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El teatro de Cervantes

(Introducción)


Rodolfo Schevill y Adolfo Bonilla





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ArribaAbajo- I -

Hemos impreso en los cinco tomos precedentes, las diez comedias y los ocho entremeses que llevan el nombre de Cervantes y que constituyen la única parte auténtica que nos queda de su Teatro. Desde luego, pueden señalarse múltiples distinciones en la fórmula estética que unas y otras comedias implican, por lo cual no hay sólido fundamento para afirmar que el teatro cervantino debe distribuirse en solo dos grupos, clara y totalmente diferenciados por la diversidad de aquellas fórmulas. Es indudable que todas las obras dramáticas cervantinas llevan el particular sello de su ingenio, de su modo de interpretar la materia del Arte (lo representable), es decir, de lo que, a su entender, constituía la base de lo teatral; y es evidente, además, que, en todas aquellas obras, por mucho que difieran en fecha, hay algo de la misma fórmula. Es costumbre hablar de una primera época dramática de Cervantes (que abarca, poco más o   -6-   menos, desde 1582 hasta 1587), y puede ser útil aceptar semejante determinación, aunque no se acomode de un modo perfecto y averiguado a los hechos. En tal sentido, El Trato de Argel y La Numancia, pueden muy bien considerarse como núcleo de las obras de esa primera época. Pero ha de tenerse en cuenta que el tomo de comedias y entremeses cervantinos, impreso en 1615, no representa una fórmula estética radicalmente distinta de la producción anterior del mismo autor, porque posee infinitos rasgos de esa primera época. Veamos hasta qué punto puede explicarse esto, atendiendo principalmente a las declaraciones del propio Cervantes.

* * *

Algunos biógrafos del último, han apuntado la sospecha de que Cervantes escribiese obras dramáticas durante su cautiverio en Argel. A pesar de ser ello posible, y aun probable, no es cuerdo estimar como hecho positivo, lo que por ahora no es susceptible de prueba. Podemos admitir que Cervantes dispuso de ocios, y hasta de papel, tinta y pluma para escribir comedias, durante aquel triste período: lo que sería extraño, es que se conservase lo entonces escrito. El Doctor Sosa, declara (1580) que Cervantes «se ocupaba muchas veces en componer versos en alabanza de Nuestro Señor y de su bendita Madre, y del Santísimo Sacramento, y otras cosas sanctas y devotas, algunas de las cuales   -7-   comunicó particularmente conmigo y me las envió que las viese»; pero no alude a ninguna composición de carácter dramático. En su consecuencia, hemos de juzgar que los primeros frutos de su ingenio, en cuanto al teatro, corresponden con mayor probabilidad a la primera década siguiente a su regreso a la Patria. ¿Cómo armonizar tal hipótesis con las palabras del propio Cervantes?

En el conocido Prólogo de la edición de 1615, habla Cervantes, sobria y objetivamente, de la historia del teatro español, y, después de citar a Lope de Rueda y a Navarro, añade estas importantes consideraciones: «Y aquí entra el salir yo de los límites de mi llaneza: que se vieron en los teatros de Madrid representar Los Tratos de Argel, que yo compuse, La Destruycion de Numancia y La Batalla naval, donde me atreví a reducir las comedias a tres jornadas, de cinco que tenían; mostré, o, por mejor decir, fuí el primero que representase las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro, con general y gustoso aplauso de los oyentes; compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza: corrieron su carrera sin silbos, gritas, ni baraúndas. Tuve otras cosas en que ocuparme; dejé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica».

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Infiérense, de estas palabras de Cervantes, las siguientes consecuencias:

A) Que solo halló dignas de mención tres comedias (Los Tratos de Argel, La Destruycion de Numancia y La Batalla naval), al acordarse de las producciones de su primera época dramática. Y es de notar que, los términos en que se expresa, no permiten suponer que compusiera ninguna de las tres obras durante el cautiverio, sino para los teatros de Madrid.

B) Que se atribuye la prioridad en cuanto a la reducción de las comedias a tres jornadas, y respecto de la representación de las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma.

C) Que había escrito con éxito bastantes comedias (veinte o treinta).

D) Que, después de semejante labor, hubo de ocuparse en otras cosas, abandonando las comedias.

E) Que, al menos por entonces, no sostuvo competencia alguna con Lope de Vega, el cual se había alzado con la «monarquía cómica».

* * *

A) Dos pasajes más hay, dignos de mención, por lo que atañe a las obras dramáticas cervantinas compuestas durante esos años: uno, en el Viage del Parnaso (1614); otro, en el Quixote.

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En el capítulo IV del Viage, escribe Cervantes:


    «Soy por quien La Confusa, nada fea,
pareció en los teatros admirable
(si esto a su fama es justo se le crea).
    Yo, con estilo en parte razonable,
he compuesto comedias que, en su tiempo,
tuvieron de lo grave y de lo afable»,



dándonos a entender que, tanto aludía a las tragedias, como a las comedias propiamente dichas.

En el Quixote (I, 48), cita La Numancia; y, en la Adjunta al Parnaso, vuelve a mencionar Los Tratos de Argel, La Numancia, y La Batalla naval, aumentando la lista con La Gran turquesca, la Jerusalem, La Amaranta o la del Mayo, El Bosque amoroso, La Única, y La Bizarra Arsinda. Pondera La Confusa en los siguientes términos: «Mas la que yo más estimo, y de la que más me precio, fué y es de una, llamada La Confusa, la cual, con paz sea dicho de cuantas comedias de capa y espada hasta hoy se han representado, bien puede tener lugar señalado por buena entre las mejores».

Los términos en que Cervantes alude a La Confusa, hacen suponer que se trata de una obra de época bastante remota. En efecto, a Cristóbal Pérez Pastor debemos el descubrimiento del contrato celebrado por Cervantes con Gaspar de Porres, en 5 de marzo de 1585, para entregarle dentro de quince días, por el   -10-   precio de veinte ducados, la mencionada comedia, cuya fecha puede referirse, por lo tanto, a dicho año.

En el mismo contrato, se obliga Cervantes a entregar a Porres, por veinte ducados, ocho días antes de Pascua de Flores de aquel año, la comedia: El Trato de Costantinopla y muerte de Celin1. De suponer es que todas las obras dramáticas mencionadas en la Adjunta al Parnaso, pertenezcan al grupo de las primeras, compuestas por el autor. Pero llama la atención que, al terminar la Adjunta al Parnaso, o sea por el año 1614, no mencione Cervantes (por lo menos con los mismos títulos) ninguna de las ocho comedias contenidas en el tomo de 1615, todas las cuales debían de estar ya preparadas para la imprenta; lo cual hace sospechar que le importaba publicar las últimas como «modernas» y ajustadas a la moda imperante en aquel año. De todos modos, semejante silencio justifica la hipótesis de que el volumen de 1615 pueda contener cierta parte de la antigua labor dramática cervantina, de suerte que alguna o algunas de las comedias viejas, vestidas de nuevo, remozados los títulos, y acomodadas a los modernos rumbos, figuren en aquel. Nada mas añadiremos ahora sobre el caso, dejando para más adelante, cuando tratemos del argumento,   -11-   técnica y versificación de las Ocho comedias, otras consideraciones más extensas.

Por desgracia, los testimonios sacados de otras fuentes, son de escasa importancia. Rojas, en el Viage entretenido (1603), menciona Los Tratos de Argel, y Matos Fragoso, en La Corsaria catalana, cita, como existente en su tiempo, La Bizarra Arsinda. ¿No podría suceder también que Cervantes exagerase un poco, al decir que había escrito veinte o treinta comedias?

B) Lo de atribuirse Cervantes la invención de haber reducido las comedias a tres jornadas, es evidentemente un error, y de ello trataremos al ocuparnos en la técnica de la antigua fórmula. Puede disculpar a Cervantes, la hipótesis de que no se acordase, en su vejez, de lo que en materia dramática se había intentado antes de su tiempo.

Más difícil de explicar es la aserción de que fue el primero que representó las imaginaciones y pensamientos escondidos del alma por medio de figuras morales. Hemos de creer que, o Cervantes no se explica con suficiente claridad, o hemos perdido las comedias en que de un modo más típico se introducían tales innovaciones. De todas suertes, algo diremos de ellas al estudiar El Trato de Argel, La Numancia y La Casa de los celos.

C) Respecto del éxito de las comedias cervantinas, poco importante nos dicen sus contemporáneos. Alaban alguna que otra; pero nada nos comunican con la suficiente generalidad,   -12-   para que sepamos con certeza si efectivamente los espectadores las acogieron con el «general y gustoso aplauso» a que alude Cervantes.

D) De las conmovedoras palabras de este último («Tuve otras cosas en que ocuparme, dejé la pluma y las comedias...»), infiérese que su abandono de las ocupaciones literarias, obedeció a la necesidad de ganarse la vida, ya porque el «aplauso general» no fuera constante, ya porque le costase demasiado esfuerzo escribir comedias en número suficiente para atender a los gastos diarios.

E) Esto explica que hubiera de rendirse al superior genio dramático de Lope de Vega, que comprendió a su público de un modo admirable y supo responder a las exigencias de la nueva era con sus maravillosas dotes de técnica y de invención teatrales. El brío y la lozanía de las composiciones de Lope, dieron el golpe fatal a la antigua fórmula, y Cervantes, que no sentía inclinación por la nueva, viose obligado a renunciar a la escena.

* * *

Al «dejar las comedias», por el año de 1587, no debió de perder Cervantes la esperanza de tornar a su ocupación favorita, y aun puede conjeturarse que, hasta donde le fue posible, siguió cultivando las relaciones con la gente de teatro. Prueba de ello es el gracioso contrato que   -13-   celebró en Sevilla, el 5 de septiembre de 1592, con el autor Rodrigo Osorio, comprometiéndose a entregarle seis comedias, «una a una como las fuere componiendo», en la inteligencia de que, «paresciendo que es una de las mejores comedias que se han representado en España», Osorio quedaba obligado a pagarle «por cada una de las dichas comedias cincuenta ducados, ... y si, habiendo representado cada comedia, paresciere (no se dice a quién) que no es una de las mejores que se han representado en España, no seáis obligado de me pagar por la tal comedia cosa alguna»2. Harto verisímil es que Cervantes se quedase sin cobrar una blanca.

Pero en el susodicho Prólogo de las Ocho comedias, Cervantes sigue diciendo: «Algunos años ha que volví yo a mi antigua ociosidad, y, pensando que aun duraban los siglos donde corrían mis alabanzas, volví a componer algunas comedias; pero no hallé pájaros en los nidos de antaño; quiero decir, que no hallé autor que me las pidiese, puesto que sabían que las tenía, y así las arrinconé en un cofre, y las consagré y condené al perpétuo silencio.» ¿A qué año aludirá aquí Cervantes? Nada se puede afirmar con certeza; pero, juzgando por el contenido del tomo impreso en 1615, cabe pensar que alguna de esas comedias «nuevamente compuestas», pudiera ser escrita después   -14-   de 1592 (fecha del aludido contrato con Osorio), en aquellos años de la vida de Cervantes, de los que tan escasas noticias tenemos; o también, después de tornar la Corte a Madrid (1606), época en la cual, por influencia del ambiente, pudo Cervantes sentir deseos de volver a su antigua ociosidad. De todos modos, este regreso a las aficiones de antaño, debió de ser poco duradero, y carecemos de datos para determinar el período de tiempo durante el cual quedaron arrinconadas las comedias entonces compuestas. Años después, cuando el librero aludido por Cervantes (en el susodicho Prólogo), le dijo que «de su prosa se podía esperar mucho, pero que del verso, nada», el apesadumbrado poeta «tornó a pasar los ojos» por sus comedias y entremeses, y decidió vendérselos al tal librero, lo cual debió de acontecer muy cerca del año 1615, quizá en 1614. Lógico parece, pensar que las obras coleccionadas para la imprenta y que salieron a luz en el tomo de 1615, representasen, poco más o menos, cuanto había quedado, de todas las épocas pasadas, entre los papeles del autor. Que el contenido del tomo databa de «algunos años», lo da a entender Cervantes en el Prólogo. Que también hubiera comedias de la primera época sin publicar, y, entre ellas, algunas cuya aceptación popular había llenado de orgullo al autor, parece más que probable, y de ello trataremos luego, al estudiar la fecha de composición de las obras.»

Todo esto indica que en ninguna de las épocas   -15-   de la carrera dramática de Cervantes, pueden determinarse fórmulas estéticas radicalmente distintas de la primera. Si la comedia titulada El Engaño a los ojos, que Cervantes estaba componiendo en 1615, se hubiera conservado, posible sería conocer una fórmula en cierto modo definitiva de su teatro. Lo único que se puede conjeturar, respecto del tomo de 1615, es que, en parte, contiene comedias de la primera época, reformadas, y, en otra parte, comedias escritas bastante antes de aquel año. Así y todo, los temas de las últimas no tenían gran novedad en la XVII.ª centuria. En cuanto al carácter de las Ocho comedias, la afirmación de que «no tienen necedades patentes y descubiertas», no convence al lector, mientras que la seguridad que nos da Cervantes, de que «el verso es el mismo que piden las comedias, que ha de ser, de los tres estilos, el ínfimo», abre camino a la sospecha de que el autor las remozase un tanto en tal sentido, antes de darlas a luz. Por lo demás, la preceptiva literaria de Cervantes, era la corriente en su tiempo. Así, el Dr. Alonso López Pinciano, en su Filosofía antigua poética (Madrid, 1596), habla de tres estilos: el patricio, que llama alto; el plebeyo, que califica de bajo; y el ecuestre, que denomina mediano; añadiendo que estilo bajo será: «el que tuviere las palabras propias y comunes, y que, si usare de algunas figuras, sean tomadas de cosas humildes y bajas» (Epístola VI), y poniendo, entre las diferencias de la comedia respecto   -16-   de la tragedia, «que la tragedia quiere y demanda estilo alto, y la comedia bajo» (Epístola IX)3.

En el capítulo 48 de la Primera parte del Quixote, Cervantes, con motivo del coloquio entre el Cura y el Canónigo, diserta sobre el teatro español, en términos que no dejan lugar a duda de que, para el autor, la fórmula dramática de los años 1580-90, superaba, desde todos los puntos de vista, a las composiciones del nuevo siglo XVII, las cuales, a su juicio, «todas o las más son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza»; y el tomo de 1615 nos obliga a creer también que, a pesar de los años transcurridos, Cervantes prefería el teatro de su juventud al de su vejez; y que, con todas sus concesiones al «mónstruo de naturaleza», con todas sus imitaciones del arte nuevo de hacer comedias, no sacudió jamás el yugo de la moda teatral que había conocido y admirado en su mocedad. Por eso, hasta en sus más recientes obras dramáticas, prefiere modificar la fórmula antigua, a esforzarse por aceptar totalmente la estética del drama en 1615.

De todas suertes, no es posible comprender la obra cervantina de los últimos años, ni tampoco la de los primeros tiempos, sin una clara exposición del valor del teatro español durante los años que siguen inmediatamente al cautiverio   -17-   de Cervantes. Este valor, desde el punto de vista del arte, puede ser considerado según dos aspectos: el de la técnica, incluyendo en ella el sistema de versificación de los dramas de la época; y el del concepto que los poetas tenían de los elementos dramáticos fundamentales, expresados en el pensamiento y en los episodios de sus obras. Tratándose de Cervantes, no se ha establecido la debida distinción entre esos dos aspectos, lo cual ha sido obstáculo para determinar hasta qué punto se asimiló aquel una y otra influencia. De haberse hecho tal distinción, habría podido observarse que, mientras Cervantes conserva casi por completo la técnica de la primera época, se diferencia mucho su criterio, del concepto dramático aceptado por Cueva, por Argensola y por sus contemporáneos. Cervantes imitó la técnica y la versificación del siglo XVI; pero, echando en olvido sus principios, no llegó, conscientemente por lo menos, a aceptar en modo alguno el ambiente dramático, las crudezas, los despropósitos y los horrores «patentes y descubiertos» de un Príncipe tirano, de un Atila furioso, o de la misma Isabela, tan loada por él en el sentido de «guardar bien los preceptos del arte». El no ser un gran poeta, explica lo primero, que le impedía mejorar y señalar rumbos nuevos a la técnica; mientras que la superioridad de su discreto ingenio, el admirable equilibrio de su espíritu, que ignoraba casi por completo lo que constituye el elemento trágico, le contuvo hasta cierto   -18-   punto, evitando que emulase los excesos de sus contemporáneos. Defectos hay en las comedias cervantinas; pero son los propios de un espíritu infantil, que jamás puede llegar a concebir un episodio profundamente trágico, ya porque le repugnasen el horror y el crimen, ya porque, en su ánimo noble y sereno, el arte dramático no engendrase nunca una inspiración bastante poderosa para que sus creaciones estuviesen a la altura de las de un Sófocles, un Shakespeare, o un Lope de Vega.

Respecto de la técnica de la primera época, los autores que más pudieron influir en Cervantes, fueron Juan de la Cueva, Lupercio Leonardo de Argensola, Cristóbal de Virués, y, en menor grado, Rey de Artieda, Francisco de la Cueva y algún otro.

Con poca seguridad se podrá juzgar en cuanto al número corriente de actos de las comedias, mientras no se acreciente nuestro conocimiento del caudal dramático de la época. No resuelve la dificultad el aserto de Cervantes, según el cual redujo de cinco a tres el número de jornadas, porque, cuando él comenzó a ejercitar su pluma en el género dramático, a principios de 1580, las comedias se escribían ya, por la mayor parte, en cuatro actos, y no en cinco, como lo prueban las de Juan de la Cueva4, Francisco   -19-   de la Cueva (Trajedia de Narciso), Rey de Artieda (Los Amantes) y hasta la misma Numancia y El Trato de Argel (la edición de Sancha, en cinco actos, representa una variante sin autoridad). Los ensayos, en cinco actos, de Jerónimo Bermúdez, son manifiestas imitaciones de los modelos clásicos, con coros, y no contribuyen a resolver el problema. Otro tanto puede decirse de la Dido de Virués, en cinco actos (con coros). Las piezas de este autor escritas en tres actos, como la Semíramis, El Atila, La Infelice Marcela (en tres partes) y La Casandra, parecen obras refundidas o reformadas antes de la impresión de 1609. En cuanto a Lupercio Leonardo de Argensola, cuyas dos comedias restantes (La Isabela y La Alejandra), fueron compuestas hacia 1581-1585, no es seguro tampoco que aceptase la división en tres actos, a pesar de ser este el número en el actual estado de sus obras, porque en la Loa que al principio de La Alejandra pronuncia «la Tragedia», se lee:

    «El sabio Estagirita da lecciones
cómo me han de adornar los escritores;
pero la edad se ha puesto de por medio,
rompiendo los preceptos por él puestos,
y quitándome un acto, que solía
estar en cinco siempre dividida.»


¿Quiere esto decir que Argensola no escribió sus obras dramáticas en tres jornadas, sino en cuatro, y que solo poseemos esas obras en   -20-   un estado posterior al primitivo? De todos modos, es seguro que Cervantes sabía a qué atenerse sobre el caso, puesto que las conocía muy bien y las elogió singularmente en el Quixote. Si originalmente se dividieron en tres jornadas, deberían diputarse posteriores a la innovación que Cervantes se atribuye, lo cual nos permitiría inferir que El Trato de Argel, La Numancia y La Batalla naval (donde «se atrevió» Cervantes a reducir las comedias a tres jornadas, de cinco que tenían), se compusieron, por lo menos, antes de 1585 (fecha probable de la representación de las obras de Argensola) y después de 1581. Como quiera que sea, Cervantes pudo decir más lógicamente que redujo el número de jornadas, de cuatro (no de cinco) a tres, innovación conocida (puesto que consta ya en el anónimo Auto de Clarindo [1535?] y en la Comedia Florisea [1553] de Francisco de Avendaño), pero que no se generalizó hasta últimos del siglo XVI. La novedad no es de tener en cuenta hasta que se hace general, y, en tal sentido, Cervantes pudo contribuir (y nada más) a extenderla.

Respecto de la versificación cervantina (en las obras dramáticas), la crítica se ha limitado, hasta ahora, a declarar que El Trato de Argel y La Numancia, constituyen un grupo aparte, caracterizado por la falta de romances5; y que las ocho comedias, impresas en 1615, representan   -21-   otra fórmula, caracterizada por el uso del romance y por la adopción del verso «que pedía» la comedia en esta última época. Pero sería erróneo considerar como únicos y definitivos tales caracteres, porque, según veremos más adelante (hasta donde permite el corto espacio de que podemos disponer), queda mucho de la antigua técnica en el tomo de 1615.

En general, la versificación cervantina, en la primera época dramática, nada tiene de original: es la que emplean los demás dramaturgos de aquel tiempo. Para quien estudia con algún detenimiento a Juan de la Cueva, a Argensola, a Virués, y aun a Bermúdez y a Francisco de la Cueva, el mecanismo de su versificación tiene asombroso parentesco con el de Cervantes. La mitad de las combinaciones métricas de El Trato de Argel, son redondillas, quintillas, y estrofas del tipo de las de La Galatea6; y la otra mitad, versos sueltos, tercetos y octavas, tipos de verso largo. En cambio, este último predomina en La Numancia, también en forma de octavas, tercetos y versos sueltos (ocupando las tres cuartas partes de la comedia), habiendo además, como se echará de ver en el esquema correspondiente, redondillas. De esta mezcla de versos largos con otros de índole lírica (como las quintillas y las redondillas), trataremos más adelante, y asimismo del empleo de romances.

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Llama la atención, desde luego, la ausencia de estos últimos en los dramaturgos contemporáneos de la primera época teatral de Cervantes; pero aún es más útil que la observación de tal circunstancia, el estudio de la versificación de Juan de la Cueva, de Argensola, de Virués, y de otros de aquellos, cuyo parentesco literario con el autor de La Numancia se echa de ver a cada momento. Respecto de Juan de la Cueva, la imitación cervantina es evidente: el sistema poético es el mismo; las rimas son frecuentemente idénticas; el léxico parece, en ocasiones, prestado por un escritor al otro, y se repiten en Cervantes frases estereotipadas y alusiones clásicas, que igualmente constan en Cueva. Los tercetos, las octavas, los versos sueltos, y hasta las estrofas de trece o catorce versos de Cueva, podrían algunas veces juzgarse como del propio Cervantes. La glosa, que Lope de Vega y sus contemporáneos del siglo de oro introducen con frecuencia en su teatro, hállase ya en Cueva7, de quien pudo tomarla Cervantes para algunas de sus Ocho comedias de 1615.

No sin misterio alaba Cervantes las comedias de Argensola. Hay, en efecto, notoria semejanza entre la técnica de uno y otro, aunque no sea fácil determinar quién influyó en su contemporáneo. Mas, como Argensola era poeta mejor dotado que Cervantes, puede suponerse que   -23-   este fijó su atención en las formas métricas del primero, tales como hoy mismo se evidencian en La Isabela y en La Alejandra. En ambas obras abundan los tercetos, las octavas, los versos sueltos, las estrofas, las quintillas (Isabela) y las redondillas (Alejandra). Probable es también que Cervantes admirase en Argensola la fuerza emotiva, la nueva entonación de sus escenas trágicas, el atrevimiento (muy raro, o desconocido hasta entonces) de su fórmula dramática; y asimismo debió de reconocer que Argensola, como dramaturgo, es mucho más impresionante que Cueva, lo cual equivalía a admitir un progreso en el primero respecto del segundo.

Semejante estudio merece la versificación de Virués, algunas de cuyas obras (por ejemplo, la Semíramis) representan una forma primitiva, más análoga al teatro de los años 1570 a 1580, que al de Lope de Vega, a pesar de la división en tres jornadas. Hasta los versos largos de Jerónimo Bermúdez, muy propios de su época, pudieron influir en Cervantes, y hay en este algunos rasgos que no dejan de recordar el estilo de aquel. Así, el monólogo del Rey, en la Nise lastimosa (II, esc. 2.ª):

    «Señor, que estás en esos altos cielos
y desde allá bien ves lo que proponen,
lo que las almas piensan y pretenden:
inspira esta alma mía, no fallezca
en el aprieto grande en que se halla;
recelos y osadías me combaten,
extremos de piedad y de crueza» etc.,


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merece compararse con el monólogo de Aurelio en El Trato de Argel:

    «Padre del cielo, en cuya fuerte diestra
está el gobierno de la tierra y cielo,
cuyo poder acá y allá se muestra,
con amoroso, justo y santo celo:
si tu luz, si tu mano no me adiestra
a salir de este caos, temo y recelo
que, como el cuerpo está en prisión esquiva,
también el alma ha de quedar cautiva.»


Mucho que desear deja la estructura de todas esas obras dramáticas anteriores a Lope de Vega, cualquiera que sea su autor; y preciso es reconocer que Cervantes no supo fundir en un molde nuevo la fórmula que no hizo sino aceptar al principio. Ni existe criterio psicológico en el desarrollo de los caracteres, ni hay extraordinario arte en el diálogo, ni están bien calculadas las entradas y salidas de los personajes. Rara vez presenta el conjunto el aspecto de una construcción artística, cuyos principios, medios y fines se correspondan en natural proporción, perfecta aun en sus más pequeños detalles. Solamente los poetas de altos vuelos poseen una técnica consumada, y los tiempos no eran todavía propicios para que surgiese el genio dramático que se necesitaba. Bien lo echó de ver en la época moderna D. Leandro Fernández de Moratín, el más severo crítico que ha tenido el período de transición a que nos referimos. Apenas escapa a su condenación una sola comedia de las aludidas. Y sabido es que Nasarre,   -25-   al reproducir en 1749 las Comedias y entremeses, se creyó en el caso de escribir: «tan parecidas son las comedias a las que son tenidas por buenas y agradables, y estan tan bien puestos los desaciertos, y tan perfectamente imitados los desbarros que passan por primores, que se creera que es comedia lo que no es otra cosa que burla de la comedia mala con otra comedia que la imita, que es lo mismo que haver hecho las ocho comedias artificiosamente malas, para motejar y castigar las comedias malas que se introducian como buenas».

Por lo que toca al concepto de lo representable, casi todas las obras de este período muestran parecidos defectos. Si, por una parte, carecen de acción, por otra tienden a producir emociones violentas y exageradas. Pero en esto no se distinguen esas obras de las de cualquier otro teatro que se halle en la primera edad. En tal sentido, es injusto compararlas con las producciones de tiempos más adelantados, en que el arte ha llegado a su apogeo con un Shakespeare o con un Lope de Vega. El teatro de una época de transición puede, sin duda, dar muchos pasos en falso; pero lo importante es que, con todas sus deformidades, logre inspirar a poetas que perfeccionen lo comenzado. Las emociones elementales, el horror, la venganza, el exceso de lágrimas y de gritos, no constituyen factores verdaderamente trágicos; pero pueden despertar a genios artísticos, elevándolos a superiores esferas. Tal acontece en la historia   -26-   de los mejores teatros, y así como antes de Shakespeare aparece un Tomás Kyd, así antes de Lope de Vega surge un Cueva o un Virués. La poética de Argensola, por ejemplo, se estimará hoy un tanto pueril; pero representa un gran paso más allá de lo insulso, de lo desmayado de la época precedente. Dícenos que el recitante contaba

«miserables tragedias y sucesos,
desengaños de vicios, cosa fuerte
y dura de tragar a quien los sigue»,


mientras que su Tragedia afirma

«que todo ha de ser llanto, muertes, guerras,
envidias, inclemencias y rigores.»


Esto puede parecer tosco y rudo como principio de una dramaturgia; pero también puede convertirse, en manos de un Lope, en obras imperecederas. El mismo Cervantes, que nada tuvo de esencialmente dramático, a pesar de su inmenso ingenio, se vio en el caso de apartarse de sus contemporáneos en tales extravíos, y sintió (merced al dominio sobre sí propio, al equilibrio mental, a la sencillez de espíritu que sus primeras obras muestran) el anhelo de algo más noble y más humano. En ello estriba la influencia que su labor dramática, con todos sus capitales defectos, pudo ejercer; y por eso no merecen sus comedias el abandono y el menosprecio de que han sido objeto. Nuestro   -27-   interés por las comedias cervantinas, no consiste, como algunos han creído, en que sean del autor del Quixote, sino en representar un progreso respecto del teatro anterior a él. Llévanle gran ventaja, en efecto, un Trato de Argel y una Numancia, por la nobleza de los sentimientos, verdaderamente patrióticos o religiosos, por el conato de trasladar al arte dramático, de un modo más verídico que se había hecho hasta entonces, la experiencia y los ideales de la humanidad.




ArribaAbajo- II -


ArribaAbajoEl Trato (o Los Tratos) de Argel

En la nota 7-4 del tomo V de la presente edición del teatro cervantino, hemos tratado del manuscrito que nos ha servido de base, el cual nos parece bastante próximo a un original fidedigno. Hemos resuelto las abreviaturas, no conservando las mayúsculas en medio de la frase, y rectificando la puntuación.

Rosell conoció ese manuscrito (de 16 hojas en folio), y lo imprimió en su edición de Madrid (tomo XII de las Obras completas de Cervantes; 1864); pero no puso en la reproducción toda la escrupulosidad debida, ni juzgó bien al no concederle   -28-   la importancia que realmente tiene (no solo por su antigüedad, que es de últimos del siglo XVI o principios del XVII, sino también porque se conserva mucho mejor que otros de la misma época). La comedia, por constituir una serie de inconexos episodios, se presta con facilidad a divisiones arbitrarias, y así no debe causar sorpresa que en nuestra edición conste de cuatro jornadas, mientras que en la de Sancha (1784) se divide en cinco. Mayor luz hubiéramos quizá podido dar, si nuestras reiteradas gestiones para consultar el manuscrito que fue de Sancho Rayón8 hubiesen tenido buen suceso. Si el tal manuscrito se encuentra, como parece, en la Hispanic Society de New York, no perdemos la esperanza de utilizarlo.

Si El Trato de Argel no fue la primera de las tentativas dramáticas de Cervantes, pertenece, por lo menos, según todas las probabilidades, a la más antigua época de su vida de dramaturgo. El mismo Cervantes menciona en primer término aquella obra en la Adjunta al Parnaso y en el Prólogo de las Ocho comedias, y, aunque tal circunstancia no constituya un argumento de gran fuerza, parece harto natural que comenzase su carrera dramática con un asunto semejante. Nótese también que Agustín de Rojas, en su Loa de la Comedia (1603), recuerda Los Tratos como obra de otros tiempos, y no hace mención de La Numancia. Al regresar del   -29-   cautiverio argelino, los temas de El Trato hallábanse presentes en la memoria del autor, en cuyo espíritu debieron de ser entonces los sentimientos predominantes, el del amor a la Patria recuperada y el de la gratitud (a la Virgen) por su rescate, que son precisamente las emociones que más resaltan en la comedia cervantina. Por otra parte, la rudimentaria técnica de la obra, acusa poca práctica en este género literario. Nada más ingenuo ni sencillo, por ejemplo, que la actuación de las figuras morales en El Trato: la Ocasión y la Necesidad nos revelan los más ocultos pensamientos de Aurelio, el cual se limita a repetirnos cándidamente las frases que aquellas han pronunciado ya (V, pág. 68 y siguientes).

En otro aspecto, El Trato de Argel es uno de los documentos más interesantes para la biografía de su autor durante el período del cautiverio de este en Argel. Constituye la primera de aquella serie de producciones que contienen detalles autobiográficos de importancia, como La Galatea (V), Los Baños de Argel, la historia del cautivo en el Quixote, La Española inglesa, El Amante liberal, El Licenciado Vidriera, El Gallardo español, La Gran Sultana, y el Persiles (III). Acrecientan el carácter realista de esta y de otras comedias análogas, las alusiones históricas a sucesos locales o a personajes contemporáneos y suenan en ella nombres tan conocidos como el del Padre Fr. Juan Gil, el de Fr. Jorge del Olivar, y el del Dr. Antonio de   -30-   Sosa, a quienes han inmortalizado sus relaciones con el autor del Quixote9.

La suerte ha favorecido a los eruditos, con la existencia de un libro que representa un verdadero e indispensable comentario de El Trato, de Los Baños de Argel y de otras obras cervantinas. Nos referimos a la Topographia e Historia general de Argel (Valladolid, 1612), del Maestro Fr. Diego de Haedo10. En los correspondientes lugares de las Notas verá el lector cuán grande es el número de vocablos, frases y hasta episodios que serían inexplicables sin el auxilio de dicho libro11. Haedo fue, además, el primero, entre los contemporáneos de Cervantes, que dio pormenores de interés acerca del cautiverio de este último, aunque nada   -31-   se pueda inferir de la Topographia respecto de las relaciones de amistad que hubieran mediado entre su autor y Cervantes, ni tampoco acerca de las que, según consta por otros documentos12, hubo entre el mismo Cervantes y el Dr. Sosa, principal personaje de los tres diálogos que van al final de la susodicha Topographia.

Desgracia ha sido para nosotros que Cervantes no se resolviese a imprimir durante su vida El Trato de Argel, La Numancia, ni otra ninguna de aquellas veinte o treinta comedias (si es que no figura alguna en el tomo publicado en 1615) que dice haber escrito en su primera época dramática. Por eso deja tanto que desear la versión de El Trato que por pura casualidad ha llegado a nosotros; por eso hay en ella tantos cambios, tantas confusiones, que en las Notas hemos indicado, y que contribuyen bastante a rebajar el valor intrínseco que el original pudo tener. Así y todo, échase de ver que la obra, aun en su más perfecto estado de conservación, debió de adolecer de graves defectos en cuanto a la estructura y al lenguaje. Es una de las primeras comedias en que se hace uso de la doble intriga amorosa (la pasión de Zara por Aurelio, y la de Izuf por Silvia), artificio que sin duda le pareció muy bueno a Cervantes, y quizá también al público de su tiempo, que halló tal vez cómica   -32-   la situación de Izuf. El mismo procedimiento utilizó el autor en Los Baños de Argel y en El Amante liberal; y aun el propio Lope de Vega lo imitó en su comedia de Los cautivos. Conocida esta técnica de la doble intriga fuera de España, acaso por medio de la primera versión francesa de las Novelas exemplares (1615), sugirió asimismo la imitación en el extranjero; y así, en Inglaterra, el notable dramaturgo Thomas Heywood, tomando por modelo El Amante liberal, empleó el artificio citado en su comedia The Fair Maid of the West (dos partes; 1631), donde igualmente hay naufragios, cautiverio entre moros, y otros rasgos de los que distinguen a El Trato y a aquella novela ejemplar.

Lo artificioso de la trama, obsérvase también en los sentimientos y en el lenguaje. Recuérdese (sin necesidad de citar otros ejemplos) al moro Izuf «en lágrimas deshecho» (jorn. II, página 33), como cualquier personaje de la novelería morisca; y repárese asimismo en frases estereotipadas, como «la fuerza insana de implacable hado» (jorn. I, pág. 18), reminiscencia del estilo de Juan de la Cueva, en cuyas obras no es raro tropezar con todo aquello del «hado insano», del «cielo benigno», etc., etc. Aparecen igualmente en la comedia rasgos que después llegaron a ser constantes en el estilo cervantino: la repetición variada del mismo vocablo («en vano al vano viento»; jorn. III, pág. 66), el contraste de las imágenes («será vuelta... mi cerrada noche en claro día»; Jornada   -33-   III, pág. 65), el enlace de la negación con la afirmación («de mi mar incïerto cierta guía»; jorn. I, pág. 18; «necesidad increíble, muerte creíble»; jorn. I, pág. 8), etc.

Sería un tanto injusto censurar la técnica y la versificación de textos tan viciados como los de El Trato de Argel y La Numancia; pero no podemos atenernos sino a los que han llegado a nosotros, y, si bien hay en ellos faltas que indudablemente proceden de los copistas, algunas, en cambio, no pueden dimanar sino del mismo Cervantes. Señalemos el empleo del hiato (típico de la poesía de aquel tiempo), ante palabras que comienzan con h (f en latín), como en estos ejemplos:

«Antes morir que || haçer»,

(jorn. I, pág. 16),                


«En braços de la || hambre me entregase»

(I, pág. 20),                


«Si todavia piensas de || hüirte»

(III, pág. 62),                


«Pues, qué quieres que || haga, dime, hermano»

(III, pág. 62).                


Los tipos de estrofas, son los mismos de La Galatea. En general, no denotan gran inspiración las formas métricas de El Trato; pero hay en ellas, a nuestro parecer, cierta frescura que no se echa de ver en composiciones similares, de las que se leen en comedias cervantinas de época posterior.



  -34-  

ArribaAbajoEl Cerco de Numancia (o La Destruycion de Numancia)

El manuscrito que tomamos por base de nuestra edición, está mencionado en la nota 103-2 del tomo V de las Comedias y entremeses. Representa, sin duda, un texto más defectuoso que el publicado por Sancha en 1784; pero nos parece menos retocado que el segundo, y creemos que debe concedérsele también mayor autoridad, mientras no pueda estudiarse directamente el original que el mencionado editor reprodujo. El procedimiento seguido por Sancha en otras ediciones, hace sospechar que pudo en esta dejarse llevar de su tendencia a corregir los textos, y no es cuerdo, por lo tanto, diputar por auténticamente cervantinas las lecciones que nos ofrece. Tampoco da noticia Sancha del estado del manuscrito que utilizó, ni dice nada respecto de su hallazgo, ni de sus antiguos poseedores, ni de si introdujo o no modificaciones en él. Inútilmente (como en el caso de El Trato de Argel) hemos buscado ese original, que quizá se halle, con el de la comedia precedente, entre los papeles que fueron de Sancho Rayón y figuran hoy en la Biblioteca de la Hispanic Society de New York, sin estar todavía, por desgracia, a disposición   -35-   de los investigadores. Rosell, que tampoco logró consultar el manuscrito seguido por Sancha, se limitó a reimprimir el texto de este último, en el tomo X (véase la pág. VII) de las Obras completas (edición Rivadeneyra; 1864), con muy escasas enmiendas.

En cuanto al manuscrito que por primera vez sale a luz en nuestra edición, procede de la biblioteca de La Barrera, el cual solo dice respecto de él, que lo halló en 1852 (pág. 88 de su Catálogo). Se custodia hoy en la Biblioteca Nacional de Madrid, y es de letra de principios del siglo XVII, o muy poco anterior. El copista (que, por cierto, era de bien menguada cultura), debió de tener presente un texto bastante próximo al seguido por Sancha. Induce a creerlo así el examen comparativo de la ortografía, y especialmente el de las acotaciones (que importan mucho en estos casos). Además, lo comprueba la concordancia de versos y escenas, que no se observa, como hemos visto, en los textos de El Trato de Argel. Cierto que las variantes son muy numerosas; pero más bien deben atribuirse a descuidos o ineptitud del copista, que a deliberadas alteraciones. Conservar los desatinos de aquel, hubiera sido equivalente a presentar un texto ilegible; por eso no hemos vacilado en aceptar la lección de Sancha, cuando parecía mejor y no se oponía a la índole del estilo cervantino, sin perjuicio de conservar la lección del manuscrito, por escasas probabilidades de exactitud que ofreciese.   -36-   Hemos anotado las enmiendas; pero ha de observarse que muchas de ellas no representan sino conjeturas más o menos aceptables. La poca autoridad de la edición de Sancha, y los notorios defectos del manuscrito, obligan a veces a fundir ambos textos, para obtener una lección que ofrezca sentido; pero no puede negarse que, a veces, el resultado no es enteramente satisfactorio, y que, con los elementos de que disponemos, es imposible presentar un texto definitivo. Conservamos la ortografía del manuscrito, a pesar de sus muchas incongruencias (v. gr. las que muestra el uso de la x y el de la j); reducimos el número de acentos a lo indispensable para facilitar la lectura; apuntamos en las Notas las erratas o las equivocaciones evidentes del copista; insertamos entre corchetes ([ ]) nuestras adiciones, y, entre paréntesis, las palabras o letras ociosas; modernizamos la puntuación; cambiamos las mayúsculas en minúsculas, y viceversa, cuando el caso lo requiere; y deshacemos, como de costumbre, las abreviaturas.

Otro punto hay que demanda especial aclaración, tratándose de una obra tan importante como La Numancia. Solo existen, que sepamos, dos manuscritos de esta comedia. Sancha imprimió su texto, según otro manuscrito que no hemos logrado encontrar. Rosell, a pesar de lo que en contrario da a entender Rius (Bibliografía crítica, I, 153), no hizo su edición de 1864 en vista de ningún manuscrito, sino que se limitó,   -37-   como ya hemos advertido, a copiar la de Sancha. Pero ¿qué decir del manuscrito que Rius afirma haberle sido prestado por Sancho Rayón para su examen? El manuscrito de El Trato que aquel vio, debió de ser el impreso por Sancha, porque no hay noticia de otro ninguno, que conste de 44 folios numerados; pero La Numancia «en 4.º», «con foliación aparte, llenando 54 folios», ¿no podría ser el manuscrito 2417 de la Biblioteca Nacional de Madrid? (Véase Paz y Meliá, Catálogo, pág. 372, donde dice que el manuscrito consta de 56 hojas; pero las dos primeras no tienen nada que ver con el texto de «La Numancia», puesto que la una contiene la lista de las comedias del tomo, y la otra la de los interlocutores, y no se incluyen en la numeración, que principia con la primera jornada). Examinado el susodicho ms. 2417, resulta que, en efecto, lleva foliación aparte, y que la jorn. I consta de 20 hojas; la II, de 17 + 1 (duplicada la 7.ª), y la III, de 16, o sea, en total, 54. Los que se hallan habituados a manejar manuscritos de comedias, convendrán con nosotros en la dificultad de encontrar dos de aquellos, correspondientes a obras distintas, que contengan el mismo número de folios en 4.º y con foliación aparte para cada jornada. ¿Acaso no es verisímil que Rius reparase únicamente en el título, sin fijarse en el contenido, y, por tanto, sin percatarse de que la Numançia çercada del manuscrito no es la de Cervantes, sino obra de un anónimo? Claro está   -38-   que el ms. 2417 procede de la Biblioteca de Osuna, y no es probable, por tanto, que sea el mismo prestado por Sancho Rayón a Rius, puesto que habrá pertenecido a aquella Biblioteca hasta su incorporación a la Nacional; pero no es imposible el caso, y todavía queda la hipótesis de que el manuscrito a que alude Rius fuese el mismo que sirvió a Sancha para su edición de La Numancia.

De todos modos, lo que dice Rius (n.º 328) respecto de que: «afortunadamente, hace pocos años se descubrió una copia...», etc., refiérese al manuscrito de El Trato que hemos publicado. Habla luego Rius de ambas comedias (El Trato y La Numancia), sin distinguirlas; pero lo que añade sobre «enmiendas hechas de otra mano» y sobre «falta de muchos versos», debe aplicarse, una vez más, al texto de El Trato, impreso por Sancha, cuyo manuscrito, según opinión, completamente inaceptable, de Rius, «se tomó del manuscrito de Rosell», siendo así que el de Sancha parece ser texto de apuntador, y difiere muy esencialmente del publicado por Rosell.

* * *

Resuélvese el argumento de La Numancia en cuatro distintos elementos:

1.º De carácter histórico, basados en relatos fidedignos. A este grupo pertenecen los episodios estrictamente guerreros: reformas iniciadas por Cipión en el ejército, al emprender el sitio   -39-   de la ciudad; embajada de los numantinos, y negativa de Cipión a acceder a sus pretensiones (jorn. I); parlamento entre romanos y numantinos (jorn. III); campamento de los romanos (primeras escenas), y desengaño final de Cipión (jorn. IV).

2.º De carácter tradicional o legendario. Tal es el episodio del muchacho que se echa de la torre abajo; episodio de que luego trataremos.

3.º De carácter ideal; como las personificaciones de conceptos abstractos o de objetos inanimados (España, el río Duero y sus tributarios, en la jorn. I; la Guerra, la Enfermedad, el Hambre y la Fama, en la IV), creadas por Cervantes.

4.º De carácter semihistórico; como los episodios ocurridos en el interior de la ciudad, a consecuencia de la dureza del cerco; los padecimientos y la desesperación de los habitantes, afligidos por la enfermedad y por el hambre (jorn. II), etc. A tales escenas, por la mayor parte originales de Cervantes (aunque sugeridas por datos históricos, como los transmitidos por Appiano y otros historiadores), pueden añadirse los sacrificios y oblaciones, los encantamientos hechos ante los dioses para que estos manifiesten su voluntad (jorn. II); la amistad entre Marandro y Leoncio; los lances en que aparecen mujeres y niños; el episodio amoroso de Marandro y Lira; la decisión de entregar al fuego todas las riquezas de Numancia (jorn. III); el heroísmo de Marandro, al sacrificarse arrancando   -40-   a los romanos un pedazo de pan para Lira, y la muerte de todos los numantinos (jorn. IV).

Examinemos ahora cada uno de estos grupos, determinando, en cuanto nos sea posible, las fuentes utilizadas por Cervantes.

1.º Respecto de los elementos históricos, conviene desembarazar la narración fidedigna, transmitida por algunos historiadores, de las interpolaciones y variantes introducidas en los sucesivos relatos de los hechos heroicos que caracterizan la historia numantina. Desgraciadamente, se han perdido las fuentes más próximas a aquellos hechos, como la narración de Polibio, compañero de Cipión, y el libro de Tito Livio, referente a la guerra numantina. Sin embargo, el epítome del lib. LIX de la obra de este último historiador, nos dice que Cipión celebró su triunfo sobre Numancia, catorce años después de haber vencido a Cartago. El vocablo triumphavit está corroborado por otros datos, y hace suponer que, según era costumbre, el general romano llevó a Roma los prisioneros necesarios para el esplendor de aquel espectáculo público. Estrabón confirma tal hipótesis, al escribir que, cuando cayó Numancia, era muy exiguo el número de habitantes que quedaba en la ciudad. Nada añaden a esto Salustio, Valerio Máximo, ni Plutarco; pero, llegada la segunda centuria d. de C., nos encontramos con el extenso relato de Appiano de Alejandría, que parece conservar la tradición auténtica de la guerra numantina. Su narración es la base de cuantos   -41-   detalles conocemos respecto de las guerras de Roma con los españoles, y en ella consta todo lo sustancial de la comedia cervantina (véanse, especialmente, los caps. 13 a 15 del lib. VI). Appiano termina su relato de la destrucción de Numancia (134-133 a. de C.), diciendo que «a poco tiempo llegaron a faltar todos los comestibles, sin frutos, ganados ni hierbas: primero se sustentaron con pieles cocidas, como han hecho algunos en las urgencias de la guerra. Acabadas las pieles, se mantuvieron con carne humana cocida, primero de los que morían, repartiéndola por las cocinas, y después de los enfermos; pero, no gustándoles ésta, los más robustos se comieron a los más débiles. En fin, no hubo mal que no experimentasen; de modo que el alimento llegó a convertir en fieras sus ánimos, y el hambre, la peste, el pelo que en tanto tiempo les había crecido, convirtió en bestias sus cuerpos. En este triste estado se rindieron a Scipión, quien les mandó que en aquel mismo día llevasen todas sus armas a cierto sitio, y que, al siguiente, se juntasen en otro lugar; pero ellos pidieron un día más, confesando que había aún muchos que, por amor a la libertad, querían quitarse la vida... Al principio, muchos se mataron con diversos géneros de muerte, según su gusto; los demás, al tercer día, salieron al sitio señalado, que fue un espectáculo terrible y atroz de todos modos... A los romanos, con todo, les causaba espanto su vista... Scipión, reservando   -42-   cincuenta de ellos para el triunfo, vendió los demás y echó por tierra la ciudad»13.

Parece haberse perdido luego, entre los cronistas romanos, la tradición verídica de los hechos, y, en el siglo II d. de C., se inaugura una nueva versión, representada por el Compendio de las hazañas romanas que corre con el nombre de Lucio Anneo Floro, el cual modifica un tanto el relato de Appiano, y termina afirmando que «ni uno solo de los numantinos fué hecho prisionero; ni un solo despojo se logró, pues aquéllos quemaron hasta las armas. Roma triunfó sólo en el nombre» (lib. II). Semejantes rasgos debieron de impresionar mucho a los historiadores subsiguientes, los cuales, siglo tras siglo, repiten que Cipión no encontró ser viviente, añadiendo, como lógica consecuencia, que, en Roma, le fue denegado el triunfo. Pueden seguirse las huellas de tal versión a través de muchas centurias, y nada nuevo hallamos en escritores como Eutropio o Vegecio (siglo IV), Paulo Orosio (siglo V) y Paulo Diácono (siglo VIII), hasta llegar a Alfonso el Sabio (1270), que, siguiendo a D. Lucas de Tuy (el cual, a su vez, toma por base la adulterada crónica atribuida a San Isidoro), sostiene la peregrina confusión de Numancia con Zamora, no apartándose en lo demás de lo sustancial de los historiadores clásicos, y terminando   -43-   con la afirmación de que «no escapó ninguno dellos (de los numantinos)». (Primera Crónica general de España; Nueva Biblioteca de Autores españoles; tomo V; pág. 29 y siguientes). Nada decimos de aquella confusión topográfica, porque no afecta a la obra cervantina. El curioso lector puede consultar con fruto varios libros, donde el asunto queda dilucidado14.

Las crónicas posteriores, hasta donde hemos podido examinarlas (exceptuando una sola, de la que trataremos más adelante), siguen el relato   -44-   de la alfonsina, sin decirnos nada nuevo sobre el suceso. En el siglo XVI, lo legendario y lo histórico se mezclan. Así, Antonio de Guevara, en sus Epístolas familiares (edición de Alcalá de Henares, 1600; pág. 31; letra para D. Alonso Manrique), habla largamente de Numancia, y acoge, sin decir nada nuevo respecto de la destrucción, cuantas consejas puede. Quitados algunos absurdos, justamente censurados por el Bachiller Rhua, merece citarse lo siguiente, porque hace ver cómo se desarrolla una pura leyenda:

«De que se vieron los numantinos tan infamemente cercados, y que ya no tenían ningunos bastimentos, juntáronse los hombres más esforzados, y mataron a todos los hombres viejos, y a los niños, y a las mujeres, y tomaron todas las riquezas de la ciudad y de los templos, y amontonáronlas en la plaza, y pusieron fuego a todas partes de la ciudad, y ellos tomaron ponçoña para matarse, de manera que los templos, y las casas, y las riquezas, y las personas de Numancia, todo acabó en un día. Monstruosa cosa fué de ver lo que los numantinos hicieron viviendo, y no menos fué cosa espantable lo que hicieron muriendo, porque, ni dejaron a Scipión riquezas que robase, ni hombre, ni mujer de que triunfase. En todo el tiempo que Numancia estuvo cercada, jamás ningún numantino entró en prisión, ni fué prisionero de ningún romano, sino que se dejaban matar, antes que consentirse rendir. Cuando el cónsul   -45-   Scipión vió la ciudad arder, y, después que entró dentro, halló todos los ciudadanos muertos y quemados, cayó sobre su coraçón muy gran tristeza, y derramó de sus ojos muchas lágrimas, y dijo: "¡Oh bienaventurada Numancia, la cual quisieron los dioses que se acabase, mas no que se venciese!"» Y, al final, estima «cosa fabulosa» «decir que la ciudad de Zamora fué en otro tiempo Numancia».

Tampoco añadió nada nuevo Ocampo a la versión de las crónicas, y lo mismo sucede (con la excepción de la Rosa gentil de Timoneda, de que luego hablaremos) con la tradición popular. En el romance sobre el sitio e incendio de Numancia, de Gabriel Lobo Lasso de la Vega (1587), se lee:


    «Queman en la gran ciudad
su hacienda, y sus hijos matan,
y todos, unos con otros,
toman contra sí las armas,
no quedando cosa viva
ni reservada a las llamas,
porque no triunfase Roma
de su ciudad desdichada,
y no quedase vencida,
aunque del contrario entrada»


(Durán, I, pág. 376).                


Y un anónimo del Romancero general, trata del mismo asunto, terminando así:


    «Un horrible fuego encienden
en medio de la gran plaza,
do queman todos sus bienes,
cada cual con mano franca.
-46-
    Unánimes todos dicen
que no se entregue la patria,
que mueran, pues que, muriendo,
hacen inmortal su fama.
    Y así solamente se oye,
entre las voces turbadas
de la una parte y la otra,
razones mal concertadas:
    "¡Alarma, alarma!"
Los unos: "¡Viva Roma!"; otros: "¡Numancia!";
y viendo a Escipión tan bravo y fuerte,
todos, por no entregarse, se dan muerte»


(Durán, I, 377).                


Juan de la Cueva, en su Coro febeo (1587), siguiendo una tradición relativa al fin de Sagunto (tomada por Hannibal, y confundida por algunos con Sigüenza, confusión de la que se burló ya Ocampo), trae pormenores idénticos a los que caracterizan la destrucción de Numancia, haciendo constar que «dellos no quedó hombre vivo».

Varias veces se ha dicho, y quizá con razón, que Cervantes tomó las principales noticias acerca de la destrucción de Numancia, del lib. VIII de la continuación de Florián de Ocampo por Ambrosio de Morales (1574-86), el cual fundó su obra en los autores clásicos y en las mejores crónicas españolas15. Lo mismo hizo, años después (1592), el P. Mariana16.

2.º En cuanto a la leyenda del muchacho,   -47-   único numantino que sobrevive al entrar en la ciudad el ejército romano, ya sabemos (véase nuestro tomo V, pág. 350) que consta en la Rosa gentil de Timoneda (1573). Pero semejante leyenda no había penetrado nunca en la tradición popular, ni conocemos romances viejos que la contengan, ni se halla, que sepamos, en ninguna composición poética anterior al execrable romance de Timoneda. Con razón sospechaba Wolf que el librero valenciano se inspiró en alguna crónica, porque, en efecto, la materia del romance se encuentra en la mal llamada Coronica de España abreviada de Mosén Diego de Valera17, que termina con las siguientes palabras: «Fué acabada esta copilacion en la villa del Puerto de Sancta Maria, bispera de Sant Juan de junio del año del señor de mil y quatrocientos y ochenta y un años, siendo el abreviador della en hedad de setenta y nueve años18. Sean dadas infinitas gracias a nuestro redemptor y a la gloriosa Virgen su madre nuestra señora.»

Sin pecar de severos, podemos afirmar que el autor de la Coronica abreviada chocheaba ya cuando metió su hoz en semejante mies. Imposible sería dar con otra «coronica» más rica de absurdos, a pesar de su carácter compendioso;   -48-   y no es nada fácil (ni tampoco importa mucho) averiguar cuáles fueron sus fuentes, que, en su mayor parte, debieron de ser fabulosas, aceptándolas Valera sin criterio alguno. Así hay en su obra un poco de todo: menciona la fundación de Sevilla por Hércules, el cual marcha luego a Lebrija, que parece ser Lisboa; César vivió, según él, antes que Hannibal, y los godos penetraron en España inmediatamente después de la destrucción de Numancia por Cipión. ¿De dónde sacaría Valera tales bobadas? ¿De alguna crónica desconocida? ¿De algunas consejas de las «que dicen las viejas tras el huego»?... Buen ejemplo de su método es el capítulo relativo a los últimos días de Numancia, copiado casi a la letra por Timoneda, el cual, según Cervantes, «en vejez al tiempo vencía» (coincidiendo una vez más en esto el imitador con el imitado... Arcades ambo):

«El Senado, despues desto, embio al consul Scipion Africano menor sobre Çamora con muy gran hueste; y como los çamoranos supieron la venida de los romanos, salieron a ellos con cuatro mil de cauallo que solamente en la ciudad auian quedado de la guerra pasada, y vuieron su batalla muy cruda, y al comienço fueron vencidos los romanos. E, al fin, tanto los esforço Scipion, que los de Çamora fueron vencidos. Y Scipion no quiso combatir la ciudad, y mando hazer grandes fossados, y estancias muy fuertes a todas las partes donde ellos podian salir a hazer daño en el real, y assi los tuuo   -49-   tanto cercados, que ningunas viandas tenian que comer. E los çamoranos, en tan estrema necessidad puestos, determinaron de matar toda la gente (de) que no se podian ayudar de las armas, y pusieron huego por muchas partes a la ciudad, y, los que quedaron, salieron de gran mañana y dieron en el real de tal manera, que mataron gran gente de los romanos. Y, a la fin, todos los çamoranos murieron, y la ciudad ardió xxii dias, en tal manera, que no pudieron los romanos en ella entrar. Y, desque entraron, no hallaron en ella cosa biua, saluo un moço de edad de xii años, que se auia escondido en un luzillo, y aquel solo lleuaron a Roma. Y como Scipion demandasse que le fuesse dado el triumpho a tan gran victoria deuido, fuele denegado, diziendo que el no auia vencido los numantinos, mas ellos mesmos se auian vencido. Pero, con todo esso, no queriendo amenguarle su honor el Senado, mandaua que boluiesse a Çamora con aquel moço, y lo pusiesse sobre una torre de la ciudad, y le diesse las llaues della en la mano, y gelas tomasse por fuerça, y que, venido a Roma, lo rescibirian con triumpho. Y assi Scipion boluio a Çamora, y hizo todo lo que el Senado mando; y como el moço se vido sobre la torre, dexo caer las llaues que en la mano tenia, y dixo: "¡No plega a los dioses quel triumpho que de mis antepassados tu no ganaste, lo ganes por mi!", y assi dexose caer de la torre, y dio fin a sus dias, quedando Scipion sin auer el triumpho»


(Tercera parte, cap. XX).                


  -50-  

Compárese este relato con el romance de la Rosa gentil, y se verá que no discrepan en nada importante, como no sea en los nombres de Zamora y de Soria (cambio impuesto por el progreso de los estudios históricos, pues no faltaron escritores, durante el siglo XVI, que tuvieron a Soria por el lugar exacto de la antigua Numancia). Dice así el romance (y probablemente no será el único ejemplo de la deuda contraída por Timoneda para con Diego de Valera):


    «Enojada estaba Roma          de ese pueblo soriano:
envía, que le castigue,          a Cipion el africano.
Sabiendo los de Numancia          que en España había llegado,
con esfuerzo varonil          lo esperan en el campo.
A los primeros encuentros,          Cipion se ha retirado:
mas, volviendo a la batalla,          reciamente ha peleado.
Romanos son vencedores,          sobre los de Soria han dado:
matan casi los mas de ellos          los otros se han encerrado.
Metidos en la ciudad,          Cipion los ha cercado;
púsoles estancias fuertes          y un foso desaforado;
y tanto les tuvo el cerco,          que el comer les ha faltado.
Púsolos en tanto estrecho,          que, en fin, han determinado
de matar toda la gente          que no tome arma en mano.
Ponen fuego a la ciudad,          ardiendo de cabo a cabo,
y ellos dan en el real          con ánimo denodado;
pero al fin todos murieron,          que ninguno no ha escapado.
Veinte días ardió el fuego,          que dentro ninguno ha entrado.
Ya que entrar dentro pudieron,          cosa viva no han hallado,
-51-
sino un mochacho pequeño          que a trece años no ha llegado,
que se quedó en una cuba,          do el fuego no le ha dañado.
Vuélvese Cipion a Roma,          sólo el mochacho ha llevado;
pide que triunfo le den,          pues a Soria habia asolado.
Visto lo que Cipion pide,          el triunfo le han denegado,
diciendo no haber vencido,          pues ellos lo habian causado.
Lo que Roma determina,          por sentencia del senado:
que Cipion vuelva a Soria          y que al mozo, que ha escapado,
le ponga sobre una torre,          la más alta que ha quedado,
y allí le entregue las llaves,          teniéndolas en su mano,
y se las tome por fuerza,          como a enemigo cercado,
y, en tomarlas de esta suerte,          el triunfo le será dado.
A Soria vuelve Cipion,          segun que le fue mandado:
puso el mochacho en la torre          del arte que era acordado.
Allí las llaves le pide;          mas él se las ha negado.
Dijo: "No quieran los dioses          que haga tan mal recaudo,
ni por mi te den el triunfo,          habiendo solo quedado:
pues que nunca lo ganaste          de los que ante mi han pasado."
Estas palabras diciendo,          con las llaves abrazado,
se echó de la torre abajo          con ánimo muy osado;
y asi quedó Cipion          sin el triunfo deseado.»


(Wolf y Hofmann: Primavera y flor de romances, número 1.)                


Muy natural es que Cervantes no terminase su drama haciendo que Cipión fuese a Roma y volviera luego a Numancia con el muchacho; pero el hecho de que nos dé a entender que el general romano no gozó del triunfo, a pesar de   -52-   su victoria, revela que no se cuidó de seguir ninguna historia fidedigna, sino más bien algún relato tradicional y popular. El nombre de Viriato, que Cervantes dio al muchacho, es sin duda un recuerdo del famoso caudillo español, que tanto preocupó a los romanos y que fue asesinado el año 140 a. de C., seis antes de la catástrofe numantina.

3.º En cuanto a las figuras morales, es punto que ha sido bastante discutido. Cervantes asegura, en el Prólogo de las Ocho comedias, que él fué el primero «que representasse las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro, con general y gustoso aplauso de los oyentes», y no es fácil formar juicio del alcance de su afirmación, puesto que se ha perdido la mayor parte de la obra que había de servir de base para confirmarla o rectificarla.

Si comparamos lo que nos resta de la primera época dramática de Cervantes, con el teatro de los que a la sazón eran sus contemporáneos (Juan de la Cueva, Argensola, Virués, Rey de Artieda, etc.) observaremos, sin duda, en aquel, un esfuerzo serio y digno hacia un estilo más convincente, hacia situaciones, pensamientos y episodios de mayor verdad psicológica que los de los segundos. En La Numancia, en El Trato de Argel y aun en La Casa de los celos (que podría pertenecer también en algún sentido a esa primera época), son de notar mayor sinceridad en las emociones, ideales más elevados en materia   -53-   de fe y de amor patrio, menor balumba retórica que en las obras teatrales de los autores de aquel tiempo. Pero no aparece tan claro el especial valor de la representación de figuras morales19.

Como tales, intervienen en El Trato: un Demonio, la Ocasión y la Necesidad; en La Casa de los celos, el Espíritu de Merlín, el Temor, la Curiosidad, la Sospecha, la Desesperación, los Celos, Venus, Cupido, la Mala Fama, la Buena Fama, Castilla y un Ángel; en La Numancia, España, el río Duero y otros riachuelos, un Demonio, un Muerto, la Guerra, la Enfermedad, el Hambre y la Fama. No es posible fijar el año en que esas comedias fueron escritas. Como hemos visto, pudo muy bien ser la primera El Trato de Argel, y tanto esta obra como La Numancia (y aun La Casa de los celos, en su forma original), debieron de ser redactadas antes de 1587, quizá antes de 1585. Pero, con anterioridad a tales fechas, ¿acaso no hubo otras comedias que, precisamente en lo relativo a figuras morales, pudieron servir de modelo a Cervantes? El fondo literario de este último, sus   -54-   fuentes y modelos, están casi todos indicados por él mismo; pocos son los escritores en que se inspiró, que no se hallen por él señalados en alguna parte de sus obras. Característico fue de su mentalidad franca y sencilla, hablar sin reparo de lo que acababa de impresionarle en sus lecturas literarias.

Ahora bien: ha de buscarse en La Galatea la primera mención de los contemporáneos de Cervantes que pudieron influir por entonces en sus ideas sobre el arte dramático. Allí (en el Canto de Caliope) se leen los nombres de Rey de Artieda, de los Argensolas, de Francisco de la(s) Cueva(s), de Virués y de Juan de la Cueva, que, evidentemente, pudieron ejercer influencia en los primeros ensayos dramáticos cervantinos. Es interesante el hecho de que Cervantes no vuelva a citar a ninguno de aquellos dramaturgos en el Prólogo de las Ocho comedias, donde solo aparecen los nombres de Lope de Rueda y Navarro, y, tras un largo intervalo, los de Lope de Vega y sus secuaces, lo cual parece indicar que, en 1615, únicamente le preocupaba la fórmula dramática de la nueva escuela, no acordándose ni siquiera de Argensola, de quien había vuelto a hacer mención al final de la Parte I de Don Quixote. Y es lo curioso que esos mismos nombres de Rey de Artieda, de Argensola, de Juan de la Cueva, de Francisco de la Cueva y de Virués (con el del propio Cervantes) son los que vemos citados por Agustín de Rojas en su conocida Loa de la Comedia   -55-   (1603), con referencia a la época susodicha. Después de aludir al período de Lope de Rueda, Rojas pondera la obra de la generación que le sucedió; pero su testimonio no basta para formar juicio acerca del valor estético de los escritores a los cuales menciona; es preciso recurrir al estudio comparativo de las obras mismas, y especialmente al de las de Juan de la Cueva, Argensola y Virués, puesto que es harto menguado el caudal que poseemos de las que Artieda y Francisco de la Cueva escribieron. Analicemos, por ejemplo, lo relativo a las figuras morales, y tal vez logremos determinar con mayor precisión lo que Cervantes quiso decir al afirmar que fue el primero que las sacó al teatro. No puede significar tal afirmación que hasta entonces no habían salido a escena figuras morales, porque precisamente se encuentran en algunos de los escritores citados. Ni vale decir que aquellos dramaturgos escribieron después de Cervantes, porque las comedias de Juan de la Cueva se imprimieron en 1583, y, exceptuadas dos, las demás se representaron en 1579 y 1580, cuando Cervantes estaba en Argel; ni hay motivo para dudar de que Cervantes mismo pudiera presenciar su representación en Sevilla o en Madrid, durante los primeros años de su regreso a España. Esto supuesto, no debe olvidarse que las figuras morales abundan en el teatro de Cueva. La Comedia de la libertad de España por Bernardo del Carpio, termina con un elogio pronunciado   -56-   por el dios Marte, personificación de la guerra; en la Tragedia de la muerte de Ayax, toma parte la diosa Venus, y entra al final la Fama, como en La Numancia; en la Constancia de Arcelina, figuran como «personas» las almas de Aquiles, de Egisto, de Isis, de Dido y de Zoroastes, saliendo, además, el mágico Orbante y una Furia infernal; en la Comedia del Príncipe tirano, aparecen otra Furia (Aleto) y las tres Parcas; en la Tragedia del Príncipe tirano, interviene un mudo («con una hoce y un libro»), y una figura del «reyno», que trae a la memoria la de «España» en La Numancia; en la Comedia del Viejo enamorado, vemos la Invidia y la Discordia (que nos recuerdan la Necesidad y la Ocasión de El trato), la Razón, que representa «pensamientos escondidos del alma», el dios Immeneo (al final), y nada menos que cuatro Furias. Ni siquiera faltan en Cueva las figuras de ríos, porque, al final de la Comedia del Infamador, se presenta el Betis.

Y no es Cueva solamente. En Los Amantes de Rey Artieda (1581), habla una sombra, la Imaginación, que también puede considerarse como representante de «pensamientos escondidos»; y, al final interviene la Fama. En la tragedia de La Isabela, de Lupercio Leonardo de Argensola, la Fama recita el Prólogo, expresando ideas que coinciden con las de la Fama en La Numancia; y, en La Alejandra del mismo autor, la Tragedia hace el papel de Prólogo, saliendo   -57-   otra vez al final. En La Isabela, se presenta además, el Espíritu de la misma. En la Trajedia de Narciso, de Francisco de la Cueva, aparece, al final, el Silencio, «contrario de la Fama» (como si la presentación de esta fuese de rigor en los dramas de la época). En la Semíramis (1579?) de Virués, sale también al final la Tragedia. Pero la influencia de Virués debe buscarse más bien en otros elementos, tales como los coros que introdujo en la conclusión de los actos de su Elisa Dido. Y no precisamente los coros, sino su concepto, como portavoces de pensamientos que los personajes aislados no podían expresar fácilmente, pudo influir en el criterio cervantino. Tal sentido parecen tener las figuras de España y de los ríos, al final del primer acto de La Numancia, donde hablan como habló en las comedias clásicas el Deus ex machina, para explicar los episodios pasados o futuros. Otro tanto acontece con el coloquio entre la Guerra, la Enfermedad y el Hambre; y el dictum de la Fama, al final de la obra, desempeña, evidentemente, la misión de aclarar lo sucedido, o la de imprimir al argumento de la tragedia un cierto sello moral, en forma de admonición consoladora y purificante. En El Trato de Argel, Cervantes logra el efecto del coro con un solo episodio: el de los cautivos que, en la última escena, hincados de rodillas, entonan un noble canto a la Virgen, para dar un remate casi religioso a la comedia. Aunque este final no tenga relación con figuras morales,   -58-   prueba que no desconoció Cervantes el efecto del coro, ni el valor ético que este último prestó al drama clásico, y que el autor de La Numancia pudo muy bien trasladar a aquellas «figuras».

Si buscásemos en el teatro primitivo antecedentes de estos elementos, los hallaríamos, sin ir más lejos, en el de Gil Vicente (el poeta dramático más grande de su época, y cuya trascendental influencia está por estudiar aún). En él figuran dioses, demonios, ángeles, y hasta ciudades y estaciones del año, siendo lógico que, en sus obras devotas, aparezcan personajes como la Fe, la Prudencia, la Pobreza, la Humildad, y otras varias, que también se hallan en las farsas de Diego Sánchez de Badajoz, de Bartolomé Palau y del Bachiller Fernán López de Yanguas.

Ahora bien: ¿en qué puede fundarse la rotunda afirmación de Cervantes, según la cual fue él el primero que sacó figuras morales al teatro? Tal vez en que creyó haber dado a estas figuras más cuerpo, más verdad, mayor peso moral e intelectual en la trama de sus comedias, circunstancias que quizá se comprobasen mejor en las que no han llegado hasta nosotros. De todos modos, es notorio que Cervantes quiso dignificar tales elementos, esforzándose también por su mayor compenetración con los episodios de sus comedias. A pesar de ello, no cabe olvidar los graves defectos de su técnica. Estas «figuras» suelen ser postizos sin carne ni   -59-   sangre, de carácter demasiado externo y ficticio, como procedentes de narraciones donde se hace sobrado ostensible la finalidad moral del autor. Ingeridas en la obra dramática, representan casi siempre el empeño de impresionar los ojos corporales con algo que jamás, en cuanto abstracción, puede ser visible. Y ocurre que la escasísima impresión que tales «personas» causan, está demostrando lo mucho que perjudican al desarrollo psicológico del drama, al proceso de la lucha interior que envuelve, a la representación de la vida que intenta. La oración de España en La Numancia, basta para aburrir al más paciente, y si a esto se añade el exiguo valor poético de los versos, compréndese que el autor no tenga derecho al «feliz remate» que ambiciona.

4.º Los episodios que acontecen en el interior de la ciudad, son de lo más típico de la musa cervantina, y constituyen, a nuestro juicio, lo más original de la obra. Las costumbres de los numantinos presentan los caracteres que eran de suponer en un pueblo semibárbaro, amante de la libertad y de la patria. Defecto no pequeño es, ciertamente, que Cervantes pinte a los numantinos como creyentes en la maquinaria mitológica romana, y adoradores de Júpiter, Plutón, Cerbero y demás deidades del Olimpo clásico; pero quizá sea demasiado exigir, censurar a Cervantes por sus pobres noticias de la historia antigua y de las religiones comparadas.

A pesar de sus notas conmovedoras, estos   -60-   episodios no forman un conjunto trágico, y los elogios que han merecido dependen más bien de su carácter épico. Como tampoco aparecen en ellos individualidades bien definidas, sino rápidas escenas que excitaría compasión, el espectador deberá hacerse cargo de que está escuchando una noble epopeya sobre la destrucción de una valerosa ciudad y el fin de una raza heroica; pero no un drama bien ideado. Los continuos cambios de acción, y el exagerado número de versos narrativos o explicativos, amenguan el interés por la suerte de los personajes.

Sin embargo, no por eso carece de gloria la empresa de haber escrito una tragedia de alta inspiración poética, de índole esencialmente nacional por el brío y la nobleza de los sentimientos. En ello, Cervantes superó a sus predecesores y contemporáneos. Si en estos se descubren momentos de verdadera belleza literaria, lances de positiva emoción dramática, El Trato de Argel y La Numancia demuestran en conjunto un intenso anhelo de crear algo superior, un firme propósito de realizar más encumbrados ideales, desarrollando planes más amplios y duraderos.

* * *

El deficiente estado del texto, hace difícil juzgar con acierto de la versificación de La Numancia. Hay en ella, no obstante, rasgos típicos de   -61-   Cervantes. Sorprende desde luego la pobreza de la rima, cuyas repeticiones engendran, a veces, insoportable monotonía. Así, en una sola octava (jorn. II, pág. 130), tiempo hace las veces de tres vocablos consonantes; en dos tercetos seguidos (pág. 137), fuerça figura también tres veces como consonante; muerte y vida, suministran las palabras finales de los seis versos de otros dos tercetos (pág. 128), y, aunque empleadas de propósito, distan mucho de producir el buen efecto pretendido por Cervantes. Choca igualmente aquella reiteración de consonancias, como amigo y enemigo, vida y omicida, manos y romanos, que a cada paso se ofrece. La técnica del verso, es la misma que la de La Galatea, El Trato de Argel y otras obras de la época; pero a veces no es posible juzgar con absoluta seguridad, por lo viciado del texto.

Pueden también señalarse bastantes hiatos:

A) Ante palabras que comienzan con h (correspondiente, por lo general, a la f latina):

«Bien se os a de || haçer dificultoso»

(pág. 110),                


«Antes morir, que en esto se || hallaran»

(pág. 111),                


«Al fin diçes que ninguna || herida»

(pág. 142),                


«¿Dónde quieres que || huyamos?»

(pág. 189).                


B) Entre dos vocales (con o sin h):

a) Cuando las vocales son idénticas:

«El almete y la || açerada punta»

(pág. 108),                


  -62-  
«Ni la || harpada boz de aquestos cantos»

(pág. 140),                


«Que guerra || ama el numantino pecho»

(pág. 116).                


b) Cuando se trata de dos distintas vocales fuertes, recayendo el acento sobre la primera:

«¿Que || os hiço, dulçe amado?»

(pág. 179),                


«Si no || es para besar»

(pág. 179)20.                


c) Cuando se trata de concurso de vocal débil y vocal fuerte, recayendo el acento sobre la débil:

«Que si || en mi fauor quiere mostrarse»

(pág. 118),                


«Yo a tu || esposo, que es mas peso y carga»

(página 183).                


Tal vez en versos como:

«Mas en las blancas (y) delicadas manos»

(pág. 107);                


no se oyesen las ss finales, pronunciados a la andaluza.

En general, sin embargo, parece justo concluir que la musa cervantina era laboriosa y de mediana inspiración, lo cual, entre otras razones, explica la inferioridad del teatro de Cervantes, respecto de su prosa inmortal.





  -63-  

ArribaAbajo- III -

Desde el punto de vista tipográfico, bien poco tiene de recomendable el volumen de las Ocho comedias y ocho entremeses nvevos, nunca representados, impreso en 1615. La impresión es mala, y sin duda fue poco costosa: los tipos, rotos y usados: el papel, detestable, y poco grato el aspecto de las páginas. Los distintos ejemplares que hemos tenido ocasión de examinar en las bibliotecas de Europa y América, adolecen de los mismos defectos, aunque se observan algunas variantes entre ellos, como si el impresor hubiese querido enmendar ciertos yerros, a medida que los pliegos iban tirándose. Así, tipos invertidos en algunos ejemplares, aparecen bien colocados en otros. Donde en unos se lee «intento caracter» dícese en otros «intentos». El ajuste es también deplorable a veces, y las letras resultan demasiadamente separadas unas de otras. De nuestras Notas habrá inferido el lector cuán grande es el número de erratas, que hacen del volumen algo peor impreso aún que la Parte I del Quixote. Si el librero a quien Cervantes vendió21 sus comedias, quiso ostentar su menosprecio por los versos del autor (según este declara en el Prólogo), logró su propósito, poniendo de su parte cuanto podía para desacreditar el libro.

  -64-  

Entristece la contemplación de este tomo, en el cual quiso Cervantes fundamentar su derecho a ser tenido por autor dramático; y aún es mayor la pena, si consideramos que lo mejor de su teatro quedó tal vez sin imprimirse. ¿No será probable que lo más espontáneo se haya perdido? Nada puede afirmarse sobre ello; pero es lastimoso, para el crítico que haya de juzgar objetivamente, reconocer que este tomo, tal como ha llegado a nosotros, jamás hubiera llamado la atención, si no hubiese sido por el nombre que figura en la portada, por algunas escenas sueltas, y por buen número de los entremeses, que resplandecen como diamantes entre el fárrago de páginas mediocres.

No es tampoco muy satisfactoria la conclusión que se saca del estudio de la estética dramática de Cervantes, tanto teórica como práctica. Lo que dice del teatro, al final de la primera parte del Quixote, contiene observaciones muy discretas; pero es demasiado vago y confuso. Lo de «llevar traza», «seguir la fábula como el arte pide», y «guardar los preceptos», son frases hechas, que permanecen sin explicarse. Ni se obtiene más fruto de «que habiendo de ser la comedia, según le parece a Tulio,   -65-   espejo de la vida22 humana, ejemplo de costumbres e imagen de la verdad, las que ahora se representan, son espejos de disparates, ejemplos de necedades e imágenes de lascivia» (Quixote, I, 48). Cervantes no hace aquí otra cosa que repetir ideas académicas, que no concuerdan con su peculiar genio; y su crítica de los abusos, no va acompañada de manifestaciones que nos den a conocer cuál era el criterio cervantino respecto de la reforma que anhelaba. Además: ¿de dónde sacó él «que los extranjeros, que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros e ignorantes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos?» Por cierto, no concluyera semejante cosa el que tuviese noticia del teatro inglés de la época, por los tiempos en que Shakespeare llegaba a alturas nunca alcanzadas, en obras dramáticas tan «sin leyes» como Romeo y Julieta, Hamlet, Macbeth, y tantas otras. ¿Se referiría Cervantes al teatro italiano, reproduciendo ideas que pudo escuchar de boca de algún actor de esta nación, que abogase por la imitación de los clásicos antiguos? ¿Sabría algo Cervantes del rumbo que el   -66-   teatro francés iba a seguir, influido por las admirables tentativas de un Jodelle o de un Garnier? En tal caso, abriríase aquí una fuente de estudios totalmente nuevos respecto de las relaciones entre los teatros francés y español antes de Lope de Vega. De todos modos, es tan poco explícito Cervantes, que nada seguro podemos afirmar.

No está clara la razón por la cual se niega Cervantes a confesar que el teatro nacional seguía en España la misma lógica y gloriosa marcha que en Inglaterra; y hemos de reconocer que, al decir «que el principal intento que las repúblicas bien ordenadas tienen, permitiendo que se hagan públicas comedias, es para entretener la comunidad con alguna honesta recreación y divertirla a veces de los malos humores que suele engendrar la ociosidad», no hace sino repetir lugares comunes clásicos, que caben en cualquier superficial análisis del teatro antiguo. Pero Cervantes no era académico (según el sentido de la época), ni erudito (afortunadamente), ni jamás, a juzgar por lo que de sus obras conocemos, había profundizado en los cánones dramáticos del clasicismo o del extranjero. Por eso nada dijo de original al escribir que, «de haber oído la comedia artificiosa y bien ordenada, saldría el oyente alegre con las burlas, enseñado con las veras, admirado de los sucesos, discreto con las razones, advertido con los embustes, sagaz con los ejemplos, airado contra el vicio y enamorado de la virtud».

  -67-  

Todo esto lo dijeron hartas veces los críticos y dramaturgos del renacimiento, especialmente en Francia; y es de lamentar que Cervantes no entrase a discutir la naturaleza y condiciones del arte dramático, ni tocase lo esencial de su larga historia. Quizá estaba demasiado cerca de esa evolución para considerarla objetivamente. Poseía dotes superiores al simple conocimiento de los preceptos clásicos; y así condensó en páginas imperecederas su profunda comprensión de la humanidad, su inagotable experiencia de la vida, sin llegar prácticamente a una superior creación dramática, ni decir tampoco nada substancial sobre la teoría de la comedia. Escribió, en el campo de la prosa narrativa, lo que su inspiración le dictaba; pero la Musa teatral no hacía buenas migas con su ingenio, y de ahí que no pasara del noble propósito de componer comedias «que fuesen las mejores del mundo o, a lo menos, razonables». No podrá menos de sonreírse el lector moderno al tropezar con semejante frase y al pensar en que fue Cervantes quien la escribió. Y no es fácil de explicar lo que este último entendió por «razonable», porque poco de ello tienen las páginas del tomo de 1615.

Lo más verisímil es creer que Cervantes se dejó influir profundamente por las obras y las teorías de Juan de la Cueva. Son sorprendentes las semejanzas entre algunos de los pensamientos cervantinos (en el Prólogo de las comedias y en el citado capítulo del Quixote) y las ideas   -68-   expuestas por Cueva en su Exemplar Poético (cuyos manuscritos van fechados en 1606, pero cuyas doctrinas pudo escucharlas Cervantes de boca del mismo autor). Compárense, por ejemplo, los pasajes cervantinos antes reproducidos, con estos versos de Cueva:


«Qu'es en nosotros un perpetuo vicio
    jamas en ellas (las comedias) observar las leyes
    ni en Persona, ni en Tiempo, ni en oficio.
Qu'en cualquier popular comedia ay Reyes,
    i entre los Reyes el Sayal grocero
    con la misma igualdad qu'entre los bueyes.» etc., etc.


(Edición E. Walberg; Lund, 1904; v. 499-504.)                


Es también interesante que ciertos críticos insistan en considerar las comedias cervantinas como obras inmortales, mientras el público (ciego, sin duda) se resiste con tenacidad, hace más de trescientos años, a confesar su mérito. Nada gana con esto la gloria de Cervantes, ni quizá importa mucho, en tales condiciones, que una parte de la crítica se niegue a estimarle como un gran autor dramático. Los futuros lectores no se han de guiar por nuestro criterio, y, sean cuales sean las alabanzas que tributemos a la mejor parte de la obra cervantina, y el esmero con que procuremos distinguir lo mediano de lo excelente, esto vivirá por sí mismo, y aquello será en todo caso materia de curiosidad literaria, mereciendo solamente la atención de los pocos aficionados a lo raro.

Así y todo, es del mayor interés tener en   -69-   cuenta un cambio que sin duda fue determinado en la teoría cervantina por la evolución teatral. Mientras, hacia 1600, abogaba Cervantes por la observancia de las reglas del arte (representación probable de los preceptos aristotélicos, nunca admitidos generalmente en España), seguía el drama su curso progresivo; y así el propio Cervantes, en 1615, optó por hacer concesiones a lo inevitable. Al principio del segundo acto de El Rufián dichoso, y a modo de disculpa, escrita en 1615, de una obra muy anterior y harto opuesta a los principios proclamados hacia 1600, dice la Comedia:

    «Buena fuy passados tiempos,
y en estos, si los mirares,
no soy mala, aunque desdigo
de aquellos preceptos graues
que me dieron y dexaron
en sus obras admirables
Seneca, Terencio y Plauto,
y otros griegos que tu sabes.
He dexado parte dellos,
y he tambien guardado parte,
porque lo quiere assi el vso,
que no se sujeta al arte.
Ya represento mil cosas,
no en relacion, como de antes,
sino en hecho, y assi es fuerça
que aya de mudar lugares;
que, como acontecen ellas
en muy diferentes partes,
voyme alli donde acontecen,
disculpa del disparate.
Ya la comedia es vn mapa
donde no vn dedo distante
-70-
verás a Londres y a Roma,
a Valladolid y a Gante.
Muy poco importa al oyente
que yo en vn punto me passe
desde Alemania a Guinea
sin del teatro mudarme;
el pensamiento es ligero:
bien pueden acompañarme
con el doquiera que fuere,
sin perderme ni cansarse.»

Es de suponer que tales ideas dominaban entre los contemporáneos de Cervantes, el cual las acogió. En rigor, poco es lo sustancial que los críticos han agregado a esas doctrinas, que siempre han sido la defensa del drama romántico contra las censuras del clasicismo. Algo semejante había dicho Argensola, por boca de la Tragedia, en su Alejandra:

    «Mirad en poco tiempo quántas tierras
os hace atravesar esta tragedia;
y así, si en ella veis algunas cosas
que23 os parezcan difíciles y graues,
tenedlas, sin dudar, por verdaderas,
que todo a la Tragedia le es posible,
pues que muda los hombres, sin sentido,
de unos Reynos en otros, y los lleva

Si Argensola profesaba ya esta teoría del arte dramático en 1585, teoría que Cervantes no pudo aceptar (en apariencia, por lo menos) hasta muchos años más tarde, podemos sospechar con fundamento que quizá no se hallasen ambos tan conformes como da a entender el elogio que el mismo Cervantes tributa al gran poeta   -71-   aragonés en el susodicho capítulo de Don Quixote. Traíanle sin duda confuso a Cervantes, las varias y aun contradictorias tendencias que pugnaban en su tiempo por dar con el verdadero camino; y como le faltaba «la gracia que no quiso darle el cielo»: el don de la facilidad poética para crear algo que pudiera iluminar en tal materia a sus descarriados contemporáneos, se limitó a criticar los más notorios defectos de un arte nuevo y joven todavía, sin sentirse capaz de formular y practicar por sí mismo una teoría propia, más adecuada para nuestra ilustración que la parte de su obra llegada hasta nuestros días. Los elogios que hace de Argensola ¿serán solo un afectuoso recuerdo de tiempos más felices (en que tales rarezas tenían éxito), o indicio de mal gusto por parte de Cervantes? Tal vez haya algo de todo ello. La memoria de lo pasado, asociábase en aquel con el recuerdo de algunos triunfos (muy contados; pero por eso mismo preciosos) obtenidos con obras que se recitaron «sin que se les ofreciesse ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza, ... sin siluos, gritas ni baraundas», y eso bastaba para explicar la mención de las obras de Argensola. Además, como suele ocurrir con los genios a quienes la cruel rutina de la vida, o la avanzada edad, apartan de la corriente intelectual o artística, el nuevo rumbo, la técnica refinada, de la nueva generación, no le eran agradables y, al esforzarse por conciliar su laborioso pasado con el fugitivo presente, lógico era que se   -72-   complaciese en ponderar lo que se estimaba bueno en sus años mejores, en perjuicio del nuevo estilo, perfeccionado por el gran Lope de Vega, que, al alzarse con la monarquía cómica, había dejado mohínos y confusos a los viejos autores. De semejante confusión, observable en las ideas cervantinas sobre la técnica dramática, nace lo que, hasta cierto punto, puede parecer de mal gusto en sus comedias. En su teatro, Cervantes se muestra frecuentemente un romántico en germen, a quien dominaba el deseo de perfeccionamiento en un arte que tanto amaba. De sus excelsas dotes cómicas, dan testimonio, por ejemplo, el primer acto de El Rufián dichoso, alguna parte de La Entretenida y de Pedro de Urdemalas, y casi todos los entremeses; pero él aspiraba, además, a dar forma poética a complejos argumentos, abundantes en elementos románticos, que no sabía ordenar ni expresar adecuadamente, como se echa de ver en La Casa de los celos, en El Laberinto de amor, o en La Gran Sultana.



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