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ArribaAbajoEl antipatriotismo

El día que no se practique la guerra, se habrá debilitado la idea de patria. Tendremos siempre razones de matar o de morir, pero la patria habrá dejado de ser una de ellas, y en la perspectiva de la conciencia habrá pasado al segundo término. Respetar la vida propia y la ajena en absoluto, creer que nada vale la pena de sacrificarla, sería una irremediable degradación de la humanidad. Sería perder el vivificante contacto con la muerte. Declarar a la muerte inoportuna por esencia, declararla mala y enemiga, sería cegar las más profundas fuentes de perfección. No se suprimirá, pues, la guerra por sensiblería de mujer que se desmaya si ve sangre, sino en virtud de un razonamiento trascendentalmente utilitario. Acabará la guerra como empezó y se hizo en la historia: virilmente. La diosa patria, lo mismo que los demás dioses, caerá, cae, bajo el peso sutil de la crítica. El antimilitarismo es la forma actual del antipatriotismo. Se empieza a comprender que la guerra es un pésimo negocio social, y la patria una firma de crédito ficticio.

Las armas se han vuelto demasiado eficaces. Que perezcan por millones los soldados, y se despilfarre por miles de millones el tesoro público, aparecerá cada vez con mayor evidencia, sea cualquiera de los combatientes el que triunfe, una pérdida inevitable y necia para los dos y para el resto de la colectividad, un acto demente. Antes no lo era. Antes la guerra servía para abrir el comercio, mezclar y equilibrar las razas, arraigar los ideales religiosos, preparar la cultura; hoy la imprenta, el ferrocarril, el vapor y el teléfono hacen eso mucho mejor. Antes era la guerra algo previsto y habitual, un oficio casi apacible, de pocos riesgos y de aceptables rendimientos para los enganchados. Hoy, ya ruinosa por sus preparativos en tiempo de paz, se manifiesta como un cataclismo más propio de las épocas primitivas de la geología humana que de la delicada, precisa y compleja organización moderna.

Es claro que este sentimiento de perjuicio, de asunto equivocado, de quiebra ineludible, no afecta primero a los generales que huyen el cuerpo y se engríen con cintajos, ni a los proveedores del ejército y de la armada, ni a los banqueros que lucran en la bolsa de la matanza y de las noticias impostoras, ni al enjambre de piratas de peor estofa que viven de los cadáveres y de la desolación como los buitres. Son la minoría. Los convencidos, los que a la fuerza ven claro, son los desposeídos y arreados al matadero, los que nada sacan de la siniestra rapiña, los que sin   —144→   esperanza de botín, sin bella visión de la batalla ni divinidad que desde los cielos les ayude, van a que les machaquen la carne en el fondo de un agujero innoble, aplastados por las masas de metal que les envía una maquinaria invisible. Éstos son la mayoría. Éstos van siendo los mayores.

Si no fuera por las bayonetas con que aún les podéis picar las espaldas, ¿con qué argumentos les arrancaríais a su tranquilo trabajo? ¿A qué concepto, a qué emoción apelaríais?

-La patria lo quiere -le diríais tal vez.

-¿Qué es la patria? -preguntará el proletario-. ¿Es el templo? Está vacío. ¿Es la ciencia? No tiene fronteras. ¿Es la fortuna? Suele estar del otro lado de los mares. ¿Es mi linaje? Las castas se confunden pacíficamente. ¿Es la tierra? No es mía. No eres tú mi compatriota, sino el proletario de la nación vecina. Deseáis mi vida para salvar no la patria, que habéis inventado, sino vuestra propiedad.

«Soy francés, porque han escrito mi nombre en un papel. Me dices que Alemania me ha insultado, que debo vengarme. Si no me lo dijeras, nada sabría. Os habrán insultado a vosotros. Vengaos con vuestros propios recursos. No exijáis que defendamos vuestros bolsillos, repletos del oro que nos quitáis. Nuestros intereses no son comunes. ¿Y qué es Alemania? No hay Alemania, no hay más que alemanes. No sé qué alemanes me han insultado, pero estoy cierto de que no ha sido ninguno de los millones que como yo aran el campo en que ni siquiera nos enterrarán. ¿Que vienen, que invaden el país? ¡Pobres hermanos nuestros en esclavitud! Vienen espoleados por el terror, y aterrado marcharé yo contra ellos».

Hervé, el famoso antimilitarista francés, se ha levantado en el último congreso socialista de Stuttgart, y ha exclamado sencillamente: «Nuestra patria es nuestra clase; no hay patria más que para las gentes que comen bien».

¿Qué contestar? ¿Qué hacer? Lo de costumbre, meter en la cárcel a Hervé de cuando en cuando, y apedrearle desde la prensa conservadora. Entretanto, como las sectas nacientes se nutren de la persecución, los conscriptos escupen la bandera en los cuarteles y los regimientos desertan cuando se les manda hacer fuego sobre los ciudadanos.

La segunda conferencia de La Haya ha fracasado lastimosamente, como era de prever ante su programa más reducido y cobarde que el de la primera. Un Hervé no fracasa. En primer lugar no está solo; además   —145→   es un hombre. No llegaremos a la violencia de lenguaje de Quelch, que ha dicho: «La conferencia de La Haya es una asamblea capitalista... reunión de ladrones y de bandidos. No tiene otro objeto que ponerse de acuerdo para buscar los medios de reducir los gastos de sus robos y bandolerías». Reconozcamos, no obstante, que los apreciables delegados son ricos, es decir, insensibles; han empleado la existencia en pelear, intrigar, lucirse en los salones. No tienen noción de las verdaderas necesidades modernas; no sospechan las corrientes subterráneas que empujan a un Hervé. No son hombres, son correctos muñecos. No harán jamás nada. Los que lo harán todo son los humildes que protestan. La modificación de la idea de patria y la paz universal constituyen una revolución extraordinaria. Como todas las revoluciones irresistibles, vendrá de muy abajo.

[EL DIARIO, 14 de noviembre de 1907]




ArribaAbajoEl anticristo

Según la estimable profecía de San Malaquías nos quedan -si mal no recuerdo- dos o tres Papas solamente después de Pío X. El siglo XX será el fin del mundo, y es probable que el Anticristo haya nacido ya. Noticias de Rusia nos hacen creer que nació en Chahileff -telegramas posteriores comunican Mohileff- y que fue asesinado a los dos años. Cuarenta campesinos, en efecto, se pusieron de acuerdo contra un niño de esa edad, acusado de perder las cosechas. No podía ser otro que el Anticristo; su mismo padre estaba convencido de ello, y consintió en el crimen. Los tribunales han absuelto a todos menos al instigador.

Se mencionan la justicia divina y la humana, lo cual es demasiado simple; hay muchas justicias divinas, puesto que hay muchos dioses; y muchas justicias humanas: la francesa, la sajona, la turca, la china... la de los viejos y la de los jóvenes. Si ejecutáis un acto a la derecha de un río, os ahorcarán; si lo ejecutáis a la izquierda, os darán la cruz de la legión de honor. La iglesia infalible quemó ayer a Juana de Arco; hoy la canoniza. Se es santo o hereje por razones locales. En el tenebroso drama de Chahileff -o de Mohileff- obró la justicia rusa de 1909, una justicia enderezada a castigar las iniciativas, sean las que fueren, y a perdonar las obediencias gregarias, aunque lleven el rebaño a la más negra   —146→   bestialidad. Treinta y nueve idiotas obedecieron y mataron; el padre del Anticristo consumó lo que había comenzado el buen Abraham. Paz a ellos y guerra al que fue visitado por la idea, al que reveló las causas ocultas. Lo que no se tolera en Rusia -ni en tantas académicas regiones- es la imaginación.

¿Era indispensable una imaginación excesiva, preguntaréis, para atribuir las malas cosechas a un niño de dos años, y para ver en él al Anticristo? Cuando la ciencia calla, los profetas truenan. Los sabios no se explican las malas cosechas, puesto que no se explican por qué cambia el tiempo, ni son capaces de asegurar si mañana lloverá, o refrescará, o venteará, o lo contrario. Desde hace centuria y media un ejército de observadores infatigables toma día y noche, en miles de puntos esparcidos sobre el haz de la tierra, presiones humeantes y temperaturas. De esa mole abrumadora de números no se ha sacado nada decisivo en limpio; de ese caos de diagramas no se ha destacado la curva única; sello de la ley. Estamos como en la época de los caldeos; nos consta que en verano hace más calor que en invierno, pare usted de contar: los meteorólogos siguen midiendo y apuntando. Si se les objeta que acaso no haya ley en la vida de los aires, se encogen de hombros y toman a su vasto tejer y destejer. ¡Ah! Su fe es robusta. «Esperad un poco, nos dicen, la ley aparecerá». ¿Un poco? ¿Cuánto? Los que necesitan comer diariamente a dos carrillos el pan de la evidencia, los que pretenden vivir antes de morirse, no esperan con tanta resignación. Detrás de los granizos, las heladas y los huracanes, están Satanás, Gog, Magog, y el Anticristo. Algo claro, contundente y poético.

¿El anticristo, ese niño de dos años? ¿Quién sabe cuándo se empieza a ser Anticristo? Los niños son maravillosos, sobre todo mientras no han aprendido a hablar; su carne pura conoce tal vez lo venidero; su grasa es principal ingrediente de las brujerías; dícese que su sangre cura la lepra. Cristo era ya un milagro antes de que la luz lo besara. Cristo, Anticristo; Anticristo, Cristo; si hemos sacrificado al uno, imagen de la inocencia ¿nos enfureceremos con los que han sacrificado al otro? Quizá era inocente también... Jehová exigía corderos perfectos, corderos sin mancha para el holocausto. Siempre que los hombres se convierten en fieras, una divinidad siniestra los preside. ¿Cómo descubrieron los asesinos al Anticristo en su víctima? No os imaginéis que el niño era un monstruo, no; un monstruo entre monstruos se hubiera salvado. Sin duda era bello como una flor; sin duda, sus ojos venían del paraíso y ponían en torno de   —147→   él una caricia sobrenatural. La madre, miserable esclava, habrá pensado: «No es posible que mis entrañas de dolor hayan engendrado un ángel. Un mensajero tan divino tiene que ser el demonio», y las cosechas se perdieron, y los patriarcas de la tribu degollaron al niño.

¡Santa Rusia! Fuiste ortodoxa y absolviste. ¿Acaso no te dedicas tú a la misma tarea, a matar Anticristos? Pero el Anticristo es intangible. Zar, te pasará lo que a Herodes; todo sucumbirá a tus furias menos el Elegido, y tu hacha, lejos de herirle, le allanará el secreto sendero hasta tu trono. Cuando suene la hora, un puñal sin manos escribirá sobre tu pecho la sentencia ignorada.

[LA RAZÓN, 19 de julio de 1909]




ArribaAbajoEl revólver

La campaña, donde el hombre aislado no dispone de otra energía que la suya propia, exige el uso del revólver para relacionarse con los bandidos y con las fieras. Son allí oportunos igualmente los instintos primitivos que, como la crueldad y la astucia, encerramos todos en cantidad distinta, y envidiable también la finura puramente animal del oído y del olfato.

Cuando se formaron grandes centros, en que a la natural placidez de las costumbres se añadieron la cortesía inherente al juego social y el establecimiento de la policía y de los juzgados, se debió esperar que el revólver sería sólo indispensable a los viajeros, a los comisionistas, a los exploradores, a los miembros del ejército y de la marina y a los asesinos.

No resultó así. Cada cual lleva por nuestras calles cinco vidas ajenas en un bolsillo del pantalón. El estudiante, el empleado inofensivo no podrán comprarse un reloj, pero sí un revólver. Los jóvenes chic dejan en el guardarropa de los bailes su Smith al lado del clac. Señores maduros van con una artillería de maridos engañados o de conspiradores a leer al club su periódico preferido. Abogados, médicos y quizá ministros de Dios se arman cuidadosamente al salir de su casa. Se respira un ambiente trágico. Se codean héroes.

Mezclado familiarmente con la existencia diaria, el revólver es el remate de las disputas, un gesto casi legítimo, un argumento, y sirve para poner con balas los puntos sobre las íes.

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Se le respeta tanto más cuanto que rara vez hiere a quien apunta. Su mérito consiste en que es torpe como la Providencia, y en que convierte una cuestión particular en un riesgo público. Este instrumento loco, dócil a la fugitiva presión de un dedo, es el que prefieren los impulsivos, el favorito de las mujeres y de los incapaces de dar una bofetada. Según se ha dicho profundamente, iguala a los adversarios. Entrega la fuerza, la salud y el equilibrio al espasmo histérico de un enclenque.

Tiene otras ventajas. Amenaza perpetua, mantiene el miedo entre los ciudadanos. La razón calla para que no la ametrallen. La calumnia, segura de no ser agredida, corre al aire libre. Las polémicas periodísticas se transforman en prudentes colecciones de insultos a distancia. El jurado se enternece con el revólver, y arregla benévolamente los casos desgraciados. Así se conserva una pacífica depresión moral.

Creo que hay disposiciones contra las armas de fuego. Pero el rigor de las leyes reside en su cumplimiento, y no en la letra. Los tribunales respetan el derecho de propiedad, que se confunde, por lo que atañe al revólver, con el derecho a que nos fusilen.

[LOS SUCESOS, 21 de octubre de 1905]




ArribaAbajoLa nueva religión

El siglo es ateo, pero lleva camino de creyente como ninguno. Hay que pensar muy por encima para creer realmente vacío ese cielo donde vivieron Venus Urania y el divino verbo, y en donde no hemos dejado más que distancias y números. Al asesinar los dioses no se ha tocado la fe. Estamos en la aurora de una religión nueva, con sus milagros y sus sacerdotes, sus mártires y sus inquisidores, de una religión que nos toma en la cuna, reglamenta nuestra vida y nuestra moral, legisla sobre nuestra muerte y comienza a prometernos una extraña inmortalidad.

Nuestro amor, nuestra esperanza, nuestro consuelo, todos los sentimientos que engañan la debilidad y la incertidumbre, dándonos la ilusión de ser la honda cuando somos la piedra, están puestos en la impenetrable realidad que nos circunda, en la sombra de donde emergen una a una las divinidades amigas del hombre. El hombre ha aprendido en esa realidad muda hasta hoy que el inmenso porvenir está de par en   —149→   par abierto para él. Viene de la oscuridad, pero marcha a la luz, y nada puede detenerlo. No ha sido lanzado del Paraíso, pero está construyéndolo como dueño y señor futuro. No es hijo de Dios, pero va a ser Dios. Su fe, cansada de errar por todos los firmamentos y de arrastrarse ante todos los altares y de prostituirse ante todos los monstruos, ensangrentada de tantos sacrificios inútiles, manchada de tantos crímenes, traicionada y desengañada, vuelve a la fuente viva de donde verdaderamente no había salido, al corazón que no se cansa de creer y de esperar. El hombre por fin cree y espera en sí mismo; como San Ignacio de Loyola, dice que «ha nacido para salvarse», mas quiere ser su propio salvador, y escribe al frente de cada edificio y de cada libro: «Hágase mi voluntad en la tierra».

Creemos en la ciencia. Mediante ella, que es la expresión de nuestro esfuerzo, hemos arrancado a la Esfinge el óleo sanador de enfermedades horribles, hemos gritado el «levántate, Lázaro» a espectros desposados con la muerte, y es ella lo que las madres adoran en la frente del médico inclinada sobre un niño que sufre; mediante ella volamos sobre los continentes, con las alas y el aliento del vapor, como ángeles anunciadores, y marchamos sobre las aguas como el apóstol; mediante ella lanzamos nuestro pensamiento, como una buena nueva, por los hilos del telégrafo, prolongación de nuestros nervios; mediante ella hacemos el eterno milagro de suprimir la distancia y el tiempo, y de multiplicar el alimento y la vida. Hemos ascendido a las desoladas alturas del espacio, y hemos bajado también a las entrañas de la tierra, donde el hierro y el oro esperaban nuestro advenimiento. La imprenta predica cada día los signos de la redención, y las masas de los desheredados piden la palabra y la enseñanza. El obrero reclama pan al azar, pero también instrucción. La escuela es el templo. Ya no se espera la salvación más que de los gabinetes y de los laboratorios, claustros donde la divinidad se manifiesta a sus elegidos. Allí se sacrifica el pensamiento y a veces la sangre. Se experimenta en los hospitales sobre víctimas amordazadas por el cloroformo; el sabio busca la felicidad, como el salvaje, entre entrañas descuartizadas. Él mismo se inmola. Exploradores se suicidan en el Polo. Un émulo de Santos Dumont se despeña. Fournier se inocula la sífilis. El ofrecimiento de Abraham es aceptado.

Estamos convencidos de que el Universo es nuestro cómplice, de que jamás encontraremos en el fondo de una retorta nada que nos disminuya. El maná es inagotable, y el abismo se abrirá para dejarnos paso. Sin   —150→   esa fe la ciencia sería imposible. Para hacer algo hay que estar seguros de poder conseguirlo todo. ¿Cuándo hubo más fe que ahora? «El descubrimiento de una inesperada propiedad de la materia, dice Maeterlinck, análoga a la que acaba de revelar las desconcertantes virtudes del radio, puede conducimos directamente a las fuentes mismas de la energía y de la vida de los astros; desde ese momento la suerte del hombre cambiaría, y la tierra, definitivamente salvada, se haría eterna. A voluntad nuestra, se acercaría o se alejaría de los focos de calor y de luz, huiría de los soles envejecidos y buscaría fluidos, fuerzas y vidas insospechadas en la órbita de mundos vírgenes e inacabables».

Esa fe impone una moral, una higiene que tiene sus fanáticos. El célebre Wells desarrolla un programa que equivale a las tablas de la ley de la religión nueva. Así como los judíos reglamentaban sus nacimientos, así la ciencia dispondrá del amor y de la vida, conformándolos a un plan inexorable. La raza humana se someterá a una selección científica. «Hay que poner a raya la procreación de tipos bajos y serviles, de almas pusilánimes y cobardes, de todo lo que es mezquino, feo y bestial en el alma, en el cuerpo o en las costumbres del hombre». ¡Terrible circuncisión de la especie! En esa inquisición de existencias increadas ¿dónde se detendrá la ciencia? Wells responde: «Hace falta llamar a la muerte en auxilio de la humanidad».

Esa ciencia, sentada al lado de nuestra cuna vacía aún, hace retroceder a la vejez y desafía a las tumbas como el Cristo. Metchnikoff declara que morimos a causa de una especie de parasitismo, de una flora microbiana, cuyos efectos se pueden combatir, alargando la vida y aliviándonos de los achaques de la senectud. Y la inmortalidad, suprema ambición del pensamiento, empieza otra vez a dejar de ser un absurdo33.

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ArribaAbajoMáscaras

El carnaval no muere. Necesitamos los latinos, todos los años, algunos días de abandono, en que no hacemos quizá locuras, aunque podríamos hacerlas; una rápida estación de libertad. Necesitamos periódicamente evadirnos de nuestras convenciones, miedos y manías sociales; borrar el «usted» y la mesura y la prudencia del lenguaje; desfigurar las vestiduras y las costumbres; volcar una abigarrada paleta sobre los grises tonos cotidianos y quebrar una ola de gritos sobre el runrún monótono de la existencia. Necesitamos descansar un instante de nuestras pesadas armaduras y costas; desnudarnos y olvidar. Pero, incapaces de huir hacia arriba, huimos hacia abajo; incapaces de salvarnos por el lado sublime de nuestra naturaleza, nos escurrimos por el lado grotesco.

Nos disfrazamos. Nos ponemos, como dice Shakespeare, «una máscara sobre otra», no para ocultar nuestros pensamientos, sino para libertarlos. Debajo de las máscaras de cartón soltamos disimuladamente la máscara de nuestro rostro, la auténtica, la que nos duele. El antifaz es el escudo; detrás de él desenvainamos la clara espada de la certidumbre. El antifaz nos permite dar bromas terribles a los amigos. ¿Qué broma más terrible que la verdad? Nos enmascaramos igual que muchos se emborrachan para volver a la verdad, para clamarla en medio de la calle o para murmurarla a un oído, siquiera una vez cada doce meses.

Confiesa Flaubert en sus cartas que no se miraba nunca en el espejo sin estallar de risa. Risa amarga de genio romántico ante su efigie exterior de solterón burgués. ¡Triste suerte la de no parecemos a nosotros mismos, la de encerrar nuestros hermosos sueños en una carne «desmayada y baja!». ¡Ya que es preciso gastarnos, suspira el poeta, gastémonos noblemente! ¿Cómo gastarse noblemente? ¿Cómo gastarse noblemente en el seno de una sociedad innoble? ¿Cómo adquirir, en el caos, la belleza de las ruinas, la altiva languidez del pasado heroico? Al esculpir nuestro espíritu en los rasgos de nuestra fisonomía, esculpimos nuestro egoísmo y nuestro terror y nuestros vicios crecientes. Artistas del mal con nostalgias del bien, apenas asoma a nuestra faz un resplandor fugitivo del ideal imposible; en ella, en la máscara horrible de las caras marchitas, retratamos todas nuestras cobardías y desilusiones olvidadas. Máscara cruel que revela lo despreciable y esconde lo santo.

¡Gastarse noblemente! ¿Quién lo sabe? La máscara de la vejez lo niega, de esa vejez que no perdona a los más grandes, a los más   —152→   generosos, vejez idéntica a la que anticipan la agitación del juego, la llama del alcohol y la disolución de la lujuria. Una ráfaga de misterio refresca la juventud en flor; lanzaos al combate con el más elevado de los designios en el alma, y pronto sentiréis la repugnante intrusa mancharos y arañaros el cuerpo, y la piel resquebrajarse como el lodo resecado. La sonrisa del triunfo ahondará vuestras lúgubres arrugas. Gladiadores de la luz, veréis una sucia sombra devorar vuestras frentes. Acabar y desvanecerse no es nada; lo intolerable es acabar en lo repulsivo, desvanecerse en la podredumbre.

¡Vejez, máscara siniestra de la muerte! El Universo inhábil no acierta a crear lo inmortal. El destino se ensaya; somos en sus manos flechas sin empuje bastante; estamos condenados a inclinarnos y a ir a la tierra. ¿Por qué no disociamos en gloria, al estilo de las moléculas que estallan, por qué no arder en la altura semejantes a los astros en conflagración, por qué, ya que hay que hundirnos en la noche, no desaparecen los mejores de los nuestros en un espasmo ardiente y puro? No; son todavía necesarios el asco y la náusea. La fealdad pegajosa de las agonías es el cansancio del mundo.

Máscaras de la muerte y de la vida ¿quién os descubrirá? ¿Quién medirá lo que debemos esperar o temer? ¿Quién os perseguirá por los caminos de tinieblas? Hemos dado algunos pasos, y hemos caído de rodillas en la ribera. Más allá, la negrura a donde no alcanzan los ojos ni los lamentos.

Disfracémonos. Por ridícula o espantosa que sea la careta, nos aliviará. Nos figuraremos que nos quitan la otra.

[LOS SUCESOS, 14 de febrero de 1907]




ArribaAbajoEl prójimo

Sin el prójimo, no nos daríamos cuenta de todo lo profunda que es nuestra soledad.

La naturaleza nos concede más íntima compañía que nuestros hermanos; es más piadosa con nuestras ilusiones. Nos deja hablar a solas y, a veces, nos devuelve el deseado eco de nuestros gemidos. Quizá por estar tan lejos de nosotros en la muchedumbre de sus formas extrañas, quizá por haber entre nosotros y ella una inmensidad vacía,   —153→   consiguen nuestros sueños frágiles sostenerse en paz sobre el abismo sereno y puede nuestra sombra alargarse sin obstáculo. Así acompañaba Dios a los padres del yermo, y a Robinson en su isla, y se posaba el genio sobre el aeda de Guernesey. Pero los hombres se tapan unos a otros. Son demasiado semejantes, notas contiguas que disuenan. La sociedad anonada las armonías en germen. Cada cual se siente enterrado vivo por su prójimo.

La teoría de Pitágoras, para las almas geométricas, es un lazo social. Imaginan comunicar con Marte una noche, encendiendo sobre alguna planicie sahárica las líneas de la clásica figura. No es lo difícil comunicar con Marte, sino con el prójimo. Queda la palabra, las pobres palabras manoseadas por todos los siglos, prostituidas a todos los usos, las palabras apagadas y marchitas, las que cualquiera comprende y no son de nadie. Sirven para las almas parches, que porque retumban se figuran que existen. Existir es un secreto. Pensar es amordazarse. ¿Cómo hemos de comunicar lo nuestro, lo que nos distingue? No se comunica sino lo que es común.

Tragedia incomparable la de millones de seres sedientos de imposible, condenados entre sí a estrecharse y desgarrarse sin poseerse nunca. Frutos prisioneros de una cáscara dura como el diamante y opaca como el plomo, sólo por su muerte abierta y rota. No es, el puñal, ganzúa suficiente para la misteriosa puerta. No hay audacia que despegue la máscara del rostro desconocido: juntos los arranca el negro zarpazo final que nos espera. Si no hubiera más que miedo, ira y odio en la comunidad, aún habría esperanza de unirnos al prójimo: inventaríamos el amor y la misericordia. Y no hay esperanza: la piedad insulta; después del delirio que aprieta contra nuestro seno carne tibia y adorada, comprendemos que la barrera está en pie, que nos ha acariciado la esfinge sin cesar de ser esfinge, y que los gestos de la pasión son gestos de rabia. El rayo del amor ilumina la hondura del hueco jamás cruzado. Tristeza de los gritos inútiles, de los aldabonazos sin respuesta, de las ofrendas ajadas en los umbrales del cerrado templo.

En las partes de nuestra estrecha cárcel están pintados el movimiento y la vida; sendas que huyen al horizonte sin fin, y el azul de los mares y de los cielos. En las paredes de nuestro calabozo está pintada la libertad.

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ArribaAbajoEl vulgo y el genio

Dice Cuvier que la especie es una «colección de individuos, que se parecen tanto más entre ellos cuanto menos se parecen a todos los otros, y cuya posteridad es indefinidamente fecunda».

Así los hombres forman una especie porque se parecen más entre sí que a otros animales, y porque son indefinidamente fecundos, sobre todo los que no consiguen alimentar a su prole. Dentro de la especie humana, y atendiendo a los rasgos espirituales, no es difícil definir una subespecie o variedad compuesta de aquellos que entre sí se parecen mucho más que a «los otros». Esta variedad es el vulgo, casi universal, y de fecundidad extraordinaria. «Los otros», que cuando tuvieron suerte fueron llamados profetas, héroes, genios, son ejemplares rarísimos, se parecen poco entre sí, y no se reproducen.

La omnipotencia del vulgo es evidente. A él pertenecen casi todos los pobres, casi todos los siervos, casi todos los ignorantes, casi todos los ricos, casi todos los reyes y casi todos los sabios. El vulgo, donde tantos talentos brillan, es la masa ancha, larga y profunda que todo lo llena; es el material humano. Ninguna revolución suprimirá el vulgo. Ningún destino se cumplirá sin él.

En cambio el genio es débil. ¿Qué hace el vulgo? Repetirse; se hizo legión por repetirse. ¿Qué hace el genio? Empezar; camina solo. La muerte ve reaparecer en el vulgo las generaciones que le quita; nada puede contra él, mientras que el genio no tiene hijos ni padres; nace del abismo y en el abismo se hunde. El vulgo queda; el genio pasa.

Paso inexplicado; es un monstruo siempre diverso, inesperado siempre, semilla solitaria de formas desconocidas, caída de otros mundos, al azar de los siglos. Los hombres le han creído descendiente ya de Dios, ya del Diablo; ya le han juzgado malhechor, ya loco. La ciencia de ahora procura igualmente asimilar el genio a la manía y a la degeneración; jamás lo ha contemplado de cerca e ignora que tan distante está del juicio como de la demencia, y de la virtud como del crimen. No sabe todavía que el genio no es humano.

El genio trae lo nuevo, o sea el desorden. Es el intruso de la historia. Mueve los cimientos, agrieta los muros, dispersa las ideas, estorba los intereses. Amenaza la paz del pensamiento y la de los instintos. En su presencia el poderoso teme perder el poderío, y el esclavo, la esclavitud.

El genio es el enemigo común. Se le olfatea, se le descubre y se le caza. Es una bestia mitológica, extraviada en el inmenso corral. A veces   —155→   hurta una espada, y juega con los pueblos, pero por lo general indefenso y desnudo, pronto se le deshonra, se le encarcela, se le atormenta y se le ejecuta. La especie se defiende. Otras veces el genio oculta su lepra, y nadie la adivina; otras, la disfraza -Dante- y deja que el futuro sospeche. No le es fácil huir, y menos curarse.

Acorralado y difunto, se le devora. Vivo, es el terror, mas su carne muerta suele aprovecharse. Sus restos se vulgarizan, o lo que es igual, se humanizan. No nos nutrimos del genio, cuyo único testigo es él, sino de su cadáver. Doscientos años se rieron a carcajadas del libro más melancólico de la tierra, el Quijote, y de Jesús venimos a parar a Pío X.

Si Galileo nos visitara hoy, tal vez nos contentaríamos con domesticarle. La física es amiga de las armas y del oro, y hemos aprendido a considerarla útil.

[EL DIARIO, 25 de abril de 1908]




ArribaAbajoLa guerra

La guerra instala al hombre. Para instalarse, para crecer y purificarse, la vida necesita matar; no es hacedero vivir sino a costa de los que viven, y los que deben morir, cumplen, mediante la muerte, su misión de vida. Toda vitalidad poderosa y concentrada es una medida justa de dolor y de muerte. El más suave y perfecto poema tiene un origen despiadado. Pensad en el fatal esplendor conque la Victoria de Samotracia bate el ritmo celeste de sus alas de mármol, los siglos de matanza, de espanto y de tortura que engendraron la Grecia. La transparencia delicada del genio es, como la del cristal, hija del fuego que ilumina y destruye.

Guerra, fiesta de la crueldad: decid aniquilamiento de la crueldad. Esos horrores empapados en el sudor de la angustia desaparecen al realizarse. Se manifiestan como sombras de pesadilla sobre el muro inmenso de las cosas. Existían dentro de los cráneos, y al salir se coagularon con la sangre de los vencidos y se inmovilizaron para siempre. Son los cerebros los verdaderos campos de batalla, y cuando los gestos silenciosos de la ferocidad oculta rompen el dique y pasan del espíritu a la carne, el espíritu, libre de monstruos, reposa en la serenidad y en la belleza. La muerte es vida, y la guerra es paz.

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Atilas, escultores de la humanidad, vuestro cincel es el hacha; arquitectos de razas, amáis la sangre con que se cementan los pueblos futuros. Alucinados de arte ciclópeo, arrojáis afuera las tempestades que se mueven dentro de vuestra alma desordenada y demasiado estrecha. Soltáis la interna ola delirante. Lo mismo que vuestros hermanos los escultores de la idea, os desprendéis del sobrante agitado de vuestro ser, y recibís la certidumbre del equilibrio. Mas, ¿cómo juzgar, por los residuos que el cincel abate, la hermosura de la estatua invisible?

Porque sólo existe lo invisible. Para no desvanecernos, hemos de asirnos a lo invisible que en nosotros queda, a lo invisible que palpita dentro y más allá de lo que vemos. Todo lo demás es máscara y cartón, cadáveres y restos de la guerra. Las llanuras y los cielos acribillados de sol no son sino también tinieblas cruzadas por la vida. Si lo invisible es uno, si lo invisible es Dios, no se hizo perfecto mientras no lanzó a la nada, por un acto de guerra, el universo inútil. Y por la guerra se sigue separando lo esencial de lo vano: guerra de los átomos que crió el plasma; guerra de las células que crió el animal; guerra de los instintos que hace surgir en la conciencia, sobre los dragones expirantes, bañado en congoja y desgarrado por el triunfo, el sentimiento de la piedad.

[EL DIARIO, 11 de diciembre de 1907]




ArribaAbajoInmoralidad de los exámenes

No es lo peor que los exámenes sean neciamente inútiles, sino que sean inmorales, que se monte un complicado mecanismo y se gaste un dinero precioso en corromper a la juventud.

En primer lugar, el resultado de un examen es cuestión de suerte. Se sube o se baja la nota según el paciente soporte un número limitado de preguntas dirigidas al azar. Notemos que en cuanto deja el profesor de interrogar a ciegas, es decir, cuando hace de abogado, o de fiscal, y especula sobre lo que le contestará su víctima, se sale de lo equitativo y favorece o perjudica a los demás alumnos, tratados de otro modo. En el caso más decente, pues, cuando el juez no cede a recomendaciones, ni a personales simpatías o antipatías, ni al buen o mal humor de la digestión reciente, ni al cansancio de la jornada, sólo queda al acusado la defensa del azar. Injusticia o azar; es el juicio de Dios.

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Como coronación de sus tareas del año, el estudiante, al ser armado caballero provisorio del saber, encuentra en su persona confirmada la ciencia por medio de un sorteo, cuando es precisamente la más alta misión de la ciencia combatir el azar, rechazarlo, ahuyentarlo, desterrarlo en lo posible del humano horizonte. Acoger y amar el azar, llamarlo, explotarlo, será siempre un suicidio de la razón y hábito propio de fracasados, aventureros y tahures. Cosa grotesca: la geometría, por ejemplo, el álgebra, el conjunto de las más rigurosas y fecundas leyes intelectuales, cortado en cincuenta o cien trozos, con una cifra pegada sobre cada uno, para sortearlos con pedante ceremonia. ¡La mesa de examen es una mesa de juego, y no se comprende por qué no hay código contra ella, ya que lo hay contra la ruleta y contra la baraja!

Esta lotería pedagógica conduce a la impostura. Tres señores, sin más datos confesables que los que la casualidad les proporciona en algunos minutos, firman un documento donde consta su descarada, absoluta e inexorable opinión, precisa hasta el matiz sobre el total de los conocimientos del candidato en una materia. Por mucho que semejante farsa, impuesta por la costumbre, prepare el ánimo de los jóvenes a la farsa más peligrosa de los tribunales de justicia, legítimo es lamentarnos de verla pomposamente practicada por los mismos encargados de incular la sinceridad austera sin la que son estériles los esfuerzos del sabio. ¿Qué respeto, qué consideración conservarán los discípulos hacia el maestro, cuando, después de un año de culto a la verdad y al orden, le contemplen juguete del azar y cómplice de la mentira? Ningún respeto, y además ninguna fe. Perdida la confianza moral, se pierden todas las confianzas. Si se empieza a dudar de la rectitud del hombre cuyo oficio es enseñar, se acabará declarándole ignorante, falsificador no sólo de la justicia, sino de la ciencia, que no puede ser injusta. Es que lo inmoral no consiste en que todavía estemos sujetos grandemente al negro azar, y en que muchos de nuestros hermanos sean servidores de la iniquidad y del engaño, sino en nuestra actitud ante ello. Lo inmoral no es que exista el mal, sino cederle. Lo inmoral es recibirlo, instalarlo en nuestro corazón y glorificarlo públicamente, como hacen los exámenes.

Todo está unido. La aparentemente pequeña inmoralidad que estoy analizando deriva de una inmoralidad mayor. El sistema de enseñanza entero es inmoral. No se debe permitir que el Estado, cuyo único objeto es reprimir la violencia y hacer cumplir los contratos, se meta a criar una casta especial de dómines y los imponga al pueblo. En los colegios y en   —158→   las universidades, establecimientos burocráticos, condenados a la misma carcoma rutinaria e intrigante que el ministerio de que dependen, es imposible profesar ni aprender dignamente la ciencia. El gobierno es conservador; la ciencia, revolucionaria y su peor enemigo. La ciencia estará siempre detenida y desfigurada por el artefacto administrativo, que no anda si no le untan manos culpables. Un diploma no es más que una patente de resignación, o un premio al desparpajo, a la memoria y a la charlatanería. Al terminar su carrera oficial, esmaltada de saineterías de seminario y ayudada por habilidades de político, habrá de volver a comenzarla por su cuenta, y en serio, el honrado ciudadano a quien repugne abusar del terrible poder social que le confiere la marca que en el anca lleva. Porque es así: no se tolera que se venga un puente abajo, como ha ocurrido hace poco en Ponts de Cé, sin que un título sellado legalice la ineptitud del profesional. El mismo requisito ha sido necesario para que entre nosotros se haya envenenado con ácido fénico a los enfermos, y se le haya abierto el vientre, creyéndolo ocupado por un tumor, a una mujer encinta.

¡Qué lentitud en barrer esos restos sacramentales de un pasado teológico! ¿Acaso exigimos a un zapatero, a un sastre, diplomas universitarios? ¿Corremos por ello riesgo alguno de ir desnudos o descalzos por la calle? Lo esencial es que hagan buena ropa, buenos botines, en lo que no hay trampa. Las profesiones han de probarse por sus obras, como las virtudes, y han de emanciparse del vergonzoso monopolio gubernamental, forzosamente envenenado por el virus político. El privilegio doctoral ha de suprimirse como han ido suprimiéndose los demás privilegios. Significativo es que las empresas ferrocarrileras, industriales, bancarias, organismos enormes y complejos cuya dirección supone excepcionales dotes, se confíen a particulares desprovistos de toda estampilla al dorso, pero no de su historia de obreros útiles. Hace ya siglos que las energías creadoras se han apartado de la mohosa maquinaria académica. Pasteur, renovador de la medicina, no era médico. Quintón, que la renueva ahora, tampoco. Sabido es que en arte no se avanza sin dar un puntapié al dogma catedrático del momento. Y no hablemos de los inventores mecánicos de nuestra época, que sin haber saludado al magister de texto han cambiado la faz del mundo.

Sí; la enseñanza en uso es inmoral porque no es libre, y los exámenes, ruedecita de ese equivocado engranaje, tenían que funcionar mal y ser también inmorales. ¿Remedio? Abolirlos. ¿Cómo? Muy sencillo.   —159→   Para que haya exámenes es preciso por lo menos el alumno. Pues bien, abolir los alumnos. Huelga de estudiantes. Trabajar mucho todo el año, y al llegar el interrogatorio inquisitorial, buenas noches. Algo resultaría.

[EL DIARIO, 18 de noviembre de 1907]




ArribaAbajoReflexiones religiosas

He asistido al templo el Viernes Santo. Quería ver muchachas, y escuchar la palabra de Dios. Sospecho que yo no era el único a quien agradaba flirtear en esa visita de pésame a la sagrada familia. El amor se insinúa por las grietas de los sepulcros, y palpita en la lívida claridad de los fantasmas y se mueve con las alas de los ángeles. Se acomoda a cualquier decoración y lugar. No pierde su encantadora virtud al pie de los altares, entre vagos vapores de incienso, y a la luz temblorosa de los cirios. Noté que las muchachas conservaban la fatal belleza que hizo temibles a Eva, a Lucrecia Borgia y a la Otero. Bajo los mantos azules o blancos lucían misteriosamente delicados perfiles, se bajaban suavemente largas y misteriosas pestañas. Eran ellas, es decir, las eternamente jóvenes. El que había envejecido era Dios, que por la boca del predicador no nos comunicaba más que desmayadas vaciedades.

Recordé que, según Anatole France, el catolicismo es la forma más elegante del descreimiento. La procesión salió de la iglesia. Anochecía, y una lluvia fina engrisaba el ambiente. Detrás de las imágenes, balanceadas sobre el mar de cabezas, el pueblo gemía y rezaba. Junto a mi pasó una vieja, abandonada al torrente humano y al fuego de la fe. Su rostro era doblemente antiguo. Por sus mejillas áridas, surcadas por las hondas heridas del tiempo, descendían lentamente aquellas lágrimas que pintaban los sombríos monjes de la Edad Media con colores cuya composición se ha perdido, y que quedan como veladuras tenaces en los retablos italianos. En su garganta sarmentosa vibraba un estertor fanático, y sus dedos se clavaban unos en otros para no dejar escapar a Cristo. Comprendí que el pueblo no es elegante, y que se permite ser creyente. Comprendí también que los elegantes de otras épocas fueron descreídos como lo son ahora y lo serán siempre. Pero no por eso, ¡oh Anatolio inmortal!, admiro menos tu ironía sublime.

[ROJO Y AZUL, 22 de abril de 1906]



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ArribaAbajoLa torre de marfil

Lástima es que se metan a escribir los que no saben, y mayor lástima que abandonen la pluma los que podrían con fruto manejarla. El inepto, a fuerza de trabajar, se hace menos inepto. A fuerza de caminar, aunque sea a ciegas, algo alcanza. Los tropezones le guían; los fracasos le enseñan, y en todo caso, resta el recurso de no leerle y de negarle la circulación y el aliento. Pero el talento ocioso disminuye, y no hay defensa contra los daños que causa su esterilidad. El necio charlatán nos fastidia; el sabio que calla, nos roba.

Estos avaros de su inteligencia, estos traidores a su fama, se dividen en dos clases. Los unos pretextan que el oficio de las letras es criadero de pobres, y prefieren lucrar en un rincón. Con tal de cenar, renunciarían a concluir el Quijote. Los otros, enredados en su pureza, dicen que se preparan, que aún es tiempo, y que de no producir cosas notables, mejor es no producir cosa alguna.

La defección de los primeros no es tan calamitosa como la de los segundos. Debemos desconfiar de los que no estiman bastante su carrera. Entre escribir y ser ricos, eligieron ser ricos. Demostraron que no merecían ser escritores. Nacieron verdaderamente para picar pleitos o para vender porotos o, lo que es peor, para mandar. No lloremos demasiado la fuga de los infieles al arte que se acomodan con el destino de un Rotschild, y llamemos a la torre de marfil donde se encierran los indecisos:

-¡Salid! Perfumemos los pies en el rocío de los campos. Descubramos lo que el monte oculta. Viajemos.

-Nuestra torre es muy bella.

-No hay cárcel bella.

-Estamos cerca del cielo.

-¿De qué os servirá lanzar al cielo vuestra simiente, si no cae a tierra? Sólo la humilde tierra es fecunda.

-El polvo nos asfixia. El pataleo de la plebe nos da asco. El sudor de la soldadesca hiede. La realidad mancha y aflige: es fea.

-Porque no sois bastante agudos para penetrar su hermosura. El mundo os abruma, porque no sois bastante fuertes para transformarlo. Os parece oscuro y triste, porque sois antorchas apagadas.

-En cambio, nos entregamos al maravilloso resplandor de nuestros sueños.

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-¿Qué valen vuestros sueños, si no los comunicáis? Hacedlos universales y los haréis verídicos. Mientras los guardéis para vosotros, los tendremos por falsos.

-Nuestras ideas solitarias baten sus alas en el silencio.

-Ideas de plomo, incapaces de marchar diez pasos. Alas de gallina. De los muros de vuestra torre de marfil, nada se desprende, nada parte. Decoráis vuestro egoísmo: bostezáis con elegancia. Complicáis vuestra inutilidad. Prisioneros del humo de vuestra pipa, confundís la filosofía con la toilette, el genio con la pulcritud. Tomáis la timidez por el buen gusto; envejecéis satisfechos de vuestros modales. Alejados de la ciudad, nadie os busca, porque nadie os necesita. Sois muy distinguidos: os distingue vuestra debilidad. Desdeñáis, pero ya se os ha olvidado.

-El presente nos rechaza tal vez, por no doblegarnos a sus exigentes miserias. Nos refugiamos en el pasado. Somos los eruditos de la tumba. En nuestras salas, vagan los tintes tenues de los venerables tapices. La claridad discreta de las lámparas de bronce arranca un noble relámpago sombrío a las armaduras milanesas, y en la paz nocturna sólo se oye el pasar de las rígidas hojas de pergamino bajo nuestros dedos pálidos, donde brilla un sobrio y denso sello antiguo.

-Os refugiáis en el pasado, como muertos que sois. Si estuvierais vivos, os refugiaríais en el porvenir. Desenterrad en buena hora, mas no cadáveres. Resucitad a los difuntos o dejadlos tranquilos. ¿Para qué traer su podre al sol? Ya que tanto afán tenéis de frecuentarlos, id vosotros a ellos: huid a la región de eterna sombra. Mas si os decidís a vivir con nosotros, vivid de veras, no en simulacro; vivid en vida y no en muerte. Respirad el aire de combate común y empezad vuestra propia obra.

-La queremos perfecta. La perfección a que aspiramos nos paraliza. Apenas trazamos una línea, nos detenemos, porque la reputamos indigna de nuestro ideal. Lo perfecto o nada.

-¡Suicidas! Lo primero y lo último y lo perfecto es vivir. Esa perfección es una forma del egoísmo. Ansiáis lo perfecto, es decir, lo acabado, lo intangible, aquello en que nadie colabora ya, aquello a que nadie llega, lo que aparte y humilla, lo que os eleva y aísla, el mármol impecable y frío, la torre de marfil. Por aparecer perfectos según vuestros patrones del minuto, os inutilizáis y mentís. Atentáis a la secreta armonía de vuestro ser, destruís en vosotros y alrededor de vosotros, la misteriosa, exquisita, salvaje belleza de la vida.

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Sobre lo perfecto está lo imperfecto. Sobre la augusta serenidad de las estatuas, hay que poner nuestros espasmos y nuestros sollozos y nuestras muecas de criaturas efímeras. Lavad vuestra alma, encontradla y dadla toda entera, con sus grandezas y con sus bajezas, con sus fulgores sublimes y con sus tinieblas opacas, con sus cobardías y hasta con sus monstruosidades. Libertaos de vosotros mismos y os salvaréis y nos salvaréis a nosotros. Habréis aumentado la sinceridad y la luz del universo. Abrid la mano del todo, ¡oh sembradores! Que no quede en ella un solo germen.

[EL DIARIO, 10 de enero de 1908]




ArribaAbajoPolémicas

Toda polémica es en el fondo una cuestión personal. Pretender que combatan las ideas sin que al mismo tiempo choquen sus envolturas vivas, las personas, es pretender lo imposible. Por eso las polémicas, muy significativas como síntoma moral, son casi siempre estériles para la ciencia o el arte. Una mordaza es mucho más útil que la razón para tapar bocas. Al defender una tesis abstracta se suele defender la ambición propia o sencillamente el pan. No hay argumentos contra la vida.

Es cierto que existen asuntos prácticamente inatacables, y que una polémica sobre ellos puede provocarla tan sólo la ignorancia. En estos casos poco frecuentes resultan fijadas y explicadas nociones fundamentales, de adquisición provechosa para el vulgo. Al capítulo de las excepciones deben ir también las polémicas matemáticas. Quizá el hábito de definir con precisión las palabras, así como el uso uniforme del análisis, influyan en que tales contiendas sean fecundas. Poisson derrotó al partido de Lagrange; las opiniones de Abel triunfaron sobre las de Wronski, y de una reciente y ruidosa polémica surgió consagrado el nuevo concepto del transfinito. Los matemáticos, por otra parte, parecen gente apacible y sensata; algunos llevaron su plácida distracción hasta el extremo de asombrar a sus compañeros mismos. El bueno de Ampère tomaba las traseras de los coches de punto por sendos pizarrones. Sacaba la tiza del bolsillo y las cubría de cálculos indescifrables. Si el vehículo se ponía en movimiento, Ampère echaba a correr detrás de sus fórmulas   —163→   ante el público estupefacto. Ampère no era polemista temible. Las rivalidades más rabiosas, según observa justamente Bourget, son -¿quién lo diría?- las rivalidades entre músicos.

Siempre que se trate de cuestiones directa o indirectamente sociales, sobre todo cuestiones de historia, de religión, de política, las polémicas no prueban nada sino el odio de los polemistas. Cada cual ve a su modo y habla a su manera. Hay para cada hombre un punto de vista y un lenguaje. Este lenguaje y este punto de vista, deformables continuamente, se falsean y desfiguran por la pasión. Lo que se evita a toda costa es un acuerdo. Se aborrece y se teme la verdad, que al establecer el hecho suprime a las personas. El ruido de las disputas no sube a las regiones de la ciencia y del arte verdaderos.

En cambio, las polémicas nos descubren el corazón y los nervios de un individuo, de una ciudad, de una nación entera. Lo discutido queda en la sombra. Los intereses de los discutidores salen a la luz del día. La polémica es siempre un precioso documento histórico.

He aquí por qué estudiamos hoy las herejías de los primeros siglos cristianos, aunque no nos quite el sueño la sustanciación del Verbo; he aquí por qué leemos apasionadamente las Provinciales, aunque nos hagan sonreír las teorías jansenistas; he aquí por qué se manoseará durante largo tiempo el asunto Dreyfus, aunque la inocencia real del judío no interese más que a las niñas románticas.

Es comprensible el ardor con que se declara la guerra a los grandes hombres, apenas asoman a lo lejos. El instinto social no se engaña. Traen con ellos lo desconocido, la fuerza incalculable que volcará los ídolos y arrancará las columnas. Los intereses amenazados se coligan, y rodean al coloso. Es pedante, es oscuro, es decadente. Se le sitia por hambre. El genio calla y produce. Siente que toda esa furia desencadenada es el eco de su energía interior. Se acostumbraba a los ataques como después se acostumbrará a la adulación, y los echa de menos cuando el odio y la envidia comienzan a ceder. Berlioz, al ser aplaudido por fin, duda amargamente de su talento; también exclamaba el orador pagano, al estallido de la ovación: «... ¿qué? ¿Has dejado escapar alguna necedad?».

[EL DIARIO, 9 de junio de 1910]



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ArribaAbajoVacuna

«Scire est mensurare», decía Képler. Saber es medir. De Képler acá, el desarrollo de las ciencias ha hecho cada vez más axiomático el aforismo. «Si sabéis medir aquello de que habláis, dice lord Kelvin, y expresarlo por medio de una cifra, algo sabéis de vuestro asunto». El cuerpo de una ciencia que merece el nombre de tal es un conjunto de medidas, una estadística suficiente, y cuando la ley probable nos reproduce los números de la observación con un error más pequeño que el imputado a los instrumentos, la ciencia es exacta. La mecánica celeste entera, casi toda la física y gran parte de la química son exactas. En cambio, casi toda la medicina es empírica y conjetural. La medicina sólo pasa por ciencia a los ojos de los que, ignorando las matemáticas aplicadas, no tienen concepto alguno de lo que la ciencia es. El médico mide la temperatura, la presión arterial, los coeficientes respiratorios; hay una energética fisiológica, una química de nutrición, un ensayo de una química de la infección y de la inmunidad; hay un bosquejo de una electrotecnia del sistema nervioso... es indiscutible. Pero lo que el médico mide es todavía insignificante; islotes cuantitativos en medio del mar cualitativo, es decir, en medio de lo que aún está lejos de ser ciencia. El médico, habitualmente, nada en pleno azar. No le culpéis; el organismo humano es mucho más complicado y misterioso que el firmamento; por eso la astronomía es más perfecta que la fisiología, y más pobre. En lo perfecto hay siempre un fondo limitado y simple. No culpéis tampoco al médico de su anómala suficiencia; la sugestión es una terapéutica apreciable, y esa piadosa farsa sacerdotal le permite consolar y aliviar al que sufre.

¿Debemos vacunarnos? He aquí, a mi entender, una cuestión de pura simpatía. Para fijar científicamente el valor de la vacuna sería necesaria una estadística, quimérica por lo enorme. ¿Y cómo separar de la influencia vaccínica la de los factores higiénicos? Si pretendiéramos conocer los efectos a largo plazo, en lo que respecta a inferiorización del terreno fisiológico, la estadística -mejor dicho el censo- llegaría a lo descomunal. Apenas el milésimo de los datos posibles obra en nuestras manos. Lo positivo es que también los vacunados se enferman de viruela y mueren. Sin embargo, la vacuna quizá sea útil. No nos está prohibido creer en ella; lo que nos está prohibido es creer en ella de una manera científica. Se trata de una creencia religiosa. Esta seudo-verdad ha durado un siglo. Es   —165→   bastante vida para un dogma tan menudo. Aunque fuera verdad, debe eclipsarse. Sería una verdad mal comprendida, aislada de la investigación corriente, tal vez por no haberse obtenido hasta la fecha el microbio variólico, una verdad estéril por haber sido descubierta sin motivos y aceptada sin esfuerzo, una verdad desacreditada por su triunfo y que, si vale la pena, volveremos a descubrir más tarde.

En la legítima contienda entre vacunistas y antivacunistas, de la cual hemos de felicitarnos -la unanimidad, ha dicho Gourmont, es una cosa triste- los antivacunistas me inspiran confianza porque son pocos. Las certidumbres nuevas, como el sol naciente, brillan en una minoría de cumbres, a veces en una sola. Cuando el buque se acerca a tierra, no es la multitud de a bordo quien la ve primero, sino el vigía solitario en su mástil. Estos herejes de la vacuna son simpáticos. Lo son tanto más, cuanto que se ha deliberado sobre si convenía hacerles callar a la fuerza. Entonces ha parecido evidente que tenían razón.

Ciertos argumentos suyos, no obstante, carecen de solidez. «La vacuna obligatoria, dicen, es un disparate, porque una persona sana no constituye peligro». Pero si la vacuna inmuniza realmente contra la viruela, claro está que los vacunados son menos peligrosos que los no vacunados. No contagian hoy, mas contagiarán mañana. Se aísla a los variolosos, no por los contagios que han producido ya, sino por los que han de producir. El peligro y las medidas para evitarlo, se refieren a un futuro remoto o próximo. Matamos o encarcelamos a los criminales con el fin de que no nos perjudiquen más. El crimen ejecutado no tiene importancia, puesto que no tiene remedio. La reincidencia presunta es lo que justifica nuestra represión. Los delincuentes son castigados por los delitos que no han cometido, como serían vacunados por la viruela que no habrían nunca de padecer.

La evaluación del peligro público y del derecho que asiste a los gobiernos para vulnerar en beneficio común la libertad individual, depende de mil matices mentales. Supongo que esta época de pesado materialismo -en que el prosaico Samuel Smiles es un apóstol etéreo- atribuye definitiva trascendencia a la salud. Si a la inmensa mayoría de los hombres de nuestro siglo se les ofreciera, con las enfermedades correspondientes, el genio de Lucrecio o de Pascal, lo rechazarían indignados.

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ArribaAbajoLos médicos

¿De qué viven los médicos? De los enfermos. El hecho es conocido, pero no solemos sacar sus evidentes consecuencias. Lejos de recompensar a los médicos por la cantidad de salud que gracias a ellos, o a pesar de ellos, pueda haber en el mundo, se les recompensa en razón de la cantidad de enfermedad que revisan. Sumad los dolores, las angustias y las agonías de la carne humana en los países civilizados a lo occidental, y previa una simple proporción, deduciréis lo que se abona a los médicos. El interés de todo médico es que haya enfermos, cuantos más mejor, como el interés de todo abogado es que haya gentes de mala fe y de mal humor, enredadores, tercos y tramposos. La lealtad de los corazones y el sentimiento de lo justo acabarían con los pleitos. También la higiene privada es para los médicos una epidemia.

Si constituyesen un gremio de moralidad media; si fueran hombres parecidos a los demás, correríamos grave riesgo. Cada cual provoca en el ambiente que le envuelve las transformaciones favorables a su existencia: el comerciante acapara, el periodista inventa, el político intriga, el banquero hace correr noticias, falsas o no, que ayuden a sus planes. Al médico le conviene que haya enfermos: es extraordinario que no procure producirlos. La medicina, incapaz de curar, no lo es de enfermar. Nada más sencillo que descomponer un aparato, por mucho que ignoremos su mecanismo. Pues bien, mientras los bolsistas urden la miseria y la desesperación de familias inocentes, y los empresarios industriales restablecen sobre la tierra una esclavitud peor que la otra, los médicos, según todas las probabilidades, renuncian al semihomicidio lucrativo. Si empeoran el estado de sus clientes es -fenómeno curioso- de un modo involuntario.

Les somos, a priori, grandemente deudores de que, en general, se abstengan de intervenir demasiado en sus asuntos. Les hemos de estar muy agradecidos de que se mantengan en su papel de espectadores a veces poco afortunados. ¿Y quién tiene la culpa de nuestra situación desairada? Nosotros mismos. ¿En virtud de qué razonamiento de topos hemos resuelto pagarles por visita? Ningún técnico es empleado a jornal; se le ajusta el precio de una obra concluida satisfactoriamente, y ¡ay del ingeniero a quien se le cae el viaducto, o del contador a quien no le salen las cuentas! Era de sentido común convenir los honorarios en el caso único de la curación. Un campesino muy avaro tenía a su mujer en cama   —167→   desde hacía dos meses, y acosado por los vecinos, se decidió a llamar al doctor:

-Que me la cure o que me la mate, le he de pagar peso sobre peso. La vieja falleció, y a poco, apareció el galeno a saldar su cuenta.

-¿La mató usted? -preguntó el aldeano.

-¡Qué locura! Dios dispuso de lo que era suyo.

-¿La curó usted?

-Desgraciadamente, no.

-Pues, entonces, no le debo nada.

Una medida de pública defensa sería publicar al lado de cada defunción acaecida en el día, el nombre del médico. Se cuenta que uno de los judíos más ricos del mercado francés comenzó a poner en práctica esta idea, utilizando la cuarta plana de un pequeño diario que arrendó no se sabe dónde, cuando no poseía un centavo aún. Chantaje tan ingenuo fue la base de su fortuna. La verdad es que se abre sumario ante una desgracia por imprudencia, ante un accidente complicado en esas muertes que con deliciosa ironía denominamos naturales. El problema es el salvoconducto del asesinado.

La objeción esencial al «control» consiste en que la ciencia es impotente para establecerlo. Ninguna persona medianamente ilustrada o que haya visto de cerca trabajar a los médicos, se hará ilusiones sobre los vagos recursos del azaroso arte de sanar. Un resfrío, media docena de granos, una jaqueca, he aquí problemas terribles. Oímos, sin extrañarnos, que a los mejores facultativos se les mueren seguidos los enfermos, y que principiantes salvan a moribundos desahuciados por eminencias. No pasa mes sin que se renueven las teorías en curso. Los sistemas menos razonables encuentran éxito. Ignorantes iluminados enarbolan procedimientos estrafalarios, reúnen millares de dolientes y hasta los curan. Lo más conveniente para los enfermos que quieran gastar una cierta suma en la experiencia, es recorrer los consultorios, apuntar lo ocurrido en cada uno y comparar las anotaciones. ¿Quién, ante el estado rudimentario de la fisiología y de la terapéutica, tiene derecho de acusar a un médico por torpe o criminal?

¿Será prudente adquirir en unas cuantas semanas las escasas nociones reconocidamente útiles que arroja la medicina moderna, y no acudir jamás a los médicos? Esto sería quizá lógico, pero, indudablemente, poco humano. Necesitamos la fe. Siempre, el que viene a tocar las llagas es el santo milagroso. Siempre se escuchan las palabras de   —168→   consuelo. Si el médico no fuera sino un sabio, estaría perdido. Es un mago, un sacerdote. Trae los sacramentos en las botellas y frascos donde los boticarios sin conciencia vierten sus innumerables porquerías. El médico es el enviado de la providencia. Su función es sobre todo religiosa.

La medicina, en su acción social, tan diferente de la quirúrgica, se aparta de la ciencia y seguirá apartándose mucho tiempo. Durante mucho tiempo, los discípulos de Pasteur, que no era médico, lucharán en la soledad del laboratorio, antes que desaparezcan los actuales curanderos perfeccionados y sugestionadores a la moda. Y aquellos fanáticos de la certidumbre que se acercan a los lechos de los hospitales, no llevan la piedad en la boca y la indecisión en el alma, sino la fiera curiosidad en los ojos y la muerte en las manos. Van a violar el enigma, a sacrificar a sabiendas un cuerpo dolorido, para ensayar la nueva hipótesis, la nueva sustancia. Delincuentes sublimes, roban la vida presente, como el amor, para cimentar la vida futura.

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ArribaAbajoExámenes

Es cosa de preguntarse si los señores del tribunal, según la frase clásica, toman en serio su papel, y pretenden quedar enterados, al cabo de un cuarto de hora, de lo que un alumno recuerda y comprende. He aquí un pobre niño que comparece como un reo ante el aparato risible para nosotros, pero imponente para él, de todas las justicias terrestres y divinas: tres magistrados, o más, a cuyos rostros se pega la severidad de lo omnipotente y de lo infalible, y de quienes depende la muerte o la vida, porque un año es un buen pedazo de nuestra existencia. El delito de asistir a los absurdos establecimientos de la enseñanza burocrática merece la penitencia del banquillo fatal, pero no es ese muchacho asustado el que debe sufrirla. Ahí está, torturando su memoria, implorando la amabilidad del azar. ¡Oh!, no se dirigirán a su inteligencia, a su imaginación, a sus ideas felices ante una cuestión práctica, natural, humana, que pida la elasticidad y no la inercia de su espíritu, no. Le exigirán la innoble faena de desembuchar, si la suerte le ayuda y el terror no le paraliza, algo de los millares de palabras sin sentido que devoró durante las últimas noches en vela, espoleado por la prueba próxima; le   —169→   exigirán un cerebro bastante blando, bastante pasivo, bastante resignado para que los tipos de imprenta, al modo del hierro candente en el anca de la res, hayan dejado auténtica la marca del dueño; le exigirán que sea fonógrafo, y si funciona bien, los señores del tribunal firmarán que el fonógrafo sabe matemáticas, historia, química, literatura.

¡Farsa curiosa! Si a alguien le interesara sinceramente conocer hasta qué punto el alumno se ha incrustado el libro de texto, se acudiría al maestro encargado de la incrustación, el cual, en un largo curso de nueve o diez meses, puede mejor que nadie reunir los datos ad-hoc. Mas, ¿qué importa la cantidad de letras que el paciente engulla o no engulla? ¿Quién cree formalmente que en nuestros colegios se aprende algo? Quizá se aprende a ser profesor. Para el que conserva los sagrados principios administrativos, el colegio es una oficina donde se asciende. Para el que aspira a volver a la Naturaleza, a la realidad de que le ha separado el sucio charco de tinta, el almacén de signos muertos que los dómines amontonan; para el que busca las fuentes fecundas del mundo y de su propia conciencia, lo urgente es raspar la tiña contagiada en los bancos de escuela, olvidar los libracos elementales, pedantes y embusteros como ellos solos, enderezar la razón enviciada, sometida a una docilidad ignominiosa, cauterizar las llagas de pereza y deshonestidad intelectual adquiridas en clase, galvanizar la médula yerta y erguir el espinazo, resucitar la admiración y la curiosidad aletargadas al canturreo de las lecciones. Únicamente a contar del instante en que intentamos destruir la obra de la instrucción oficial, estamos seguros de aprovechar el tiempo.

Ahora, si se empeñan en perpetuar los dichosos exámenes, ¿por qué no encomendar a algunos hombres inteligentes el cuidado de proporcionarnos un breve diagnóstico psicológico? Levantar un acta, provisoria y somera sin duda, del carácter del niño, es mucho más útil que ocuparse de los ficticios resultados de una cultura académica perniciosa. Extracto del Journal des Economistes un ejemplo de sensatez: se trata del concurso de entrada en la escuela inglesa de los Naval Cadets. Hay un comité de interview compuesto de cuatro oficiales, que en un aposento aislado charlan sin ceremonia con el rapaz, haciéndolo reír para que se muestre desahogadamente tal cual es. Todo consiste en una conversación hábil que delate un entendimiento alerta y observador, una madera que promete. Se ha interrogado a los futuros marinos sobre el color de los cangrejos vivos y sobre si las vacas tienen los cuernos delante o detrás   —170→   de las orejas. Los catedráticos a patrón se burlarán de tal sistema; es probable que ellos mismos no acertarían a contestar.

Sin embargo, la salvación está en suprimir los exámenes, continuando después en la tarea de airear y desinfectar los cuarteles donde se mistifica y se corrompe a nuestros hijos. Hay que abrir todas las ventanas a la luz, al amor, a la verdad, a la alegría. Hay que arrancar las almas inocentes al odioso formulismo escribanesco. Hay que unir los libros a las cosas. Educarse es prepararse a la vida, y la vida ha cambiado. No es ya el latín y el griego la clave del saber. No nos atañen ya la teología ni la heráldica. Lo que nos preocupa existe de veras, nos acecha y nos amenaza; nuestro destino es luchar con obstáculos reales y con fuerzas sin piedad, no con sombras y leyendas. Por eso la ciencia que no está más que en el papel es mentira y es maldad, y nuestro deber, si no consiguiéramos mantener la ciencia en contacto y en fusión constantes con el Universo, sería aniquilarla.

Lippman, el célebre descubridor de la fotografía de los colores, ha hablado con su inmensa autoridad en el «Congreso para el adelanto de las ciencias» celebrado en Lyon hace poco. Ha protestado furiosamente contra los concursos, los textos, los programas, los exámenes. El asunto de su discurso era «Las relaciones entre la ciencia y la industria». En terreno tan de su competencia demostró el insigne físico que la instrucción pública francesa (modelo de la española y sudamericana) está fundada en conceptos chinos. El Estado es un perfecto mandarinato. Todo arranque individual sucumbe bajo la red terrible. Tragar su texto, asegurar su programa, salir de su examen, eso, en su mezquindad estéril, es el fin, el sueño, el ideal de las energías vírgenes de una nación.

Lo divertido es que el método es obligatorio. Como si no fuera el derecho a ignorar igualmente respetable, y tal vez basado en filosofía más sana que el derecho a instruirse, todavía se impone a lo delicado y puro de nuestro ser un procedimiento degradante. ¡Y pensar que la solicitud lamentable de los gobiernos se despliega en un planeta donde las tres cuartas partes de la humanidad están condenadas a una miseria espantosa, y donde diariamente centenares de personas perecen de hambre y desesperación!

[LOS SUCESOS, 20 de noviembre de 1906]



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ArribaAbajoLa violencia

Es natural a los jóvenes despreciar la muerte. Despreciar la muerte es despreciar la vida, y la vida de un joven es bagaje ligero. Cuando no hay un pasado sobre nuestros hombros, saltamos alegremente los precipicios. Edad embriagada en que medimos el mundo con nuestros sueños, y nos agitamos en la ilusión de acelerar el ritmo de las cosas y creemos que sólo es bello lo trágico, y sólo fecunda la lluvia de tempestad.

Más tarde nos reconciliamos con lo que dura, y nos reímos de nuestras pequeñas explosiones. Cierto que se encuentran hombres violentos hasta en la vejez; son precisamente los que hasta la vejez han sido inútiles y fastidiosos. Hay muchas maneras de no existir; una de ellas es el desorden. Violencia es desorden. Bonaparte: ejemplo de cómo una energía colosal puede volverse estéril. Los ciclones humanos se parecen a los de la naturaleza. Sus cataclismos son aparentes; sus ruinas, apenas ruinas. Su violencia fútil es impotente contra la primavera, porque deja intactas las raíces de la realidad. Sus iras son vanas; sus armas, de cartón pintado. Un Watt es el destino presente y en perpetua obra; un Bonaparte es el espectáculo; caído el telón, las gentes reanudan sus habituales tareas.

Lo verdadero se enlaza y consolida con lo verdadero, y lo falso con lo falso. La violencia, que es falsedad, nace fácilmente de los prejuicios y de las aberraciones sociales. Así el honor caballeresco exige la violencia. ¿No es absurdo hasta lo grotesco que dos personajes reputados por sus méritos, como ha ocurrido en Buenos Aires, presenten cada uno su vientre al pincho del otro? Este caso aparecerá ridículo en Inglaterra, donde se respeta la salud de los ciudadanos que sirven, y sublime en España, patria del honor caballeresco, y país poco creador y muy alejado de las corrientes modernas. Mas para hallar un pueblo que con burlona serenidad juzgara dignamente nuestras costumbres, sería preciso retroceder veintitrés siglos, y apelar a aquella Atenas por cuyas calles se paseaba el filósofo que, golpeado en la cara, se había contentado con poner debajo de la herida este letrero: «Fulano es el autor».

La violencia está tan incrustada aún en nuestros espíritus, que no nos extraña verla permitida y casi recomendada en el código. Al lado del razonable permiso de defendernos con la fuerza de los ataques de la fuerza, está el salvaje permiso de matar a nuestra esposa. No pudiendo enviar los padrinos a la que nos ha inferido una ofensa casi siempre   —172→   merecida, prescindimos de formalidades y la asesinamos si queremos. El escarnio público se convertirá en admiración. Muchos maridos aprietan el gatillo del revólver por «quedar bien».

¿Y el enternecimiento de los tribunales cuando se trata de crímenes de pasión? Los celos, la venganza inmediata, la ira, la lujuria, todo lo que destruye nuestra frágil civilización y nos confunde con las bestias feroces, la violencia, en fin, conmueve dulcemente a los señores del jurado. ¡Deben sentirse ellos mismos tan próximos a las bestias! En cambio serán implacables con los delitos complicados, ingeniosos y fríos, donde resplandecen el valor reposado y la inteligencia. Gracias a lo obtuso de las sentencias, aniquilarán organismos todavía aprovechables, y nos expondrán a la constante amenaza de los homicidas románticos.

[LOS SUCESOS, 21 de diciembre de 1906]




ArribaAbajoEnergías perdidas

Impotente para crear un átomo, para sacar de la nada el más débil de los esfuerzos, el hombre tiene el don sublime de organizar las energías que le rodean. Las obliga a ensanchar el reino de la inteligencia, a integrarse activamente en una concepción del mundo más y más alta; las obliga a humanizarse. Por encima de las flechas de las catedrales asoman las puntas de los pararrayos; mas guardémonos de reír: esto proclama que la centella ya no es de Dios. Del mismo modo que la energía química de los alimentos se transforma, al pasar por nuestra sustancia, en el más prodigioso conjunto de fenómenos, las energías naturales engendran, al pasar por los mecanismos humanos como pasa el viento por las cuerdas de un arpa, la armonía anunciadora del universo futuro. El ejército de las fuerzas humanizadas aumenta sin cesar, y rinde poco a poco al inmenso caos de lo desconocido. El hombre es el eje en torno del cual comienzan a girar las cosas, agrupándose en figuras imponentes y simbólicas. Estamos en el primer día del génesis, pero es nuestro espíritu, y no otro, el que flota sobre las aguas.

No obstante tan luminosas promesas, ¡cuán pequeño es lo que poseemos si lo comparamos con lo que todavía está por poseer! Las gemas han salido de sus antros para brillar sobre el cuerpo de las mujeres, y las rocas han abandonado su inmemorial asiento para convertirse en   —173→   viviendas humanas; el hierro, el carbón y el otro están con nosotros; mas, ¿qué es lo que conocemos del planeta? Hemos arañado en escasos puntos su epidermis, y nos abruma, casi intacto, su redondo y colosal misterio. Ignoramos los más formidables metales, las más extrañas materias. Si hoy nos desconcierta el radio, ¿qué no nos aturdirá mañana? ¿Qué es lo que sabemos de ese monstruoso ser que se estremece en los terremotos y respira por los cráteres? ¿Qué palabras no arrancaremos con el tiempo a la espantosa voz de los volcanes?

Desde el corazón de los montes va nuestra imaginación a la superficie de los mares, y nos asombramos del inútil y perenne batallar de las ondas. Sobre una extensión cinco veces mayor que la que cubren los continentes reunidos, no hay un metro de líquido que no suba, baje, se vuelque y palpite sin descanso. Y cuando el huracán se desata y su caprichosa energía se ha mudado en olas descomunales que se empinan marchando, preciso es aguardarlas en la costa, y verlas estallar contra los acantilados sombríos, haciendo temblar entre una tempestad de espuma las raíces de las montañas, para sentir lo incalculable de esta fuerza que se acaba a sí misma. Y como si no fuese bastante este derrochar sin freno, la blanca luna levanta diariamente hacia ella la masa de las aguas, en una aspiración gigantesca cuyo aliento no acertamos a aprovechar.

Toda la vida terrestre: brisas y ríos, selvas cerradas, praderas sin fin; la fiera que huye con oblicuo salto; el pájaro que teje su nido, y el insecto que zumba sobre la flor; los días, que cambian con las estaciones; las estaciones, que se matizan según los climas, y las razas humanas, que en ritmo impenetrable, sienten, piensan y se reproducen; todo lo que se mueve, luce y combate es para el sabio una forma del calor solar. Por eso, hemos de inducir las maravillas que se pierden en los desiertos calcinados de África, Asia y Australia, sobre cuyas arenas infecundas derrama el sol cada día sus ardientes cascadas de luz. Pero tal calor desaparecido, ¿qué es al lado del que fluye constantemente a través del espacio, precipitándose en la nada? Nuestro globo es un grano de polvo que brilla en el vacío; recoge una parcela de energía, mientras la casi totalidad se esparce en una inmensa circular oleada, que se debilita a medida que se abre, hasta desvanecerse en las orillas del infinito.

Soñemos con los soles inaccesibles, y soñemos también con otras energías: las que nos rozan sin vernos, o nos acarician y quizá nos matan, las innominadas habitantes de la sombra. Ayer ignorábamos que existía   —174→   la electricidad, esa alma de la materia. ¡Que todo lo que vamos descubriendo nos sirve de sonda para lo que aún ignoramos! No pretendamos envolver con los sentidos, pobre red de cinco hebras, la enigmática realidad. Los más nobles pensadores, despreciando el frívolo escepticismo de los que no ven más allá de su microscopio, escuchan con religioso silencio los pasos de la Idea, que viene acercándose, y lo esperan todo de lo que no nos ha engañado nunca.

Tengamos conciencia de nuestro destino. Alcemos nuestra ambición hasta tocar el firmamento con la frente. Que nuestra mano o nuestro pensamiento detenga la naturaleza que pasa. Mas no nos equivoquemos y creamos que nuestras armas son perfectas, y nosotros mismos, dignos enteramente de la lucha divina.

Corazones generosos laten bajo andrajos de mendigo. Talentos insignes agotan sus facultades en la miserable caza del pan. El genio muere desesperado o no nace. Los gérmenes sucumben. La mole de la imbecilidad y de la maldad generales es demasiado pesada. Antes de escalar el cielo y de encarcelar las energías del abismo, hay que libertar esas otras energías sagradas que sufren en el fondo de la sociedad. Es necesario que extiendan las alas, y que reinen sobre el mundo, como reina el espíritu sobre la carne, en aquellos que son algo más que carne. Entonces, miraremos las tinieblas cara a cara, y diremos:

«Somos la verdad».

[LA TARDE, 11 de marzo de 1905]




ArribaAbajoLa cortesía

Las construcciones primitivas encierran una enorme cantidad de materia inútil. Y las máquinas antiguas nos sorprenden por el derroche de trabajo malgastado. Son torpes y ruidosas. El progreso, más que en aumentar la energía total, reside en distribuirla mejor.

Sometidos a idéntica ley, los organismos vivos, al perfeccionarse, se vuelven más delicados, más nerviosos, más hábiles. El hombre verdaderamente fuerte tiene también la maña, que es la sabiduría del músculo, y los pueblos, como los hombres, evolucionan aprendiendo a economizar sus recursos naturales. Poco a poco, a medida que los fines se destacan, se decreta inmoral lo que no sirve, lo que disminuye el empuje total de   —175→   la raza. Cuando se sabe a dónde se va, se ve y se odia lo que estorba en el camino. Así el esfuerzo de la colectividad, orientado hacia el mismo punto, animado de la misma intención secreta, se sistematiza con la precisión y la armonía de una obra de arte.

La cortesía es el aceite que suaviza los frotamientos inevitables de la máquina social. Traduce energía utilizada. He aquí por qué aparece acompañando a la cultura de las naciones. Llega un momento en que se procura evitar los irritantes y estériles conflictos de la menuda existencia diaria. La exageración se revela lo que es: una debilidad. Entonces se deja definitivamente a los incurables bárbaros dar gritos, asestar puñetazos sobre las mesas y agitarse sin término y sin causa.

La cortesía, nacida de una necesidad presente, se ha ido convirtiendo, como tantas otras costumbres hermanas, en el símbolo de una necesidad futura, y la que representaba ayer medios de ahorrar un impulso fisiológico representado y sentimientos de solidaridad y de amor todavía irrealizables. Al cumplir las reglas mundanas afirmamos constantemente un ideal imposible. Las pasiones, bajo la elegancia y la serenidad de los modales, son más hondas y más despiadadas. Bajo la ornamentación de una cortesía uniforme, la irreductible ferocidad de la especie se hace más trágicamente bella.

Jamás parece tan admirable el valor como cuando está sometido a códigos caballerescos, porque sólo así surge esencialmente humano. Tal elemento estético resplandece en la famosa frase: ¡Messieurs les anglais, tirez les premiers!, y en los duelos cortesanos del gran siglo. Sacada de la vaina suntuosa por una mano enguantada de terciopelo, brilla la espada más poéticamente, al hendir el aire limpio de los jardines de Versalles.

Si delante del enemigo la cortesía es heroica, delante de la mujer es deliciosa, y sublime delante de la muerte. Al caer Metz en las garras de Moltke se encontraron los heridos de Canrobert y de Leboeuf casi sin cloroformo. Los alemanes no quisieron darlo. Cuenta un cirujano francés que los oficiales moribundos rehusaban su parte de anestésico, para ofrecerla a compañeros de armas que hubieran de soportar operaciones más dolorosas. A ese grado la cortesía transfigura la carne y reina sobre la fatalidad.

Vive y vivirá un libro sagrado, el Quijote, que es la epopeya de la cortesía. Las aventuras imaginadas por el mendigo español nos enseñan a no concebir empresa noble que no sea cortés, ni grosería que no sea insignificante. El tipo del ingenioso hidalgo, inaccesible al golpe de maza   —176→   del destino y a la puñalada de la risa, no encarna el pasado grotesco de la caballería andante, sino el porvenir luminoso que cambiará las palabras embusteras de la cortesía actual en hechos fecundos.

[EL DIARIO, 24 de junio de 1905]




ArribaAbajoEl retorno a la tierra

Confiemos en que un haz de energías ocultas converja por fin a la inagotable creadora que las aguarda con paciencia inmortal. Máquinas, ciencia, músculo, todo importa; pero más que todo, el amor, sin el cual el mundo es una tumba. Que nuestra huerta sea también un jardín. Que una bella historia habite en cada valle y cante en sus fuentes.

La enseñanza profunda del siglo XIX es la de nuestra identidad con la naturaleza. Hemos descubierto que los fenómenos físicos obedecen a leyes, es decir, a fórmulas intelectuales. La realidad se encaja en los moldes de la razón, como la llave en su cerradura. Pero no es sólo nuestra inteligencia la que, sobre la enorme y luminosa superficie del universo, se mezcla con su propia sangre, parecidamente a esos anchos árboles que hunden su follaje en los ríos, besando la sombra que tiembla sin cesar bajo las aguas; nuestra sensibilidad, nuestra carne perecedera y dolorosa se ha revelado hermana de la humilde carne de las bestias. La arquitectura de nuestros cuerpos se ha revelado la misma: el mismo nuestro oscuro origen y el juego de nuestros instintos; la misma, quizá, nuestra destinación misteriosa.

Los mitos artificiales y provisionales que se interponían entre la verdad y nuestro corazón, se han desvanecido. Nos hemos despedido de muchas fábulas delicadas, de muchas leyendas terribles: hemos renunciado a nuestro abolengo orgulloso y estéril. No somos ya hijos de los dioses. No está ya nuestra grandeza en el pasado, sino en el futuro. No es de arriba y de lejos de donde nos viene la vida, sino que nos envuelve, nos abraza, nos penetra. Semejantes a las plantas, sentimos las partes elevadas de nuestro ser besadas y agitadas por el viento libre, al tiempo que nuestras raíces, largas y tenaces, nos atan cada vez mejor a las tinieblas fecundas. Y he aquí por qué amamos la tierra más sólidamente, más lúcidamente, más humanamente.

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Fuera de las ciudades, se manifiesta la estructura natural de nuestro organismo, enervado y descastado por la lucha social. Aislado, el hombre se vuelve hombre verdaderamente. Ante la paz de los campos y el silencio puro de las noches, cae de nuestros rostros crispados la mueca ciudadana. El reposo consuela nuestras conciencias doloridas. Poco a poco, las costumbres suaves de la edad primera nos devuelven la serenidad. Consideramos sin espanto los eternos problemas que enloquecían a Hamlet. Aprendemos que el alma tiene también sus estaciones; desolados por el invierno, esperaremos en la graciosa primavera. Imitaremos a los sembrados de oro que ondulan al sol: sabremos revivir. El tronco añoso no cree nunca florecer por última vez. «Renovarse o morir» -dijo el poeta-. Pero ¿morir no es renovarse? Retornemos a la madre tierra.

[EL CÍVICO, 12 de setiembre de 1906]




ArribaAbajoLa patria y la escuela

El empeño de que los chiquillos adquieran sentimientos patrióticos en la escuela es tan bien intencionado como inútil.

Un profesor, por muchos himnos que haga entonar a sus alumnos, no les inculcará el amor a la patria; no existen procedimientos pedagógicos para eso, como no los hay para inculcar el amor a la familia. Las síntesis sentimentales no surgen en nosotros a fuerza de razonar, sino a fuerza de vivir. El amor a la familia nace del ambiente del hogar; el amor a la patria nace del ambiente colectivo; y el más sublime de los amores, el amor a la humanidad, nace del ambiente elevado que flota por encima de los siglos y de las fronteras.

Examine cada uno su remota niñez, busque lo que era para él entonces la idea de patria, y encontrará algo grotesco, cuando no el vacío. Es lo que ocurre con las ideas religiosas. Si poco a poco es retirado de la enseñanza lo que se refiere a los cultos, acabaremos por eliminar también de ella el culto patriótico. En la escuela no se debe adorar, sino comprender. Pero la verdad no tiene patria. No hay una manera patriótica de hacer multiplicaciones, de preparar el oxígeno ni de construir un muro, y si hay una geografía y una historia patriótica, es porque son falsas.

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El niño no puede retener del patriotismo lo bueno, es decir, lo piadoso y justo, lo altruista de la fórmula. Retiene lo malo, lo pintoresco, la hostilidad estúpida a cuanto está del otro lado de un río o de un poste; la ferocidad militar, los héroes despreciables que ensangrentaron el mundo; no retiene del patriotismo su entraña de amor, sino su entraña de odio.

Y a más la mentira, la convicción de que su país es el más perfecto de todos. Protestamos contra esos manuales de historia, cándidas mitologías a base de milagro patriótico. Que el hombre sepa cuándo le falta razón a su patria, para defender las patrias que la tienen, y evitar agresiones internacionales que son la vergüenza de nuestro tiempo, que sepa que no es el fanatismo quien engrandece las patrias modernas, sino el trabajo, y que no hablan a cada momento de la patria los que la engendran, sino los que la explotan.

Marchamos rápidamente a nuevas instituciones sociales, de carácter cosmopolita. Observamos ya que los problemas humanos más hondos han cambiado de índole. En vez de interesar a las nacionalidades o a las razas, interesan al conjunto de nuestra especie. Recordad cuántos prejuicios, cuántas sandeces, cuántos errores, inoculados por medio de la escuela, tuvimos que destruir en nosotros, para volvernos aptos a la lucha contemporánea. Seamos siempre menos dogmáticos con nuestros hijos; dejemos abierto su espíritu a las posibilidades que no somos capaces de comprender; no atemos las almas que vienen a la tierra; ¡desatémoslas! No nos interpongamos entre ellas y el divino futuro.

[EL NACIONAL, 27 de mayo de 1910]




ArribaAbajoGallinas

Mientras no poseí más que mi catre y mis libros, fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas y un gallo, y mi alma está perturbada.

La propiedad me ha hecho cruel. Siempre que compraba una gallina la ataba dos días a un árbol, para imponerle mi domicilio, destruyendo en su memoria frágil el amor a su antigua residencia. Remendé el cerco de mi patio, con el fin de evitar la evasión de mis aves, y la invasión de zorros de cuatro y dos pies. Me aislé, fortifiqué la frontera, tracé una línea diabólica entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías;   —179→   yo, dueño de mis gallinas, y los demás que podían quitármelas. Definí el delito. El mundo se llena para mí de presuntos ladrones, y por primera vez lancé del otro lado del cerco una mirada hostil.

Mi gallo era demasiado joven. El gallo del vecino saltó el cerco y se puso a hacer la corte a mis gallinas y a amargar la existencia de mi gallo. Despedí a pedradas el intruso, pero saltaban el cerco y aovaron en casa del vecino. Reclamé los huevos y mi vecino me aborreció. Desde entonces vi su cara sobre el cerco, su mirada inquisidora y hostil, idéntica a la mía. Sus pollos pasaban el cerco, y devoraban el maíz mojado que consagraba a los míos. Los pollos ajenos me parecieron criminales. Los perseguí, y cegado por la rabia maté uno. El vecino atribuyó una importancia enorme al atentado. No quiso aceptar una indemnización pecuniaria. Retiró gravemente el cadáver de su pollo, y en lugar de comérselo, se lo mostró a sus amigos, con lo cual empezó a circular por el pueblo la leyenda de mi brutalidad imperialista. Tuve que reforzar el cerco, aumentar la vigilancia, elevar, en una palabra, mi presupuesto de guerra. El vecino dispone de un perro decidido a todo; yo pienso adquirir un revólver.

¿Dónde está mi vieja tranquilidad? Estoy envenenado por la desconfianza y por el odio. El espíritu del mal se ha apoderado de mí. Antes era un hombre. Ahora soy un propietario...

[EL NACIONAL, 5 de julio de 1910]




ArribaAbajoGuaraní

Para algunos, el guaraní es la rémora. Se le atribuye el entorpecimiento del mecanismo intelectual y la dificultad que parece sentir la masa en adaptarse a los métodos de labor europeos. El argumento comúnmente presentado es que, correspondiendo a cada lengua una mentalidad que por decirlo así en ella se define y retrata y siendo el guaraní radicalmente distinto del castellano y demás idiomas arios, no sólo en el léxico, lo que no sería de tan grave importancia, sino en la construcción misma de las palabras y de las oraciones, ha de encontrar por esta causa, en el Paraguay, serios obstáculos la obra de la civilización. El remedio se deduce obvio: matar el guaraní. Atacando el habla se espera modificar la inteligencia. Enseñando una gramática europea al pueblo se espera europeizarlo.

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Que el guaraní es diferente del castellano, en su esencia, no se discute. Se trata de un lenguaje primitivo, en que las indicaciones abstractas escasean, en que la estructura lógica a que llegan las lenguas cultivadas no se destaca aún. El guaraní demuestra su condición primordial por su confusión, su riqueza profusa, la diversidad de giros y de acepciones, el desorden complicado en que se aglutinan términos nacidos casi siempre de una imitación ingenua de los fenómenos naturales. «Lejos de comenzar por lo simple, dice Renan, el espíritu humano comienza en realidad por lo complejo y lo obscuro». Vecino a la misteriosa inextricabilidad de la naturaleza, el guaraní varía de un lugar a otro, formando dialectos dentro de un dialecto que a su vez es uno de los innumerables del centro de Sudamérica. Nada sin duda más opuesto al castellano, hijo adulto y completo del universal latín.

Todo esto es un hecho, mas no un argumento. En Europa misma vemos que no son los distritos bilingües los más atrasados. Y no se crea que la segunda habla, la popular y familiar, en tales distritos usada, es siempre una variante de la otra, de la nacional y oficial. Vizcaya, región en que se practica un idioma tan alejado del español como el guaraní, es una provincia próspera y feliz. Algo parecido ocurre en los Pirineos franceses, en la Bretaña, en las regiones celtas de Inglaterra. Y si consideramos las comarcas en que es de uso corriente un dialecto de la lengua nacional nueva, sacamos una enseñanza, la de la tenacidad con que el lenguaje, por fácil que parezca su absorción en el seno de otro lenguaje más poderoso y próximo, perdura ante las influencias exteriores. Cataluña es un buen ejemplo de lo apuntado, y asimismo Provenza, cuya luminosa lengua ha sido regenerada y como replantada por el gran Mistral.

La historia nos revela que lo bilingüe no es una excepción, sino lo ordinario. Suele haber un idioma vulgar, matizado, irregular, propio a las expansiones sentimentales del pueblo y otro razonado, depurado, artificial, propio a las manifestaciones diplomáticas, científicas y literarias. Dos lenguas, emparentadas o no; una plebeya, otra sabia; una particular, otra extensa; una desordenada y libre, otra ordenada y retórica. Casi no hubo siglo ni país en que esto no se verificara.

Pobre idea se tiene del cerebro humano si se asegura que son para él incompatibles dos lenguajes. Contrariamente a lo que los enemigos del guaraní suponen, juzgo que el manejo simultáneo de ambos idiomas robustecerá y flexibilizará el entendimiento. Se toman por opuestas   —181→   cosas que quizá se completen. Que el castellano se aplique mejor a las relaciones de la cultura moderna, cuyo carácter es impersonal, general, dialéctico, ¿quién lo duda? Pero ¿no se aplicará mejor el guaraní a las relaciones individuales estéticas, religiosas, de esta raza y de esta tierra? Sin duda también. Los enamorados, los niños que por vez primera balbucean a sus madres, seguirán empleando el guaraní y harán perfectamente.

Se invoca la economía, la división del trabajo. Pues bien, en virtud de ellas se conservará el guaraní y se adoptará el castellano, cada cual para lo que es útil. Las necesidades mismas, el deseo y el provecho mayor o menor de la vida contemporánea regularán la futura ley de transformación y redistribución del guaraní. En cuanto a dirigir ese proceso por medio del Diario Oficial, ilusión es de políticos que jamás se han ocupado de filología. Tan hacedero es alterar una lengua por decreto como ensanchar el ángulo facial de los habitantes.

[ROJO Y AZUL, 3 de noviembre de 1907]




ArribaAbajoHerborizando

A fuerza de vivir en compañía de ellas, han podido los campesinos arrancar alguno de sus secretos a las plantas. Por distinto que parezca el mundo vegetal del mundo animal, hasta el punto de haberse inventado, para explicar la presencia de tan extraños seres en nuestro planeta, la curiosa hipótesis de gérmenes siderales traídos por aerolitos o piedras del cielo, ello es que algunas relaciones ya prácticas, ya simbólicas ha descubierto la ingenuidad de los pueblos entre el hombre y los más humildes organismos de la tierra.

Todas nuestras enfermedades tienen su remedio en las yerbas del campo. Esta verdad que la medicina no acepta, empeñándose en apelar a la química y a la bacteriología, lo saben los paraguayos no contaminados por la civilización. Para reconocer los medicamentos naturales, que crecen en los abiertos prados o en el misterio de las selvas, es indispensable el cándido corazón de los brujos, los curanderos y los locos. Ellos ven lo que nosotros no vemos, lo que nuestra inteligencia nos oculta, según la admirable frase de Anatole France. Conviene igualmente la pureza y la fe para que el remedio salve. No se salva el que quiere, sino el que lo   —182→   merece, y nada es tan respetable como esta armonía entre la justicia y la ciencia. El que no tenga fe que acuda a los médicos.

Son innumerables las especies que sirven la terapéutica primitiva y absoluta. No dispongo de erudición ni de tiempo para mencionarlas ni clasificarlas. Herborizaré en este herbario, espigaré su poesía. Nos enternece encontrar que el clavel blanco sana el corazón, el jazmín los ojos y que la rosa paraguaya cicatriza las heridas. Las flores que además de encantarnos y de hacernos soñar nos curan, son las más santas de las flores; se asemejan a esas bonitas hermanas de caridad, cuyas blanquísimas alas agita el viento. Es delicioso pensar que hay pétalos que nos protegen.

Pero el rocío mismo, cuando se cuaja en ciertas hojas privilegiadas, nos alivia y embellece. Así no ignoran las niñas que para evitar las pecas y dar ternura a su rostro es preciso levantarse cuando todavía es de noche, y recoger el casto rocío que tiembla en el capüpe34.

¿Y qué diré de la moral, mucho más importante y más real que lo físico? Hay plantas venenosas y medicinales; las hay de funesto presagio y de feliz agüero. Hay las que reaniman la carne; hay las que favorecen las pasiones y alegran el espíritu. La ruda en vuestra casa os acarreará dichas, mas es necesario coger las florecillas la noche de San Juan y esto no está al alcance de cualquiera; las almas condenadas harán lo posible para estorbároslo entre las sombras nocturnas; os gemirán y espantarán tal vez, os tirarán de las ropas y os apagarán las luces. En cambio el paraíso ocasiona miseria y tristeza, el sauce llorón muerte y ruina y en cuanto a la albahaca, es indudable que introducirá en vuestro domicilio gentes cursis y comprometedoras. Temed al cocotero: atrae el rayo. Que las muchachas no alberguen la aromita, porque no se casarán nunca.

El ca'abotoï35 es favorable al amor, y es muy buscado. Las niñas lo llevan en el seno sin decir nada. Si no sois simpáticos al genio malicioso de la naturaleza, esta yerbita se volverá invisible en la campiña, anhelando hallarla, la pisaréis sin daros cuenta. El toroca'á36 os conquistará el hombre preferido; debéis ¡oh vírgenes dulces!, arrodillaros   —183→   ante la planta, asearla y acariciarla. No está demás que le recéis un padre nuestro, siempre que no hagáis la señal de la cruz. Si deseáis libraros del veneno de los celos, trenzad el toroca'á y si al día siguiente veis la yerba destrenzada por el asta ardiente del toro, podéis ir tranquilas.

Sobre este comercio sutil entre los vegetales y la población, reina el mate como soberano de antiquísima estirpe. Por el mate de absorben casi todas las medicinas silvestres. Mediante el mate se enamora, se mata y se embruja. Un signo, un polvo, un pelo bastan para lo irremediable. Y del fondo del Chaco, de donde un tentáculo de humanidad se hunde en el seno de la Esfinge, vienen fórmulas fatídicas. Si de pronto os hierve el cerebro y echáis gusanos por la nariz, u os acomete otra dolencia igualmente monstruosa, recordad qué blanca mano, trémola de odio, os ha ofrecido el mate. Todo lo malo y lo bueno de la historia está en el mate, hueca geoda en que duermen los siglos, fulgor inextinguible, calor de sangre que se pasan de palma en palma las generaciones. El mate lo ha escuchado todo, lo ha adivinado todo, confidencias terribles, esperanzas siempre abatidas, juramentos sombríos. Aplicadle el oído y percibiréis en él las mil voces confusas del inmenso pasado, como en el viejo caracol los rumores del mar.




ArribaAbajoSueños

Si la vida es sueño, también soñar es vida y fuente oculta en que beben las almas tristes y supersticiosas. El sueño, hijo del cansancio y de la noche, imagen de la muerte, tiene quizá secretos parecidos a los que la muerte encierra, y la lira agria del antipático Quevedo, al glosar este asunto, deja por fin caer sones dulces y graves. Según el vulgar sentir, nos habla el sueño de lo que más nos preocupó durante el día. Pero no siempre es lo que nos preocupa lo que más nos importa y a creer ciertos finos ingenios, el soñar resucita las ideas descuidadas. Así, Dechartre, apasionado personaje de France, dice: «Vernos de noche los restos desgraciados de lo que hemos omitido en la vigilia. El sueño suele ser el desquite de las cosas despreciadas, el reproche de los seres abandonados. De ahí su imprevisto y su melancolía a veces». Admitamos o no las teorías nerviosas de los Räbl-Rückhard y de los Cajal para explicarlo, no podemos negar, sin que necesitemos de sonambulismos ni de mediums,   —184→   que el sueño nos pone en contacto con realidades nuevas. Baste el ejemplo de los órganos enfermos, cuyos dolores se sueñan antes de ser padecidos en la conciencia normal, hecho que constituye el primer síntoma de algunas lesiones en las partes internas e insensibles del organismo. Porfirio observa que de las nociones del sueño discurrimos, hasta cierto punto, cuando estamos despiertos, mas que no se adquiere el conocimiento y la percepción de ellas sino por el sueño mismo, y saca una consecuencia notable: «Mediante la inteligencia decimos algo del principio superior a la inteligencia, pero tenemos intuición de él mucho mejor por una ausencia de pensamiento que por el pensamiento». He aquí la justificación metafísica del éxtasis religioso, que es un sueño también.

No pidamos alta mística a los pueblos primitivos; consideremos piadosamente las interpretaciones que dan a sus sueños los campesinos paraguayos. No es extraño que soñar flores signifique suerte; subir una escalera, honores; gatos, traición; animales cornúpetos, infidelidad; sangre, crimen. Una analogía fácil de encontrar hace que el sueño, donde salgan rubios, anuncie dinero; si aparecen fantasmas blancos, muerte; si toros, enamorado; si niños bellos, simpatía; si sandías, preñez. La analogía es poética en el caso de los huevos rotos, que simboliza desgracia, y deliciosamente tierna en el de la contemplación de la luna, porque es señal de que el amante recuerda sus amores con cariño. Un contraste violento impone a los piojos y a la basura que representen prosperidad. La mujer que sueña con cualquier fruta verde esperará próximo embarazo. Curiosa ilustración de las razas: soñar con negros indica dolencia; con mulatos plata; con indios, dicha. Las carretas avisan mala noticia. ¿Por qué, si se nos caen los dientes en sueños, hemos de temer morir y si aparecen víboras a una muchacha tendrá pretendientes, y la carne trae luto, y el sexo femenino buena estrella? ¡Misterio! Pero lo siguiente, en este sufrido país, se demuestra por sí solo: soñar con cotorras significa pleito, y con tigres o leones la visita de la autoridad.

[ROJO Y AZUL, 12 de abril de 1908]



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ArribaAbajoDiabluras familiares

Si no queréis acordaros de lo que soñasteis, pasaos al despertar la mano por la frente. Os vestís y salís. ¿Tropezáis en el umbral? Vuestra mujer o vuestra novia os engaña. ¿Se os enredan las palabras al hablar? Alguien se acuerda de vosotros.

¿Para mal o para bien? Esto pertenece al oído. Si es el oído izquierdo el que os zumba o la oreja izquierda la que se pone colorada, se acuerdan para bien. Los párpados superiores funcionan a la inversa: si el izquierdo tiembla, sobrevendrá desdicha; si el derecho, ventura.

El diablo suele hacernos jugarretas. Por ejemplo: nos damos coscorrones inesperados contra los muebles, o se nos tuerce la cuchara y se nos cae la sopa. Es el diablo que nos ha hecho tapuja37. Acostumbra a venir en esos torbellinos verticales que levantan la hoja seca y a cuya vista se asustan las mujeres y cierran las ventanas. El cusuvi38 arrebata a veces prendas de ropa, ramas gruesas y hasta criaturas.

¿Os pica el centro de la mano? ¡Dinero! Volved la palma hacia donde lo haya y os irá a maravilla.

Las enfermedades comunes se prestan a mil interpretaciones. El mal de ojo -oye haru- es de sobra conocido. El pelo puede caerse si lo tocan dedos enemigos. No os lo dejéis peinar por una mujer encinta; es cosa peligrosa. Y a propósito de las preñadas: si os piden de comer, quitáoslo de la boca para satisfacerlas. Un aborto probable sería el castigo trascendental de vuestra falta de compasión.

Cuando sale un grano en la punta de la lengua -cúpíâ- procure el enfermo que otra persona pronuncie la palabra; así contagiará su dolencia y se verá libre de ella. El orzuelo es mal de viudas. Quien padezca frecuentemente de orzuelos, se casará con viudo. Para curarlos no hay sino un procedimiento: pasarse el brazo por detrás de la nuca, y frotarse el ojo con el dedo medio mientras se dicen los nombres de siete viudas. El estornudo es enfermedad legendaria, que en su origen se sanó exclamando: ¡Jesús! Hoy todavía se acompaña cada estornudo con un discreto ¡Jesús! De repente, sin que sepamos por qué se rompe una aguja.

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Es un golpe de aire que nos estaba destinado. Un espíritu benéfico nos salvó.

Por lo general, los remedios caseros se componen de tres especies vegetales; de cada una de ellas se toman siete semillas. El 3 y el 7 son los residuos indestructibles de una antigua fórmula mágica.

Si se barre de noche la casa, morirá pronto la madre.

El Viernes Santo no se mata, no se pega. Se respeta a los animales mismos. Pero las cuentas pendientes se pagan el Domingo de Pascua, a interés compuesto.

[ROJO Y AZUL, 19 de abril de 1908]




ArribaAbajoEl pombero

Pombero, es decir, espía. Es el hijo de la noche, el merodeador incansable, devorado por una curiosidad terrible. ¿Qué busca? ¿Qué reclama? ¿Algún tesoro por sus abuelos perdidos? ¿Alguna visión de ensueño, desvanecida en su entendimiento brumoso?

Espíritus timoratos se figuran que tiene payé para hacerse invisible, para pasar por el ojo de la llave y acariciar impunemente a las vírgenes dormidas. Pero esto es un error; el poder del pombero no llega a tanto. Huye entre las zarzas con la velocidad de una liebre; los perros no consiguen alcanzarle y cuando gana la espesura del bosque no hay quien lo rastree. Las sombras nocturnas y el vigor de sus piernas le permiten vivir oculto. No es invisible; varias personas le han visto.

Es pequeño, robusto, cobrizo. Marcha en dos pies y corre en cuatro. Los tiene velludos y camina silenciosamente. Su áspera y desgreñada melena le cae sobre los ojos brillantes, llenos de timidez y de malicia. Va desnudo. Si no fuera por su mirada inteligente, se le creería un animal, el animal más parecido al hombre.

Cuando el sol desaparece, abandona él los escondrijos del monte y se arrastra, soñador y horrible, amigo de los sapos y de las estrellas, hacia las luces de los blancos, hacia las ventanas peligrosas junto a las cuales se empina lentamente, para mirar el espectáculo maravilloso y hostil de nuestra civilización y de pronto allí escondido, le asalta la diabólica idea de asustar, de inquietar a los poderosos invasores que le obsesionan y entre los cuales, protegido por los árboles hermanos, se sostiene a fuerza   —187→   caen, suelta un vago silbido, susurro, gemido, gorjeo. Imita a las aves, los insectos y los reptiles con inaudita perfección. Si no le oyen, repite su rumor, cada vez más alto, hasta que nota que a través de los cristales, las mujeres se callan y escuchan temerosas y balbucean su nombre. Entonces, estremecido de miedo y de alegría, abre la bocaza en una larga carcajada muda...

Si le molestáis, y hacéis de él un enemigo, devastará vuestro jardín y vuestra huerta, robará vuestras gallinas, destrancará vuestro corral para que se disperse vuestra hacienda y desatará vuestros caballos para que se extravíen. Pero lograréis atraer la benevolencia del pombero si dejáis olvidado en su camino ese tabaco brasilero, trenzado, que hace sus delicias. También le gustan los huevos. Guardaos de faltarle. Él os corresponderá obsequiándoos con frutos, extrañas flores y pieles de bestias lindas. Si viajáis de noche y echáis pie a tierra, no os preocupéis de vuestra montura. El pombero la cuidará fielmente.

Su pensamiento fijo, el motivo verdadero de sus misteriosas expediciones, es pisar los pasos a las mujeres encintas, acechar los partos... La ilusión sempiterna, el proyecto magno del pombero es robar un niño blanco recién nacido y hacer de él, para su tribu, un rey invencible que recobre las fecundas llanuras y los magníficos ríos que cayeron en manos de la pálida raza irresistible. El niño blanco criado entre la salvaje maleza, crecerá, salvará a los humildes expoliados; hará justicia, mesías de los negros. Mas lo que el pombero ignora, pequeño monstruo errante, fantasma de sus propias ruinas, es que también los blancos, desposeídos de su trozo de naturaleza, sufren como él y como él esperan el mesías prometido.

[ROJO Y AZUL, diciembre de 1907]




ArribaAbajoMagdalena

Hace diez o doce años, ninguna canción había tan popular como la Magdalena. Nació en los arrabales de la Asunción y se propagó rápidamente. Es una querella amorosa:


¡Ay! Magdalena
Anibe che quebrantá



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Ese ¡ay!, pequeño grito interrogativo, se resuelve en una cadencia burlona que recuerda el viejísimo


¡Ay, ay, ay, don José!
¡Cuánto madruga usté!



de los chiquillos castellanos.

En todas las musiqueadas se hacía gran gasto de Magdalenas. El gracioso estribillo saltaba de boca en boca y una brisa ligera acariciaba el triste jardín de las almas indígenas. Una noche al salir de una fiesta en que habían repetido cien veces la copla famosa, encontraron los músicos en mitad del camino a una mujer alta, vestida de luto con el manto pegado al rostro. -¿Qué me queréis, les preguntó, que tanto me llamáis? Dejadme tranquila.

Y desapareció de repente.

Otra noche, al pasar por el barranco de la calle Piribebü, peligroso entonces a causa del enmascarado que se ocultaba allí para lanzarse sobre los transeúntes y coserles a puñaladas, unos guitarristas magdaleneros se vieron detenidos por la misma mujer.

-¡Magdalena- ¡Che co! ¡Che co! ¿Mbae pa pei côtêbê chehere? (¡Yo soy! ¿Qué necesitás de mí?)

Los pobres hombres, espantados retrocedieron. Alguno de ellos, armado y más audaz, quiso hacer frente al fantasma, que se desvaneció enseguida.

Empezaron a circular temerosos rumores, pero ¡era la canción tan bonita! Siguieron cantándola y bailándola.

Poco tiempo después, cuando un grupo de alegres jóvenes regresaba de una diversión campestre, se les apareció al resplandor de la luna, cerrándoles el paso, uno de esos féretros que aquí se llaman tumbas, sencillas tablas donde yacen los difuntos, cubiertos por un paño. El viento movía el paño; la soledad y abandono eran mortales. Los jóvenes, que llevaban muchas Magdalenas sobre la conciencia, tomaron por otro sendero. Apenas caminaron media hora, distinguieron ante sí la tumba nuevamente, y aquella noche no durmieron en su casa.

Por fin, volviendo varios músicos de los festejos tradicionales de Caacupé, mostrose a ellos una rozagante muchacha.

-Tocadmela Magdalena, que tanto me gusta, les dijo.

-Estamos cansados de tocarla todo el día.

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-¡No me lo neguéis, os lo ruego!

Sus labios tentadores suplicaban con tal malicia, que los mozos consintieron.

Ella comenzó a bailar. Su falda palpitaba voluptuosamente, y en el giro veloz de la danza cayó al suelo un volante. No hizo caso; bailó más de prisa y sus movimientos frenéticos desgarraban sus ropas. El delirio pareció apoderarse de ella. Sus gestos convulsivos la fueron desnudando y pronto quedó ante la vista de los músicos atónitos una horrible osamenta.

Esto era demasiado. Las visiones se multiplicaban. Los sacerdotes, desde el púlpito, prohibieron en la capital y fuera de ella la ya siniestra canción. Pocos son los que hoy se atreven a murmurarla. ¿A qué turbar el reposo de la pecadora redimida? Respetemos su remordimiento que duerme. Y atendamos a las advertencias enviadas desde el lugar misterioso que a todos nos espera.

Así se extinguió la juguetona Magdalena en el errante y melancólico musiqueo paraguayo.