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Fray Luis de León y Pedro Portocarrero: tres odas del agustino al Obispo de Calahorra1

Alberto Acereda2





A pesar de la inmensa bibliografía dedicada a la persona y a la obra de fray Luis de León, las relaciones entre el agustino y don Pedro Porotocarrero no han sido todavía estudiadas con profundidad. Esto resulta curioso si tenemos en cuenta la gran amistad que les unió en vida y, sobre todo, si pensamos que fray Luis dedicó a Portocarrero no sólo sus poesías originales sino también De los nombres de Cristo (1583) y el tratado latino In Abdiam prophetam explanado (1589).

Los últimos años de la vida de fray Luis transcurren en la lectura de libros de teología mística. Está además concluyendo los últimos capítulos de la Exposición del Libro de Job y se ocupa también, sin éxito, de la defensa de las monjas carmelitas enfrentadas con su superior. Casi no puede ya asistir a las clases y apenas una semana antes de su muerte es elegido provincial de los agustinos de Castilla. Agotado por la ansiedad de los últimos meses y por una vida de injustas persecuciones, cuando muere fray Luis de León, el 23 de agosto de 1591, Pedro Portocarrero es por entonces obispo de Calahorra y a él justamente se dirige la Dedicatoria de sus poemas.

El hecho mismo de que fray Luis anteponga a sus poemas una dedicatoria implica que el agustino pensó en hacerlas públicos, si no de modo impreso, sí al menos a través de una difusión manuscrita. En este sentido, se ha hablado de una primera edición frustrada, anterior a la de Quevedo en 1631, que en forma manuscrita preparó fray Luis para Portocarrero. Desconocemos si en esta supuesta edición figuraban todos los poemas que han ido incluyéndose en ediciones sucesivas. El P. Félix García señala que fray Luis se decidió por dos veces a recoger sus versos para darlos a la imprenta. Una fue poco antes de su encarcelamiento, pero la fatal circunstancia se lo impidió. La otra, a la salida de la cárcel y a ruego de sus amigos, le llevó a intentar reunir sus poesías para lo cual recogió gran parte de las copias dispersas entre sus amigos. Esta supuesta copia inédita pasó luego a manos de fray Basilio Ponce de León y sirvió de base para la posterior edición de Quevedo. Cuarenta años después de morir fray Luis el magistral de la iglesia de Sevilla, don Manuel Sarmiento Mendoza, envió a Francisco de Quevedo una de las varias colecciones que ya corrían por España. Éste la editó en 1631 como modelo de belleza y precisión poética en oposición al pujante culteranismo. Coster consideró que fray Luis no quiso dar a la luz en vida sus poesías por juzgarlas poco dignas de un teólogo y profesor de Escritura y por ello las divulgó bajo el seudónimo de Luis Mayor3. De hecho, no contamos hoy con los autógrafos del poeta ni de un epistolario completo, lo que oscurece considerablemente la realidad de los hechos.

Al margen de estas cuestiones textuales, estudiadas con rigor por José Manuel Blecua en su reciente y esperada edición crítica, parece lógico suponer que Pedro Portocarrero, leyó con toda seguridad las tres odas que fray Luis le dedicó. Lo que también parece claro es que, entre otras razones, el agustino escribió y reunió sus poemas para entretener a su amigo y protector el obispo Portocarrero.

En definitiva, la intención de este trabajo es ampliar algo los datos sobre el obispo Portocarrero y, sobre todo, realizar una lectura poética de estas tres odas (las numeradas II, XV y XXII) a fin de iluminar en lo posible la relación del agustino con Portocarrero. Al mismo tiempo quiero llamar la atención sobre la posibilidad, nunca descartable, de que existan documentos inéditos en el Archivo Catedral de Calahorra, todavía por estudiar enteramente, porque al morir fray Luis, Portocarrero ocupaba el obispado de esta diócesis. Ya en 1866, uno de los biógrafos del agustino, don Alejandro Arango y Escandón, hablando de las cartas de fray Luis advirtió: «Una persona como el Mtro. León debió, sin embargo, escribir gran de número de éstas. Esperemos que algún día sean descubiertas y publicadas» (p. 253). En este sentido, hay todavía testimonios de que incluso al final de su vida fray Luis se preocupaba por la persona de Pedro Portocarrero. El 3 de julio de 1590, casi un año antes de su muerte, fray Luis escribe desde Salamanca a Juan Vázquez del Mármol, por entonces en Madrid, y le dice: «Hanme dicho que ha venido ahí el Obispo de Calahorra; no sé si es verdad. Suplico a vmd. me diga si lo es, y lo que se dice a que viene»4. A todo esto cabe añadir, además, que Juan de Grial, otro de los amigos de fray Luis, fue también por esos mismos años canónigo de la Catedral de Calahorra, acompañando a Portocarrero. Grial escribió en 1587 la aprobación y censura del comentario latino de fray Luis al Cantar de los cantares. También a Grial había dedicado fray Luis otra de sus odas (la numerada XI), así como el tratado latino De utriusque agni, typici atque veri, inmolationis legitimo tempore5.




Pedro Portocarrero y Fray Luis

De entre los muchos amigos que fray Luis tuvo en su vida: Francisco Sánchez de las Brozas, Benito Arias Montano, Diego de Loarte, Felipe Ruiz, Pedro Chacón, Alonso de Espinosa, Juan de Almeida, Martín Martínez de Cantalapiedra y, sobre todo, Gaspar de Grajal y Francisco de Salinas, el más poderoso, sin embargo, fue Pedro Portocarrero, que en muchas ocasiones le sirvió de verdadero protector. Los datos que tenemos sobre la vida de Pedro Portocarrero no son muchos y su hallazgo es tarea más propia del historiador que del filólogo6.

En el Diccionario de historia eclesiástica de España, dirigido por R. Aldea, T. Marín y T. Vives (t. I, p. 312) se indica que Pedro Portocarrero fue propuesto obispo de Calahorra y La Calzada el 20 de marzo de 1589, postulado el 21 de mayo y trasladado a Córdoba el 12 de enero de 1594. También, en La iglesia en España en los siglos XV y XVI hay referencias a una Comisión de Reforma enviada al Papa Sixto V para una concesión de nuevas facultades para los religiosos españoles. En esta comisión aparece Pedro Portocarrero como obispo de Calahorra junto a los obispos de Plasencia y Lérida (vol. 1, p. 331). Igualmente Portocarrero formó parte de una reunión de obispos, inquisidores y teólogos para estudiar el problema de la superstición popular, la magia y la brujería, costumbres que en el siglo XVI habían alcanzado ya gran renombre en las diócesis de Calahorra y Pamplona (vol. 1, p. 371).

En algunas biografías y estudios sobre fray Luis se pueden encontrar aquí y allá referencias a Portocarrero, si bien éstas son en muchos casos repetitivas. La fuente de estas informaciones es la breve reseña de 1901 que A. Morel-Fatio escribió sobre la poesía de fray Luis. El hispanista francés señaló que Portocarrero fue hijo de don Cristóbal Osorio Portocarrero, primer señor de Montijo y marqués de Villanueva del Fresno, y de doña María Manuel de Villena, dama de la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V. Se desconoce la fecha de su nacimiento, aunque sí se sabe que estudió en Salamanca Derecho civil y canónico, en donde obtuvo su licenciatura. Su carrera eclesiástica fue prodigiosa: canónigo de Sevilla, oidor de la Cancillería de Valladolid, regente de la Audiencia de Galicia (1571), miembro del Consejo Real (1580), integrante del Consejo de la Inquisición y comisario general de la Santa Cruzada (1585). Desde 1587 hasta 1594 fue obispo de Calahorra por designación real y posteriormente de Córdoba (1594) y de Cuenca (1596). En ese mismo año también fue elegido inquisidor general (1596), pero hubo de dejar este último cargo por una bula de Clemente VIII, para morir finalmente en la pobreza, parece que el 20 de septiembre de 1600 en Cuenca, nueve años después que fray Luis7. Morel-Fatio señala, además, que Pedro Portocarrero fue tres veces rector de la Universidad de Salamanca, si bien James Fitzmaurize-Kelly (p. 208) señaló años después que tan sólo fue rector dos veces: en los años 1556-57 y 1566-67. En este sentido, ve muy probable que la amistad del agustino con Portocarrero date de los años de 1566-67, es decir, en su segunda rectoría. La familia de los Portocarrero era de ascendencia gallega y tenía amistad con la familia de fray Luis de León. Conocían a los Villenas de Belmonte, por lo que no extraña que esa amistad se afianzara en Salamanca y se prolongara durante toda la vida. Portocarrero fue, en definitiva, un auténtico valedor de fray Luis, a quien ayudó siempre que pudo desde su privilegiada posición. En este sentido, el libro de Aubrey Bell sobre fray Luis y el Renacimiento español ofrece aquí y allá algunos datos de esta amistad. Dada la fama de fray Luis como profesor, cuenta Bell que «cuando en 1566 comenzó a explicar un curso en los dominicos de San Esteban tan excesivo fue el número de los estudiantes que acudió a oírle, que la Universidad tuvo celos, y Fray Luis de León obtuvo del Rector, don Pedro de Portocarrero, una orden prohibiendo que asistiesen los seglares que en la Universidad había» (p. 137). Cuando fray Luis fue arrestado en marzo de 1572 Portocarrero estaba en Galicia desde 1571. Entre los más de setenta testigos que fray Luis presentó para su propia defensa en el proceso inquisitorial estaba también Pedro Portocarrero como indica Bell (p. 169, n. 51). Don Alejandro Arango y Escanden incluye en el capítulo X de su libro (pp. 115-152) las acusaciones de los testigos en contra de fray Luis y las respuestas de éste. Desafortunadamente no se incluyen las palabras de los testigos defensores, en las que se podría conocer la actitud de Portocarrero. No obstante, Aubrey Bell señala lo poco que los amigos de fray Luis pudieron hacer en su favor una vez acusado, debido al regalismo de Felipe II. De Portocarrero dice Bell textualmente: «Portocarrero estaba en Galicia; pero es indudable que influyó mucho para que no diesen tormento a fray Luis y para que lo libertasen» (p. 180). A fines de 1580 la influencia de Portocarrero está adquiriendo altura. Absuelto ya fray Luis en 1576, tras casi cinco años de cárcel, asegura Bell del agustino que en 1582 «es casi seguro que el no verse arrestado otra vez se debió a su amigo Portocarrero» (p. 201). Andando el tiempo, a fines de 1587, Bell detalla también cómo Portocarrero ayudó a fray Luis en un pleito que sostuvo representando a la Universidad de Salamanca con el Colegio del Arzobispo sobre un privilegio de grados para los profesores (pp. 202-205). De este pleito, Pedro de Lorenzo, otro biógrafo del agustino, dice textualmente: «Todas las mañanas y todas las tardes, iba fray Luis a casa de Portocarrero en busca de la cédula. Entre Año Nuevo y Reyes firmó su majestad; devuelta la cédula al Presidente, pasó al fin a manos de Portocarrero, valedor de fray Luis» (p. 138). Pedro Portocarrero, en fin, ayudó cuanto pudo a fray Luis y así se explica el agradecimiento del agustino a través de las dedicatorias de sus obras.

En todas estas dedicatorias hay siempre una patente sumisión y respeto de fray Luis hacia Portocarrero. En el tratado latino de los comentarios a Abdias el agustino le escribe: «No tengo a nadie a quien más deba ni a quien más aprecie»8. De los nombres de Cristo tiene tres dedicatorias correspondientes a cada libro. En todas ellas se lee: «A Don Pedro Portocarrero, del Consejo de su Majestad y del de la Sancta y General Inquisición». La dedicatoria del libro primero es una defensa de la lengua castellana que concluye con una alabanza a su protector: «lo embío agora a v.m., a cuyo servicio se endereçan todas mis cosas» (vol. 1, p. 17). La dedicatoria del libro segundo es más doctrinal y se centra, sobre todo, en la tendencia humana al pecado, «este desconcierto e inclinación para el mal que los hombres generalmente tenemos» (vol. 2, p. 28). De lo universal se pasa a lo concreto con el ejemplo del pueblo judío, homicida de Cristo. Fray Luis, sin embargo, siente cierta compasión por este pueblo y ahí se puede ver entre líneas el orgullo escondido del agustino por su origen judío. La Dedicatoria del libro tercero es una nueva defensa del romance castellano con un acogimiento final a la opinión de Portocarrero: «el juyzio sólo de v.m. y su aprobación es de muy mayor peso que todos» (vol. 3, p. 13). La defensa del castellano está aquí magníficamente expresada9. El citado biógrafo, Pedro Lorenzo, señala de la relación de fray Luis con Portocarrero que «comulgaban un mismo ideario en asuntos de lenguaje y fe» (p. 58). En este sentido, esta Dedicatoria al Libro tercero es interesante porque en ella fray Luis casi nos brinda un resumen de su arte poética al decir:

«porque pongo en las palabras concierto, y las escojo y les doy su lugar; porque piensan (algunos) que hablar romance es hablar como se habla en el vulgo, y no conoscen que el bien hablar no es común, sino negocio de particular juyzio, ansí en lo que se dice como en la manera como se dize; y negocio que de las palabras que todos hablan elige las que convienen y mira el sonido dellas, y aun cuenta a vezes las letras, y las pesa y las mide y las compone, para que no solamente digan con claridad lo que se pretende dezir, sino también con armonía y dulçura».


(vol. 3, pp. 10-11)                


Finalmente, en la Dedicatoria que antecede a los poemas fray Luis finge ser un poeta desconocido. Esta Dedicatoria ha sido ya estudiada muchas veces siendo objeto de diversas polémicas, como se puede ver en el estudio de Dámaso Alonso. Al margen de esto, nuevamente se desprende en esta Dedicatoria un elogio y gratitud a don Pedro Portocarrero cuando le dice fray Luis: «solo deseo agradar a Vmd., a quien siempre pretendo servir» (p. 65), y es que el agustino vio en Portocarrero a un amigo, un defensor y un hombre recto en quien confiar.




Las tres odas a Portocarrero

Por eso precisamente, y como había hecho con sus más allegados amigos -Francisco de Salinas, Felipe Ruiz y Diego de Loarte-, fray Luis de León dedica tres odas a Pedro Portocarrero: las numeradas II, XV y XXII, en las que me voy a detener seguidamente10. Como ocurre con todos los poemas originales de fray Luis, estas odas ya han sido objeto de varios estudios, pero todavía no se ha dicho todo sobre ellas11.

La datación de estas tres odas, como la del resto de los poemas del agustino, plantea verdaderos problemas. Por algunas referencias a circunstancias geográficas o históricas se puede decir que las tres odas a Portocarrero fueron escritas en diferentes años. La oda II y la XXII parecen ser anteriores al encarcelamiento de fray Luis en 1572 y la oda XV parece ser posterior a su prisión, o sea, más allá de 1576. Ninguna de estas odas, pues, fue escrita cuando Portocarrero era obispo de Calahorra.

Respecto a la oda II, la que se inicia «Virtud, hija del cielo», A. Morel-Fatio fue el primero en fecharla en el año de 1571. Las referencias al final del poema a Galicia hacen pensar en los años que Portocarrero estuvo de regente en la Audiencia de Galicia (1571-1580). El concepto general de esta segunda oda es el elogio del poeta a la virtud de su amigo Portocarrero y la celebración de su comienzo como regente en esa región gallega. Fray Luis toma aquí la voz «virtud» con el sentido latino de «virtus», más amplio que el actual, es decir, significando valentía, ánimo, mérito, eficacia, esfuerzo, poder espiritual... y no sólo como práctica de la moral cristiana. El poema está compuesto de cuarenta versos agrupados en ocho liras que a su vez se dividen en dos partes simétricas de 4 estrofas cada una.

La parte primera del poema es un apóstrofe a la virtud. Así, la lira 1 define la virtud mediante una elipsis verbal de «es» o «eres» que nos permite entender mejor el sentido de los versos. La virtud es «hija del cielo / (es) la más ilustre empresa de la vida» (vv. 1-2), o sea, está por encima de nosotros y debe ser nuestro objetivo; además la virtud es para fray Luis iluminadora, «(es) en el escuro suelo / luz tarde conocida» (vv. 3-40); también la virtud es la que nos muestra el camino del bien y con él a Dios, por eso la virtud es «senda que guía al bien, poco seguida» (v. 5). Esta primera lira se ha relacionado con el «Himno de la virtud» de Aristóteles, que según repiten todos los editores trae Diógenes Laercio, que fue traducido y editado en 1570 por Henri Estienne en París. En la segunda lira el poeta pasa de la definición abstracta a lo concreto por vía de los ejemplos. El poeta mantiene un tono apelativo y trae a colación como modelos de virtud: Alcides, el hijo de Alceo, que es el personaje mitológico de Hércules, que muerto en una hoguera logró por el mérito y virtud de sus hazañas ser acogido entre los dioses griegos. La virtud, pues, nos dice fray Luis, fue capaz de elevar a Hércules al cielo. El ejemplo del Cid en esa misma lira es significativo porque conecta con el de la siguiente estrofa, Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán. Asimismo, el ejemplo mitológico anterior de Hércules encuentra su correlato también en esta tercera lira en la leyenda del parto de Leda y sus hijos Castor y Pólux. En estas tres liras, por tanto, fray Luis mezcla perfectamente la tradición grecolatina (Alcides, Leda y el sistema aristotélico-tolemaico del universo a partir de ruedas y esferas) con la nacional española (El Cid y el Gran Capitán). Es sólo entonces cuando surge en la cuarta lira la figura de Pedro Portocarrero cruzando magistral y casi visionariamente el espacio, la senda de la virtud, camino del «bien primero», o sea de Dios:


«y por su senda agora
traspasa luengo espacio con ligero
pie y ala voladora
el gran Portocarrero,
osado de ocupar el bien primero»


(vv. 15-20).                


A partir de aquí se inicia la segunda parte centrada ya en el protagonista del poema: Portocarrero. Así, la siguiente lira recoge un recuerdo del elogio horaciano de la virtud porque Portocarrero se separa de lo mundano y en su ascensión hacia la divinidad el poeta imagina una ardua cuesta por la que estoicamente va subiendo su amigo. Tan seguro es su ascenso que en la lira sexta ni la flecha traciana (famosos los tracianos griegos por su belicosidad) ni la bola del cañón tudesco (célebres los alemanes por su artillería) pueden igualársele en velocidad. Las dos últimas liras conectan a Portocarrero, nuevo regente de la Audiencia de Galicia, con los hombres de aquella región. A ese «pueblo inculto y duro» (v. 31) deberá iluminar Portocarrero sirviéndoles de ejemplo. Hay en el verso citado cierto carisma aristocrático de fray Luis frente a lo popular pero nunca de desprecio sino de cariño. La última lira está llena de referencias geográficas de Galicia y sus cercanías: el río Miño; el océano Atlántico, calificado legendariamente de «mar monstruoso» (v. 37); la «fiel montaña» (v. 38) que es el monte Auseba, cerca de Cangas de Onís, inicio de la Reconquista; el cabo de Finisterre, «el fin de la tierra» (v. 39); el río Eume, al norte de Lugo. Fray Luis imagina que estas sierras y montañas miran con altivez a las tierras bajas pero, en último término, el poeta tilda a esos gallegos de «dichosos» (v. 36), o sea, afortunados por tener a Portocarrero como regente. Por tanto, toda esta composición es un canto a la persona de su protector y un sentido elogio de la virtud humana de Pedro Portocarrero. Al escribir este poema fray Luis no ha sufrido todavía el proceso inquisitorial y su sentimiento y emotividad parece artificial comparada, por ejemplo, con la de la oda XV, según se verá. Emilio Alarcos (1977-78), que estudia el poema básicamente desde un nivel gramatical, habla también de cierta frialdad y protocolo en este poema, aunque lo disculpa «por su precisión, su equilibrio y su fuerza expresiva» (p. 15).

Léxicamente fray Luis elabora a lo largo de todo el poema un juego de claridad-oscuridad asociado a veces con una idea de altura-bajeza. Portocarrero es la claridad y a la vez la altura frente a la oscuridad y la bajeza del pueblo cristiano que regenta. Prácticamente en cada estrofa se halla un ejemplo de estas asociaciones: lira 1: cielo-suelo, oscuro-luz; lira 2: hoguera-cielo; lira 3: noche-día; lira 4: pie-ala; lira 6: aire-fuego; lira 7: escuro-lumbre; lira 8: mar-montaña-tierra. También fray Luis emplea en algunos casos cultismos semánticos como el «desprecia» del verso final. Fónicamente es interesante la lira segunda porque los dos endecasílabos contienen un intencionado juego: «al cielo levantase al fuerte Alcides / ... / al Cid, clara victoria de mil lides». Ambos endecasílabos además tienen todos los acentos en sílaba par. El poema, en fin, es digno y se ubica en la tradición de las composiciones de elogio al protector y amigo.

La oda XXII, que se inicia «La cana y alta cumbre», es el poema más largo de los tres dedicados por el agustino a su valedor. Parece que es también anterior al encarcelamiento de fray Luis a tenor de la referencia a Poqueira (v. 62), lugar donde se libró una batalla en 1569. Estos hechos se integran históricamente dentro de la sublevación de los moriscos en las Alpujarras (1568-70) contra Felipe II. Precisamente en la batalla de Poqueira fue herido don Alfonso Portocarrero, hermano de don Pedro. Fue éste Caballero de la Orden de Alcántara y comendador de Bilvís y Navarra. Alcanzado don Alfonso por dos flechas en un muslo derrotó a los rebeldes en una actitud de valentía y heroísmo. Este hecho le sirvió a fray Luis para escribir este poema y así se puede decir que fue a fines de 1596 o principios de 1570 cuando lo compuso, siendo por entonces don Pedro Portocarrero canónigo en Sevilla. Al parecer estaba por esas fechas su protector cerca de Granada acompañando a su familia. De ahí la mención del primer verso a «la cana y alta cumbre / de Ilíberi» (vv. 1-2), es decir Sierra Nevada. Allí le sorprendió a Portocarrero la guerra. El poeta se dirige ya en la primera estrofa a don Pedro para lamentarse de su ausencia. A continuación imagina las alegrías con las que rodeará a su amigo cuando vuelvan a verse y cómo cantará su retorno (de ahí las menciones a Lyeo, Cabalina y Apolo). En la siguiente estrofa, la tercera, hay un elogio del linaje del amigo, pero éste no vale nada comparado con las virtudes humanas que también ostenta:


«y juntas en tu pecho
una suma de bienes peregrinos,
por donde con derecho
nos colmas de divinos
gozos con tu presencia,
y de cuidados tristes con tu ausencia»


(vv. 19-24).                


Desde aquí y hasta la penúltima estrofa (estr. 5-12), fray Luis adquiere un claro tono époco mezclado con tintes de destrucción y muerte: «nubes, lluvias, horroes, trueno y fuego» (v. 48). Relata el heroísmo del hermano Alfonso: «alzó nueva bandera / mostró bien claramente / de valor no vencible lo excelente» (vv. 70-72). Y, al final, fray Luis cierra el poema diciéndole a don Pedro (el subrayado es mío):


«El pues relumbre claro
sobre sus claros padres; mas tú en tanto
dechado de bien raro,
abraza el ocio santo;
que muchos son mejores
los frutos de la paz y muy mayores»


(vv. 73-78)                


A partir de la confrontación de los dos hermanos, fray Luis se convierte en este poema en verdadero mensajero de la paz. Por ello, en su conjunto, más que la exaltación de un motivo nacional o el elogio del heroico hermano, el tema, en mi opinión, encierra claramente el enfrentamiento entre las armas y las letras, lo militar y lo contemplativo. El episodio histórico y la participación del hermano son una simple excusa para elevar el tema a una categoría universal y dotar a la última estrofa de verdadera modernidad. Como sabio y como humanista que fue, fray Luis prefiere el «ocio santo», y ése es su gran mensaje a Portocarrero. Hay también en este poema, como en el anterior, todo un juego de contraposiciones: presencia-ausencia (estr. 40), paz-guerra (estr. 5), amigo-enemigo (estr. 7), etc. En este poema fray Luis no emplea la lira sino una estrofa de seis versos constituidos por heptasílabos y endecasílabos con el esquema repetido en todo el poema de 7a 11B 7a 7b 7c 11c.

El otro poema dedicado a Pedro Portocarrero es la oda XV, que se inicia «No siempre es poderosa», estudiada literalmente por Morreale y estructuralmente por Alarcos. Vuelve aquí fray Luis a emplear un metro diferente. En este caso se trata de estrofas de siete versos, endecasílabos y heptasílabos con el patrón 7a 11B 7a 11B 7c 11C. Casi idéntico esquema a la oda anterior, la XXII, pero con un verso heptasílabo más. A lo largo de las siete estrofas de que compone este poema fray Luis elabora un canto a la libertad, a la inocencia y a la verdad. Lo dedica a Portocarrero, sabiendo el agustino lo mucho que le ayudó en su proceso inquisitorial. Ahora, al redactar el poema, parece que fray Luis ya ha salido de la cárcel. Es entonces cuando celebra su gozo en un poema de personalísima ejecución en el que el amor a la verdad y la gratitud al protector se dan la mano. Con razón, y según indica Macrí, el Padre Antolín Merino señaló en su edición de principios del siglo XIX (1804-16) que aunque esta oda no lleva título le convendría el de «Triunfo de la inocencia» porque en ella fray Luis quiso celebrar su éxito y la confusión y vergüenza de sus acusadores. La fecha de composición, por tanto, debe ser, como ya apuntó también Coster, cercana a la época inmediata a la salida de la cárcel, es decir, entre diciembre de 1576 y enero de 157712. La primera estrofa es totalmente moral y recoge el lema horaciano de que el mal siempre tiene un fin. En ella fray Luis le dice a Portocarrero que ni la maldad ni la envidia salen siempre triunfantes, «que quien se opone al cielo, / cuanto más alto sube, viene al suelo» (vv. 6-7). Fray Luis contrapone así los conceptos de cielo y suelo significando respectivamente verdad y mentira. Tras esta estrofa didáctica se pasa al ejemplo clásico, tomado de Virgilio, en el que los gigantes al luchar contra los dioses reunieron montañas con el fin de escalar al cielo siendo finalmente heridos y vencidos por el rayo de Júpiter. La estrofa tercera prosigue con la ejemplaridad y en ella fray Luis poetiza la imagen de la niebla que como un ave extiende sus alas y oculta el sol. Pero al final, «y el sol puro en el cielo resplandece» (v. 21), es decir, la verdad (sol, cielo) triunfa sobre la mentira (la niebla). Nuevamente en la cuarta estrofa toma fray Luis un tono moralizante al elogiar la «llaneza», la «inocente vida», la «fe sin error» y la «pureza». Todos estos conceptos positivos se oponen a la negatividad de la «fiereza» conectada con el simbolismo animal del tigre (peligroso) y el basilisco (envenenado y de mirada mortal). Estos versos son el trasunto de la experiencia personal del poeta. Fray Luis encarna lo positivo y sus enemigos, los que lo habían encarcelado, lo negativo. Coster va incluso más allá arguyendo la posibilidad de que estos animales, «Tigre» (v. 27), «Basilisco» (v. 28) -más adelante «Sierpe» (v. 44)-, sean la encarnación o representación de L. de Castro y B. Medina, acusadores de fray Luis en el primer proceso. La idea se continúa en la siguiente estrofa en la que fray Luis reafirma el poder de la verdad al tiempo que alude a los métodos inquisitoriales que él mismo había padecido. Por eso le dice a Portocarrero:


«por más que se conjuren
el odio y el poder y el falso engaño,
y ciegos de ira apuren
lo propio y lo diverso, ajeno, estraño,
jamás le harán daño»


(vv. 29-33).                


Fray Luis se ha enfrentado a esas fuerzas negativas de sus maldicientes para triunfar finalmente como el oro que recobra su valor y finura. En la siguiente estrofa, la sexta, encontramos ya jubilosa a la verdad que triunfa, de ahí que el poeta personifique esa verdad y «sobre el opuesto bando / con poderoso pie se ensalza hollando» (vv. 41-42). La estrofa final recoge una percepción sensorial auditiva, el canto de victoria por el triunfo de la Fama (la verdad, lo positivo) sobre la Sierpe y el Tigre (la mentira y la envidia, lo negativo). Vencido ya el mal, la apoteosis final del poeta coronado por el triunfo:


«y, con vuelo ligero
veniendo, la Vitoria
corona al vencedor de gozo y gloria»

(vv. 47-49).                


En su conjunto, la oda XV a Portocarrero peca algo de moralizando, pero toda ella es una hermosa composición llena de sentimiento e inspiración. Es, en fin, el testimonio de una tragedia vivida y sentida, la poetización del amargo recuerdo de un pasado que se torno victoria en la expresión sincera del triunfo de la verdad. Algunos críticos como Alberto Barasoain juzgan que con este poema debiera haber cerrado Quevedo el poemario y no con el XXIII al que se emparentó temáticamente. Sin embargo, eso no resta nada al valor de sus versos.




Final

A la luz de lo dicho hasta aquí se puede afirmar que los poemas de fray Luis a Pedro Portocarrero responden a diferentes circunstancias. La oda II es un elogio a la virtud del protector y a la vez un encomio al éxito de Portocarrero en su elección como regente de Galicia y su actividad civilizadora en esa región. La XXII es una defensa de la paz y un consejo a la vida contemplativa a partir del episodio bélico de las Alpujarras. La oda XV es el grito liberador de su tragedia inquisitorial y la exaltación de la verdad y la justicia, a las que identifica con su amigo Portocarrero.

Poéticamente, y dentro de la regularidad métrica de la estrofa lira en fray Luis, sorprende que las tres odas a Portocarrero tengan cada una de ellas variedad estrófica a pesar de mantenerse en los versos heptasílabos y endecasílabos. Estas tres odas no son las mejores de fray Luis. Son poemas dignos, aunque de circunstancias, y quizá pequen a veces de cierta frialdad didáctica y moralizante, pero no se olvide que se los envía un religioso a un obispo. No hay en ellos una absoluta modernidad temática o una dimensión mística como la que se halla en la «Noche serena», «A Francisco de Salinas» o «A Felipe Ruiz». Sin embargo, ellos son un documento intransferible del cariño y del respeto que fray Luis tuvo siempre por Pedro Portocarrero. Estos poemas prueban la visión ejemplar del que fuera obispo de Calahorra y la gratitud de fray Luis para con su protector. Sólo así se puede equilibrar en fray Luis la condición de excelente poeta con una bondadosa humanidad y agradecimiento, mucho más allá del carácter austero y huraño con el que a menudo se le ha presentado.






Obras citadas

  • Alarcos Llorach, Emilio, «La oda "Virtud, hija del cielo" de Luis de León», Archivum 27-28 (1977-78): 5-15.
  • Alarcos Llorach, Emilio, «"No siempre es poderosa" de Luis de León», Academia literatura renacentista, I. Fray Luis de León, Universidad de Salamanca, Salamanca 1981 pp. 11-22.
  • Alarcos Llorach, Emilio, «Tres odas de Luis de León», Archivum, 31-32 (1981-82), pp. 19-63.
  • Aldea, R., Marín, T., Vives, T. (comp.), Diccionario de historia eclesiástica de España, Madrid, 1972.
  • Alonso, Dámaso, «Fray Luis en la "Dedicatoria" de sus poesías: desdoblamiento y ocultación de personalidad», Obras completas, Gredos, Madrid, 1973, vol. II, pp. 843-868.
  • Arango y Escanden, Alejandro, Fray Luis de León; ensayo histórico, Imprenta de Andrade y Escalante, México, 1866.
  • Barasoain, Alberto, Fray Luis de León, Júcar, Madrid, 1973.
  • Bell, Aubrey F.G., Luis de León. Un estudio del Renacimiento español, Araluce, Barcelona, 1927.
  • Coster, Adolphe, «Luis de León (1528-1591)», Revue Hispanique, LIII (1921), 468 pp. y LIV (1922), 346 pp.
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