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ArribaAbajoCapítulo VI

Organización de la justicia


Tipo de la justicia araucana.- El talión y la venganza.- Los caciques como jueces.- Los asesores de los caciques.- Los hechos criminales entre los araucanos.- El robo.- El adulterio.- La brujería.- El homicidio.- Las heridas.- Los daños menores.- El aborto y el infanticidio.- La violación y la seducción.- La bestialidad.- La pederastia.- La difamación.- Estafa.- Dipsomanía.

Correspondía el tipo de la justicia araucana al de las sociedades cuya civilización no ha salido aún de los grados medio o superior de la barbarie.

Según los antecedentes históricos, en esta raza, como en casi todas las americanas, no existió la justicia pública, con el mecanismo de tribunales, jueces y fallos que constituyen un sistema, parte del conjunto de poderes que regulan y dirigen la vida social. Era en una forma rudimentaria que no alcanzó a salir del estrecho radio de la defensa y utilidad de una aglomeración consanguínea.

Esta función judicial limitada e inconsciente se manifestaba en concordancia con la mentalidad estacionaria del indígena, cerrada a todas las distinciones que son el fruto de la experiencia y de la lógica evolucionadas. Así, los araucanos carecían de la noción clara del delito; sólo concebían el daño que se causaba a una o varias personas, sin alcance coercitivo alguno. Cuando reprimían algún atentado, no lo hacían para corregir sino para vengarse del ofensor u obligarlo a pagar el perjuicio; no pesaba sobre los delincuentes ningún estigma denigrante.

No distinguían tampoco lo civil de lo criminal: todos los litigios que surgían entre ellos quedaban encerrados en el marco de las lesiones que los individuos recibían en sus personas o en sus bienes. Esta amalgama de los dos conceptos y la falta de industria de división en el trabajo, extensión en el comercio, reducido al trueque de especies, no daban lugar a la función de contratar, que genera los litigios civiles. Tampoco existían otros actos de jurisdicción voluntaria que originan divergencias frecuentes de intereses: los testamentos, que sólo otorgaban los padres de familia en sus lechos de enfermos antes de morir; las donaciones hechas por los mismos y limitadas a vestuario, adornos y animales; los préstamos, que no podían efectuarse en agrupaciones comunistas, en las cuales la propiedad del suelo y de las cosas era de todos.

En conformidad a este sencillo criterio de considerar los atentados contra la propiedad y las personas como daño únicamente, la reparación incumbía a las víctimas y sus consanguíneos. La represalia se tomaba, ya por las vías de hecho, ya por las indemnizaciones que señalaban las tarifas tradicionales.

No entraba en nada el interés del territorio entero; pues en este pueblo no había, como en otros, delitos de índole religiosa, hurto de cosas públicas o sagradas y traición a la patria. Existía el tabú o prohibición de muchas cosas o actos, pero limitado a la comunidad.

Como en la generalidad de las colectividades no adelantadas, entre los araucanos la justicia reposaba en el talión, cruel y estricto en la época primitiva y atenuado en las posteriores por el interés mercantil del resarcimiento por los daños recibidos.

Exageraba entre nuestros aborígenes la constitución patriarcal, el jefe de la familia o del clan reconcentraba necesariamente en sí la totalidad de las facultades, a la manera de un pequeño potentado o dictador. Disponía de las vidas o bienes de los consanguíneos, decidía los ataques, contrataba las alianzas y desterraba. En este cúmulo de poderes sin control, era lógico que entrase el de justiciero de los grupos emparentados.

Dada la índole de las contiendas entre partes, más disputas acerca de la valorización del detrimento que de investigación de los hechos, y la circunstancia que el jefe delegaba la facultad de juzgar y fallar en un perito de su confianza, resultaba la justicia meramente arbitral y doméstica, que actuaba sobre el conglomerado de parientes y nada más. En ocasiones los extraños recurrían también a un cacique para que resolviera sus contiendas, pero sólo en calidad de árbitro, de consejero, cuyas resoluciones se respetaban o se rechazaban a voluntad de los concurrentes. En este caso el jefe daba a la parte perjudicada el consejo de que se hiciera pagar por la fuerza109.

El cacique justiciero o el árbitro que lo subrogaba, se atenían en sus decisiones a las costumbres tradicionales o al derecho consuetudinario, que conservaban en la memoria los ancianos y los expertos en esta clase de aptitudes. El derecho tradicional reglamentaba las venganzas o los valores por lesiones corporales o muertes y las equivalencias por robos, adulterios, violaciones y brujerías.

Tenían el globo estos acuerdos de las generaciones pretéritas la denominación de admapu, costumbre de la tierra. El jesuita Gómez de Vidaurre, cronista de la primera mitad del siglo XVIII, hace referencia a este conjunto de disposiciones en los términos que siguen:

«El código de sus leyes, que se llama admapu, no es otra cosa sino los primeros usos o las tácitas convencionales que se han establecido entre ellos, y por consiguiente, no pueden menos de ser muy viciosas y en muchas cosas muy mal entendidas»110.



La organización y administración de la justicia araucana, según los datos expuestos, estaba constituida de un modo muy sencillo: el talión familiar e individual y la autoridad del jefe para juzgar. Había sí dos justicias que coexistían sin estorbarse, la primitiva o de la venganza de la comunidad, que se perpetuó hasta fines de la Araucanía libre con el procedimiento del malón o agresión armada, y la del jefe, circunscrita a la parentela y menos antigua que la otra, sobre todo en sus aplicaciones arbitrales de los indígenas de otras comunidades que la solicitaban.

La costumbre del talión en las tribus de Arauco se pierde en la noche de los tiempos. No cabe duda de que al arribo de los conquistadores peninsulares se hallaba en pleno vigor, si se toman en cuenta algunos pasajes o frases alusivas a esta regla consuetudinaria que deslizaron los primeros cronistas.

Los del siglo XVII estampan ya en sus crónicas noticias concretas acerca del talión. El noticioso historiador jesuita Diego de Rosales, deja comprender que se aplicaba hasta en las riñas frecuentes y de escasa trascendencia de los individuos; tal sería la generalización de su uso. Va aquí una cita a este respecto.

«Cuando pelean dos solos en las borracheras o en sus juegos es cosa graciosa el verlos, porque si el uno comienza primero a dar al otro de puñadas, se está quedo sin resistirle ni repararlas, ni cubrir el rostro, antes le está diciendo: dame, dame más; y en cansándose el otro de darle, le dice: ¿tienes más que darme? míralo bien, dame más. Y si dice que no tiene más que darle, se escupe las manos el que ha recibido y se las refriega muy bien, y luego le da de puñetes hasta que se harta y le llena las medidas sin que el otro se defienda, ni le huya el rostro, ni se queje por más que le de. Y son tan bárbaros que aún con los cuchillos suelen tener este mismo modo de pelear, que en habiendo dado el uno a otro las puñaladas que ha querido y sufrídolas sin menear pie ni mano le dice: '¿tienes más que dar?', y el diciendo 'no', se levanta, y chorreando sangre como está, le pide el cuchillo con que le ha dado cuantas heridas ha querido, y le dice: 'Pues recibe tú ahora', y le da otras tantas puñaladas o las que le parece, y con esto se acaba la pelea y se va a curar cada uno»111.



Los léxicos antiguos lo definían así:

«Thavlonco, chavlonco, la pena del talión, de cabeza por cabeza o de tanto por tanto; thavlonco, pagarla».



Viene de trav (correspondencia o retorno» y de lonco cabeza112.

Aceptando el testimonio del jesuita Molina, en el siglo XVIII no había desaparecido por completo la práctica del desquite o devolución igual de golpe por golpe, miembro por miembro, bien que restringía a las ofensas individuales que no importaban daños de gravedad.

«Los otros atentados menores se castigaban con la pena del talión, la cual entre ellos está muy en uso, bajo el nombre de travlonco»113.



En las épocas primitivas, el mayor florecimiento del talión guardaba estrecha conformidad con la estructura mental de las colectividades aborígenes. El instinto reflejo o automático de la defensa inmediata tuvo que manifestarse necesariamente más desarrollado en ese entonces; porque la impresionabilidad de los individuos era rápida, súbita, estallaba al recibir la ofensa como una porción de pólvora en contacto con el fuego. El hombre incivilizado, particularmente el primitivo, carece del control que refrena el instinto reflejo y se siente arrastrado a la perpetración de actos violentos, a devolver en el acto herida por herida, muerte por muerte.

La acción refleja del talión se transforma en instinto de venganza cuando aquélla no se verifica exactamente y cuando en el alma bárbara han penetrado los primeros destellos de ideas y sentimientos mejores.

La venganza se efectuaba de ordinario a plazos cortos, aunque por razones de conveniencia o de temor se difería a veces en espera de una oportunidad propicia.

Se ejecutaba individual o colectivamente. La ofensa que se infería a un miembro de la familia afectaba a todos los consanguíneos y de ella se hacía también responsable a la comunidad del victimario, pues en defecto de éste, la venganza caía sobre sus parientes. La solidaridad entre el victimario y su parentela, entre la víctima y sus deudos, era la regla tradicional y, por lo tanto, ineludible.

El olvido de vengarse constituía una cobardía y una vergüenza que nadie quería soportar. Tampoco se quería afrontar el peligro del enojo que el espíritu del muerto experimentaba con esta negligencia.

La venganza individual se practicaba ordinariamente con una refinada crueldad: el agente hería con la misma arma que había empleado el ofensor y en el mismo punto del cuerpo en que éste asestó el golpe cuando podía hacerlo. La represalia colectiva no se ejercitaba con esta minuciosidad, por cuanto se realizaba de un modo tumultuoso, con más frecuencia en las reuniones sociales o de guerra, en las que se hacía un gran consumo de bebidas embriagantes114.

El mismo historiador jesuita del siglo XVII que venimos citando, apunta a este propósito la información que sigue:

«Y estas peleas son de ordinario en las borracheras, después de haber comido y bebido juntos, que con el calor de la bebida se les enciende la sangre, se les avivan las especies de los agravios y se les excita la cólera, y sale cuestión de los brindis, y de la embriaguez nacen los pleitos y se origina la venganza, y sobre los hurtos, sobre los adulterios, sobre los hechizos y las muertes pasadas, toman las lanzas y se acometen tan furiosos como desatentados, y de allí se matan unos a otros, y en acabándose el furor de la bebida no se acuerdan más de lo que pasó, ni tienen desafíos ni duelos. Y las muertes que allí se han hecho las componen entre sí pagando a las partes»115.



El principio de la responsabilidad colectiva, permaneció en vigencia en las tribus araucanas hasta la fecha en que las armas de nuestro ejército pusieron fin a la autonomía que habían mantenido por tan largo espacio de tiempo (1882).

Esta pasión de la venganza, que tan hondamente arraiga en el alma de las colectividades de un grado inferior de cultura, se mantenía como hereditaria cuando no alcanzaba una satisfacción a corto plazo. Los detalles de la ofensa o del daño se transmitían de padre a hijo, y así se mantenía latente el odio feroz de las agrupaciones entre sí. Una familia dañaba en sus intereses o en alguno de sus deudos principales, cuando sola no podía ejecutar la venganza, esperaba pacientemente y pactaba alianza con otra que recibía con posterioridad algún perjuicio de la que a ella también la había ofendido. Esta venganza postergada contribuía a mantener el estado de perpetuas discordias y agresiones armadas en que vivieron las tribus araucanas.

Los choques a mano armada de familia a familia o de clan a clan por perjuicios no indemnizados, establecían entre los araucanos una especie de combate judicial, concebido y practicado como un medio regular de procedimiento. La lengua lo denominaba malón o malocán.

El incremento de la agricultura y de la ganadería, el mayor cambio de especies entre las distintas comunidades, el comercio mutuamente tolerado entre las tribus sometidas con los fuertes y poblaciones de la frontera y las del interior con los mercaderes que lograban penetrar hasta ellas, contribuyeron, creando nuevas necesidades a los indígenas, a que las consideraciones utilitarias se sobrepusieran a la sed de venganza que había sido la norma ordinaria. La experiencia les iba enseñando que una compensación en animales y en objetos beneficiaba positivamente a la familia y que la venganza de hecho no siempre podía ejecutarse con éxito en el choque armado.

Las represalias de sangre, las emboscadas y ataques nocturnos, el incendio de habitaciones y el lanceamiento de sus moradores, fueron suavizándose y reglamentándose un poco más. Una tarifa penal que la tradición había fijado para cada perjuicio cometido, entró en uso más o menos extenso.

La venganza de sangre, los perjuicios a las personas o a sus haberes se pagaban antes de la conquista y a raíz de ellas con unas piedras pequeñas de cobre color verde, agujereadas en el centro y que llamaban llancas. Servían para adornos de los hombres y de las mujeres, las cuales las usaban como collares, gargantillas y diademas con el nombre de llancatu, reemplazadas después por cuentas de vidrio o de plata. Seguramente que fueron de importación peruana116. Cuando el dañador había sido un cacique o un ülmen (jefe y hombre rico) entraban, además, en la indemnización algunos hueke, el llama que los araucanos adoptaron al ambiente del país, reprodujeron y utilizaron para alimentación, los tejidos de sus vestimentos y las ceremonias de guerra, paz y de carácter supersticioso:

«Y si el matador no las tiene (las llancas) se las han de dar forzosamente sus parientes para salir de aquel empeño, por ser causa de toda la parentela y uso entre ellos que lo que no puede uno pagar, se lo ayudan a pagar los parientes, hoy por mí, mañana por ti»117.



Los perjuicios se avaluaron después en adornos, vestidos, útiles de montar, vacas, ovejas, yeguas y caballos. Los animales sobre todo adquirieron un valor pecuniario y fueron siempre como una moneda corriente para las transacciones y para los resarcimientos judiciales. Entre los araucanos, como en todas las sociedades de cultura incompleta con actividades exclusivamente agrícolas y ganaderas, la vida de los animales, por su vasta utilización, estaba protegida por la atención esmerada de sus dueños.

Tanto se encariñaba el indio con sus rebaños, que a veces esta afección se asimilaba a la de las personas y en ocasiones la superaba, como en el caso de los prisioneros y de los allegados a la familia en calidad de proscriptos de otra; la vida de todos se consideraba menos cara que la de los demás miembros de la parentela.

Cuando la parte ofensora se negaba a resarcir el daño inferido, la familia damnificada acordaba el malón. Si no tenía fuerzas suficientes para ejecutarlo, esperaba la oportunidad de una alianza de provecho seguro. De modo que la manifestación más genuina, de la justicia araucana, el desquite a mano armada contra la comunidad responsable del daño, no se extinguió jamás en las costumbres de estas tribus; sólo se atenuó un tanto en sus efectos sangrientos y en su frecuencia por causas que no se reputaban de bastante gravedad.

Quedaron, en suma, rigiendo en la concepción jurídica de nuestros aborígenes la venganza armada y la composición, que las familias elegían a su antojo. Eso sí que se prefería la compensación; pues, a medida que la civilización avanzaba con lentitud, la idea de la solución mercantil se hacía un poco más comprendida.

Como un nuevo orden recubría el pasado sin destruirlo por completo, la disgregación de las agrupaciones indígenas por los choques intestinos de índole contenciosa, siguió existiendo sin modificación notable; espíritu de combatibilidad y de lucha que favoreció en parte la conquista del territorio, en particular a las autoridades militares de la república.

En las épocas que siguieron al siglo XVII quedaban todavía resabios del talión personal, como sobrevivencia del que antes se ejecutaba con rigurosa reciprocidad. Los jefes de las parentelas no intervenían en esas contiendas individuales, que no les afectaban personalmente, y dejaban en libertad a los interesados para que las ventilasen como les conviniera. Un asalto en un camino, una herida en la cabeza o en otra parte del cuerpo que un indígena hacía a otro, se consideraban hechos aislados que no comprometían a los parientes de uno y de otro. El dañado esperaba la ocasión para devolver el asalto o la herida. A veces el ofensor rescataba el derecho de venganza por la entrega de algún animal u objetos de plata o de vestuario.

La acción colectiva se dejaba sentir cuando el detrimento perjudicaba a toda la agrupación emparentada, como el homicidio en la persona de algún cacique, la muerte por brujería causada a un miembro espectable de la comunidad, el arrebato o robo de los animales de la familia y la negativa de la parte ofensora para cancelar lo que las tarifas señalaban para perjuicios de otra naturaleza.

Esta acción colectiva constituía la justicia familiar, ejercida de grupo a grupo o de tribu a tribu. El procedimiento ya queda expuesto: reunión de los parientes para discutir el alcance del litigio y los valores exigibles, notificación al cacique de la sección ofensora, preparativos de ataque armado cuando éste contestaba negativamente, concurso pedido a los jefes ligados por parentesco o unidos por alianza ocasional y ejecución de la empresa agresiva o del malón.

Menos importante y aparatosa que esta justicia colectiva, que orientaba la venganza de las familias, era la interna o del jefe, que concernía a las divergencias de los individuos de la misma agrupación de consanguíneos.

Al principiar el período histórico de la raza, es decir, el arribo de los españoles al territorio araucano, era de escasa aplicación, si se examinan con atención las noticias de los cronistas; porque imperaban sobre ella el talión personal y la acometividad colectiva de carácter judicial. Pero esta justicia patriarcal se dilató a la par del progreso agrícola de las tribus, aumentando las cuestiones contenciosas y afirmando el sistema de composiciones pecuniarias.

Administraba la justicia a todas las familias emparentadas y a los extraños allegados en los litigios que se promovían entre ellos, el cacique principal, sobresaliente de ordinario por su fortuna o caudal de animales y objetos de plata, por su fama de guerrero o de otra actividad y por la cantidad de hombres que obedecían sus órdenes. Este mismo intervenía en las querellas de individuos de otras reducciones con los de su jurisdicción. Solía ejercer también las funciones de juez árbitro en las riñas litigiosas de individuos de otras comunidades, cuando por su pericia y su rectitud, los interesados lo designaban de común acuerdo para ese cargo.

Las controversias judiciales más frecuentes en que actuaba el cacique eran las que surgían entre los miembros de la colectividad consanguínea, pero de casas y localidades separadas o lo que vale decir, de unidades distintas del mismo clan. Seguían en segundo lugar las demandas que interponían, por intermedio de su cacique respectivo, los perjudicados de otra agrupación contra algún ofensor perteneciente a la suya, o de un damnificado de esta contra el dañador de aquélla. Casi nunca se promovían disputas por intereses encontrados o por golpes y heridas entre los hombres de una misma familia; entonces intervenía el jefe de ella como padre y no como juez.

En esta justicia patriarcal o doméstica el jefe desempeñaba el papel de simple árbitro, pues sus decisiones no tenían la fuerza de un mandato imperativo: eran un consejo, un parecer, una aplicación de las costumbres de los mayores; los contendientes podían modificarlas por convenio privado y hasta desatenderse por completo de ellas cuando el temor de un malón no presionaba al reacio.

El cacique dictaminaba frecuentemente según su conveniencia y sus inclinaciones personales en favor de alguno de los litigantes, quienes solían hacerle con reserva regalos de animales y objetos de plata a título de anticipo de los derechos que fijaban los aranceles. En otras ocasiones algunos de los contendores deslizaban al oído del cacique, por interpósita persona, su propósito de aumentar la cantidad arancelaria. Resultaban de esta parcialidad abusos y despojos judiciales, que no conmovían ni en lo mínimo la conciencia del jefe; su punto de mira estaba en afirmar su autoridad y en procurarse beneficios pecuniarios.

Para ahorrarse el cacique el trabajo personal de atender la demanda y pronunciar resolución sobre ella o para que los fallos fueran más acertados, delegaba su facultad de juzgar en un árbitro entendido en las prácticas de los antepasados; pero sin desprenderse de la utilidad, de la cual hacía partícipe al perito interventor en una porción inferior a la que se reservaba. En algunas ocasiones estos prácticos en la tramitación de los litigios, no subrogaban al cacique sino que desempeñaban las funciones de asesores, para el estudio de la contienda y para aconsejarle un dictamen conveniente.

Las resoluciones de estos interventores tenían menos alcance de mandamiento judicial que las del cacique: el agente del perjuicio quedaba en condición de eludir la responsabilidad, si no temía la acción vindicativa del demandante, o de entrar en componendas con éste prescindiendo por completo de la opinión del árbitro. Hasta sucedía que la parte responsable según el fallo arbitral, emprendía ante el cacique o el asesor un trabajo secreto de cohecho o de revisión, con doble paga, que ocasionaba un nuevo dictamen en el mismo día.

En varias reducciones vivían algunos de estos viejos peritos en los usos de sus mayores, que los litigantes buscaban para encomendarles su defensa o para designarlos como árbitros, mediante la remuneración en animales y objetos de plata. La tradición recuerda aún en muchos lugares donde actualmente quedan indígenas los nombres de los que sobresalieron en esta dedicación, reputada como muy honrosa y lucrativa. Entre estos nombres, todavía no se ha borrado el de Maripán Montero, caciquillo de la reducción de Maquehua, cerca de Temuco, célebre por su descendencia de un capitán patriota de la independencia, por su conocimiento de los usos antiguos y por la energía con que hacía respetar sus resoluciones. Fama tuvieron, asimismo, en los últimos años de la Araucanía en este orden de aptitudes los caciques Calquipán, de Boroa, y Painemal, de Cholchol.

Hasta algunas mujeres que se conquistaban nombradía por su discreción para juzgar y su pericia en los usos de los antepasados, solían desempeñar el oficio de justicieras. La tradición recuerda a una que residía en la reducción del cacique López, de Lonquimay, acatada por todas las tribus inmediatas como una sibilina que nunca erraba en sus decisiones. Pero la que más fama tuvo en las agrupaciones de las dos faldas de la sierra de la costa fue una hermana del cacique de Purén Lorenzo Colipí, célebre pro su adhesión al gobierno, por su poder de guerrero y sus luchas encarnizadas con jefes rebeldes no menos poderosos que él. Esta mujer, que comenzó por oír las contiendas litigiosas, se hizo al fin diestra en la tramitación araucana y en los acuerdos que aplicaba a las cuestiones sometidas a su saber. El cacique, su hermano, abstraído en asuntos de guerra o de otra importancia, le había encomendado esta rama de su omnipotente administración y hacía respetar sus fallos con una severidad temida por todos, propios y extraños118.

No sólo a mujeres de su raza solían confiar los indios sus cuestiones judiciales sino también a las de origen español, probablemente allegadas y protegidas de algún cacique de notoriedad. Un jefe militar que exploró la cordillera por el lado de Valdivia y Villarrica en 1870, anota la noticia que sigue, con referencia a esta original intervención femenina en las diferencias de intereses de los indígenas:

«En La Centinela vive actualmente una mujer que ejerce autoridad judicial entre todas las tribus indígenas que se encuentran desde allí hasta cerca de Villa-Rica. No tiene otra patente o nombramiento que el que le viene del consentimiento general de sus administrados. Cuando hay diferencia entre ellos la mandan llevar de cualquier distancia. Entonces monta varonilmente a caballo, llega, se informa de la cuestión, da su sentencia y la hace cumplir, sucediendo muchas veces que aplica su látigo contra los descontentos de su justicia. Se llama Marcelina Catalán, y tendrá 50 años de edad»119.



El lonko (cabeza de la familia) desempeñaba las funciones de árbitro cerca de la puerta de su casa o bajo una enramada contigua a ella, sentado en un bando de madera, factura araucana, o en un cuero de oveja. La gente interesada en el litigio formaba un semicírculo a su alrededor; detrás del cacique se agrupaban algunos mocetones de la reducción, novedosos de fuera, personas de la familia y niños de cierta edad. Los padres se interesaban siempre en que los hijos varones se iniciaran en las particularidades más relevantes y difíciles de las costumbres; en eso se basa principalmente la educación de la juventud que después debía actuar en las escenas de la vida indígena, en conformidad a los usos establecidos por la tradición.

La deliberación se desarrollaba rápida y sumariamente: el cacique o el asesor en quien había delegado sus atribuciones oía primero al que armaba pleito (huitramn dengu) y enseguida al demandado, los cuales podían ser representados por un defensor o pleitista, pleitufe en la lengua120. Deponían a continuación los testigos, que eran pagados por el que los presentaba y, por consiguiente, muy poco digna de crédito su declaración. Para éstos no existía el juramento; ellos exclamaban a veces espontáneamente, para dar fuerza a su afirmación «por mi padre» (chao ñi vla), «por mi corazón» (piuque ñi vla), «por mi mujer» (cure ñi vla) y por otras personas de la familia y cosas temidas o reverenciadas por el indio.

El fallo se pronunciaba en el acto, en conformidad a las reglas sancionadas por el uso. No se reconocía el recurso de apelación. Sólo en señaladas ocasiones recurría al cacique el que resultaba condenado en la controversia arbitral y en las costas, por vía de queja contra el fallo del juez delegado; pero con el propósito de entrar en arreglos para conseguir una nueva resolución mediante una obtención fuera de tarifa. Otras veces, cuando en una zona de varias localidades y muchos pobladores había un cacique predominante y temido de los demás de menos poder, llevaban los perjudicados por el fallo su queja ante él. Intervenía entonces el potentado para aconsejar, enviando sus emisarios al juez de primera instancia, o para ordenar lo que estimaba equitativo según su criterio, no siempre exento de parcialidad; solían marcar sus dictámenes una rectitud que no sombreaban sus inclinaciones personales o su capricho. Mas, este recurso de queja no constituía un trámite acostumbrado; era una excepción.

Algunos de estos jefes de tan dilatado poder pertenecían en el siglo XIX a las tribus belicosas y otros a las sometidas al gobierno. Aunque los últimos vivían en paz con las autoridades chilenas y hasta recibían un estipendio anual por su ayuda a la ocupación por secciones del territorio, conservaban su independencia con respecto a sus costumbres, y, por lo tanto, a la conservación de la potestad jurídica, que exageraban en el procedimiento caprichoso, con algún olvido de las costumbres tradicionales, y sobre todo en la penalidad. Aún quedan recuerdos indelebles en la memoria de los indios sobrevivientes de algunos caciques pacíficos y rentados por los comandantes de las fronteras, como Colipí de Purén, Coñoepan de Cholchol, Painevilu de Maquehua y tantos otros que sería prolijo enumerar.

El sistema de justicia genuinamente araucano no se aplicaba entre los indios de paz o encomendados como se les llamó durante la colonia. Abolidos sus jueces naturales, zanjaban sus dificultades otros agentes del cuadro administrativo español. Un capitán cronista de las guerras de Arauco, que escribió en los primeros años del siglo XVII, estampó en una de las páginas de su libro el dato de que administraban justicia en las secciones sometidas «el gobernador, el teniente general y protector general que llaman de los naturales (que es de los mismos indios), los corregidores de los pueblos y de los partidos de los indios, y aún los administradores; entre todos éstos que he dicho, está repartida esta jurisdicción de los naturales. Por lo que el particular juez que sólo había de ser (que es el protector de ellos), no la tiene por entero reducida en sí, que todo viene a redundar en daño de los indios, y el mismo protector viene a no tener más de solamente el nombre de tal protector, con el salario del sudor de los indios, harto más cierto y seguro, que la debida administración de su cargo»121.

En el siglo XVIII intervenía en las cuestiones litigiosas que se suscitaban entre los indígenas pertenecientes a las reducciones sometidas o entre éstos y los individuos de la raza dominante el personal de funcionarios que sigue: los capitanes de amigos, intérpretes y defensores de los comerciantes que entraban a las tribus en paz, pero no bajo la autoridad de los españoles; los capitanejos de los agregados familiares, indios ladinos, mestizos o españoles, muy prácticos en la lengua y penetrados en la personalidad indígena, que hacían el oficio de asesores judiciales de los caciques en algunas localidades; los comisarios, delegados militares que representaban a las autoridades superiores en la zona de la costa, cuyas atribuciones se extendían a lo civil, criminal y asuntos de guerra; los comandantes de plaza, que asumieron las funciones de los anteriores y llegaron a ser hasta amigables componedores en las contiendas que se promovían entre las familias de las tribus; el intendente de Concepción, que era el juez de alzada para toda clase de contiendas judiciales.

La guerra de la independencia, que tuvo en su último período por teatro el territorio araucano, destruyó este régimen y solamente cuando la república quedó organizada, se restableció en parte, en los comandantes de plaza y los capitanes de amigos. Se renovaron los antiguos protectores con ampliación de facultades.

En la actualidad los indígenas de familias distintas y los de una misma, recurren en sus litigios al protector, quien los soluciona con aplicación de las disposiciones vigentes. Cuando el juicio se traba entre un indígena y otra persona que no es de la raza nativa, defiende el protector sus derechos ante el juzgado del departamento.

Como casi todos los pleitos se relacionan con la posesión de terrenos, la intervención del ingeniero especial para este servicio, es por lo común de una importancia decisiva en los juicios entre indígenas y en las explotaciones que se les hacen con demasiada frecuencia; la extorsión ha sido hasta hoy el medio de proceder contra ellos.

Se ha dicho en estas páginas que los araucanos, como todos los pueblos de baja cultura, no poseían la noción de criminalidad. En consecuencia, no podía haber entre ellos delitos pesquisables de oficio. Todo lo que en las legislaciones adelantadas se comprende como tal, quedaba englobado en el concepto general de extorsión indemnizable.

Por eso los caciques justicieros, aún los poderosos que ejercían influencia directa en varias tribus, no intervenían en la represión de la delincuencia, ejercicio público que requiere una mentalidad bien desarrollada. La conciencia colectiva del grupo no se sentía impresionada por los atentados, aunque fuesen abominables, cuando afectaban aisladamente a personas determinadas, pero se conmovía cuando perjudicaban a la comunidad entera; en el primer caso, los delitos quedaban impunes o sometidos a un arreglo entre particulares, y en el segundo actuaba la intervención comunal.

Tampoco sabían diversificar los araucanos las funciones judiciales de las administrativas. Como los jefes de agregados familiares acaparaban toda la suma del poder patriarcal, el administrativo, el judicial y militar, se persuadían de que cualquier funcionario de categoría superior en relación con ellos, debía reconcentrar en sí estas atribuciones de orden distinto.

«Cuando los caciques araucanos vienen ante el Presidente de Chile a pedirle que los ampare contra los detentadores particulares de sus tierras, proceden así porque no haciendo como no hacen distinción entre los funcionarios gubernativos y los judiciales, se imaginan que el jefe del gobierno, dueño de la fuerza pública, ha de tener los medios, y por consiguiente, facultades para enmendar las injusticias»122.



El hábito de muchas generaciones explica que haya persistido hasta hoy esta confusión en el espíritu de los araucanos.

Dentro de este criterio tuvieron que ser escasos los hechos considerados nocivos para la comunidad, criminales en la legislación civilizada. Los cronistas del siglo XVIII los enumeran así:

«Los delitos reputados por ellos dignos de algún castigo, son la traición, el homicidio, el adulterio, el hurto y el maleficio. La traición a la patria, es castigada con pena capital, a arbitrio del toqui»123.



Lo que los cronistas llamaron «traición a la patria» no fue sino la muerte a lanza que se daba en un malón al cacique en connivencia con los españoles para entablar alianza con ellos o permitirles establecer en sus tierras fuertes o iglesias. Pero el atacado presentaba a menudo resistencia y rechazaba la embestida; en otras la retribuía en una oportunidad favorable. Eran estos ataques los malones que podrían clasificarse como políticos o militares. Hasta en el siglo XIX se daban malones a los jefes de familia que vendían o cedían terrenos de su jurisdicción para fundaciones militares, de pueblos o de misioneros124.

La idea de patria grande, nacional, no cabía en la comprensión indígena, tanto por la constitución mental como por la social. La comunidad consanguínea constaba de una familia o de varias. La cohesión de todas las unidades familiares era sólida, cerrada a toda obligación extraña e independiente para vivir, atacar y defenderse. Cuanto estaba fuera de los límites del clan, no interesaba a sus miembros; al contrario, todo lo que existía más allá significaba acechanza, hostilidad continua. Habría sido un hecho insólito, imposible, que un individuo traicionara a su propia familia. Si se confederaban algunas tribus para resistir a un enemigo común, los caciques no perdían su libertad para retirarse con su gente del campo de operaciones, y esto no importaba una traición para nadie sino para algunos un capricho reprensible a veces125.

La adhesión sin contrapeso al pasado ha contribuido a que el robo encabece el cuadro de los actos reputados por los indios modernos perjudiciales y odiosos, que provocaban la acción vindicativa del agregado familiar. Era gravísimo atentado, porque iba contra la propiedad común, considerada inviolable, un tabú (cosa prohibida) en cuanto a espacio geográfico, habitación y ganado. Causaba menoscabo en el bienestar, en el alimento y la existencia misma de todos los miembros del conjunto de parientes; de ahí la emoción profunda de odio y de venganza que agitaba el ánimo de la colectividad un robo cualquiera, mucho más cuando asumía proporciones de consideración.

Seguían en gravedad la muerte por hechicería, el homicidio en persona de prestigio y el adulterio, clasificado entre los robos de alto valor. Los demás actos delictuosos se consideraban simples perjuicios materiales, aceptados como corrientes y subsanables por la compensación; tales eran las heridas, el infanticidio, las injurias, las deudas y los actos contrarios a las buenas costumbres, dicho esto último en conformidad a la moral y la legislación civilizadas.

Tal vez, en la totalidad de las colectividades aborígenes de América, el robo era considerado como acto odioso y punible cuando se ejecutaba en detrimento del congregado de parientes, pero no cuando perjudicaba a extraños, principalmente a una tribu rival y a los extranjeros. Entonces asumía la importancia de un botín de guerra o de una acción loable que enaltecía a quien lo realizaba.

Este mismo criterio dominaba en las agrupaciones araucanas. El robo hecho entre unidades emparentadas de una misma sección geográfica se calificaba como una malévola apropiación, que merecía un pago estricto e inmediato. Cuando se practicaba en la propiedad de tribus no ligadas por parentesco, se reputaba como legítimo, digno de llamar la atención y de merecer elogios a la habilidad del ejecutor. Caía sobre éste la irritada desaprobación de todos si se practicaba un mal robo, esto es, si se dejaba sorprender o si no procedía de manera habilidosa, sin provocar sospechas y esquivando huellas que comprometieran a la comunidad. El aplauso al ejecutor se exteriorizaba, sobre todo, cuando el perjuicio iba contra el extranjero o una agrupación antagónica. Entonces el robo tenía un mérito más, se reputaba lícita y lucrativa represalia de los daños causados por esos enemigos.

Los indios tenían un procedimiento para castigar al ladrón (hueñefe) de tribu extraña sorprendido en flagrante delito y otro para el que no había sido descubierto. El primero sufría en el mismo sitio en que se le sorprendía o cerca de la casa del cacique el lanceamiento, ejecutado por un grupo de mocetones. Sólo una promesa seria y garantida de pagar una cantidad determinada a plazo fijo, lo ponía a cubierto de recibir la última pena o heridas graves. No gozaba de estas franquicias del resarcimiento futuro el ladrón de niños, rapto frecuente en la guerra con los españoles y ejecutada por los indios auxiliares para la venta de esclavos; se le lanceaba en el acto. Para descubrir el hurto de autor ignorado se recurría a las prácticas mágicas, entre las cuales figuraba en primer término la adivinación.

Se comprende que en una sociedad agrícola y ganadera fuese el robo de animales más frecuente que cualquiera otro, tanto por el valor monetario que representaban, cuanto por la facilidad que había para hacerlos desaparecer por el consumo de la carne o para transportarlos rápidamente a lugares distantes. Los indígenas extremaban por esto su vigilancia al ganado: noche y día el ojo de los cuidadores estaba sobre los bueyes, caballos y ovejas; se especializaban algunos individuos en esta faena por su perspicacia de aves de rapiña para atisbar a la distancia o en la oscuridad y para percibir ruidos muy leves. Se turnaban estos vigilantes durante la noche cerca del corral para impedir la desaparición de algunos animales. Todavía se toman muchas precauciones, sin las que en pocos días quedarían vacíos los corrales y los campos de la familia.

En conformidad al elemento de lo portentoso y recóndito que actuaba en la mentalidad de los araucanos y trascendía a todos sus actos, acostumbraban ocultar en el interior o en la puerta de los corrales, piedras brujas de variadas formas, que tenían la virtud de impedir la fuga del ganado y de entrabar la acción de los ladrones.

A pesar de tanto atisbo, cualquier descuido de los vigilantes era aprovechado por los ladrones para deslizarse por entre los árboles, arrastrarse por el pasto y lacear con presteza algún buey o correrlo fuera del terreno de los dueños.

No sorprendido el autor del hurto, comenzaban las diligencias para descubrirlo. La primera consistía en seguirle el rastro al animal. Entre los araucanos, como entre todas las colectividades aborígenes, se manifestaba muy desarrollada la retentiva de las imágenes de forma, que permitía seguir la huella de personas y animales al través de los caminos, de la arena y la yerba de los campos. Había hombres sobresalientes en esta memoria visual-motora, que se utilizaba cuando el común de la gente perdía la huella; se llamaban pünontufe, rastreadores. Hasta algunas mujeres poseían esta facultad extraordinaria. Se las buscaba con mucha solicitud para que hicieran aparecer animales perdidos o robados, y se las reputaba como videntes o adivinas. Maniobraban gesticulando misteriosamente y dirigidas por un individuo que les iba diciendo: «anda, anda, busca». La mujer, en un estado hipnótico, probablemente simulado, obedecía y llegaba hasta el fin126.

Los ladrones de animales ponían un empeño minucioso para despistar a los que seguían las huellas: daban grandes rodeos, caminaban en línea recta, retrocedían, seguían por el lecho de riachuelos hasta que llegaban al fondo de una quebrada o a un recodo oculto del bosque, llamado ngion, rincón, escondrijo.

Los perseguidores, sea por actividad propia, sea con el auxilio de los especialistas en rastrear, llegaban hasta el sitio en que estaban ocultos los animales. Los recuperaban y si faltaba alguno, hacían responsable a la familia del lugar en que se encontraban. Como el robo beneficiaba a una porción de parientes, varias personas cooperaban como encubridores, para anunciar la proximidad de los dueños, para negarse a darles noticias o bien para suministrárselas con entera falsedad. La imputabilidad personal se dificultaba con esta intervención colectiva.

Si la familia del ladrón se negaba a restituir los animales que faltaban o su totalidad, el perjudicado recurría a su cacique, el cual requería de pago a los autores del robo por intermedio del lonco o cabeza de la sección familiar a que pertenecían. Cuando la respuesta envolvía una negativa o propósitos de diferir para más tarde la solución de la demanda, el grupo robado preparaba un malón. Pero a veces entraban en arreglos de compensación y se avaluaba lo robado en caballos, vacas o adornos de plata, según las tarifas usuales. Por cada animal robado, se restituían tres o cuatro de la misma clase, en relación con los haberes de la parentela responsable.

Cuando el robo se hacía entre personas del mismo conjunto emparentado, pero de distritos diversos y por lo común separados a cierta distancia, los trámites de la devolución se simplificaban mucho. El robado recurría al cacique principal y le exponía que había seguido la huella y que dos de sus vacas o caballos estaban en poder de tal familia. Anticipaba algún gaje para ser debidamente atendido. El acusado comparecía ante el jefe, su pariente próximo o lejano, confesaba de ordinario la ocultación y pedía rebaja en estos términos:

-Que se disminuya algo porque es mucho lo que me cobra el amigo.

El cacique apoyaba esta petición diciendo:

-Es verdad que es mucho; conviene rebajarle algo.

Si se aceptaba la rebaja, todo concluía amigablemente; pero si el acusado se obstinaba en su negativa, el jefe árbitro exclamaba en conclusión:

-Ya que éste no me obedece, opóngase y ármense con palos, como puedan y reúnanse.

Solía seguir un choque o pequeño malón sin consecuencias de mucha gravedad. Mas, lo corriente era llegar a un convenio equitativo.

Raras eran las raterías entre los individuos de la misma familia, pero de distintas casas. El cacique intervenía como padre y hacía devolver el objeto hurtado, una manta, espuelas, frenos, etc. Si el hurto no aparecía, se verificaba el meñutu, curioso procedimiento de restitución.

Un individuo imponía al robado, por amistad o por paga, donde estaba el objeto sustraído y quien era el que lo había tomado. El que recibía la noticia acordaba celebrar este acto, cuyos pormenores se consignan en esta relación de un misionero capuchino.

El verbo es meñutun, y significa, hacer un meñutu, celebrarlo, lo cual exige cierta astucia de parte del dueño del objeto robado, como luego se verá:

«A nuestro informante le faltó cierto día su sombrero, y sospechando quien fuera el ladrón, convocó a una reunión a la gente de diferentes casas vecinas, entre las cuales estaba comprendida también la del ladrón presuntivo. Luego manifestó a los convocados que le faltaba su sombrero, el cual sin duda le había sido robado; que sabía muy bien quien era el ladrón, pero que prefería arreglar la cuestión a buenas, por lo cual quería celebrar un meñutu. Aceptada la propuesta, acto continuo, se acordó el sitio donde había de efectuarse, designándose para este fin un cerrito retirado de las habitaciones a donde pasaron inmediatamente a plantar una rama como señal.

En la noche siguiente se acercaron todas las personas que tomaron parte en el meñutu, una por una, al sitio señalado, sin saber los unos de los otros, depositando allí los unos un ramillete de flores, los otros un atado de ramitas o de trapitos viejos, que llevaban debajo de sus ropas. El ladrón llevó el sombrero y lo dejó allí. El resultado fue, pues, feliz, y el dueño del sombrero tuvo al amanecer el gozo de encontrarse otra vez con su buen amigo que volvió a abrigarle la cabeza»127.



Vivo quedaba el resentimiento entre los miembros de familias que se habían dado malones. Frecuentemente se acometían y se despojaban. Un informante de las costumbres acerca de este rencor nos anotó el siguiente dato:

«Cuando un mapuche sale o pasa por otra reducción, luego le preguntan de dónde viene y a dónde va; luego éste dice de dónde viene.

Entonces los otros dicen:

-¡Ah!» de allá eres; bueno, a hacerle un malón a éste y quitarle todo lo que lleva.

Esto sucede cuando las reducciones han tenido los malones»128.



Para estos despojos no existían la intervención de los caciques ni los resarcimientos aplicados al robo; se esperaba la oportunidad de «dar la vuelta», según el decir de los indios, y nada más.

Las raterías domésticas o las que se ejecutaban en una misma casa, eran muy excepcionales, por la comunidad de bienes que existía en la familia patriarcal. Cuando se hacían en objetos de propiedad individual, como armas, arreos de montar, adornos, etc., indagaba el padre quien había sido el ratero y descubierto, ordenaba lo azotaran. Si algún miembro de la casa se fugaba con un animal perteneciente a la familia para venderlo, se le excluía del hogar hasta que pudiera volver en condiciones de reparar el menoscabo que había causado en lo que pertenecía a todos.

Los procedimientos expuestos se aplicaban en los robos descubiertos; para aquellas en que el autor escapaba a la rebusca de los perjudicados, se ponían en juego medios extraordinarios, o sea, las inquisiciones mágicas. Fuera de los rastreadores videntes, había un gremio numeroso de personas de los dos sexos que se encargaban de comunicar a sus consultores los antecedentes del robo, es decir, el nombre del ladrón, el lugar de su residencia y el sitio en que se hallaban ocultos los animales.

Con la astucia que les daba una larga práctica, antes de proceder a sus operaciones adivinatorias, inquirían todas las noticias posibles de los mismos interesados y de sus acompañantes acerca de las circunstancias del robo, enemigos de la familia que lo consultaba, personas que habían estado en la casa y otros detalles de la vida doméstica araucana, sutiles y comprensibles al pensamiento propio de los indígenas. Con los datos así recogidos, acomodaban con relativa facilidad sus fórmulas de preguntas al objeto mágico que les servía de intermediario y de respuestas que éste daba.

Desde la llegada de los españoles al territorio hasta su total pacificación, los araucanos practicaron el arte adivinatorio, con variante únicamente en algunas prácticas y en los nombres de los manipuladores, como queda expuesto en un capítulo precedente.

Cancelaban los consultores la pesquisa mágica del adivino con animales y objetos de plata; en la actualidad pagan en moneda corriente. Hace pocos años que le robaron a un indígena de Perquenco, al norte de Temuco, dos caballos de los mejores que tenía. Recurrió a un adivino por sueño, llevando una cincha y una lama (sobresilla) que habían estado en contacto con los caballos; hallados éstos, el honorario se avaluó en diez pesos.

Aunque las prácticas adivinatorias tuvieron en la Araucanía una amplitud desmedida, no en todas las reducciones había adivinos afamados. Cuando la fama de alguno se extendía a la distancia, de todas partes iban a consultarlo. Se alojaban los interesados en la casa del operador, circunstancia que le permitía imponerse previamente de los pormenores.

Las autoridades españolas y los misioneros castigaban con rigor a estos adivinos, comprendidos en la designación general de hechiceros. Estaban persuadidos de que el demonio intervenía en sus funciones de adivinación.

El adulterio se incluía en el concepto jurídico araucano como un robo de la propiedad femenina, que implicaba una alta valorización. En la mentalidad indígena de todas partes no podían tener cabida las ideas de honor y ultraje conyugal, ni de las perturbaciones que en el orden familiar causaba la descendencia clandestina. Son estas nociones propias de una constitución mental más desarrollada. Sólo concebía el indio su derecho de propiedad exclusiva, porque las mujeres, robadas o compradas, eran de su uso individual en el seno de la familia. Sobre ellas ejercía todos los derechos sin excepción, el genésico, aplicado con celo sexual constante y feroz; el de castigo implacable y de muerte; el de repudiación y, por último, el de utilizarla como máquina de trabajo. La colectividad consanguínea se beneficiaba en conjunto también con el esfuerzo físico de la mujer, el cual, aportado a la labor colectiva, incrementaba la hacienda y el bienestar de todos. Este concepto utilitario abultaba el valor material de la mujer y la necesidad de mantenerla fuertemente adherida a su dueño y a la comunidad.

El dueño de la consorte gozaba de la prerrogativa de castigarla a ella y a su amante, aún hasta de matarlos, particularmente cuando los sorprendía en acto infraganti. Pero el ladrón de amor podía salvar el perjuicio por el simple reembolso al marido del precio de la mujer.

Las conveniencias de una indemnización fueron primando con el tiempo sobre el derecho de matar. Ya en el siglo XVII se hallaba en pleno uso la costumbre de resarcir al dueño el perjuicio causado en su propiedad conyugal. El jesuita Rosales, que tan bien conoció a los indios de su época, anota la información que sigue acerca del particular:

«Con la facilidad que se casan deshacen también el contrato que como fue de venta, en enfadándose la mujer del marido, le deja y se vuelve en casa de sus padres y hace que le vuelvan la hacienda que le dio por ella: con que deshecho el contrato queda también deshecho el casamiento. Y también le suelen deshacer casándose con otro y volviendo el segundo marido al primero la hacienda y las pagas que le dio por la mujer. Y lo mismo hace el marido, que en cansándose de una mujer o en sintiendo en ella flaqueza alguna y que le ha hecho adulterio, no la mata, por no perder la hacienda que le costó, sino que se la vuelve a sus padres o se la vende a otro para recobrar lo que le costó. Y en materia de adulterio, aunque se pican los celosos, les pica más el interés, y no matan a la mujer ni al adúltero por no perder la hacienda, sino que le obligan a que paguen el adulterio, y en habiéndole satisfecho quedan amigos y comen y beben juntos»129.



Con posterioridad a ese siglo hasta el sometimiento definitivo de los araucanos, siguió sobreponiéndose la compensación al castigo capital o de heridas: el dueño burlado entraba en un arreglo con el seductor exigiéndole la cantidad que él había dado por la infiel, en ganado mayor y menor y objetos de plata; en otras ocasiones la repudiaba y la entregaba al padre, quien debía devolver la misma suma de especies, monedas o animales recibidos por ella.

Un informante indígena anotó una vez estas noticias sobre la devolución de mujeres (eluñetui):

«Antes, las mujeres, cuando traicionaban a sus maridos, se entregaban inmediatamente a sus padres.

Cuando el padre de la niña no tenía otra hija soltera, joven, debía devolver todos los intereses que había recibido por ella.

Si no entregaba por bien, venía un malón.

Devolviéndole otra hija a su yerno, no hay ninguna cuestión. La mujer que ha cometido la falta se queda en casa de su padre; es dueña de casarse con otro»130.



A pesar de la dilatación que había tomado el resarcimiento en el robo femenino, la libertad de matar al seductor y su cómplice no prescribió en el derecho consuetudinario. Aplicaban esta pena especialmente los caciques, en cuyos hogares alguna de sus mujeres solía delinquir, por la acumulación de varones en una misma habitación y a veces como consecuencia del olvido del jefe en llenar las funciones sexuales conforme a las costumbres de la vida de poligamia. Algunas mujeres solían quebrantar la fidelidad con mocetones gallardos o con los hijos de las otras del mismo tálamo.

El ofendido se cercioraba en persona de la infidelidad o daba el hecho como real con el solo denuncio de la mujer mayor, la más antigua (onen domuche). Bastará recordar un incidente para saber cómo se procedía en todos los casos análogos. José Calvun era un reputado cacique del distrito de Huequén, un poco al oriente de la actual ciudad de Angol. Poco antes de la fundación de este pueblo, se le fugó hacia la costa una de sus mujeres con un mocetón de la casa. Con unos cuantos hombres de lanza los persiguió en persona. Les dio alcance en los cerros de Nahuelbuta, no muy lejos de sus dominios. Como el mocetón carecía de bienes con qué pagar el robo recién cometido, ahí mismo hizo lancear a los dos131.

Cualquiera manifestación de amor a la mujer con dueño se reputaba como indicio de compromiso oculto, como alguna indicación hecha por medio del lenguaje de gestos, tan extendido entre los indios; palabras en voz baja, tocamientos disimulados de manos u otros miembros del cuerpo. Este celo exagerado del indio contribuía a marcar con mayor pronunciamiento la separación que existía en todos los actos de la vida cotidiana de los aborígenes: había dos ambientes domésticos, que nunca se confundían, uno para los hombres y otro para las mujeres. Hasta en las expansiones de las fiestas no se toleraba la comunicación de los dos sexos.

Abrazar y besar a mujer ajena constituía, sobre todo, una prueba evidente de inteligencia amorosa y clandestina para los araucanos modernos. El beso fue costumbre importada por los españoles. Hasta los siglos que siguieron a la conquista, la manifestación de amor generalizada consistía en que el hombre restregara una de sus mejillas o las dos con la de su amante. Tal exteriorización del sentimiento amoroso ha sido común, por lo demás, a casi todas las sociedades primitivas y aún a las en estado superior de barbarie. Este contacto facial indicaba antiguamente la realidad misma; no se requería otro antecedente para la acción inmediata del ofendido132.

El propietario de la mujer perdonaba su inconstancia cuando no tenía padres ni parientes abonados que se hicieran solidarios, o cuando lo adhería a ella alguna particularidad que excitara su instinto genésico, que desempeñaba una función primordial en las uniones sexuales de los indios. Faltaba a la inclinación indígena por el otro sexo el sentimiento elevado de simpatía que inspiran la inteligencia, la bondad, la virtud y la belleza, cualidades que entran primariamente en el amor psicológico del civilizado. Estas entidades abstractas no estaban formadas en su mentalidad especial: la mujer lo seducía, antes que todo, porque era mujer. Este predominio del sentido material en las funciones generativas del indio, explica su celo, el excesivo cuidado por su consorte. Si esta mujer ya perdonada y castigada con palos o azotes, reincidía en su inconstancia, era de nuevo castigada y arrojada fuera del hogar.

La infidelidad de la mujer primera en antigüedad (onen domuche) se estimaba como un escándalo grave que en raras ocasiones sucedía.

El hombre gozaba de completa libertad para darse a aventuras de amoríos. La mujer no tenía ni la libertad de censurar su conducta. Lo único que solía hacer era llevar a una machi (curandera) las ropas del marido inconsecuente o de la rival para que ejecutara con ellas alguna operación mágica que produjera la enmienda del primero o un daño a la segunda. Una que otra, exasperada por los celos y las burlas, solía suicidarse colgándose de un árbol atada al cuello con el cinturón (trarihue).

No se conocían los dramas pasionales por engaño conyugal, en los que el hombre hace de protagonista, matando a la mujer y suicidándose enseguida.

Sin que faltasen del todo, tampoco eran frecuentes los actos de chantaje en la repudiación de mujeres infieles. Descubierta la simulación, el dueño corría el peligro de quedar burlado o de recibir los golpes de una cuadrilla de parientes de la repudiada.

En la actualidad, el marido burlado no disfruta de los derechos arcaicos, por temor a las autoridades judiciales; sólo se conforma con golpear a la desleal o con enviarla a su padre. Si por acaso se encuentra en despoblado con el seductor, lo acomete y se traba una lucha, a caballo de ordinario, en la cual, si es más fuerte, queda vengado y si es menos vigoroso, queda doblemente ofendido para vengarse cuando y cómo pueda.

La brujería se calificaba en el concepto indígena como perjuicio y maldad infame, vale decir, como crimen nefasto, que no admitía el paliativo de la composición pecuniaria. La representación colectiva de la muerte entre los araucanos, análoga a la de muchas sociedades atrasadas, consistía en atribuir la causa próxima de todo fallecimiento no a una extinción de las funciones biológicas, sino a un maleficio ingerido directamente por un brujo (calcu) o por un malhechor que recibía de manos de éste la materia maligna. Se comprenderá la enorme dilatación que tomaría en esta colectividad la acción de los brujos y las pesquisas para descubrirlos, aumentadas con las enfermedades y los innumerables incidentes fatales e imprevistos de la vida diaria. Los cronistas hacen referencia a menudo a esta magia maleficiaria; pero, conforme a las ideas de la época, originándola de la intervención del demonio.

La existencia de los hombres se destruía, según la representación colectiva de la antigüedad acerca de la muerte, por tres fuerzas poderosas y recónditas, por huecufetun o acción invisible de un huecufe, agente maléfico de infinitos perjuicios en la vida y en las cosas; por calcutun o daño de un calcu, brujo, y por vuñapúetun o envenenamiento que ejecuta un enemigo en los alimentos y bebidas con materias preparadas por un hechicero. En la actualidad, sin borrarse del todo esta noción de conjunto de las fuerzas destructoras, la brujería, queda íntegra en la credulidad, sin el sentimiento de prueba de la población indígena sobreviviente.

He aquí como se desarrollaba el procedimiento dramático de la pesquisa y del castigo en los homicidios por brujería.

Tan pronto como se notaba la enfermedad o sobrevenía la muerte, los deudos solicitaban el informe de la machi (curandera), del adivino o del cüpolave, conocedor de la anatomía patológica primitiva, y que extraía el veneno de la vejiga de la hiel. Designaban todos éstos al autor de la muerte o daban indicios para que los parientes dedujeran lo demás relativo a las circunstancias y las personas. Conocido el dañante por brujería, se solicitaba del cacique de su reducción la entrega inmediata para el castigo tradicional. Si había negativa, la familia del extinto preparaba un malón.

Por enemistad o malquerencia, los adivinos o la machi señalaban como responsable de la muerte por brujería a mujeres, con más frecuencia que a hombres, de la misma comunidad consanguínea, pero de otra familia. Con toda malicia elegían como víctimas del denuncio a gente desvalida, allegados a una casa en calidad de huésped emparentado a distancia. Entonces la pesquisa se facilitaba por la entrega hecha a título de obligación ineludible. Si la culpada no huía a tiempo a otra reducción o a los escondites de algún bosque, guiada por alguna amiga compadecida. Tomada por la parentela ofendida y temiendo por la vida de las personas si no se eliminaba al embrujador, se le condenaba a la pena capital, aplicada a fuego lento.

No es difícil hallar referencias en los cronistas acerca de este suplicio cruel. Datos más detallados consignan el padre Gómez de Vidaurre, escritor del promedio del siglo XVIII, y el abate Molina, del que se toma esta cita:

«No se desembarazan tan fácilmente de los pretendidos brujos. La hechicería es en estos pueblos uno de los delitos más abominables. No obstante, son permitidos los machis, que como hemos dicho hace poco, son sus médicos, aunque pasan por los más peritos brujos, porque al doctorarse, protestan que su encantamiento no tendrá otro fin que el bien de la nación. Siguiendo, pues, su sistema, cuando no pueden, por su ignorancia o por la fuerza del mal, sanar al enfermo que les ha sido confiado, atribuyen su muerte a hechicerías, y como los indios son sumamente supersticiosos, les obligan a descubrir los autores de aquel maleficio. Encontrando los machis ocasión oportuna para vengarse de sus enemigos privados, hacen recaer sobre éstos la acusación. Tal acontece particularmente en la muerte de los Ulmenes, lo cual siempre que no procede de una causa visible, es imputado sin la menor duda, a esta o aquella suerte de maleficio que se le ha hecho. Declarada la culpabilidad del pretendido reo en la muerte del Ulmen, en el acto se le amarra entre tres estacas fijadas triangularmente en tierra, y se le quema a fuego lento bajo los muslos hasta que confiesa el hecho y los cómplices. El infeliz por abreviar el tormento se confiesa el autor y declara como sus cómplices a los primeros que se le vienen a la cabeza, tan inocentes como él. Hecha esta falsa declaración, los circunstantes le traspasan el pecho con un puñal, y siguen las huellas de los pobres denunciados, a quienes dan el mismo suplicio si no lo evitan con la fuga»133.



Hasta la segunda mitad del siglo XIX no se había extinguido todavía esta penalidad de procedencia netamente primitiva, como se verá más adelante en alguna relación de malones. Un colaborador indígena, que por encargo del autor recorrió hace años varias reducciones confrontando costumbres, redactó esta información:

«Se mataban antes las mujeres calcu averiguándoles primero y chamuscándolas en el fuego. Después se mataban con fuego. Después de quemadas y muertas, se dividían piezas por piezas.

Muchas veces no se quemaban porque se escondían o algún cacique pariente las defendía»134.



En el tiempo que siguió a la ocupación definitiva del territorio araucano, cesaron estos suplicios del fuego por temor a las autoridades administrativas y a los jueces de los departamentos; pero se ejecutaban venganzas a cuchillo, que solían ocasionar heridas y hasta la muerte de los ejecutores de brujerías. En los juzgados se tramitaban de ordinario juicios criminales por este delito.

Hasta en la población de campesinos chilenos se efectuaban repetidamente estas venganzas por brujería, con heridas a cuchillo, con palos o azotes.

Los homicidios eran en Arauco, así como en todas las colectividades incipientes, más comunes que en las sociedades civilizadas, con relación a la población. Ello se explica: en los pueblos atrasados no se protege al débil, no hay sanción pública sino venganza individual o familiar y la vida de todos está continuamente expuesta a las consecuencias del hábito reflejo o automático, a la explosión del momento, tan característica en las psiquis del indio.

Entre nuestros aborígenes anteriores a la conquista española, se aplicaba al homicida el talión con estricto rigor y con la refinada crueldad que empleaban las otras conglomeraciones de indios americanos. Se perpetuaron las costumbres de la venganza por muertes hasta muy entrado el tiempo en la época moderna, pues los cronistas del siglo XVIII apuntan en sus libros noticias acerca de estos usos. Ellos informan que una vez aprehendido el matador, los deudos del extinto lo ultimaban como a un animal de caza; lo apuñaleaban en el corazón o le partían el cráneo a golpes de maza y en ocasiones lo estrangularan atándolo del cuello a la cola de un caballo que echaban a correr. En suma, todo hecho, real o supuesto, que causara la muerte engendraba la deuda de sangre, que legaba la víctima a su familia.

Pero, a consecuencia de algún adelanto en la cultura y el consiguiente crecimiento de la propiedad mobiliaria y de la ganadería, la tendencia utilitaria fue sobreponiéndose a la venganza de sangre. El indio sentía más apego a los adornos, a los arreos de montar, a las armas y animales que al sentimiento atávico de la venganza.

Ya en el siglo XVII esta trasmutación se había operado por completo. El padre Rosales informa:

«Y a ninguno le ahorcan o quitan la vida por muerte ninguna, aunque se dé a un cacique, por no tener justicia entre sí y porque los parientes del muerto dicen: que qué provecho tienen ellos de que al matador le ahorquen, que no quieren otra justicia sino que les paguen la muerte y con la hacienda les restaure el daño»135.



Quedaba así la elección de los parientes la venganza de sangre o la compensación. Ejercía la persecución del matador o el arreglo pecuniario, la familia del difunto; primero los hijos, enseguida los hermanos y después los otros parientes cuando faltaban aquéllos; bien por lo general, todos se amaban para llegar al olvido de la ofensa o a la reparación armada. Ngen la se denominaba en esta escala el deudo más cercano, el dueño del muerto.

Tanto la responsabilidad del ofensor como la acción de los ofendidos tenían carácter colectivo. El daño que recibía un miembro del grupo familiar afectaba a todos los que lo componían; el que causaba un solo individuo comprometía también al conjunto. Por eso, cuando se dificultaba la aprehensión del occiso, caía sobre su parentela en globo el peso de la reparación.

Las tarifas que por tradición regían en todas las agrupaciones, fijaban el valor de cada muerto en animales y especies. Subía, por cierto, la avaluación cuando se trataba de un hombre representativo por sus bienes u otra cualidad meritoria en el sentir del indígena. La muerte de un cacique no cabía en el arancel ordinario; importaba un malón, de mucho más rendimiento que cualquier acomodo de indemnización. El criterio indígena no distinguía la muerte intencional de la fortuita; todas eran iguales, puesto que nadie fallecía por accidente natural sino por heridas y por daño de algún agente oculto. Concebida de esta manera la extinción de la vida, no podían caber en el procedimiento las circunstancias atenuantes.

Se reconocían dos clases de homicidas: el de la misma agrupación emparentada que mataba dentro de su parcialidad y el extraño que cometía el asesinato en la misma. Sobre el primero caía el castigo familiar y sobre el segundo y sus deudos, el malón o el arreglo por equivalencia al perjuicio.

Así como los daños por brujería y el adulterio, el homicidio no era pesquisable sino por la parte perjudicada. Si algunos hubieran perseguido a un homicida sin ser parientes del muerto, habrían contraído una responsabilidad que sólo saldaba un malón o una pena pecuniaria.

La conciencia araucana no se inmutaba por el asesinato de un extraño; solamente se temía la represalia. No siendo ésta realizable, el crimen pasaba por acto de valor y de conveniencia. Matar españoles se reputaba un hecho lícito y digno de alabanza.

Los detrimentos corporales por heridas o golpes fueron extraordinariamente comunes entre nuestros aborígenes, debidos a sus frecuentes reuniones, en las cuales se hacía un abundante consumo de licor, se rememoraban pasadas ofensas y se producían riñas inesperadas, que solían tomar las proporciones de choques entre varios.

Hasta muy avanzada la colonización española, se exteriorizaba todavía la reacción vindicativa en la forma del talión físico, herida por herida. El desquite se consideraba menos rigurosamente obligatorio en las lesiones leves; mediante un pago de poca monta o alguna demostración de amistad, sobrevenía el olvido de la ofensa y la reconciliación. Se tenían como simples incidencias personales que no comprometían a las familias. Las graves traían aparejadas mayores consecuencias para el ofensor y sus parientes. Quedaba el primero obligado a cancelar la deuda de venganza con objetos de plata y animales; si era insolvente, se hacía solidarios a sus deudos. Hubo un tiempo en que esta insolvencia del individuo y sus parientes lo obligaba a entregar algún niño para el servicio del ofendido. Cuando la parentela se obstinaba en no resarcir el daño, la del herido, si se creía fuerte, preparaba un malón.

Quedaba libre de toda persecución por heridas unos individuos denominados lanemchefe, término equivalente a cuchillero, matador. Los temían mucho los indios porque los creían dotados de una virtud oculta y adquirida por misteriosa imposición mágica, que los volvía invulnerables a las balas y los golpes, invencibles y ciegos en la pelea como animales bravos. Esta virtud recóndita duraba un número determinado de años y se compraba con la vida de algún deudo inmediato, como hermana, madre, etc., que entregaba a cierto mitos sanguinarios136.

Las heridas o la muerte que causaba un padre en un hijo o un marido en su mujer, no merecían sanción alguna: eliminaban lo que les pertenecía por derecho de propiedad exclusiva; derramaba su propia sangre. Era una aplicación de la justicia íntima.

Al presente quedan entre los mapuches, designación moderna de los araucanos, vestigios de las costumbres antiguas, pues arreglan sus disputas por heridas mediante una paga convenida; si el que hiere se encierra en una negativa, se le acusa a la justicia ordinaria.

Los daños contra las personas o delitos menores en el código consuetudinario de los araucanos, tenían las sanciones que se expresan a continuación:

El aborto y el infanticidio.- Se clasificaban entre los actos insignificantes, que no lesionaban a la comunidad sino que tenían relación con determinadas personas; pues la antigua idea de los aborígenes era considerar a los hijos como inalienable propiedad de los padres. Podían disponer de la vida de sus descendientes y aún de sus otros deudos inmediatos, como sobrinos sin padres, a su entera voluntad, sin que nadie tuviera derecho de intervenir en ello. Por lo tanto, eran hechos de frecuentísima repetición.

El aborto se provocaba, siempre por las mujeres solteras y libres, con yerbas que todos conocían o con la presión del cuerpo sobre una vara horizontal.

Debieron ser frecuentes las manipulaciones abortivas cuando los misioneros escribían en sus confesionarios para indios, interrogatorios como éste: ¿Has tomado remedio para abortar la criatura? ¿Y con ese remedio malpariste? ¿Tomarás remedio para abortar, has dicho a alguna mujer? ¿Y abortó? ¿Y tú has dado remedio a alguna mujer para que malpariera?»137.

El infanticidio, sin una sanción moral siquiera, se practicaba con más frecuencia que el aborto entre las mujeres celibatarias. Antiguamente se fajaban el vientre y cuando se acercaba el parto, corrían a un bosque vecino, daban a luz el hijo y en el acto lo mataban, estrangulándolo con el cinturón, arrojándolo al agua o bien ahogándolo con yerbas metidas en la boca. El modo menos cruel de exterminar al recién nacido consistía en abandonarlo en la selva para que fuese devorado por los animales o las aves de rapiña.

No hace muchos años que aún persistían estas prácticas relativas al aborto.

No era la vergüenza de que amores clandestinos se hicieran públicos en las parcialidades el móvil que arrastraba a las mujeres a la perpetración del infanticidio; querían evitar las dificultades de la crianza, que les impedía ejecutar las tareas impuestas a su sexo por la costumbre.

El infanticidio araucano alcanzó en todos los períodos de la historia de la raza una cifra que sobrepasa en mucho a la de cualquiera sociedad civilizada de nuestros días. La causa de tal desarrollo se encuentra en el espíritu supersticioso del indígena. Creían que el recién nacido venía al mundo con alguna anomalía corporal porque había recibido la influencia maléfica del mito del agua llamado huaillepéñ. Un hijo así deformado llevaba a la familia perpetua desgracia; era lícito hacerlos desaparecer.

Otro tanto sucedía con los gemelos: propendían a la desgracia del hogar. Convenía, en consecuencia, descartar a uno, que debía ser huele o germen de sucesos funestos.

También las mujeres solteras mataban al recién nacido para extraerle los testículos para producir la impotencia del amante que las abandonaba.

Violación y estupro.- Al revés del rigor implacable de los araucanos para perseguir y castigar el robo de mujer con dueño, o el adulterio de la legislación civilizada, miraban con relativa indiferencia la violación, el estupro y otros innobles atentados contra la corrección de las costumbres. Todos se consideraban como perjuicios materiales, más que como hechos atentatorios a la dignidad familiar, y reparables mediante un precio convencional.

Una niña soltera y libre prodigaba sus favores de amor a quien quería con absoluta libertad. Pero la de menor edad, es decir, la hija de familia, significaba un valor, una propiedad femenina que nadie podía arrebatar. Por eso la violación se reputaba un robo que se hacía pagar pecuniariamente o con la entrega de la niña al violador, si aumentaba el monto del daño.

El estupro merecía una fuerte indemnización y si no se cubría como dote de la violada, se verificaba el malón de estilo.

Casi nunca se oía hablar de estupros entre los indios, quienes reputaban una cobardía cualquiera violencia contra los niños o un estado próximo a la demencia en el que lo cometía.

Bestialidad.- Tampoco se inmutaba la conciencia araucana con los casos de cumplimiento del acto sexual con animales. Muchas y acaso todas las aglomeraciones aborígenes americanas se manifestaron propensas a esta perversión del instinto genital, particularmente las de estirpe incásica. La tendencia a la zoofilia ha sido conocida por los padres misioneros y por los observadores compenetrados en las intimidades de los modos de vivir del indio. En los cuestionarios para confesar de aquellos catequizadores se encuentran a veces preguntas referentes a esta copulación mórbida, y los que anotan costumbres han llegado a comprobar que es muy común el repulsivo vicio entre los cuidadores de ganados, los cuales lo realizan subidos en un tronco de árbol.

Para ellos no tenía el ambiente local ninguna represión; los jóvenes y las mujeres los burlaban con alusiones picantes y los hombres maduros sonreían con indiferencia o reprochaban sin enojo.

El incesto.- Merecía la reprobación de los habitantes de la parcialidad. Tan sólo algún cacique con fuerzas suficientes para hacer de su capricho una norma de conducta, quedaba exento de toda condenación. Se recordaba no hace muchos años al cacique Huenchecal de Guadaba, que vivió incestuosamente con una hija, sin otra consecuencia que las murmuraciones de la casa y de los alrededores. La unión de una madre sin marido con un hijo, quedaba igualmente sin otra reprobación que la crítica de fuera. Pero en las relaciones amorosas de dos hermanos intervenía el padre, el cual, de propia autoridad ordenaba el castigo de azotes para los dos y de expulsión para el hombre cuando quería. Otro tanto pasaba con los primeros, hijos de dos hermanos, hombre y mujer, el varón procedente del primero y la niña, de la segunda. La regla del parentesco los consideraba como hermanos. Si una mujer casada vivía en incesto con un hijo del cónyuge, quedaba sometida a las penas impuestas para el adulterio.

La pederastia.- La sociedad araucana no estigmatizaba la pederastia, no tan extendida aquí como en las colectividades incásicas. En Arauco la practicaban libremente los machi, curanderos del sexo masculino. Parece que la sodomía era parte integral del machismo, antiguo y moderno. Los cronistas del siglo XVII mencionan la existencia de esta desviación de las funciones genésicas y describen los modos y el exterior de estos pederastas138.

En el aprendizaje del machismo para hombres estaba comprendido el arte de dejar su sexo o de copiar el femenino, en el andar y vestir, en los gestos, voz y miradas. Se pintaban el rostro y se adornaban como las mujeres. Elegían un hombre, invariablemente joven, que desempeñaba el papel de marido. Eran estos machi pederastas pasivos y rara vez experimentaban sensaciones lúbricas con respecto a las mujeres. Los jóvenes destinados a satisfacer la actividad sexual invertida de estos individuos, se hacían el blanco de las burlas de los otros, y nada más. Nunca negaban su condición de pederastas activos, porque les asistía el temor de que negando podían engendrar hijos defectuosos si se casaban.

La lengua designa con la palabra huelle al homosexual y huelletun a la homosexualidad.

La difamación y las injurias.- Importaban un agravio personal que en poco o nada comprometían a la parentela. El injuriado o calumniado se reconcentraba en sí y esperaba la ocasión propicia, una orgía de licor por lo general, para vindicarse en público o para vengarse si la fuerza, el valor o la ayuda de parientes estaban en su favor. Los insultos que mayor ofensa causaban eran: «adúltero, ladrón, cornudo, hijo de prostituta, chancho y, sobre todo, español» (huinka). Ahora los agraviados se golpean con el mango del rebenque, envolviéndose el látigo en una mano, cuando se encuentra en un camino o cuando en una reunión ha libado buena cantidad de licor. Esta manera de pelear va sustituyendo al antiguo loncotún, lucha en la que los hombres se tomaban del cabello para echarse al suelo.

Estafa.- Cuando la propiedad mobiliaria y semoviente adquirió cierta extensión individual, surgió la estafa como perjuicio, que afectaba únicamente a una persona. El estafador llegaba a pie a una casa y se fingía robado de su cabalgadura para conseguir otra; señalaba siembras y animales como propios para sacar dinero a los crédulos; engañaba a mujeres celibatarias que lo seguían a su casa teniéndolo por rico. La estafa era un perjuicio injusticiable: los perjudicados callaban para evitar las burlas y cuando hablaban; todos les decían:

-Eso te pasa por tonto.

La embriaguez.- En un agregado de tribus en que el consumo de licores tomaba grandes proporciones durante las frecuentes fiestas, la embriaguez no merecía estigma alguno; el exceso alcohólico, y a veces el genésico, se aceptaba en tales ocasiones como hábito local. Pero se reprochaba la receptividad mórbida, no por el vicio mismo, sino por el menoscabo que el ipsómano causaba a los parientes con la pérdida de caballos ensillados y la venta a bajo precio de sus prendas de vestir para proporcionarse licor139.