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ArribaAbajoDoctores

Varios jóvenes de nuestra sociedad han sido armados caballeros; el título uniforme de doctor les incorpora a la aristocracia del país. Este grado de nobleza democrática significa en quien la lleva la facultad de enseñar y el mérito de saber, cosas más de acuerdo con el siglo que el poder militar, el dominio sobre la tierra y la confianza del príncipe, orígenes respectivos del duque, del marqués y del conde.

No basta ser hijo o reputarse hijo de doctor para ser doctor. He aquí una gran conquista de los tiempos. Es necesario que la alcurnia se refresque y abrillante sin descanso, que cada generación renueve sus hazañas. Hemos roto una de las cadenas de la herencia; hemos libertado un poco más a los individuos, desligándoles del pasado. Es humillante la corona adquirida por el hecho de haber nacido; al lograr el honor en virtud del propio esfuerzo, introducimos en nuestra existencia la lógica, la unidad indispensable a los bellos destinos. Conviene deber lo menos posible, aunque sea a los padres. Heredar es repetir y lo fuerte es lo nuevo. Dichoso el día en que ni la fortuna ni la miseria se hereden.

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Los flamantes doctores notarán que disponen de mayor crédito en plaza. Medirán enseguida su avance social con la paciencia de sus acreedores, si los tienen, o con la facilidad de adquirirlos. La energía económica añadida a sus personas les servirá para pesar exactamente la importancia práctica de su profesión. Observarán también que se han vuelto más hermosos desde que firmaron su tesis. Se verán lánguidamente contemplados por ojos femeninos. Les llegarán declaraciones veladas. Sentirán una mano mórbida temblar entre las suyas con más frecuencia que un año antes. Y es el amor verdadero y no el fingido, el que encontrarán a su paso, porque las mujeres son románticas y se enamoran de los diplomas lo mismo que la casta Desdémona se enamoró de las aventuras de Otelo.

Pero hay que cumplir las promesas; hay que vivir lo escrito; hay que prolongar y justificar el interés despertado. Detrás del doctor hay que construir el hombre. Hay, por de pronto, que ponerse a estudiar.

[LOS SUCESOS, 29 de noviembre de 1906]




ArribaAbajoUn intelectual

El doctor X es un intelectual. Hace veinte años, padeció una neurastenia decisiva. Desde que estuvo a punto de quedarse imbécil, a consecuencia de excesos mal desinfectados, X descubrió que tenía talento, y divulgó la noticia. Hoy se le ve robusto y colorado. Sus ojos grandes y redondos resplandecen de salud satisfecha. Como es doctor, ha ganado mucho dinero, y está muy ocupado en descansar. Afirma que la neurastenia ha dejado en él rastros siniestros, y es preciso acabarla de vencer. Se dedica pues a una ociosidad higiénica y prolongada. Cuando piensa uno en las obras que hubiera podido escribir, se maravilla uno: ¡Qué cabeza!

Ha publicado en vida tres folletos, hasta de sesenta y tres páginas el mayor, sin contar el índice de las materias contenidas: todos con advocaciones, dedicatorias, prefacios y advertencias, notas prolijas y márgenes de media vara. El uno es político, el segundo jurídico y el tercero histórico. Valen tanto uno como otros. X es enciclopédico y además miembro correspondiente de algunas academias del extranjero. La señora de X suspira: «le adoro al doctor, ¡es tan científico!»

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El doctor X se hace enviar todos los libros importantes que aparecen en Europa. El idioma le es indiferente. Los anchos vapores de Mihanovich depositan cuidadosamente en el muelle, cada semana, pesadas cajas repletas de impresos. X se estremece de entusiasmo. Palpa, verifica, encuaderna y cataloga. La biblioteca alcanza ya a quince volúmenes. ¡Lástima que nadie los lea!

Entrad en el gabinete del doctor X y os sentiréis invadidos por el respeto que imponen los oratorios del saber. Altos y sombríos anaqueles, pegados al muro y acortinados de rojo, guardan intactos los tesoros de la moderna erudición. Ricos objetos relucen reposada y desdeñosamente en la penumbra de la pieza. Sentado en la mesa amplia y augusta, convenientemente cubierta de tomos y papeles, el doctor X medita. Os ha oído, se arranca generosamente a sus reflexiones, se digna sonreír, desata vuestra timidez, con amabilidad hidalga. Parece verdaderamente alguien.

Es muy visitado, porque además de los tratados de metafísica y de sociología le mandan de allá un té exquisito y un coñac auténtico. Ha aprendido muy bien cómo debe recibir un intelectual de primera clase, sobre todo cuando tiene dos estancias y suntuoso mobiliario. No se equivoca un momento. Se diría que nunca ha hecho otra cosa.

Varias cosas sorprenden cuando se le trata: la figura marcial, de hombros atléticos y bigotes fornidos. Cuerpo excelente para un labrador o para un sargento de caballería. El doctor os alarga la mano, y tembláis al adivinar el apretón formidable. Pero nada; el bloque de carne descansa inerte, entre vuestros dedos: un pedazo de lomo crudo. Después, los gestos lentos y ceremoniosos, que se hacen a sí mismos reverencias. Después la voz mesurada, morigerada, igualita. Pronuncia despacio, colocando en equilibrio las frases sobre la atmósfera. Comprende que la posteridad le escucha y no quiere pasar con erratas a la historia.

Después desea uno fijarse en lo que dice. Esto es difícil, y más difícil recordar lo que dice. ¿Dice algo? Quizá no. La conversación de X es una especie de solemne pantomima, acompañada en sordina por puro lujo.

A fuerza sin embargo de escarbar la memoria, saco a flote ciertos tópicos de X. Admiro la seguridad con que el doctor resuelve las más oscuras cuestiones. Para él ha encontrado el siglo XIX la clave de todos los enigmas. El materialismo de Buchner explica de un golpe los misterios que durante miles de años atormentaron a la humanidad. X compadece a los curas, a los espiritualistas, a los que sueñan todavía el   —192→   más allá. ¡Pobres diablos! Debilidad de espíritu. El doctor suele también referir en largos períodos impecables y vacíos las diversas obras que proyecta escribir. Otras veces alude a los personajes que le fueron a ver durante la semana. Jamás menciona directamente sus nombres; los rodea de tinieblas. Así murmura: «donde está usted estuvo anteayer el señor secretario de la Dirección General de la Estadística», o si no, con más siglo aún: «vino a consultarme una persona que desempeñó trascendental papel en los sucesos políticos de fines del 89». En cuanto a lo que estos señores dijeron... discreción absoluta.

En una ocasión, en una sola, es cierto, vi al doctor X abandonar esa serenidad goethiana, tan propia de un alma superior. Estábamos tomando el famoso té. Una niña morena y humilde se acercó trayendo el famoso coñac en una bandeja, flanqueado de copas dimantinas. La criadita tropezó, y botella y copas se hicieron añicos. El doctor, olvidándose súbitamente quién era, se levantó y descargó su manaza de carretero en la morena carita de la niña asustada. Contemplé marcadas en sangre las cinco uñas de la zarpa, y comprendí que no sólo hay inteligencia en X, sino emociones naturales. Es un intelectual completo.

[EL DIARIO, 22 de octubre de 1907]




ArribaAbajoEl veterano

Viejo, setenta años; pero un viejo fuerte, de la hermosa y casi desaparecida raza paraguaya de hace medio siglo; un viejo de pecho poderoso, de cabeza enhiesta como una venerable cumbre en que aparecen todavía las huellas del rayo. La roja faz es un amplio paisaje cruzado de armoniosos surcos y coronado por un espeso bosque de cabello gris; las manos, que defendieron la patria y ahora plantan mandioca, son de color de tierra. El héroe camina ya con pesadez y es algo sordo, lo que ciertamente no le quita majestad. Es inculto y grande. Me interesa más que muchos doctores. Hizo toda la campaña, de Corrientes a Cerro Corá; tiene seis heridas. Habla poco y en voz baja. Para conseguir breves confidencias suyas sobre la guerra, el peor sistema es interrogable. Hay que dejarle solo, sin interrumpirle cuando al cabo se resuelve. Está lleno de vagas desconfianzas y remordimientos. Se diría que los espectros le   —193→   escuchan. Es que no se ha obedecido a López39 impunemente y la sombra de aquel hombre siniestro, a quien se puede aborrecer, pero no achicar, oscurece la conciencia de los vicios y tal vez ha impregnado la sangre de los niños. Y sin embargo, en una tibia tarde de otoño, bajo los naranjos en fruto, a la hora del mate clásico, oí del veterano lo siguiente:

«Yo señor, no acompañé a López hasta el fin. Me tuve antes que escapar del campamento. Estaba en el estado mayor, con el grado de capitán y me tocó repartir la carne, en una de las raras ocasiones en que había carne, íbamos vestidos de andrajos; el cuero de las correas y de las mochilas había sido empleado desde hacía meses en dar sustancia al puchero; decían que se desenterraban cadáveres para aprovecharlos; yo no lo he visto. Tuvimos pues la suerte de encontrar un buey cansado, huesos y pellejo; había que sacar setecientas raciones. Yo no robé para mí, sino para un pobre capitán que recibió un balazo de sien a sien, y se quedó ciego y aunque se batía ciego y todo, andaba débil. Creyéndome oculto, le envíe con un muchacho un pedazo de tripa. Por desgracia lo averiguaron y se lo comunicaron al mariscal. A la otra mañana me metieron preso. Varios oficiales aguardaban sentencia conmigo. Transcurrían las semanas, y nada sabíamos. Un anochecer vino un ayudante de López con un papel y nos revisó muy alegre, diciendo que pronto nos pondría en libertad. Pero yo, señor, que conocía ciertas costumbres, miré con el rabillo del ojo lo que el ayudante escribía a distancia de nosotros   —194→   y noté que señalaba con cruces algunos nombres, entre ellos el mío. Mis compañeros estaban contentos; en cambio yo comprendía que sólo me restaba una noche de vida. Luego llegó un mayor a quien yo había hecho favores. Me traía un pocillo de caldo. «Compadre, me dijo, perdone que en tanto tiempo no le haya atendido; no me fue posible», y al pasarme la taza me rascó los dedos. Entendí, y a media noche, cuando los centinelas se durmieron, huí. Me perdí en el monte, y después de tres días salí de nuevo al campamento. Felizmente no me divisaron, y alejándome en otra dirección, hallé el camino de la frontera. Me iba sosteniendo con naranjas agrias. Una tarde, a esta misma hora, distinguí caballos junto a una laguna. «Si son de gente paraguaya -me dije- estoy perdido», que no se usan más que en el Brasil. Respiré. Me tomaron, me trataron bien y a poco cayó López y acabó la guerra».

-Y, ¿cómo no avisó usted a sus compañeros, la noche de la fuga?

-¡Ah! Señor... no hubiera dicho una palabra a mi propia madre...

Un silencio.

-¡Qué Cerro Corá!, añadió lentamente. En el campo habían mujeres muertas, con hijos encima que chupaban aún aquella podredumbre!... ¡Y el mariscal!...

-¿El mariscal?

Pregunta vana. El viejo enmudece definitivamente. Los espectros escuchan...

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ArribaAbajoEl manicomio

Rodea al Asilo de Mendigos una magnífica propiedad de cuarenta y dos cuadras. Allí hay de todo: legumbres, frutas, flores. El hermoso edificio del Asilo es un vasto taller donde la gente trabaja; se guisa, se cose, se teje, se borda ñandutí40. Allí se gana dinero ¡vive Dios!, y todo marcha como en un cuartel. Añadid los 12.000 pesitos mensuales del Gobierno, y comprenderéis la respuesta que otra sociedad de beneficencia, la del Hospital de Caridad, dio al Estado que deseaba adquirirlo: «se lo vendo». Un negocio no se traspasa gratis.

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Pero cerca del Asilo se levanta el sombrío presidio de los locos. ¡Ay!, los locos no trabajan bien; no sirven para nada. Figuraos una inmunda cárcel, en que la miseria hubiera hecho perder el juicio a los infelices abandonados allí dentro. Sobre el fango de un patio lúgubre, acurrucados contra los muros, gimen, cantan, aúllan, veinte o treinta espectros, envueltos en sórdidos harapos. Una serie de calabozos negros, con rejas y enormes cerrojos, agobia la vista. A los barrotes asoma de pronto un rostro de condenado. Celdas oscuras, desnudas, húmedas. El techo se agrieta. Las camas son sacos de sucia arpillera. Un hediondo olor a orines, a cubil de bestias feroces nos hace retroceder.

Sin asistencia, los locos vagan. Un montón de trapos se agita en el suelo. Es una epiléptica, que se romperá quizá el cráneo contra la pared. Descalzas, con los pies hinchados, las idiotas, incapaces de espantarse las moscas, se cubren de llagas. Rascan la tierra en que se revuelcan todo el día, y se quedan sin uñas. Del lado de los hombres el espectáculo es parecido. Feliz, de cara al sol, un lívido adolescente se masturba.

Los enfermos arrojados allí no tienen salvación. Podrían curarse en otro sitio muchos de ellos. Allí, en aquel infierno sin nombre, su razón naufraga para siempre.

Para el Asilo de Huérfanos y viejas laboriosas, todo; para el Manicomio, nada; los dementes son inexplotables. El manicomio es el pozo tenebroso a donde se tira la basura, volviendo los ojos a otra parte. Allí los parientes se desembarazan de quien les estorba. Allí se vuelca el ciego, el canceroso, la carne maldita. No es preciso estar loco para caer en el antro. Basta sobrar. Un inglés, William Owen, a quien habían encerrado cuerdo, se ahorcó en su mazmorra. Durante nuestra visita, descubrimos una pobre mujer, en su sano juicio, que está entre los locos hace cinco meses. La hermanita no sabía quién era.

-Me llamo Úrsula Céspedes. Mi hija me trajo acá. No quiere tenerme. Dice que soy leprosa.

Y nos enseña sus pies blanquecinos, las pústulas de sus piernas...

¡Ah, el libro de entradas sin fechas, sin nombres! N. N., N. N.,...! ¿quiénes son?, ¿quién los lanzó al pozo? La policía, un desconocido, cualquiera. ¿Para qué asesinar? Llevad vuestras víctimas al manicomio.

Y cuando el pozo rebosa, cuando hay demasiados monstruos, se los echa afuera. Así la loca Francisca Martínez de Loizaga, asistida ahora en su rancho, fue despedida del manicomio tres veces en año y medio.

No concebimos ni en la Edad Media cosa igual. ¿A qué protestar? ¿A   —196→   qué pedir justicia al Estado, a ese Estado que en medio de tantos horrores y de tantas infamias, no se ocupa sino de cambiar los uniformes a sus soldaditos? Hay 50.000 pesos oro para alojar un batallón. Para aliviar la suerte de los desheredados, locos o no, jamás habrá nada.

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ArribaAbajoLo que he visto41

En un año de campaña paraguaya, he visto muchas cosas tristes...

He visto la tierra, con su fertilidad incoercible y salvaje, sofocar al hombre, que arroja una semilla y obtiene cien plantas diferentes y no sabe cuál es la suya. He visto los viejos caminos que abrió la tiranía devorados por la vegetación, desleídos por las inundaciones, borrados por el abandono. Cada paraguayo, libre dentro de una hoja de papel constitucional, es hoy un miserable prisionero de un palmo de tierra. No tiene por dónde sacar las cosechas, que tal vez en un esfuerzo desesperado, arrancaría al suelo y se contenta con unos cuantos liños de mandioca, roídos de yuyos. Más allá, bajo el naranjal escuálido que   —197→   dejaron los jesuitas, se alza el ranchito de lodo y de caña, agujero donde se agoniza en la sombra. Entrad: no encontraréis un vaso, ni una silla. Os sentaréis en un pedazo de madera, beberéis agua fangosa en una calabaza, comeréis maíz cocido en una olla sucia, dormiréis sobre correas atadas a cuatro palos. Y pensad que se trata de la burguesía rural.

He visto que no se trabaja, que no se puede trabajar, porque los cuerpos están enfermos, porque las almas están muertas. He visto que los peones «robustos» no pasan dos semanas sin algún día de diarrea o de fiebre. ¡Pobre carne, herida hasta en el sexo, pobre carne morena y marchita, desarmada de toda higiene, sin más ayuda exterior que el veneno del curandero, el rebenque del jefe político, el sable que les arrea al cuartel gubernista o revolucionario! ¡Pobres almas con el «chucho» del pánico, para las cuales en la noche brilla siempre el caudillo de los vivos, o palidece el fantasma de los difuntos!

He visto las mujeres, las eternas viudas, las que aún guardan en sus entrañas maternales un resto de energía, caminar con sus niños a cuestas. He visto los humildes pies de las madres, pies agrietados y negros y tan heroicos buscar el sustento a lo largo de las sendas del cansancio y de la angustia y he visto que esos santos pies eran lo único que en el Paraguay existía realmente. ¡Y he visto los niños, los niños que mueren por millares bajo el clima más sano del mundo, los niños esqueletos, de vientre monstruoso, los niños arrugados, que no ríen ni lloran, las larvas del silencio!

Y me han mirado los hombres, y las mujeres y los niños y sus ojos humanos, donde había el hueco de una esperanza, me han dicho que debemos devolverles la esperanza, porque este es el país más desdichado de la tierra. No castiguemos, no acusemos; si no hay en nuestros hermanos solidaridad, si no aciertan a respetar a sus compañeras ni a querer a sus hijos, si para evadirse de su oscuro dolor llaman a las puertas de la lujuria, del alcohol o del juego, no nos indignemos. No debemos juzgar su mal, debemos curarlo. ¡Y cuánta fraternal paciencia, cuánta dulzura tiene que haber en nuestras manos consoladoras, para curar, por todo el territorio, las raíces enfermas de la raza!

Y he visto en la capital la cosa más triste. No he hallado médicos del alma y del cuerpo de la nación; he visto políticos y negociantes. He visto manipuladores de emisiones y de empréstitos, boticarios que se preparan a vender al moribundo las últimas inyecciones de morfina...

[EL NACIONAL, 21 de febrero de 1910]



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ArribaAbajoEl odio a los árboles

Que un advenedizo construya una casa, con el dinero rápidamente ganado en honradas y secretas operaciones comerciales, está bien. Que construya una de esas lúgubres y sangrientas y vulgares masas de ladrillo; con agujeros enrejados y techo de teja, está menos bien. Pero lo que hace estremecer es que os declare: «Ahora voy a arrancar todos los árboles en torno para que la propiedad quede linda».

Sí, es necesario que se vea limpia, desnuda, con sus insolentes colores que profanan la suavidad de los matices campestres, la fachada reluciente y tonta. Es necesario que se diga: «Esta es la casa nueva de Fulano, de ese que ahora está tan rico». Es necesario que pueda contemplarse sin obstáculos el monumento a la actividad de Fulano. Los árboles sobran; «quitan la vista». Y hay algo más que en vanidad en el afán de pelar el suelo; hay odio, odio a los árboles.

¿Es posible? ¿Odio a los seres que, inmóviles, con los nobles brazos siempre abiertos, nos ofrecen sin cansarse jamás la caricia de su sombra, la fecundidad silenciosa de sus frutos, la poesía múltiple y exquisita que elevan al cielo? Se asegura que existen plantas dañosas. Tal vez, mas no por eso las debemos odiar. Nuestro odio las condena. Nuestro amor quizás las transformaría y las redimiría. Oíd a un personaje de Víctor Hugo: «vio gentes del país muy ocupadas en arrancar ortigas; miró el montón de plantas desarraigadas y ya secas, y dijo: -Esto está muerto. Esto hubiera sido sin embargo algo bueno si de ello hubieran sabido servirse. Cuando la ortiga es joven, su hoja es una excelente legumbre; cuando envejece, tiene filamentos y fibras como el cáñamo y el lino. La tela de ortiga vale tanto como latela de cáñamo. Es por lo demás la ortiga un excelente pasto que se puede segar dos veces. ¿Y qué necesita la ortiga? Poca tierra, ningún cuidado, ningún cultivo... Con un poco de trabajo que se tomara, la ortiga sería útil; se la descuida y se vuelve dañosa. Entonces se la mata». «¡Cuántos hombres se asemejan a la ortiga!» -Y añadió después de una pausa-: «Mis amigos, tened esto: no hay malas hierbas ni hombres malos. Sólo hay malos cultivadores».

¡Ay! No se trata de cultivar, sino de perdonar a los árboles. ¿Cómo aplacar a los asesinos? No hay sitio de la república, de los que he recorrido, en que no haya visto funcionar el hacha estúpida del propietario. Hasta los que nada tienen destruyen las plantas. Alrededor de los ranchos se extiende un árido yermo cada año mayor, que da miedo y   —199→   tristeza. Según el adagio árabe, una de las tres misiones de cada hombre en este mundo es plantar un árbol. Aquí el hijo arranca lo que el padre plantó. Y no es por ganar dinero; no aludo a los que explotan las maderas.

Sería una explicación, un mérito; hemos llegado a considerar la codicia como una virtud. Aludo a los que gastan dinero en arrasar el país. Obedecen a un odio desinteresado. Y la inquietud aumenta cuando se nota que las únicas mejoras que se hacen en las plazas de la capital consisten en arrancar, arrancar y arrancar árboles.

Odio doblemente feroz en una comarca donde el verano dura ocho meses. Se prefiere el sol abrasador a la dulce presencia del árbol. Se diría que los hombres no son ya capaces de sentir, de imaginar la vida en los troncos venerables, que tiemblan bajo el hierro y se desploman con lastimero fragor. Se diría que no comprenden que también la savia es sangre y que sus víctimas se engendraron en el amor y en la luz. Parece que las gentes viven esclavizadas por un vago terror y que temen que el bosque proteja facinerosos y anime fantasmas. Detrás del árbol adivinan la muerte. O bien, obsesionados por un dolor sin forma, quieren copiar en torno suyo el desolado desierto de sus almas.

Y entonces, en la nuestra la irritación se cambia en piedad. Muy desesperado, muy hondo ha de ser el mal de los que, en resignado mutismo, perdieron el cariño primero, el cariño fundamental que hasta las bestias sienten, el santo cariño a la tierra y a los árboles.

[ROJO Y AZUL, 27 de setiembre de 1907]




ArribaAbajoEl maestro y el cura

Al llegar al pueblo, pregunté por el maestro de la escuela y después por el cura; nada más natural: representan el eterno dualismo de la filosofía, los dos polos de la espiritualidad humana, lo relativo y lo absoluto, los sentidos y la intuición, lo visible y lo invisible, la ciencia y la fe. El representante de lo relativo y de lo efímero, en aquella sociedad de dos o tres mil almas, estaba peor alimentado que el representante de lo absoluto y de lo perdurable. Quizá demuestre esto que hasta para los labradores el cielo es más importante que la tierra y que ante todo les conviene asegurar las cosechas del otro mundo. El maestro es pálido, vacilante, melancólico; el cura regordete, sano, jovial. Basta contemplarlos   —200→   para comprender la diferencia que va de las engañosas tentaciones del valle de lágrimas a la realidad resplandeciente que más allá del sepulcro encontrarán los buenos católicos.

El maestro gana ciento cincuenta pesos mensuales. Verdad es que no trabaja sino ocho o nueve horas al día y que no tiene sino un centenar de alumnos. Además, en la clase, que es un galpón arruinado, no hay bancos, ni mesa, ni utensilio alguno de enseñanza. Allí se aprende aritmética sin pizarrón, geometría sin figuras ni sólidos, botánica sin plantas, zoología sin animales, geografía sin mapas. Todo es etéreo, fantástico. También se debe observar que los ciento cincuenta pesos no son precisamente ciento cincuenta pesos. En primer lugar, son recibidos con un mes de retraso. Los gobiernos, sin duda por razones de alta política, han dispuesto que se pague a los maestros de escuela los últimos, es decir, después de los mayordomos, porteros y lacayos; después de los espías. Por otra parte, a los maestros de escuela de la campaña se les paga en la Asunción. Los infelices necesitan un intermediario que les cobre el sueldo en la capital y lo envíe, en cuya operación se evaporan siempre algunos pesos, cuando no todos. ¡Hay tan poca gente en quien se puede fiar! En fin, el maestro vive. ¿Qué más quiere?

Al cura, y con justo motivo, no le basta vivir. Es preciso que la gloria del todopoderoso triunfe en él. La sencilla gente de la aldea llama al sacerdote hijo de Dios. Como tal, se hace hombre y a veces exageradamente. El cura de mi cuento tiene diez hijos. ¡Cosas del clima! Ninguno de los diez quedará en la miseria; el doblemente padre es casi rico. Notemos que ni siquiera vive en su parroquia. Cada mes aparece por ella, canta una misa acá, unos responsos allá; bautiza a un par de nenes, casa a unos cuantos escandalosos y se marcha. Total, quinientos, setecientos pesos. He examinado el arancel eclesiástico; he descubierto con asombro que «un matrimonio en hora competente, con misa nupcial sin aplicación», vale 5 pesos, «con aplicación» 8 pesos; «un entierro de adulto, sin posa, siendo cantado y dando vuelta a la iglesia», 4 pesos, «si hubiere posas se percibirá además 0.40 por cada posa cantada»; «por un entierro de adulto o párvulo desde el domicilio hasta la iglesia o cementerio, no se percibirá más de 4 por la primera cuadra y 2 por cada una de las demás».

Los chirimbolos del culto, cruces parroquiales, ciriales, arañas, candelabros, dalmáticas, paños, no se alquilan por más de tres pesos pieza; pero son derechos de fábrica que aprovecha la mayordomía y no el cura. En ellos se incluye lo referente a la campana. Sepa el público que   —201→   un toque de agonía cuesta treinta centavos, y cincuenta el anuncio de muerte.

Entonces ¿qué significan los centenares y miles de pesos que se embolsa el cura en cuestión?

¡Ah! Es que al maestro lo mantienen los hombres, mientras que al cura lo mantienen las mujeres. A uno se le cumple a regañadientes su miserable tarifa; para el otro no hay tarifas, y los esfuerzos del señor obispo se estrellarán contra la inagotable piedad femenina. Esas heroicas esclavas han puesto en la misericordia celestial todas sus esperanzas -¿dónde las iban a poner?- y ningún sacrificio les parecerá grande si se trata de conservar las amistades con la Virgen, los santos, y el hijo de Dios. El hombre hasta cuando ama, es práctico y luchador; prevé y mide; mal convencido, en lo que acierta, de las ventajas de la instrucción, no se enternece demasiado ante la palidez y la melancolía del maestro. En cambio la mujer, apenas ama, ama como madre, y todo está dicho. Cierra los ojos a las calaveradas del cura; los abre llenos de confianza, cuando el sacerdote recobra su carácter sagrado, y repite en nombre de Cristo las inmortales, las únicas palabras de consuelo. Y la mujer se complace maternalmente -¡Oh Dolorosa!- en los carrillos redondos del cura, en su jovialidad y ríe con él, risa cándida, leve, pronto retenida, de niña seria. Y para el cura será la gallina más gorda, el más rico vaso de leche, y el montoncito de pesos reunido en largos meses de frío y de sol, a fuerza de caminar con los pies descalzos por los senderos que no acaban nunca.

[ROJO Y AZUL, 20 de setiembre de 1907]




ArribaAbajoLos niños tristes

Era en la plaza de un pueblo -cualquier pueblo de la campaña-. El día era hermoso; un sol radiante, una ligera brisa que refrescaba la piel acariciándola. Dieron las once y se abrieron las puertas de la escuela y salieron los niños. Los había de diversas edades: algunos hacía poco que sabían andar, otros parecían hombrecitos. Eran muchos. Iban en pequeños grupos; la mayor parte por parejas; unos pocos descarriados. Habían pasado tres horas sentados, inmóviles, mortificándose con las estupideces severas de los libros de texto. Salían silenciosos, cabizbajos. No   —202→   corrían, no saltaban, no jugaban, no hacían ninguna diablura. El césped suave, amplio, no les sugería ninguna cabriola, ninguna carrera feliz de animales jóvenes. La campana de la iglesia dejaba colgar la cuerda hasta el suelo. Ninguno tocó la campana. Estaban serios. Estaban tristes.

Tristes... Y tristes todos los días. Desde aquella mañana me he fijado en los niños paraguayos, niños graves que no ríen ni lloran. ¿Habéis visto llorar a los niños dichosos? Llanto bullicioso, trompeteo potente, llanto a medias fingido, deliciosamente despótico, que adivina los exagerados mimos de la madre y los exige y sabe que triunfa y es mitad llanto y mitad carcajada, grito de salud que regocija. Me consolaría oír ese llanto en los campos, en vez de fúnebre silencio.

Aquí los niños no lloran: gimen o se lamentan. No ríen, sonríen. ¡Y con qué sabia expresión! La amargura de la vida ha pasado ya por esos rostros que no han empezado a vivir. Estos niños han nacido viejos. Han heredado el desdén y el escepticismo resignado de tantas generaciones defraudadas y oprimidas. Comienzan la existencia con el gesto fatigado de los que inútilmente la concluyen.

Podemos medir el abatimiento de la masa campesina, la carga inmemorial de lágrimas y de sangre que en su alma pesa, por este hecho formidable: los niños están tristes. La presión de la desdicha nacional ha destrozado el misterioso mecanismo que renueva los seres, ha mancillado y falseado el amor. Los espectros del desastre de la guerra, y del desastre de la paz, la tiranía, han seguido a los amantes solitarios, y les han empañado los besos con su lúgubre sombra. Se han poseído los esposos en la desconfianza y en la ruina; no han temblado solamente de pasión. La voluptuosidad ha quedado impregnada de un recelo indestructible y aciago; la antorcha del inmortal deseo conserva reflejos de hoguera funeraria y por instantes parece símbolo de destrucción y de muerte. La obra parricida de los que esclavizaron el país ha herido la carne de la patria en lo más íntimo, vital y sagrado: en el sexo. Ha atentado a las madres, ha condenado a los hijos que aún no nacieron. ¡Cómo extrañarnos de que los niños, la flor de la raza, no abran sus pétalos a la luz y a la alegría! El árbol está desgarrado en sus mismas raíces.

¡Pobres niños inertes! Causa pena mirar sus cándidos, donde no hay curiosidad. No les importa el mundo. Taciturnos y pasivos como sus padres, dejan pasar las cosas que suelen ser crueles. ¿Para qué interesarse por nada? Poseen de antemano la melancólica sabiduría. Corren por sus venas inocentes algunas gotas de ese acre jugo que extraemos,   —203→   a la larga, por toda filosofía, de la realidad injusta. Nada han probado aún y se diría que nada esperan ya.

Un recuerdo me asalta, cada vez que pienso en los niños del pueblo. Poco antes de llegar a la aldea donde veraneo, un tren, hace quizá un año, atropelló a un niño. Las ruedas rompieron las débiles piernas y le arrancaron la cabeza del tronco. Los empleados recogieron el cadáver y lo dejaron en la plataforma de la estación. La víctima se había echado a dormir sobre los rieles, y no había oído el tren. Había tenido sueño, y tan profundo fue, tan semejante al de la muerte, que con la muerte misma se confundió. ¿O es que tal vez, al escuchar la muerte que venía, se sintió demasiado cansado, demasiado triste para despertarse?

Creo ver todavía, sobre la arena caliente, el cuerpecito yerto y la lívida patita quebrada que de rodilla abajo aparecía desnuda, y los humildes pies descalzos, que no caminarían más, que pronto dormirían bajo la tierra hermana. Y al lado, la cabecita sangrienta, metida en un sombrero viejísimo, sin forma, por cuyos agujeros asomaban dos o tres bucles morenos, vivos y brillantes aún. Una mujer piadosa -la eterna Verónica- cubrió aquella miseria con un lienzo blanco y puro como la nieve. Habían avisado al jefe político y bajo sus órdenes cargaron los marchitos restos en un carro cualquiera. Un peón llevó la cabeza del niño en el raído sombrero. Entonces noté con espanto que al jefe le hacía gracia.

¡Oh innumerables niños tristes! Consagrémonos a hacer brotar la santa, la loca risa en sus labios rojos y nos salvaremos. Perdamos nosotros toda esperanza, con tal de que en los niños resplandezca. Evitemos que algunos se sientan en tal extremo rendidos a la pesadumbre de la fatalidad, que se duerman abandonados en medio del camino de la muerte y no la oigan venir.

[ROJO Y AZUL, 10 de noviembre de 1907]




ArribaAbajoHogares heridos

El estado de un cuerpo depende del de sus moléculas, y no puede estar sano un organismo vivo si las células de que se compone no están sanos. Es imposible que un país prospere cuando no se constituye fuerte y dignamente la familia, que es molécula y célula social. La patria hogar   —204→   común, es desgraciada y débil porque los hogares individuales lo son. Y así como en medicina se tiende al único procedimiento curativo de regenerar los tejidos por los elementos, así la obra de salvar la patria se reduce a la de regenerar los hogares.

Obra lenta, laboriosa, poco lucida, y sin embargo la sola obra fecunda. Obra que no está al alcance de un ministro por hábil y bullicioso que sea, ni de política alguna. Aquí la política, lo mismo que en todo lo que se refiere a los problemas esenciales de los pueblos, tal vez sea capaz de hacer el mal, pero es impotente para hacer el bien: o es una calamidad, o no es nada; nunca es más generosa y útil que cuando se abstiene. No; la grande obra de regenerar los hogares requiere varias generaciones de hombres inteligentes y abnegados, bastante modestos para ir a enterrarse en los rincones de la campaña, bastante heroicos para quedarse allí a combatir el daño en sus raíces y para consagrarse a consolar y sanar los enfermos espíritus. El Paraguay es un vasto hospital de alucinados y de melancólicos. No son oradores ni capitalistas ni sargentos lo que nos hace falta, sino médicos, médicos amorosos cuyas manos a un tiempo curen y acaricien.

Y esos hombres, ¿dónde están? No lo sé, mas son necesarios. Son semejantes a las células vigorosas, multiplicadas por la acción de sueros inmunizadores y cuyo destino es batallar contra los microbios patógenos y devorarlos. Hay que batir al enemigo en su terreno y con sus armas, o resignarse a sucumbir. En los meses que siguieron a los desastres de la guerra hispanoamericana, cuando no se hablaba en la península, igual que hoy en el Paraguay, más que de regeneración y de rumbos nuevos, don José Echegaray presentó una solución teórica y pueril, solución de matemático: «Regenerémonos nosotros mismos uno por uno, exclamó; en cuanto cada español se haya regenerado a sí propio, se habrá regenerado España». Muy sencillo y muy absurdo, porque precisamente en eso consiste la degeneración, en no conseguir nadie regenerarse sin ajena ayuda. Un individuo de suficiente energía para recobrar por sí la salud moral está ya limpio y robusto. Al perfeccionarse no crea pujanza: la demuestra. Por desgracia nuestro caso es distinto. Decir que los hogares están heridos es poco; están mutilados, y las conciencias también. No alcanzará una existencia a lograr que retoñen los órganos ausentes; será necesaria una serie de existencias, como reclaman los filósofos indios, una serie de reencarnaciones para llegar a la purificación suma. La empresa es larga y penosa puesto que es fundamental. El pan humano   —205→   de las edades venideras, alzado por la levadura de los educadores predicadores laicos, tardará quizás siglos en blanquear su hostia redentora.

El hogar paraguayo es una ruina que sangra; es un hogar sin padre. La guerra se llevó los padres y no los ha devuelto aún. Han quedado los machos errantes, aquellos que asaltaban los escombros con el cuchillo entre los dientes, después de la catástrofe. Antes robaban, mataban, violaban, pasaban. Ahora, algo cambiados en su raza vil de horda, algo contagiados por la desesperación muda de las nobles mujeres que López arrastró descalzas en pos de las carretas y que al sobrevivir se entregaban a ellos, merodeadores repugnantes, para repoblar el desolado desierto de la patria, algo tocados de la apacible belleza del suelo, toman la hembra, engendran con la vida y el dolor y pasan. Detrás, en los ranchos miserables, hay concubinas o viudas, pero madres al fin, que trabajan la tierra con sus huérfanos hijos a ellas abrazados en triste racimo. Jamás un aborto voluntario, jamás un infanticidio que otras madres hasta por caridad cometerían. Siempre abandonadas, pacientes, ignorantes y silenciosas, sienten en el fondo de su alma, como sintieron después de los años fatídicos, la necesidad de criar hombres, buenos o malos, de echar al mundo la probabilidad del triunfo. ¡Madres dolorosas, madres despojadas de toda vanidad y honor, de toda alegría, de todo adorno, madres de niños taciturnos, sombrías sembradoras del porvenir, sólo en vosotras está la esperanza; sólo vosotras, sobre vuestros inclinados y doloridos hombros, sostenéis vuestro país!

Pero una madre no es un hogar todavía. Sin el hogar, sin el home, reconfortante, tibio nido, pequeño y sagrado teatro de los altruismos normales de nuestra especie, fuente de todo arranque elevado, condición de toda labor regular y continua, base de toda felicidad, no hay nación respetable ni segura. El progreso de los sajones se debe exclusivamente a que son incomparables padres de familia. ¡Oh cándidos legisladores, preocupados con enseñar a leer a vuestros compatriotas! Consagrad vuestros esfuerzos a una tarea más importante y obscura: haced que respeten a sus mujeres y amen a sus hijos.

[ROJO Y AZUL, 24 de noviembre de 1907]



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ArribaAbajoSuicidios

No hace mucho tiempo que, en el Uruguay, una niña de tres años, resuelta con terrible lucidez a matarse, conseguía desgarrarse las entrañas. Pocos días ha que un honorable empleado de esta capital, después de abrirse de un tajo las carótidas, dejaba cerrada sobre la mesa la navaja de afeitar con que se había degollado. Acabamos de leer entre los telegramas europeos la historia de esa tribu armenia que, hasta de miserias, de hambre y de persecuciones, se ha suicidado en masa.

Resulta fácil declarar locos a los que se suprimen. Pero desgraciadamente en muchos casos nuestra ignorancia no encuentra otro síntoma de locura que el mismo sombrío desenlace. No son los enfermos de la carne y los exaltados los únicos que mueren a manos de su propia voluntad. Los prosaicos y los robustos caen también en ese vértigo irremediable que, a veces, absorbe hasta a las más sólidas inteligencias. Un joven vienés lleno de salud y de talento, se envenena a los veintiún años. Sus padres hallaron sobre el cadáver un papel, y en el papel una línea: «Me mato por curiosidad». Desde el lord inglés que se pega un tiro porque en el patio de su casa, construida según los planos de un palacio italiano, no suenan los ecos de la voz igual que en el original, hasta el desgraciado que cede en la sombra a la espantosa seducción y sucumbe sin dar explicaciones porque no sabe escribir, sentimos, a través del hastío mediante el cual se analizan puerilmente tantos suicidios misteriosos, la formidable presencia de una idea. Es la idea quien asesina, la idea obstinada como una venganza y aguda como un puñal.

«No somos nosotros los que tomamos el revólver, sino el revólver el que se apodera de nosotros», ha dicho Paul Bourget, y una angustia más íntima nos penetra al considerar los enemigos fatales que nacen y se desarrollan silenciosamente en nuestra alma hasta estrangularnos un día. Fantasmas sin cuerpo y si piedad, fúnebre voluptuosidad del abismo. Además de los mil peligros de la existencia cotidiana, y de la asechanza de innumerables gérmenes morbosos, existen funestos gérmenes morales, dotados análogamente de multiplicación y de contagio. El suicidio adquiere en ocasiones carácter de epidemia. Ha habido que derrumbar conventos donde las monjas, a pesar de todos los castigos ultra terrestres imaginables, se iban arrojando desde el tejado, a imitación unas de otras, y un coronel francés mandó quemar hace algunos años una garita donde se suicidaban de noche todos los centinelas del regimiento. Hay un pánico que huye del desastre, y otro pánico que arrastra hacia él.

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Mas la impresión profunda y disolvente que nos causa el suicidio ajeno no es debida tanto al poder de la obsesión mortal como a la entraña naturaleza de esa obsesión. No es la muerte lo que nos abruma sino el deseo y el designio de morir. Que un ser organizado, que una fuerza perezca bajo el peso victorioso de fuerzas superiores, está bien. Eso es la vida. Pero que una fuerza se vuelva contra sí misma, que el animal humano en una contorsión infernal se desgarre con sus propias uñas, he aquí lo que nos hiere en las raíces de nuestra lógica y de nuestros instintos fundamentales. El hecho de que aspiremos a aniquilarnos y, sobre todo, el hecho de que lo podamos realizar, destruye el equilibrio interior del universo y refuta a Dios.

Se suele afirmar que el suicidio es una cobardía. El suicidio puro, el suicidio egoísta (no el suicidio heroico o religioso que, lejos de negar la vida, construye y glorifica una vida más potente y más amplia), será siempre para el individuo normal un acto de valor que nuestros abuelos llamarían satánico. El suicida, desde un terreno inaccesible, desafía al destino, se burla de la Providencia conocida o desconocida, y en las tinieblas donde se hunde, por su capricho, levanta una acusación que jamás será acallada. Es arrogante ordenar como un lacayo al monstruo negro que todos esperamos temblando, y salir del mundo como de una visita. El prestigio estético del suicida no se discute. Musset dibujó con eficaz poesía al orgulloso rolla en uno de los poemas más hermosos del siglo XIX, y el Werther de Goethe ha puesto al alcance de muchos amantes las pistolas enviadas por Carlota.

Contrario a todo elemento activo, el suicidio es odiado y perseguido por la razón y por la fe. Mientras haya un hombre que se mate, la humanidad está amenazada. Cada suicidio es un remordimiento para todos, una desconfianza del futuro, una inquietud pertinaz de que hay que curarse a toda costa. Cuando en Esparta empezaban a suicidarse las vírgenes, un sabio legislador dispuso que los cadáveres desnudos fueran públicamente expuestos, y así cortó radicalmente el mal. El pudor dio hijos a la patria. Pero ¿qué remedio encontrar al suicidio moderno, que es ya casi un hábito social y recuerda el frenesí funerario de la decadencia romana? En los corazones principio de siglo no quedan las virtudes de una pieza, sillares de las costumbres, y el infinito firmamento está vacío de promesas y de dioses. El suicidio de ahora, múltiple y fugitivo como la democracia misma, parece una de esas vegetaciones malignas que revelan en los cuerpos degenerados la próxima corrupción de los tejidos.

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A esta época le falta serenidad. Vacilamos bajo la masa cada minuto más enorme de la ciencia positiva. Los fenómenos físicos, que por fin han entrado en nuestros ojos y se han instalado en nuestro pensamiento, aúllan en torno de nosotros y nos enloquecen. Queremos ajustar nuestra conducta a la fría y brutal realidad objetiva, y violamos la antigua y armónica dignidad de nuestras personas. Por nuestra mente dislocada cruzan espectros delirantes, y no reflexionamos como hombres, sino que corremos como máquinas. Somos ya incapaces de contemplar la vida con el amor inteligente y tranquilo de los que hicieron del Mediterráneo la cuna de las razas elegantes y la fuente de toda belleza; somos incapaces aun de contemplar la muerte con placidez, y de sacar de ella nuevos argumentos para vivir y nuevas imágenes para ennoblecernos.

Nuestras relaciones con la muerte se reducen a una higiene pedante, meticulosa y mezquina, inspirada por el miedo práctico que nos distingue de las generaciones pasadas, y a una demencia pasajera, engendradora de suicidios vulgares. La muerte, a semejanza de las demás augustas leyes naturales, merece ser tratada con más elevación, y, ¿por qué no decirlo?, con más religiosidad. Paulina, mujer de Séneca, quiso morir como él, pero de orden de Nerón le cerraron a tiempo las venas. Conservó siempre una palidez mortal. Que un poco de esa sagrada palidez purifique nuestras frentes, demasiado inclinadas a la fútil conquista de la política y del dinero.

[LOS SUCESOS, 13 de marzo de 1907]




ArribaAbajoRevoluciones

Es en la América Latina excesivamente raro todavía que los partidos caigan del poder en el parlamento o en las elecciones. Para ese comercio democrático los gobiernos disponen del tesoro, y por lo común consideran deber sagrado agotar los dineros del país antes que renunciar a seguir haciéndolo dichoso. La revolución ha surgido como un procedimiento normal, que favorecieron el carácter, la topografía y la industria. Con el criollismo ecuestre y trashumante, lo primitivo de las comunicaciones y la hacienda que se encontraba en el camino y que permitía renovar los montados y preparar el churrasco diariamente, fue fácil hacer política opositora. Una revolución resulta más barata que una   —209→   campana electoral. El único gasto imprescindible es el armamento. Los demás son pagaderos después de salvar a la patria. Se comprende que haya habido gentes ocupadas sin descanso en salvar a la patria por este sistema; así Bentos Xavier, que durante muchos años llevó «revoluciones» a Mato Grosso con regularidad implacable. Algunos pesimistas hablan de bandolerismo, lo que me parece injusto. La diferencia entre una correría de bandoleros y una correría de patriotas es cuestión de éxito, y hasta hace poco las revoluciones solían tener buen éxito. Aveces bastaba un conato subversivo, con suerte en los primeros choques; los combatientes descubrían de pronto que eran hermanos, lloraban, se abrazaban y se repartían los puestos públicos, quod erat demostradum. Una revolución, en fin, si acaso no lo es ya, era negocio, y para fletarlo se conseguían capitales extranjeros. Naciones fuertes, ricas, hábiles en la intriga internacional, y cuya evolución adelantada las había impuesto un régimen interior relativamente estable, colocaban sus fondos en la empresa de alborotar la casa del vecino más débil. Enviaban ministros a beber el cliquot cordial de los banquetes diplomáticos, y al mismo tiempo vendía fusiles a los conspiradores. Exportaban su política sobrante...

De esa política se me figura que está ausente el pueblo, entidad que tanto abunda en las actas de las sesiones, en los editoriales, en los discursos de mitin. Se le hace decir al pueblo lo que se quiere porque se sabe que no existe, a lo menos como masa compacta, activa, susceptible de empujes formidables y ciegos. Me explico que Rosas, después de una larga tiranía, se haya embarcado tranquilamente, y que el doctor Francia, maravilloso basilisco, haya muerto de viejo; no tenían que temer el puñal de la venganza anónima. Detrás del regicida o de la Corday palpita siempre un pueblo desesperado, el de las verdaderas revoluciones, que en América falta por la baja densidad de población, y sobre todo -gracias a los dioses- por lo soportable de la vida. En Europa es distinto. En Europa hay 8 ó 10 revoluciones latentes. Francia incuba el monstruo en las minas y en los talleres, España en los barrios bajos de Barcelona, Italia en los de Milán y Turín y en las campiñas del sur, Rusia en todo el territorio; Inglaterra tiene también su revolución, pero en la India. Es difícil imaginar la crueldad con que los gobiernos intentan reprimir lo inevitable. Cuando las matanzas de Polonia en mayo de 1908, las autoridades, una vez proclamado el estado de sitio, publicaron el siguiente aviso: «Se nos pregunta si es permitido salir pasadas las nueve   —210→   de la noche. Informamos a los habitantes que no hay ninguna prohibición al respecto». Y una señora escribe: «Después de cenar me asomé con los niños a la ventana. A eso de las nueve y media, cuando la calle estaba casi desierta, vimos salir a una mujer de una casa próxima y dirigirse con prisa hacia la calle Pavia. Supimos más tarde que era la mujer de un obrero, y que iba a buscar un médico para su hijo que se había enfermado de repente. Aparece un soldado, se echa el fusil a la cara, y la deja muerta a sus pies... Los niños gritan. El soldado levanta la cabeza y, amenazador, se pone a apuntar a la ventana. Cierro y me llevo a los niños... Hacia las cuatro, me acerco a la ventana. La calle está desierta. Se oye el paso cadenciado de los agentes. De repente, un hombre sale de nuestra casa. Ala luz de un farol distingo sus facciones. Es M. Laudan. Sus amigos no querían dejarlo partir, pero él se empeñó en volver a su casa, donde le esperaba su familia, llena de angustia. Apenas da unos pasos y un soldado surge, lo agarra y lo golpea. Veo al militar registrar los bolsillos de M. Laudan y golpearle aún. Después un bayonetazo en la cabeza. M. Laudan, ensangrentado, cae. El soldado se aleja con su paso tranquilo. Al cabo de algún tiempo, veo a M. Laudan arrastrarse en cuatro patas hacia Pavia y desaparecer a la vuelta de la calle...».

En las cárceles de Rusia, los centinelas tienen orden de fusilar a los presos por las ventanillas de los calabozos. Recientemente, en Riga, asesinaron así a Emma Doster, a Emma Podzine y a Eduardo Peña, prisioneros políticos. Pela estaba peinándose: sonó un tiro y una bala le atravesó el cráneo. Emma Podzine fue herida en el vientre. Predkalne, el 15 de noviembre último, interpeló al gabinete Stolypine sobre estos hechos. La Duma encarpetó el asunto.

Esperamos que en la América Latina se hagan imposibles hasta las seudo-revoluciones. El ambiente se transforma; el ejército, mejor pagado, es más útil: se trabaja y se lucra fuera de los ministerios y de los comités; la riqueza aumenta; el cuerpo nacional, más pesado y más sólido, no se convulsiona en un dos por tres; los telégrafos y los ferrocarriles son órganos de paz, y los progresos de la moral cosmopolita se oponen a ciertos complots internacionales. Hemos tenido el gusto de ver fracasar unas cuantas «revoluciones» seguidas (Argentina, Paraguay, Uruguay) y sin duda fracasará la que se nos promete como el número más interesante de los festejos del centenario.

[LA RAZÓN, 11 de marzo de 1910]



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ArribaAbajoPío X

Es el suyo un pontificado movido. En poco tiempo hemos presenciado la campaña antimodernista -bastante justificada puesto que ante lo Eterno nada hay moderno, ni para Dios puede haber novedades-; la agarrada con Roosevelt, que a causa de ocurrírsele rechazar la audiencia condicional del Papa se ve ahora tratado por los católicos de Estados Unidos con una frialdad de mal agüero para las próximas elecciones; el alboroto que produjeron entre los protestantes alemanes a los desahogos sobre la reforma; las armagas consecuencias de la ruptura con el estado francés; el cuerpo a cuerpo con Canalejas; la revolución de Portugal... Y el último golpe es el que más duele; sin esperar el dictamen del Santo Oficio, Pío X ha revocado en sus funciones a monseñor Netto, patriarca de Lisboa, que se había adherido con excesiva celeridad al gobierno de Teófilo Braga, profesor y hereje.

En Francia el número de los niños que practican el culto romano disminuye sin cesar. El Papa, en una reciente encíclica, ha intentado volverlos al redil imponiéndoles la primera comunión a los siete años, en vez de los doce, resucitando así los métodos tradicionales de los antiguos concilios. La edad de la escuela laical y del taller socialista se va haciendo impermeable a ciertas ceremonias litúrgicas. Sólo dentro del hermético recinto de los seminarios se conservan hasta más allá de la adolescencia ejemplares humanos sensibles a los reactivos del altar. A los siete años comulgarán doble número de niños que a los doce -admitámoslo-; pero, ¿dejará huella en sus almas el sacramento? ¿Se sentirán ligados, comprometidos por él? Monseñor Chapon, obispo de Niza, lo duda; en cartas confidenciales, que han visto la luz merced a la indiscreción de un prelado, se lamenta del frívolo prosaísmo con que se administrará la Eucaristía a seres casi inconscientes. El escándalo de esta irreverencia ha sido grande, y el retiro de monseñor Chapon -a quien no salva la honestidad de su apellido-, es cuestión de semanas.

Por otra parte, una porción de sacerdotes, filólogos, entre los cuales se destaca el abate Loisy, estudian las sagradas escrituras con el rigor crítico de la ciencia contemporánea. Ninguno de ellos se acuerda de que la Biblia, según el Syllabus, es una taquigrafía tomada al Todopoderoso. Monseñor Duchese -elegido miembro de la Academia Francesa- se ha hecho culpable de una exégesis demasiado sensata y un jesuita le acusa ante el tribunal de la Inquisición. La disciplina del conocimiento y las   —212→   fuerzas sociales se organizan, en toda su enorme plenitud, a espaldas del Vaticano. Mientras la Iglesia subsiste invariable, el mundo crece; el cataclismo es una lámpara que nos hemos olvidado de apagar al amanecer. Apenas perceptible, sigue ardiendo en medio del día, ella, que nos ha protegido en medio de la noche. El mundo no es ya una prolongación del templo. Lo grave es que no se opone al templo, sino que lo ignora; no dice cosas contrarias, sino que emplea un lenguaje diferente. La conciliación es absurda, fuera de lo inefable. Con buena voluntad, fabricaríamos un Dios seudo-científico, legislador de los átomos, pero no sería el de Pío X. El cólera no diezma hoy a los beduinos por ser musulmanes, a los mujiks por ser cismáticos, ni a los napolitanos por ser apostólicos, sino por ser ignorantes y puercos. El nuevo Dios no castiga tanto la falta de fe como la falta de higiene.

Se trata de defender al Dios viejo. La religión católica y todas las religiones se apoyan en un fondo real: el sentimiento de lo infinitamente misterioso. Este fondo es común a la ciencia, y los sabios de verdad son los que descubren, no más certidumbres, sino más misterio. El mejor fruto de la sabiduría es saber medir la profundidad de lo que no se sabe. Hay supersticiones de la ciencia como de la religión, y el librepensador de café, hermano gemelo del santo de sacristía, está convencido -¡infeliz!- de que el telégrafo Marconi y los aeroplanos ponen en el mayor ridículo a San Pablo, a San Francisco de Asís y a Santa Teresa, por eso, para el vulgo, que no puede más que pasar de una superstición a otra, el divorcio con el catolicismo es fatal. ¿Se retardaría tomando al misterio primitivo, al silencio ardiente de las primeras comunidades, hasta que se fuera obteniendo un idioma religioso que se adaptara a nuestra época? Pío X, lejos de continuar la política flexible de León XIII, se obstina en subrayar los dogmas menos dignos de excusa. Niega la sepultura cristiana a quien no haya confesado y comulgado, y lo curioso es que, dentro del dogma, se ingenia en asegurar los recursos pecuniarios de la Iglesia, permitiendo, por ejemplo, la cremación de los cadáveres, y favoreciendo a la compañía de Jesús, hábil banquera, la cual, después de la constitución Sacrorum antitistum, que prohibía diarios y revistas en seminarios y conventos, es obsequiada con el monopolio de esa misma prensa, gracias a un escrito pontifical. Está bien... pero, ¿porqué no dejar dormir -y morir- los dogmas anacrónicos, de los que nadie se ocupa, ni siquiera para refutarlos? ¿Acaso la Iglesia no se ha transformado, añadiéndolos, hasta en el siglo XIX, como el de la Inmaculada Concepción   —213→   (1854) y el de la Inefabilidad (1870)? Que se transforme abandonando los más intolerables...

Pío X no lo entiende así. ¡Tipo dramático el de este Papa, remachando con furia los clavos que fijan el catolicismo a las edades muertas! Algunos cardenales obedecen de mala gana. Uno de ellos decía:

-Nuestro Santo padre peca sobre todo de una leve ceguera que le impide ver y juzgar con tino las tendencias de nuestro tiempo. ¡Ah! Quiera Dios abrirle los ojos... o cerrárselos -añadió dulcemente.

[LA RAZÓN, 3 de diciembre de 1910]




ArribaAbajoMañas que pasarán

Entró de pupila pobre de uno de los numerosos colegios del Sagrado Corazón que hay por ahí. Pagaba quince pesos mensuales. Tenía doce años, y su padre, que ciertamente no brillaba por su intelecto, la venía a ver de cuando en cuando. Las hermanitas la hacían limpiar la cocina, lavar los pisos. Empezó a toser, demacrarse, siguieron obligándola a lavar pisos, lo cual no la alivió. Apenas ya podía tenerse en pie. Se arrastraba. Sus compañeros abogaron por ella ante la madre superiora, pero la santa mujer contestó: «Son mañas que pasarán».

Sí, la niña no tenía nada. Un poco de tisis. Cuando al fin, no hace muchos días, el padre la sacó del venerable establecimiento, y la hizo reconocer, supo que estaba tuberculosa en último grado. Mañas que pasan... que quizá hayan pasado con la mártir para siempre en la hora en que mi pluma la recuerda.

¿Habría sido menos cruel su destino en un colegio laico? No sé... no creo que haya gran diferencia entre ser sierva de laicos o de religiosos. ¿Y en una casa particular? Lo dudo. ¡Hay tantas damas excelentes que buscan con ansia una huerfanita que criar, un pequeño organismo a quien hacer sufrir, sin desembolso y en propiedad absoluta! Y no olvidemos que las niñas muy pobres son todas huérfanas. Si resucitara Dickens, el pintor de la infancia perseguida y torturada, o le faltarían asuntos.

Tener padres es cuestión de dinero. Y tener hermanas. Las del Sagrado Corazón reserva su fraternidad para las pupilas ricas. No nos   —214→   indignemos; se figuran que Dios existe separado de los hombres y le consagra la mayor parte de su lástima, repartiendo el exiguo resto entre los privilegiados pecadores con cuyos fondos se alimenta el culto. Da gozo ver esas fotografías de Caras y Caretas y del P.B. T., donde aparecen los obispos rodeados de sus devotas amigas, sudando lujo, o donde se nos muestra un elegante sacerdote, invitado a una partida de caza, y ocupado en bendecir a los perros. La Iglesia concede a los ricos el cielo y la tierra. En cuanto a los pobres, que se contenten con el paraíso.

Niña mía, si los tormentos de la tisis, que se te habrá enseñado a aprovechar, te aseguran la salvación eterna, ¿qué más puedes pedir? No te engañaron; Dios habita tu ulcerado pecho, y subirás al paraíso. Pero no encontrarás allí a las hermanitas del Sagrado Corazón, ni a la madre superiora. Quisiera que estuvieran contigo, y no es posible. No es que sean perversas, no... Tienen mañas que pasarán. Es que no saben. Es que adoran el ro y la fuerza; es que están todavía engañadas por simulacros. Compadécelas. ¡Hace tanto tiempo que se fue tu padre Jesús! Él te hubiera dicho: «anda, hija mía: tu fe te ha sanado». Y correrías al sol, entre las flores, y serías feliz. Te hacían lavar pisos, hacían poner en cuatro patas tu cuerpo flaco, porque no conocen a Jesús, las desdichadas idólatras de un corazón pintado no reconocen a Jesús...

Y, sin embargo, Cristo, en punto a cristianismo, es también una autoridad. Pero no está a la moda. Los cristianos de hoy le consultan poco. Suelen preferir otros directores. Se han hecho materialistas, se han rodeado de fetiches, necesitan pedazos de palo que adorar, que besar, y en su odio a todo lo que sea espíritu, han cubierto de tatuajes la bella tradición. No han leído a San Pablo. Y sus plegarias chorrea un meloso prosaísmo que sublevaría, no digo a los dioses, sino a cualquier mortal de buen gusto; no han conservado la pureza primitiva de su credo, y pretenden refrescarlo con alucinaciones de semiimbéciles como la Alacoque; no recuerdan que los preceptos del Fundador se reducen a uno: amar, y envenenados de política, de codicia y de ambición, o sea de odio, practican una beneficencia que es la caricatura siniestra de la caridad. Y los no cristianos me inquietan doblemente, pues difícil es volver la espalda al cristianismo sin volvérsela al amor. ¿Y qué será de nosotros sin amor...?

¿Vives aún, niña doliente? Te irás; llegará un instante en que el fatigado fuelle de tus pulmoncitos echará su último soplo. Sí; esta atmósfera es aún irrespirable. Quizá no seamos tan malos como lo   —215→   parecemos, pero parecemos muy malos, parecemos demonios, y entre nosotros los ángeles se enferman y huyen espantados, perdónanos, niña, y desde el seno de la infinita sombra, que para ti será la infinita luz, ruega porque nuestros vicios pasen, ruega para que pasen nuestras mañas...

[LA RAZÓN, 28 de octubre de 1909]




ArribaAbajoLa poesía en los salones

Está poniéndose de moda en el gran mundo, no ya declamar, sino componer versos. Los aristócratas se dignan hacer una benigna competencia a los poetas profesionales. Se trata de inspiraciones de círculo y éxitos de salón. Los autores se molestarían si los admirase el público anónimo. El público, por otra parte, no se ocupa gran cosa de esa literatura de etiqueta. Todo habría debido continuar así, hasta que hubiera pasado tan inocente manía. El statu quo quedaba definido en el libro del señor barón G. de Parrel: Sous les lustres, que nos da la lista de los más célebres conductores de cotillones y de los más notorios conferenciantes, escenógrafos y artistas mundanos. Es una obra que «los intelectuales se abstendrán de juzgar». ¡Su profunda ignorancia les descalifica! Enterémonos, pues, en respetuoso silencio, de las delicias que no tenemos derecho a compartir con los amigos del barón de Parrel. Y con las amigas... porque en la alta sociedad parisiense las damas devotas de la rima y del ritmo dejan atrás, tanto por el mérito como por el número, a los caballeros. Se nos asegura que las tertulias de la condesa de Villarson, de la baronesa de Sardent, de la condesa Charles de Pomairols, son algo exquisito. A ciertos académicos se les permite asistir. Pero la reina de estos torneos elegantes es la señora duquesa de Rohan. Su fama de poetisa es enorme entre sus relaciones, y me arriesgo a traducirlos, al pie de la letra, el comienzo de uno de sus mejores poemas:




Visión de ensueño


Madre, bendice a tu hijo; va a hacer la guerra,
a defender su patria, y la viña y el trigo,
los palacios, los hogares donde el grillo se soterra;
pero al dejaros a todos su corazón está abrumado.
—216→
Hasta la vista, hijo mío, el buen Dios te proteja,
que vele sobre tus días y te traiga al puerto;
del peso de mis tormentos quisiera que me alivie
y haga de tu corazón el de un hombre fuerte.



En francés resulta todavía más hermoso. La duquesa de Rohan no desdeña alentar a los principiantes.

¡Nobles desahogos de almas aparte, protegidos contra la crítica grosera por una discreta y perfumada penumbra! Todo iba bien, cuando de pronto, gracias a una distracción de la señora de roha, su nombre rodó de boca en boca, algunas no muy limpias, y París entero soltó una inmensa carcajada.

La duquesa, en efecto, mandaba invitar, para sus tés poéticos, a Verlaine, muerto desde hace doce o quince años. He aquí el sobre de la invitación: A M. Paul Verlaine, aux bons soins de M. N. Fasquelle, éditeurs, Paris. ¿Cómo se supo? Todo se sabe... La pobre duquesa de Rohan concedió audiencias a los reporteros, y explicó que la culpa era de un secretario, no, de un simple ayuda de cámara, encargado, por su linda escritura, de poner las direcciones de los invitados, el cual, viendo un volumen de poesías de Verlaine, envió un convite extra por cuenta suya y por intermedio del editor... ¡Ah! Es necesario ser excesivamente estúpido, aun entre los ayudas de cámara, para ignorar la muerte de un Verlaine.

Lo malo es que París no pareció convencido de la historia, y lo peor es que la duquesa tampoco, puesto que habló nuevamente del asunto a un reportero del Paris-Journal, diciendo: «He invitado a M. Paul Verlaine, es cierto, pero se entiende, claro está que me refería al señor Verlaine hijo, que suele unir a su nombre de pila el de su ilustre padre... ¿Como llegó la invitación a manos del editor Fasuelle?... Es un misterio... El cuento no ha hecho reír más que a los que no me conocen».

Sin embargo, 1) El hijo de Verlaine, mayoral de tranvía, jamás se ha llamado sino Georges Verlaine; 2) El Mercure de France ha recibido dos invitaciones de escritura idéntica a la de la invitación de que la duquesa se declara responsable, y dirigida a los poetas Guérin y Samain, tan difuntos, ¡ay!, como Verlaine...

Sólo se ríen de la duquesa los que no la conocen. Pero es demasiada gente. Por lo demás, la avería de los tés poéticos carece de importancia.

  —217→  

En ellos lo que importa es el té, y los verdaderos poetas ni han muerto, ni han vivido nunca para la duquesa de Rohan y compañía.

[LA RAZÓN, 4 de junio de 1910]




ArribaAbajoExtravagancias

Los hombres de ingenio y los elegantes de otras épocas han cultivado la extravagancia con un brillo que echamos de menos hoy. Los artistas, vestidos de poesía, y los dandis -poetas del traje- concentraban sus tiros sobre los burgueses y la Academia, que es la burguesía del talento. Era una brusca protesta contra la beocia circundante. Necesitaban quebrar el hielo de las conveniencias sociales, en que patinan con ridícula dignidad los filisteos; necesitaban sumergirlos de un golpe en el agua fría del asombro. Hace más de un siglo, un buck English entra en un hotel, riñe con un sirviente y lo mata; a las reclamaciones del dueño, replica que le pongan el muerto en la cuenta. Brummel, siempre squire, hipnotiza a la aristocracia inglesa y al mismo rey con la insolencia glacial de sus refinamientos de indumentaria y con su tedio exquisito. Era el tirano de los salones, donde se dignaba aparecer un instante. Se hacía charolar la suela del calzado; «si no está charolada toda la suela, decía, ¿cómo estaremos ciertos de que el canto lo está?». El humou de Brumel era odioso. Visitó una vez los lagos del norte de Inglaterra. A su regreso le preguntaron cuál le pareció más bello.

-Están muy lejos de la calle Saint James... -contestó el dandy bostezando. Pero su interlocutor insiste. Brummel entonces interroga a su criado-: Robinson, ¿cuál de los lagos me gustó más?

-Me parece que fue Wintermere, señor.

-Así debe ser -añade el dandy-; Wintermere... ¿le satisface a usted esto?

Según la perfecta frase de Paul de Saint-Victor, el mundo, para Brummel, terminaba en sus uñas. Los estetas pusieron una nota decorativa en el dandismo; Oscar Wilde, paseándose en público con un lirio en la mano, nos ofrece una transición al D'Annunzio de 1901, deshojando un haz de rosas en los umbrales de su maestro Carducci. Pero Whistler, deliciosamente compuesto, no cenaba en los restaurantes a la moda sin antes lanzar un largo rugido de pantera.

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La mejor bohemia es parisiense. El conde de la Palférine, en la Comedia Humana, oye con placidez los desesperados reproches, las súplicas que le dirige la madre de una joven seducida... «Señora, responde el magnífico bohemio, ¿qué quiere usted que haga? No soy cirujano ni partera...». Todos conocéis la gracia tenue de los tipos de Mürger. La banda de Musset era canora, caballeresca y galante. Villiers reclama a la reina Victoria la isla de Malta, que según él le pertenecía por herencia de sus antepasados. En Barbey d'Aurevilly el dandismo se hace expansivo, coloreado, armonioso, espiritual; se hace francés. Brummel rompía rara vez el silencio; era el magnetizador de un rebaño; la conversación de Barbey deslumbró a la sociedad más aguda de Europa. «He conservado de él, cuenta Marta Brandés, visiones precisas; en un salón, sin dejar de charlar, tenía en la mano una copa de coñac del que no derramaba ni una gota -¡y Dios sabe cuánto gesticulaba!-; en la otra mano tenía un espejito para ver lo que ocurría detrás de él...». Era el encantador despotismo de un Rivarol. Cundo había alguna cara que no le gustaba en la tertulia, Barbey enmudecía obstinadamente. En casa de Mme. Daudet, por culpa de un caballero de exigua estatura que le fue antipático, el autor del Chevalier des Touches no dijo una palabra en toda la noche. El hombrecillo por fin se despide; iba a desaparecer, pero Barbey, tomando un lápiz de una mesa, lo llama a gritos: «¡Señor!... ¡señor!... se ha olvidado usted su bastón...».

Hubo en Madrid, hace doce o quince años, un discípulo de Barbey d'Aurevilly: Ramón del Valle Inclán. Acaso, ahora que ha llegado, si no a la fortuna, a la gloria literaria, se ría de sus extravagancias juveniles. Valle Inclán, en el ambiente más refractario de la tierra a ciertos desplantes, tuvo el heroísmo de llevar una melena enorme que amotinaba a la población. Este dandy, con rostro de Cristo bizantino, mantenía relaciones con la esposa de un catedrático de química. La resignación del químico indignaba a Valle Inclán. Le pisaba en la calle. «¿qué ha sido? -balbuceaba la víctima-. Ya lo ve usted: un pisotón»... En el foyer de un teatro, Valle Inclán desuella a veces los dramas de X... literato célebre por sus desgracias conyugales. «Caballero, interrumpe uno de los presentes; no le consiento que siga hablando.

-¿Quién es usted? -pregunta Valle Inclán-. Soy el hijo del señor X-. ¿Está usted seguro? -replica apaciblemente el admirable cuentista de las Sonatas.

¡Pobre Valle! Discutiendo en un café le dieron un palo en la muñeca y hubo que cortarle el brazo. Palo simbólico. La bohemia ha muerto:   —219→   quedan los atorrantes. El arte se industrializa; las extravagancias se vuelven imbéciles. Ya no se mata con una ocurrencia; es necesario sacar el revólver. No hay dandis. Hay la brutal ostentación de los millones. En Nueva York las damas de la Quinta Avenida hacen reproducir sus efigies en estatuas de oro macizo, y en parís los rastas hacen cocinar tortillas con billetes de mil francos en lugar de carbón... Para encontrar la ironía de buena ley, preciso es subir a los patíbulos. El salvaje bandido Liottard, ante la guillotina, contesta al magistrado que le exhortaba a tener valor.

-No se preocupe usted por eso...

[LA RAZÓN, 14 de mayo de 1910]




ArribaAbajoJohnson

El mejor de los boxeadores negros ha vencido al mejor de los boxeadores blancos. Es algo escandaloso. Johnson se ha olvidado de que pertenecía a una raza inferior. Sus homocromos caníbales no se olvidan de que la carne de blanco es la más exquisita de todas. Se acaban de comer en África dos misioneros. Pero Johnson no quería comerse el cuerpo de Jeffries. Quería comerse su alma. Es un negro civilizado. Triunfó, no solamente por el músculo, sino por la perseverancia y por la inteligencia. Energía bruta, y también habilidad y voluntad. Es el triunfo del hombre completo. Sus puños han caído sobre el rostro blanco, y lo han hundido en la sombra. ¡Oh trompadas infamantes como bofetadas! Transmitidas por telégrafo a medida que las recibía Jeffries, pocos instantes después las sentían en su piel los norteamericanos. Y muy pronto las ciudades de la Unión reproducían la tortura, mediante sus cinematógrafos. Gracias a un film, las generaciones podrían contemplar, hasta la consumación de los siglos, la imagen viva de la derrota de Jeffries, la caída de los puños negros sobre el rostro blanco. ¡Oprobio nacional! Y en gran parte del territorio de los Estados Unidos, los blancos empezaron a linchar negros con doble animación que de costumbre.

Observemos, a fin de excusarles, que los paisanos de Roosevelt -el cual, siendo presidente, sentó a un negro a su mesa- han sido heridos en una fibra más sensible aún que la racial y patriótica: la fibra propietaria. Por añadidura, Roosevelt, que representa casi matemáticamente   —220→   a sus electores, identifica las dos. Durante su última gira, ha repetido en el Cairo, en Roma, en Berlín y en París, que el primer deber del ciudadano es hacerse rico. Es un deber patriótico. Pues bien, la mayoría de los yanquis blancos habían apostado 10 a 6 por Jeffries. ¿Comprendéis ahora toda la extensión del desastre? El dinero, que con tanta facilidad suple a la honra, con ella naufragó. Y luego la ira de errar el diagnóstico, de haber sido engañados... ¿por quién? Esto exige una breve digresión analítica.

Si juego a cara y cruz, en ignorancia absoluta de la suerte, apostaré a la par, 6 contra 6. Si sé de antemano que hay trampa, pero ignoro en obsequio de quién, seguirá apostando a la par. El dato me es inútil. Y he aquí lo curioso: si habiendo ya perdido, me entero de que hubo trampa, protesto indignado. ¿Por qué? Porque de haber sabido antes de jugar, el «sentido» de la trampa, habría estado a mi contendiente. No aprovechar la ocasión de estafar a mansalva, equivale a ser estado por el prójimo y no hay juego sin trampa. A cara y cruz, lo único justo sería que las monedas quedasen de canto. En la más equitativa ruleta de la tierra, la bolita se decide a preferir un número, uno sólo -al menos, aquella vez-, un número favorecido por la naturaleza oculta. Los que apostaron 10 a 6 -¡Jeffries!- le creyeron favorito probable de las trampas de una patriótica naturaleza, amiga de los Hombres Pálidos. Y la naturaleza se puso del lado del negro. Y ellos, a quienes nadie impedía apostar por Johnson, juntaron a sus otros dolores, la rabia de haberse estafado a sí mismos.

Johnson, si se me permite emplear términos de fotografía, es un negativo que nos revela las líneas inesperadas de la realidad. Johnson -Menelik en tournée- ha demostrado al mundo que los negros, como los amarillos, son capaces, en ciertas condiciones, de vencer a los blancos. ¡Oh, la alegría de Johnson, la alegría de este hijo de la esclavitud; la sonrisa de los dientes blancos que deslumbran en el rostro negro! Blanco, negro... ¿qué importa? Ilusión de los odios. Los blancos odian a los negros, como se odian entre sí; pero la diferencia de color facilita la caza. Las casillas de un tablero de ajedrez se pintan alternativamente de negro y de blanco, para comodidad de los adversarios. Pura fórmula. Hay un rey blanco y un rey negro; mas lo esencial es dar jaque mate al otro. ¡El otro es el enemigo! Debajo del barniz negro o blanco corre la sangre, y la sangre es siempre igual, es siempre roja. Son las sangres las que se aborrecen.

[LA RAZÓN, 20 de julio de 1910]



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ArribaAbajoLos prestigios de la guerra

No pasa día sin que en alguna parte de la tierra retumbe el cañón. Y por cada libra de pólvora que se quema existen innumerables toneladas que sólo esperan una orden, un signo, un roce ligero para estallar. La montaña de combustibles aguarda una chispa. Miles de millones de pesos se invierten anualmente en conservar y renovar los instrumentos de matanza, y millones de soldados están listos a morir y a hacer morir en cuanto así se disponga. Por muy optimistas que seamos, confesemos que a pesar de los arbitrajes, de las conferencias y de las campañas de todo origen a favor de la paz, la guerra sigue sólidamente instalada en este mundo. Los estados menos belicosos se arruinan en armamentos y en efectivos, prueba de que entre la gente del alto negocio nadie confía en que disminuya la ferocidad de nuestra especie. La guerra continúa siendo amenaza para unos y comercio lucrativo para otros. Y la hipertrofia de los ejércitos acrecienta el riesgo. No se acumulan en vano enormes energías; locura es pretender que se mantenga indefinidamente inmóvil un órgano que se robustece sin cesar. Vencido de su propio peso, el alud se desplomará por fin, tanto más destructor cuando más tardío. Pasaremos del simulacro de las maniobras, a la realidad, y esa comedia de gran aparato que es la luz armada, concluirá en tragedia, porque nuestras armas no son de cartón y, tarde o temprano, la verdad se apodera del hombre.

¿Será mentira nuestro mejoramiento moral? ¿Quién negará que la guerra agresiva es un crimen, está muy puesto en la regla; pero ¿cómo es que encuentran tantos auxiliares desinteresados? Además, se dice que la guerra ha perdido su esplendor caballeresco. No concebimos hoy a Bayardo. Ya protestaba don Quijote contra la endemoniada artillería, «con la cual se dio causa a que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero», y añade: «estoy por decir que en el alma me pesaba de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es ésta en que vivimos...». Olavo Bilac, en uno de sus deliciosos artículos, exclama: «La espada antigua noble, que fulguraba en las manos de Alejandro, es hoy una reliquia de museo... El arma moderna es un revólver cobarde, que fulmina de lejos, como un rayo de la Fuerza irresponsable y anónima», y deduce: «¡Tanto mejor! ¡La guerra morirá, porque dejó de ser bella y gloriosa!».

Creo que la espada recién inventada no fue bella. Habrá parecido un pincho raro. Es el tiempo el que, al consumirlas, embellece las cosas, y por eso, cuando comienzan a ser bellas suelen comenzar a ser inútiles.   —222→   La guerra ha dejado de ser bella, lo que demuestra que prosigue viviendo. Acaso nuestras herramientas actuales sean la poesía de mañana, si no las reemplazamos demasiado pronto. La guerra vive, la guerra es fuerte porque ha sacrificado la vieja poesía, porque se ha incorporado a un siglo, porque ha progresado tal vez más de prisa que el resto de la civilización. La guerra triunfa todavía de la evolución moral porque se ha hecho científica, porque se ha convertido en un vasto trabajo inteligente. Ha organizado un tejido de oficios y de carreras. Ocupa casi todo un hueco de incontables cerebros, donde no hay ya lugar para ideas de altruismo abstracto, ni para ferocidades gratuitas. El artillero empleado en apuntar su cañón contra el obstáculo casi invisible no tiene nada de feroz. Es congénere del astrónomo que apunta su telescopio. No es un bestia sediento de sangre, ni un patriota abnegado, ni un apóstol de ningún credo. Es sencillamente un técnico. El tecnicismo es el alma de nuestra época. ¡Qué queréis! De tanto hacer máquinas, nos vamos haciendo máquinas, máquinas de pensar, máquinas de curar, máquinas de matar... Es lo mismo...

No es completamente lo mismo. Hace pocas noches, cruzaron cerca de la estancia donde resido, las fuerzas revolucionarias paraguayas, que habían levantado el sitio de Laureles. Un grupo de jinetes se detuvo frente a mi puerta. Era el caudillo José Gil con su estado mayor. Al ver salir de la sombra, anunciados por los destellos de los sables, aquellos rostros resueltos y fatigados, que una bala destrozaría quizá un momento después, comprendí el prestigio del peligro; que es la sal de la vida. Se trataba, es cierto, de una guerra muy chica, pero como ya ha replicado alguien, en las guerras chicas se hace lo que en las grandes: se muere. No hay vida intensa si no es junto a la muerte. Sentimos que únicamente a través de la muerte somos eficaces. Aun a medias transformados en máquinas, anhelamos ser máquinas heroicas. Y eso es el crimen de la guerra contemporánea: un tecnicismo heroico. No se suprime sino lo que se sustituye, y como la humanidad no puede renunciar al heroísmo sin traicionar su destino sublime, necesario es uscar otros tecnicismos heroicos que absorban el de la guerra. La esperanza, en estos instantes, luce del lado de los admirables sports de los Shackleton y de los Blériot. Luce también del lado del antimilitarismo activo, porque, sin duda, el soldado que se niega a la agresión internacional es más audaz que el esclavo de la disciplina. Y además es menos máquina...

[LA RAZÓN, 27 de octubre de 1909]



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ArribaAbajoTerror

No puedo abrir un diario sin encontrarlo salpicado de sangre. Los gubernistas de Nicaragua han fusilado a setecientos prisioneros, ante una multitud frenética fueron guillotinados en Valence tres hombres: «La sangre de los condenados corría por los rieles del tranvía hasta una distancia de cincuenta metros y la gente tenía los pies, húmedos de sangre». En los Estados Unidos siguen linchando negros. El último fue ahorcado, luego baleado, luego quemado: «antes de procederse a la incineración, la turba cortó la cabeza del negro, que fue clavada en la punta de un bastón y paseada por las calles; los manifestantes le sacaron el corazón y lo cortaron en pedazos menudos, que se repartieron como recuerdo». Ved después de las matanzas de Barcelona a Ferrer ejecutado; ved después de las matanzas del 1.º de mayo en Buenos Aires a Falcón dinamitado. Sangre... Máuser, horca., puñal, guillotina o bomba, ¿qué más da? Todos estos instrumentos me causan la misma tristeza; todos representan la misma desalentadora realidad, parecen distintos pero no lo son; complicado es el mecanismo del fusil moderno, y complicado el mecanismo legal que mueve las guillotinas y levanta las horcas, pero la esencia de ambos es hacer sangre, es dejar tras sí el trasto uniforme de la bestia humana. Yo quiero creer que somos mejores, que seremos mejores, que avanzamos, y no se avanza sin sangrar, sin desgarrarnos. Yo sé que a veces el esfuerzo se vuelve convulsivo, y hay que herir y hendir pronto, buscar el futuro y arrancarlo de las entrañas de su madre muerta. ¿Y si fuera mentira? ¿Si al llevar el ideal en los labios, lleváramos en las manos la venganza? ¿Si en lugar de ser cirujanos fuéramos asesinos? ¿Había luz en las conciencias de los que condenaron a Francisco Ferrer? ¿Había luz en la del anarquista que condenó a Falcón? Porque no es otro el problema. Necesitamos la luz. Necesitamos el profeta que diga: «matad», ya que no somos capaces de comprender la voz dulcísima que hace dos mil años nos dijo: «no matéis».

En las almas no hay luz. No hay sino terror. Es el terror quien mata. Jamás se apoderó de una sociedad un terror semejante al que como un sudario negro ha caído sobre la Argentina. Al primer estampido de la dinamita, este pueblo de republicanos ha gritado: «¡el zar tenía razón!». Mientras los jesuita del Salvador, con sus alumnos armados de carabinas, desfilaban ante el cadáver del coronel, la policía, imponiendo silencio a cinco millones de hombres libres, preparaba la caza al   —224→   proletario. ¡Admirable ejemplo de la futilidad de las leyes! La constitución, prostituida en cada campaña electoral, fue declarada impotente para reprimir un delito común. Tres mil obreros fueron deportados o enviados a presidio. Las detenciones continúan. Si el autor del atentado no estuviera preso, no habrían quedado en Buenos Aires más que los que viven de sus rentas. El juez se contenta con tres mil cómplices. En la sombra espesa y muda que invade a la metrópoli, sólo se distinguen las garras del gendarme, protectores del dinero porteño. Los inmigrantes rusos son rechazados en la dársena. La Argentina, sentada sobre sus sacos de oro, ganados por el gringo, llora de ser tan hospitalaria. «¡Ingratos!» dice a los innumerables trabajadores que sudan en los campos, en los saladeros, en los talleres, en las fábricas y en los docks, enriqueciéndola sin límite. «¡Ingratos!» repite a los centenares de inocentes que manda al presidio. El terror tiene su lado cómico. Tiene también su alcance instructivo. En estos choques un país se vomita a sí propio; es el momento de estudiarlo. Estudiad, pues, la desesperación con que Buenos Aires defiende su bolsa del espectro anarquista; Buenos Aires, la ciudad-estómago, donde los tribunales han castigado con cuatro años de cárcel a un infeliz que había robado un dedal, y con seis a otro, que había sustraído un pantalón. Pero no es únicamente Buenos Aires, no; es la América Latina entera donde no hay más Biblia que el registro de la propiedad, donde la escuela honra el afán de lucro como una virtud y los padres predican a sus hijos la codicia. Ni siquiera imitáis ya a la América sajona. Allí nacen religiones nuevas, en tanto que vosotros no tenéis religión, puesto que os devora el clericalismo. Allí los millardarios intentan hacerse perdonar, y fundan establecimientos públicos. ¿Quién se avergüenza aquí de su fortuna, y ante quién se avergonzaría, si cuanto más rico más venerado se es? Locura es figurarse que un régimen de avaricia puede ser un régimen de paz; la avaricia es forma del odio como la rabia homicida; en ella se transmuta y de ella brota. Las persecuciones de hoy traerán las bombas de mañana, que traerán otras persecuciones y la sangre renueva el terror que hace verter más sangre.

[no tiene fuente]



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ArribaAbajoLa pluma

Miro mi pequeña pluma de acero, pronta al trabajo, y pienso un instante:

-Es descendiente legítima del genio más alto de la humanidad, del Prometeo que surgió en una lejana era geológica y robó el fuego de la Naturaleza. Es nieta de los rudos vulcanos que aprendieron a concentrar la llama en hornos de barro, separar el hierro de la escoria y dejar en la fundición el carbono indispensable. Es hija de los forjadores del Asia que descubrieron los efectos del temple, y fabricaron las hojas damasquinadas proveedoras de tronos. En ellas hay un átomo de la fatiga y de la angustia de los esclavos que faenaban con los grillos en los pies. Y como está hecha a máquina, veo hundirse en el pasado otra rama de su inmenso árbol genealógico. Ha salido de la palanca y de la rueda, de la mecánica y de la geometría; luce en ella un destello de Pitágoras y de Arquímedes, de Leonardo da Vinci, Galileo, Huyghens y Newton. Ha salido del empuje del vapor cautivo en los émbolos, y si por la metalurgia se emparienta con la química, por el vapor se enlaza a la termodinámica, y a la pléyade de los héroes industriales de la pasada centuria. Para crear la pluma, los mineros enterrados vivos penan en las trágicas galerías, al resplandor tembloroso de sus lámparas. Por ella perecen, asfixiados o quemados por el grisú aplastados por los desprendimientos, ahogados por las inundaciones subterráneas, o lentamente destruidos por la enfermedad. Y para llegar hasta mí, la pluma ha viajado a través de los continentes y de los mares, ha utilizado todos los recursos de la ingeniería civil y naval; para traérmela, el maquinista, colgado de su locomotora, ha pasado las noches, bajo el látigo de la lluvia, con la mirada fija en el vacilante fulgor que la linterna arroja sobre los rieles, y el maquinista del steamer, en la atmósfera febril de las calderas, ha espiado durante un mes la aguja de los manómetros, mientras el piloto consultaba la brújula y el marino interrogaba los astros. Los pueblos y los siglos, las ciencias y las artes, las estrellas y los hombres han colaborado para engendrar la oscura plumita de acero...

«Lo pasajero no es más que símbolo», decía Goethe. Y ciertamente la efímera pluma -tan efímera que por la labor de un día se anquilosa, se oxida y sucumbe- es símbolo de algo maravilloso ejemplo de la asociación, representa el dominio de nuestra especie sobre la inquieta y amenazadora realidad. No podrían encerrarse en este humilde pétalo de   —226→   metal tantos esfuerzos, tantos dolores, tantas ideas, tanto espacio y tiempo humanos si no fuese una verdad sublime que hemos domado el planeta, que transportamos la materia con la rapidez del viento y el espíritu con la del rayo; que hacemos uno por uno prisioneros a los salvajes seres sin forma que nos rodean, y nuestros ojos empiezan a medir la distancia que nos separa de otros mundos. No lo dudamos: cuando hayamos conseguido condensar toda nuestra alma, todas nuestras almas en un punto -acaso más exiguo que la pluma de acero- nos habremos apoderado de lo infinito efectivamente. ¿Y qué es nuestra historia, sino la historia de la asociación? Los individuos, las tribus, las naciones, las razas y las clases se exterminan entre sí. Todavía hoy se llenan de cadáveres los campos de batalla, y se gime en el hospital y en la cárcel, y se tortura y se ahorca y se fusila; y la dinamita lanza su gran grito desesperado... Y ved la pluma de acero, donde se abrazan y se funden esas fieras convencidas de que se odian... No, no nos odiamos aunque nos arranquemos las entrañas, porque el trabajo nos mezcla con una energía superior a las que aparentan dirigirnos, energía gemela de la que hace morderse y herirse a los sexos fecundos. Y mañana seguiremos ensangrentando la tierra, y asociándonos más estrechamente, y por lo mismo ensanchando nuestro poder sobre el universo. Llamad odio o amor a lo que nos precipita los unos contra los otros; ¿qué importa, si nos penetramos y nos confundimos, y la muerte nos renueva? El odio esencial es la indiferencia. No se odian los que creen odiarse ni los que creen amarse, sino los que se ignoran.

¡Oh pluma modestísima, que cuestas una fracción de centésimo y eres hermana de millones de plumas tan modestas como tú, y como tú condenadas a una breve y baja existencia! ¡Yo te respeto y te amo, y me pareces mucho más bella que la orgullosa pluma de águila que recogieron para Víctor Hugo en una cima de los Alpes! Yo quiero morir sin haberte obligado a manchar el papel con una mentira, y sin que te haya hecho en mi mano retroceder el miedo.

[LA RAZÓN 5 de abril de 1910]



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ArribaAbajoLa evolución de los mundos

Percival Lowell es un sabio astrónomo norteamericano. Es -una cosa rara- un sabio inteligente. La inteligencia no abunda, y quizá menos aún en los sabios especialistas que en los demás profesionales. La vida corriente, en efecto, puede por su misma diversidad católica despertar en nosotros esa electricidad mental que relaciona lo distante, y tiende sus hilos invisibles a través del mundo. Hay analfabetos inspirados. Pero la hermética existencia de un hombre exclusivamente consagrado, por ejemplo, a la arqueología etrusca, ¿no le embrutecerá del todo? Es muy posible. Se encuentran así profundos investigadores, célebres por sus descubrimientos -¿quién después de veinte o treinta años de labor rectilínea no descubre algo?- y cuya incomprensión, fuera de los detalles de su especialidad, asusta. Sin embargo, son en extremo útiles, porque hallan los materiales oscuros que mañana el talento organizará en luminosa síntesis. Leonardo -un artista- contribuye a fundar la mecánica moderna. Pasteur, que no era médico, revoluciona la medicina, y el médico Mayer, la física matemática. Los amores de la inteligencia son enciclopédicos. «Es plomo y no alas lo que es preciso dar al entendimiento», decía Bacon; hoy, ante la triste pesadez de nuestra ciencia, aconsejaría lo contrario.

No sólo es inteligente Percival Lowell: tiene por añadidura imaginación. Capaz de interpretar lo que ve, ha querido ver claro, lo que es cada día más difícil para los que miran las altas estrellas. La historia ha empañado la atmósfera de las ciudades al punto que se han hecho imposibles las observaciones practicadas en otro tiempo. El vaho de la inquieta multitud humana las roba el espectáculo de lo infinito. Nuestra agitación nos priva del tesoro celeste que gozaban los meditativos pastores de la antigua Caldea. El profesor Lowell no se ha sometido como la mayoría de los astrónomos -sabido es que el telescopio no parece susceptible de perfeccionamiento alguno- y ha instalado su observatorio en Flagstaff, en medio de los desiertos de Arizona, La soledad le ha puesto en posesión de la magnífica y silenciosa transparencia de la noche, y desde su retiro nos manda noticias del etéreo más allá. A fines de 1909 publicó un bello libro sobre Marte. Ahora otro, titulado La evolución de los mundos. ¡Qué poema sublime el del nacimiento y la agonía de los astros! Lowell hace desfilar ante nuestros ojos todos los planetas jóvenes, que son los más grandes, los más apartados del sol; el misterioso Neptuno, que gira al revés que sus compañeros, y cuyo   —228→   espectro presenta fajas inexplicables; Urano, que encierra sustancias desconocidas en nuestro globo; Saturno, candente como un ascua, cuajando a nuestra vista satélites nuevos con las partículas de su anillo; Júpiter, masa de densos vapores que hierven... Son los planetas-niños, demasiado grandes todavía para que asiente en ellos su planta el Dios del Génesis. Y luego los planetas que han comenzado a envejecer: Marte, medio seco, donde el deshielo de los casquetes polares, aprovechado por una hipotética humanidad, refinada y marchita, se filtra hacia el Ecuador, a lo largo de los famosos lagos que vislumbró Schiaparelli, y que al fin se han fotografiado, «tela de araña como las que la primavera extiende sobre el césped, finísimo retículo que va de un polo al otro... joya de hermosura geométrica»; Venus, barrida por los huracanes, lavada por la fricción de las mareas, cara al sol, con un hemisferio tórrido y otro glacial; Mercurio, igualmente inmovilizado sobre su eje, o poco menos, despojado de estaciones y de la alternancia de la noche y del día, planeta consumido, agrietado y árido, «osamenta de un mundo». En cuanto a la Tierra, ya camina hacia la desecación, que es la muerte. Los océanos se cargan de sales, el frío permite a las aguas descender a las capas geológicas inferiores, mientras en las regiones elevadas del aire el vapor se desprende y se disemina sin cesar; dejamos en nuestra marcha una estela fluida, y cuando hayamos perdido todo lo que es líquido y gaseoso, la Tierra, semejante a la Luna, su difunta hija, paseará por la inmensidad su propio esqueleto. ¡Trágico destino de estos cadáveres enormes, viajeros de la sombra, y para los cuales no hay tumba!

Según Percival Lowell, son los choques entre las estrellas apagadas, las estrellas negras, los que engendran nuevas nebulosas, nuevos soles y nuevos mundos. Hemos presenciado tales fenómenos. En 1901, cerca de Algol, brilló de pronto un astro, y se extinguió enseguida. Algunas semanas más tarde había en el mismo sitio una nebulosa, «moléculas impelidas tan sólo por la presión de la luz, escribe Lowell; como si dijéramos el humo de una catástrofe». Pero pensad en la materia dispersa continuamente por los confines del universo. ¿Quién recoge esos átomos, en su divergente fuga, si el espacio es infinito? Y si el pasado fue eterno, ¿por qué no se cumplió lo que tiene que cumplirse, el desvanecimiento total de las cosas? Acaso nuestra razón es más ancha que la realidad, y no concibe que el espacio concluye, que el tiempo termina y que el cosmos es una cárcel donde se gira sin esperanza.

[LA RAZÓN, 7 de abril de 1910]