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El texto psicosomático: releyendo psicoanálisis y semiótica en «Como en la guerra», o Las hermanas de Edipo

Geoffrey Kantaris



«[Ella] me dijo: estoy hecha para despertar en los otros un amor tan intenso y real que después no pueden con él y me abandonan. Bea sonrió un poco al copiar esta frase, una sonrisa triste, me preguntó ¿alguna acotación? y yo dije que no porque no tenía ninguna».


(Valenzuela, Como en la guerra, 1.ª ed., 64)                







Re-lecturas

La novela Como en la guerra (1977) de Luisa Valenzuela, que apareció inesperadamente en medio del caos del nuevo régimen militar en la Argentina, ha recibido mucho menos atención de parte de la crítica que sus otras novelas, debido en parte a su problemática historia de publicación, su extraordinaria complejidad y a la brillantez y mayor disponibilidad de la obra posterior de la autora. Pero Como en la guerra es de todas maneras un texto brillante, que presenta preguntas complejas sobre la relación entre identidad, lenguaje, sexualidad y política, preguntas que se encuentran en el centro de la mayoría de las obras posteriores de Valenzuela. Quisiera darle un triple sentido al concepto de la re-lectura de esta novela altamente autorreflexiva. En primer lugar, se nos impone de alguna manera una lectura atemporal del texto, debido a que la estructura de Como en la guerra está marcada por una sensación de desfase y suplantación, tal como la historia detrás de su publicación, situación a la que ni siquiera sus primeros lectores pudieron escapar. En segundo lugar, cualquier intento de lectura y análisis de esta novela está marcado por un sentido profundo de repetición y circularidad, ya que el análisis del lector se ve siempre oscurecido por la naturaleza superficial de los intentos del protagonista por analizar los acontecimientos dentro de la novela misma. Este proceso teleológico es intensificado por el hecho de encontrar, en el presente volumen y en el simposio que lo vio nacer, otro tipo de iteración que revela la circularidad del intercambio de signos: la presencia de la autora como testigo de estas re-lecturas crea un fascinante, aunque perturbador (y, por lo mismo, fértil), corto circuito entre la escritora y sus lectores. Estamos condenados a repetir, incluso mientras lo desaprobamos, el papel de profesores de semiótica que se sumergen en lecturas psicoanalíticas del cuerpo del texto -y el texto del cuerpo- el cual se resiste a cualquier apropiación. Pero a fin de cuentas, cada lector, sea profesor de semiótica o no, está obligado a viajar por ese circuito, y enfrentar esa frontera totémica formada por los signos que circulan incesantemente alrededor de una prohibición, y ésta es la posición que sin poder evitarlo terminan compartiendo autora y lectores.

Pero existe aún un tercer sentido de re-lectura. Los que leímos Como en la Guerra por primera vez en la década de los 80 nos sentimos algo inquietos con una novela que se describía a sí misma como un rompecabezas, con la violencia encubierta que ese término implica. Con incomodidad, notamos la ironía que rodea al protagonista masculino de la novela, el Profesor de semiótica, y su interés en Jacques Lacan, al mismo tiempo que nosotros mismos enfrentábamos dificultades con la apropiación que la teoría feminista de los 70 y 80 hacía de las ideas de Lacan. Vimos que la novela se movía oscuramente entre semiótica, psicoanálisis y política, y se produjeron los primeros análisis profundos de tales configuraciones, en especial el de Sharon Magnarelli, quien en 1988 dilucidó cuidadosamente la política sexual detrás de la construcción mítica que el protagonista masculino le impone a la mujer que «psicoanaliza»1. Una segunda ola de interpretaciones apareció a fines de los 90, con Avery Gordon, con su Ghostly Matters: Haunting and the Sociological Imagination, quien sorpresivamente sitúa esta novela al centro de su teoría de espíritus y fantasmagorías en la imaginería sociológica (Ghostly Matters); y con Emily Tomlinson que da una sofisticada lectura comparativa («Rewriting Fictions of Power») en la que hace dialogar el texto con The Body in Pain de Elaine Scarry, y con la novela Conversación al sur de Marta Traba2. Sin embargo, por lo menos durante una década, hubo escasez de lecturas nuevas de este texto y, sorprendentemente, casi ninguna respuesta crítica a su re-edición en 2001 por Casa de las Américas. El creciente cuerpo de textos críticos sobre las obras de Valenzuela tendió a ignorarlo también: La palabra en vilo de Gwendolyn Díaz y María Inés Lagos-Pope, aparecida en 1996, no incluía ninguna referencia a esta novela, excepto una breve mención en el análisis general de Magnarelli sobre las metonimias de la «escritura del cuerpo» en su obra («Luisa Valenzuela: cuerpos que se escriben»); asimismo, una colección del año 2002, Luisa Valenzuela sin máscara (Díaz), se concentró en las obras que van de Simetrías hacia adelante.

Pero aun así la novela que nos concierne sigue inquietando, suspendida silenciosamente detrás de los escritos más recientes de Valenzuela, y llegando a ser una especie de paradigma para quien quiera entender su obra de manera más general. De hecho, Valenzuela lo dijo al momento de su reedición, en un trabajo preliminar en Casa de las Américas:

«Desde mi personal posicionamiento en el mapa del lenguaje, la escritura es una búsqueda. Por eso Como en la guerra podría ser considerada mi novela paradigmática, porque encara la búsqueda de frente. No me resultó nada fácil. A cada página me dispuse (sin quererlo) a espiar tras la cortina del Secreto, y fui descubriendo con posterior aterramiento que sólo hay oscuridad del otro lado».


(Valenzuela, «Siete aproximaciones al Secreto», 94)                


Posteriormente, Valenzuela declaró que las tres novelas Hay que sonreír (1966), Como en la guerra (1990) y la muy comentada Novela negra con argentinos (1990) constituían una «trilogía de los bajos fondos de tres ciudades y de los bajos fondos propios del ser humano» (Díaz y Lagos-Pope, 46). El título escogido para la publicación de estas tres novelas en un sólo volumen fue Trilogía de los bajos fondos. Esta publicación, aparecida en México en 2004, constituye de hecho la tercera edición de Como en la guerra. Por esta razón, tomando también en cuenta la evolución desde la década de los 80 de las formas en las que la teoría feminista usa el psicoanálisis, parece necesario regresar a este texto paradigmático y confrontar sus desfasados y atemporales espíritus con los fantasmas teóricos que pueblan la brecha del tiempo que implican tanto su estructura analítica como su desplazamiento de las intimidades del proceso de lectura. Para lograr esto, he escogido releer Como en la guerra a través de la re-lectura que Judith Butler hace de la trilogía de Edipo, de Sófocles, en su libro Antigone's Claim: Kinship Between Life and Death (El grito de Antígona). Este texto coincide aproximadamente con la segunda edición en español de Como en la guerra en el año 2001. Espero poder establecer paralelos entre la crítica psicoanalítica de Valenzuela y la suplantación que hace Butler del orden simbólico de Lacan en el cambio de circuitos entre Edipo y Antígona.




Antilecturas simbólicas

El epígrafe que escogí para este artículo muestra, creo, un momento notable de lectura fallida, de análisis erróneo y ceguera crítica por parte del protagonista de la novela, Profesor de semiótica y psicoanalista aficionado, posiblemente llamado AZ. La «sonrisa triste» de este pasaje apunta a una experiencia compartida entre mujeres que por lo demás convencionalmente se presentan como «rivales»: la guerrillera-que-se-vuelve-prostituta de nombre desconocido y que es el objeto de la atención analítica y sexual de AZ, y la esposa casera Beatriz. Esta experiencia compartida de déréliction (Irigray, Éthique de la differénce sexuelle 70) que subyace (y socava) la mistificación de la mujer como Otra, llega al corazón de la suplantación de las configuraciones simbólicas que es el meollo de la historia. Si la déréliction «es un tipo de abandono excesivo, una forma de melancolía sin objeto, una pena que es incontenible, sin parámetros ni conocimiento ni término» (Summers-Bremmer 98), si, en un sentido, es la encarnación obligatoria de la carencia dentro del orden simbólico, entonces su rastro persiste en todas las relaciones especulares que se encuentran en Como en la guerra. Porque cerniéndose sobre la novela, y en consecuencia sobre buena parte del trabajo de Valenzuela, hay lo que podríamos denominar la maldición del padre, si seguimos el cuidadoso desvío del pensamiento de Lacan a través de Sófocles que realiza Butler:

«La maldición del padre es, de hecho, la manera en que Lacan define lo simbólico, esa obligación de la progenie de llevar a cabo en sus propias aberraciones, sus mismas palabras. Las palabras del padre, los sonidos inaugurales de la maldición simbólica conectan a sus hijos de un solo golpe. Estas palabras se convierten en el circuito en el cual los deseos de Antígona toman forma, y aunque ella se encuentra enredada en estas palabras, casi sin esperanza, no la capturan por completo [...] ¿No son precisamente los límites de las relaciones de parentesco los que son mostrados como el peso insoportable del deseo [de Antígona], límites que llevan el deseo hacia la muerte?».


(Butler, 54)                


Derivado de Edipo, el orden simbólico inaugurado por la prohibición del padre, por su maldición, parece naufragarse, como veremos, en su intento de capturar a Antígona, hija de Edipo, pero también, notablemente, su hermana.

Como en la guerra fue escrito entre 1973 y 1975 (Valenzuela, «Siete aproximaciones al secreto», 91), pero tal como todo lo demás, se vio enredado en el caos del golpe de 1976. Raptos, tortura y asesinatos habían comenzado mucho antes de que el golpe finalmente destruyera el impasse político entre los peronistas, ya que los escuadrones clandestinos de la muerte de José López Rega, de la Alianza Anticomunista Argentina, operaban, por lo menos, desde 1974. Aunque Valenzuela y su editor lograron publicar la novela en Buenos Aires en 1977, fueron necesarios muchos cambios en preparación para una posible censura. El más drástico de estos cambios fue la omisión de un prólogo ficticio titulado «Página cero» que recuenta de forma gráfica la tortura del protagonista de la novela y crea un claro marco político para lo que de otra manera podría parecer una «mera» historia inspirada en el psicoanálisis, la carencia subyacente al deseo y las fantasías de culminación que los seres humanos invertimos en el deseo. De todas maneras, «Página cero» se mantuvo en el índice, y así el lector perspicaz pudiera intuir la (auto-)censura e interpretar con un sentido político latente el símil truncado del título. El prólogo suprimido fue publicado dos años después en la traducción al inglés de la novela, He Who Searches3, pero no apareció en versión española durante casi 24 años, hasta la edición de casa de las Américas en el año 2001. El prólogo cambia radicalmente el campo metafórico de la novela al crear un marco de referencia que, retrospectivamente, reverbera a través de las estructuras de poder desplazadas que pueblan las relaciones interpersonales del texto:

«-Yo no fui. No sé nada, les juro que nunca tuve nada con ella.

-Se te vio entrar a altas horas de la noche a su casa. En Barcelona. Dos veces por semana durante varios meses. ¡Cantá!

Una mano enorme se acerca a su cara para estallar. No, no, no, no en una bofetada, sino en caricia sobre su frente. Eso en épocas de chico, no ahora mientras aprende entre rejas el oficio de adulto. [...]

Violado por un caño de revólver. Este triste destino parece ser el mío.

Y grito de dolor, nunca de miedo. [...] Está muerto mi cuerpo por debajo de las cejas, muerto mucho antes de que el tipo me sacuda el revólver en las tripas y se ría mientras dice ahora aprieto el gatillo. AHORA APRIETO EL GATILLO resuena en todas partes [...]».


(Como en la guerra, 2.ª ed., 9-10)                


Aunque de ninguna manera intencional, la lectura del texto que surge quebrada lingüísticamente y desfasada en el tiempo por las dificultades de su publicación, que obligaban a cualquiera que intentara leerlo en español a recurrir a la versión en inglés (si se encontraba disponible) para «completar» el sentido, de alguna manera reflejaba y ponía en evidencia la temática misma de una lectura política «quebrada» de un texto «sin sentido» llevada a cabo por el mismo protagonista quizás en el preciso instante anterior a su brutal asesinato a manos de los torturadores. El precario vaivén entre presencia y ausencia del dominio sobre los sistemas de significación del texto, junto con el deslizamiento del texto entre marcos políticos y libidinales, es representado en la paradójica existencia-ausencia de una página «cero», que, retrospectivamente, genera el resto del texto como un retroceso temporal o como una inversión de causa y efecto.

Los «eventos» principales de la novela pueden ser fácilmente resumidos. Este Profesor de semiótica argentino en Barcelona cree reconocer en una prostituta a una mujer a quien había conocido en la Argentina. El Profesor decide entonces que debe investigar las causas que la llevaron a prostituirse «para saber fehacientemente si aquello que la impulsó a hacer la vida que hace y aquello que la obliga a escribir con compulsión (grafomanía) responden a una misma causa o son un mismo efecto»4 (21). Adoptando diferentes disfraces, incluyendo el travestismo, la visita a las 3am cada noche para experimentar con un análisis «lacaniano» de aficionado. AZ descubre la ya mencionada grafomanía de la mujer y su análisis se confunde con actos sexuales ocasionales. Su esposa, Beatriz, lo ayuda a transcribir las grabaciones que hace de sus conversaciones, e incluso lo ayuda a disfrazarse. De pronto la mujer desaparece abruptamente y deja a AZ enfrentándose a un enredo creciente con la vida de esta mujer y sus proyecciones fantasiosas de la femineidad. La novela entra entonces en un mundo de alucinaciones, posiblemente un largo sueño, o quizás un delirio producido por la tortura que se describe en «Página cero». En esta parte, AZ viaja primero a México, donde pasa por una purificación ritual mazateca que se degrada al convertirse en el famoso icono contracultural María Sabina, curandera mexicana que en los 60 iniciaba a los turistas «New Age» en el uso de los hongos alucinógenos empleados en el ritual mazateco conocido como la «Velada» (María Sabina, Wasson & Rhodes; véase también «María Sabina»). Posteriormente, AZ viaja hacia el sur, a Chiapas, zona que se superpone a la zona clave de actividad guerrillera de Misiones y Tucumán, donde conoce a un grupo teatral revolucionario que presenta en sus actos una forma de antropofagismo en el que se comen a una hippie gorda, quien ha traído, desde la India, chucherías y talismanes estereotípicos de la New Age. Finalmente, AZ termina en Buenos Aires, donde encuentra filas interminables de gente esperando para pasar cerca del sarcófago de la Santa5. AZ se abre camino lenta y penosamente hacia el sarcófago, pero de pronto se encuentra involucrado con un grupo de militantes que quieren hacer explotar la estructura de cemento que cubre el sarcófago. AZ acepta tomar parte en esta acción y, con gran dificultad bajo constante fuego de metralletas, consigue insertar las barras de dinamita en los agujeros alrededor del edificio de cemento (las interpretaciones freudianas son, obviamente, intencionales). Finalmente hacen detonar la dinamita, volando la estructura, y Ella -AZ está convencido de que es su Ella- emerge suspendida en su tumba de cristal.

En cuanto a los nombres, hay que notar que ninguno de los personajes principales tiene un nombre estable. El «nombre» AZ para el profesor de semiótica, que se utiliza casi en broma, evoca por supuesto al S/Z de Roland Barthes, publicado en 1970, solamente tres años antes de que Valenzuela comenzara a escribir su novela. Pero también sugiere un sujeto que a la vez que domina el uso del lenguaje, es también dominado por él, punto de mucha ironía en el texto. La mujer no tiene nombre, aunque curiosamente en la contratapa de la edición del 2001 se la denomina «Sabina»; un crítico va más lejos y en un artículo la llama «María Sabina», sin ningún asomo de duda o ironía (Hoeppner, 10). El texto mismo, sin embargo, es bastante claro en rechazar la «trampa» que la imposición de un nombre conlleva:

«¿Y si le pusiéramos a ella el nombre de María sabina? ¿Si se lo transplantáramos, hiciéramos un injerto? Más fácil sería así sabiendo mencionarla, ubicándola en el espacio de estas páginas con la transcripción de un nombre, pero no. Él debe seguir subiendo y no nos deja hacer trampa [...]»


(144)                


Este deseo antinómico del texto -un deseo que interpreta el Nombre como Ley- quizás pueda servir como un punto de entrada hacia el mundo trágico de Antígona.




El grito de Antígona: crisis en la función representativa

El breve texto de Butler es un examen especulativo del enigma que representa Antígona para la filosofía, el psicoanálisis y el feminismo. Antígona nace como fruto del incesto de su padre, Edipo, quien es también su hermano; ella tiene además una hermana, Ismene, quien es también su tía y su sobrina, y sus hermanos Polinices y Eteocles que son sus tíos y sus sobrinos. Antígona, entonces, representa un problema para esa frontera donde las relaciones de parentesco y de consanguinidad se convierten en estructuras simbólicas que, para los seguidores de Lacan, no serían lo mismo que las normas sociales, pero sí una idealización del parentesco como «estructura lingüística facilitadora», es decir, la «esfera de normas y leyes que gobierna el acceso al habla y al discurso» (Butler, 3). El legado estructuralista de Lacan, derivado de Claude Lévi-Strauss, establece lo simbólico como una manifestación de un grupo de estructuras abstractas e inamovibles que confieren inteligibilidad cultural a ciertas formas de organización social y familiar y que desacreditan o hacen ininteligibles a otras configuraciones, como dice Butler sobre Antígona: «Ella no apunta a la política como elemento de representación, sino como la posibilidad política que emerge cuando los límites de la representación y la representatividad son expuestos» (2).

Al enterrar a su hermano, Polinices, Antígona, desafía directamente a la ley de su tío y rey Creonte, pero a diferencia de Hegel, Lacan e Irigaray, quienes interpretan el acto de Antígona simplemente como un ejemplo de la fuerza que ejerce la consanguinidad -incluso el amor incestuoso fraternal- en contra de la ley social que demanda lealtad con el padre, y que es, por ende, una posición social insostenible, Butler sugiere que «Antígona figura como el límite de la inteligibilidad expuesta ante los límites del parentesco» (23). Tradicionalmente interpretada desde la base etimológica de su nombre como antigenerativa (anti-goni), si no francamente de-generativa, la sentencia de muerte que cae sobre Antígona es interpretada en tanto rechazo (del rey, del estado, del orden establecido) a las formas de sociabilidad que no se conforman con los modelos estándar a través de los cuales se resuelve el drama de Edipo (freudiano). Sin presentar a Antígona directamente como una heroína queer, Butler toma los problemas de parentesco que rodean a Antígona, la inestabilidad de las posiciones que están a su alcance, como una manera de desafiar lo que ella denomina la maldición del orden simbólico: «Lo simbólico puede ser entendido como un tipo de tumba que no extingue lo que, sin embargo, mantiene vivo y atrapado dentro de sus términos» (44).

Me parece que los términos con los que Butler se aproxima a Antígona proveen, desde un enfoque teórico contemporáneo, una perspectiva productiva para pensar los desafíos presentados por Como en la guerra. Tal perspectiva se relaciona también con una retrospección que moldea, post a priori, la estructura de la novela como una indagación en los orígenes culturales y los mitos que gobiernan el campo de las relaciones de género y que dan base a las estructuras de poder derivadas de ellas. Con esto no intento insinuar que Ella es Antígona; de hecho, de muchas maneras es lo opuesto a Antígona, como sugeriré más adelante. No obstante, como Antígona, Ella crea una crisis a diversos niveles en la función representativa, crisis que expone la naturaleza cambiante y contingente de esas estructuras simbólicas a las cuales la Ley del Padre confiere inteligibilidad. La posición de sujeto de Ella es precaria dentro del texto, incluso cuando frustra los intentos de AZ por analizarla:

«Porque aun teniéndola debidamente calibrada y tabulada y viviseccionada y anotada, clasificada, impresa, de nada serviría porque con ella de ejemplo jamás se podrá deducir una ley que la acompañe. Ella no es la regla, es la excepción que ni siquiera hace el menor esfuerzo para confirmarla sino que la destruye».


(97)                


Lo que AZ no descubre hasta el final de la novela es la historia de su pasado como militante, la posible traición de su amante Alfredo Navoni -personaje familiar para los lectores de Cola de lagartija y Cambio de armas- y su relación de amor y odio con su hermana gemela y doble, a quien es tentador llamar, aunque sólo en términos de estructura paralela, Ismene. Ambiguamente sujeta a la Ley del Padre, en la figura imprecisa de padre/hermano/amante que representa Alfredo Navoni, quien quizás la ha condenado a sufrir una muerte en vida por su posible traición y a ser sujeto de déréliction al ser abandonada en el exilio, Ella parece haberse decidido por esa posición de objeto/sujeto inestable, margen y precondición de la femineidad normativa patriarcal, que representa la prostitución. Así es que, a pesar de no estar completamente inmersa en el «legado incestuoso que imposibilita la posición de Antígona dentro de las estructuras del parentesco» (Butler, 2), la subjetividad inestable de Ella, presenta de todas formas un serio desafío a la insistencia lacaniana de que lo simbólico no es lo social, incluso cuando determina y estructura lo social de manera fatal. Si lo simbólico tiene el efecto de materializar y congelar las estructuras sociales y familiares en cuanto que normas, entonces lo simbólico también gobierna la perversión de la norma, ya que ambas se necesitan, la norma requiere de su perversión para mantener y regular sus fronteras, las fronteras de la sociedad organizada (politeia) y del orden policial.

El peso de esa determinación fatal es representado enigmáticamente en la novela por la presencia de la genealogía paterna que pesa como una pesadilla en el cerebro de los vivientes, desde lo edípico-paterno hasta la máquina militar. En un momento clave para AZ, luego de que ha perdido el rastro de Ella, solo en un cuarto abandonado y rodeado de fotografías de ella, recuerda uno de sus enigmáticos textos que tiene la forma de una parábola sobre «los padres invisibles». Aunque el significado exacto de este pasaje es algo oscuro, en la parábola unos avisos públicos urgen a los habitantes de la ciudad adoptar a un padre invisible; sin embargo, estos «hijos» se encuentran atormentados por algo que no pueden identificar y que no puede ser olvidado, algo que les causa niveles inhumanos de sufrimiento. Mientras tanto, los «padres invisibles» avanzan en una procesión militar que nosotros, simples mortales, no podemos detener:

«[...] los padres invisibles desfilan marcialmente y nada podemos hacer nosotros los mortales para detener su paso. [...] a los hijos de padres adoptivos invisibles [...] les pesa [...] algo sin nombre y sin ninguna posibilidad de olvido. [...] se niegan para siempre a hablar de sus dolores aunque por la mueca que se les escapa por entre las manos que les tapan la cara sabemos que estos dolores son casi inhumanos».


(126)                


El movimiento anti-generativo insinuado al adoptar un padre (invisible/ simbólico), pues los padres son quienes adoptan niños, no viceversa, señala la desestabilización de la función paterna en donde el padre simbólico no le da el nombre/ley (nomos) al niño, sino que lo toma/roba, dejando al niño en un estado de anomia. Hay tres «escenas» paradigmáticas que parecen ser aludidas aquí. La primera es evidente en la cita anterior, y alude al militarismo como un desfile de padres marciales que roban nombres/leyes. La segunda alude a una prototípica escena psicoanalítica donde el niño debe «adoptar» al psicoanalista como un padre substituto (a quien rechazará luego durante la transferencia), escena sugerida porque AZ, quien ha estado jugando con ser psicoanalista, se pregunta: «¿Seré yo sin saberlo un padre invisible para ella?, ¿la buscaré tan sólo para metérmela bajo un ala y echar vuelo?» (127). La tercera escena es referida por los «dolores casi inhumanos» que nos remiten a la escena primordial que gobierna el texto entero y cuyas reverberaciones estructuran y alteran todas las relaciones interpersonales establecidas en el texto:

«[...] siento que están poco a poco rompiéndome por dentro, demoliendo mis escasas defensas. A veces cortan con un bisturí afiladísimo, a veces me desgarran con la mano arrancándome pedazos de carne. Sólo me resta retorcerme en esta pieza ignota con el consuelo de saber que si es ella quien lo hace, también ella participa del dolor. Cada tirón le duele, cada tajo. La destrucción no puede menos que alcanzarla y estamos juntos mientras pasan las horas y yo lucho contra el sueño aunque el desgarramiento me deja pocos minutos de respiro y a veces hasta pierda la conciencia».


(127-28)                


Aquí, AZ debe decidir si acepta la soledad que es la pérdida de ella, su déréliction, o si, en cambio, prefiere buscar refugio en la adopción de algún «padre invisible» (simbólico), camino que finalmente rechaza.




Suplantación del psicoanálisis

El desdoblamiento de la relación psicoanalítica y el encuentro erótico sexual en la escena de tortura, mediada por la maldición de los padres invisibles, quienes, de manera fatal, determinan el presente, sugiere una fuerte crítica a los sistemas patriarcales en los cuales estas estructuras simbólicas habitan y que esta novela aborda. En su capítulo sobre Como en la guerra, Avery Gordon ofrece una discusión psicoanalítica a fondo sobre el papel que las instituciones y prácticas psicoanalíticas juegan en la Argentina durante la dictadura, papel de que fue muy consciente la Asociación Psicoanalítica Internacional de 1981 en París en una reunión que contó con la participación de psicoanalistas de Francia y Latinoamérica, donde Jacques Derrida hizo el discurso de apertura y se refirió a la situación en Argentina:

«Los tipos de tortura a los que me referiré se apropian a veces de lo que nosotros llamaremos técnicas psico-simbólicas, de tal modo que involucran al ciudadano-psicoanalista como tal, como participante activo en un lado o en otro des estos abusos, o quizás en ambos lados a la vez.

De cualquier modo, el medio psicoanalítico está atravesado por esta violencia.

Todas las relaciones intra-institucionales, toda la actividad clínica y todo su relacionamiento con la sociedad civil y con el estado están marcados por ella, directa o indirectamente. Allí, no existe ninguna imaginable auto-relación de lo psicoanalítico sin estas marcas de violencia interna y externa».


(Derrida, cit. Gordon, «Ghostly Matters» 95, traducción adaptada de Derrida 341, mi énfasis)                


No es de sorprender que, en este contexto, el psicoanálisis que AZ practica en Ella sea «atravesado por esta violencia», en las palabras de Derrida, y específicamente por la violencia de la tortura, que desde el comienzo de la novela establece los parámetros para la interrogación de esta interfaz entre el cuerpo (como aparato sensorial) y su socialidad. Como bien se sabe, Valenzuela retomó esta crítica, que comenzó en Como en la guerra, y continuó desarrollándola en la célebre y muy comentada colección de historias cortas que escribió hacia el final de la dictadura, Cambio de armas (1982).

Ella, como Antígona, se encuentra pues en un punto de inestabilidad en la ley psicoanalítica, y por ende en las propias estructuras de la ley social. De hecho, ella desata una fuerza perturbadora en el corazón mismo del encuentro psicoanalítico pseudo-erótico antes de «desaparecer» dentro del texto, para que entonces sea AZ quien descubra su posición de sujeto radicalmente desestabilizado por el legado incestuoso que parece reactivar su altamente simbólica y fantasiosa relación con ella: «Mañana volveremos a ser Madre. A dejarnos chupar. Convertidos en un Pecho Gigante. Y blanco» (97). No olvidemos que una de las etimologías del nombre de Antígona, según Robert Graves, es que ella se encuentra «en el lugar de la madre» (cit. Butler, 22). ¿Qué es lo que infiere esta dislocación para la investigación de los mitos y discursos que estructuran las relaciones de género en general, y en particular la femineidad en la novela? A estas alturas del texto la mujer desaparece, se vuelve fantasmal, mítica, sugiriendo quizás la idea de que, según Irigaray, «las mujeres no están en ninguna parte; todo lo tocan pero nunca están en contacto con ellas mismas, perdidas en al aire como fantasmas. Disueltas, ausentes, vacías, abandonadas, idas -fuera de sí mismas» (Irigaray, «La pobreza del psicoanálisis», 91). Sólo quedamos, en el nivel del discurso, con la fantasía sobre la femineidad del psicoanalista-semiótico, fantasía que crece hacia proporciones míticas mientras él emprende un viaje transcontinental en busca de la esencia de ella.

La naturaleza paródica de esta aventura, en términos míticos y psicoanalíticos, es sugerida por Emily Hicks en su breve estudio de las dos parodias explícitamente psicoanalíticas del texto: el «Hombre Lobo» del sueño de Navoni, soñado por Ella en lugar de Navoni; y la totémica comida de la mujer gorda, dos situaciones que se originan en la cuna revolucionaria de «Formosa» (Tucumán transpuesto a una selva Mexicana)6. Ésta es la interpretación de Hicks sobre esta última escena:

«En el episodio que involucra a la Gorda [...], Valenzuela parodia la cena totémica de Freud, donde una banda de hijos conmemora el mítico asesinato del padre. En la cena postulada por Freud, se quiebran tabúes: está la destrucción de la figura del tótem y el incesto es permitido [.] En Como en la guerra, el semiótico conoce a un grupo de hombres y mujeres que participan en una vigilia en memoria de la muerte de un revolucionario. Esto es un paralelismo de la conmemoración de la muerte del padre. El grupo le cuenta al semiótico sobre la Gorda: en una cena ritualista de proporciones totémicas, la Gorda fue cubierta de comida y devorada por el grupo. Valenzuela, al re-escribir la cena totémica como la historia de una mujer devorada, la figura maternal que es la Gorda, fuerza una provocativa yuxtaposición: la destrucción de aquello que deseamos».


(Hicks, Border Writing, «That Which Resists», 73)                


Este episodio ocurre durante «El viaje» y toma la forma de una historia, dentro de la historia, titulada «La larga noche de los teatrantes» (166); le es relatada a AZ por un miembro de este grupo revolucionario, grupo que podría estar liderado (nos señala el texto) por el fallecido «Che Guevara» -mexicano, Lucio Cabañas7. Así, la lectura de Hicks sobre el revolucionario muerto como el «padre primordial» no calza fácilmente en la historia freudiana presentada en Tótem y tabú, en especial porque a él (ya sea Lucio Cabañas o no) dificultosamente se le convierte en símbolo de padre tirano cuando se refieren a él explícitamente como «hermano» (165) en la lucha contra otra autoridad más alta. Sin embargo, la suplantación del alimento totémico por el cuerpo de una hippie gorda y anglosajona (su predilección por comer sándwiches y queso procesado sugiere tal origen, 169), otorga a esta cena un doble foco: el cuerpo femenino que solamente «desaparece» durante la cena teatral, sin dejar ningún rastro de su materialidad (ni huesos, ni entrañas, ni sangre); y la lucha postcolonial (vista desde los ojos de los grupos revolucionarios de la década de los 70 en Latinoamérica) por lograr tanto la autonomía cultural como la política. De cualquier modo, para volver a una cita de Butler, el episodio de los revolucionarios «teatrantes» apunta, como Antígona, «no [...] a la política como elemento de representación, sino como la posibilidad política que emerge cuando los límites de la representación y la representatividad son expuestos» (2).

En el sueño anterior, relatado a AZ por la mujer durante sus sesiones psicoanalíticas y atribuido a Navoni, «un hombre que se come a un lobo, se transforma en un Hombre Lobo, y luego come patos y perros» (Hicks, 73). Como es bien sabido, originalmente, Freud atribuyó el caso del Hombre Lobo a la psicosis de este mismo (manifestada en sus sueños terroríficos de lobos esperando para comerlo), la cual habría surgido a raíz de la observación de la escena primordial de sus padres involucrados en coitus a tergo (Freud, «From the History of an infantile Neurosis», 235). Luego de un análisis más a fondo, Freud terminó por deducir una perversión de esta «escena primordial» tan común, que se da por medio de las atenciones seductoras (incestuosas) con las que la hermana mayor del Hombre Lobo lo entretenía -cuando él apenas tenía más de tres años- a la vez que lo atormentaba con la imagen de un lobo en un libro que lo hacía gritar furiosamente, «temiendo que el lobo viniera y se lo tragara» (213). Hicks atribuye la neurosis en el sueño a AZ, apuntando a que esto podría explicar sus fantasías pasivas expresadas en su travestismo (Border Writing 74). Sin embargo, el papel de la(s) hermana(s) (gemelas) como contenido latente que subraya el sueño del revolucionario (si leemos el sueño de Navoni a través del análisis de Freud), y su rechazo/traición final a su(s) hermana(s) nos lleva de vuelta al texto político suprimido que de hecho estructura los dos sueños que son recontados:

«[...] los soñó en Formosa con delirio y fiebre, cumpliendo una misión que no tuvo éxito y que llevó a varios compañeros a la muerte».


(75)                


«[...] recuerdos remotos [...] de tiempos cuando ella y su hermana gemela, o ella-ella como quieran llamarlas (las dos tan idénticas [...]) peleaban por una misma causa [...] y hasta encontraban la forma de tener esperanzas. Después no, ya no, atadas de pies y manos y humilladas. [...] La necesidad de olvidar para poder recomponerse. [...] [O]lvidarse del amor de ese Alfredo Navoni sin preguntarse más si había sido o no el traidor que finalmente acabó delatándolos [...]».


(82)                





Conclusión: La(s) hermana(s) de Edipo

Si, de acuerdo con Lévi-Strauss, el tabú detrás del incesto no es exclusivamente ni biológico ni cultural, sino que existe «en los márgenes de la cultura» (cit. Butler, 15-16), entonces el disturbio creado por Valenzuela de estas estructuras «primarias» -en los sueños y episodios recontados anteriormente, pero fundamentalmente en su propio recuento del abuso que hace de ellas el estado terrorista, así como en la batalla por tener representatividad entre aquellos que alterarían tales «leyes» sedimentadas e inmutables -suscita las mismas preguntas que Butler hace en relación a Antígona, quien es a la vez hija y hermana de Edipo:

«¿Qué será de la herencia de Edipo cuando las reglas que el mismo Edipo ciegamente desobedece e instituye ya no conlleven a la estabilidad que Lévi-Strauss y el psicoanálisis les han designado? En otras palabras, para Antígona las posiciones simbólicas se han vuelto incoherentes, confundiendo al padre y al hermano, emergiendo en efecto no como madre sino [...] "en lugar de la madre". [...] Si la estabilidad de la posición materna no puede asegurarse, ni tampoco la estabilidad paterna, ¿qué ocurre con Edipo y con la interdicción que él mismo representa? ¿Qué es lo que Edipo ha engendrado?».


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En un pasaje seminal entre la primera y la segunda sección de la novela, la narradora, cuya voz aparece a veces en cursiva, indica el patetismo que hay en la tortura y la muerte de AZ, que carecen totalmente de sentido a causa de su inhabilidad de interpretar las dimensiones políticas de la psiquis:

«Claro que se cuidó muy bien de hablar de Navoni, de su hermana la capitana [...] o de la Organización. Si AZ conociera estos detalles podría interpretar los símbolos, descifrar el significado de los compañeros en la cárcel, conocer los secretos. Habría interpretado los odios de ella hacia su hermana mítica, su doble, y quizá habría sacado conclusiones. [...] [S]u posterior tortura (y posterior es la palabra) y hasta quizá su muerte, habrían tenido para él una razón de ser y eso es lo intolerable: la causa que justifica los efectos, la explicación racional infiltrándose en medio de toda la irracionalidad que implica la conducta humana».


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¿Cuál es entonces la relación de Ella -y de Antígona- con la polis, con el orden policial y, finalmente, con lo político en general? El habitar ese estado de transición, junto a Ismene, el ser hija y hermana de Edipo, es habitar el umbral de lo social. Desobedecer la ley del rey directamente, dos veces, es interrogar ese punto donde los asuntos de consanguinidad y de parentesco se vuelven preguntas políticas.

Antígona, por supuesto, se vuelve un potente símbolo político en la Argentina de la dictadura y posteriormente. Realizar un entierro para su hermano Polinices desafiando un decreto de estado que ordena ignorar el cuerpo, tuvo obvios tonos políticos, que la vincularon a la acción de las Madres de la Plaza de Mayo que reclamaban justicia, la devolución de los cuerpos desaparecidos de sus seres queridos, y que se diera cuenta pública de estos abusos. Posteriormente, diversos textos culturales expandieron este paralelismo, desde la película La amiga (dirigida por Meerapfel) hasta la obra Antígona furiosa de Griselda Gambaro8. Por supuesto, es destino de Antígona ser enterrada (viva), por lo menos simbólicamente, en la versión de Sófocles: amurallada en su cueva, una tumba viviente, ella toma su propia vida antes de que Creonte pueda revertir su orden: «Lo simbólico puede ser entendido como un tipo de tumba que no extingue lo que, sin embargo, mantiene vivo y atrapado dentro de sus términos, sitio donde Antígona, ya medio muerta dentro de lo inteligible, está destinada a no sobrevivir» (Butler, 44). Curiosamente, el destino de Edipo también fue el de encontrar su muerte al ser tragado por la tierra en Colono. ¿Será que Edipo y su progenie -localizados en alguna frontera movediza entre el mundo onfálico de los dioses ctónicos y el mundo fálico de la polis- ponen en crisis el orden que ellos mismos fundan? Efectivamente, este retorno desde lo fálico a lo onfálico es tratado explícitamente en Como en la guerra, retorno que quizás sirva de signo bajo el cual podemos entender el movimiento del texto desde el psicoanálisis de Lacan al terreno ctónico de orígenes míticos y culturales en «El Viaje»:

«[...] todos estamos así lacónicos de búsqueda, y yo prefiero concentrarme en ella, sacudir mis largos bigotes e irme husmeando en cuatro patas hasta dar con esa latitud que es su guarida: la zona onfálica».


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Finalmente, afirmar que la hija de Edipo es también la hermana de Edipo, es deshacer, radicalmente, la catexis de la femineidad dentro del complejo de Edipo, permitiendo, de cierto modo, a escritoras experimentales como Valenzuela diferentes soluciones creativas a su acertijo. Pues, como dice Valenzuela, «[Todos t]enemos poderes inimaginables. Sólo que ese saber nos atemoriza. Una tradición milenaria nos detiene y nos sugiere que ese saber se paga: más que el incesto Edipo paga el haber develado el enigma» (Satinosky). Si Antígona es el acertijo que afloja el nudo que es Edipo, quizás, entonces, una solución sea, al final de la novela, la inversión de Antígona, la proyección desde la posición de Anti-goni, la anti-generativa, de una Anti-Anti-goni hipotética. Como Edipo y luego Antígona son tragados por la tierra, simbólicamente devolviendo el Falo al Ónfalos, nuestra Anti-Anti-goni, Ella, es, en un movimiento inverso pero paralelo al acto de entierro político de Antígona, desenterrada en una explosión final y culminante:

«Las paredes de la fortaleza revientan como una gran cáscara y emerge brillante el corazón del fruto. [...] Y él cree volverla a ver después de tanto tiempo, allá arriba en lo alto sobre una tarima blanca, toda resplandeciente, irradiando una luz sorda pero intensísima, majestuosa en su ataúd de vidrio que es como un diamante».


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