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Entre historias fingidas y verdaderas: (el) «Tormento» de Galdós

Mercedes Comellas Aguirrezábal



«El estilo es la mentira. La verdad mira y calla».


(Tormento XII)                






La metaficción es considerada primera característica de la práctica novelesca actual y su más decidido síntoma posmoderno. La crítica ha querido relacionar la condición autorreflexiva de la novela contemporánea, su rasgo de caracterización más significativo, con las nuevas condiciones de la posmodernidad y la puesta en cuestión del estatuto ontológico de la realidad1.

Sin embargo, la condición reflexiva ha acompañado al género novelesco desde sus orígenes. A diferencia de los demás géneros, la novela nació en la era de la textualidad, asociada a las posibilidades de interpretación y reflexión que impuso esa nueva forma de difusión frente a la univocidad de la literatura oral que al pasar por la voz y el gesto tiende a esquivar su propia explicación2. Como ha escrito Stephen Gilman,

«[...] la epopeya oral depende del mito [...] de lo que se dice. La palabra es la cosa (como en las etimologías populares), y por tanto, pronunciar es crear. Los villanos -Ganelón, los Infantes de Carrión, Mordred, París- son quienes mienten. En la novela, por otra parte, las palabras impresas ya no cuentan con certidumbre oral. De allí se explica que los novelistas se interesen, primordialmente, en el perspectivismo, la ilusión, el engaño, la hipocresía, el rumor y el equívoco»3.



Al hablar de los orígenes de la novela, Karl Vossler había afirmado que es el género más introvertido y consciente de sí mismo; precisamente porque en esa autoconciencia reconoce sus orígenes historiográficos, tuvo la «necesidad de manipular su pretendida exactitud histórica con grandes dosis de ironía»4. Es decir, desde el principio la novela reflexionó en el seno de la propia ficción sobre su naturaleza verdadera, sus ambiguas relaciones con la realidad y sobre su función. Detrás de todas estas introspectivas especulaciones latía la pregunta de por qué somos creadores de ficciones y por qué las vivimos tan intensamente como la existencia real, hasta el punto de que a veces llegan a ocupar el lugar de la vida. Y es que esta reflexión metanovelesca ha implicado siempre no solo el análisis del discurso de ficción y su relación con la realidad, sino también el papel del lector y su vínculo con la obra: el pacto de la ficción y las condiciones que impone para cumplirse con éxito.

Lo cierto es que las interrogaciones de la novela sobre sí misma acompañan la historia moderna de las dudas epistemológicas sobre la realidad y de sus promiscuas relaciones con la ficción, e intentan encontrar a esa connivencia un sentido narrativo o fabuloso. Por ello la historia de la novela se debería acompañar de una historia paralela de cómo la poética del género se fue construyendo sobre estas reflexiones. El prólogo del Quijote, el prefacio de Rousseau a La nueva Eloísa, las consideraciones de Fielding en Tom Jones que continúan en el prefacio de Wieland a Agathon, las cartas de Goethe a Schiller sobre el Wilhelm Meister o las reflexiones de Schlegel sobre Lucinde forman una serie fundamental en el desarrollo histórico de la novela y son reflejo del proceso vivo de su formación, de sus intentos por tomar conciencia de su condición y definirse en una poética siempre inestable. Lo más significativo de ese intento de definición es que viene asociado siempre a la crítica de trasnochados principios de literaturización, lo que permite afirmar que la novela se construye, toma conciencia de sí y gana espacio por oposición a los demás géneros o en tensión con la poética consolidada de otros géneros, narrativos o no. Así ocurre también en el caso de Cervantes, cima canónica del género y que es también el gran maestro de la ficción reflexiva.


La lectura idealista del Quijote

Cervantes escribe su obra en el contexto de una profunda crisis epistemológica por la que, según Foucault, el viejo compromiso de los signos se ha roto, las semejanzas engañan, llevan a la visión y al delirio y don Quijote vaga a la ventura en un mundo en el que la escritura se ha desligado de las cosas5. Milan Kundera sitúa en ese momento el origen de la novela moderna recogiendo un lugar común:

«Cuando Dios abandonaba lentamente el lugar desde donde había dirigido el universo y su orden de valores, separado el bien del mal y dado un sentido a cada cosa, don Quijote salió de su casa y ya no estuvo en condiciones de reconocer el mundo. Este, en ausencia del Juez supremo, apareció de pronto en una dudosa ambigüedad; la única Verdad divina se descompuso en cientos de verdades relativas que los hombres se repartieron. De este modo nació el mundo de la Edad Moderna y con él la novela, su imagen y modelo»6.



No es separable la condición epistemológica y aún metafísica de esta crisis de la que de forma simultánea -y correspondiente- se vivió en la poética novelesca, espacio al que Cervantes encontró forma magistral de trasladarla a través de la ironía. Con ella abrió las puertas a una multiplicidad de perspectivas que complicaba radicalmente la visión de las cosas y anulaba la verdad única. Pero además la ironía tenía la facultad de convertir la narración en crítica de sí misma, hasta el punto de que podía transformar, como ocurrió en el Quijote, al libro en comentario ininterrumpido sobre su propia ficción7.

Las posibilidades de este descubrimiento cervantino no fueron comprendidas en su dimensión más amplia hasta que el Romanticismo releyó el Quijote, puso su apellido a la ironía -romántica- y vio en aquellos juegos entre la realidad y la ficción la posibilidad de que la literatura respondiera a los más hondos conflictos entre el idealismo y el realismo, propiciando una reinterpretación de la obra cervantina de la que somos deudores. Con ella, la poética romántica convirtió el género de la novela -por ser el más ajeno a la poética clásica, el más incómodo y el más ambiguo- en el centro del canon, a Cervantes en modelo de estudio y la ironía y la metaficción en mecanismos fundamentales de una nueva narrativa que habría de dar sus mejores frutos pasados algunos años.

En la relectura romántica de Cervantes no se puede olvidar el activo papel del krausismo, que lo analizó con enorme interés y siguiendo la interpretación que el romanticismo alemán y el idealismo hegeliano habían hecho del Quijote. Giner, reconociendo aquella deuda, busca en la historia del caballero manchego, más allá de la habitual lectura paródica, la expresión del enfrentamiento entre el ideal y la realidad, asunto central de su sistema pedagógico, que pretende conciliar ambos superando esa dicotomía presente en la novela cervantina8. En los Dos folletos sobre el Quijote de 1862 (incluidos después en sus Estudios de literatura y arte de 1876), el krausismo da por buena la interpretación esotérica de la obra y en la línea hegeliana busca en el texto cervantino ideas y significados profundos más allá de toda circunstancia histórica.

La correspondencia entre Giner y Galdós demuestra que el novelista recibió aquella valoración del Quijote con lo que ello implica de lección romántica. La huella cervantina en la obra galdosiana fue motivo de estudio desde muy temprano: a ella hizo referencia, antes que Ortega o Montesinos, el propio Menéndez Pelayo en la recepción de Galdós en la Real Academia. Tras él todos los especialistas han venido coincidiendo en que Cervantes proporciona a Galdós su modelo novelesco, -deuda que el canario agradeció constantemente en innumerables homenajes-, hasta el punto, afirma Rubén Benítez, de que «[n]o hay otro caso igual en la novela europea de aceptación consciente y continuada de un escritor en otro escritor»9. Quizá en el estudio de la relación entre ambos autores ha faltado calibrar cuánto de aquella valoración romántica quedaba en Galdós, algo que podría arrojar cierta luz en algunas de las cuestiones que pretendemos abordar.

Benítez ha estudiado la intensa actividad crítica que se desarrolló en torno a Cervantes en los años del Realismo. Los autores asociados al krausismo y regeneracionismo pretendieron indagar a través de la obra cervantina en las conductas nacionales llegando a argumentos muy similares a los galdosianos10. Parecía posible descubrir en el Quijote un plan para la salvación de España que identificaba al caballero con el criterio liberal, a Sancho con el pueblo y a Dulcinea con España11, proponiendo una interpretación esotérica aceptada por Menéndez Pelayo y que culmina en la unamuniana Vida de don Quijote y Sancho (1905). Galdós se suma a estas reflexiones con enorme entusiasmo y tesón, aplicándolas a la doble finalidad que se propuso en su propia obra y que desde Casalduero suele cifrase en el alumbramiento de la conciencia histórica de los españoles respondiendo a la pregunta «¿cómo es España?» y en la reforma de la narrativa española educando estéticamente al lector. Su empeño en que el público superase la lectura «en clave romántica» entra en contradicción con la lectura que él mismo hace del Quijote, pues la idea del dualismo humano que enfrenta a lo real y lo ideal, fundamental en Galdós a lo largo de toda su trayectoria y desde la que -con Giner- interpretó la obra cervantina12, es profundamente romántica. Siempre habría de seguir viendo a España, según escribe en carta de 1905, como un «caballero inmortal, de arrestos heroicos y pura conciencia, soñador de ideales generosos» e impermeable a la realidad, al lado del «escudero interesado y socarrón, soñador a su vez de provechos inmediatos»13. Todos sus personajes, especialmente en las Novelas españolas contemporáneas, son -según Menéndez Pelayo en el discurso de recepción de Galdós en la RAE-, expresiones de la psicología social española y muestran esas tendencias contradictorias del espíritu y el carácter hispánico: el idealismo y el extremo realismo14. La visión del Quijote que sirvió a Galdós como base de toda su poética novelesca, en esos términos de polaridad, se sitúa -y no solo temporalmente- entre la romántico-hegeliana y la modernista-unamuniana.




Cervantes, Galdós y el realismo

La herencia de estos presupuestos idealistas y románticos en Galdós no suele tenerse en consideración a causa de la tendencia a compartimentar periodológicamente la historia literaria y, en este caso, asociar el Realismo a una poética de la novela que se sustenta en la confianza en la realidad, radicalmente distinta a la romántica y modernista. Afirma John Kronik que «solo hay que recurrir a las opiniones de Galdós y Clarín en sus escritos críticos para comprobar su evidente convicción de que la misión del escritor es la detenida observación y recreación de la realidad y que la medida de su éxito es la equivalencia que consigue entre vida y arte»15. Recuerda entre otras demostraciones la reseña del propio Clarín a Lo prohibido (publicada en La Ilustración Ibérica de 1885), en la que defiende que la novela ha de «reflejar la vida toda, sin abstracción, no levantando un plano de la realidad, sino pintando su imagen como la pinta la superficie de un lago tranquilo», y también trae en su apoyo las palabras de Galdós en su discurso de 1897 «La sociedad presente como materia novelable», donde resume el arte de componer novelas en el verbo «reproducir», entendiendo, claro, que se trata de reproducir la realidad. Esa confianza en el mundo de los objetos y en la experiencia de los sentidos que estas declaraciones implican, está asociada con la que Germán Gullón declara seguridad ilimitada en que la palabra es la exacta medida de las cosas, y que impuso desde mediados del XIX la poética realista: «Las retóricas al uso explicaban los medios de mejor duplicar la realidad [...] y de acogerlos con sus caracteres y características entre las cubiertas de un libro»16. Lo real, bien común, material y objetivo, podía ser trasladado a las palabras y enmarcado en la novela.

Sin embargo, parece poco razonable pensar que de esta retórica lleguemos directamente a la crisis del concepto de lo real que caracterizó el fin de siglo, y que no irrumpió abruptamente con la llegada del Modernismo, ni pudo surgir de la nada. El Realismo trajo en sus entrañas un intenso debate sobre la realidad y sus límites que iría preparando la definitiva crisis. Si esta se tiende a retrasar en la historiografía habitual es porque los modernistas, en su intento de hacerse con el protagonismo de la ruptura, aparentaron que la novedad venía con ellos, pero es difícil de creer que a mediados de la década de los 80, en una obra como la galdosiana, que se construye como una meditación en torno a la realidad y la ficción, no se manifestaran de manera evidente los síntomas previos. Como le había ocurrido a Cervantes, también Galdós desarrolló su obra en un contexto de crisis epistemológica que acarreaba, asociada de forma indisoluble, una crisis literaria. En sendos casos asistieron comprometidamente y tomaron parte en la batalla por el canon que se libraba en relación con aquellos graves cambios de orden metafísico.

De un lado, en la época de Cervantes se toma conciencia del poder de persuasión de la literatura y de su influencia social. Las preocupaciones por la moralidad de la ficción no crecen particularmente después de Trento (las exigencias habían sido mucho mayores con Platón, para los padres de la Iglesia, con la ejemplaridad de la Edad Media o entre los humanistas), pero ahora se reconocen con gran interés los poderosos vínculos que atan autor, obra y lectores17 y con ello el poder ejemplificador que la literatura posee y su proyección en la sociedad (sobre todo en lo que respecta a la novela, como bien supo advertir Cervantes). No es tan lejana la situación en el caso de Galdós: en los años del Realismo el crecimiento extraordinario del público lector y la demanda de novelas con las que la burguesía, en palabras de Hugo Friedrich, fortaleció su voluntad de conocimiento y según Joan Oleza, se adentró en la exploración de lo real- contemporáneo18, hicieron reconocer las tremendas posibilidades del género para crear un efecto social. Precisamente las «Consideraciones sobre el desarrollo de la literatura moderna» (1862) de Giner planteaban la idoneidad del momento para emprender la reforma de la literatura y con ella sacar a España de la situación de marasmo.

Volviendo al contexto histórico cervantino, dicha reforma se propone en una coyuntura en la que las jerarquías no están aún claras y la literatura de consumo disputa su papel frente a la literatura hoy considerada canónica y de la que entonces no le separaban fronteras tan evidentes como las que desde la distancia nos parecen. Desde las Saturnales de Macrobio y acordes con la distinción aristotélica19, se consideraban tres formas de la narración según la relación que mantuvieran con lo real (narratio o verdad, argumentum o posibilidad y fabula o falsedad) que asociaba la Historia con la verdad, la poesía con la posibilidad (verosimilitud aristotélica) y la novela con la falsedad. La novela había intentado cambiar su posición amparándose en el campo próximo de la Historia y asociándose a la verosimilitud, pues como argumenta Erasmo en sus Colloquia familiaria, es el criterio que distingue la buena de la mala literatura. Los teóricos tanto italianos (Castelvetro, Filippo Sassetti, Vincenzo Borghini, Orazio Ariosto, Alessandro Piccolomini) como nuestro Pinciano, distinguían perfectamente historias fabulosas o poéticas (que pueden ser absolutamente idealizantes o ejemplares, verosímiles, o transformadas por la caricatura) de narraciones historiográficas o crónicas, en las que el autor está mucho más constreñido y no tiene tanto margen en la presentación. En la época de Cervantes se libraba en este terreno un enérgico debate sobre la validez de determinadas formas narrativas recién estrenadas y la superioridad de unas fórmulas frente a otras. Los argumentos de los modernos, seguidores de Ariosto y el romanzo, defendían la acción múltiple, variedad de estilo, imaginación fantástica de lo maravilloso, y justificaban la obra por el placer que causa. Los antiguos exigían estricta verosimilitud y provecho moral: la libertad imaginativa debía someterse a los límites de la mimesis. A cambio de aquella renuncia, sus vínculos con la verdad le conferían una categoría superior a los géneros que no pretenden someterse a la realidad.

Así pues, para reivindicar un espacio en la literatura respetable, lo más urgente fue ganar verosimilitud, y la novela de caballerías, heredera de aquella Edad Media poco escrupulosa en materias fantásticas, tuvo que recurrir a un supuesto parentesco con la historia y con el mito para librar los últimos embates de una batalla legitimadora por otras razones ya perdida. Mientras, la novela picaresca usaba de la primera persona para dar fe de lo narrado o Lope recurría en La Arcadia y El peregrino en su patria a la sobreabundancia de citas clásicas para justificar la novedad de su creación (esas cuatrocientas cincuenta notas de La Arcadia y su índice de autoridades serán motivo de la mofa de Cervantes en el prólogo al Quijote de 1605).

Pero esa era también la preocupación de la novelística en la época de Galdós. El Realismo, buscando el patrocinio de la tradición canónica, defendía la verosimilitud e incluso la verdad como el terreno novelesco. Batallando contra el folletín y las formas de la literatura popular, la novela realista pretende ser, no solo parecer, verdadera. Únicamente desde esa condición puede asumir la función social y didáctica que Galdós -y en general la herencia romántica del Realismo- reivindica. En octubre de 1864 los Goncourt firman el prefacio de Germinie Lacerteux afirmando:

«Al público le gustan las novelas inventadas: esta novela es una novela verdadera.

Le gustan los libros que parecen llevarnos al gran mundo: este libro viene de la calle.

Le gustan las obritas picaronas [...]; lo que va a leer es severo y puro. [...]

Hoy, cuando la novela amplía sus horizontes y crece, cuando empieza a ser la forma grande, seria, apasionada y viviente del estudio literario y de la investigación social, cuando se convierte, merced al análisis y a la investigación psicológica, en la historia moral contemporánea; hoy que la novela asume los deberes y el rigor de la ciencia, también puede reivindicar sus libertades y franquicias»20.



La forma poética estará condicionada por esa misión y deberá por ello hacerse transparente para no ocultarla con retóricas. Clarín, en su artículo «El estilo en la novela» (1882-3), alaba a Galdós y Balzac precisamente porque consiguen «hacerle olvidar que hay allí además del asunto, del mundo imaginado que parece real, un autor que maneja un instrumento que se llama estilo»21.

Sin embargo, su colega Galdós no debía mantener ya por entonces, según nos proponemos argumentar, la misma confianza en las posibilidades de explicar el mundo desde el realismo convencional y con palabras transparentes. La reflexión que a partir de la novela de Cervantes fue desarrollando sobre la ficción y la realidad, sobre el compromiso de la literatura y la búsqueda de la verdad, le había ido conduciendo a posiciones más complejas y ya en la década de los 80 muestra todas sus dudas sobre las posibilidades del realismo novelesco en las Novelas españolas contemporáneas. Esas «creencias del siglo XIX en un mundo objetivo que el individuo llega a conocer a través de la experiencia de sus sentidos»22 no son la fe que Galdós manifiesta en esta su etapa de madurez. Galdós duda, y así lo afirma. Su confianza en la realidad no es a prueba de fantasías y nos deja más preguntas que respuestas.

Y las preguntas galdosianas en materia de poética novelesca y en relación con el problema central, que era el de ganar credibilidad a través de la verosimilitud e incluso de la veracidad, son muy similares a las cervantinas según veremos en lo que sigue.

Para Cervantes una cuestión fundamental había sido cómo hacer la obra interesante sin faltar a la verosimilitud. Hemos visto que en su tiempo se enfrentaban dos tipologías novelescas distinguibles en función de este criterio. La posición y la intención de Cervantes (que trata de ello en varios lugares, especialmente en el parlamento del canónigo: I, 47), era reconciliar la épica -sancionada por las leyes de la poética- con las exitosas y modernas novelas de aventuras. La nueva forma permitiría la máxima libertad al autor, pero haciéndola compatible con las reglas del arte y sobre todo con el interés. Se trataba de mantener la verosimilitud para lograr la imprescindible autenticidad -y autoridad- que se pretendía, pero sin renunciar a ciertas formas de lo interesante y lo maravilloso capaces de atraer a los lectores («lo maravilloso es agradable», había concedido Aristóteles23) y sembrar en ellos la simiente moral; por eso la miga estaba más en el cómo representar que en lo que se había de representar. Así el canónigo señala que «tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera, y tanto más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible. Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte que, facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan». Con esta declaración Cervantes, siguiendo las pautas aristotélicas (en la Retórica todo el concepto de lo verosímil está basado en la opinión común, e. g. 1355a, 1356b), introduce entre los criterios de verosimilitud y veracidad las expectativas del lector, haciéndole copartícipe de la propiedad y verdad literaria.

Todavía en tiempos de Galdós el concepto de literatura y la institución literaria en general están aún en proceso de construcción; en el panorama de su época conviven ciertas fórmulas literarias de enorme éxito popular y otras más exigentes y reflexivas con las que entran en debate similar al renacentista. Galdós adopta una postura asimilable a la de Cervantes en cuanto buscó la veracidad sin renunciar al interés ni a las fórmulas de la novela no canónica que pudieran serle útiles en la intención de mantenerlo; como su maestro hizo con los libros de caballerías, no quiso repudiar radicalmente las técnicas folletinescas de las que hizo uso con intención paródica, pero también con el objeto de asegurarse la continuidad de los lectores.

Podemos sobre todo identificar la posición galdosiana con la cervantina en que también el novelista canario hizo corresponsable al lector de la veracidad de la obra al entablar con él un irónico diálogo sobre los límites de la verdad. El trato de Cervantes con su lector es muy importante: de hecho pretende comunicarse con un público lo más numeroso posible, aunque sin sacrificar al éxito la intención de verdad, que debía guiar siempre el derrotero narrativo24. En esa voluntad de acercamiento y diálogo, Cervantes establece con sus lectores una relación privada (la novela lo permite, a diferencia del teatro) y amistosa, a veces casi cómplice. Galdós también buscó lectores para influir en la sociedad y supo cómo encontrarlos. Conocía los entresijos de un género que tiene como columna medular un pacto con el lector al que respeta y al que hace no ya discípulo ingenuo de lecciones edulcoradas, sino cómplice inteligente. Así, como veremos, el lector entra en Tormento, y en tantas otras novelas galdosianas, como invitado y puede elegir en el menú que allí se le ofrece, entre la novela de folletín o el realismo crítico: varios niveles de lectura hacen posible la alternativa. Más adelante volveremos sobre ello.

Otra lección profundamente cervantina y que el Romanticismo asumió con entusiasmo como propia fue la de cómo la literatura se encarna en la vida. Si Novalis quiso hacer de vida y novela una misma textura, el krausismo convirtió la dicotomía entre el ideal y la realidad en el eje de su pedagogía. Y Galdós volvió una y otra vez al Quijote para asumir una enseñanza, relativa a aquella dualidad, que fue rumiando sin descanso a lo largo de su trayectoria narrativa. Puede observarse de nuevo la relación que enlaza a Cervantes con Galdós a través de la lectura romántica que hizo el krausismo del Quijote. Cervantes había solventado la cuestión de vida y literatura en el terreno literario, al conciliar en el Quijote el ideal poético y la realidad histórica en el único lugar en el que pueden convivir y donde el primero es tan verdadero como la segunda: la mente humana. Con esta solución logró iluminar la misteriosa interdependencia de los dos. La vida interior de un hombre, motor de sus acciones, está forjada por los ideales, creencias, aspiraciones e ilusiones25.

El hallazgo cervantino no es el fin de las preguntas, sino que por el contrario confirma la ambigüedad de las fronteras entre ficción y realidad y demuestra a los lectores la capacidad que tiene la primera para con sus secretos tentáculos atraernos hacia otros mundos que se encarnan en nuestras conciencias, donde cobran la realidad plena. ¿Acaso don Quijote no es efectivamente un caballero andante, no lleva a la realidad de su vida lo que antes era solo literatura?

El Romanticismo, al convertir la conciencia en la sustancia de lo literario («La literatura es la representación del espíritu, del mundo interior en su totalidad», afirmaba Novalis), aumenta la dificultad para distinguir el orden de lo ficticio-poético y el orden de lo verdadero, puesto que en aquel territorio fenomenológico no son siempre separables. De ahí los conflictos de Galdós al asumir la solución cervantina. Porque Galdós emplea la misma fórmula que Cervantes para resolver la misma cuestión. En La desheredada primero y después en otras de las Novelas españolas contemporáneas fue desarrollando la idea que acabó plasmando en La incógnita y Realidad (1889): la realidad tiene su asiento en la conciencia, por lo que no cabe posibilidad de objetivarla; lo que llamamos realidad es solo la percepción de la realidad26. El Naturalismo queda superado por la imposibilidad de describir el mundo objetivo con precisión científica. Estamos en la incertidumbre modernista que no reconoce más verdad absoluta que la de la propia interioridad.

La postura de Galdós entronca con los presupuestos de la fenomenología y la teoría psicológica de su tiempo, que había ido obligando a los novelistas a ir preparando un espacio textual para las dimensiones de aquel reino interior que en incesante crecimiento robaba cada vez más espacio al mundo exterior. Los Elementos de Psicología de Pedro Felipe Monlau (Madrid, Rivadeneyra, 1871) afirman en el capítulo «De la percepción interior»: «La percepción interna es la función por la cual conocemos al yo en sus atributos esenciales, y en todas las modificaciones que el mismo experimenta. La percepción interna se denomina igualmente sentido íntimo y conciencia». En ese territorio interior, entiende Galdós, la literatura pone nombre y presta medidas a todas las cosas: se hace verdad.

Si Cervantes y Galdós coinciden en su compleja respuesta al conflicto epistemológico, también ambos encuentran en los juegos irónicos y reflexivos de la metaficción la mejor manera de trasladar a la creación novelesca aquella equívoca verdad.




La metaficción como superación del realismo

Es curioso que un autor que durante mucho tiempo fue visto como escritor histórico, cercano a la exactitud histórico-científica hasta el punto de que su obra se usó como fuente documental entre otros por Vicente Palacio Atard en La España del siglo XIX, ahora se valore como padre de la metaficción contemporánea, tendencia en principio contradictoria con el realismo y que sirve para ponerlo en entredicho. La razón es que con Galdós se iniciaba, tímidamente, la adquisición de la conciencia lingüística a la que se refirió Barthes:

«Durante siglos, nuestros escritores no imaginaban que fuese posible considerar la literatura (el término mismo es reciente) como un lenguaje, sometido, como todo otro lenguaje, a la distinción lógica: la literatura nunca se reflejaba sobre sí misma (a veces sobre sus figuras, pero nunca sobre su ser), nunca se dividía en objeto a un tiempo contemplador y contemplado»27.



Piensa Barthes que fue con los primeros resquebrajamientos de la buena conciencia burguesa (que sitúa en el fin de siglo) cuando la literatura se sintió doble: a la vez objeto y mirada sobre este objeto. Pero antes de comenzar el siglo que se define poéticamente con la pregunta «¿Qué es la literatura?», Galdós vivió esa conciencia metaliteraria que durante mucho tiempo no se le reconoció28. Fue Anthony Percival quien, siguiendo la idea de Christopher Predergast sobre Balzac, apuntó dos ideas importantes para el estudio de la poética novelesca galdosiana: la ironía y el juego con estrategias de modelos de escritura populares (fundamental en Tormento); después de él John Kronik encuentra en toda la producción del autor la doble dimensión de recreación mimética y autorrevelación novelesca29. Por fin, los trabajos de Hartmut Stenzel y Friedrich Wolfzettel estudian la poética novelística galdosiana poniendo en duda el valor modélico de los presupuestos tradicionales de la teoría realista-naturalista30.

Gracias a la distancia que nos proporciona nuestro punto de vista, podemos hoy ver como Galdós llegó más lejos que cualquier otro de sus contemporáneos en el análisis de las posibilidades literarias del realismo. Sus reflexiones sobre el Quijote y la lectura que a través de Giner heredó del Romanticismo, le ayudaron a encontrar en los juegos irónicos su sentido moderno y en la metaficción las mejores posibilidades de experimentación formal. Estudiar a Galdós como parte de ese recorrido puede volver a situarlo en el lugar que le corresponde con respecto a la modernidad y a la actualidad. Pues, como Oleza ha estudiado31, su obra ha sido considerada durante mucho tiempo contraria a lo moderno por la convencional identificación de Modernidad con Modernismo. Hoy podemos volver a poner las cosas en su sitio y afirmar que no es que Galdós se esté leyendo sesgado para salvarlo del arrinconamiento al que lo sometió el Modernismo32, sino que su ironía adquiere nuevo sentido desde la metaficción contemporánea, como la ironía cervantina solo lo tuvo desde la ironía romántica. Ahora podemos ver claramente que la articulación de las novelas galdosianas, sobre todo desde las Novelas españolas contemporáneas, es una puesta a prueba de los límites de la ficción, del pacto de la ficción y de los recursos reflexivos de la metaliteratura que demuestra la originalidad de Galdós con respecto a sus coetáneos realistas, españoles y europeos33. Si La desheredada comienza con un capítulo de título tan metaficticio como «Final de otra novela», Tormento se inicia con una conversación entre Felipe Centeno e Ido del Sagrario sobre la literatura y la verdad que continúa la que cerraba la novela que le precedía, El Doctor Centeno. En ambos casos se trata de ensayar sobre los límites de la literatura a la manera cervantina: en La desheredada tenemos una protagonista quijotesca, lectora de folletines, que ha imaginado su vida a la medida de aquellas convenciones literarias; en Tormento el personaje que quiere corresponder a aquellos mismos patrones de la literatura es arrancado del medio literario y enfrentado a las circunstancias de la realidad social para probar su condición auténtica. El amigo Manso comienza con un capítulo sin el que parece imposible Niebla y en Nazarín los personajes de la segunda parte conocen la primera parte de la novela; en Misericordia el falso don Romualdo inventado por Benigna tiene una correspondencia en un don Romualdo verdadero, y al final de La incógnita se concluye que «La realidad no necesita que nadie la componga; se compone ella sola».




Tormento

Todas las cuestiones relativas a las verdades de la ficción que hasta ahora han ido surgiendo se aglutinan en la pregunta sobre qué grado de verdad tiene el amor o hasta qué punto es un sentimiento literario. Se lo planteó Cervantes en el Quijote al convertir a Dulcinea en el eje sobre el que gira la veracidad y credibilidad de lo caballeresco. Se lo pregunta también Galdós en Tormento.

Por otra parte el amor es asunto que permite hacer frente a muchas de las inquietudes cervantinas y galdosianas antes consideradas: el amor es interesante para los lectores, el amor permite introducir lo maravilloso a través de la fantasía amorosa; el amor forma parte de la existencia común pero también implica trasladar a la vida las medidas de la literatura, que se encarna en las emociones de los amantes, porque, como decía Pepe Carvalho, hemos aprendido a amar en los libros34. Habitualmente las lecciones eróticas que se podían sacar de ellos respondían a ciertas convenciones codificadas en la tradición que nada tenían que ver con las condiciones reales y vitales del matrimonio y sus circunstancias. Una cosa era la pasión en la literatura y otra muy distinta los casamientos con los que las sociedades organizaban las pasiones y ponían orden en los sentimientos. Y Cervantes, reconociéndolo así en uno de los momentos más lúcidos de su don Quijote, parece aceptar también, en ese mismo capítulo XXV de la Primera Parte, que sin embargo es el motivo amoroso el más permeable en la frontera entre vida y literatura y por ello el más adecuado para trasladar la materia de los libros a la vida. Así Dulcinea servirá para demostrar la compleja relación entre los mundos literarios y los de la experiencia vital.

Pero la lección cervantina no fue asumida fácilmente ni aquel su enmarañado parentesco entre vida y literatura comprendido en cuestión de un día, sino a lo largo de un proceso lento y accidentado que encuentra en Galdós un discípulo a la medida del maestro.

Entre los muchos ejemplos galdosianos que pudieran servirnos para demostrarlo, uno de los más adecuados parece Tormento, una de las Novelas españolas contemporáneas que cuenta una historia de amor. Tres años después de La desheredada, Galdós vuelve a proponernos asistir al juego dialéctico entre realidad y literatura en otra novela que tiene por protagonista principal a una mujer joven y casadera y por asunto temas amorosos y matrimoniales vinculados a la identidad real de los personajes. Más allá del interés que posee por sus propios méritos, Tormento lo tiene, como escribió Eamonn Rodgers35, por ser entre las novelas de su autor la que mejor arroja luz sobre su idea del realismo. Si la luz es o no clara, es cosa de la que hablaremos después. Desde luego, hasta el momento la crítica no ha sido unánime en cuanto a su juicio sobre la obra: si para unos estamos ante una parodia de la novela de folletín, para otros es un reconocimiento de los recursos de aquel género popular. Se escribe en un contexto de debate en torno a la novela, a la misión del Realismo y el Naturalismo, el valor del arte, el concepto de mimesis y su diferencia con la fotografía, y puede afirmarse -como hace Eamonn Rodgers- que su asunto fundamental es el contraste entre apariencia y realidad.

El magisterio cervantino en esta reflexión novelesca galdosiana se hace en nuestra opinión obvio si observamos la analogía del eje de la ficción en el Quijote, esto es, la dualidad Dulcinea/Aldonza, con el vértice en la obra galdosiana: Amparo/Tormento. Si en el primer caso el asunto amoroso servía para plantear todos los problemas de credibilidad entre don Quijote y Sancho36, en el segundo demuestra la dificultad de hacer compatibles la literatura y el mundo de la realidad y de trasladar, como pretendía el Realismo, éste a las páginas de aquella. En ambas novelas el amor se presenta como un sentimiento forjado en la literatura y al mismo tiempo hondamente real y verdadero motor de las acciones.

Algunos de los más importantes personajes de la novela hubieron de resultar conocidos a los lectores de Galdós, pues tanto la bella Amparo Sánchez Emperador, como su hermana Refugio (ahora ya huérfanas en lamentable situación económica), el sacerdote Pedro Polo y su antiguo colaborador en la enseñanza, José Ido del Sagrario, y el viejo discípulo de ambos Felipe Centeno, habían sido en distinta medida también protagonistas de la historia en El doctor Centeno, aparecida solo un año antes, en 1883. En ella cabía ya intuir algo sobre la sacrílega relación amorosa entre Amparo y Polo -aunque nunca se mostró, ni siquiera se insinuó; se dejaba a la escabrosa mirada de los lectores la posibilidad de concebir sospechas-. Ahora la muchacha, en situación de terrible penuria, se ve obligada a depender de la cicatera ayuda de sus familiares los Bringas, sometida a un régimen de despótico servilismo por doña Rosalía, hasta que un indiano rico, pariente lejano de ésta, le propone matrimonio: Agustín Caballero vuelve a Madrid con intención de asentarse en el ordenado dominio burgués y dejar atrás las salvajes y feroces tierras de conquista. Amparo ve en su oferta solución a todos sus problemas, pero un secreto en su pasado, aquella relación con Polo que todavía sigue obsesionadamente enamorado de su «Tormento», obstaculiza la feliz consecución de la boda. Si por un lado la joven Amparo/Tormento sabe que debe confesar el pecado, por otro intenta ocultarlo con todas sus fuerzas. Pero no solo al pretendiente y a los demás personajes, sino también al lector. Porque lo singular en la novela es que nunca, ni en El doctor Centeno ni en esta continuación -y hasta cierto punto nueva versión- de la historia de Polo y Amparo, se nos informa claramente de las relaciones que mantuvieron los sacrílegos amantes37.




Una posible lectura esotérico-krausista

Estas circunstancias folletinescas y personajes asimilables a los de la literatura popular (la hermosa huérfana, dócil y sometida la señora cruel y dominante, el príncipe que viene a rescatar a la primera y el villano oscuro que pretende arrebatarla y perderla)38 son susceptibles de interpretarse en clave, a la manera que los krausistas entendieron el texto quijotesco. Sin embargo, la crítica no se ha detenido en la posible interpretación esotérica que permiten aventurar tanto la afición del krausismo como la cercanía de Galdós a dichas paráfrasis del Quijote, abundantes, según vimos, en su biblioteca. Teniendo en cuenta su participación en ese planteamiento interpretativo del idealismo de Giner que busca las Ideas alojadas en las novelas, también es lógico que sus propias obras se ajusten a esa misma fórmula: si como piensa Benítez, «Galdós nos impone la dura tarea de descubrir en sus novelas ideas que se niega a expresar de modo más directo»39, no parece descabellado aplicar la correspondencia entre personajes e ideas, habitual del cervantismo krausista, a los personajes de Tormento.

El dualismo Amparo/Tormento es fácilmente vinculable al de Dulcinea/Aldonza, y también con aquella idea fundamental en Giner y en Galdós: la de la necesaria conciliación y superación de la dicotomía entre lo real-histórico (Tormento, lo que sucedió) y la aspiración a lo ideal (Amparo, la doncella virtuosa de los folletines).

Partiendo de la asociación que hicieron aquellas lecturas esotéricas y que ligaban a Dulcinea con la idea de España, también en Amparo puede verse un símbolo patrio40. La hermosa y pobre muchacha, sometida a las arbitrariedades mezquinas y las absurdas pretensiones aristocráticas de aquella Rosalía emperrada en sostener su mundo de apariencias, huye de un pasado de oscuras pasiones en el que fue seducida y dominada por el clero y cree ver la luz en las posibilidades de futuro y progreso a que le invita el indiano vuelto, hombre honesto y próspero que se niega a participar en la mascarada social y acaba por salir hacia Europa, no casado con Amparo/España, sino llevándosela como amante.

El triángulo amoroso enfrenta a los dos pretendientes de España: de un lado las posiciones conservadoras del cerril Polo, sus pasiones ciegas, las máscaras en las que se sabe embutido y que él mismo identifica con el ropaje eclesiástico constriñendo como una cáscara forzosa a su voluntad rousseauniana, ahogando ese lado suyo salvaje, enérgico y algo brutal, pero también hasta cierto punto melancólico y caballeresco, quijotesco. La asociación con el gran personaje cervantino se hace manifiesta en sus ensoñaciones literarias, cuando hundido en su soledad y arrebujado en el sillón raído, pasa las horas entregado a imaginarse a sí mismo cumpliendo grandes gestas heroicas -aquellos sueños imperialistas y épicos de la España conservadora- con muy diferente vestimenta que la de su pobre sotana:

«Sepultado en el sillón, las manos cruzadas en la frente, formando como una visera sobre los ojos, estos cerrados, se dejaba ir, se dejaba ir... de la idea a la ilusión, de la ilusión a la alucinación... Ya no era aquel desdichado señor, enfermo y triste, sino otro de muy diferente aspecto, aunque en sustancia el mismo. Iba a caballo, tenía barbas en el rostro, en la mano espada; era, en suma, un valiente y afortunado caudillo. ¿De quién y de qué? Esto sí que no se metía a averiguarlo; pero tenía sospechas de estar conquistando un grandísimo imperio. Todo le era fácil; ganaba con un puñado de hombres batallas formidables y ¡qué batallas! A Hernán Cortés y a Napoleón les podría tratar de tú.

Después se veía festejado, aplaudido, aclamado y puesto en el cuerno de la luna. Sus ojos fieros infundían espanto al enemigo, respeto y entusiasmo a las muchedumbres, otro sentimiento más dulce a las damas. Era, en fin, el hombre más considerable de su época. A decir verdad, no sabía si el traje que llevaba era férrea armadura o el uniforme moderno con botones de cobre. Sobre punto tan importante ofrecía la imagen, en el propio pensamiento, invencible confusión. Lo que sí sabía de cierto era que no estaba forrado su cuerpo con aquella horrible funda negra, más odiosa para él que la hopa del ajusticiado».


La vieja Celedonia, su criada, ejerce de ama quijotesca y le dice:

«¿En qué piensa, pobre señor? ¿No ve que se está secando los sesos? ¿Por qué no pasea, si está bueno y sano, y no tiene sino mal de cavilaciones?... [...] ¿estaba durmiendo? ¿No ve que si duerme de día estará en vela por las noches? Échese a la calle, y váyase a cualquier parte, hombre de Dios; distráigase, aunque sea montando en el tiovivo, comiendo caracoles, bailando con las criadas o jugando a la rayuela»41.


(107-109)                


Las deliberadas correspondencias cervantinas, tanto en el motivo como en el lenguaje, son obvias. Polo, sin saber cómo encauzar sus pasiones ni hacerles frente desde la razón, se deja arrumbar en la suciedad, la pobreza, la tristeza y el abandono, ensoñando imposibles.

De otro lado pretende a Amparo el hombre progresista, venido de ultramar, ordenado y prosaico, incapaz de aceptar la metáfora y la literatura. Busca sosiego y honestidad, pero se deja engañar por la apariencia de Amparo y por la identificación que hace de ella con la Cenicienta popular. Entre ambos pretendientes España, que huye de uno y engaña al otro, dividida entre su ser verdadero, su pasado histórico, y su querer ser un ideal inmaculado, el de las heroínas de los folletines.

Si en las «Observaciones sobre la novela española contemporánea» de 1870, Galdós se quejaba de que los españoles «somos en todo unos soñadores que no sabemos descender de las regiones del más sublime extravío, y [...] nos vamos por esas nubes montados en nuestros hipogrifos»42, en la etapa de las Novelas contemporáneas identifica los males de España con la afición a las ensoñaciones y fantasías literarias a las que el quijotesco carácter hispánico se abandona sin remedio. Como ya ha sido largamente investigado sobre todo para el caso de La desheredada, usa en sus personajes el modelo del hidalgo cervantino para mostrar que los españoles no sabemos comprender la realidad, sino que vemos gigantes en molinos, como Agustín ve en Amparo a Cenicienta, Amparo se pierde con la ínsula y Polo se entrega en su butacón a ensoñaciones caballerescas.

Adoptando la posición contraria, Unamuno valoró positivamente esa misma condición soñadora de los españoles en la Vida de don Quijote y Sancho de 1905; su imagen de don Quijote le ha de servir precisamente como orgullosa respuesta al Realismo europeo y a su pragmatismo, a los que enfrenta ese personaje capaz de ir más allá de la realidad del sentido común y sus convenciones. Galdós y Unamuno leen de forma distinta el Quijote, pero ambos parten de esa interpretación krausista, idealista y romántica de la novela.




Las trampas literarias del amor. Amparo y Dulcinea

Emilia Pardo, en una reseña a Tristana, protesta contra la idea de que «no tienen miga los asuntos amorosos, o al menos no tienen tanta como los sociales, políticos, filosóficos, religiosos, científicos, económicos, etc. Si ahondamos (y ahondar es ley) los asuntos amorosos, diría yo que tienen más miga que ningunos. En el modo de tratarlos, es decir, en la habilidad, ingenio y felicidad del autor, está el toque. Por otra parte, en la cuestión del asunto también hay que distinguir cuidadosamente entre el asunto interno y externo, entre lo que acontece y lo que permanece, entre lo que se ve y lo que se esconde, pero pueden adivinar los iniciados»43. Lo mismo podría decirse de Tormento: el busilis está en la diferencia «entre lo que se ve y lo que se esconde», entre la imagen social, exterior, y la conciencia y el secreto interior, entre lo visible narrado y lo invisible mudo. Cuando la novela realista se plantea las posibilidades de trasladar los asuntos de la pasión privada a los entresijos de la vida marital (i. e., social), el amor reconoce las contradicciones entre su apariencia social y su laberinto íntimo, y el adulterio se convierte en asunto central, demostrando que los ímpetus amorosos raras veces se ajustan a los modelos estructurales de la sociedad.

Las mujeres suelen ser las grandes protagonistas de esta tensión por su fragilidad emotiva y social, pero sobre todo porque son casi siempre ellas las que establecen las expectativas, construyen los deseos más imposibles trayéndolos de los libros y viven atormentadas por las pasiones que les fascinaron en verso. El ejemplo más conocido lo tenemos en Madame Bovary, que muchas veces se ha interpretado como versión femenina de don Quijote en cuanto imaginó el amor a la medida de las novelas románticas. Emparentada con ella está Isidora Rufete, La desheredada de Galdós, que construye su identidad siguiendo el patrón de los folletines44 -y sirve, como don Quijote, para la parodia literaria del género más popular de su tiempo. Otros personajes femeninos (Eloísa en Lo prohibido, Abelarda en Miau, Augusta en Realidad) sirvieron como ejemplos de la tendencia a falsificar la realidad que, como vimos, es asunto recurrente de las Novelas españolas contemporáneas. A través de ellas, Galdós muestra cómo una sociedad educada en la mala ficción tiende a ver la vida adulterada. Aquellas heroínas del Realismo vivieron en las expectativas que les había forjado la literatura; su locura, como la quijotesca, fue haberles dado crédito, haber creído en la posibilidad de que la vida y el amor se parezcan a las ficciones. Galdós, como Cervantes, enfrenta literatura y circunstancia real: las mujeres virtuosas, triunfadoras de los folletines, no son las que han de enfrentar los problemas reales de la sociedad de su tiempo, pues ese paradigma literario no coincide con la realidad de la clase media y sus circunstancias, sino que responde a un código moral anticuado, ajeno a la experiencia real de la burguesía45, en la que las condiciones sociales y económicas tienen mucho que ver:

«La honradez -pensó Amparo con innata filosofía-, depende de los medios de poderla conservar. Ha bastado que yo le diga a esta loca 'tendremos qué comer', para que empiece a corregirse».


(163)                


Consciente de ello es Refugio, que renuncia al juego de la apariencia y sin caer en la dualidad de su hermana discute uno de los tópicos de la literatura folletinesca: la moral de la pobreza, según la cual ésta no es nunca motivo para pecar, pues el sentimiento del bien está por encima del hambre. Así lo afirmaba Ido del Sagrario en el resumen que hace a Centeno de la trama su folletín:

«Mis heroínas tienen los dedos pelados de tanto coser, y mientras más les aprieta el hambre, más se encastillan ellas en su virtud. [...] Yo me inspiro en la realidad. ¿Dónde está la honradez? En el pobre, en el obrero, en el mendigo»


(I, 12)46                


Pero la «realidad» que inspira a Ido es refutada por el propio personaje que inventa: Refugio, más realista de lo que su «autor» quisiera, pone en cuestión los valores de la literatura de consumo con palabras que, aunque dirigidas a su hermana Amparo, tienen la función irónica de responder directamente a aquellas de Ido:

«No prediques, que eso no conduce a nada. ¿Por qué es mala una mujer? Por la pobreza... Tú has dicho: "si trabajas...". ¿Pues no he trabajado bastante? ¿De qué son mis dedos? Se han vuelto de palo de tanto coser. ¿Y qué he ganado? Miseria y más miseria... Asegúrame la comida, la ropa, y nada tendrás que decir de mí. ¿Qué ha de hacer una mujer sola, huérfana, sin socorro ninguno, sin parientes y que se ha criado con cierta delicadeza? [...] ¿Qué muchacho decente se acerca a nosotras viéndonos pobres?... ¿Hay debajo de las tejas quien dé dinero por darlo, por hacer favor, por caridad pura?... No, hija; a mí no me vengas con hipocresías...».


(XII, 81)                


Las hermanas intentaron vivir ese ideal de vida honrada a pesar de sus dificultades; pusieron a prueba la literatura y la intentaron llevar a la vida, sin éxito. Inmune al fracaso, Amparo se somete a los valores literarios de la mujer virtuosa e intenta con ellos enmascarar la distancia entre su verdad «tormentosa» y la del folletín. Crea una dualidad entre su imagen literaria y su historia verdadera que sirve para comparar el folletín sentimental y sus virginales huerfanitas con un grave problema real: el de las mujeres de clase media sin sustento económico que debían elegir entre la prostitución o la vida religiosa sin esperar el milagro de un pretendiente rico. La lección podría parecer fácil -aunque ya veremos que no lo es tanto-: la literatura es ficción y la realidad tiene parámetros distintos que son los que nos afectan en nuestra contingencia histórica. Luego no hay que confiar en las novelas ni trasladar sus parámetros a nuestras vidas. Es la lección más superficial que emparenta al Galdós didáctico (el mismo que muchos años después afirmó: «[...] creo que la literatura debe ser enseñanza, ejemplo»47) con la tradición que avisa contra los peligros de los libros, como Cervantes usa el ejemplo de Dorotea para prevenir contra los casamientos secretos que jugaban a imitar aquellos de los volúmenes de caballería. Como tantos otros autores, Galdós previene a sus lectoras - como otros antes, entiende que el público femenino es más sensible a los engaños de la novela- cuando hace caer a sus heroínas en las trampas de la literatura mentirosa, contra la que sus historias han de servir como ejemplo.

Si en el caso cervantino las falsedades que habían de combatirse -sin renunciar paradójicamente en todo a ellas- eran las caballerescas, en éste vienen del folletín, que Galdós relaciona con el Romanticismo. Ciertamente en España era difícil lo contrario, puesto que apenas se desarrolló bajo esa denominación una literatura de alcance teórico a la altura de la europea y el término fue asociado por muchos a los excesos sentimentales en los distintos géneros literarios. Por eso se explica que en uno de los artículos que publicó en La Nación en 1868 se refiera a la novela como «género romántico insoportable»48. Lo que resulta menos comprensible es que los estudiosos actuales acepten esa identidad entre Romanticismo y folletín con tanta imprudencia49. La ironía de Galdós arremete contra el sentimentalismo y los epígonos corrompidos de ciertas fórmulas románticas, y no contra el Romanticismo mismo, al que Galdós esquematiza sin ser consciente de cuánto hereda de él. Según Benítez, «[...] El amor es siempre, para Galdós, un sueño juvenil y romántico, una pasión de ánimo que afecta el cerebro, incendia las ideas e impulsa la voluntad hacia disparatas acciones. Con el Romanticismo, se reaviva con intensidad la caballería»50.

La oposición Amparo/Tormento le sirve por tanto para comparar: (1) el folletín sentimental y sus personajes imposibles con una circunstancia real, histórica y social en la que estos no tenían cabida51; (2) a Dulcinea con Aldonza, o la ilusión del enamoramiento (la imagen que Caballero se ha hecho de Amparo, o la imagen que Amparo tiene de sí misma) con la persona real sobre la que se ha construido aquel ideal de perfecciones (la Amparo amante de un cura); (3) la pasión desaforada con las perspectivas de una buena boda. Y finalmente, para buscar la escurridiza verdad enfrentando los términos de todas estas dualidades, pues la verdad es dialéctica, se hace de tensiones, y no dibuja líneas rectas.

Amparo no es un personaje fácil ni simple, aunque su esquema original así lo haga imaginar en un principio. Algunos críticos la ven totalmente débil, otros poderosa señora del destino de los hombres que la aman; unos seductora y otros seducida; unos muy cercana a las heroínas de folletín, y otros su contrario. Su condición paradójica la advirtió ya el mismo Clarín52. Es laboriosa, pulcra, hacendosa, poseedora así de las virtudes de la heroína de folletín, desde la belleza hasta la pobreza; le falta un único detalle: la virginidad. Y la distingue además otra diferencia con respecto a las heroínas habituales que puede parecer menor, pero que como veremos es muy reveladora: aborrece la literatura. Amparo, a diferencia de La desheredada, no es lectora. Siente la literatura y particularmente las novelas como una maldición e incluso abomina de las palabras escritas, en las que se cifra su desventura y su secreto53. Le persiguen unas cartas románticas que escribió a Pedro Polo en el pasado y que son la peor amenaza a su destino. Valga recordar aquí que en El doctor Centeno, Miquis, aspirante a escritor dramático, afirmaba: «[...] rara vez hay trama teatral sin un paquete de documentos en que está la clave del enredo, y de estos papelitos, si son o no descubiertos, depende que los personajes se salven o se pierdan»54. En este caso «la clave del enredo» está en «dos papeles escritos por ella mucho tiempo antes, dos cartas breves, llenas de estupideces y de la mayor vergüenza que se podía concebir» (XXXIV, 221). Las distintas cartas que aparecen en la obra, escritas tanto por los personajes masculinos (tres escribe Caballero, tres Pedro Polo) como las que Amparo ha escrito o pretende escribir, son utensilios del tormento confabulado contra la protagonista. Las suyas propias le entregan al hombre, venden su alma y demuestran, interpretadas desde una lectura feminista, que la mujer no debe escribir ni siquiera cartas, sino acomodarse al silencio55, como también era opinión de Clarín en «Las literatas»: la mujer solo puede ser escritora con la condición de «perder el sexo» o carecer de él, pues la única parcela literaria que le pertenece es la muy obscena y temeraria de la confesión,

«[...] la mujer, que es el sentimiento, cuando se empeña en cultivar las letras, si aspira a la originalidad, a ser espontánea, [...] recurre, sin vacilar, al tesoro de sus propios sentimientos; alimenta [...] sus obras, desgarrándose el pecho, dejando en ellas la propia sustancia, el misterio de sus amores, las santas vaguedades de sus deseos y de sus visiones. Para comprender todo el horror de semejante aberración, ponte en el caso del amante que encuentra en una novela de la mujer querida la escena del primer sí, o tal vez la del primer beso»56.


Amparo se permitió en el pasado el rapto amoroso y el desahogo literario, hermanados ambos por Galdós: las cartas amorosas son la evidencia física y verbal de aquella locura y el motivo del aborrecimiento que la protagonista siente por la literatura. En este punto se manifiesta su más interesante paradoja a través de un magnífico retruécano irónico: la pesadilla del personaje de Tormento es verse convertida en personaje literario («[...] [e]n su delirio, pensaba que al día siguiente la tal señora de palo iba a salir por las calles pregonando un papel con la historia toda de Amparito, como los que cantando venden los ciegos con relatos de crímenes y robos», XXXII, 207)57. Sin embargo y a pesar de ello, huyendo de ese inmundo papel folletinesco, se esconde bajo una identidad claramente literaria -otra vuelta irónica- sacada de aquellos mismos folletines. No quiere asumir su realidad y su identidad -esto es, su historia, su pasado-, sino ocultarlo («[...] [s]obre todas las consideraciones ponía ella el interés de encubrir su terrible secreto», XVI, 104) y parecer el muy poético «ángel del hogar». En su rechazo a las novelas no es consciente de que se brinda precisamente para vivir una imagen social literaria. Con Amparo se demuestra que nada escapa a la literatura y es inútil todo esfuerzo de sustraerse a ella; declara su rendición final con un suicidio por envenenamiento, al ser descubierto el oscuro pecado de su pasado romántico:

«En la preocupación del suicidio no dejó de ocurrírsele la semejanza que aquello tenía con pasos de teatro o de novela, y de este modo se enfriaba momentáneamente su entusiasmo homicida. Aborrecía la afectación».


(XXXIV, 223)                


Aunque su espíritu sea mucho más práctico y acomodaticio que el de Isidora, su antecesora novelesca, sus expectativas siguen siendo literarias: contra toda realidad prefiere creer en la posibilidad del final feliz, colocarse el disfraz de virtuosa e incorruptible huerfanita, cumplir el papel que la literatura popular le asigna y esperar que los demás lo crean. En los folletines, la vida de sacrificios de la mujer virtuosa tiene recompensa: es lo que la propia Amparo quiere creer y en el fondo anhela, como el también ingenuo Bringas («Esto se podría titular El premio de la virtud. Es lo que yo digo, el mérito siempre halla recompensa», XXIV, 150) e incluso como Refugio, engolosinada por su hermana en las expectativas del folletín:

«Acostáronse, y de cama a cama, empeñadas en fácil charla, la mayor reveló a la pequeña la verdadera situación. Aquel señor no era su amante, era su novio y se iba a casar con ella. Reíase la otra; mas al fin hubo de creer lo que veía. ¡Y qué bien se explicó Amparito! [...] Ante las dos se abría un porvenir brillante. Convenía que ambas se hiciesen dignas de la fortuna que el Señor les deparaba. / Estas revelaciones hicieron efecto en el ánimo de Refugio, que se durmió alegre y soñó que habitaba un palacio, con otras mil majaderías más».


(XXVI, 162-3)                


Como los personajes, también los lectores, confundidos e ignorantes al principio de su doble nombre, imaginamos en la llegada de Caballero la recompensa que prometía el folletín. Pero tras la Amparo-Dulcinea se esconde la condición de Aldonza-Tormento. Una cosa es la verdad, otra el parecer como si (regla, no olvidemos, de la verosimilitud), aunque ambas se confundan inextricablemente y convivan en la misma persona.

La dualidad Amparo-Tormento se hace más acusada en las frecuentes ocasiones que oponen la novela de Ido del Sagrario y la de Galdós, dando lugar a situaciones irónicas similares a las que en Cervantes enfrentaban a Dulcinea con Aldonza. De la misma manera que la oposición entre materia literaria y vida real tenía su asiento en la comparación entre Aldonza y Dulcinea, en este caso lo tiene en la que encara a las protagonistas del folletín de Ido con las hermanas de nuestra historia. En homenaje claramente cervantino (tanto por la situación como por el escogido lenguaje), Galdós traza uno de sus mejores juegos irónicos cuando Refugio, desternillada, cuenta a su hermana la versión que de ellas está haciendo su vecino y la desacredita con la misma sorna con la que Sancho deformaba a la metafórica amada de su amo: es cosa de disparate, carne de sueños. Parecería como si a Aldonza le hubieran leído la versión que don Quijote había hecho de su persona y se muriera con ella de risa:

«[...] ayer por la tarde estuve más de una hora en casa de Ido. El buen señor, muy entusiasmado y con los pelos tiesos, se empeñó en leerme un poco de las novelas que está escribiendo. ¡Qué risa!... Vaya unos disparates... [...] Dice que sus heroínas somos nosotras, dos huérfanas pobres, pobres y honradas, se entiende... [...] Tú, que eres la más romántica y hablas por lo fino diciendo unas cosas muy superfirolíticas, te entretienes por la noche en escribir tus memorias... ¡qué risa! Y vas poniendo en tu diario lo que te pasa y todo lo que piensas y se te ocurre. Él figura que copia párrafos, párrafos de tu diario... Nunca me he reído más... El hombre me puso la cabeza como un farol... Por la noche, como tenía el entendimiento lleno de aquellas papas, soñé unos desatinos... ¡qué cosas, chica!, soñé que te había salido un novio millonario...».


(X)                


Refugio no es quijotesca y solo con el entendimiento lleno «de aquellas papas», sueña «desatinos» a los que no concede ninguna posibilidad real. La posibilidad del novio millonario es cosa de la literatura, aunque líneas más delante se demuestre paradójicamente real y llegue de nuevo a confundir, como hemos leído, los sueños de Refugio.




La inefabilidad y los secretos de Tormento

La novela no se llama Amparo, sino Tormento. Amparo es aburridísima. Habla poco, hace cosas poco interesantes. Tan poco interesantes como debió ser la vida del hidalgo manchego antes de hacerse quijotesco. Es un tipo literario tan esclerotizado en la literatura popular que Felipe Centeno se dormía cuando Ido le contaba la historia de las huerfanitas. Su noviazgo con Agustín es tan ñoño que el narrador, con su habitual ironía, nos «ahorra» sus diálogos en varias ocasiones («Idilio más inocente y más soso no se puede ver a la luz del gas y en la poblada soledad de una fea calle, donde todos los que pasan son desconocidos. En los sucesivos accidentes de aquel coloquio de tan poco interés dramático y cuyo sabor solo podían gustar ellos mismos...», XX, 128; «Algo más de lo transcrito hablaron, frases sin sustancia para los demás, para ellos interesantísimas», XX, 130; «Mientras tales sosadas decían», XXIII, 148). El personaje interesante es Tormento, y por eso da título a la obra. Ella distingue a Amparo de un modelo falso, guarda su secreto y le presta un pasado inquietante, una verdad incómoda. Y la literatura, piensa Galdós, debe buscar esa verdad que sale de lo común, de lo tipológico, lo convencional y lo esquemático, como quiso Larra y reclamó el Romanticismo. Si en el mundo literario de Ido no había espacio para la prosa, para los secretos de Tormento, sino solo para la imagen idealizada de Amparo, ocultos todos sus lunares, la nueva ansia de verdad no permite ese ocultamiento. Por eso, aquella confidencia que en el diálogo de Ido a Centeno se nos escamotea, ahora se convierte en centro de la acción y núcleo de la trama galdosiana: lo que Ido rechaza para su obra, Galdós lo convierte en el argumento de su novela.

El problema es poner palabras a esos secretos (o a esas verdades) que hasta ahora no se decían y que en este caso tienen relación con la virginidad, asunto del que no se hablaba directamente en la literatura, pero que en todas aquellas historias de desaforada pasión, tenía un papel fundamental. No es casualidad que Tormento, como Fortunata y Tristana, sean huérfanas de clase media («[...] en la que con mayor nitidez se libraba la gran batalla entre los principios morales y la conducta sexual»), víctimas fáciles para los seductores, pues no tienen quién las cuide. A Galdós le interesa analizar, más que la pérdida de la virginidad o sus causas, sus consecuencias. Y demuestra en ese análisis una actitud coherente aunque discutible para el feminismo por la que, según Bly, critica de un lado los valores de la sociedad española basados en el machismo y el donjuanismo, pero al tiempo también desmitifica al «ángel del hogar» y a la perversa prostituta para demostrar que es necesaria una comprensión mucho más realista de las relaciones sexuales y las consecuencias que se derivan de ellas58.

La huerfanita y virginal Amparo aburre hasta a Felipe Centeno y son excusables las predecibles palabras que cuentan su inofensivo noviazgo con Agustín Caballero; la interesante es su oculta e inflamada Tormento. Pero, ¿con qué palabras contar el secreto de su pasión íntima y oculta? ¿Cómo trasladar Tormento -la verdadera Aldonza- a la literatura? Recordemos que tampoco en el Quijote llegamos a tener una imagen concreta de la moza que sirvió para construir la metáfora amorosa: nunca la vemos directamente, sino a través de Sancho, que la desfigura progresivamente. Tampoco sabemos nada directamente de Tormento, sino versiones deformadas y fragmentarias. Su verdadero secreto se nos participa a la manera de Bécquer con su himno: con alusiones y silencios. Una y otra vez, cuando la propia protagonista de aquel misterio busca verbos para trasladarlo, solo la escuchamos pensar para sí en términos que no la descubren nunca:

«"Señor Caballero, yo no me puedo casar con usted... por esto, por esto y por esto". [...] El único medio de arrancar la tal página era llegarse a Caballero y decirle: "No me puedo casar con usted... por esto, por esto y por esto"».


(XXIII, 143-4)                


«¿Con qué cara le diría ahora: "no, yo no soy así, yo tengo una mancha horrenda, yo hice esto, esto y esto...?"».


(XXVII, 168)                


«Ahora mismo voy a mi casa; le escribo una carta, una carta muy meditada, diciéndole: "no me puedo casar con usted por esto, por esto y por esto"».


(XXIX, 187)                


Ido del Sagrario y Centeno hablan de ello en susurros que el lector no «escucha», la propia Tormento renuncia a explicarse en el temor de que su lenguaje se parezca al de Ido, consciente de la ineficacia de los términos folletinescos («Todo cuanto se le ocurría resultaba pálido, insulso y afectado, como si hablara por ella un personaje de las novelas de D. José Ido. Nada, nada de papeles escritos. El estilo es la mentira. La verdad mira y calla», XII, 79)59. En Tormento apenas se nos habla de emociones amorosas, de las fogosidades femeninas; no se nos cuenta si Amparo quiso a Polo o cómo lo quiso. Los motivos de la pasión no se nos detallan, no interesan; se rechaza su discurso una y otra vez, apenas sabemos nada de ellos. Pero tampoco tienen palabras las emociones amorosas de Caballero, quien piensa cosas que, puestas en diálogo, serían típicas del folletín. Por eso sabe que no puede decirlas.

«Quise decirle lo que sentía, y no tuve ocasión ni lugar adecuados a mi objeto. [...]. Pensé escribir una larga carta, pero esto me parecía ridículo. No, no; era preciso hacer un esfuerzo y encararme con ella y plantear la cuestión en estos términos tan enérgicos como breves: Yo me quiero casar con usted. Dígame usted pronto sí o no. [...] Casi, casi no necesitaré añadir una sola palabra, ni pronunciar las frases sacramentales y cursis "yo la amo a usted" que no se usan más que en las novelas».


(IX, 59-60)                


En su rebelión contra las formas de la literatura, Tormento vive la misma dificultad. Cuando superando el muy convencional papel de Amparo sale de ese medio literario para enfrentarse a las circunstancias de la realidad social, se da cuenta de que no vale la literatura para resolver nada, ni valen las palabras para explicarlo todo. Parece que no sirve la literatura para la vida. Por eso recela de ella y si no encuentra el lenguaje para hablar -y romper definitivamente- con Polo (XIII, 90; XVI, 104-5), su confesión tampoco concluye nunca en la proyectada carta por temor a caer en la más convencional fraseología literaria:

«Seguramente cuando hiciera su confesión se le habían de saltar las lágrimas. Diría, por ejemplo: "Mire usted, Caballero, antes de pasar adelante, es preciso que yo, le revele a usted un secreto... Yo no valgo lo que usted cree, yo soy una mujer infame, yo he cometido...". No, no, esto no, esto era un disparate. Mejor era: "yo he sido víctima...". Esto le parecía cursi. Se acordó de las novelas de D. José Ido. Diría: "Yo he tenido la desgracia... Esas cosas que no se sabe cómo pasan, esas alucinaciones, esos extravíos, esas cosas inexplicables..."».


(XXIII, 146)                


El intento renovador del Realismo de derrocar el modo de expresión amoroso romántico, asociado al amor idealizado y a ciertas imágenes estereotipadas, es manifestación de la dificultad ya no verbal, sino existencial, de adaptar la pasión amorosa a los usos sociales. Los silencios, las elusiones y los paréntesis demuestran que ninguna de las viejas fórmulas literarias está en condiciones de explicar las nuevas circunstancias. Incluso es inútil la tradición confesional, aquella que se guardaba en la arqueta del folletín de Ido del Sagrario («Figuro que rebuscando en unas ruinas me encuentro una arqueta. Ábrola con cuidado, y ¿qué creerás que hallo? Un manuscrito. Leo y ¿qué es?, una historia tiernísima, un libro de memorias, un diario», I, 11) convertida en recurso ya inverosímil, pasado de moda y tan grotesco como aquella «caja de plomo» que cierra la Primera Parte del Quijote y con la que resulta inevitable vincularla. El narrador cervantino, en un irónico juego metaficticio, nos decía que en aquélla

«[...] se habían hallado unos pergaminos escritos con letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus hazañas y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del mesmo don Quijote [...] Y los que se pudieron leer y sacar en limpio fueron los que aquí pone el fidedigno autor desta nueva y jamás vista historia. El cual autor no pide a los que la leyeren, en premio del inmenso trabajo que le costó inquerir y buscar todos los archivos manchegos, por sacarla a luz, sino que le den el mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que tan validos andan en el mundo; que con esto se tendrá por bien pagado y satisfecho».


(Quijote I, 52, 59160)                


Si en tiempos de don Quijote ese recurso de la verosimilitud que asociaba la historia narrada a las fuentes históricas y académicas había quedado obsoleto y podía servir a la parodia cervantina, en tiempos de Galdós el recurso de las Pamelas y los Richardson y toda la caterva de novelas sentimentales que desde La Princesse de Clèves (¡en 1687!) se amparaban en cartas, memorias íntimas y diarios, también resultaba cómico, o a Galdós se lo parecía. La novela, huyendo de su condición fingida y mentirosa, había pasado de justificar su «verdad» con los documentos «históricos» de la «caja de plomo» al recurso que el nuevo valor de la sinceridad había ido preparando en el sentimentalismo del XVIII: la privacidad de las confesiones. Ambos son identificados por Galdós como argucias para crear verosimilitud en distintas etapas de la narrativa que muestran cómo cada época inventa su manera de «envolver las mentiras» para hacerlas creíbles (maneras que enseñan mucho no solo sobre la ficción, sino también sobre cómo se concibe «la verdad» en cada época). Galdós es consciente de que las ambiciones de una «literatura de verdad» han ido gastando poco a poco sus mecanismos, que en el fondo son los de la verosimilitud. En su tiempo se habían desgastado hacía ya mucho las ingenuas tácticas del Siglo de Oro, como también las sentimentales del XVIII y del Romanticismo. Todas ellas revelaban la mentira literaria, eran meros juegos de representación del artificio. Lo que queda ante él por explorar son los espacios del silencio, lo que aún no se ha dicho nunca y no tenía palabras -y no puede olvidarse aquí el combate contra la inefabilidad propio del XIX, lo que Paul de Man llama la persecución ontológica del objeto por las palabras-. En esa misión, una de las tareas más difíciles era encontrar primero un nuevo lenguaje amatorio con renovadas y verdaderas palabras para la pasión amorosa que la devolviera a la realidad (véase todo el capítulo IX de Tormento) y, segundo, una nueva valoración del concepto de amor en la vida social, empresas ambas íntimamente ligadas.




Pedro Polo y Agustín Caballero

En Tormento el modelo de amor apasionado, posesivo y loco está representado por Pedro Polo, un sacerdote roído por el frenesí de su enamoramiento, víctima de un deseo del que no puede ni quiere desprenderse, que funciona en el triángulo como tercero en discordia. Muchas de sus características lo vinculan a la pasión romántica, entendida desde una perspectiva grotesca. Polo ama desaforadamente, atentando contra Dios y contra el mundo, como el Manrique de García Gutiérrez. En la penitencia que le impone su confesor, el padre Nones, vive una experiencia adánica, o más bien la versión realista e irónica de lo que los románticos escribieron como vuelta a la naturaleza. En vez de las ensoñaciones del paseante solitario rousseauniano, Polo es enviado al campo para que en las duras tareas agrícolas se le pasen los arrebatos sexuales y sacrílegos. En esa sencillez descubre la superioridad de la naturaleza y se figura ser Adán, solo en medio del Paraíso (XXV). No consigue sin embargo librarse del padecimiento que le vincula a esa concepción del Romanticismo como enfermedad, según vieja definición de Goethe. Polo desprecia a los hombres y sus pompas, desprecia la sociedad que le ha impuesto un corsé que no soporta, desprecia las medidas humanas y se siente estallar. Es el bárbaro, como tantas veces le llama el narrador, el salvaje, el monstruo y le oímos dar «bramidos, como de bestia herida que se refugia en su cueva» (XXX). Las quejas de su romántico descomedimiento recuerdan al Schiller que se dolía de sus cadenas («Der Mensch ist frei geschaffen, ist frei, / und würd'er in Ketten geboren»61):

«-Dios, Dios, ¿por qué me diste las fuerzas de un gigante y me negaste la fortaleza de un hombre? Soy un muñeco indigno forrado en la musculatura de un Hércules».


(XXIX)                


En su pasión incontrolada por Tormento encuentra la única posibilidad para romper con todo aquello que odia y aspirar a otra vida, una vida romántica y sin reglas que vendrá a coronar su transgresión. En un lugar de inevitables resonancias becquerianas, el narrador identifica a Polo con el Fernando de Los ojos verdes, cuando en su deseo de traspasar todos los límites que le vienen impuestos y sumergirse en el amor, «D. Pedro se arrojó otra vez en el lago verdoso y cristalino en cuyo fondo se veían cosas tan bellas» (XVII, 110).

Las fantasiosas expectativas de Polo en ese verde lago son las del Romanticismo: el amor libre, la vida sin trampas sociales y la revolución. En sus ensueños se imagina leyendo un periódico que le da la gran noticia: «Gran revolución en España; caída de la Monarquía; abolición del estado eclesiástico oficial; libertad de cultos...»; y en el verdadero que le trae Celedonia «se encantaba con la idea de un cataclismo que volviera las cosas del revés. Si él pudiese arrimar el hombro a obra tan grande, ¡con qué gusto lo haría!» (XVII, 111). Sus sueños épicos, que él interpreta como la verdad más íntima de su yo, rezuman un vanidoso y fatuo individualismo que va en contra del papel social que ha de jugar, identificado con una máscara ficticia. Polo quiere ser uno y verdadero, sin fisuras ni ambigüedades, como el héroe de la epopeya. Su condición huye de la del moderno héroe novelesco escindido, cambiante y perspectivista, sometido a dudas continuas e integrado en el entramado social.

Revolucionario, apasionado, loco, bárbaro y adánico, Polo es definitivamente la encarnación del personaje romántico y al tiempo la parodia de los excesos de un romanticismo en el que ya no puede creer nadie: sus ilusiones son tan absurdas que no pueden tomarse en serio; su grotesca ferocidad de animal enjaulado provoca lástima y compasión (XVI, 104), su fracaso es absoluto: dominado por un destino al que se enfrenta titánicamente, se siente incapaz de vivir socialmente. Hosco, descomedido y brutal, rompe definitivamente con la sociedad cuando parte rumbo a tierras exóticas y extrañas, escapando de su condición y purgando su culpa. Su amor -como el romántico- convierte a la mujer en su «tormento» y solo conduce a la destrucción.

Polo crea una nueva identidad para Tormento al ponerle nombre a Amparo, igual que don Quijote crea a Dulcinea a partir de Aldonza. Si don Quijote creó una criatura a la medida de sus libros caballerescos al buscarle un nombre y la poseyó con él, Pedro Polo, con ese nombre romántico a más no poder, crea una criatura como en sus fantasías apasionadas e intenta poseerla62. Ambos «romantizan» -en el sentido de Novalis y Schlegel- a sus amadas, las literaturizan. Así entran ellos también, rechazado el mundo de la normalidad, de la sociedad y de la rutina, a través de su pasión, en los libros.

Resulta simbólico que Polo sea el pasado de Amparo, convertida por él en Tormento y romantizada por ese nombre. De hecho, tal como ella recuerda en uno de los breves pasajes que hacen alusión a aquella pasión:

«[...] lo de marras [refiriéndose a su relación con Polo] fue pura alucinación, desvarío, algo de inconsciente, irresponsable y estúpido, como lo que se hace en estado de sonambulismo o bajo la acción de un narcótico...».


(XXVII)                


Con aquel nombre Polo certifica -y Galdós ratifica al titular así la novela- la relación de dependencia y servidumbre de la muchacha para con él63; de la misma manera ella, al abandonarle, empieza a superar el romanticismo renunciando a ese apodo:

«"Ya no me llamo Tormento, ya recobro mi nombre" -decía para sí, andando muy a prisa-».


(XVI)                


Amparo prefiere a ese modelo del pasado (y de su pasado), a quien llega a aborrecer y del que huye, el futuro que le ofrece una versión «realista»: Agustín Caballero viene de vuelta precisamente de esas tierras habiendo superado el estadio salvaje para integrarse en la sociedad en la que desea instalarse con una mujer que no sea su tormento sino su compañera amable. Y que trae además dinero, un asunto despreciado en el Romanticismo y que para el mismo Polo no era motivo de nada. La niña deja el pasado romántico para hacerse realista.

Frente a Polo, Agustín Caballero demuestra un afecto forjado en las afinidades electivas, la paz doméstica y la serenidad sentimental; tal vez por ello, a diferencia de la verbosidad del cura, sus sentimientos apenas encuentran términos con los que expresarse. Tampoco lee, desconfía de las palabras tanto como su prometida y los libros que se ven en su casa «hac[e]n juego con la exhibición de figurillas» (XXI, 133). Por ello precisamente resulta más significativo que también él esté marcado por las expectativas de las historias folletinescas, lo que explica que cuando conozca a Amparo se la figure directamente como una pulcra e impecable Cenicienta. Así lo hace saber a su amigo en una carta:

«Me he enamorado de una pobre. [...] Su hermosura, que es mucha, no es lo que principalmente me flechó, sino sus virtudes y su inocencia... [...] La conocí trabajando día y noche, con la cabeza baja sin decir esta boca es mía... La he conocido con las botas rotas, ¡ella, tan hermosísima, que con mirar a cualquier hombre habría tenido millones a sus pies!... Pero es una inocente».


(XXI, 133-4)                


Espera una mujer como las de los libros (pobre, hermosa, virtuosa y pura) y esa fantasía le hace caer en la idolatría amorosa y abandonar el mundo de las realidades para dejarse llevar por las fórmulas del amor:

«[...] no se desmentía jamás en él su condición de enamorado, es decir, que ni un instante dejaba de pensar en su ídolo, contemplándolo en el espejo de su mente y acariciándolo de una y otra manera. A veces tan clara la veía, como si viva la tuviera enfrente de sí. Otras se enturbiaba de un modo extraño su imaginación, y tenía que hacer un esfuerzo para saber cómo era y reconstruir aquellas lindas facciones. ¡Fenómeno singular este desvanecimiento de la imagen en el mismo cerebro que la agasaja!».


(XXI, 135)                


Aunque su idilio con Amparo resulte excusable narrativamente por soso, como ya vimos, en el momento más triste de sus dudas llega a rozar lo literario y es capaz de hablar con aquel lenguaje amoroso que había rechazado siempre; así confiesa a la Pipaón de la Barca: «Esa mujer se me ha clavado en el corazón, y no me la puedo arrancar», a lo que Rosalía, en guiño irónico de Galdós, le responde:

«-Por Dios, no te pongas así. Pareces un personaje de novela».


(XXXV, 228-9)                


Vuelve sin embargo a usar Agustín aquel mismo lugar poético de otra Rosalía, la de Castro, cuando repite: «La tengo clavada en mi corazón y no me la puedo arrancar. ¡Maldita espina, cómo acaricias hundida, y arrancada cuánto dueles!» (XXXVIII, 243), en palabras que no pueden sino recordar aquel «Unha vez tiven un cravo / cravado no corazón» de las Follas Novas (1880).

Lo más significativo de Agustín Caballero es que junto a las expectativas del folletín que le alimentan es capaz de organizar la realidad con el talento de un buen hombre de negocios. Su doble condición se manifiesta en un lugar de obvias resonancias cervantinas y que no desmerece de aquel librillo de memorias en el que don Quijote, al lado de la que Pedro Salinas consideró la más bella carta de amor de la literatura española64, dirigida a su metafórica Dulcinea y que concluye: «Tuyo hasta la muerte, El Caballero de la Triste Figura», escribió la libranza pollinesca por la que pedía a su sobrina entregara a su escudero tres burros, «los cuales tres pollinos se los mando librar y pagar por otros tantos aquí recibidos de contado, que con esta y con su carta de pago serán bien dados» (Quijote I, XXV, 286-7). En la novela de Galdós, Caballero escribe en la misma carta dirigida a su amigo Claudio los síntomas de su enamoramiento y concluye con recados y negocios de otra índole muy distinta:

«Somos el uno para el otro, y mejor pareja no creo que pueda existir. En fin, Claudio, estoy contentísimo, y paso a decirte que la partida de cueros la guardes hasta que pase el verano y sean más escasos los arribos de Buenos Aires. He tenido aviso de la remesa de pesos a Burdeos y de otra más pequeña a Santander. Ambas te las dejo abonadas en cuenta».


(XXI, 134)                


Como Amparo, tampoco él llega a ser del todo consciente de querer vivir en los libros que tanto aborrece, pero aunque menos que ella, también está tentado por la literatura. Sus expectativas al volver de entre los bárbaros para reincorporarse a la civilización son más literarias que reales, porque no acepta la sociedad auténtica a la que desprecia (las burguesas normales le resultan afectadas, inútiles, cursis), sino que se enamora de la ficción literaria que Amparo representa. Es también víctima de la teatralidad transformada en vida social. Frente a la barbarie, sueña con el modelo burgués de bienestar calmo y quiere jugar, según Galdós, «el austero papel de persona intachablemente legal, rueda perfecta, limpia y corriente en el triple mecanismo del Estado, la Religión y la Familia» (XXIII, 149; la cursiva es mía). Pero no sale airoso de su actuación ni consigue adaptarse a la sociedad madrileña. Abandona con rencor el escenario de sus frustraciones esperando que la revolución rompa aquella maquinaria, en un deseo que queda inquietantemente cerca de aquellas ferocidades sediciosas de Pedro Polo («[...] yo digo a la Sociedad que toda ella y sus arrumacos me importan cuatro pitos, y me plantaré en medio de la calle, si es preciso, gritando: "¡Viva la inmoralidad, viva la anarquía, vivan los disparates!"», XXXVIII, 244). También él se identifica en cierta manera con el bárbaro, con el salvaje incivilizado -como Rosalía, representante de lo social, insiste en demostrarle65-. Este parentesco con el adánico Polo cobra sentido para ambos personajes dentro del debate naturalista contra los ideales rousseaunianos (recuérdese Lo prohibido)66. La conclusión del hombre de provecho, del progresista laborioso y honesto, es absolutamente desalentadora: la sociedad es una ficción grotesca y arbitraria, un juego de mentiras. El único personaje que no engañaba, Agustín, en su solución final vive una suerte de muerte espiritual por la que acaba rompiendo con la moral67:

«Te criaste en la anarquía, y a ella, por sino fatal, tienes que volver. Se acabó el artificio. ¿Qué te importa a ti el orden de las sociedades, la Religión, ni nada de eso? Quisiste ser el más ordenado de los ciudadanos, y fue todo mentira. Quisiste ser ortodoxo; mentira también, porque no tienes fe. Quisiste tener por esposa a la misma virtud; mentira, mentira, mentira. Sal ahora por el ancho camino de tu instinto, y encomiéndate al Dios libre y grande de las circunstancias. No te fíes de la majestad convencional de los principios y arrodíllate delante del resplandeciente altar de los hechos... Si esto es desatino, que lo sea».


(XXXIX, 249)                


Los tres personajes principales están movidos por las expectativas en los libros. Van en busca de su propia misión literaria y cumplen un papel de ficción al dictado de las máscaras con que visten su identidad y los engaños con los que intentan representarse socialmente. Máscaras y engaños dificultan esa investigación sobre la realidad que pretende la obra. No en balde el primer capítulo se inicia con el muy literario encuentro de los embozados en la oscuridad y el último termina con la mentira de Bringas a Rosalía68. Entre ambos fingimientos, el gran teatro del mundo en el que Dios juzgaba nuestro papel sobre la tierra ha sido sustituido por el teatro pequeño burgués de finales del XIX en el que «el juicio teológico es reemplazado por la voz social». La novela galdosiana sirve de atalaya para observar críticamente las existencias amaneradas, las imposturas y la irrealidad de aquellas vidas burguesas que «llevan el melodrama desde el tablado a la casa propia y acaban por transgredir las barreras entre la vida verdadera y su mero simulacro artístico»69. Pero aquellos mismos que juegan al engaño pueden considerarse engañados por las expectativas con las que los ha seducido la literatura.

Esta condición soñadora de los personajes y su fragilidad ante las expectativas que la ficción les crea, va aumentando progresivamente en las Novelas españolas contemporáneas: las criaturas de sus libros se muestran cada vez más enajenadas por el mundo de la fantasía, más incapaces de hacer frente a la realidad. En esta su «segunda manera» novelesca (expresión que usa en conocida carta a Giner), Galdós adquiere conciencia de los pusilánimes derroteros burgueses y muestra su desilusión con respecto a la «clase media» que en las «Observaciones» veía con mirada épica. Caudet vincula esta evolución con la que lleva desde aquel texto programático hasta la distinta perspectiva que demuestra el discurso de ingreso en la Real Academia: «La sociedad presente como materia novelable» (1897). Si el primero se dispone a hacer un estudio de la vida social, en el segundo solo parece posible como materia novelesca la vida individual, por la progresiva «disgregación y enajenación de los individuos que habría de abocar a distintas formas de ruptura social». Las fuerzas de cohesión social ya no funcionan y el arte empieza a «dar a los seres imaginarios vida más humana que social»70: ese recurrir a lo humano -esto es, a lo individual- significaba reconocer que el proyecto colectivo no tenía posibilidades71. Ya años antes de este desencantado texto, podemos ver que los tres protagonistas de Tormento renuncian a la vida social, a las máscaras y al teatro burgués. Las expectativas literarias habían demostrado ser falsas. Y sin embargo, como veremos a continuación, esas mismas expectativas forjaban la conciencia de lo real y las proporciones de la verosimilitud.




La función de Ido y las dos novelas

Desde que el Romanticismo asumiera para el arte la función filosófica de explorar y comprender el hombre y el mundo y Hegel postulara como supremo fin del arte el proceso de conocimiento del espíritu absoluto, la literatura quiso distanciarse de la representación convencional y aliarse con la vida en una misión epistemológica, de descubrimiento. Esa posición que podríamos llamar filosófica, de búsqueda de la «verdad», no solo no acepta la vieja retórica, sino que sobre todo se niega a sí misma las respuestas fáciles. Más bien podríamos decir que se hace experta en plantear preguntas. Preguntas sobre la condición humana y sobre sus grandes emociones, entre las que el amor, como decíamos, será la que más despierte la curiosidad de los autores y lectores. El instrumento para llevar a cabo esa nueva misión epistemológica era la novela, consagrada por el romanticismo de Schlegel como el género irónico por excelencia, capaz de lograr la unión definitiva entre vida y literatura; y el modelo, según se ha señalado, era el cervantino: el Quijote recuperado y entendido en toda su extraordinaria ambigüedad en su lectura romántica (que en determinada medida es aún la nuestra). Todo esto explica y resume lo que hasta ahora hemos ido observando en Tormento, instrumento novelesco para el descubrimiento de la verdad, cuyos personajes, igual que en La desheredada y siguiendo el mismo modelo irónico cervantino, se definen ambiguamente por la oposición entre sus expectativas literarias -su lado quijotesco, su voluntad literaria- y el posibilismo sanchopancesco de sentido común.

Sin embargo, no son solo los personajes quienes se construyen y confunden entre los códigos literarios y los de la realidad, sino que el mismo lector es sometido a esa misma condición de las criaturas ficticias gracias a las ironías que traza Galdós acompañado de su alter ego invertido, don José Ido del Sagrario. La dualidad Amparo/Tormento tiene su correlato de un lado en la que se establece entre el folletín de Ido y la novela galdosiana, y de otro en la que se genera entre ambos autores: si para muchos críticos Ido es caricaturesco objeto de parodia, Thomas R. Franz sostiene que toda la novela puede leerse, desde la primera página, como obra de Ido del Sagrario, Robert Ricard piensa que puede haber mucho de Galdós en Ido y para Alfred Rodríguez representa «una dimensión siquicoestética del propio Galdós»72. Sin embargo Ido encuentra su lugar siempre en los márgenes de la escritura: maestro de las primeras letras, escribiente, amanuense y autor de novelas por entregas73, alejado de la literatura canónica y sus usos más respetables.

El doctor Centeno (1883) concluía con una conversación entre don José Ido y Felipe Centeno; Tormento (1884) comienza con otra entre los mismos en un ejercicio de metaficción donde de nuevo los ecos cervantinos son deliberados: en la esquina de las Descalzas se encuentran en la noche dos embozados «que entran en escena por opuesto lado, tropiezan uno con otro» (I, 7). Tras descubrir su mutua identidad se dirigen a un café de Madrid, llamado precisamente Lepanto, que había desaparecido ya cuando Galdós escribía la novela. En este marco dramático absolutamente cervantino se ponen sobre la mesa los términos de discusión: Ido, con verbosidad quijotesca y excéntrico entusiasmo, lleva la voz cantante en la conversación que inicia acerca de la ficción literaria, sobre la que endilga delirantes recetas y categóricas lecciones a su antiguo y prosaico discípulo. Se confiesa feliz de vivir de la imaginación, que le persigue de día y de noche:

«Al acostarme, hijo, siento en mi cerebro ruidos como los de una olla puesta al fuego... Y por la calle cuando salgo a distraerme, voy pensando en mis escenas y en mis personajes».


(I, 10)                


Lo más interesante del personaje de Ido es que resulta perfectamente prescindible para la trama novelesca, pues no cumple ninguna función argumental74. Como también ocurre en el caso cervantino, el marco de metaficción no ayuda a avanzar en la acción, sino que con intención irónica crea discrepancias de orden, tiempo y verdad que debe enfrentar el lector (recuérdense en la Primera Parte del Quijote el capítulo IX y el final del LII y de la Segunda las incongruencias temporales del comienzo con respecto a la publicación que el propio don Quijote conoce de sus aventuras). Enmarañando la organización temporal lógica, la misión de Ido es provocar el debate sobre la ficción, pero no para expresar las ideas de Galdós acerca de la novela75, sino para contrastarlas y rivalizar desde la ironía metaficticia con la novela popular de su tiempo, exactamente igual que Cervantes utiliza el juego de la metaficción para enfrentar las novelas de caballerías. Aquí Ido, como el historiador cervantino, interviene en calidad de autor de una novela que cuenta otra historia de Tormento, la de la virginal huerfanita Amparo. Como Cervantes, juega con el habitual fingimiento de la tradición literaria caballeresca que solía presentarse a través de un historiador, Galdós pone la segunda y entretejida versión de su historia en manos de un folletinista.

Como vemos, el que Ido resulte gratuito argumentalmente no significa que no tenga un cometido nuclear en la novela. Los diálogos dramáticos que sostiene con Centeno (capítulos I y XLI) construyen un marco metaficticio que sirve como recuadro o moldura en la que se encaja el lienzo diegético y núcleo central narrativo (II-XL). El marco -las extravagantes argumentaciones de Ido sobre la ficción- limita aquella historia amorosa que vemos en el cuadro, explica su sentido y coloca la trama en su sitio, que no es la realidad, sino la literatura. Y ello con razón, pues los personajes de Galdós, según vimos al presentarlos, viven existencias literarias, son incapaces de integrarse en una realidad para la que incluso resulta difícil encontrar palabras. A través de Ido demuestra Galdós que su interés, a diferencia del de los lectores habituales de novela, no es la peripecia, sino la teoría novelesca que ésta sustenta76. La novela que pudo escribir Ido del Sagrario -y que crea el marco literario- y la novela que Galdós escribe -y que se inserta en ese marco- tienen por protagonistas a las mismas hermanas huérfanas y pobres. Pero la ironía está en la enorme diferencia de puntos de vista entre ambas: a Ido le interesa la peripecia. Galdós usa la peripecia para la reflexión, que es lo que de verdad le importa. Ido distingue radicalmente a malos y buenos, identificándolos con ricos y pobres. La novela galdosiana demostrará que los estereotipos de Ido son ajenos a toda referencialidad y se oponen al concepto de novela como método de conocimiento. Si Ido quiere poetizar la realidad y dramatizar el texto, la metaficción actúa contra sus intereses y despoetiza la ficción, desdramatizándolo77. Ido diferencia entre la «vulgar prosa» de la realidad extraliteraria y lo poético. Galdós, con sus ironías, desafía esa oposición entre los mundos imaginados y los reales. Y así cuando Centeno, que ha escuchado a su antiguo maestro aguantando la risa, quiera imponer frente a aquellas chifladuras de su interlocutor el relato de su «verdad», resultará que esta tiene la forma del sobre que Ido había fabulado para su trama folletinesca.

«-[...] Voy a llevar esta carta.

-¿A quién?

-A dos señoritas que viven solas.

-(Pasmado.) ¡Felipe!... ¡A dos niñas guapas, solas, honradas! Sin duda una carta llena de dinero. Tu amo es banquero, un pillo que quiere deshonrarlas. [...] ¿Lo ves, lo ves? (Echando los ojos fuera del casco.) ¿Ves como por mucho que invente la fantasía, mucho más inventa la realidad?... Chicas huérfanas, apetitosas, tentación, carta, millones, virtud triunfante».


(I, 13)                


O sea, que la absurda historia de Ido tiene su versión real y adquiere carne verdadera: hay dos huerfanitas y hay un sobre con billetes. La diferencia es que el sobre de Felipe Centeno no contiene dinero, sino entradas para la función: ofrece más literatura, más ficción, una puesta en escena dramática. La maraña está servida y en ella conviven texto realista y texto folletinesco, como en el Quijote, donde también tenemos el libro de caballerías y el cervantino solapándose y entretejiéndose, comparándose continuamente. La novela surge de la confrontación entre ellos y concluye en el relativismo de ambos78. No hay una lección clara. No se defiende simplemente la primacía de la realidad sobre la falsedad de la imaginación. Una enseñanza tan simplista no podremos nunca sacar ni de Cervantes ni de Galdós: La desheredada demostró que ambos universos antitéticos no se excluyen en la práctica. Es cierto que la realidad no se construye de libros, pero las ilusiones, la fantasía de los humanos, son parte necesaria de la interpretación del mundo. El hombre no vive en un mundo físico, material, real, «complementado por una red de ideas, sino que existimos, como escribió Ernst Cassirer, en un complejo simbólico de mitos, religión, arte, lengua, relacionados por la experiencia personal»79. El mundo de las ficciones y el de la experiencia están íntimamente relacionados, más aún en individuos que desafían el mundo de la realidad y se refugian en un ideal organizado según patrones novelescos. «Estas experiencias fantásticas -escribe Martínez Bonati- son una parte esencial de la construcción humana de la verdad. [...] la literatura es aquella parte de la incierta construcción de la verdad que tiene por método la imaginación»80.




La verosimilitud y la verdad. Expectativas lectoras y poetización de lo real

La oposición entre los dos modos narrativos permite observar de nuevo cómo Cervantes y Galdós se enfrentan, según vimos, al problema de lograr lo interesante sin caer en las trampas de lo inverosímil y cómo lo resuelven integrando en sus respectivas novelas los planos de lo caballeresco y folletinesco a través de la ironía. Ambos autores son conscientes de que para cumplir la misión moral que se proponen necesitan atrapar la atención de los lectores, consumidores ávidos de ciertas fórmulas repugnantes tanto a uno como al otro. Galdós en las «Observaciones sobre la novela española contemporánea» de 1870 había escrito:

«El público ha dicho: "Quiero traidores pálidos y de mirada siniestra, modistas angelicales, meretrices con aureola, duquesas averiadas, jorobados románticos, adulterios, extremos de amor y odio", y le han dado todo esto»81.


En su conversación con Centeno, Ido traslada las palabras de su editor, «hombre que conoce el paño, cuando le pide: "Quiero una obra de mucho sentimiento, que haga llorar a la gente y que esté bien cargada de moralidad"» (I, 11). El resultado de esta receta será el éxito, el buen negocio literario («Pero lo que importa es ganar dinero») que exige contentar a la masa de lectores haciéndoles «consumir» historias de su agrado. Galdós está avisando a sus lectores con este personaje de que son víctimas de estrategias mercantiles cuando se entregan ingenuos a esa literatura trivial.

La técnica fundamental del folletín, dada su forma habitual de difusión, era el suspense -en el sentido de «la suma de acciones inconclusas en el momento más crítico y la desvelación de algo interminablemente postergado»82, el mismo que funciona manteniendo la tensión sobre el secreto de Tormento a lo largo de toda la obra. El primer capítulo de la novela, que corresponde a la conversación dicha en el café Lepanto, no es cronológicamente el primero, según vimos, pero se coloca como preámbulo con la intención clara de continuar el juego metaficticio con que concluía El doctor Centeno y de avivar las expectativas de los lectores ansiosos por conocer el rumbo de aquellos personajes. Ido es el primero en contar lo que ha sido de la bella Amparo, y Centeno el primero en saberlo. Pero según ya vimos, los lectores no llegamos a escuchar aquel secreto que le transmite en susurros y medias palabras; solo sabemos que es terrible. Y llegados al final de la novela, autor y lector también se quedan fuera de la habitación donde Amparo se confiesa con Agustín. Todas las pistas llevaban a esa revelación final, y en el último momento se nos cierra la puerta83. La fuente que en este caso informa de lo ocurrido, doña Nicanora, «bien quería [...] pescar algo de lo que la penitente decía; pero hablaba tan quedito, que ni una palabra llegó a las anhelantes orejas de la señora de Ido» (XXXIX, 248). Nicanora representa aquí la curiosidad de todos los lectores de la novela. A lo largo de toda la obra, Galdós ha aprovechado esa curiosidad en beneficio propio, siguiendo la técnica propia del folletín. Pero una vez que le ha proporcionado los beneficios esperados, en el último momento burla definitivamente las expectativas tantas veces postergadas con esta renuncia a la exhibición del patetismo: una puerta cerrada nos impide escuchar lo que quedará para siempre en secreto. El folletín queda ironizado.

La posibilidad de resolver el suspense suscitado desde las sospechas plausibles en El Doctor Centeno se nos vuelve a frustrar una y otra vez. Los lectores de Tormento habían tenido que rellenar el «espacio vacío» entre ambas novelas, convertido en el gran misterio que supuestamente esta segunda viene a desvelar, pero cuya averiguación se sigue demorando una y otra vez con silencios que funcionan como «enigmas» -en terminología de Roland Barthes- o «gaps» -de Wolfgang Iser- y fuerzan a un tipo de lectura que va evaluando y reevaluando la narración a través de esas ausencias84. Galdós se muestra un maestro en la técnica del suspense, pero con la radical diferencia con respecto a los folletinistas de que en su caso nunca llega a desvelarse el secreto ni por lo tanto es posible encontrar esa «verdad» definitiva. Crea expectativas lectoras con técnicas de folletín, como Cervantes empleó las de los libros de caballerías con la misma función de mantener el suspense al final de su capítulo VIII de la Primera Parte. Al frustrarlas demuestra al entregado lector que la respuesta solo está en los libros, no en la vida. Las expectativas en las que se mueven sus personajes son literarias y tienen su espacio sólo en el marco de la literatura; las expectativas de los lectores no se cumplen nunca, nunca llega la ansiada y cómoda respuesta, pues todo concluye en más preguntas.

A Galdós le interesa, como a Cervantes, observar cómo nos afecta la literatura. Es lo que Ido tiene en cuenta al empezar la novela: qué espera el público. Galdós también abre la obra despertando la curiosidad de sus lectores, ansiosos por saber el secreto que nos oculta. Juega con los resortes del folletín para crear avidez lectora y somete a todos sus personajes a la misma ansiedad de expectativas, creadas por estereotipos literarios. Quizá Galdós sabe que la literatura ha creado nuestro deseo -esas mujeres más inflamables que la yesca de las que hablaba Ido- y que azuzándolo puede seducirnos. El resorte para ello es la clave de la ficción: el pacto con el lector, sobre el que Galdós, hijo del romanticismo, reflexiona con profunda conciencia.

Según hemos visto, una de las preguntas más incómodas de Tormento tiene que ver con su realismo. Según Ido, la realidad creíble literariamente es la que un tipo de narración ha hecho convencional. El público no solo no espera otra cosa, sino que está dispuesto a aceptarla como verdadera únicamente en ese formato y condiciones. La realidad puede ser más extraña que la literatura y forja historias imposibles, absurdas, faltas de poesía (según dice, «[l]a realidad, si bien imita alguna vez a los que sabemos más que ella, inventa también cosas que no nos atrevemos ni a soñar los que tenemos tres cabezas en una» I, 14). Para Ido una cosa es el realismo y la verdad literaria (la poesía, lo convencional), y otra la realidad extraliteraria, que no cuenta ni se cuenta85. Para don Quijote también es la literatura la que impone la medida de lo verdadero, y no a la inversa: según él las cosas han de ser como en los libros. Galdós parece querer rebatirle el argumento a ambos al decidirse a dar cuenta de la fea prosa que Ido no quiso contar en su poético folletín. Pero sobre todo demostrando a través de sus silencios, de lo que no narra, que la medida de la realidad no la pone la literatura, sino que precisamente está allí donde la literatura no alcanza, en lo que no tiene palabras ni puede contarse, como su novela tampoco cuenta y al final escamotea, Galdós parece aceptar que la medida de la verdad se aloja en sentimientos que no se expresan con verbos, en hechos que el lector no conoce, como el narrador insiste una y otra vez en recordarle, y que los mismos personajes, en sus torpes monólogos, reconocen confundir. Podría decirse que para Galdós la verdad última y secreta correspondería al Dasein kantiano, a la verdad nouménica e intraducible a la experiencia. Lo único que sí es susceptible de contarse demuestra en esa capacidad de trasladarse al lenguaje su intrínseca condición fenoménica, pues sólo puede traducirse a verbo lo que antes ha sido material de la conciencia, a su vez forjada de fantasías y palabras. Y eso es lo que leemos en Tormento: las fantasías, las ensoñaciones, las interpretaciones y las torpes palabras de unos personajes que se expresan a través de la conciencia y cuya realidad es siempre parcial y muchas veces falsa, literaria. Por eso, como demuestra el Quijote, la irrealidad forma parte de la realidad a través de los individuos que juegan siempre a ser personajes en la vida. El mismo Galdós escribió en otra de sus novelas:

«No hay existencia que no tenga mucho de lo que hemos convenido en llamar novela (no sé por qué), ni libro de este género, por insustancial que sea, que no ofrezca en sus páginas algún acento de vida real y palpitante»86.


La conclusión a la que parecen dirigirnos estas reflexiones -y con la que cerraremos este resumen final- es que la verdad está en la conciencia, territorio hacia el que Cervantes había abierto el camino de la novela. Así lo supieron ver los románticos, que hicieron el viaje hasta el fondo del abismo y reconocieron las profundidades de aquel mundo interior. Galdós es consciente de que su hacer está emplazado en ese dominio. Probablemente, la lección cervantina fue confirmada por aquellos avances en psicología ya mencionados, que habían ido acercándose cada vez más a la fenomenología: la realidad es una construcción psicológica que la conciencia individual forja en relación con su imagen (literaria) del mundo. El análisis galdosiano de las expectativas -las de los personajes y las de los lectores-, es consciente de que la literatura funciona en relación con lo que esperamos y por tanto queremos imaginar que ha de ser verdadero. Y así, el concepto de verosimilitud galdosiano -esto es, de lo que aceptamos por verdadero- tiene más relación con las expectativas que forjan las convenciones que con una realidad que es imperseguible, que queda muda y sin contar. Parecería que don José Ido tuviese razón.

La poética del folletinista busca una verdad literaria -la de sus personajes- que no coincide con la extraliteraria:

«-(Con profundo misterio.) La realidad, si bien imita alguna vez a los que sabemos más que ella, inventa también cosas que no nos atrevemos ni a soñar los que tenemos tres cabezas en una. [...]

-Pues ponga usted en sus novelas esas cosas.

-No, porque no tienen poesía. (Frunciendo el ceño.) Tú no entiendes de arte. Cosas pasan estupendas que no pueden asomarse a las ventanas de un libro, porque la gente se escandalizaría... ¡prosas horribles, hijo, prosas nefandas que estarán siempre proscritas de esta honrada república de las letras! Vamos, que si yo te contara... [...]».


(I, 13-4)                


Galdós acepta la propuesta que Ido rechaza aquí, la de convertir en poesía la «vil prosa» de la verdadera historia de Amparo. Cuando Centeno se lo propone, responde «([c]on enérgica denegación) Tú no entiendes de arte. (Intentando horadarse la frente con la punta del dedo índice). La poesía la saco yo de esta mina». La poesía tiene un mundo propio, el de la fantasía, al que corresponden sus particulares reglas. El ejercicio literario consiste en -usando la conocida expresión de Fernán Caballero- poetizar la verdad, seleccionando la que dignifica y eleva el ideal, como explica también don Quijote repitiendo aquel lugar común del capítulo IX de la Poética de Aristóteles: que no se pintaba a Eneas como fue, sino como había de ser (XXV de la Primera Parte y III de la Segunda)87. Una larga tradición apoyaba aquella poetización de lo real que exigía Ido como coto literario.

Pero con la crisis romántica del concepto de mímesis, la idea de verosimilitud entró en conflicto con el criterio de verdad. La verosimilitud o la probabilidad, en cuanto dependen del receptor, son valores que concluyen en el relativismo porque, desde su origen aristotélico, se refieren a las apariencias lógicas88 (o, en el caso de la poética de Ido, a las expectativas de los lectores). El Romanticismo y el Realismo proponen como nuevo valor de la literatura la Verdad, que no tiene que ver, a diferencia de la verosimilitud, con la coherencia interna, ni con las proporciones, ni con el parecer de los receptores, sino que se establece en función de los vínculos de lo literario con lo extraliterario. Para Aristóteles una cosa es la verdad poética y otra la de fuera de la poesía. Para don Quijote las dos se confunden -por eso está loco-. Para Galdós la novela tiene que cumplir las verdades vitales y asumir una misión ontológica.

Abandonada la idea de poetizar la verdad y aceptado con Galdós -frente a Ido- que el territorio novelesco incluye aquella realidad que no se había dicho hasta ahora, la literatura topaba en cierto sentido con sus límites: el silencio, los asuntos secretos e inefables, la oscuridad de la conciencia, la confusión sin palabras, la imposibilidad de trasladar la vida a la literatura y la utopía de alcanzar la realidad.

CENTENO.-  Usted cree que las cosas han de pasar según usted se las imagina... No sea memo... Todo sucede al revés de lo que se piensa...

IDO.-    (Vanidosamente.)  Lo que es a mí, chico, la realidad me da siempre la razón...


(XXXVIII, 246)                


Ni uno puede conocer lo que sucede, porque siempre ocurre al revés de lo esperable (las categorías de la lógica, que eran las de la verosimilitud en Aristóteles y Horacio, no funcionan), ni el otro imagina más que delirios. Cualquier versión definitiva es imposible.

La única manera de traspasar aquellos límites la encontró Galdós saliendo y entrando de la ficción a través de la ironía y la reflexividad: el juego autorial, tan cercano al quijotesco, por el que se enfrentaban las dos obras en Tormento le sirvió mucho más que cualquiera de los recursos trasnochados de Ido a su intención de crear un efecto de realidad. La nueva verosimilitud se logra con la metaficción por la que se nos viene a decir que las relaciones entre vida y literatura son mucho más complejas de lo que la mala literatura pretende hacernos creer. Galdós revela con sus ironías metaficticias el artificio literario, exhibe los mecanismos de la ficción, y al mostrarlos reivindica que la verdad literaria es solo un parecer, como la verdad social y burguesa.




Final

Una obra de la ambigüedad de Tormento no podía conformarse con un final único. Ido desborda su novelesca fantasía y al hilo de los «desaforados sucesos» -no pierde ocasión Galdós de identificarlo con don Quijote en su lenguaje-, imagina varias posibilidades:

«Pues pienso que a la señorita Amparo no le queda más que una solución para regenerarse... ¿Cuál es? Te la comunicaré... con la mayor reserva. Grande ha sido la falta... pues la expiación, chico, la expiación... [...] En fin, que no le queda más recurso que hacerse hermana de la Caridad... Esto, sobre ser poético, es un medio de regeneración... No te digo nada... curar enfermos y heridos en hospitales y campamentos... Figúrate si estará guapa con aquellas tocas blancas...».


(XXXVIII, 245)                


A esa posibilidad, a la que piensa dar forma romancesca, se le ocurre titularla Del lupanar al claustro, y será segunda parte del proyecto novelesco que nos ha ido narrando al hilo de los acontecimientos. Dicho final se disputa el desenlace con otra versión, más trágica, en la que cuando Agustín entre a ver a la pecadora, «la encuentre muerta»:

«Sería para ella un fin poético, y si al verle entrar, le quedase un resto de vida para conocerle y poderle decir dos palabrillas tiernas de arrepentimiento, de amor, un Ay Jesús, un te amo o cosa semejante, creo que se moriría contenta...».


(XXXVIII, 246)                


Sin embargo, la novela de Galdós no termina de ninguna de aquellas maneras, sino con una significativa zumba a la moral de la pobreza del folletín de Ido y un redoble irónico a las pretensiones de Amparo de jugar el papel literario de virtuosa heroína, pues tras tanto discutir con su hermana, humillarse con Rosalía y esforzarse por parecer digna, acaba peor que Refugio: no se mete a monja, como exigía el único final decente que le permitía seguir viva, sino que acepta «los billetes». Otro diálogo, el de Rosalía y Bringas, nos informa de ello un capítulo más tarde («¡Con que no la puede hacer su mujer porque es una... y la hace su querida...!»), imaginando también su autor, de creatividad tan fértil como la de Ido, una posible segunda parte que pone en el magín de don Francisco Bringas; él también aventura otra posible conclusión a la historia:

THIERS.-  El mejor día les tenemos aquí tan campantes... y vivirán como casados, insultando a la honradez, a la virtud... Hemos de ver cada barbaridad... Bien claro lo decían Joaquín y Paquito la otra tarde: la piqueta demoledora y la tea incendiaria están preparadas. ¡La demagogia...!


(XLI)                


Rougemont y la tradición amorosa de la pasión no tienen nada que hacer aquí: Eros se vende por bienestar y Tanatos es vencido por un criado listillo que cambió el veneno por tintura de guayaco. Amor y muerte acaban vencidos por una situación muy poco poética, un compromiso que no soluciona nada ni puede ser aceptable socialmente. Frente al amor romántico que concluye en suicidio y tragedia, Amparo al final vive: sin honra, rotas las ilusiones, convertida en una manzana podrida de la que Caballero, según leemos, piensa aprovechar el trozo aún sabroso.

Si La desheredada es negación del melodrama, en Tormento no quedan las cosas tan claras. Galdós pone a competir melodrama y realismo y reflexiona sobre ello para concluir con enorme ironía, ya que «la novela realista negando el melodrama paradójicamente le da la razón»89. La solución final no es ni convencional ni folletinesca90, sino ambigua, irónica y abierta, puesto que la historia no se cierra del todo ni se resuelve el enigma. Hay algo que se nos sigue escamoteando: la historia que no se nos ha contado. Si para Roland Barthes cuando el enigma se resuelve la historia se acaba, aquí ni se resuelve la una ni se cierra la otra. Estamos a mucha distancia de La Regenta, Madame Bovary o Ana Karenina.

Aunque muchos trabajos han estudiado la ironía en Tormento, apenas se la ha vinculado con el uso cervantino ni con la ironía romántica, fundamento de la metaficción contemporánea91. Sin embargo este punto de vista, cuyas posibilidades hemos intentado probar en las páginas anteriores, permitiría comprender la extraordinaria actualidad de Galdós en la trayectoria de la reflexión novelesca. Pues no se trata solo de estudiar la metaficción de Galdós, sino cómo ésta, asumiendo la lección de Cervantes pasado por los románticos, sirve de enlace con el Modernismo. Observarlo como parte de ese recorrido ayuda a explicar que la metanovela es expresión directa de la reflexión sobre la realidad y corresponde a la condición epistemológica del género, visible sobre todo en las crisis que desde el nacimiento de la modernidad han ido sembrando de dudas el recorrido de la metafísica.

A Galdós le distinguen de sus contemporáneos realistas esas mismas dudas. Frente a la armonía perfecta a la que aspira el novelista del Realismo y en la que se confunden significado y significante -según el propio Galdós explica en el prólogo de 1882 a El sabor de la tierruca, de Pereda-, él «es plenamente consciente de la confusión que impone la escritura»92; sus novelas preguntan, más que responden:

«Pereda no duda, yo sí. Él es un espíritu sereno; yo un espíritu turbado, inquieto. Él sabe adonde va, parte de una base fija. Los que dudamos mientras él afirma, buscamos la verdad y corremos hacia donde creemos verla hermosa y fugitiva. Él permanece quieto y confiado, viéndonos pasar, y se recrea en su tesoro de ideas, mientras nosotros siempre descontentos de las que poseemos y ambicionándolas mejores, corremos tras otra, y otras, que una vez alcanzadas tampoco nos satisfacen»93.


Sus dudas inauguran para la novela un relativismo ontológico adelantado a su tiempo. El Modernismo y su idea de la conciencia (el propio ser era el único asunto de cuya existencia el poeta no tenía dudas, según Martí94) está ya avisado en su discurso de ingreso en la Academia, donde recoge intuiciones probadas en sus novelas anteriores, como hemos visto en el caso de Tormento. A través de las reflexiones que fue hilvanando en ellas ha comprendido que un discurso es realista cuando responde a nuestras expectativas, a nuestra imagen de la realidad, y que éstas son variables: entre otras cosas porque están conformadas por la literatura, hasta el punto de que es difícil, dentro de la conciencia, diferenciar los referentes mentales que nos construimos sobre el mundo y los mundos posibles referentes de las ficciones. La ficción se muestra falsa y al tiempo se justifica como verdadera.







 
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