)
. Manuel de la Revilla, en su boceto
literario sobre «D. Benito Pérez Galdós»,
aceptaba el mismo hecho en torno a La fontana de oro y
El audaz: «Reconociose lo feliz
de la combinación de la novela histórica con la de
costumbres»
(Revilla, 1883, pág. 112).
¿Significaba esto que novelas como La fontana de
oro (1870) o El audaz (1871) y los Episodios
participan del mismo género que El doncel de don Enrique
el doliente (1834) o El señor de Bembibre
(1844)? Sí, aunque entre los dos grupos de novelas existe
una pequeña diferencia; en las primeras se abandona «los heroicos tiempos de nuestra
reconquista»
y «de la
dinastía austriaca»
(Alcalá Galiano, 1871,
pág. 152)
(ibid.) |
Es decir, la novela histórica de la segunda mitad del siglo XIX acerca el tiempo de su acción cada vez más a la época contemporánea.
El Niño
de la Bola es un ejemplo similar a La fontana de oro,
El audaz y los Episodios de Don Benito. Se
escribe en 1880, pero en ella Don Pedro Antonio realiza toda una
reconstrucción de los «tipos»
y «cuadros»
de una ciudad andaluza por
los años de 1840. La obra de Alarcón es «costumbrista»
(porque la novela
histórica es un género perteneciente al «costumbrismo»
), es también una
«novela arqueológica»
que tiene por marco una época bastante cercana al momento en
que escribe su autor y por este mismo hecho puede
adjudicársele también con plena tranquilidad el
marbete de «novela de costumbres
contemporáneas»
13).
En resumen, la historia de Manuel y Soledad reconstruye (en 1880)
el universo ideológico y circunstancial de la época
romántica (concretamente el del año de 1840) en un
ámbito determinado, una ciudad de Sierra Morena.
El presente artículo comenzaba con el planteamiento de un interrogante: ¿es El Niño de la Bola una novela perteneciente al Romanticismo o al Realismo? Sólo podemos responder a esta interrogación clarificando qué es una novela romántica y qué es una novela realista.
Ambas,
según lo que llevamos dicho, participan de una misma base
ideológico-formal, el «costumbrismo»
. Por otra parte,
éste ha sido definido en nuestras páginas como una
técnica «realista»
de
análisis de caracteres y costumbres («tipos»
y «cuadros»
) que va en búsqueda
de una definición de los «modos
de sentir, de soñar, de amar y de creer»
de una
colectividad, pueblo o «raza»
.
Los hombres de la segunda mitad del siglo XIX, como vimos,
intentaron convertir la «novela de
costumbres»
en privativa de su época
llamándola
(Revilla, 1883, pág. 109) |
Estos hombres eran
conscientes de que la pintura de «tipos» o caracteres y
de «cuadros»
o costumbres
componía básicamente la novela que ellos
escribían, pero erraron en creer que estos dos elementos
eran una novedad de su época. Ramón de Mesonero
Romanos interpretaba, años antes que los anteriores, con una
mayor precisión histórica el origen y desarrollo,
así como el futuro, de las bases constitutivas de toda
novela. En la historia de este género reconocía que
«en tres diversas clases puede dividirse
la composición que, desde los principios de la literatura,
tuvo por objeto reproducir en un cuadro de invención los
diversos matices del humano carácter y las vicisitudes de la
vida social»
(Mesonero Romanos, 1839, pág. 253). A
saber, en «la novela fantástica o
maravillosa [de caballerías] la novela de
costumbres [picaresca y Cervantes] y la histórica o
tradicional [Walter Scott]»
(ibid. Subrayados del
autor)14.
Mesonero Romanos reconoció que «tipos»
y «cuadros»
los ha habido siempre en la
novela, lo que iba cambiando con el tiempo era el grado de
realismo/idealismo de la reproducción (a saber, el mayor o
menor nivel de bastardía reconstruyendo la realidad) y era
el momento histórico elegido como marco de la obra (la
época contemporánea al autor o cualquier
período pretérito). Con gran puntería
crítica, Don Ramón define ya, ¡en 1839!, lo que
debe ser una buena «novela de
costumbres»
(«ha de describir
costumbres, ha de desenvolver pasiones, ha de pintar
caracteres»
[ibid., pág. 2545]), y cómo esas
«costumbres»
, «pasiones»
y «caracteres»
pueden convertirse en una
buena «novela
arqueológica»
si se enlazan «naturalmente con los nombres
históricos»
y «vengan a
formar el cuadro general de una época marcada en la historia
de cada país»
(ibid.). Reflexionando sobre estas citas,
queda claro que lo «nuevo» en la novela del XIX fue la
consciencia en la reproducción «costumbrista»
de la realidad, es
decir, en el hecho de que el análisis
minucioso-científico de «tipos»
y «cuadros»
tenía un solo fin,
«formar el cuadro general de una
época»
, ya fuera ésta pretérita o
presente.
El «Costumbrismo»
(reproducción
«realista»
+ «formar el cuadro general de una
época»
) es lo que une la novela de la primera
(Romanticismo) y la segunda mitad del siglo XIX
(Realismo/Naturalismo). Pero, ¿qué las separa? Yo
diría que únicamente un hecho. La «novela de costumbres
(contemporáneas)»
tiene por marco histórico
la historia de la actualidad mientras la «novela arqueológica»
se
interesa por el pasado nacional.
El Niño
de la Bola justifica literariamente los lazos que unen todo el
siglo XIX español con la época ilustrada,
representando también un caso limítrofe entre la
«novela arqueológica»
y
la «novela de costumbres»
y
destruyendo de esta manera el falso muro levantado entre el
Romanticismo y el Realismo. El género al que pertenece la
obra del novelista andaluz es el primero de los mencionados (novela
histórica), sin embargo, haciendo un análisis del
período del Romanticismo, tan próximo a la
actualidad, coincide con la «novela de
costumbres (contemporáneas)»
en hallar los
ancestros que lo originaron (el Siglo de las Luces) y en vislumbrar
las consecuencias que él mismo provocó (a saber, la
peculiar psicología del hombre de la segunda mitad del XIX).
En suma, El Niño de la Bola es una
explicación literaria del puente que existe entre el XVIII y
el XIX españoles15
y de la continuidad teleológica entre la primera y la
segunda mitad de este último. La novela ayuda pues a
«desfacer» uno de los grandes «entuertos»
interpretativos de nuestra historia literaria.
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