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- V -

Hostegesis.-El antropomorfismo.

     De la vida y costumbres de este mal prelado nos dejó larga noticia el abad Samsón en el prefacio al segundo libro de su Apologético. Pero son de tal naturaleza algunos pormenores, que honestamente no pueden transcribirse aquí por temor de herir castos oídos y virginales mentes. Aprovecharé lo que buenamente pueda del relato de Samsón.

     «Fue el primer autor de esta maldad y renovador de esta herejía -escribe el abad de San Zoyl- Hostegesis, malacitano, a quien mejor pudiéramos apellidar Hostis-Iesu. El cual, arrebatado por pésima codicia y torpe fraude, compró a los veinte años la mitra, contra lo prevenido en los sagrados cánones. Adquirida simoníacamente la dignidad, usóla cada vez peor, elevando al sacerdocio, si sacerdocio es lícito llamarle, a los que antes le habían comprado con dones. Ni se descuidó en amontonar tesoros asemejándose a los mercaderes que el Señor arrojó del templo porque convertían la casa de oración en espelunca de ladrones. Arrastróle luego el demonio de la avaricia a azotar cruelmente a un siervo de Dios hasta dejarle a punto de muerte, la cual en pocos días sobrevino; todo por quitarle ciertos dineros. Las tercias oblaciones de las iglesias, que los obispos reciben legalmente y suelen emplear en la restauración de las basílicas o en el socorro de los pobres, este tirano y sacrílego las exigía por fuerza, como si cobrase un tributo. Con tales artes se enriqueció, y pudo hacer regalos al rey [moro] y a los príncipes de palacio, y servirles, en suntuosos convites, delicados manjares y selectos vinos. En estas reuniones se entregaban Hostegesis y los infieles a desenfrenadas liviandades, según contaba un cierto Aben-Jalamauc, [358] hombre impurísimo... (566) Tenía Hostegesis un escuadrón de gente armada a la puerta de su casa y lo empleaba contra sus propias ovejas. A unos clérigos que no le pagaron las rentas, hízoles azotar por mano de soldados en el foro, decalvar y pasear desnudos por las calles a voz de pregonero. Dicen que había comprado la dignidad episcopal con el solo fin de enriquecerse más que Creso con los tesoros de la Iglesia y poder oprimir impunemente al pueblo de Málaga. Recorriendo después las iglesias so pretexto de visita, fue tomando nota de los nombres de los cristianos de todas edades y condiciones. Después, como toda la provincia testifica, dirigióse a Córdoba con el registro y no cesó de asediar las casas de ministros y eunucos para que cargasen nueva contribución a sus diocesanos. En un día de la Virgen viósele abandonar los divinos oficios y la pastoral obligación para acudir a casa de un magnate llamado Haxim. Sucedió este hecho notable en la era 901.

     Ahora conviene (prosigue Samsón) declarar la infame progenie de este enemigo de Cristo. Fue su padre Auvarno, grande usurero y verdugo de los pobres, el cual, para librarse en una ocasión de la pena merecida, fingió hacerse musulmán y fue circuncidado por mano de su hijo. Por parte de madre era Hostegesis sobrino de Samuel, que con nombre de obispo tiranizó muchos años la iglesia de Ilíberis. Esclavo de todos los vicios, como quien dudaba hasta de la inmortalidad del alma y de la futura resurrección de los muertos, no sólo vivió mal, sino que trasladó la iniquidad a sus descendientes. Su fin fue semejante a sus comienzos. En un día de Pascua, habiendo sido depuesto de su silla pontifical, partió a Córdoba, renegó de Cristo, se hizo muzlemita y circunciso y comenzó a perseguir la Iglesia en sus miembros, encarcelando a sacerdotes y ministros y cargándolos de pesadas alcabalas.

     El auxiliador y colega de Hostegesis fue, como es notorio, Servando, hombre estólido y procaz, hinchado y arrogante, avaro y rapaz, cruel y terco, soberbio y atrevido. Por los pecados del pueblo fue elegido conde [gobernador] de la ciudad de Córdoba, sin ser de ilustre origen ni de linaje noble, sino hijo de siervos de la Iglesia. Casóse con una prima hermana de Hostegesis, porque, como dijo Salomón, toda ave busca su pareja (567) (omnis avis quaerit similem sui). Unidos, prestáronse mutuo auxilio en sus fechorías, infestando Hostegesis la iglesia de Málaga, y Servando la de Córdoba. Con un encabezamiento general obligó a muchos infelices a la apostasía. A los que, alentados por la misericordia divina, resistieron los males presentes con la esperanza de la vida futura, hízoles pagar largo tributo a los [359] reyes ismaelitas. Y, no satisfecho con la persecución de los vivos, mandó desenterrar los cadáveres de los mártires, secretamente inhumados por los cristianos, para irritar con tal vista los ánimos de los infieles contra los que así habían contradicho sus prohibiciones. Impuso largo tributo a todas las basílicas de la ciudad y osó acrecentar los tesoros del fisco con las oblaciones del templo de Dios y de la mesa de Cristo, arrancando de esta manera el agua a los sedientos para verterla en el profundo mar. Los sacerdotes eran casi siempre hechuras de Servando, y veíanse forzados, ¡miserable gente!, a ocultar la verdad y celebrar sus alabanzas. Del pastoral oficio pasaron a la adulación: hiciéronse como perros mudos para el lobo y que sólo ladraban a los pastores. Envanecido con tan prósperos sucesos, juntóse con Romano y Sebastián, herejes de la secta antropomorfista, contaminados con todo linaje de vicios. El primero, casi octogenario, tenía aún un serrallo de concubinas; el segundo, viviendo aún su mujer, tuvo un hijo de adulterio, que, con desprecio del temor de Dios, afrentó las canas de su padre.»

     Tales eran los caudillos del antropomorfismo en Córdoba. Nunca había caído tribulación igual sobre la Iglesia española. Dolor causa, y no pequeño, el haber de transcribir esas noticias, que hoy por vez primera suenan en lengua vulgar. Repugna a la razón y al sentimiento que en época alguna, por calamitosa que la supongamos, hayan existido en España obispos como Samuel y Hostegesis, traidores a su ley y a su gente como el gobernador Servando. Pero las leyes de la historia son inflexibles: es preciso decir la verdad entera, puesto que la gloria de nuestra Iglesia está demasiado alta para que ni aun en parte mínima se enturbie o menoscabe por la prevaricación e iniquidad de algunos ministros indignos y simoníacos, mucho más cuando al lado del veneno hallamos el antídoto en los esfuerzos del abad Samsón y de Leovigildo. Lo que en verdad angustia y causa pena es la situación de ese pueblo muzárabe, el más infeliz, de la tierra, conducido al degolladero y puesto bajo el cuchillo por sus pastores, esquilmado por malos sacerdotes, vendido por los que debían protegerle, víctima de jueces inicuos de su propia raza, cien veces peores que los sarracenos y, sin embargo, constante y firme, con raras excepciones, en la confesión de la fe. Esta última circunstancia vale para templar la amargura y convida a seguir la narración de estas iniquidades, siquiera para ofrecer a los herejes e impíos modernos un fiel y verídico retrato de algunos antecesores suyos.

     Hostegesis agregó pronto a sus demás crímenes el de la herejía, comulgando, como diría algún filósofo moderno, en la doctrina antropomorfista de Romano y Sebastián. Cuáles eran sus errores, decláralo el Apologético del abad Samsón y lo repetiremos luego. Ahora baste decir que, como los antiguos vadianos, suponía en Dios figura material y humana, afirmando que estaba el Hacedor en todas las cosas no por esencia, sino por [360] sutileza (per subtilitatem quandam). A lo cual añadía el dislate de creer que el Verbo se había hecho carne en el corazón de la Virgen y no en su purísimo vientre.

     Opusiéronse a tales novedades algunos sabios y piadosos varones, especialmente Samsón, abad de Peña Mellaria. En la era 900, año 862, redactó y presentó a los obispos reunidos en Córdoba para la consagración del prelado Valencio una clara, precisa y elocuente profesión de fe, enderezada visiblemente contra el yerro de Hostegesis (568). «Creo y confieso (decía entre otras cosas) que la Trinidad, autora de todas las cosas visibles e invisibles, llena y contiene (implet et continet) todo lo que creó. Está toda en cada una de las cosas y ella sola en todo. Toda en cada una, porque no es divisible; ella sola en todas, por ser incircunscrita y no limitada. Penetra todo lo que hizo, sabiendo y conociendo cuanto existe. Vivifica la criatura visible y la invisible. Pero cuando decimos que está en todas las cosas, no ha de juzgarse que el Creador se mezcla o confunde con las criaturas ni menoscaba en algún modo lo puro de su esencia. Decimos que está en todo porque todas las cosas viven por él: él las escudriña y conoce todas por sí mismo y no por intermedios; él crea sin molestia ni fatiga, y de ninguna criatura está ausente, sino presente todo en todas.» Esta profunda doctrina, indicio seguro de la ciencia teológica y metafísica de Samsón, a quien se ha apellidado, no sin fundamento, el pensador más notable entre los muzárabes cordobeses, va comprobada con textos de la Escritura y de los Padres (San Agustín, San Gregorio el Magno, San Isidoro), sobre todo con este del gran doctor de las Españas en el libro de las Sentencias.

     «No llena Dios el cielo y la tierra de modo que le contengan, sino de modo que sean contenidos por Él. Ni Dios llena particularmente todas las cosas, sino que, siendo uno y el mismo, está todo en todas partes. Inmensidad es de la divina grandeza el que creamos que está dentro de todas las cosas, pero no incluido; fuera de todas las cosas, pero no excluido. Interior para contenerlo todo, exterior para cerrarlo y limitarlo con la inmensidad de su esencia incircunscrita. Por lo interior se muestra creador; por lo exterior, monarca y conservador de todo. Para que las cosas creadas no estuviesen sin Dios, Dios está en ellas. Para que su esencia fuese limitada, Dios está fuera de ellas y lo limita todo.» Así razonaba el grande Isidoro, y así se prolonga su voz a través de los tiempos para encender el espíritu de Samsón y darnos hoy mismo armas contra la negación y absorción panteísta del creador en lo creado.

     Los Padres del concilio dieron por buena la fórmula de Samsón y aun alabaron su celo (569); pero el impío Hostegesis, escudado [361] con la autoridad de Servando, los obligó a retractar su primera decisión y suscribir una sentencia que él mismo redactó contra el abad melariense. La cual a la letra decía así: «En el nombre de la santa y venerable Trinidad: Nosotros, humildes siervos de Cristo y mínimos sacerdotes, nos hallábamos juntos en concilio tratando de los negocios eclesiásticos, cuando se levantó un hombre pestífero llamado Samsón, prorrumpiendo en muchas impiedades contra Dios y la Iglesia, en términos que más parecía idólatra que cristiano. Atrevióse primero a defender los matrimonios entre primos hermanos, para granjearse de esta suerte en sus demás impiedades el aplauso y favor de los hombres carnales, cuyos instintos halagaba. Censuró luego algunos opúsculos le los Padres e himnos que se cantan en la iglesia y llegó a la impiedad y perfidia de aseverar que la Divinidad omnipotente está difundida en todas partes como la tierra, el agua, el aire o la luz, y que se halla de igual manera en el profeta que vaticina, en el diablo que vuela por los aires, en el ídolo que es venerado por los infieles y hasta en los pequeñísimos gusanos. Nosotros creemos que está en todas las cosas no por sustancia, sino por sutileza. De aquí pasó a afirmar que fuera de las tres personas de la Trinidad hay otras sustancias, no criaturas, sino creadores; con lo cual, siguiendo la vanidad de los gentiles, introduce pluralidad de dioses. Y de una en otra aserción vana ha ido cayendo hasta pasar y romper toda regla. Deseosos de oponernos a tales errores, condenamos a su autor, le desterramos y privamos para siempre del honor sacerdotal y le apartamos del cuerpo de la Iglesia, para que un solo miembro corrompido no pervierta a los demás... Pues, como dijo el Apóstol, haereticum hominem post unam et aliam commonitionem devita. Si alguno, después de esta saludable amonestación, se asociare a él u oyere sus vanas e inútiles imaginaciones, sea anatema.»

     Hostegesis, con el brazo en alto y el puño cerrado, mandó a los obispos firmar esta sentencia, y ellos, por flaqueza indigna y miedo de la muerte, lo hicieron. El mismo Valencio, amigo de Samsón, que le honra con los dictados de varón lleno de fe ornado de virginidad, modelo de abstinencia, ferviente en la caridad, encendido en cristiano celo, docto en las Escrituras, amante de la rectitud y de la justicia, no juzgó conveniente resistir a los soberbios y contemporizó hasta que se presentara ocasión de enmendar el yerro. El decreto arrancado por la violencia fue transmitido a todas las iglesias andaluzas y lusitanas, entre ellas a la de Tucci, donde Samsón encontró luego un ejemplar e hizo sacar copia, que es la inserta en su libro. Los prelados que no habían asistido al conciliábulo y algunos de los que por fuerza habían asentido al anatema contra Samsón, no tardaron [362] desde sus diócesis en revocarlo y declarar al abad inocente y restituido a sus honores eclesiásticos. Samsón enumera los obispos que se declararon en su favor: Ariulfo, metropolitano de Mérida; Saro, obispo de Baeza; Reculfo, de Egabro; Beato, de Astigis; Juan, bastetano; Ginés, de Urci; Teudeguto, de Illici; Miro, asidonense; Valencio, de Córdoba (570). Este último nombró a Samsón abad de San Zoilo a ruegos del clero y pueblo de aquella iglesia. Inflamóse con esto la saña de sus enemigos, que, apoyados en un decreto del califa, juntaron nefando conciliábulo, llevando a Córdoba al metropolitano de Sevilla y a los obispos Reculfo y Beato, e hiciéronles firmar a viva fuerza en la iglesia de San Acisclo la deposición de Valencio, a quien sustituyó uno de los fautores del cisma, Stéfano Flacco, no elegido ni solicitado por nadie, dice Samsón, pero, ayudado por una tropa de musulmanes. Para mayor irrisión asistieron a la sacrílega consagración de Stéfano judíos y mahometanos, porque los muzárabes cordobeses se apartaron con horror de tales profanaciones.

     Servando se vengó de ellos imponiéndoles un tributo de cien mil sueldos; y, deseoso de acabar con Samsón, le acusó dos veces ante el califa; la primera, de haber divulgado el contenido de unas cartas al rey de los francos, cartas que Samsón, en su calidad de intérprete oficial, había trasladado del árabe al latín. No tuvo efecto este primer amaño, y el gobernador, para saciar su odio y el de Hostegesis, culpó a Valencio y a Samsón de haber incitado a blasfemar de Mahoma a un cristiano que días antes había padecido el martirio. De esta delación infame tampoco obtuvieron fruto los apóstatas, y el abad se salvó casi milagrosamente, aunque en su libro no expresa el modo (571).

     Mientras Samsón andaba errante y perseguido, Hostegesis tuvo en 864 una controversia con el presbítero Leovigildo, hijo de Ansefredo (572), reprendiéndole éste con dureza su peregrina opinión antropomorfista. Dióse por convencido el obispo de Málaga y modificó su sentir en cuanto a la sutileza, confesando que Dios estaba por esencia en las cosas, menos en algunas que tenía por indignas de recibir su presencia. Lo más extraño fue que en público documento enderezado a la iglesia tuccitana se diese aires de vencedor en la polémica con Samsón y no aludiese para nada a su error primero. La epístola en que tales cosas se hallan fue conservada por Samsón en el capítulo 5 de su Apologético. Hostegesis se atreve a decir: «Con sumo cuidado y vigilancia grande, mirando por la Iglesia que Dios nos ha confiado, procuramos apartar todo escándalo y cuestión inútil para que nuestra iglesia, tan combatida por los enemigos exteriores, se consuele a lo menos con la doméstica concordia... Hay algunos que [363] quieren decidirlo todo con la medida de su juicio y olvidan las reglas de los Padres, divinamente inspirados... Ahora poco se suscitó una controversia, que apagamos prestamente condenando a los que perseveraron en su obstinación. Pero a los que, arrepentidos de vanas novedades, han vuelto a la paz eclesiástica, a la concordia de la fe y a la doctrina de los Padres, recibímoslos con los brazos abiertos y, abrazándolos en la caridad, los volvemos al gremio de la Iglesia. Ni nos vanagloriamos de esta victoria, pues es de Dios y no nuestra.» Con esta increíble frescura, digna de cualquier polemista moderno, trocó Hostegesis los papeles. A renglón seguido dice: «Creemos, creemos que el Verbo encarnó en el útero de la Virgen, y no hemos de olvidar el texto de aquella antífona: O quam magnum miraculum inauditum, virtus de coelo prospexit, obumbravit uterum Virginis, Potens est maiestas includi intra cubiculum CORDIS ianuis clausis.» Condena luego la doctrina, que supone de Samsón, acerca de los casamientos entre primos hermanos. De la presencia de Dios escribe: «Creemos que Dios, ser incorpóreo y sin lugar (inlocalem), que lo dispuso, rige y llena todo con justa armonía, está todo en todas las cosas, pero no difundido como la tierra, el agua, el aire o la luz, que en cada una de sus partes son menores que en el todo.» Esto, como se ve, era torcer hábilmente los términos de la sentencia contra el abad, atribuyéndole proposiciones materialistas de que él estaba muy lejano. Corrobora Hostegesis su parecer con textos de la Escritura y de algunos Padres, como San Jerónimo y San Gregorio; pero los rastros y reliquias que de su antiguo error quedaban a nuestro obispo apuntan pocas líneas más abajo: «Los Santos Padres, cuando hablaron de la plenitud y presencia de Dios, omitieron cautamente el hacer mérito de los ídolos, gusanos, moscas, etc., confesando en términos generales la omnipotencia de la suma Trinidad, interior a todas las cosas, pero no incluida; exterior a todas las cosas, pero no excluida... Al que confesamos ser incomprensible y que no ocupa lugar, de ninguna suerte hemos de suponerle habitador de los ídolos ni de lugares inmundos... Contentos con esta confesión, bástenos saber que la incomprensible y divina Trinidad está sobre todo, bajo todo, ante todo y después de todo. Si alguno después de esto hace inútiles y ridículas preguntas sobre los puercos, cínifes, gusanos, ídolos, demonios, etcétera, o se atreve a afirmar que en tales cosas está Dios, separámosle perpetuamente del gremio de los fieles. Creemos fiel y sinceramente que Dios está todo en todas las cosas; y que es el Creador de todas.» Como vemos, Hostegesis se pone en abierta contradicción a cada paso, y sólo acierta a salvarla con estas frases, prudentes a la verdad, pero sospechosas en su boca: «Bástennos las palabras de los profetas y del Evangelio; sigamos con humildad las huellas de los doctores. Callemos acerca de aquellas cosas que ni han sido declaradas ni importan nada para la fe.» Y terminaba su carta con estas exclamaciones, que no sentarían [364] mal en boca de Osio o de Leandro: «Con júbilo bendecimos la paz, ya afirmada en la Iglesia, y cantamos con el salmista: Confirma hoc, Deus, quod operaris in nobis... Firmetur manus tua, Deus et exaltetur dextera tua. Creemos que ha sido exaltada tu diestra en fortaleza, porque estamos unánimes y del mismo sentir, porque abundamos en riquezas de caridad y bendecimos tu santo e inefable nombre, repitiendo con el profeta: Benedictus Dominus de die in diem..Prosperum iter faciat nobis Dominus Deus noster. Haga Dios que prosperemos en la fe y, caminando con justicia por las asperezas de la vida, lleguemos a la tierra de eterna promisión y allí disfrutemos la herencia perpetua con Jesús, que vive en una e igual sustancia con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén» (573).

     Esta epístola hipócrita y cautelosa no engañó al abad de San Zoyl. Él sabía los móviles de la conversión de Hostegesis y los revela en el capítulo 10 de la Apología. Leovigildo y otros buenos católicos se habían negado a comunicar con el impío y malvado obispo de Málaga. Pero, temerosos de las persecuciones y violencias de Servando, acabaron por consentir en la reconciliación, siempre que Hostegesis y Sebastián abjurasen públicamente su yerro. Hiciéronlo así por no concitarse la pública animadversión, y debió de costarles poco semejante paso, siendo, como eran, hombres de mala vida y de pocas o débiles creencias.

     Corría el referido año 864, cuando Samsón lanzó desde Tucci su Apología contra el escrito de Hostegesis. Pero esto, párrafo aparte merece.



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- VI -

El «Apologético» del abad Samsón.-Análisis de este libro.

     Fuera de algunas epístolas de Álvaro Cordobés, el Apologético de Samsón es la única obra de teología dogmática y de filosofía que de los muzárabes cordobeses nos queda. La ligera noticia que de ella voy a dar mostrará que el libro no tiene simple interés bibliográfico, sino que merece figurar honradamente en los anales de nuestra ciencia.

     Las relaciones entre el mundo y su Creador han sido en todos tiempos uno de los problemas capitales, si no el primero, de la filosofía. Como erradas concepciones para resolverle surgen el panteísmo, identificación de Dios con el mundo; el ateísmo, mundo sin Dios; el acosmismo, Dios sin mundo; el dualismo, que no sólo separa y distingue, sino que supone al mundo independiente de Dios. Rechazados estos absurdos, queda sólo el dogma ortodoxo de la creación ex nihilo y en tiempo, de la acción viva, conservadora, personal y presente de Dios en su obra. Si tal idea hubiere nacido en el entendimiento de algún hombre, habríamos de calificarla de divina, pues sólo con ella se [365] explica todo, y a la separación dualista y a la absorción Panteísta sucede la armonía, que enlaza al artífice con su obra. Pero no satisfecho el inquieto espíritu humano con vislumbrar invisibilia Dei per ea quae facta sunt, ha querido penetrar los misterios de la divina alteza y explicar a su modo, es decir, no explicar en manera alguna, la acción de Dios en cada uno de los seres, sustancias y partes. Y aquí han materializado algunos y otros idealizado de sobra. De los primeros fue Hostegesis.

     Para el obispo de Málaga, como para los antiguos antropomorfistas (574), Dios era un ser material y corpóreo, aunque ellos no se diesen clara cuenta de la especie de materia que atribuían a Dios. Imaginábanle colocado en altísimas esferas, desde donde contemplaba los objetos visibles. Pero, argüidos los partidarios de tal doctrina con lugares de la Escritura que claramente enseñan la presencia real de Dios en el mundo, dio Hostegesis la respuesta que sabemos: «No por esencia, sino por sutileza.» Y parecíale imposible que ni por sutileza estuviese en cosas bajas e inmundas, de donde nacía también su error respecto a la encarnación del Verbo en el corazón y no en el vientre de la Santísima Virgen.

     No podía ocultarse a Samsón el carácter materialista y grosero de todas estas enseñanzas, restos quizá de las que combatió Liciniano en la época visigoda o nacidas del trato con los doctores musulmanes. Aprestóse, pues, a refutarlas con todas las armas de la erudición y de la lógica.

     Su tratado se divide en dos libros y debió tener otro más; pero no llegó a escribirse o se ha perdido. En una introducción, escrita con loable modestia (ego nec ingenii fretus audacia, nec meriti succinctus fiducia alicuius, altitudinis tento profunda petere et impenetrabilia multis adire), calificando a los partidarios de Hostegesis de hombres llenos de elación y soberbia, privados de razón y ciencia de las Escrituras, ignorantes de la latinidad, desnudos de todo bien, llenos de estolidez y presunción, anuncia firme y elocuentemente sus propósitos de defender la verdad: «Con el favor de Dios levantaré un muro no pequeño delante de la casa de Israel y volveré contra los enemigos sus propias armas. No he de consentir que la pequeña grey sea devorada por los lobos. Ni cederé a amenazas o terrores, porque confío en Dios y no temo a los hombres. Y si algo padezco por la justicia, seré feliz en ello. No ha de tenerse por afrenta mía el resistir a los perseguidores ni por gloria suya el perseguir a un inocente. Pues, como dice San Cipriano, el sacerdote que defiende la ley del Evangelio puede ser muerto, pero no vencido. Con sincero corazón y mente serena estoy dispuesto a contradecir a la iniquidad» (575). Viene en pos una encendida y elocuente Oratio Samsonis Peccatoris atque Pauperrimi, solicitando [366] el amparo y favor divinos para su obra. Este primer libro no es propiamente de controversia. En diez capítulos trata de las excelencias de la fe, de los testimonios que prueban la omnipotencia y divinidad del Padre, de la consustancialidad del Hijo, del Espíritu Santo, de la unión esencial de las divinas personas, de la humanidad de Jesucristo, de la unión de las dos naturalezas en la persona del Salvador, de la Encarnación, de la presencia de Dios en todas las cosas. Fíjase con especial ahínco en los puntos negados o puestos en controversia por Hostegesis; retrae a la memoria del pueblo muzárabe las enseñanzas de los antiguos doctores y expone siempre la doctrina con lucidez y vigor y hasta con grandeza y galas literarias. De saber escriturario, hace gallarda muestra y conveniente, por cierto, al asunto. Por lo demás, ni su estilo ni su lenguaje pueden calificarse de bárbaros, antes se levantan muy por cima de todos los escritos del siglo IX. Los defectos de Álvaro Cordobés: retumbancia, oscuridad, copia de sinónimos, abuso de retórica, no existen o son menos visibles en Samsón, a quien después de San Eulogio corresponde la palma entre los cordobeses.

     El prefacio del segundo libro es, como ya advertimos, una relación de las vidas y costumbres de Hostegesis, Servando, Romano, Sebastián y demás antropomorfistas, escrita quizá con alguna saña y apasionamiento. Síguenla, a modo de documentos justificativos, la profesión de fe de Samsón y las dos cartas de Hostegesis. Preparado el apologista con otra oración, entra en pelea, encarnizándose primero, como varón docto y sabedor de gramática, en los solecismos y descuidos garrafales del estilo de Hostegesis, quien, como el vulgo de su tiempo, confundía los casos de declinación y construía bárbaramente, diciendo por ejemplo: Contempti simplicitas Christiana, y otras frases de la misma laya. «Admiraos, admiraos, varones sabios, exclama Samsón lleno de entusiasmo clásico. ¿Dónde aprendió estas cosas? ¿Bebiólas en la fuente ciceroniana o tuliana? ¿Siguió los ejemplos de Cipriano, de Jerónimo o de Agustín? Esos barbarismos los rechaza la lengua latina la facundia romana; no los pueden pronunciar labios urbanos. Día vendrá en que las tinieblas de la ignorancia se disipen y torne a España la noticia del arte gramatical, y entonces se verá cuántos errores cometes tú que pasas por maestro» (576).

     Tras estas observaciones, útiles para desagraviar el buen gusto literario, ofendido, no menos que la pureza del dogma, por los desacatos de Hostegesis, y curiosas porque manifiestan el loable empeño de los muzárabes en conservar la tradición latina, examina Samsón punto por punto las proposiciones de su adversario. No le seguiremos en todo el razonamiento, fijándonos sólo en dos o tres puntos capitales. De esta manera muestra el abad la falsedad de Hostegesis en atribuirle la afirmación de [367] estar la Divinidad difundida como el aire, la luz, el agua o la tierra: «Nadie ignora que estos elementos son corpóreos; y ¿cómo yo había de juzgar corpórea a la Divinidad, cuando siempre he afirmado y afirmo que por su propia incomprensible naturaleza está presente (adesse) igualmente a los ángeles y a los demonios, a los justos y a los impíos? El cuerpo está sometido a cantidad, y se alarga o estrecha según su masa. Si llamé a Dios corpóreo, mal pude decir que estaba por igual esencia en las cosas corpóreas y en las incorpóreas, puesto que todos los cuerpos no están terminados por la misma cantidad. Si yo hubiera pensado que la esencia divina estaba difundida, no hubiera dicho: Está toda en cada una de las cosas y ella sola en todas, dado que un elemento material difundido no puede hallarse todo en un solo cuerpo. De Dios afirmo que lo llena, contiene y rodea todo, no a la manera de los cuerpos, sino como ser incorpóreo e indivisible: todo en cada criatura, y todo en cada parte de ella (577). Dios ni está contenido en un lugar, ni se mueve de él a otro, ni tiene partes, ni longitud, ni latitud, ni altura, ni superior e inferior, ni anterior y posterior, en lugar o tiempo. Todo lo sostiene, preside, circunda y penetra. Toda la luz o todo el aire no pueden estar contenidos a la vez dentro y fuera, encima y debajo. La luz no llega en el mismo punto a todas partes.»

     Al efugio de Hostegesis: Dios penetra todas las cosas por sutileza, responde Samsón: «O la sutileza es un atributo de la Divinidad o no. Si lo es, los atributos de la Divinidad no se distinguen de su esencia. Toda la Trinidad, y no una parte de ella, se llama oído, porque toda oye. Toda ojo, porque toda ve. Toda mano, porque toda obra (operatur). Toda sutileza, porque toda sin menoscabo penetra lo grande y lo pequeño, lo corpóreo y lo incorpóreo. Toda fortaleza y sabiduría, por más que con relativo vocablo apliquemos la sabiduría al Hijo. Los atributos de Dios son esenciales, no accidentales, porque a la esencia de Dios, siempre perfecto e inmutable, repugna la mutación y el accidente. Si la sutileza no es atributo esencial de Dios, resta que sea o parte suya o criatura. No puede ser parte, porque en la idea de Dios está virtualmente incluida la indivisibilidad. No es criatura, porque sería imperfección en el Creador valerse de instrumentos para las cosas propias de su esencia» (578). [368]

     Allanado con esta hábil y poderosa dialéctica el principal baluarte de la herejía, prueba sin dificultad nuestro teólogo la encarnación in utero Virginis, y no en el corazón, con el texto de Isaías: Ecce virgo in utero concipiet et pariet Filium; con las palabras del ángel: Ecce concipies in utero et paries Filium, et vocabis nomen eius Iesum, y con las de Santa Isabel: Benedictus fructus ventris tui (579).

     ¡Con qué valentía y lucidez declara Samsón en capítulos diversos las teofanías o apariciones de Dios en el Antiguo Testamento; la morada del Espíritu Santo en algunas almas por gracia, en todas partes por naturaleza; el sentido místico en que debe tomarse la expresión Deus habitat in coelis, entendida a la letra por Hostegesis! ¿No es como un preludio del lenguaje vehemente de nuestros místicos este sublime final del capítulo 20 del Apologético: «Si quieres subir, como Paulo, al tercer cielo, trasciende con alas rapidísimas lo corpóreo creado y mudable: descansa en la contemplación beatísima de lo inmutable e incorpóreo; reconoce la inmaterialidad del alma humana, a quien por lo excelente de su naturaleza, medio entre la superior y la inferior, ha sido concedido mirar en la baja tierra el cuerpo ínfimo, contemplar en el cielo al Dios sumo? Tienes un alma que no sólo se llama cielo, sino cielo del cielo» (580).

     Hemos visto que, aun abandonando Hostegesis su yerro primero, negábase a reconocer que Dios estuviera en las cosas malas e inmundas. Contra esta opinión, en el fondo maniquea, demuestra Samsón la bondad de todas las cosas creadas por Dios (Vidit Deus cuncta quae fecerat, et erant valde bona), el concurso de cada parte a la universal armonía, la absorción de los que parecen males y dolores particulares en el bien general. El veneno, dice nuestro abad, es muerte para el hombre, vida para la serpiente.

     Un capítulo dedica Samsón a exponer la idea de universalidad (quid sit omnia) y mostrar la contradicción en que Hostegesis incurría al excluir de algunos objetos la presencia de Dios, después de haber afirmado que llenaba y contenía lo supremo y lo ínfimo, lo celeste y lo terrestre, lo viviente y lo privado de vida. (Quid debueras dicere quod non dixisti?) Ni paraban aquí sus antinomias; por una parte decía groseramente que, si Dios estaba en el insecto, con él moriría; si estaba en el leño, sería partido con él; si en el adúltero o en el ladrón, con él pecaría; y pocas líneas más abajo confesaba que Dios no se dividía con [369] las cosas divisibles ni se alteraba con las mudables y sujetas a accidente. (Neque in his quae dividuntur ipse dividitur, nec in his quae mutantur, ulla mutatione variatur.)

     Con autoridad de San Isidoro, en el Liber differentiarum, divide Samsón las criaturas en cinco grados (non viventia, viventia, sentientia, rationalia, inmortalia), y muestra la acción continua de Dios en ellas, modificando los cuerpos inanimados, dando vida a las plantas, etc., sin que se mueva una hoja del árbol contra la voluntad del Altísimo. Los objetos que decimos feos, malos e inmundos, ¿por qué han de serlo para Dios y dentro del plan de la creación? En el mundo no hay otro mal que el pecado, hijo de la soberbia y depravada voluntad de las criaturas racionales.

     La última y grave dificultad que podía ofrecerse era la presencia de Dios en el lugar donde se comete el pecado o en la persona que prevarica, a lo cual responde Samsón: «Asiste Dios como creador y conservador, no para incitar al mal. Asiste como testigo de la culpa, no como auxiliar en el crimen. Consiente la maldad, pero no participa de ella. Está presente por naturaleza y ausente por gracia.» (Adest ibi Deus, ut creet, non ut ad malum incitet. Adest testis culpae, non adiutor in crimine. Adest sinendo male conceptum libitum explere, non particeps ipse in scelere. Adest per naturam, sed deest per gratiam.) Es doctrina de San Gregorio el Magno.

     Los Morales de este santo Doctor, las obras de San Isidoro, muchas de San Agustín, las de San Fulgencio de Ruspe y el libro De statu animae, de Claudiano, son las fuentes predilectas del abad cordobés, que a cada paso exorna y ameniza su libro con flores de ajenos vergeles, entremezclándolas diestramente con propios conceptos para que no parezcan exóticas y como pegadizas. Del tratado de Claudiano, a quien llama siempre noster, había hecho ya grande aprecio y uso Liciniano en su preciosa carta al diácono Epifanio.

     El efecto de la Apología, aun sin el tercer libro, que hoy no conocemos, debió de ser rápido y decisivo. En parte alguna vuelve a hallarse mencionada la herejía de Hostegesis.

     ¡Así se salvó nuestra Iglesia de este nuevo peligro y volvió a triunfar la unidad católica en el tiempo más calamitoso, entre una raza vencida y humillada en un cautiverio más duro y tenaz que el de Babilonia! La nave que tales tormentas y las que en adelante referiremos, excitadas a veces por malos pilotos, pasó sin zozobrar, llegará al puerto, no hay que dudarlo. Dios está con ella.

     Después de Samsón, la historia de los muzárabes empieza a oscurecerse, porque sus escritores faltan.

     Grande debió de ser la influencia de aquella raza en la cultura muslímica, que era en el siglo VIII inferior a la nuestra y brilló después con tan inusitados esplendores. La ciencia arábiga fue siempre de segunda mano: en Oriente, como Munck confiesa (581), [370] nació del trato con los cristianos, sirios y caldeos. El más celebrado entre los primeros traductores árabes de Aristóteles fue el médico nestoriano Honein ben Is'hap, muerto en 873. Algo semejante, en cuanto a la transmisión de la ciencia cristiana, debió de acontecer en nuestra Península. Pero este punto importantísimo, y que directamente no hace relación a mi historia, será cumplidamente ilustrado por el Sr. Simonet en la suya, De los muzárabes, cuya publicación de todas veras anhelamos.

     Hizo la Providencia que los muzárabes sirviesen en otro concepto de mediadores entre la civilización musulmana y la nuestra, colaborando con los judíos en la traslación y difusión de libros orientales durante la era memorable que empieza con la conquista de Toledo por Alfonso VI y se corona con las maravillas científicas de Alfonso el Sabio.

     Pero los infelices cordobeses, cuyas vicisitudes religiosas he narrado, no gustaron los frutos de la libertad dada a sus hermanos de Toledo, Zaragoza y Portugal por la espada de los reconquistadores. Cada vez más oprimidos y anhelosos de venganza, se levantaron en la era 1161 contra la tiranía de los almoravides y llamaron en su auxilio a Alfonso el Batallador, ofreciéndole diez mil combatientes. En una expedición atrevidísima, por no decir temeraria, penetró el rey de Aragón hasta las costas de Andalucía y llevó de retorno unas doce mil familias muzárabes. Pero los que no pudieron seguir a las gentes libertadoras sufrieron todo el peso de la crueldad almoravide, y fueron llevados cautivos a Marruecos en la era 1162 (año 1124). Si alguna vez tornaron a España fue militando en ejércitos sarracenos. Los demás se perdieron entre la población árabe y berberisca, y cuando San Fernando rescató de manos de infieles a Córdoba, Jaén y Sevilla, apenas encontró muzárabes (582).



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Capítulo III

Un Iconoclasta español en Italia.-Vindicación de un adversario de Escoto Erígena.

I. Antecedentes de la herejía iconoclasta. -II. Claudio de Turín. Su herejía. Su «Apologético». Impugnaciones de Jonás Aurelianense y Dungalo. -III. Otros escritos de Claudio. -IV. Vindicación de Prudencio Galindo. Su controversia con Escoto Erígena.



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- I -

Antecedentes de la herejía iconoclasta.

     La cuestión de las imágenes debió de presentarse desde los primeros tiempos del cristianismo. Sabida es la prohibición de los simulacros por la ley mosaica, disposición nacida de las tendencias del pueblo hebreo al culto idolátrico. Non facies tibi [371] sculptile, neque omnem similitudinem, quae est in coelo desuper, et quae in terra deorsum, neque eorum quae sunt in aquis super terram, leemos en el capítulo 20 del Éxodo. Pero esta prohibición no era absoluta. En el capítulo 25 del mismo libro ordena Dios a Moisés que haga el propiciatorio de oro purísimo, y añade: Duos quoque cherubim aureos et productiles facies ex utraque parte oraculi. En los primeros tiempos de la ley de gracia, y por un peligro semejante, el de las reminiscencias paganas, vedaron algunos Padres y concilios, entre ellos el nuestro de Ilíberis, las imágenes: Ne quod colitur aut adoratur in parietibus depingatur. A pesar de todo, la devoción iba multiplicando las representaciones esculturales y pictóricas de Cristo, de su Madre y de los apóstoles. El arte cristiano, todavía en la cuna, se ensayaba en reproducir las historias del Antiguo y Nuevo Testamento. La Iglesia, que no recelaba ya el contagio del gentilismo, amparó las artes plásticas bajo su manto, considerándolas como excelente medio de educación para las razas bárbaras. Cierto que en la veneración de las imágenes podían caber abusos, cayendo algunos por ignorancia en la adoración del traslado en vez del original, pero contra este peligro obstaba no sólo la palabra escrita, sino la continua enseñanza del sacerdote católico. Todo bien considerado, los inconvenientes eran menores que las ventajas, puesto que nunca un pueblo, y más aquellos pueblos rudos y neófitos, han podido acomodarse a un culto frío, abstracto y vago, sin imágenes ni símbolos, culto antiestético, que si se dirige a la razón, deja, en cambio, seca y ayuna la fantasía y priva a una de las más nobles facultades del alma de su necesario alimento. La religión que se dirige a todos los hombres, así al ignorante como al sabio, al que comprende la idea pura y al que sólo la ve encarnada en un símbolo, e impera y domina a todo el hombre, así en el entendimiento como en la imaginación y en la voluntad, no podía desdeñar, para el cumplimiento de su misión, el auxilio de las artes, hijas al fin de Dios y reflejos de la suma e increada belleza. Estaba reservado a un emperador bizantino de la decadencia, y más tarde a un Carlostadio, reformista alemán, que sangre germánica y no latina debía tener en las venas el contradictor de las imágenes, romper el feliz concierto y armonía en que el catolicismo educaba todas las potencias espirituales de nuestro ser.

     En el siglo VII, un obispo de Marsella, Sereno, quemó y destruyó diversas imágenes que juzgaba peligrosas para la ortodoxia. Pero San Gregorio el Magno, aprobando su celo por la extirpación de la idolatría, no fue de parecer que las imágenes se rompieran, porque, gracias a ellas, el que no sabe leer, ve en las paredes de las iglesias lo que no puede aprender en los libros (ep.10 del 1.8).

     En Oriente, una poderosa reacción contra la herejía de Nestorio había multiplicado las representaciones de la divina Theótocos [372] con el niño en brazos, y un emperador de oriente se propuso extirparlas en los primeros años del siglo VIII. León el Isáurico, que por el trato con judíos y musulmanes, fanáticos enemigos unos y otros de las imágenes, había concebido odio grande a lo que él llamaba iconolatría, vedó por su propia autoridad ciertas prácticas en concepto suyo supersticiosas, excitando con tal muestra de arbitrariedad grandes tumultos en la Iglesia griega. El patriarca de Constantinopla, Germano, se opuso a los edictos imperiales, y León contestó haciendo derribar las imágenes. Levantado en armas el pueblo y ahogada la sublevación en sangre, llevó el Isáurico su fanatismo teológico hasta el extremo de pegar fuego a una especie de universidad anexa a su palacio, pereciendo entre las llamas doce profesores que no opinaban como él y toda una preciosa biblioteca. En varios puntos del imperio estallaron sublevaciones; las islas del archipiélago proclamaron emperador a Cosme. León, cada vez más irritado, proseguía en su tarea de destruir imágenes, sordo a los consejos del papa Gregorio II, que en dos cartas le repetía: No adoramos piedras, ni paredes, ni cuadros, sino por medio de ellos conmemoramos a aquellos santos cuyos nombres y semejanza llevan, levantando así nuestro espíritu torpe y rudo. Delante de una imagen del Salvador decimos: Jesucristo, socórrenos y sálvanos. Delante de una de la Virgen: Santa María, ruega a tu Hijo por la salvación de nuestras almas. Delante de la efigie de un mártir: San Esteban, que derramaste tu sangre por Cristo y alcanzas tanta gracia con él, ruega por nosotros. Amenazó el iconoclasta con ir a Roma a derribar las imágenes y traer en cadenas al papa; pero Gregorio III, sucesor del II, anatematizó en 731 al emperador, y los pueblos italianos del exarcado y de la Pentápolis, sujetos a la dominación bizantina, aprovecharon aquella ocasión para sacudir el yugo de un poder lejano y herético. Opusiéronse los papas a los desmanes de ravenates y napolitanos, pero el movimiento popular siguió su camino y sustrajo la Italia y el mundo occidental de la vergonzosa tutela de pedantes coronados. A la sabiduría de los pontífices y a la espada de los francos quedaba reservado el libertar la península transalpina de otra dominación más dura: la de los reyes longobardos.

     Pero no narro la historia externa, sino la de las ideas. En 781, imperando Constantino Porfirogenetos, bajo la tutela de su madre Irene, y siendo papa Adriano I, juntóse en Nicea de Bitinia un concilio con asistencia del patriarca de Constantinopla, Tarasio, y de los legados del papa. En él abjuraron de su error tres obispos de los que en un conciliábulo efesino habían condenado las imágenes. En la segunda sesión (actio secunda) leyóse una carta del papa, con citas y testimonios de San Gregorio Niceno, San Basilio el Magno, San Juan Crisóstomo, San Cirilo, San Atanasio, San Ambrosio y San Jerónimo, relativos a las efigies y simulacros. Tarasio y los demás asistentes al sínodo manifestaron conformarse con aquella doctrina. En las sesiones [373] sucesivas se discutieron ampliamente los argumentos iconoclastas, y el concilio dio en estos términos su sentencia: «Unánimemente confesamos querer conservar las tradiciones eclesiásticas, una de las cuales es la veneración de las imágenes. Definimos, pues, que se deben hacer las venerandas y sagradas imágenes (al modo y forma de la veneranda y vivificadora cruz) de colores y madera o de cualquiera otra materia, y que deben ser dedicadas y colocadas en los templos de Dios, así en vasos y vestiduras sagradas como en paredes y tablas, tanto en edificios públicos como en las calles, especialmente las imágenes de nuestro Salvador Jesucristo, de su bendita Madre, de los venerandos ángeles y de todos los santos. Para que los que contemplan estas pinturas vengan por ellas en memoria, recordación y deseo de los prototipos u originales, y les tributen salutación y culto de honor, no de latría, que compete sólo a la naturaleza divina, sino semejante al que tributamos a la santa Cruz, a los Evangelios, a las reliquias de los mártires... Porque el honor de la imagen recae en el original, y el que adora la efigie adora el prototipo... Si alguno pensare en contrario... o fuere osado a arrancar de las iglesias los códices historiados (depicti) de los Evangelios, o la figura de la cruz, o las imágenes y pinturas, o las reliquias genuinas y verdaderas de los mártires, sea depuesto, si fuere obispo o clérigo, y separado de la comunión, si monje o laico» (583). El concilio anatematizó al que llamase ídolos a las imágenes o les aplicase las palabras de la Sagrada Escritura relativas a los simulacros gentiles; a quien dijese que los cristianos adoraban las imágenes como a dioses; al que comunicase con los iconoclastas; al que no saludase a las imágenes en el nombre de Dios y de sus santos; al que no aceptase las narraciones evangélicas representadas en las pinturas, etc.

     En Occidente, donde la ignorancia de la lengua helena era grande y el culto de las imágenes se hallaba menos extendido que en Oriente, encontraron alguna oposición las definiciones de este sínodo. Traducido mal el texto griego relativo al culto de honor (prosku/nhsij) y de latría que debe tributarse a las imágenes, [374] el concilio de Francfort, ya mencionado al hablar de la herejía adopcionista, entendió que el culto de postración se debía a sólo Dios y que las imágenes habían de tenerse en los templos únicamcante para histórica recordación y para deleite de los ojos. En tal sentir persistieron casi todos los prelados franceses, entre ellos Agobardo, Jonás Aurelianense, Warnefrido Strabón e Hincmaro de Reims, a pesar de las observaciones del papa Adriano II. Sólo en tiempo de Juan VIII se disipó el error, traduciendo con exactitud el bibliotecario Anastasio la definición de Nicea.

     No llegaron a España estas alteraciones, pero en ellas tomó parte muy señalada, siendo el único iconoclasta decidido de la Iglesia latina, un célebre español, de cuya vida y escritos vamos a dar noticia.



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- II -

Claudio de Turín. - su herejía. - Su «apologético». Impugnaciones de Jonás Aurelianense y Dungalo.

     Sábese que Claudio era español, pero ninguno de los que han tratado de él fijan el pueblo o comarca de su nacimiento. Parece creíble que hubiese nacido en la Marca Hispánica, puesto que fue discípulo de Félix de Urgel, aunque no le siguió en el yerro adopcionista: ni con fundamento puede decirse que aprendiera de aquel obispo la doctrina de las imágenes, por Félix no combatidas. Ordenado de presbítero Claudio, y famoso ya por su mérito y doctrina, estuvo algún tiempo en la corte de Ludovico Pío con el cargo de maestro del palacio imperial, según afirman graves escritores (584). La pericia del español en las Sagradas Escrituras y la ignorancia que de este saber se advertía en Italia, movió a Ludovico a hacer obispo de Turín a Claudio. Consta todo esto por el testimonio de Jonás Aurelianense (de Orleáns) en su refutación del libro de Claudio acerca de las imágenes: Quo feliciter imperante (Ludovico Pío) idem Felix in quodam discipulo suo nomine Claudio, utpote, ut verbis B. Hieronymi utar, Euphorbus in Pythagora renascitur: qui etsi non fidei catholicae regulam, Ecclestasticas tamen traditiones quam venenatis telis... iaculari nisus est. Y en otra parte añade: Quemdam presbyterum, natione Hispanum, nomine Claudium, qui aliquid temporis in palatio suo, in presbyteratus militaverat honore, cui in explicandis Sanctorum Evangeliorum lectionibus quantulacumque notitia inesse videbatur, ut Italicae plebis, quae magna ex Parte a Sanctorum Evangelistarum sensibus procul aberat, sacrae doctrinae consultum foret, Taurinensi praesulem subrogari fecit Ecclesiae (585). [375]

     Observó Claudio en su diócesis buen número de supersticiones paganas en lo relativo al culto de las imágenes, y deseoso de atajarlas, y arrebatado de un indiscreto celo, comenzó a destruir, romper y quemar cuantas efigies y cruces hallaba en las basílicas, y para aumentar el escándalo de sus diocesanos resucitó el error de Vigilancio, impugnando públicamente la veneración de las reliquias de los mártires (586).

     Divulgada la herejía de Claudio, amonestóle por cartas a que desistiese de ella el abad Teudemiro, cuyo monasterio ignoramos, aunque Mabillon se inclina a creer que fue la abadía Psalmodiense, en Septimania. Pero el obispo de Turín, lejos de enmendarse, sostuvo su mala doctrina en un tratado larguísimo, tan largo como el Salterio de David si le añadiéramos cincuenta salmos, dice Jonás. (Fertur interea in sigillationem eiusdem abbatis totiusque gallicanae Ecclesiae tantae prolixitatis evomuisse libellum ut magnitudine sua quinquaginta Psalmis Davidicum superaret Psalterium.) Este escrito no ha llegado a nuestras manos. Sólo tenemos un breve extracto, conservado por Jonás en su refutación. Titúlase Apologeticum atque Rescriptum Claudii Episcopi adversus Theudemirum abbatem. (Apología y respuesta del obispo Claudio contra el abad Teudemiro.) Empieza en destemplado tono, semejante al de las epístolas de Elipando: «Recibí, por un rústico mensajero, tu carta, con los capítulos adjuntos, obra llena de garrulería y necedad. Allí me anuncias que desde Italia se ha propagado hasta las Galias y fines de España el rumor de haber yo fundado una nueva y anticatólica secta, lo cual es falsísimo... Yo no fundo secta, antes defiendo la unidad y proclamo la verdad, y he atajado, destruido y desarraigado, y no ceso de destruir en cuanto alcanzo, todo género de sectas, cismas, herejías y supersticiones... Vine a Italia, a esta ciudad de Turín, y encontré todas las basílicas llenas de imágenes y de abominaciones. Yo sólo comencé a destruir lo que todos los hombres adoraban. Por esto abrieron todos sus bocas para blasfemar de mí, y, a no haberme defendido el Señor, quizá me hubieran devorado vivo.»

     El grande argumento de Claudio, como de todos los iconoclastas, eran las palabras del Éxodo: No harás representación o semejanza de ninguna de las cosas que están en el cielo o en la tierra, lo cual, decía nuestro heterodoxo, no se ha de entender sólo de los ídolos extranjeros, sino de las mismas criaturas celestes. [376] En esto olvidaba Claudio (olvido extraño, dada su erudición bíblica) los dos querubines del propiciatorio. Y proseguía el descaminado obispo taurinense: «Si no adoramos ni reverenciamos las obras de la mano de Dios, ¿por qué hemos de venerar las obras de humanos artífices?»

     A estos lugares comunes, nacidos de una inexplicable confusión entre el culto de latría y el de honor, siguen peregrinos argumentos para impugnar la adoración de la santa cruz: «Nada les agrada en nuestro Salvador, dice Claudio, sino lo que agradaba a los judíos: el oprobio de la pasión y la afrenta de la muerte; no aciertan a creer de él sino lo que creían los impíos, hebreos y paganos que niegan su resurrección y le ven sólo muerto y crucificado. Si adoramos la cruz porque Cristo padeció en ella, adoremos a las doncellas, porque de una virgen nació Cristo. Adoremos los pesebres, porque fue reclinado en un pesebre. Adoremos los paños viejos, porque, después de muerto, en un paño viejo fue envuelto. Adoremos las naves, porque navegó con frecuencia en ellas y desde una nave enseñó a las turbas y en una nave durmió. Adoremos los asnos, porque en un asno entró en Jerusalén. Adoremos los corderos, porque de él está escrito: Ecce agnus Dei... Adoremos los leones, porque de él está escrito: Vicit Leo de tribu Iuda... 'Risum teneatis!'»

     ¡De tan pobre y rastrero modo razonaba uno de los escritores de la Edad Media, a quien los protestantes califican de precursores suyos! ¡Ni siquiera comprendía la grandeza inefable del misterio de nuestra redención y con ojos groseros sólo mi raba en el sagrado leño la afrenta de la cruz, Por mismo que los paganos!

     Pero aún no hemos acabado con las raras ilaciones que de la adoración de la cruz saca el iconoclasta de Turín: «Dios mandó que llevásemos la cruz, no que la adorásemos. Y precisamente la adoran los que ni espiritual ni corporalmente quieren llevarla... Adoremos las piedras, porque Cristo, después del descendimiento, fue enterrado en un sepulcro de piedra. Adoremos las espinas y las zarzas, porque el Salvador llevó corona de espinas. Adoremos las cañas, porque en la mano de Jesús pusieron los soldados un cetro de caña. Adoremos las lanzas, porque una lanza hirió el costado del Señor, manando de allí sangre y agua...»

     Acusado Claudio de condenar las peregrinaciones a Roma, defiéndese en estos términos: «Ni apruebo ni condeno ese viaje, porque ni aprovecha a todos ni a todos daña... Bien sé que muchos, entendiendo mal aquellas palabras: Tu es Petrus, etc., pospuesta toda espiritual diligencia, creen ganar la vida eterna con ir a Roma... Volved, ¡oh ciegos!, a aquella luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo... Por no ver esta luz, andáis en tinieblas y no sabéis adónde dirigiros, porque la oscuridad ciega vuestros ojos... No se ha de llamar apostólico al que ocupa la cátedra de los apóstoles, sino a quien [377]cumple el apostólico oficio. Del que obrare en contrario, dice el Señor: En la cátedra de Moisés se sentaron los escribas y los fariseos: guardad y cumplid todo lo que os digan, pero no imitéis sus obras.

     El odio contra Roma, mal contenido en estas líneas, nacía en Claudio de la pública desaprobación dada por el Pontífice a su doctrina, pero no llegaba a abierta hostilidad o cisma. La cita del servate et facite quaecumque dixerint, verdadera contradicción en boca de Claudio, lo demuestra. El mismo confiesa que Pascual I se había irritado gravemente por aquella herejía: Dicis quod Dominus Apostolicus indignatus sit mihi. Hoc dixisti de Paschali Ecclesiae Romanae Episcopo, qui praesenti iam caruit vita. Escribióse, pues, el Apologético después del año 824, en que aquel Pontífice pasó a mejor vida (587).

     No hay duda de que en el error iconoclasta y hasta en la manera de defenderle inició Claudio la pseudorreforma luterana. Al decir que «no se habían trocado los ídolos, sino los nombres, y que las imágenes de San Pedro y San Pablo eran tan vanas y poco dignas de reverencia como las de Jove o Saturno», anticipábase el disidente prelado a las audaces y poco embozadas proposiciones que leeremos en el Diálogo de Mercurio y Carón, de Juan de Valdés. ¡Triste gloria, en verdad, llevar la piqueta demoledora y el sacrílego martillo a los monumentos del arte cristiano; romper el lazo eterno que Dios puso entre la verdad y la belleza, la idea y la forma, la razón y la fantasía; matar el germen artístico en el corazón de pueblos enteros, como hizo la Reforma!

     Claudio fue extremando por momentos su rebelión y se negó a asistir al sínodo de Aquisgrán, llamándole congregación de asnos (588). Impugnó los errores del desatentado obispo un diácono llamado Dungalo, a quien Mabillon no cree francés, sino escocés probablemente (589). Papirio Masson, que sacó del olvido su libro valiéndose de un manuscrito que poseía Pedro Petau y de una copia de Nicolás Faber, inclínase a creer que el ignoto Dungalo escribió su refutación en la abadía de San Dionisio, cerca del Sena. Ha sido impresa la obra en cuestión con este rótulo: Liber responsionum adversus Claudii Taurinensis Episcopi Sententias ad Ludovicum imperatorem, eiusque filium Lotharium Augustum (590), y fue calificada por su propio autor de ramillete o florilegio de sentencias de los Santos Padres (libellum responsiones [378] ex auctoritate ac doctrina sanctorum patrum defloratas et excerptas continentem). Redúcese a una compilación bien hecha de trozos de la Sagrada Escritura, y de San Paulino de Nola, San Gregorio Niceno, San Jerónimo, San Agustín, San Ambrosio, Venancio Fortunato, Prudencio, Sedulio, San Juan Crisóstomo, San Gregorio el Magno, etc. Dungalo expone la doctrina de las imágenes con más firmeza y claridad que Jonás Aurelianense y otros franceses: «De esta cuestión -dice- se trató ha dos años en presencia de nuestros gloriosos y religiosísimos príncipes, comprobándose y definiéndose, con autoridad de las Escrituras y doctrina y ejemplo de varones sabios y piadosos, con cuánta cautela y discreción han de ser veneradas las imágenes, de suerte que nadie, aunque de rudo y grosero entendimiento, pueda pensar que es lícito tributar honor divino sino al sólo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero nadie, por el contrario, presuma destruir, despreciar o abominar a los ángeles, a los santos, a sus imágenes o a cualquier objeto consagrado a honra y gloria del solo verdadero Dios» (591).

     Divide Dungalo su Apología (en que sólo se echa de menos alguna precisión de lenguaje cuando el autor habla por cuenta propia) en tres partes, enderezada la primera a rebatir las proposiciones de Claudio acerca de las imágenes; la segunda, a defender la veneración de la santa Cruz, y la tercera, las peregrinaciones a Roma y las reliquias de los santos, que Claudio despreciaba, siguiendo a Eunomio y a Vigilancio (592).

     De una carta de Loup de Ferrilres a Eginhardo parece deducirse que este cronista escribió un libro De adoranda cruce, que Nicolás Antonio supone dirigido contra Claudio. No ha llegado tal lucubración a nuestros días, como tampoco la respuesta de Teudemiro al Apologético del iconoclasta, que conocemos sólo por los fragmentos insertos en la obra de Jonás.

     Este obispo de Orleáns fue el más señalado de los contradictores de Claudio. Emprendió su tarea de orden de Ludovico Pío, pero no le puso cima hasta el reinado de Carlos el Calvo, cuando ya el sedicioso pastor de Turín había pasado de esta vida. Tentado estuvo Jonás a dar de mano a su libro, pareciéndole fuera de propósito y aun contra caridad lidiar con muertos; pero advirtiéronle algunos que el error revivía en los discípulos de Claudio, contagiados a la vez de arrianismo, doctrina enseñada [379] en ciertos libros clandestinos que había dejado el maestro en lo más recóndito de su cámara episcopal (593). De la acusación de arriano aquí fulminada contra Claudio no se encuentra vestigio en otra parte ni sus escritos inducen a tal sospecha.

     Pero Jonás quería justificar a todo trance la divulgación de sus tres tan elaborados libros De cultu imaginum, como si no fuera bastante motivo para la defensa de la verdad el persistir de una aberración y la necesidad de precaverla en adelante. Dioles comienzo en rimado y retórico estilo, afirmando una y otra vez, cual cosa manifiesta, que España había producido sabios elocuentísimos e invictísimos propugnadores de la fe católica, pero también, y a la par de ellos, señalados heresiarcas, que con perversos dogmas y varias supersticiones intentaron, aunque en vano, mancillar la pureza de la doctrina (594). Reciente y no olvidado ejemplo era el de Félix y el arzobispo Elipando; y Jonás, que había viajado por España y llegado a Asturias, no dejó de recordarle, tributando de pasada honorífico testimonio a la ciencia y virtudes de nuestro San Beato, aunque expresamente no le nombra. La digresión relativa a los adopcionistas llévale como por la mano a tratar del discípulo de Félix, Claudio, de quien da las noticias en su lugar transcritas, no sin hacer notar que con sus atropelladas y escandalosas providencias se granjeó aquel obispo la saña de sus diocesanos. Ni se oculta a Jonás la semejanza de Claudio con Vigilancio y Eustacio, de quienes cantó Sedulio:

Ambo errore pares, quamquam diversa secuti;

pues, aunque Claudio en su Apologético no parece contradecir la veneración de las reliquias, era cosa sabida que de palabra las impugnaba (595), y lo confirma Dungalo. Sobre Claudio debían caer, pues, las razones y anatemas de San Jerónimo contra Vigilancio y del concilio Gangrense, contra los despreciadores de las antiguas tradiciones.

     Ni eran sólo censuras teológicas las que Claudio merecía. Su falta de probidad literaria en aprovecharse a manos llenas, y sin [380] advertirlo, de frases y conceptos de los antiguos Padres, es uno de los argumentos de la grave acusación que Jonás le dirige (596).

     Le acrimina asimismo de mal gramático y escritor descuidado en estilo y construcciones; pero en esta parte, hablando en puridad, no le lleva su impugnador grandes ventajas. Muéstrase, sí, afecto a extrañas pedanterías, citando muy fuera de lugar el Arte amatoria, de Ovidio; y a los necios argumentos de Claudio contesta no rara vez con observaciones de esta guisa: «Dices que debemos adorar a los asnos; pero es necesario que los elijas bien, porque los de Italia y Germania tienen malas orejas y por la deformidad y pequeñez de sus cuerpos no son dignos de ser adorados; en cambio, los de tu tierra, por lo gallardo de sus cuerpos y lo desarrollado de sus orejas, atraen a sí los ojos de los espectadores» (597). Esto nos trae a la memoria lo que escribía Don lego de Mendoza en el siglo XVI: «No sé por qué aquel doctorcillo de Aristóteles dijo en sus libros De animalibus que no había asnos en Francia, cuando vemos tantos bachilleres como se hacen en París cada año» (598).

     No es frecuente este tono de burlas en la apología de Jonás. Por lo general, discurre bien y con seso, aunque desde un punto de vista incompleto. En concepto de Jonás, las imágenes de los santos en las pinturas que retrataban sus acciones, debían conservarse sólo para ornato e histórica memoria; conforme el obispo de Orleáns, con la mayor parte de los franceses, rechaza el segundo concilio de Nicea por haber definido el punto de la adoración; pero era de parecer que el culto de la cruz debía conservarse. De las imágenes dice en el primer libro: Picturas sanctarum rerum gestarum, quae non ad adorandum, sed solummodo, teste B. Gregorio, ad instruendas nescientium mentes in Ecclesiis sunt antiquitus fieri permissae... non ut adorentur, sed ut quandam pulchritudinem reddant et quarundam praeteritarum rerum memoriam sensibus imperitorum ingerant, in Ecclesiis depingi. Creaturam vero adorari... nefas dicimus.

     Opiniones muy semejantes sostuvo Agobardo en su tratado De imaginibus, donde, entre otras proposiciones, leemos: «Ley es de la adoración que ninguna criatura, ningún fantasma, ninguna obra humana, ni el sol naciente, ni el poniente, ni las nubes, ni el fuego, ni los árboles, ni las imágenes sean adorados... Y no repliques que adoras el ser representado en la imagen y no la imagen misma, porque el objeto determina la adoración y con la falacia del honor de los santos nos lleva Satanás [381] a la idolatría.. Las imágenes deben ser conservadas por religión y memoria, sin culto ni honor de latría, ni de dulía, ni de otro alguno, porque no nos pueden hacer bien ni mal.» Y concluye aconsejando que, para evitar la idolatría, no se pinten imágenes ni se erijan simulacros, porque nada es santo sino el templo de Dios (599).

     Toda esta argumentación de Agobardo descansa, como se ve, en el falso supuesto de que el objeto material o, digámoslo así, próximo, y no el formal o final, determina la adoración, cuando es evidente que el culto de honor tributado por el cristiano a las efigies no termina ni puede terminar en las efigies consideradas como tales, sino con relación a la persona que representan, en lo cual no corren los fieles el peligro de caer en superstición, como suponía Agobardo.

     Aunque pueda en algún modo disculparse la mala inteligencia dada por la iglesia galicana a la definición de Nicea, no cabe dudar de la exactitud del hecho. El concilio de Francfort había establecido estas proposiciones, realmente censurables: «Ha de ser adorado un solo Dios sin imagen; ni en la Escritura ni en los Padres está expresa la adoración de las imágenes; deben conservarse para ornamento y deleite de los ojos, no para instruir a los pueblos.» El mismo Mabillon (600) confiesa que la palabra adoración fue rechazada en Francia hasta fines del siglo IX, pero niega que Alcuino y Walafrido Strabón prevaricasen en este punto (601).

     La parte más de estimar en la obra del prelado aurelianense es el libro tercero, en que refuta las blasfemias de Claudio contra la santa cruz y reúne y comenta los testimonios de Santos Padres que recomiendan su culto. «Adoremos (dice con San Juan Damasceno) la figura de la preciosa y vivífica cruz, de cualquiera materia que esté hecha, no venerando, ¡lejos de nosotros tal error!, la materia, sino la forma, el signo de Cristo. Donde esté su signo, allí estará él. Si la materia de la cruz se disuelve o pierde la forma, no debe ser adorada» (602). [382]

     Con solidez demuestra asimismo Jonás, apoyado en San Jerónimo, que las reliquias y sepulcros de los mártires deben ser venerados, porque su muerte es preciosa delante del Señor. El tercer libro del Apologético, de Jonás, versa sobre las peregrinaciones a Roma: De peregrinationibus in urbem conceptis.

     Parece que Walafrido Strabón escribió también contra Claudio. La fecha de la muerte de éste no puede determinarse con exactitud, pero de un documento citado por Ughelli en la Italia Sacra resulta que aún vivía en 839 (603).



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- III -

Otros escritos de Claudio.

     Aparte de la triste, si ruidosa, fama que le dieron sus errores, fue Claudio, para lo que en su tiempo se acostumbraba, escritor docto y prolífico y digno de buena memoria entre los nuestros. [383]

     Comencemos por apartar hasta la menor sospecha de que estas obras puedan pertenecer a un Claudio Clemente, escocés, amigo y compañero de Alcuino. Los libros mismos manifiestan lo contrario. El primero y más conocido de todos puede leerse en la Bibliotheca Veterum Patrum (604) con el título de Claudii Taurinensis Episcopi in Epistolam D. Pauli ad Galatas doctissima enarratio, y está dedicado el abad Druntherano, que en concepto de Mabillon pudo ser el mismo que Dortrann (abbas Calmeliacensis in pago Aniciensi) o Dructerann (abbas Sollemniacensis in pago Lemovicensi) (605). Pedro Pesseliero descubrió en la abadía altissidoriense el manuscrito de esta exposición y la dio a conocer en 1524 (606)

     El prefacio dirigido por el pecador Claudio (Claudius peccator) al abad Dructerano indica los propósitos del obispo taurinense y da alguna idea del método seguido en sus exposiciones: «Ya hace más de tres años que, hallándome en el palacio del entonces rey Ludovico, hoy emperador, me exhortaste más de una vez a que mostrara algún fruto de mi labor en las epístolas del Maestro de las Gentes, el apóstol San Pablo. Pero, envuelto yo en los trabajos y torbellinos del mundo, no pude acceder a tu ruego hasta que en la presente Cuaresma compilé de los tratados de San Agustín y San Jerónimo un comentario a la epístola Ad Galatas; y, notando que faltaban muchas cosas, suplí en parte la omisión con sentencias tomadas de otros libros de San Agustín, y aun me atreví a intercalar algunas frases mías para enlazar ambas exposiciones y ejercitar el entendimiento y evitar el fastidio de los leyentes.» Promete comentarios a las demás epístolas, trabajados por el mismo método (607). A esta dedicatoria siguen dos argumentos, y luego la exégesis o explicación de cada capítulo párrafo por párrafo.

     Basta la lectura del pasaje transcrilto para entender que el Claudio residente en la corte de Ludovico Pío fue el español y no el escocés. Felipe Labbé duda hasta de la existencia de Claudio Clemente (608).

     El prefacio de Claudio a su exposición In epistolam, ad Ephesios fue publicado íntegro por Mabillon en sus Vetera Analecta (609). Son muy de notar estos lugares: «Como en nuestro tiempo [384] han decaído tanto los estudios y apenas se halla nadie dispuesto no ya a escribir de materias nuevas, sino a leer lo que escribieron nuestros mayores, obra grande me pide vuestra imperial potestad (la de Ludovico Pío, a quien el libro va dedicado) al decirme que de los tratados de los Padres forme una exposición a las epístolas del apóstol San Pablo. Semejante al mendigo, que no tiene cosecha propia y, yendo detrás de los segadores, recoge las espigas, he comentado con sentencias de otros las epístolas a los Efesios y a los Filipenses... El año pasado trabajé mucho en la epístola Ad Galatas... Sobre las demás tengo extractos, pero falta mucho todavía. Pues el año presente, por mal de mis pecados, vivo en continua angustia y no puedo escudriñar las Sagradas Escrituras» (610). ¿Aludirá con esto Claudio a los disgustos que le ocasionaba su herejía?

     El cardenal Angelo Mai, en el tomo 9 del Spicilegium Romanum (611), dio a conocer la exposición de Claudio a la epístola Ad Philemonem. No tiene prólogo ni dedicatoria y en sustancia está tomada de San Jerónimo, como advierte Mai, el cual pensó publicar los demás comentarios de Claudio, pero desistió de tal idea notando su escasa originalidad, en que ya repararon Ricardo Simón (612) y Trombellio.

     En la Biblioteca Vaticana (códice 5775 del antiguo fondo) se conserva un manuscrito del siglo IX que contiene el tratado de Claudio sobre las dos epístolas Ad Corinthios, precedido de una dedicatoria al abad Teudemiro (Venerabili in Christo sinceraque charitate diligendo Theudemiro abbati). Procede este manuscrito de la abadía de San Columbano de Bovio y fue mandado escribir en el año 862 por el obispo Teodulfo, distinto del de Orleáns (613), según resulta de una epístola del mismo que va en el códice.

     Así de éstas como de las restantes exposiciones de Claudio a las epístolas de San Pablo he visto numerosos códices en diferentes bibliotecas. La Nacional de París posee tres, señalados con los números 2392, 93 y 94 del catálogo latino. [385]

     Ni fueron sólo éstos los trabajos escriturarios de Claudio. Trithemio (De scriptoribus ecclesiasticis) le atribuye exposiciones al Pentateuco, al libro de Josué, al de los jueces y al de Rut. Labbé manifestó (614) tener copia del prefacio y epílogo del comentario al Levítico. Mabillon publicó ambas piezas íntegras en su Analecta Vetera (615). El Praefatio in libros informationum litterae et spiritus super Leviticum ad Theudemirum abbatem comienza así (616): «Hace dos años te envié cuatro libros de exposición de la letra y espíritu del Éxodo, continuando el trabajo que empecé por el Génesis ha más de ocho años. Si hasta ahora no he cumplido tu voluntad, ha sido por el triste estado de la república y la perversión de los hombres malos. Ambas cosas me atormentan tanto, que me pesa el vivir; y como las alas de la virtud se me han debilitado, no puedo ir a la soledad donde al fin descanse y diga al Señor: Dimitte me, ut plangam paululum dolorem meum.» Se disculpa de no haber seguido el ejemplo de Beda en poner separadas las sentencias de cada doctor, entretejidas en su exposición y acaba con esta fecha: «Comenzóse bajo los auspicios de la divina piedad esta obra el día séptimo antes de las idus de marzo del año de nuestra salvación 823» (617). El comentario al Génesis se escribió, por consiguiente, en 815, y el del Exodo en 821.

     Si alguno dudare que el iconoclasta Claudio es el verdadero autor de ésta y las demás exposiciones mencionadas, pare la atención en este pasaje del epílogo: «No debemos imitar a las criaturas, sino al Creador, para hacernos santos... Nadie se hace santo con la beatitud de otro hombre... Debemos honrar a los muertos con la imitación, no con el culto... Por defender esta verdad me he hecho oprobio de mis vecinos y escándalo de mis allegados... Cuantos me ven se ríen entre sí y me muestran con el dedo» (618). Mabillon, en las Anotaciones a estos dos rasgos, dice haber visto en la abadía de Reims la exposición de Claudio al Levítico.

     No se conservan, que yo sepa, los demás comentarios a los libros del Pentateuco; pero en la Biblioteca Nacional de París, códice 2391, están las explanaciones a Josué y al libro de los Jueces. [386]

     Formó además Claudio una verdadera Cathena Patrum sobre San Mateo (619). El prefacio, que es curioso, fue estampado por Mabillon en el apéndice número 41 de sus Annales Ordi nis S. Benedicti (t.2), con presencia de un códice de la catedral de Laudun. Dedúcese de este documento que Claudio emprendió su tarea el año 815, reuniendo y compilando pasajes de Orígenes, San Hilario, San Ambrosio, San Jerónimo, San Rufino, San Juan Crigóstomo, San León el Magno, San Gregorio y Beda; pero sobre todo de San Agustín, no sin añadir algunas cosas de su propio ingenio. Pide indulgencia para sus defectos, habida consideración a estar casi ciego y muy aquejado de dolencias (620).

     Angelo Mai, en el tomo 4 del Spicilegium, dio como inédita la prefación antedicha, sin mencionar a Mabillon, pero citando los fragmentos publicados por Baronio en los Anales, y por Usher en las Hibernicae Epistolae.

     Tomás Dempstero (621) atribuye a Claudio, a quien él supone escocés, otras obras, entre ellas catorce libros De concordia evangelistarum, de cuya existencia dudo mucho, un Memoriale historiarum (quizá no distinto del Chronicon que cito en seguida) y unas Homilías, que serán, sin género de duda, las que se guardan en el códice 740 de la Biblioteca Nacional de París (622). [387]

     Finalmente, Labbé, en su Nova Bibliotheca Manuscriptorum, estampó una Brevis Chronica, escrita en 814 por Claudio el Cronólogo, no distinto, en sentir del editor, de Claudio de Turín. Esta cronología, que tiene poco o ningún interés, como no sea el de ajustarse a la verdad hebraica (iuxta Hebraicam Sacrorum Codicum veritatem), está incompleta y tiene, además, una laguna hacia la mitad del texto (623).

     De apetecer sería que algún docto español coleccionase las obras inéditas y dispersas del obispo taurinense, pues, aunque no [388] luzcan por la originalidad, cosa imposible en un siglo de ciencia compilatoria como fue el IX, pesan y significan mucho en la relación histórica y contribuyeron a iluminar con los rayos de la ciencia cristiana aquellas tinieblas. El pensamiento de reunir y concordar sistemáticamente las sentencias de los Padres pone a Claudio en honroso lugar entre los sucesores de Tajón, entre los que dieron y prepararon materiales para el futuro movimiento teológico. Claudio compila, como Alcuino y Beda; vulgariza el conocimiento de las Escrituras y su más fácil inteligencia; no es artífice, pero sí diligente obrero y colector de materiales. No merece gloria, sino profundo agradecimiento, como todos los que conservaron viva la llama del saber latino en medio de aquella barbarie germánica.

     Por lo que hace a su herejía, fundamento principal del renombre que alcanza, ni en España, donde jamás penetró esa doctrina, ni en Italia logró hacer prosélitos. ¡Desdichados de nosotros si tal hubiese acontecido! Ni Frà Angélico ni Rafael hubieran dado celestial expresión a sus madonas ni nos postraríamos hoy ante las vírgenes de Murillo. ¡Ay del arte donde la religión se hace iconoclasta!

     ¿Puede contarse a Claudio de Turín entre los precursores del protestantismo? Unos escritores lo afirman, otros lo niegan (624). En realidad, los yerros de nuestro doctor se circunscribieron a un punto solo, y mal hubieran podido entenderse con él los corifeos de la Reforma en la materia de la justificación sin las obras y en otras semejantes. Mas, si protestante llamamos a todo el que en poco o en mucho ha disentido de la doctrina ortodoxa, no hay duda que Claudio lo hacía, aunque no negaba el principio de autoridad ni era partidario teórico del individual examen (625).



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- IV -

Vindicación de Prudencio Galindo.-Su controversia con Escoto Erígena.

     A nuestro siglo estaba reservado el sacar del olvido, y poner quizá en predicamento superior al que merece, la memoria del audaz panteísta irlandés que en siglo IX y en la corte carolingia resucitó la doctrina de Proclo y de los últimos alejandrinos. La curiosidad y aun la afición que despierta aquel ingenio singular y extraviado, sin discípulos ni secuaces, no debe hacernos olvidar la gloria que refutándole lograron al unos valientes propugnadores de la ortodoxia, entre todos los cuales descuella el español Prudencio Galindo o Galindón, venerado como santo en la diócesis de Troyes, de donde fue obispo. Como alguien ha acusado de heterodoxia a este eximio doctor, conviene que yo tome aquí su defensa, escribiendo acerca de él breves líneas, aunque es personaje de tal importancia, que su vida y sus escritos están reclamando una especial y no corta monografía.

     Prudencio Galindo era uno de esos sabios españoles atraídos a las Galias por la munificencia carolingia. Su patria dícela él mismo:

Hesperia genitus: Celtas deductos et altus.

     Su nombre era Galindo, lo cual pudiera inducir a suponerle aragonés; pero lo trocó por el de Prudencio, quizás en memoria del gran poeta cristiano, celtíbero como él. Sábese que nuestro Galindo tenía un hermano obispo en España.

     De la virtud y la ciencia del personaje de quien escribo dan testimonio todos sus contemporáneos. El autor de los Anales Bertinianos (626) llámale apprime litteris eruditum virum. Loup de Ferrières le elogia en varios lugares. El biógrafo del abad Frodoberto (627) apellida al obispo de Troyes pontificalis vitae institutione clarissimus in divinus rebus undecumque non mediocriter eruditus. Todavía en el siglo XVII, un erudito humanista, amante hasta el entusiasmo de todas las cosas de España, Gaspar Barthio, declaróle príncipe de todos los literatos de su tiempo (sui saeculi litteratorum facile principem), varón de sumo juicio y muy sabedor de la antigüedad (cordatum et scientem antiquitatis) (628).

     Sucedió Prudencio en la silla episcopal de Troyes a Adalberto antes del año 847, en que suena ya su nombre en un [389] privilegio otorgado por el concilio de París. En 849 asistió a un sínodo celebrado en la misma ciudad, y no en Tours, como algunos han supuesto (629). En 853 concurrió al de Soissons (II), en que los clérigos de la diócesis de Reims le escogieron por árbitro de sus disidencias. Carlos el Calvo le comisionó, así como a Loup, abad de Ferrières, para restablecer el orden en varios monasterios (630).

     Fuera de estos hechos y de los importantes que narraré luego, no consta otro dato biográfico de Prudencio. Sólo sabemos que gobernó con prudencia y santidad su diócesis hasta el 6 de abril de 861, en que paso a mejor vida (631). En la diócesis de Troyes se le tributa culto desde el siglo XIII por lo menos.

     El grande y capital suceso de la vida de Prudencio es la controversia sobre la predestinación, en que tomó parte muy activa. Los hechos, fielmente narrados, acontecieron como sigue:

     Defendía por estos tiempos la doctrina de San Agustín acerca de las relaciones entre el libre albedrío y la gracia, un monje de Orbais, en la diócesis de Soissons, llamado Godescalco (Gothescalk) (632). Quizá por extremado en sus opiniones o por falta de precisión en sus frases, encendió grave disputa entre los teólogos, levantando contra él a Rabano Mauro, arzobispo de Maguncia, y al obispo de Reims, Hincmaro. El concilio Maguntino II, presidido por Rabano, condenó la opinión de Godescalco en 848. Lo mismo hicieron los obispos de la Galia bélgica, en el concilio de Kiersy (apud Carisiacum Palatium), a orillas del Oise, donde Godescalco fue depuesto de la dignidad sacerdotal y azotado con varas. Hincmaro persiguió y tuvo recluso por siete años a Godescalco, que en la prisión compuso versos bastante malos, aunque sentidos (633).

     Sostenía Hincmaro que Godescalco había caído en la herejía por él llamada de los predestinacionistas, cuyos capítulos de condenación eran éstos: «I. Dios ha predestinado a unos a la vida, y a otros, a la muerte eterna.-II. Dios no quiere que todos los hombres se salven, sino aquellos que Él predestinó para la vida eterna.-III. Dios no murió por todos los hombres, sino por aquellos que han de salvarse.-IV. La Divinidad es triple.»

     Contra estas herejías, por él libremente fantaseadas y puestas en cabeza de sus adversarios, escribió Hincmaro su libro [390] De praedestinatione Dei et libero arbitrio, enderezado a: Carlos el Calvo (634). Y allí sonó por primera vez la acusación de herejía contra Prudencio.

     Consultado éste por Hincmaro en 849, no sólo le había exhortado a la clemencia con Godescalco, sino que, tomando abiertamente su defensa, formó una colección de pasajes de los Santos Padres concernientes a la doble predestinación, y presentó este escrito al concilio de París de 849, dirigiéndole luego a Hincmaro de Reims y a Pardulo de Laón, enemigos de Godescalco. Divídese este escrito en trece capítulos y comienza con un elogio de la doctrina de San Agustín, que es pura y sencillamente la que Prudencio sigue. Trata no sólo de la predestinación, sino del beneficio de Cristo y de la vocación de las gentes, puntos enlazados con el primero, y comprueba los tres con autoridades de la Escritura y extractos de varias obras de San Agustín contra los pelagianos, del libro De praedestinatione, de San Fulgencio de Ruspe, de los Morales, de San Gregorio; de las respuestas de San Próspero (el autor del poema Contra los ingratos) Ad capitula Gallorum, de la exposición de Casiodoro a los Salmos y de diferentes tratados del Venerable Beda. Jacobo Sirmond sacó de la oscuridad este opúsculo de Prudencio, que se conservaba en la abadía de San Arnould, en Metz. Maguino, en las Vindiciae de Praedestinatione (1650), imprimió el prefacio. El P. Cellot dio a conocer toda la obra en su Historia de Godescalco (635).

     Hincmaro remitió a Rabano Mauro el libro de Prudencio, y el arzobispo de Maguncia contestó en una acre censura, donde parece confundir la predestinación con la presciencia y acusa al obispo de Troyes de suponer a Dios autor del pecado (636). Para probar la inanidad de esta aseveración, basta recordar estas palabras, en que Prudencio, siguiendo a San Agustín y a San Fulgencio, condensa su doctrina: Predestinó Dios, esto es, preordenó a los hombres, no para que pecaran, sino para que padeciesen eternas penas por el pecado; predestinólos, digo, no a la culpa, sino a la pena. Con lo cual deja a salvo la libertad humana, de cuya elección procede el mal. Quizá insistió Prudencio en esta parte por no caer, al modo de Escoto Erígena, en el error de origenistas, y negar la pena como distinta del pecado.

     La cuestión iba creciendo y comenzaba a dividir la iglesia francesa. Nuevos campeones saltaron a la liza. Enfrente de Rabano, Hincmaro y Pardulo, aparecieron como defensores de Prudencio los dos Lupos, (Servato y el de Ferrières), el monje Ratramno, San Amolo y su sucesor San Remigio, arzobispo de Lyón, y con ellos el diácono Floro y toda la iglesia lugdunense. El concilio de Valencia del Ródano y el de Toul (Lingonense), [391] celebrados en 855, declararon inocente a Godescalco y proclamaron la doble predestinación.

     Mientras estas cosas sucedían, Carlos el Calvo invitó a tomar parte en la cuestión al maestro palatino Juan Escoto Erígena, lo cual fue echar leña al fuego y levantar tremenda llamarada de herejía.

     Escoto Erígena (637) procedía de aquellas famosas escuelas de Irlanda, donde se conservaba algo de la tradición antigua, de la misma suerte que en nuestras escuelas isidorianas. De allí había salido San Columbano para fundar abadías y derribar los ídolos de Germania; de allí vino numerosa falange de gramáticos y teólogos al llamamiento de Carlomagno (638); de allí, el último de todos en el tiempo y el de historia más ruidosa, nuestro Erígena, trajo la filosofía alejandrina a la sombra de un comentario sobre Los nombres divinos del pseudo-Areopagita. Porque Escoto sabía hasta griego, como lo manifestó en la traducción de dicho libro, y estaba amamantado en Plotino, y, sobre todo, en Proclo, por donde vino a ser el filósofo más notable de su siglo y la primera de las grandes personalidades que hallamos en la historia del escolasticismo (639).

     El sistema del arrojado pensador irlandés es un panteísmo puro como el de Espinosa. Antes de llegar a él proclama la absoluta libertad del pensamiento; ¡del pensamiento, que él ha de matar luego mediante la absorción en la esencia divina! (640) En el tratado De divisione naturae (641) sostiene que la autoridad [392] procede de la razón, y no la razón de la autoridad, por donde toda autoridad no fundada en razón es autoridad sin valor; todo esto sin hacer distinción entre la autoridad divina y la humana. En el De divina praedestinatione confunde los límites y las esferas de la razón y de la fe, identificando en el hombre la filosofía. el estudio de la ciencia y la religión, es decir, el fin, los medios, el término superior. (Non aliam esse philosophiam, aliudve sapientiae studium, aliamve religionem.)

     Persuadido, pues, de que no hay más ciencia ni religión que la filosofía, ni más filosofía que el panteísmo de los últimos alejandrinos, levanta el edificio de su singular Teodicea, fundada en la unidad de naturaleza, que se determina en cuatro formas o diferencias; una increada y creadora, otra creada y creadora; la tercera, creada y que no crea; la cuarta, ni creadora ni creada.

     La sustancia, ousía, el ente absoluto, la primera categoría, se desarrolla en la primera forma, accidente o diferencia, y es Dios, principio de las cosas, porque las engendra; medio, porque las sustenta; fin, porque todas tienden hacia Él. El ser en la forma segunda es el Verbo; las Ideas arquetipas, los universales. En la tercera categoría está el mundo sensible, creado y perecedero por absorción o palingenesia en los universales, como éstos a su vez han de tornar a la unidad, resultando la cuarta y definitiva forma, que ni crea ni es creada (642). [393]

     Todo esto trasciende a gnosticismo; en cambio, la doctrina de Juan Escoto sobre el mal y la pena, la predestinación y el pecado, es casi del todo origenista. Admitido con los ortodoxos que el mal es privación y accidente, niega que Dios pueda predestinar a la muerte eterna. Pero, como es esencialmente bueno, predestina a la final bienaventuranza. Niega por de contado el hereje irlandés la eternidad de las penas (643).

     Tal era, en breves términos cifrada, la doctrina que el Erígena explanaba en el libro De divina praedestinatione. Hízose cargo Prudencio de la magnitud del peligro, y procuró neutralizar aquella máquina de guerra, movida, quizá contra voluntad propia, por un ingenio sutil y paradójico. Tales intentos muestra el libro que Mauguin (Maguinus) sacó de la abadía corbeiense y dio a pública luz en el siglo XVII con el título de S. Prudentii Episcopi Tricassini de praedestinatione contra Ioannem Scotum seu Liber Ioannis Scoti correctus a Prudentio (644), el cual va dirigido a Wenilon, arzobispo de Sens.

     Al refutar los diecinueve capítulos del libro de Escoto, cuidó con diligencia Prudencio de arrancar las raíces del mal, demostrando en el primer capítulo la legitimidad de la fe, lo limitado de nuestra razón y la absoluta imposibilidad de resolver sólo por la ciencia del Quadrivio una cuestión teológica.

     Sostenía Erígena que la predestinación en Dios es sólo una, como una es su esencia. Y Prudencio responde: «Aunque la esencia de Dios sea indudablemente simple y no susceptible de ninguna multiplicación, las cosas que de ella como esenciales [394] se predican, pueden sin contradicción decirse como múltiples, y así se hallan en las Sagradas Escrituras. Unas veces se dice la voluntad de Dios, en singular; otras veces las voluntades, sin que por esto se entienda tratar de muchas esencias, sino de los varios efectos de la voluntad, que, según su congruencia y diversidad, son múltiples. Podemos, pues, decir que Dios predestinó para la gloria y predestinó para la pena, mostrando en lo uno su misericordia, y en lo otro su justicia.»

     Conforme Prudencio con algo de lo que del libre albedrío escribió Escoto, no lo está en cuanto a identificar la naturaleza humana con la libertad, pues, «a consecuencia del pecado original, el libre albedrío quedó tan menoscabado, débil y enfermo, que necesita del auxilio de la divina gracia para determinarse al bien y ejecutarlo, aunque el hombre no haya perdido por eso su esencia o sustancia». «¿Quién no sabe que el ánima racional es y que en ella residen el saber y el querer? Pero el ser es su naturaleza y sustancia: el querer y el saber no son más que atributos de la sustancia... De la misma suerte, el querer es de la naturaleza, pero el querer el bien o el mal no es de la naturaleza, sino movimiento y oficio de la naturaleza, pues de otra manera no hubiera vicio ni virtud en nosotros. Caído el hombre en pecado, no perdió su ser natural, no perdió el querer, pero sí perdió el bien querer e incurrió en el querer mal. Torcióse su naturaleza, pero no se perdió. Resintióse la salud del alma y el vigor de la buena voluntad. Si el acto de la voluntad fuese sustancia, nunca sería malo, porque todas las obras de Dios son buenas» (645).

     «La presencia y predestinación de Dios no es causa del pecado, de la pena o de la muerte, porque no compete ni obliga a nadie a pecar para que pecando sufra el castigo ni la muerte. Dios es el juez y el vengador del pecado. Él dispuso y juzgó que los que con certeza sabía que habían de pecar y perseverar en el pecado, fuesen luego castigados con merecidas penas...» «Se dice que Dios pre-supo los pecados, la muerte o la pena; pero nunca he leído, ni lo ha dicho ningún católico, que Dios predestinase o preordenase el pecado» (646).

     Y aquí estaba el error de Escoto Erígena: en confundir los términos presciencia y predestinación, sin considerar que ni una ni otra «obran con violencia de necesidad sobre los futuros contingentes, [395] pues aunque todo lo que Dios ha presabido o predestinado tiene que suceder, no sucede porque haya sido predestinado, sino que ha sido predestinado porque sabe que el pecador ha de vivir mal y perseverar obstinadamente en sus malas obras... Y, como la justicia de Dios es innegable, síguese que también lo son la predestinación y preparación».

     Al negar Escoto la eternidad de las penas (647) y que éstas fueran distintas del pecado, fundábase en el principio de que la naturaleza no castiga a la naturaleza, como si la naturaleza de Dios y la del hombre fuesen idénticas. También se opuso Prudencio en los últimos capítulos de su libro a esta doctrina, mostrando su fundamento panteísta. En el mismo grosero sistema se apoyaba el maestro palatino para suponer única la predestinación, como única es la sustancia de Dios, a lo cual brillantemente contesta Prudencio que «la disposición, la ordenación y los efectos, pueden ser múltiples, aunque la esencia sea única, porque la sabiduría, la verdad, la bondad, se dicen de Dios esencialmente; la predestinación y la presciencia, relative».

     La obra del obispo de Troyes es, en lo demás, un tejido de sentencias de los Padres, especialmente de San Gregorio, San Jerónimo, San Agustín y San Fulgencio (648). De ella juzgaron así los benedictinos, autores de la Histoire littéraire de la France (649): «Hay pocas obras de controversia de este tiempo en que se hallen más riqueza teológica, mejor elección en las pruebas, mayor fuerza y solidez en los argumentos. más exactitud y precisión en la frase. Supera bastante a la de Floro de Lyón.»

     No sabemos si contestó Erígena. cuya huella se pierde muy luego, ignorándose toda circunstancia de los últimos años de su vida. En 853 tornó Prudencio a sostener sus opiniones en una epístola Tractoria, que, transmitida por su vicario Arnaldo a Wenlon y otros obispos de la provincia de Sens, fue aprobada por Eneas, obispo electo de París, en cuya elección había consentido Prudencio. En cuatro proposiciones formula allí la doctrina de San Agustín contra los pelagianos; Mauguin publicó esta carta (650) por primera vez (651). [396]

     Ninguno de estos escritos agradó a Hincmaro, quien por despecho hizo correr la voz de que Prudencio era hereje y que había consentido en los errores de Escoto. En el citado libro De praedestinatione Dei reprende estas proposiciones de Prudencio, todas las cuales tienen sentido católico, aunque alguna parezca dura en la expresión. Primera: Dios Predestinó a unos gratuitamente a la vida; a otros, por su inescrutable justicia, a la pena. (Quosdam a Deo fuisse gratuito praedestinatos ad vitam, quosdam imperscrutabili iustitia praedestinatos ad poenam.) Pero lo explica luego en estos términos: Pero no Predestiné sino lo que por su presciencia sabía que iba a acontecer, según aquello del profeta: Qui fecit quae futura sunt. (Ut id videlicet sive in damnandis, sive in salvandis praedestinaverit quod se praescierat esse judicando facturum.) La segunda proposición es: La sangre de Cristo fue derramada por todos los creyentes, pero no por los que nunca creyeron, ni hoy creen, ni han de creer jamás. (Sanguinem Christi pro omnibus fusum credentibus: non vero pro his qui nunquam crediderunt, nec hodie credunt, nec unquam credituri sunt.) La tercera: Dios puede salvar a todos los que quiera; nadie se puede salvar sin su auxilio, y los que no se salvan, no es voluntad de Dios que se salven. (Deum omnipotentem omnes quoscumque vult, posse salvare, nec aliquem possit salvari nisi quem ipse salvaverit, et qui non salvantur, non esse Dei voluntas ut salventur.) Téngase presente aquí, como ya advirtió N. Antonio, la distinción establecida por Santo Tomás entre la voluntad antecedente y la subsiguiente.

     El rumor esparcido por Hincmaro fue acogido después de la muerte de Prudencio por el autor de los Anales bertinianos, escritos en la diócesis de Reims. Allí se lee que Prudencio, después de haber combatido a Godescalco (lo cual no consta en parte alguna), se hizo acérrimo defensor de la herejía por odio [397] a algunos obispos, y prosiguió escribiendo contra la fe mientras le duró la vida (652). La falsedad de estas acusaciones salta a la vista, y más si consideramos que el anónimo redactor de esos Anales, partidario fanático de Hincmaro, llamaba herejía a la doctrina de San Agustín, sostenida por Godescalco y Prudencio, y trata con igual injusticia a Rothado, obispo de Soissons, y al papa Nicolás I.

     Cuando en el siglo XVII los jansenistas renovaron la cuestión de la gracia y de la predestinación, salió a plaza el nombre de Prudencio, y fueron puestos en luz sus escritos por Gilberto Mauguin. En cambio, Jacobo Sirmond (653) y algún otro jesuita se inclinaban a tener por predestinacionista a Prudencio. La lectura de sus obras disipó este error, nacido de cavilaciones y mala voluntad de Hincmaro.

     Escribió Prudencio, además de sus tratados dogmáticos y de controversia, unos Anales de Francia, citados por Hincmaro en la epístola 24 a Egilon, obispo de Sens. El pasaje que allí copia se refiere a la aprobación dada en 859 por el papa Nicolás I a la doctrina de la doble predestinación que nuestro obispo defendía. Según parece, estos Anales, presentados por Prudencio a Carlos el Calvo, no se conservaron, ni en modo alguno han de confundirse con los bertinianos, obra de algún enemigo de Godescalco.

     Mabillon dio a luz en el tomo IV de sus Analecta (654) una breve carta de Prudencio a su hermano, obispo en España.

     También cultivó Galindo el panegírico y la piadosa leyenda, como es de ver en la Vida de Santa Maura, virgen de Troyes, citada por G. Barthio (Adversariorum p.18 c.2). Puede leerse al fin de la biografía de Prudencio compuesta por el abate Breyer y en otras partes.

     No se desdeñó el venerable obispo de unir a sus demás lauros el de la poesía. Nicolás Camusat (655) y Gaspar Barthio (656) insertan unos versos elegíacos puestos por Prudencio al frente de un libro de Evangelios que regaló a la iglesia de Troyes. Al final de la carta a su hermano hay un dístico, en que el autor declara su patria.

     Inéditos se conservan varios opúsculos, formados en general de pasajes de la Sagrada Escritura diestramente engarzados en el hilo del razonamiento. Tales son: Praecepta ex veteri et [398] novo Testamento; Collectanea ex quinquaginta Psalmis, etc. Véanse los códices 3761 y 4598 de la Biblioteca Nacional de París, antiguo fondo latino, donde también se conserva en un códice del siglo X (n.2443) la refutación a Escoto Erígena. Parece que se han perdido otros opúsculos prudencianos, entre ellos la Instructio pro iis qui ad sacros Ordines promovendi sunt y el Canon de poenitentia. El aclarar este y otros puntos semejantes, así como el análisis más detenido de las controversias con Hincmaro y Erígena, queden reservados para el futuro biógrafo e ilustrador de las obras de Prudencio, de quien sólo he tratado en el modo y límites que consiente este libro, atento a disipar la acusación de heterodoxia fulminada por escritores ligeros o prevenidos contra el español ilustre, a quien llamó Andrés du Saussay honra y delicia de los obispos de su tiempo, defensor de la fe y único oráculo de la ciencia sagrada.

     De esta suerte brillaba en las Galias la ciencia española o isidoriana, l'ardente spiro d'Isidoro, que diría Dante, a la vez que lanzaba en Córdoba sus últimos resplandores durante el largo martirio de la gente muzárabe. Aún no ha sido bien apreciada la parte que a España cabe en el memorable renacimiento de las letras intentado por Carlomagno y alguno de sus sucesores. Apenas ha habido ojos más que para las escuelas irlandesas y bretonas, para los Alcuinos, Clementes, Dungalos y Erígenas. No han olvidado Francia ni Germania a Agobardo, Jonás, Hincmaro, Rabano Mauro, ni Italia a Paulo el Diácono, ni a Paulino de Aquileya. Pero conviene recordar asimismo que España dio a la corte carolingla su primer poeta en Teodulfo, el obispo de Orleáns (657), autor del himno de las palmas (Gloria, laus et honos, etc.); su primer expositor de la Escritura, en Claudio; su primer controversista, en Prudencio Galindo. Las tres grandes, por no decir únicas cuestiones teológicas de la época, el adopcionismo, el culto de las imágenes y la predestinación, fueron promovidas y agitadas por españoles: Félix, Claudio de Turín, Prudencio. En el que podemos llamar primer período de la Escolástica, desde Alcuino a Berengario, la ciencia española está dignamente representada hasta por infelices audacias, que vino a superar Escoto Erígena, figura aparte, y que por la originalidad no admite parangón, justo es decirlo.

     Si alguno objetare que esa ciencia era compilatoria y de segunda mano, lo cual no todas las veces es exacto, podrá responderse que otro tanto acontece con la de Alcuino. y la de Beda, y en el siglo VII, con la de Casiodoro, y que, en tiempos de universal decadencia y feroz ignorancia, harto es conservar viva la tradición eclesiástica y algunos restos de la cultura clásica, aunque poco o nada se acreciente la herencia. Pero ¿cómo no mirar con veneración y cariño a aquel San Eulogio, que para recibir el martirio tomaba a Córdoba cargado con los libros [399] de Virgilio, de Horacio y de Juvenal, leídos con intenso y vivísimo placer, quizá mayor que el nuestro, pues era más Virgen y puro, por Álvaro y los demás muzárabes andaluces, siempre bajo el amago de la cuchilla sarracena? Y si oímos las proféticas palabras con que el abad Samsón, al censurar la barbarie de Hostegesis, anuncia que la luz del Renacimiento disipará algún día tales nieblas; y vemos al Teodulfo desde la cátedra episcopal de Orleáns fundar escuelas en todas las aldeas (a.20 de sus Capitulares o Constituciones) (658), y exhorta a sus discípulos al cultivo de la poesía y corregir sus versos; si paramos mientes en que Claudio fue enviado a las comarcas subalpinas para combatir la ignorancia, que era allí espantosa, ¿cómo no pronunciar con respeto y conservar en buena memoria estos nombres de sabios del siglo IX? ¿Cómo negar que España llevó honrosamente su parte a la restauración intelectual?

     El principal asiento de ese saber, que llamamos isidoriano por tener su fuente primera en el libro de las Etimologías, era, a no dudarlo, la parte oriental de España, sobre todo Cataluña. Allí se educaron los extranjeros Usuardo y Gualtero; allí acudió el insigne Gerberto, elevado en 999 a la Silla de San Pedro con el nombre de Silvestre II. Cosa es hoy plenamente demostrada (659) que no frecuentó escuelas arábigas, y que debió toda su ciencia al obispo de Ausona (Vich), Atto o Atton, famoso matemático, como lo fueron sus discípulos José Hispano, llamado el sabio, autor del tratado De la multiplicación y división de los números (660), y Bonfilo y Lupito, obispos más tarde de Gerona y Barcelona. En la compañía de éstos, y bajo el magisterio del primero, puso a Gerberto, enviado a España por el abad Giraldo, el conde de Barcelona Borrel II. Acontecía esto en el más oscuro, bárbaro y caliginoso de los siglos: en el X.

     No encontramos en él ninguna heterodoxia. A los principios del siglo XI penetraron en España algunos italianos, partidarios de la llamada herejía gramatical. Había llegado a tal extremo en los países latinos la barbarie, el desprecio del sentido común y el abuso del principio de autoridad, que algunos creían como artículo de fe cuanto hallaban en cualquier libro. Tal aconteció a un gramático de Ravena, Vilgardo, el cual, si nos atenemos al testimonio del monje cluniacense Glaber, prefería a las doctrinas del Evangelio las fábulas de los poetas gentiles, señaladamente de Virgilio, Horacio y juvenal, quienes, [400] según la leyenda del mismo cronista, se le aparecieron una noche en sueños ofreciéndole participación en su gloria. Animado con esto, enseñó que todos los dichos de los poetas debían ser creídos al pie de la letra. Pedro, arzobispo de Ravena, le condenó como hereje. Sus discípulos italianos pasaron de la isla de Cerdeña a España. No sabemos que tuvieran secuaces, porque aquí termina la historia (661).

     Hemos llegado a una de las grandes divisiones de este trabajo y aun de nuestra historia general. En el año del Señor 1085 cumplióse el más grande de los esfuerzos de la Reconquista. El 25 de mayo, día de San Urbano, Toledo abrió sus puertas a Alfonso VI. Los hechos que a éste inmediatamente siguieron, truecan en buena parte buen aspecto de nuestra civilización; dos contradictorios influjos, el ultrapirenaico, que nos conduce a la triste abolición del rito muzárabe; el oriental, que nos inocula su ciencia, de la cual, en bien y en mal, somos intérpretes y propagadores en Europa. Con este carácter aparecerán en el libro siguiente Domingo Gundisalvo, Juan Hispalense y el español Mauricio (662)

. Merced a ellos, el panteísmo arábigo-judaico, el de Avicebrón primero, el de Aben-Roxd después, penetra en las escuelas de Francia, y engendra, primero, la herejía de Amaury de Chartres y David de Dinant; luego ese averroísmo, símbolo de toda negación e incredulidad para los espíritus de la Edad Media, especie de pesadilla que, no ahuyentada por los enérgicos conjuros del Renacimiento, se prolonga hasta muy entrado el siglo XVII en la escuela de Padua y no sucumbe sino con el Cremonini (663).

     A tan peregrina transformación de la ciencia escolástica hemos de asistir en el capítulo que sigue.

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