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§ VII

Segundo gobierno de don Domingo Martínez de Irala


1545-1556


Mientras se decidía la causa del Adelantado, en el Paraguay la disolución y el desgarro de costumbres eran grandes. Los indios se aprovecharon de la oportunidad, y en número de quince mil sentaron su campamento en la vecindad de la Asumpción. Irala les salió al encuentro con trescientos españoles y mil indios auxiliares, y tomándole en medio los enemigos que peleaban desesperadamente, rompió con la caballería a los infieles con tanto estrago y terror, que muertos dos mil amotinados los demás se arrojaron ciegamente a la huida, y se refugiaron a una población reparada con estacas.

Siguioles Irala, y rota la estacada entró espada en mano haciendo terrible mortandad en los sitiados, de los cuales la mayor parte se refugió a Carobia, pueblo de mayor fortificación y último asilo de su mala fortuna. Porque sitiándolo Irala, vencidas algunas dificultades que impedían el asalto, entró con su gente en Carobia, y mató muchos indios; los vivos se huyeron a Hieruquizaba, hasta donde los siguió el victorioso gobernador, y con muerte de muchos, sujetó los demás, quienes se ofrecieron tributarios. Con esto pacificó Irala la tierra, y lleno de marciales glorias se restituyó a la Asumpción, y se concilió las voluntades de los conquistadores, repartiéndoles encomiendas de indios.

Convocó la milicia, y manifestó su determinación de descubrir paso al Perú. «Pero que adviertan, les dice, que no les obliga a seguirle, y que sólo pretendía entrar por su gusto en el empeño; que los trabajos eran grandes, y pedían gente animosa y esforzada; que no sería conforme a decoro empezar el descubrimiento y caer de ánimo en las dificultades antes de fenecerlo. Con este razonamiento encendió a los suyos, y se ofrecieron casi todos a la expedición». Escogió trescientos y cincuenta españoles, y más de tres mil guaranís, y se embarcaron en doscientas canoas y siete bergantines, a fines de 1547.

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Irala no tuvo suceso memorable hasta Xarayes, donde fue humanamente recibido del supremo manés. Informose del camino para el descubrimiento que intentaba, y supo de los prácticos, que el camino por tierra, tirando al poniente era más seguro. Tomó guías de la misma nación, y llegó a los sibirís, gente quieta y pacífica, que recibió amigablemente a los españoles, y surtió de bastimentos. Los peiseños, maigueños, y carcocies hicieron resistencia; pero desbaratados a los primeros encuentros, dejaron libre el paso hasta el Guapay, río tributario del Mamoré; y avanzando en las jornadas, llegaron a unos indios situados a la falda de las cordilleras peruanas, los cuales recibieron con agrado a Irala, y saludaron en castellano a los españoles.

« ¿Quiénes sois vosotros?, le preguntó el Gobernador, y ¿qué nación es la vuestra?». «Indios somos del Perú, respondieron, cuyo señor es un viracocha sustituto del capitán Peranzúrez, glorioso fundador de Chuquisaca». Aquí Irala inquirió curiosamente sobre el estado presente del Perú, y revoluciones de Gonzalo Pizarro. A todo satisficieron los indios, y el gobernador Irala procuró ganar la voluntad del Presidente Gasca, enviando embajadores hasta Lima, ciudad de los Reyes. Dos eran los principales puntos de su comisión; el primero, suplicarle que señalara gobernador del Río de la Plata en nombre de Su Majestad; el segundo, ofrecer su pequeño ejército para acabar de sosegar los tumultos del Perú.

El Presidente Gasca, que tenía madurez juiciosa, y penetraba altamente el fondo de los corazones, recibió con aparente agrado los embajadores, pero recelando que si aquella gente envejecida en tumultos entraba al Perú, alborotaría más los humores de aquel enfermizo cuerpo, le respondió agradeciendo la oferta, y alabando su fidelidad: méritos que no olvidaría para representarlos a la Cesárea Majestad, de que podía esperar premio condigno a sus servicios. Palabras a la verdad de político, que contenían mucho artificio y cumplimiento, y ninguna solidez, disimulando con ellas el ánimo adverso al gobierno de Irala, y nombrando por la vía reservada para gobernador del Río de la Plata al fidelísimo don Diego Centeno, que a la sazón se hallaba en el distrito de Chuquisaca.

Tuvo noticia Irala, y valiéndose de un confidente suyo, que despachó al camino, robó los pliegos al portador, y le mató a puñaladas. Tales monstruos engendraba en aquellos tiempos el Paraguay, y por medios tan injustos se abrían camino para empuñar el bastón. Mientras volvían los embajadores, retrocedió a los cercosis, temiendo que la soldadesca le desampararía, retirándose al Perú. Dos meses   -112-   se detuvo entre los cercosis, esperando los embajadores, cuya tardanza ocasionó algunos disturbios. La comitiva de Irala suspiraba por volverse a la Asumpción, y persistiendo el Gobernador en aguardar sus enviados, fue depuesto, y el bastón entregado a Gonzalo de Mendoza, al cual prometieron obediencia en su vuelta a la Asumpción. A pocas jornadas se arrepintieron de la elección, pues llegados a Xarayes le depusieron del empleo, y reeligieron a Irala, pidiéndole perdón de la desobediencia, y prometiendo sujeción y rendimiento.

Los xarayes se portaron tan finos con los españoles, que después de año y medio restituyeron cuanto sobre la marcha les encometido Irala, el cual aceleró su vuelta a la Asumpción, inquieta en tiempo de su ausencia. Porque Francisco de Mendoza su teniente echó voz que el Gobernador era muerto, coloreando la novedad con la falta de noticias en año y medio, añadiendo que en fuerza de la cédula del Emperador Carlos V, se podía proceder a nueva elección. Sobornó los votos de los conquistadores, y juntos en cabildo, les propuso, que muerto Irala podían elegir nuevo gobernador por pluralidad de votos, mientras la Cesárea Majestad señalaba otro para el gobierno; protestando que él estaba ajeno de poder mantener el bastón del cual hacía dejación ante todos, besándole primero con reverencia para que de sus manos lo pasaran a las del más digno.

Así habló Francisco de Mendoza, disimulando la ambición que le dominaba, como lo mostró luego que fue electo Diego Abreu, caballero principal de Sevilla; pues que, juntando algunos parciales suyos, intentó restablecerse en el gobierno, y prender a Abreu el cual le previno a él, y aprisionado le sentenció a muerte. Poco antes de morir confesó Mendoza, que por altísimos juicios de Dios pagaba con aquel género de suplicio un delito cometido en aquel día, matando su mujer, y un capellán compadre suyo por ligeras sospechas de que maculaban su honor con ilícita correspondencia. Muerto Francisco de Mendoza, quedó Abreu con el gobierno hasta que llegó de su jornada Domingo Martínez de Irala, cuya presencia serenó los civiles tumultos.

Tucumán por este tiempo era el objeto a que anhelaban los argentinos y peruanos, aquellos por abrir paso al Perú, y estos al Río de la Plata. Estimulaba a los Peruanos una vaga noticia que corrió de que el Río de la Plata tenía su nacimiento en la laguna de Bombón, formando sus principales brazos del Apurímac y Jauja; noticia en que la credulidad anduvo con más ligereza que examen, y creída, estimuló los peruanos al descubrimiento del Río de la Plata por la vía de Tucumán. Contaba muchos pretendientes la conquista, entre los cuales   -113-   en calidad y méritos sobresalían Diego Rojas, Felipe Gutiérrez, Nicolás Heredia, sujetos hábiles para nuevos descubrimientos.

Tenía a la sazón la regencia del Perú Vaca de Castro, poco antes victorioso contra Diego Almagro el Mozo en la célebre batalla de los chupas. De la paz que empezó a gozar el imperio peruano, e inacción de la milicia tumultuante, receló mayores males que de la guerra. Motivo que le obligó a divertir los ánimos en nuevas conquistas, señalando jefes a diversas provincias en que tenía puesta la mira, y la fama de riquezas brindaba para la empresa.

Para Tucumán nombró a Diego Rojas natural de Burgos, noble y honrado caballero, capitán experto y afortunado, constante en los trabajos y sufrido en las adversidades. Militó en la conquista de Nicaragua con valor y crédito; acompañó con increíble magnanimidad a Pedro Anzúrey, en su célebre entrada a las montañas, y con título de capitán se halló en la batalla de Salinas al lado de Francisco Pizarro contra los almagros; y de orden de Vaca de Castro se apoderó de Jauja y fortificó a Guamanga por los realistas. Grande en todo, Rojas era acreedor de grande premio, y éste le asignó Vaca de Castro en la conquista de Tucumán. Para lo cual alistó trescientos soldados, flor del valor peruano, ejercitados en la milicia y acostumbrados a trabajos.

El coronista general de las Indias, Antonio de Herrera, dice que Vaca de Castro nombró a Felipe Gutiérrez capitán general de la conquista, a Diego Rojas Justicia Mayor, y Maestre de Campo a Nicolás Heredia. No hay duda que Felipe Gutiérrez era merecedor de ésta y otras distinciones más gloriosas. Nacido en la villa de Madrid, se hizo digno con varios servicios de la conquista de Veragua. La empresa no correspondió a las esperanzas, o por falta de fortuna o por sobrada desgracia. Pasado al Perú militó a favor de don Francisco Pizarro con título de capitán general en la batalla de Salinas, y tuvo el honor de tomar en ancas de su mula al Adelantado Diego de Almagro, prisionero de Alonso de Alvarado en la decisiva batalla de los chupas. Pero tantos méritos no igualaban a los de Rojas, ni se juzgaron bastantes para preferirle en el cargo de capitán general.

Lo cierto es, que ambos eran merecedores de este destino, ambos hábiles para la conquista, y a los dos equivoca Herrera con el título de compañeros, y los honra con el de capitanes; sin distinguir quién dirigía las operaciones, y si de dos voluntades distintas procedía una sola determinación. Rui Díaz de Guzmán hace a Gutiérrez cabo subalterno, y la capitanía adjudica a Diego Rojas; esto mismo confirman   -114-   algunos instrumentos antiguos, firmados de los primeros conquistadores, archivados en Santiago del Estero, que no hacen mención de Felipe Gutiérrez, y sólo se acuerdan de Rojas; el cual, junta ya la milicia, dejó la mayor parte a Felipe Gutiérrez, y él con solos sesenta hombres se adelantó a Tucumanaho en el valle de Calchaquí, y de allí a Capayan, jurisdicción de Catamarca.

Era señor de Capayan un cacique arrogante y presumido, vano despreciador del ejército de Rojas, contra el cual salió con un cuerpo de 1500 guerreros armados de arcos, flechas y un atado de paja en las manos, y ordenó a los suyos tejer sobre el haz de la tierra un cordón con los manojos de paja que llevaban prevenidos para la operación. Él lo dijo, y ellos lo ejecutaron con prontitud, y vuelto el altivo cacique a Rojas y a los suyos: «ningún español, dice, ninguno pase los términos amojonados; los efectos de mi indignación y de mi justo enojo experimentará el que de allá pase a esta parte de la señal que divide y separa ambos ejércitos, y la una de la otra nación».

Entonces Rojas en breves términos explicó la comisión que tenía del Monarca español de pasar adelante, sentando paces con todas las naciones, y dándoles a conocer el verdadero Hacedor de todas las cosas. Comisión a que no podía faltar, ni desistir de su empeño por ninguna dificultad. Que él y su gente venían de paz, y no se les podía negar el paso a las naciones que quisiesen participar el bien que se les ofrecía. Que si intentaba embarazarle el ejercicio de su comisión, sabría con las armas abrirse camino, castigando severamente el atentado de recibir con guerra declarada a quien entraba solicitando la paz. Que el pequeño número de sus soldados no era para despreciarlo; pues valía cada uno por muchos, y estaban acostumbrados a vencer con menos, multitud más numerosa que la de los Capayanes.

Mientras duró el razonamiento de Rojas, los indios rodearon los españoles, y empezaron a disparar flechas. Pero a las primeras bocas de fuego que se dispararon, huyeron precipitadamente, y poco después por medio de embajadores solicitaron la paz y ofrecieron homenaje. Entre los capayanes se detuvo Rojas algún tiempo, mientras venía Felipe Gutiérrez, a quien despachó diez de sus soldados con orden de acelerar la marcha a Capayan, donde se conseguían sin escasez los bastimentos. No faltó uno, como muchas veces sucede, que intentó malquistar a Gutiérrez con Rojas, fingiendo dolo en los procederes de éste. Pero Gutiérrez que era muy cristiano, «no permita Dios, dijo, que de caballero tan honrado me persuada intenciones tan reservadas   -115-   como de él se publican, sólo con el fin de malquistarnos y de embarazar la conquista».

Juntó Gutiérrez a Rojas, se avanzó por los diaguitas al país de Macaxax, territorio de los juries, que eran muchos en número; gente valerosa y esforzada, los cuales se opusieron a los españoles, pero con tan poca constancia, que a los primeros fusilazos desampararon la campaña.

Irritados con la mala fortuna del primer encuentro, convocaron tropas auxiliares y con las flechas teñidas en veneno presentaron segunda vez la batalla, con tanto empeño, que tres días sostuvieron el combate, hasta que rotos y desordenados, se huyeron, dejando muchos cadáveres en el campo. Un buen lance lograron sus armas, que por él sólo pueden llamarse victoriosas; porque herido Diego Rojas con una flecha, la herida al principio no dio cuidado porque obró remisamente; poco a poco se declaró mortal, y últimamente con suma violencia arrebató con temprana muerte y universal sentimiento al primer conquistador y capitán general de Tucumán.

Es verosímil que los españoles se persuadiesen que entre los indios estaba en uso algún específico contra el veneno de las flechas, y para descubrirlo hirieron levemente a un indio prisionero, y de intento se le dejó libremente buscar el antídoto. El indio cogió dos yerbas, cuyos nombres y calidades no han llegado a nuestra noticia; la una liquidó en zumo, y lo tomó por la boca, la otra aplicó majada a la parte lesa, y con esta diligencia amortiguó el veneno, y no le permitió obrar con la violencia y mortales agonías, que violentaron la vida de Diego Rojas.

A petición de este jefe tomó el bastón Francisco de Mendoza primer intruso al gobierno de la provincia. Era Mendoza suspicaz y caviloso, y temió que Felipe Gutiérrez y Nicolás Heredia, provistos en segundo y tercer lugar para el gobierno por el Presidente Vaca de Castro, podrían algún día quitarle el bastón, que no tenía más firmeza que la intercesión, y súplicas de un medianero ya difunto. Como hombre y como apasionado descubrió culpa en la legitimidad del derecho de los dos, y resolvió castigarla mandándolos prender por medio de sus parciales. Ninguno de los dos había intentado novedades, ni dado muestra de displicencia en el gobierno de Mendoza; pero la mala conciencia aborrece la luz, hace temible las sombras y abre paso a sus intentos con culpables atentados.

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Felipe Gutiérrez se soltó de las prisiones, y con seis amigos se huyó al Cuzco, donde incorporado a los realistas contra Gonzalo Pizarro, cayó en manos del tirano Pedro Puelles, y coronó los últimos días víctima de fidelidad en Guamanga. Nicolás Heredia compró su libertad con la renuncia de su derecho a la capitanía, jurando que no reconocería otro jefe que a Francisco de Mendoza. Asegurado éste en el gobierno, emprendió nuevos descubrimientos, y despachó a diversos rumbos algunas compañías, a las cuales no acaeció cosa memorable, y aunque adquirieron noticias vagas de oro y plata, se despreciaron por su incertidumbre. Con esto se convirtieron los ánimos al Río de la Plata, y tomado el camino de la sierra la cortaron por el valle de Calamochita hasta caer al Río Tercero, que más adelante se llama Carcarañal.

Sobre la costa de este, tirando al oriente, siguieron las marchas hasta la ribera occidental del Paraná, último término de sus pretensiones; donde a poco rato descubrieron por el majestuoso Paraná crecido número de canoas, que bogaban hacia la ribera en demanda de los nuevos huéspedes; a los cuales el cacique que comandaba las canoas, en lengua castellana preguntó: «¿Qué gente eran? ¿quiénes eran? ¿y qué buscaban?» «Amigos somos, respondieron los españoles, que venimos de paz, con deseo de adquirir noticias de los castellanos que están por acá». Preguntó el cacique: «¿Quién era y cómo se llamaba el capitán de aquella gente?» Y oído que se llamaba Francisco de Mendoza, respondió alegre: «Huélgome en el alma, señor capitán, que seamos de un mismo nombre y apellido, porque los mismos tengo yo tomados de un noble caballero que reside en el Paraguay, que fue mi padrino de bautismo; mire pues, Señor, lo que se ofrece, que le serviré gustoso, y proveeré con abundancia».

Alegres los españoles con el encuentro de los indios, se detuvieron algunos días sobre la embocadura del Carcarañal, esperando a Nicolás Heredia con los caballos que seguían lentamente los pasos de Mendoza. Algunos interpretaron siniestramente la tardanza, persuadidos que maliciosamente se demoraba en las marchas. Entre tanto Mendoza costeó el Paraná, y enderezando al norte, llegó a una barranca, en cuya eminencia descubrió una cruz de superior elevación. Adorola con profundo acatamiento, y después de él, los españoles. Al besar el pedestal se observó un letrero, que decía: Cartas al pie. Cavaron, y se halló en una botija una carta de Irala, que manifestaba el presente estado de la provincia, previniendo a los pasajeros de qué naciones debían cautelarse, y en cuáles podían tener confianza.

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Con estas noticias determinó Mendoza, sin esperar a Heredia, proseguir por tierra su camino hasta la Asumpción. Pero atajado a las trece jornadas, de inundaciones y pantanos, retrocedió en busca de Heredia, de quien tuvo noticia que se hallaba en el país de los comechingones. Llámanse comechingones los indios que habitan la serranía de Córdoba, tomando la denominación, en lengua sanabirona, de cuevas subterráneas que habitaban; fábricas algunas más de la naturaleza que de humana industria, y no pocas tan proveídas, que en lo interior están socorridas de aguas, que destilan de las paredes, como se ven hoy día en la Achala. En este sitio se demoró con su gente tomando descanso, mientras los caballos, imposibilitados a proseguir por falta de herraje, se recobraban. Francisco de Mendoza lo llevó a mal, y depuso a Heredia del cargo, substituyendo en su lugar a Rui Sánchez de Hinojosa; y lo sintió tan vivamente Heredia, que apadrinado de algunos amigos, mató a puñaladas a Hinojosa y a Mendoza, mandando publicar que los difuntos usurpaban la real jurisdicción y eran transgresores de las órdenes de Vaca de Castro.

Removidos los émulos, se alzó con el gobierno, y confirió título de Maestre de Campo a don Diego Álvarez, joven intrépido, arrebatado, bullicioso y turbulento. El mismo Heredia, antes de apacible genio, y condición suave, asunto al empleo de capitán, se hizo caprichoso e insufrible a los suyos. Hubo de ambas facciones palabras de mucho sentimiento, y al nuevo capitán se le dijeron indecorosas verdades sobre la imprudencia de su gobierno y caprichosa tenacidad con que insistía, contra el dictamen común, en continuar el descubrimiento, cuando suspiraban todos por la vuelta, apercibidos de que esta provincia era más fértil, de trabajos, que rica en minerales de oro y plata. Sobre lo cual le hablaron con tal resolución, que temiendo mayores alborotos tomó la vuelta del Perú.

En Sococha, lugar célebre en los chichas, se consiguieron noticias confusas del estado del Perú, a la sazón dividido en batidos por los disturbios de Gonzalo Pizarro. Al principio balanceó la fidelidad contrapesada de la codicia, inclinándose al partido de mayor conveniencia y utilidad. Pero Gabriel Bermudes los inclinó al de los realistas, prometiendo obediencia a Lope de Mendoza, a quien perseguía Francisco Carabajal, capitán de Pizarro. «Eran por todos, son palabras del Inca Garcilaso, ciento y cincuenta hombres casi todos de caballo»: gente valerosa, dispuesta a sufrir y pasar cualquiera necesidad, hambre y trabajo, como hombres que en más de tres años continuos, descubriendo casi seiscientas leguas de tierra, no habían tenido un día de descanso, sino   -118-   trabajos increíbles, fuera de todo encarecimiento. Algunos murieron en servicio del Rey, otros repitieron la entrada a Tucumán.

Provisto Diego Centeno al Gobierno del Río de la Plata, instado de sus amigos, pasó a Chuquisaca para solazarse algunos días, y despedirse de sus familiares. Algo discuerdan los autores sobre el motivo; pero convienen en referir fatales pronósticos que le anunciaron los indios de su encomienda, y confirmaron los charcas. Él tenía ocultos émulos, y debió recelar alguna sorpresa traidora a su vida, y elevación al gobierno del Río de la Plata; pero despreciando supersticiones de vanos agoreros, llegado a Chuquisaca, entre los regocijos de un convite tragó un bocado de ponzoña que le quitó la vida al tercer día. Con su muerte perdió el Río de la Plata uno de los más expertos y prudentes capitanes de que se pueden gloriar las Indias; fue sentida y llorada de los hombres de buena razón, pero no de Irala que se consideró asegurado en el gobierno.

Coadyuvó su pretensión la temprana muerte de Juan Sanabria, caballero rico, natural de Medellín, el cual sentó el año de 1447 con el Emperador Carlos V varias capitulaciones, si le confería la capitanía y bastón de la provincia del Río de la Plata. Muerto el padre se le dio a su hijo Diego Sanabria el título de Adelantado el año de 1749, pero ocupado en liquidar dependencias del padre difunto, no vino a tomar posesión del empleo, viéndose precisado a despachar los navíos a cargo del capitán Juan de Salazar, antiguo conquistador. La armada zarpó de San Lúcar a principios de 1552, y llegó con felicidad a la isla de Santa Catalina, y puerto de Pato, en cuya ensenada naufragó el navío del capitán Becerra, cayendo su gente en mano de indios feroces, de cuyo poder los libró el venerable padre Leonardo Núñez, varón apostólico de la Compañía de Jesús, en la provincia del Brasil.

La gente de los otros navíos, abanderizada en civiles discordias, parte siguió al capitán Salazar a San Vicente, donde confederados con los portugueses estuvieron casi dos años; pero no esperando de su trato progresos considerables, vinieron por tierra a la Asumpción, y condujeron el primer ganado vacuno que pastó las dehesas del Paraguay, y después multiplicó interminablemente. Otros siguieron al capitán Hernando Trejo y fundaron una colonia entre la isla de Santa Catalina y la Cananea, sobre el desaguadero del Río de San Francisco. La colonia fue de brevísima duración y consistencia, pero le hizo célebre el nacimiento del ilustrísimo Trejo, honra después de la religión seráfica, y meritísimo obispo de Tucumán. Al año se recogió   -119-   toda la gente con su ínclito fundador a la Asumpción, cabeza de la Provincia. Viose en poco tiempo el gobernador Irala con un número de vecinos; Nuño Chaves recogió la gente que tenía Centeno para traer al Río de la Plata; y Juan Salazar y Hernando Trejo se vinieron con la que condujo la armada del Adelantado Diego Sanabria. Por otra parte Estevan Vergara, procurador suyo en la Corte, promovió la causa del tío, y le consiguió la confirmación en el gobierno. Mientras ésta llegaba, el capitán Juan Romero, de su orden, fundó una colonia sobre el Río de San Juan, tributario del Río de la Plata en la derecera de Buenos Aires, sobre la margen opuesta. Sólo contó de duración cuatro meses. Mayor subsistencia tuvo la villa de Ontiveros que fundó el capitán García Rodríguez de Vergara el año de 1554, sobre la margen oriental del Paraná, a corta distancia de su célebre salto en Canindeyú, perteneciente a Guayra.

Efectuada esta fundación, llegó a Irala la confirmación en el Gobierno en la Armada de Martín Urue, y recibió varias cédulas concernientes a varios puntos. En una de ellas le permitía la Cesárea Majestad repartir encomiendas de indios, y repartió veinte y seis mil capaces de tomar armas. En otra le ordenaba arreglar el derecho municipal con acuerdo de hombres capaces y expertos; y lo dispuso con tanta cordura y prudencia, que muchos años se gobernó el Paraguay, en lo político y militar, por su arreglamiento. Abrió escuelas para instrucción y enseñanza de la juventud, señalando maestros para cultivar las plantas delicadas, dóciles en los primeros años a recibir buenos documentos, y fructificar a su tiempo.

Todo conspiraba al aumento y felicidad de la provincia del Río de la Plata; y para que ninguna cosa que conduce al establecimiento de una república cristiana se deseara, llegó en la Armada de Urue el Ilustrísimo fray Pedro de la Torre, prelado de carácter tan superior, que la religión seráfica con nombre de Pedro, y la de predicadores con el de Tomás, se lo apropian en las obras de sus coronistas. Años antes el Ilustrísimo fray Juan de Barrios, religioso observante del seráfico padre San Francisco, a 10 de enero de 1548, había erigido en Aranda de Duero, el obispado del Río de la Plata con cinco dignidades, Deán, Arcediano, Chantre, Magistral y Tesorero; pero estando en Sevilla para embarcarse, le llamó Dios a la gloria.

A la sombra de sus dos cabezas, eclesiástica y secular, se prometía la Provincia toda felicidad; pero minoró ésta considerablemente, la temprana muerte de Irala, qué sucedió verosímilmente el año de 1556. Entendía actualmente en los ejercicios de piadoso y cristiano   -120-   gobernador, a impulso de su devoción. Al monte había salido a buscar madera para levantar una capilla a Nuestra Señora, patrona de la ciudad. Trabajaba personalmente, y acaloraba los oficiales con su presencia, palabras y ejemplo. Del afán y ejercicio se le encendió una maligna fiebre, que obrando ejecutivamente, al séptimo día privó la provincia de su gobernador, a la Asumpción de su padre, y a la milicia de su experto capitán. El llanto fue universal, dando muestras de sentimiento aún sus émulos, que no negaban las buenas dotes de Irala, superior a todos en el talento de gobierno. Los deslices de los primeros años borraron sus operaciones en los últimos periodos de su vida.




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§ VIII

Gobierno de don Gonzalo de Mendoza


1556-1557


Poco antes de su muerte nombró para el gobierno a Gonzalo Mendoza, sujeto pacato y de buenas cualidades; la más sobresaliente fue fomentar las disposiciones de su antecesor, el cual había despachado a Rui Díaz Melgarejo y Nuño Chaves, para plantear dos ciudades, una en Guayra, y otra en el territorio de Xarayes. Melgarejo subió hasta la embocadura del Pequirí, y levantó una población que llamó Ciudad Real, al oriente del Paraná, bajo del trópico de Capricornio, a tres leguas de la villa de Ontiveros, cuyos moradores trasladó a la nueva ciudad.

Nuño Chaves revolvía pensamientos más altos. La felicidad con que había gobernado algunas operaciones militares le inspiraban alzarse con la gente que comandaba para levantar provincia independiente del Río de la Plata. Después de haber castigado felizmente los tupis y tobayarás brasileños, y sujetado los indios peabiyú, sublevados por Catiguará famoso hechicero, enderezó a xarayes, y declinando al poniente cayó en los términos de los travasicosis, que   -121-   llamamos chiquitos, por la pequeñez de sus casas; indios feroces y los cuales despachó embajadores, convidándoles con la paz. Pero ellos los mataron, y según se dice en un requerimiento jurídico, se los comieron. Convocaron sus milicias, y presentada batalla, fueron vencidos, causando algún daño por el veneno de su flechería.

Atemorizada la soldadesca con la idea del veneno, empezó a tumultuar y requirir a Nuño Chaves que tomara la vuelta de Xarayes, para fundar entre ellos, según la instrucción del Gobernador. Y porque Chaves perseveró en su determinación de pasar adelante, los indios, que eran dos mil y quinientos, con la mayor parte de los españoles se volvieron a la Asumpción, quedando sólo sesenta para proseguir el descubrimiento. Con ellos avanzó Chaves al Guapay, río que nace de la serranía que cae al poniente de Mizqni, y después de formar un semicírculo, descarga en el Mamoré. Del Guapay cayó en los llanos de Guelgorigota, donde se encontró con Andrés Manso, que por la vía del Perú entraba con lucida compañía de soldados en aquel país. Altercaron los dos capitanes sobre los puntos de derecho, y sometieron la causa al juzgado de la Audiencia de Chuquisaca, donde los dejaremos litigando hasta encontrarlos en otra parte.

Sosegado el imperio peruano, el presidente Gasca miró la conquista de Tucumán como principal ejercicio de su empleo y corona de su comisión. Por lo menos es preciso confesar que la tuvo presente para premiar a Juan Núñez de Prado, faccionario de Pizarro con la capitanía de Tucumán, dándole poderes honoríficos, y facultad de alistar cuantos quisiesen militar a su obediencia y mando. Solos ochenta y cuatro le siguieron, algunos de los que vinieron a la conquista con Diego de Rojas, como consta de la reseña que se hizo en la imperial villa de Potosí ante el licenciado Esquivel; contra el cual uno de ellos llamado Aguirre, quedó altamente ofendido, y resolvió vengar un justo castigo que se le dio, con una injusta muerte. Porque dejada la conquista de Tucumán, y la honrosa compañía de sus comilitones, buscó a su enemigo, y le siguió de ciudad en ciudad, hasta que en el Cuzco lo mató a puñaladas.

Juan Núñez de Prado, a quien varias dependencias detuvieron en Potosí el año de 1549, al siguiente despachó a su Maestre de Campo Miguel Ardiles, sujeto principal en esta conquista, con orden de combatir los feroces humaguacas, rayanos del Perú y Tucumán hacia el río Jujuí, que señoreaban el paso, y era necesario vencerlos para seguridad de los caminos. Ardiles tuvo algunas escaramuzas con ellos; los   -122-   fatigaron la caballería; los espantó con las bocas de fuego, y finalmente los obligó a despejar por entonces el paso.

A los dos meses Juan Núñez de Prado salió de Potosí y cortando el país de los chiriguanas: «Señor, le gritó una de las espías, enemigos se descubren, y sin duda vienen contra nosotros, pues la frente de su ejército endereza a encontrarse con la nuestra». Siguiose la marcha sobre el aviso, y se descubrió a don Francisco de Villagra, que pasaba con gente para socorrer al don Pedro Valdivia, conquistador glorioso del floridísimo reino de Chile. No era Villagra de quien menos debía cautelarse Prado; pero un émulo disimulado tarde se conoce, y rara vez se evitan sus artificios. Avistáronse los dos capitanes sin otro suceso por ahora que el de sembrar Villagra hablillas escandalosas entre los soldados de Prado. Dispartiéronse ambos para su destino. Villagra siguió el camino de Chile, y Prado el de Chicoana.

De Chicoana avanzó al Tucumanahao en el valle de Calchaquí, donde fue recibido con humanidad del cacique Tucumán, señor principal del valle. Éste es el mismo que hospedó amigablemente a Rojas, y proveyó de bastimentos. Es creíble que fuera de genio pacato, inclinado a clemencia en cuanto lo permitía el natural belicoso de los calchaquís; o que por ocultos designios intentara alianza con la nación guerrera de los españoles. Lo cierto es, que de acuerdo de Tucumán y Prado, se abrieron los cimientos de una ciudad, la cual antes de llegar a perfección se trasladó sobre el río Escaba, a cuatro leguas donde años después se planteó la primera ciudad de San Miguel. A la ciudad llamó Prado, Barco de Abila, pero fue de brevísima duración y se restituyó otra vez a Tucumanaho, primera cuna de su nacimiento.

Desembarazado Prado de buscar sitio para el establecimiento de la ciudad salió a correr la campaña con treinta soldados para hacerse dueño del terreno; pero Villagra, que desde la Cordillera torció camino, dejándose caer en Tucumán, sorprendió a Prado, y se alzó con la conquista, intentando agregar al reino de Chile esta provincia.

No es para omitido el derecho presunto que Villagra tenía a Tucumán, fundado en cláusulas del presidente Gasca, que señalaba a don Pedro Valdivia cien leguas tierra adentro, este oeste, por término de sus descubrimientos. Palabras que ampliadas a favor de los Chilenos, ocasionaron disturbios sobre el derecho a Tucumán; hasta que el señor Felipe II, en cédula de 29 de agosto de 1563 deslindó las   -123-   dos jurisdicciones, declarando independiente de Chile la gobernación de Tucumán.

Por ahora Villagra se alzó con el mando y se apoderó de los instrumentos que gozaba la ciudad del Barco, de su independencia. Pero como le llamaba Chile por el socorro de milicia que conducía, repuso en el ejercicio de capitán a Prado, obligándole a reconocer por superior a don Pedro Valdivia, conquistador de Chile.

Protestó Prado cuanto pretendía Villagra, fingiendo vasallaje, y encubriendo los secretos del corazón hasta verse libre de su émulo. Pero luego que éste tomó el camino de Chile, junto el cabildo de la ciudad del Barco, y con un razonamiento patético que hizo, ponderando la injusta pretensión de los chilenos en virtud de los títulos del presidente, fue repuesto en el ejercicio de capitán, independiente de Valdivia. Al empleo dio principio, llamando al Tucumán el nuevo maestrazgo de Santiago.

Porque nombre tan lustroso no fuera sombra sin cuerpo, se aplicó Prado con tesón increíble a los adelantamientos de la provincia, más con suavidad que con el rigor y espanto. Conquistó la sierra y valle de Catamarca, los ríos Salado y Dulce, los belicosos lules y la mayor parte de los indios que después se agregaron a Santiago; sin otro accidente digno de narración, que enarbolar con piedad cristiana en las tolderías de indias el glorioso estandarte de nuestra salud.

Cuando este grande capitán disponía conquistar a Dios y al Rey nuevas gentes, tirando al poniente hacia la Cordillera, tercera vez se halló sorprendido por Francisco Aguirre, emisario chileno, que venía con título de teniente de la ciudad del Barco, y crecido número de soldados para remover cualquier óbice de su admisión al gobierno. Prado era el único de quien podía temer resistencia, pero sorprendido inopinadamente por Aguirre, fue puesto en prisiones, y despachado a Chile. Apeló Prado a superior tribunal, donde fue declarada su inocencia, y ordenado que fuese repuesto en el gobierno de Tucumán. Pero aunque tuvo la honra de ser reelegido, no vino a empuñar el bastón, prevenido de la muerte o por otro motivo que no llegó a mi noticia.

Muy pronto conoció Tucumán la falta de su valeroso conquistador. Los galchaquis se inquietaron, y las demás naciones, antes pacíficas, tumultuaron haciéndose temibles al español. El mismo Aguirre entró, en recelos de poca seguridad en aquel sitio, y pasó la ciudad del   -124-   Barco sobre el Río Dulce, mudándole el nombre en el de Santiago del Estero, por un estero que allí hace el río. Está sita en 28 grados escasos de latitud y 315 de longitud, según el mapa de la provincia que se estampó el año de 1732. El temperamento es ardiente y seco. El terreno es poco apetecible, y está rodeado de espesos bosques, principalmente de algarrobos, que ministran sustento a sus habitadores. En otro tiempo fue Santiago asiento de los señores gobernadores y obispos, pero hoy día es un puro esqueleto de ciudad, sin lustre, sin esplendor, ni formalidad en lo material.

En medio de tanta miseria Juan Díaz de la Calle señala a Santiago un escudo, la mitad de él con una cruz colorada en campo de oro, el hueco de ella lleno de perlas, en lo bajo ondas del mar; y en la otra mitad, un tigre de oro rapante en campo azul, y alrededor de dicho escudo ocho cabezas de águilas, y encima la figura de Santa Inés, abogada de la ciudad. Si este escudo se concedió a la ciudad de Santiago, serviría más a la vanidad que a la relación de la figura con el objeto figurado. Fuera de que, habiéndose este concedido, como dice el autor, el año de 1537, esto es, diez y seis años antes de su fundación, se hace inverosímil el hecho.

Lo cierto es que los conquistadores no descubrieron minerales de oro, ni conchas de perlas, sino tanta miseria y lacería, que luego que Aguirre fue a Chile a sosegar los tumultos originados por el alzamiento de los araucanos, parte tomaron la vía de Chile, parte la del Perú, abandonando la conquista por la poca utilidad que prometía. En ausencia de Aguirre quedó con el título de teniente Juan Gregorio Bazán, primer tronco de los nobles Bazanes que honran con su sangre aquella provincia. Pero en la ocasión presente, como los españoles fuesen pocos y los indios muchos, y estos amotinados, bastardeó de sus nobles pensamientos y desamparara la provincia, si Miguel Ardiles no le recordara el alto nacimiento que le ennoblecía, y la gloria que de su permanencia podía seguirse a la majestad divina y humana. Movido de estas razones prosiguió en el ejercicio de su empleo, y se previno para sosegar los saladinos confederados con otras naciones.

Con pocos soldados salió el teniente Bazán a buscar los amotinados que eran muchísimos y los deshizo, y con muerte de muchos sujetó los demás, y obligó al dar la paz. Bien conoció Aguirre desde Chile la debilidad de la milicia tucumanesa; y acordándose que era padre, destacó para Santiago algunos soldados a cargo de su sobrino Rodrigo de Aguirre que venía con título de teniente. Pocos meses tuvo   -125-   el gobierno de la provincia, porque preso por los parciales del Prado, fue puesto en su lugar Miguel Ardiles, nombrado por Francisco Villagra. De manera que los conquistadores de Tucumán se dividían en tres parcialidades; unos reconocían a Francisco Aguirre por gobernador legítimo; otros, a Villagra, que tenía interinamente el bastón de Chile; y los terceros a Prado, cuya venida inútilmente esperaron sus parciales.

Estas civiles discordias arruinarán la conquista si no llegara el general Juan Pérez de Zurita, nombrado por don García Hurtado de Mendoza, en cuyas manos entró el gobierno de Chile. Era Zurita natural de Xerez de la Frontera, caballero noble, tratable, humano y bien conocido por sus hazañas militares, en el Peril contra los pizarros, y en Chile contra los araucanos; prenda que le conciliaron la voluntad del gobernador Chileno, y le merecieron el gobierno de Tucumán. Venido a la provincia, en los principios, fue feliz, infausto y desgraciado en los fines. Al nuevo maestrazgo de Santiago mudó nombre, llamándole la Nueva Inglaterra, queriendo a lo que merece lisonjear al Señor Felipe II, rey entonces de la Gran Bretaña.

Fundó tres ciudades, la primera llamó Londres, Cañete la segunda, y Córdoba la tercera; las tres en el valle de Calchaquí, por contemplar a don Juan Calchaquí, que le profesaba afecto, y contaba entre los poderes de su autoridad el allanar su gente belicosa, para admitir el vasallaje de su íntimo familiar. Acción para Zurita no menos gloriosa que cuando al siguiente año con pequeño ejército sujetó los diaguitas del Salado, los juríes del río Dulce, los catamarquistas y sañoagastas, naciones que impacientes del yugo conspiraban a la ruina del español.

A todos rindió Zurita, obligándoles a recibir leyes de quien, superior en las armas, los tuvo humillados a sus pies. Una ley entre otras les impuso que facilitaba su instrucción y enseñanza; que fue de congregar la dispersa multitud, derramada por la ribera de los ríos y llanura de los valles, juntándola en toldería para que los ministros evangélicos, sin tanto afán y mayor logro, pudieran doctrinarlos.

El Guelgorigota, que verosímilmente son los Llanos de Manso, entre el Pilcomayo al oriente, y el Bermeja al poniente, estaba en litigio desde el año antecedente en el tribunal de Charcas. Nuño de Chaves, que acaso desconfío de la integridad del tribunal, busco patrocinio en el superior gobierno de don Andrés Hurtado de Mendoza, Virrey del Perú y su pariente. Dos eran las pretensiones de Chaves: la   -126-   primera, que se le adjudicase el Guelgorigota, y la segunda fundar provincia, que hiciera cuerpo a parte y sin alguna dependencia del Paraguay. Uno y otro consiguió del Virrey, el cual para autorizar más la nueva provincia, dio el bastón de ella a su mismo hijo García Hurtado de Mendoza, y éste sus veces y poderes a Nuño de Chaves.

Mientras esto pasaba en Lima, en Guelgorigota Hernando Salazar, teniente de Chaves, prendió al capitán Andrés Manso, y lo remitió al Perú. Removido éste, Nuño de Chaves, con el fomento del Virrey, el año de 1560, cuatro después de la muerte de Irala, que le despachó para fundar en Xarayes, desamparado de la mayor parte de los asumpcionistas, pero engrosado con la milicia de Andrés Manso, abrió los primeros cimientos de la Capilla en el país de los penoquis, indios belicosos al poniente del Guapay, y al este de una punta de tierra poco elevada que sobresale de las cordilleras peruanas. La ciudad tomó nombre de Santa Cruz de la Sierra, que se extendió después a la provincia, con ocasión de una cruz milagrosa que hizo un castellano, explicando a los naturales la virtud de esta señal, y exhortándolos a implorar las misericordias del Señor en sus necesidades.

Al principio los paisanos correspondieron al buen tratamiento de los cruceños; eran humildes en el servicio, agradables en el trato, y prontos en pagar su moderado tributo. Pero luego que los españoles los gravaron con exacciones, se alzaron, y con muerte de muchos castellanos se refugiaron a los montes, y apostataron de la fe recibida. Quince años subsistió la ciudad en su primer establecimiento, hasta que el año de 1575, de orden del Señor don Francisco de Toledo, virrey del Perú, se trasladó más al occidente, y en la traslación mudó nombre, llamándose San Lorenzo, que es capital del obispado de Mizqui, por otro nombre Santa Cruz de la Sierra.



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§ IX

Gobierno de don Francisco Ortiz de Vergara


1560-1565


Mientras Nuño de Chaves agenció y obtuvo la dependencia de la provincia de Santa Cruz, sucedieron en el Paraguay algunas novedades. Al año después de la muerte de Irala, falleció su teniente Gonzalo de Mendoza, dejando en su muerte piadoso recuerdo de su prudente gobierno. Procediose a elección de nuevo Gobernador, y en 25 de junio fue electo Francisco Ortiz de Vergara, caballero sevillano, de genio dulce y afable. Su gobierno al principio quieto y pacífico, entrado el año de 1560, fue ruidoso; parte por los alborotos de guaranís, parte por las novedades que intentó Nuño de Chaves.

En compañía de los españoles que se apartaron de Nuño de Chaves para la Asumpción desde el país de los penoquis, vinieron algunos guaranís cargados de las flechas envenenadas que arrojaban los travasicosis, pensando tener en ellas una arma temible a los españoles y superior a las bocas de fuego. Como los ánimos venían abochornados con las molestias de jornada tan inútil, empezaron a conmoverse, incitados principalmente por Pablo y Narciso, hijos de Curupiratí, cacique respetable entre los guaranís. Animaban sus palabras con vana ostentación de las flechas, tejiendo arenga prolija de sus formidables efectos. La conjuración fue universal, pero no tan secreta que no llegara a oídos del gobernador Vergara; el cual aprestó luego su milicia, y buscó al enemigo, que ya le esperaba con diez y seis mil combatientes, y otras tropas auxiliares que corrían la campana y guarnecían los pasos ventajosos. Fueron varios los accidentes en diferentes encuentros y escaramuzas, preliminares a la batalla campal, que se dio y terminó a 3 de mayo de 1560, con poco daño de los españoles, y mortal destrozo de guaranís, acabándose el soberbio orgullo con que acometieron en fuga pavorosa con que se retiraron. Destacáronse algunas compañías para correr el país enemigo, más con ánimo de ofrecer paz publicando indulgencia, que con designio de arruinarlos. En efecto admitieron la paz, pero me persuado que fue   -128-   efecto del temor, y no de sinceridad, pues a pocos pasos renovaron los alborotos.

Aún no había el gobernador Vergara desamparado la campaña, cuando se presentó a su vista un indio, el cual: «yo soy, le dice, del guayra, enviado del capitán Rui Díaz Melgarejo para que ponga en vuestra noticia que los indios se han amotinado, y que la ciudad de Guayra se halla en próximo peligro de perecer, si con la mayor brevedad que sea posible, no llega socorro de gente. Y porque no se ponga duda en mis palabras, he aquí la carta del capitán Melgarejo». Dijo, y descuadernando el arco por la empuñadura, sacó la carta que contenía en substancia cuanto el mensajero relató de palabra. Como el negocio era ejecutivo, dispuso el Gobernador que Alonso Riquelme pasara al castigo de los rebeldes. Casi dos años estuvo Riquelme en campaña; pero consiguió sujetar los amotinados en varios encuentros, y sosegado el Guayra, coronado de marciales glorias, se restituyó triunfante a la Asumpción.

No mucho después llegó a la Asumpción Nuño de Chaves para conducir su mujer, sus hijos e indios de encomienda que eran más de dos mil. Para conciliarse las voluntades tejió una fabulosa narración de imaginarias felicidades, y relató el encuentro de las riquísimas tierras, fecundas en minerales de oro y plata que con tantas ansias habían buscado. A sus voces se siguió la conmoción de la ciudad. El gobernador Vergara, el Ilustrísimo fray Pedro de la Torre, el contador Felipe Cáceres, el factor Pedro Dorantes, muchos principales conquistadores y gran parte de la nobleza con sus mujeres, hijos e indios de encomienda, resolvieron seguir al conductor Nuño de Chaves a la nueva provincia.

Efectivamente esta multitud, por la mayor parte gravosa y consumidora de alimentos, emprendió jornada tan dilatada con esperanza de mejorar fortuna, dividida en dos cuerpos, el uno por agua río Paraguay arriba, y otro por la costa, arreglados ambos por las disposiciones del gobernador Vergara. Ellas sin duda fueron prudentes en prevenir los riesgos, providenciar bastimentos, atemperar las jornadas para tanta multitud, y conducirla felizmente hasta los primeros términos de la nueva provincia. Entrados en ella, Nuño de Chaves; «a mí toca, dice, el mando de la gente y la disposición de la jornada; el territorio que pisamos es de mi jurisdicción, de mí han de salir las órdenes, y el arreglamiento de la comitiva es propio de mi autoridad».

Inquietose el Gobernador, tumultuó la comitiva, y de aquí en   -129-   adelante la confusión, el desorden, la infelicidad y desgracia acompañaron esta multitud de gente. Los unos se apartaban de los otros, y divididos en compañías tomaban diferentes rumbos, y morían de hambre, o a manos de enemigos. Tres mil itatines, que cautivaron para servirse de ellos, perecieron de necesidades y malos tratamientos. Los pocos que salvaron las vidas, fundaron una colonia a 30 leguas de Santa Cruz, a la cual, en memoria de su armada patria, llamaron el Itatin. El gobernador Vergara salió peor que todos, porque cayó en mano de Chaves, émulo poderoso, irreconciliable y cruel; fue remitido presa a la Audiencia, y se le opusieron ciento y veinte capítulos, parte falsos, parte verdaderos, unos de mucha, otros de poca consecuencia. Apeló al Consejo, y con su remisión a España vacó el gobierno del Río de la Plata.




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§ X

Gobierno de don Felipe de Cáceres


1566-1572


A la vacante salieron muchos pretendientes, y a todos fue preferido Juan Ortiz de Zárate, sujeto hacendado y de crecidos méritos en las revoluciones del Perú; confiriósele el título de Adelantado del Río de la Plata, con la condición de pasar a España para impetrar la confirmación. Mientras pasaba al Consejo, substituyó en el gobierno interino al contador Felipe de Cáceres, sujeto poco hábil para la substitución; ruidoso, intrépido, ambicioso y poco morigerado. Con pretexto de reales intereses, había inquietado la provincia, y prendido al Adelantado Alvar Núñez. Presto le veremos echar en prisiones a su mismo prelado.

Por ahora Cáceres sólo pensaba en restituirse a la Asumpción con sesenta españoles, reliquias de la muchedumbre que salió en seguimiento de Chaves, el cual quiso acompañar a Cáceres hasta los últimos términos de su provincia. Pero sus delitos guiaban a este mal hombre al suplicio merecido. Él declinó a la nueva colonia del Itatin, y donde el   -130-   cacique le dio un macanazo, y dejó muerto al perseguidor de su nación. Entretanto el general Cáceres proseguía las jornadas con el pequeño ejército que convoyaba al ilustre prelado, algunos sacerdotes, y a las mujeres y niños.

Pero como las naciones intermedias estaban alborotadas, cada paso costaba una pelea, y cada pelea una victoria. Los itatines, los payaguas y guajarapos, en número de diez mil, se opusieron, y mientras los españoles combatían esforzadamente fatigándose con la tarea de pelear y matar enemigos, el Ilustrísimo Prelado con algunos sacerdotes y religiosos imploraban el auxilio del Cielo. Vencidos los infieles, se prosiguieron las marchas hasta la Asumpción, donde entraron el año de 1569, al sexto año después de salidos. Jornada verdaderamente inútil, que no produjo más fruto que la deposición del gobernador Vergara, la desgraciada muerte de Nuño de Chaves y unas infernales centellas que abrazaron la ciudad, como veremos adelante. Ahora referiremos otras que encendió la codicia en Guayra.

Después que Alonso Riquelme pacificó los indios del Guayra, y se restituyó a la Asumpción, el gobernador Francisco Ortiz de Vergara le nombró teniente de Guayra, y con sagacidad y artificio conservó en paz y tranquilidad la tierra, siendo libre a los españoles el registro del país. En las varias salidas que hicieron, dieron con ciertas piedras cristalinas, punteadas de variedad de colores semejantes a rubines, ametistas, jacintos, zafiros y demás preciosidades. Críanse dentro de cocos de piedra, y cuando la naturaleza está para dar a luz el prodigioso feto, rompe con fragoso estallido el pedernal, convidando a los racionales a recoger aquel hermoso conjunto de aparentes preciosidades. No es frecuente este aborto; pero la antigüedad de los años, y el abandono de los indios en recogerlas, fue ocasión para que los castellanos encontraran porción considerable.

Con ellas resolvieron caminar a España, pretextando reales intereses, y requiriendo una y otra vez a Riquelme por la licencia de irse. Riquelme, más circunspecto que ellos, y menos crédulo a estas riquezas imaginarias, respondió que no descuidaría de los intereses reales, ni olvidaría sus utilidades; pero que sería prudente determinación esperar la aprobación de inteligentes lapidarios, y no deferir tan ciegamente a falaces apariencias. Desagradó tanto a los guayreños la respuesta, que aprisionaron a Riquelme, y emprendieron la navegación. Riquelme dio parte la Asumpción, y fue despachado Rui Díaz Melgarejo para cerrar el paso a los fugitivos, y darles el condigno castigo. En efecto Melgarejo los alcanzó, y con indulgencia de la pena que merecían los delincuentes,   -131-   ganó amigos para desterrar al teniente Riquelme y usurpar para sí el gobierno de Guayra.

Los sucesos de Tucumán eran semejantes a los del Río de la Plata; traiciones, alzamientos y opresiones injustas. Jamás Tucumán admiró eficacia más operativa, ni justicia más arreglada que la del general Zurita, cuyas proezas gloriosas llegaron a Chile, y pasaron a Lima a los oídos del conde de Nieva. Este Virrey tenía ideado separar a Tucumán del gobierno de Chile; lo que se proyectó desde el principio sin más efecto que proyectarse, y no ejecutarse hasta fines de 1560 o principios del siguiente, señalando por gobernador al general Zurita, primero en la serie de los gobernadores.

No duró mucho tiempo en el gobierno, porque la ciudad de Londres, monumento primogénito de su generalato, negada la obediencia a ciertas órdenes suyas, pretendiendo substraerse de su jurisdicción, se querelló a Francisco de Villagra, gobernador de Chile, ofreciéndole obediencia, si le auxiliaba contra Zurita. Villagra, que deseaba retener en su dominio a Tucumán, nombró a Gregorio Castañeda capitán de un lucido trozo de milicia chilena para deponer a Zurita que actualmente entendía en fundar la ciudad de Nieva en el valle de Jujuí, conocido entonces con el nombre de Xibixibe. Allí lo buscó Castañeda, y al extender las manos para exhibir los títulos de su independencia, otorgados por el señor Virrey, el doloso engañador alargó las suyas, y apellidando la voz del Rey, con el auxilio de su gente, aprisionó al gran Zurita, gobernador de la Nueva Inglaterra, vencedor glorioso de tantos indios, y fundador ínclito de tantas ciudades, por las cuales poco después fue paseado en prisiones. ¡Así la instabilidad de fortuna injustamente abate los beneméritos, y levanta indignamente a los culpados!

No fuera pequeña gloria de Castañeda conservar los adelantamientos de Zurita; pero no supo promover la conquista, ni conservar lo conquistado. Antes del año se despoblaron las ciudades de Córdoba, Londres y Cañete, y poco después la de Nieva. La ciudad de Córdoba experimentó más vivamente el furor del Calchaquí. Sustentó con gloria tres asedios. En el primero, Castañeda rompió felizmente por medio del enemigo, y metió socorro de gente en la ciudad; el segundo levantaron los sitiados en una salida que hicieron contra los sitiadores; suceso en que tuvieron parte las matronas cordobesas, trayendo prisionera a la hija del cacique Juan Calchaquí; en el tercero, los infieles rompieron los conductos del agua y redujeron los ciudadanos a extrema miseria.

Los cordobeses arbitraron diferentes medios que inutilizó la proximidad   -132-   y vigilancia del sitiador, y resolvieron desamparar la ciudad, abriéndose camino por un lado que mediaba entre las dos alas de los sitiadores. Lograran sin duda su intento al abrigo de la noche, si el importuno gemido de las criaturas no despertara los calchiquís para dar sobre los fugitivos. Todos murieron a sus manos, menos seis con el Maestre de Campo Hernando Mexía Mirabal, que salieron a la ciudad de Nieva mensajeros de la triste desgracia sucedida en Córdoba, al cuarto año de su fundación. Poco después, de orden de Castañeda se despobló Londres y Cañete, cuyas reliquias por muchos años fueron monumentos de la desgracia.

Algunos notan a Castañeda de omiso, creyendo que con la gente que mandaba pudo no sólo mantener en pie las ciudades, sino también humillar el orgullo del soberbio enemigo. Lo que no se puedo dudar es, que sostuvo algunas campañas con felicidad, deshaciendo los ejércitos del Calchaquí, y reprimiendo su furor. En una ocasión le disputó la estrechura de un paso con muerte de muchos, empeñando, con militar estratagema al Calchaquí en sostener la batalla en campaña rasa, donde lo destrozó y obligó a retirarse. Corrió el valle con sus compañías ligeras, deshaciendo juntas, ocupando al enemigo en sus prevenciones, y cortándole los pasos. Se apoderó de Silipica, Yocabil, Acapianta y Deteyem, donde sucedió una cosa particular digna de narración.

Los deteyenses, siguiendo la costumbre de su nación, escondieron las mujeres y párvulos, gremio embarazoso en la guerra. Fenecida la toma de Deteyem, avisaron los corredores que se descubrían señales del enemigo, que enderezaba la marcha hacia el acampamento español. Pusiéronse todos en arma, y cuando la tropa estuvo en competente distancia, se descubrió una multitud de muchachos, que desfilados del lado de las madres, armados de arco y flecha, caminaban a defender sus padres, que suponían todavía en la refriega. Fueron recibidos con amor, y se premió su inocente atrevimiento con algunos donecillos que les sirvieron de agasajo para la vuelta.

No obstante estos buenos sucesos, y otros que podía prometerse de su milicia veterana, resolvió Castañeda desamparar la provincia, y retirarse a Chile, lleno de confusión y envuelto en tristes presentimientos. El gobierno de Tucumán, a quien él llamó Nuevo Extremo, ceñido a sola la ciudad de Santiago del Estero, dejó al capitán Manuel de Peralta, a quien sucedió en breve Juan Gregorio Bazán, y a éste, el año de 1564, Francisco Aguirre, nombrado por don Lope García de Castro, virrey del Perú; el cual le entregó una real cédula de 1563, en que el Señor Felipe II separaba la provincia de Tucumán del reino de Chile, y la sometía al tribunal de Charcas.

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Para promover la conquista, despachó a Chile al teniente Gaspar de Medina, sujeto recomendable por su valor, fidelidad y servicios en Chile y Tucumán, para conducir de aquel reino soldados con esperanza de pingües encomiendas. En efecto Gaspar de Medina juntó alguna milicia chilena, y con ella, su consorte y sus dos hijos, se restituyó a la provincia. Con este socorro el gobernador Aguirre metió en Calchaquí la guerra, destrozó al enemigo y puso yugo de servidumbre al rebelde, con una ciudad que levantó Diego Villarroel el año de 1565, casi en derecera del elevadísimo cerro de Anconquija, en llanura deliciosa y amena. La ciudad se llamó San Miguel, la cual subsistió muchos años en este sitio, hasta que se hizo necesaria su traslación, parte porque muchos nacían lejos en el órgano de la voz, que por acá decimos opas; parte porque se criaban en la garganta ciertos tumores, que se llaman cotos, que agravaban sobradamente y dificultaban la respiración.

Fundada la ciudad de San Miguel, corrió el Gobernador la provincia, castigando rebeldes, y obligándoles a la paz e yugo del servicio. Publicó la jornada de los comechingones, y paseó las armas victoriosas hasta su país. Aquí adquirió noticias de tierras opulentas sitas al sudoeste, que se empezaron a llamar Trapalanda, césares y patagones. Tan envejecida es la fábula, cuento antiguo del vulgo, que se renueva diariamente con fingidas novelas. En otra parte se acrisolará la materia; porque al presente provocan la atención los malos efectos que produjo la narración de los comechingones sobre la Trapalanda. El vulgo militar se inclinó a la conquista de los césares; Aguirre por no desamparar la provincia en tiempo que se podían alterar los humores, resolvió dejar para otra ocasión la jornada de patagones.

Aunque la determinación del Gobernador fuese cuerda y prudente, indispuso los ánimos de los soldados, fáciles a tumultos y novedades. Diego Heredia, Juan Berzocana, Holguin y Fuentes, sujetos de más resolución que juicio, prendieron al Gobernador y a sus hijos con ignominia, deponiendo de sus empleos a los alcaldes, y repartiendo de su mano el bastón de gobierno y las varas de justicia. Con esto el mando cayó en los principales fautores del motín, los cuales obraban con despotismo y permitían toda licencia a sus allegados. Al gobernador Aguirre, oprimido de prisiones y cargado de autos, despacharon a la Audiencia de Chuquisaca. A su teniente, Gaspar de Medina, depusieron del empleo, y confiscaron sus bienes; viéndose en pocos días a su familia opulenta en tanta necesidad, que se mantenía de limosnas.

Para colorear el alzamiento con capa de celo, resolvieron los amotinados fundar una ciudad en el país de Esteco, así denominado, por un   -134-   cacique, señor del terreno, al tiempo de la conquista. Era el sitio cómodo, el terreno pingüe y de meollo; el ciclo benigno y de aspecto agradable; las aguas copiosas y saludables; la vecindad poblada de indios para el beneficio de la tierra, y máquinas para obrajes de lana y algodón, que enriquecieron en un tiempo la ciudad. Creo se fundaría el año de 1567. Al principio contó sólo cuarenta habitadores; pero su buen terreno, benigno temperamento y bellas calidades, llamaron mucha gente de otras partes, y la hicieron rica y populosa. Su ostentación y lujo, según dicen, subieron a tal punto, que los caballos cargaban herraduras de plata.

Pero, volviendo a los amotinados, ellos apuraban con vejaciones y malos tratamientos a los leales, y estos tibiamente esperaban el remedio a la opresión en que gemían inconsolables. No obstante, el auxilio estaba más próximo de lo que ellos esperaban; porque Gaspar de Medina, depuesto ignominiosamente del oficio de teniente, desde Conso, lugar de su destierro, disponía con nocturnas salidas los ánimos de los miguelistas, para sorprender a los rebeldes, aclamando la voz del Rey. En Santiago tenía la cooperación de otros jefes realistas, y cuando el negocio estuvo en buen estado, con algunos fautores, hombres de valor y resolución, protegido de las sombras nocturnas, aprisionó las cabezas del motín, y dándoles breve plazo para componer las cosas de su alma, les mandó cortar la cabeza. Con el castigo de estos se humillaron los demás, y los beneméritos fueron repuestos en sus empleos honoríficos.

El gobierno interino, de orden de la Audiencia, cayó en manos de Diego Pacheco, caballero noble, cuerdo y desinteresado. Era natural de Talavera de la Reina, y en memoria de su amada patria, a Esteco llamó Nuestra Señora de Talavera, poniéndola al amparo y protección de la Soberana Emperatriz de los Cielos. Antes del año tuvo sucesor en Francisco Aguirre, suelto ya de las prisiones, y libre de los cargos que le acumularon sus émulos. Pero el genio arrebatado y poco morigerado de Aguirre escandalizó con reprensibles excesos la provincia, de la cual envuelto en casos de inquisición, le veremos salir, remitido a Lima por don Pedro Arana.

A fines de 1569, o principios del siguiente, murió a manos de humaguacas y puquiles el conquistador Juan Gregorio Bazán. Había pasado a Lima para conducir su familia, y estando de vuelta, sobre el río de Siancas halló que los enemigos tenían cerrado el paso. A poco rato humahuacas y puquiles cayeron sobre él y su comitiva, con tanto ímpetu que apenan le dieron lugar para dar escape a su familia por veredas ocultas, bajo la dirección de Francisco Congo, esclavo que no tenía práctica en los caminos. Los infieles mataron a Bazán, Pedraza y otros; algunos   -135-   penetrados de heridas, escaparon y llevaron a Santiago el anuncio de tan lastimosa tragedia. Los bárbaros humaguacas y puquiles se alzaron con el botín, adornando su desnudez con ricas preseas en que Bazán traía empleado su caudal.

Entretanto la familia del Bazán, falta de práctico conductor, vagaba en los montes, seguida y perseguida por un trozo de indios, con tanta tenacidad que cuatro días continuos caminó con inmediación en su alcance; y mientras ellos lo pasaban con tanto susto, en Santiago corrían nuevas de la desgracia, llorando los muertos a manos de los infieles.

Salió el capitán Bartolomé Valero con una compañía de soldados, y hallada la familia errante la condujo a Santiago, donde se mitigó el pesar con el hallazgo de las señoras e hijos, ramas gloriosas en que hasta hoy se conserva su noble descendencia.

El Ilustrísimo fray Pedro de la Torre, y el teniente Felipe Cáceres, vinieron del Perú con recíprocos sentimientos, que casi consumieron la provincia, dividida en dos facciones de eclesiásticos y seculares, siguiendo con oposición encontrada los seculares al Obispo, y los eclesiásticos al teniente. Entre estos se señaló un Daroca, autor de enredos, que abrió camino a exhorbitantes insolencias contra el Obispo, publicando novelas ajenas de su proceder e indignas del episcopal carácter, especialmente un crimen, por el cual decía haber incurrido en suspensión e inhabilidad para las funciones episcopales. Todo halló aprobación en el teniente Cáceres, el cual empezó a explicar su enojo, prendiendo a Alonso de Segovia, Provisor del Obispado, que cargado de grillos, aseguró en un calabozo. Mandó publicar a son de cajas que al Obispo, como alborotador de la ciudad, extrañaba del reino, privado de las temporalidades, ordenando que ninguno, pena de traidor al Rey, le diera alimentos. Mandato perentorio, cuya observancia celó con tanta rigidez, que porque Pedro Esquivel manifestó algún sentimiento, y socorrió al Obispo, le mandó segar la cabeza en público cadalso.

Era el Prelado de espíritu manso, apacible y sufrido en los agravios, llevando los ultrajes con ejemplar tolerancia. Su vida era pura, inocente y digna del carácter que tenía impreso en el alma; pero la malicia en los émulos interpretaba siniestramente sus operaciones más santas. Un día entre otros el celoso prelado rogaba en la catedral a Dios por su grey alborotada. Súpolo Cáceres, y luego mandó que ninguno fuera a la iglesia, porque el Obispo se había retirado a ella con dañada intención, y ordenó a su aguacil Ayala que sacara violentamente a cuantos no obedeciesen de grado. Ayala por lisonjear al teniente no reparó en   -136-   violar los respetables claustros de la sacrosanta inmunidad. El Prelado, viendo profanado el templo santo del Señor, cedió al tiempo, y recogido en su palacio de orden de Cáceres, tapiadas las puertas y ventanas, fue asegurado con guardas de toda satisfacción y confianza.

Tratado así el Obispo, hizo Cáceres una jornada, río abajo, pretextando quería llegar a la boca del Paraná, para ver si se descubrían indicios de gente de España y socorrer, si la necesidad lo pidiese, al Adelantado Juan Ortiz de Zárate, en cuyo nombre, gobernaba la provincia. El pretexto era honesto, pero algunos creyeron que intentó alzarse con el gobierno, cerrando a Zárate el paso por medio de los indios. Yo no quiero sondar intenciones; pero advierto que los indios quedaron tan alborotados, que casi acabaron con la armada de Zárate. Con la ausencia de Cáceres las cosas mudaron de semblante. Las mujeres, sexo compasivo y devoto, apiadadas de las vejaciones que santamente toleraba el Obispo, inspiraron a sus consortes afectos de conmiseración con su prelado, y aliento para prender al teniente por contumaz a los preceptos de la iglesia, transgresor de la inmunidad eclesiástica, y alborotador de la república.

Antes que volviera Cáceres, el Obispo había salido de su encerramiento, y se había refugiado en el convento de Nuestra Señora de la Merced, de donde le vino a él la libertad y la prisión del teniente, por medio de Fray Francisco Ocampo, religioso del mismo orden; el cual convocó una noche ciento y cincuenta españoles, en casa del Provisor Segovia, donde concertó con ellos la prisión de Cáceres.

Al siguiente día vino Cáceres a la Catedral, y apenas postrado de rodillas, entraron los ciento y cincuenta españoles, siguiendo a fray Francisco de Ocampo que llevaba la delantera, gritando: ¡Viva la Fe de Cristo! y respondiendo todos, ¡Viva, viva!, acometieron al teniente, lo prendieron en la iglesia, y le pusieron dos pares de grillos y una gruesa cadena, permitiendo a todo género de gentes befarse de su persona.

Con el gobierno se alzó Martín Suárez de Toledo, que tuvo parte en los referidos alborotos, y la tiene en las disposiciones presentes. A Cáceres detuvo un año en rigurosas prisiones, y bien asegurado, determinó enviarlo a España. En su compañía pasó el Obispo, o como actor contra los sacrílegos atentados del teniente, o para purgarse de las imposturas que profanas lenguas le acriminaron. Rui Díaz Melgarejo se juzgó a propósito para conducir seguramente hasta el Brasil a Cáceres: él había maculado sus manos con la muerte de un sacerdote, pero era a propósito para asegurar al teniente. Llegaron con felicidad, primero al puerto de   -137-   Patos, y después a la villa de San Vicente; donde Cáceres con auxilio de los portugueses, rompió las prisiones, escaló la cárcel, y se ocultó en lugares poco sospechosos. Pero Melgarejo todo lo registró, y no desistió hasta encontrarle, y encontrado lo remitió al Consejo.

No pudo acompañarle el ilustrísimo fray Pedro de la Torre, el cual lleno de días y de merecimientos enfermó de muerte en la villa de San Vicente, de donde con asistencia del Taumaturgo Brasileño, el padre José de Anchieta, pasó al divino tribunal.




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§ XI

Gobierno don Juan Ortiz de Zárate


1573-1576


Sosegada la Asumpción con la ausencia de sacrílego agresor, se atendió a dilatar los términos de la provincia con nuevas colonias. Juan de Garay era uno de los sujetos de más fondo que tenía la gobernación del Río de la Plata. Este caballero no se había mezclado en los recientes disturbios, su nombre era glorioso por las hazañas militares y su persona respetable por la madurez, cordura y virtudes: digno en fin de que se le fiasen ochenta y seis compañeros para fundar una ciudad hacia la fortaleza de Sancti Spiritus, o en otro lugar más ventajoso.

Garay se dispuso para la empresa, y entrando al Paraná registró sus amenas riberas y frecuentes tributarios que le comunican sus aguas; entre los cuales el Quiloasa, su pechero por la margen occidental, llenó más el ánimo de Garay para plantear, en un llano despejado y apacible que ofrece, la ciudad a la cual llamó Santa Fe de la Vera Cruz. En sus contornos habitaban muchas indios, entre los cuales es memorable una nación que acostumbraba desollar a los padres difuntos, aderezando sus pieles para conservar la memoria de sus antepasados. Empadronáronse los indios, y se repartieron veinte y cinco mil, con tanto desinterés del capitán que no admitió preferencia al último de sus soldados.   -138-  

Pero cuando Garay estaba en pacífica posesión del terreno, y los indios se habían confederado sinceramente, y al parecer nadie le podía inquietar ni disputar el derecho a Quiloasa y sus vecindades, a 19 de setiembre tocó su gente a arrebato: indios, gritan sobresaltados, indios vienen. La conjuración es universal, y ellos son tantos en número que inundan la campaña cuanto alcanza a descubrir la vista. Recogiose Caray con solos cuarenta a un bergantín, y ordenó al gaviero que registrara lo que era, o podía ser. «Señor, respondió el observador desde la gavia, la conjuración es cierta: los indios vienen armados, la campaña está iluminada de fuegos, señal convocatoria de guerra».

Garay con breves palabras, puesto que no sufría dilación la vecindad de los indios, encendió los suyos a la pelea, recordándoles sus proezas, y la debilidad del enemigo que multiplica gentes para magnificar la gloria de vencerlas. Aún no había dado fin al razonamiento cuando el gaviero: «allí, dice, veo uno a caballo que persigue a los indios». Suspensos todos con la novedad, gritaron que mirara bien lo que decía. El gaviero, más pasmado que todos, empezó a gritar, que ya descubría seis, fatigando los enemigos y picándoles la retaguardia. Todos querían subir a la gavia para registrar personalmente el que imaginaban milagro; pero a pocos lances salieron de perplejidades con la llegada de los fugitivos que venían publicando ser españoles.

Recobrose Garay y su gente del pasmo que causaron los caballeros y luego despachó un embajador que agradeciera en su nombre a aquellos caballeros la oportunidad del socorro en tiempo que tanto lo necesitaban. Con el embajador vinieron los castellanos, los cuales certificaron a Garay ser soldados de don Gerónimo Luis de Cabrera enviados suyos para señalar puerto en el Río de la Plata como ya lo habían ejecutado, dos días antes en el fuerte de Gaboto, agregando a su jurisdicción todas las islas del río. A poco rato don Gerónimo Luis de Cabrera, ínclito fundador de Córdoba, se descubrió con lucido acompañamiento de milicia tucumana.

Garay le hizo urbano, pero forzado recibimiento, temiendo que se alzaría con el terreno. Efectivamente, eso quería Cabrera, y con modales corteses le requirió para que no se opusiera a sus designios. «Vasallos somos, le dice, de un Monarca, y a un mismo Señor obedecemos. No es justo convertir contra nosotros las armas que cargamos para vencer enemigos. Las islas del Paraná y el terreno en que estamos, mías son, pues acabo de conquistarlas. La ciudad que está en sus cimientos es de mi jurisdicción, pues se halla en los límites de mi conquista; su gobierno y mando de hoy en adelante quedan agregados a la provincia de Tucumán.   -139-   Y pues fue vuestro el trabajo de principiarla, sea también la gloria de llevarla a debida ejecución, pero con el reconocimiento de que la gobernáis en nombre del Rey y mío.

Garay se hallaba en la sazón con poca gente, y no le era posible contradecir al glorioso conquistador de comechingones, liquidando a fuerza de armas su derecho al asiento de Gaboto, a las islas del Paraná y a la nueva ciudad de Santa Fe. El disimulo fue necesario y precisa la condescendencia, admitiendo la tenencia con protestas de fidelidad y de gobernarla en nombre del Rey y suyo. Satisfecho por ahora Cabrera tomó la vuelta de Córdoba, que estaba en los principios y necesitaba el fomento de su actividad para ponerla en estado de defensa contra el enemigo. Bien conoció Cabrera la poca sinceridad de Caray en su protesta; esto le movió a despachar a Nuño de Aguilar para que Garay le entregara el gobierno de Santa Fe.

Garay que se hallaba con fuerzas superiores a las de Aguilar, le respondió que todo aquel territorio pertenecía a los conquistadores del Río de la Plata, en cuya pacífica posesión contaban más de cuarenta años. Aún no había dado fin al razonamiento cuando descubrió por el río Quiloasa tres canoas comandadas por Yamundú, cacique guaraní, enviado por el Adelantado Juan Ortiz de Zárate con pliegos para Garay. En ellos le hacía general del gobierno de la ciudad y su distrito, y le comunicaba un traslado de cédulas, en que Su Majestad le hacía merced de todas las ciudades levantadas por cualesquiera capitanes, doscientas leguas al sud del Río de la Plata, con términos tan expresos que no admitían duda. Con esto se volvió Nuño Aguilar, y los cordobeses el siguiente año diputaron procuradores para ventilar en la Audiencia de Charcas su derecho a Santa Fe. Pero el sapientísimo senado declaró, que cuando un superior tribunal manda, el inferior obedece.

Así lo esperó Garay, el cual luego se puso en camino para socorrer al Adelantado Juan Ortiz de Zárate, que se hallaba en lances mortales. Él había tendido al viento las velas desde el puerto de San Lúcar, año de 1572, con tres navíos, una zabra y un patache. Los infortunios del mar fueron grandes, y mayores los de tierra. Al siguiente año de arribada ganó la isla de Santa Catalina, tan falto de víveres, que de hambre morían por día, de cuatro para ocho. Como la calamidad y miseria eran extremas, saltó en tierra el Adelantado con ochenta soldados para rescatar víveres entre los guaranís, dejando por teniente de la armada a Pablo de Santiago, hombre por extremo justiciero, que ejecutó en la gente de la armada grandes excesos de crueldad.

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Cuando el Adelantado volvió de rescatar víveres, halló la isla de Santa Catalina llena de cadáveres, y que la armada se había retirado. Continuó su navegación en busca de ella al puerto de San Gabriel, cuyas vecindades estaban destinadas para última calamidad, y ruina casi total de la armada. Yapican, cacique charrúa, señor de aquella costa, entretuvo con arte a los españoles, mientras rescataba a Abuyabá su sobrino, prisionero de guerra del poder de los castellanos, suscribiendo fácilmente a condiciones gravosas, que jamás cumplió por satisfacer sus deseos de venganza. Los primeros que experimentaron los efectos de su indignación fueron algunos soldados, que saliendo a forraje, cercados de charrúas, murieron a sus manos; algunos quedaron prisioneros, entre los cuales un Cristóbal Altamirano, noble extremeño, de quien en otra parte se hará mención. Dos eludieron el peligro con la ligereza de los pies, llevando la triste noticia al Adelantado.

Para castigar al bárbaro charrúa, le destacaron dos compañías de soldados a cargo de un capitán. Encontrados con el enemigo tiñeron en su sangre la campaña; pero fatigados de vencer, murieron a lado de sus víctimas.

No hubo en adelante quien resistiera a Zárate, que siguió su camino con gran tranquilidad. Uno de sus soldados por nombre Carballo, se internó solo a los montes, y se encontró con Yandubayú, cacique guaraní y valeroso, que galanteaba a Liropeya, india sobre hermosa, discreta. Carballo no quiso malograr el encuentro, sin adquirir gloria de esforzado, y tiró un bate de lanza a Yandubayú, el cual divirtió el golpe, y cogiendo el brazo de Carballo, intentó quitársela. La contienda fue reñida y ruidosa, y tanto que Liropeya oyó el combate, y salió de su chozuela para dispartir los combatientes. Carballo revolvió curiosamente los ojos a la india, y prendado de ella, por ser único pretendiente, mató a Yandubayú en presencia de su querida.

Era este lance muy sensible para un corazón amante. La india se desmayó; pero recobrada, con tristes lágrimas; rogó a Carballo no dejara sin enterrar el cadáver. Como Carballo ya la amaba, le manifestó condescendencia, lisonjeándola con agradables oficios para ganarle la voluntad. Pero desceñida la espada para abrir el hoyo, la tomó Liropeya, y recostándose sobre la punta: «¡Abre, le dice, para los dos sepultura, y cubre a Lyropeya con la tierra que oculta a Yandubayú!» Dijo, y echándose con todo el peso de su cuerpo sobre la espada, finó víctima de su amor desciado.

Pasó Garay en demanda del Adelantado a la isla de Martín García, y   -141-   porque el sitio no se tuvo a propósito para el establecimiento de ciudad, se acordó fundar sobre San Salvador, y que Melgarejo y Garay llevaran por delante las mujeres y niños. Los dos capitanes subieron Río de la Plata arriba, y despartidos de una tormenta, Melgarejo libró con felicidad, y Garay casi pereció náufrago con toda su gente. Al fin ganó tierra, y entró en mayor peligro; porque Yapican con su ejército, repartido en siete escuadrones, se descubrió que caminaba hacia los náufragos españoles. A los cuales Garay: «Amigos, dice, aquí no resta otra cosa que morir o vencer; pelemos con valor y la victoria esperemos de Dios». Y llamando en su ayuda al glorioso Santiago, cerró con el enemigo, y rompió el primer escuadrón que contaría setecientos charrúas. La caballería (doce eran los caballos) rompió los demás escuadrones, con mucho destrozo de infieles.

El valeroso Antonio Leiva, y el bravo Menialvo se estrecharon con Abuyabá y Tabobá, jóvenes intrépidos y de grandes fuerzas. Abuyabá después de recibir un fuerte golpe, se aferró a la lanza de Leira con tanta porfía y tenacidad que temió perderla su dueño. Acudió al socorro Menialvo, y metiéndole hasta el corazón la espada, lo derribó muerto a sus pies. Leiva trabó el paso a Tabobá que venía a arrojarse sobre él, y le traspasó el vientre, cayendo yerto cadáver en el suelo. Quiso Yapican vengar la muerte de sus dos más esforzados capitanes; pero le previno Menialvo con un golpe de lanza que le privó de la vida.

Añahualpo, indio agigantado y de fuerza a correspondencia, se estrelló con Juan Vizcaíno, y éste de un golpe postró aquel gigante en el suelo. Sobrevino a la venganza Yandianoca, indio de fama y estimado por sus hazañas; pero Vizcaíno le preocupó con la lanza. Todos obraron prodigios de valentía.

Al siguiente día se juntó Garay a Melgarejo sobre el río de San Salvador, y mientras Garay levantaba barracas de fajina y tierra contra las invasiones del enemigo, partió Melgarejo a transportar al Adelantado con su gente. Venido Zárate, principió una ciudad que intituló San Salvador, sobre la embocadura del río de este nombre; la cual se despobló por las invasiones de los charrúas, en 1576. Era el Adelantado sujeto caprichoso, enemigo de admitir consejo, y de poca disposición en tomar a tiempo las providencias necesarias para mantener una ciudad que vivía a merced de amigos inconstantes; con lo cual a todos se hizo aborrecible, y sólo halló séquito en algunos confidentes que se prometían mejora de fortuna con el oficio de adulones.

De San Salvador pasó el Adelantado a la Asumpción, donde malquistado   -142-   con los conquistadores, se apoderó en tanto grado de él la tristeza, considerándose odiado de todos, que derramándose el humor melancólico por todo el cuerpo, murió a los pocos meses en el año de 1575. El Adelantazgo del Río de la Plata transfirió en una hija que tenía en Chuquisaca, llamada doña Juana Ortiz de Zárate, dejándole por tutor a Juan de Garay. Con el gobierno interino quedó Diego Mendieta, sobrino suyo; joven bullicioso, de procederes indecorosos y costumbres perdidas; tan desenvuelto en lascivias, como impío en tiranías. No son para relatarse los extravíos de este hombre; llámelo quien quisiere un Nerón por lo cruel, y un Heliogábalo por lo deshonesto; aborto de los que rara vez produce la naturaleza para escándalo de los mortales. En poco tiempo llenó siglos de maldad, y preso por los Santafecinos, y despachado a la corte, arribó al Mbiaza, donde muerto por los naturales, fue enterrado en sus vientres.




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§ XII

Gobierno de don Juan de Garay


1576-1584


Mientras que Mendieta era remitido a la corte, llegó Juan de Garay de Chuquisaca, adonde había caminado por dependencias de doña Juana Ortiz de Zárate, a la cual casó con el licenciado Juan Torres de Vera y Aragón, Oidor de aquella real Audiencia, en quien recayó el gobierno de la provincia, y título de Adelantado. El primer ejercicio de su empleo fue nombrar a Garay teniente del Río de la Plata, y despacharle con brevedad para continuar la conquista, y levantar poblaciones para enfrenar los infieles. Fue Garay recibido al gobierno con universal aplauso, especialmente cuando le admiraron tan solícito de los progresos de la provincia, que luego señaló a Melgarejo para levantar una población en Guayra, en un sitio que tenía fama de opulento.

Melgarejo la planteó a dos leguas al oriente del Paraná, y la   -143-   llamó Villa Rica del Espíritu Santo; y porque la pobreza del sitio no correspondía al esplendor del nombre, la trasladó poco después sobre el Huybay, cerca de la embocadura del Curumbatay. El padre Maciel de Lorenzana asegura que tenía en sus vecindades trescientos mil indios, de los cuales, añade, que por los años de 1622 no se conservaba la sexta parte. Pero número tan excesivo hizo poca resistencia y fácilmente ofreció vasallaje y tributo al capitán Melgarejo. Mientras él daba ser a la villa, Garay concluyó felizmente un acción gloriosa en las vecindades de la Asumpción.

Obera, cacique ofuscado con el lustre de su nombre que significa resplandor, se preconizaba entre los suyos deidad, y profanaba los sagrados misterios, atribuyéndose el oficio de Redentor de la nación guaraní, cuya salvación y libertad había de obrar, llamando en su ayuda a los rayos del cielo, confundiendo los elementos y provocando todas las criaturas para el exterminio del español. Añadía que se había dado por coadyutor en el empleo a Guizaro, hijo suyo, con potestad suprema sobre rayos, pestes, inundaciones y plagas; y especialmente sobre un cometa que se descubrió esos días, y lo tenía reservado para su tiempo. Se hacía tributar adoraciones y quemar inciensos, sirviéndose en lo profano ministerios de sacerdotisas, con las cuales tenía comercio escandaloso, solazándose en bailes y cantares, persuadiendo a todos que la puerta para merecer su gracia era la desenvoltura.

Obera dijo tales cosas, y prometió a los suyos con tanta certeza la victoria, que los indios vecinos a la Asumpción, los del río Paraguay arriba y los del Paraná se conjuraron contra el español. Súpolo Juan de Garay, y despachando aviso a Guayra y Villa Rica para prevenir sus pueblos a la defensa, salió con ciento y treinta valerosos soldados cortar el socorro que del Paraguay arriba podía venirle al enemigo, sentando sus reales sobre el nacimiento del Ipané. A breve rato se descubrieron Pitum y Corazí, llenos de orgullo y arrogancia, enviados de su cacique, para dar muestra del valor guaraní, peleando cuerpo a cuerpo con dos del ejército español. Venían desnudos, trayendo dardos en las manos, arma que se compone de un palo largo, cuyo remate es en punta que suple bastantemente la falta de mojarras. Es arma arrojadiza, y algunas naciones acostumbran cobrarla con un cordel que atan hacia la empuñadura, y la manejan a diestra y siniestra sobre el juego del brazo, despidiéndola con tanto impulso, que a veces traspasa de parte a parte el jinete, y le cose contra el arzón de la silla.

Presentados Pitum y Corazí delante del ejército español, Juan Fernández Enciso y Espeluca, valerosos soldados con espada y rodela,   -144-   salieron al encuentro. Pitum acometió con denuedo a Enciso, jugando con destreza el dardo; rompió por diversas partes la rodela de Enciso, a quien fatigaba con su ligereza, llamando a todas partes el cuidado de repararse. Enciso le cogió el dardo y le hizo pedazos, cuando Pitum trataba prevenir a su antagonista en la misma acción de romperle el dardo. Enciso le tiró a la cabeza un golpe, y errándole, con venturoso acierto le segó un brazo. Corazí entretanto de un bote de dardo derribó a Espeluca; pero estribando éste sobre las rodillas, le cortó de un tajo la mejilla. El bárbaro resistió con valor, hasta que viendo huir a Pitum, le acompañó en la fuga, y llegados a los suyos, publicaron que los españoles eran invencibles.

Al siguiente día se encaminó Garay al Yaguarí, y sujetó cuatro pueblos, pasando a sangre y fuego cuanto halló en ellos. Entretanto Guizaro, que era el general de Obera, se atrincheró sobre el Ipané, esperando que el Cielo arrojaría rayos contra los españoles.

Trabose entre los dos campos una muy reñida batalla, que decidió brevemente Juan Fernández Enciso, el cual acertó con tanta fortuna el arcabuz a Guizaro, que metiéndole por la frente la bala, lo derribó en el suelo, postrando con su muerte las esperanzas del enemigo.

Yaguatatí salió a vengar la muerte de Guizaro, y entró por el campo español hiriendo algunos; pero fatigado de Martín Valderrama y Juan Osuna, se metió el dardo por el pecho, homicida de sí mismo. Siguiose el alcance se destruyeron algunas compañías, e hicieron algunos prisioneros, y entre ellos el sumo sacerdote de Obera, que ocupaba sus infames manos en llevar el santo madero de la cruz, insignia de nuestra redención con que Obera prometió libertar la nación guaraní. No se pudo coger a Obera, pero se consiguió hacer memorable el año de 1578 y principios de 79 con una victoria, que ensalzó las armas españolas y desengañó a los guaranís.

Los excesos de Aguirre gobernador del Tucumán eran exhorbitantes, y pedían remedio ejecutivo. No conserva el tiempo las particularidades de sus extravíos; pero en términos universales tiene memoria de atentados escandalosos que debían atajarse prontamente. Esta comisión fio el Virrey de Lima a don Pedro Arana, caballero autorizado por su cristiandad y prudencia. Él inquirió sobre los delitos de Aguirre, y hallando que no eran voces sin fundamento, aprisionó al delincuente, y preso lo llevó a Lima, ciudad de los Reyes. Casi tres años corrieron en liquidar su causa; tiempo verdaderamente prolongado   -145-   para correr plaza de culpado, pero breve para ser absuelto de los graves delitos que se le imputaban.

Con el gobierno interino quedó Nicolás Carrizo, antiguo conquistador, y aunque no adelantó los términos de la provincia con nuevas conquistas, conservó en tranquilidad los ánimos bulliciosos de los conquistadores. Por julio de 1572, entró en la provincia con título de gobernador don Gerónimo Luis de Cabrera, caballero sevillano, el cual juntaba, un agregado singular de calidades tan sobresalientes que acaso la América no se podría gloriar de otro que le igualara. Nobleza que le emparentaba con las principales casas de España, valor, fidelidad, discreción y prudencia, sobre un fondo sólido de costumbres arregladas y cristianas. Había conquistado a Pisco, Ica y la Nasca, fundado con su caudal la ciudad de Santiago de Valverde en el valle de Ica; y ejercitado noblemente el oficio de Corregidor y Justicia mayor en la provincia de Charcas, y villa imperial de Potosí.

En su compañía vinieron algunos caballeros de distinción, don Lorenzo Suárez de Figueroa de la casa de Feria, Gobernador después de Santa Cruz, de la Sierra Tristán de Tejeda, célebre por la entrada al Maratón, en compañía de Juan Salinas, y mucho más por la entrada al descubrimiento del Dorado, Barbacoas Amazonas, Gerónimo Bustamante, que había ocupado puestos honoríficos en el Perú, de quien son ramos los Arballos de esta provincia, con otros nobles caballeros, distinguidos por sus méritos y servicios en utilidad de la monarquía.

El nuevo Gobernador se aplicó con desvelo al establecimiento de las ciudades que necesitaban reparo; y puso la mira en el territorio de los comechingones, cuna destinada de generación en generación, hasta el día de hoy, para sus legítimos descendientes. Antes de cumplido el año, puso en ejecución su idea, sacando de Talavera, San Miguel y Santiago, cien soldados, y con ellos sin memorable suceso llegó a un sitio que se llamaba Quisquizacat, al sur del río Zaquia, conocido al presente con el nombre de Pucará, al oriente de la sierra, y en él planteó la nueva población, en seis de julio de 1573, y la llamó Córdoba, la Llana, y a la provincia denominó la Nueva Andalucía.

La ciudad está en bajo, goza temperamento saludable y hermoso cielo. Destemplan su benignidad los sures y nortes que la combaten, alterando tanto la atmósfera, que de una hora para otra se observan   -146-   las dos estaciones de invierno y verano. Cércanla por la banda del poniente altas serranías, que enlazan por el sud y norte con las cordilleras chilena y peruana.

Después de levantado un fuerte para presidiar la nueva ciudad, pasó al descubrimiento del Río de la Plata, y tuvo el encuentro con Garay que referimos en parte; pretendiendo inútilmente adjudicar a su distrito el asiento de Gaboto y Corinda, que al presente se dice Coronda, con las islas del Paraná y tierras adyacentes. Tomó la vuelta por el camino de la sierra, habitación de los comechingones; los sujetó, y estableció poblaciones en Talamochita, hoy Calamochita, Charavá, Izacate y Quilloamirá. Según algunos, en la sierra y valles intermedios llegó el padrón a sesenta mil, de los cuales algunas parcialidades se destinaron para las obras públicas de edificios, acequias y beneficios de huertas, que antiguamente hermoseaban la llanura del valle, jardín entonces delicioso, y en nuestros tiempos tristísimo erial.

Fomentando la ciudad de Córdoba, se hallaba Cabrera con pensamientos de reedificar la de Nieva en el valle de Xibixibe, cuando le vino sucesor en Gonzalo Abren Figueroa, caballero sevillano electo Gobernador el año de 1570. No sabemos la causa de su demora, pero sí que llegó prevenida contra su glorioso antecesor, y desde luego trató de prenderle. Variamente se discurre sobre el origen de los disgustos de Abreu con Cabrera; intervienen en este punto las confusiones históricas que ordinariamente exageran las cuestiones odiosas. Los fautores de Abreu echan la culpa a Cabrera, los protectores de éste liquidan con mejores fundamentos sus procederes. Mas a mi ver el origen de las prevenciones de Abreu está claro, y es como se sigue.

Dos reales Oidores de la Audiencia de Chuquisaca, ministros que debieran ser de fidelidad a su monarca, maquinaban deservicios a la corona. Era la ejecución de sus ideas difícil, y necesitaba el poderoso brazo de Cabrera para allanar las dificultades, y la sombra de su autoridad para cobijarse. Tentaron con mensajeros y cartas su fidelidad, y como Cabrera era fidelísimo al Rey, les afeó sus intentos con tal entereza y constancia, que no sólo quedaron persuadidos que jamás consentiría con ellos, sino recelosos que descubriría sus pensamientos, y no pudiendo hacerle cómplice en la ejecución, le temieron por sabedor de sus consejos.

Con estos temores y sobresaltos se hallaban cuando Gonzalo Abreu atravesó por Chuquisaca para Tucumán. Trataron de ganarle   -147-   la voluntad, y ganada, le inspiraron tales especies contra Cabrera que resolvió anonadarle. Entró Abreu en Chuquisaca, ejemplar de rectitud y prudencia, y salió monstruo de tiranía y crueldades. Nadie diría que este caballero era el que Felipe II proveyó al gobierno de Tucumán. Entró en la provincia con aparatos de guerra, publicando que estaba alzada por el mal gobierno de Cabrera, y que al bien público convenía quitar de delante aquel traidor al Rey y perturbador de la provincia. Es increíble la presteza con que aceleró Abreu las marchas para sorprender inopinadamente a Cabrera en Córdoba. Se hizo dueño de los caminos, y adelantó corredores para cortar el paso a los mensajeros. Avanzó él mismo tanto en las jornadas y con tanto secreto, que entonces supo Cabrera la venida de Abreu cuando le vio en Córdoba, y se halló en prisiones. Al tercer día lo despachó preso a Santiago, y substanciado maliciosamente la causa, fue muerto por traidor, mejor diré, por traidores al Rey. Unos dicen que le mandó dar garrote en un poste de su cama, otros que le hizo degollar; pues de cualquiera manera que haya sucedido, su muerte fue sentida en la provincia, especialmente en Córdoba que siempre le miró como padre y fundador. Y se honra con la nobleza de su prosapia que se conserva en sus descendientes.

No se sabe con qué fundamento don Fernando Pizarro y Orellana, en su tomo de varones Ilustres del Nuevo Mundo, descubrió causa que justificara la muerte de don Gerónimo Cabrera. Pero a este autor hace atropellar en la verdad el empeño de purgar a Gonzalo Pizarro, de la nota de traidor; defendiendo la inocencia de éste con la traición que acumula a aquél, cuya fidelidad testifican antiguos instrumentos y escritores. El libro de la fundación de Córdoba del año de 1574 habla honoríficamente de su fundador, en un informe que hace al señor Felipe sobre los méritos, fidelidad y servicios de don Gerónimo Luis de Cabrera.

El padre Juan Pator, diligentísimo en averiguar antigüedades, informándose verbalmente de testigos fidedignos, descubrió mucha malignidad en Abreu, y constante fidelidad en Cabrera. Y lo que es más, el señor Felipe I, registradas las originales cartas de los oidores, que presentó doña Luisa Mariel de los Ríos, su nobilísima consorte, declaró la inocencia de don Gerónimo, castigando con merecida pena a los Oidores.

No se estrelló solamente Abreu con su antecesor Cabrera, se malquistó también con los principales, tratándoles con desaire y modales poco dignos de sus méritos y servicios. A muchos puso a cuestión   -148-   de tormento, con tanto rigor y tiranía, que antes querían morir que experimentar su impía crueldad. Dio en acompañarse con díscolos, sujetos de ningunas obligaciones, hombres sin Dios ni conciencia, que sólo son a propósito para conmover los humores de la república. En manos de éstos puso el gobierno de la provincia; y como ellos eran perdidos, le perdieron a él y a Tucumán, que se vio en angustias de muerte.

Córdoba, monumento honorífico de su antecesor, cuya memoria es gloriosa en la provincia, se vio próxima a fatal disolución. Y aunque en manos del médico estaba sanarla, reanimando los espíritus de los primeros pobladores, que con varios pretextos extraía para otras partes, sólo atendía a debilitar más su vigor con nuevas extracciones. Pero la defendió con fortuna y valor el ínclito Tristán de Tejeda. Mas fatales consecuencias experimentó la ciudad de Nieva que principiaba el capitán Pedro Zárate, al cual ordenó Abreu que saliera con gente a catear las minas de Linlin en el valle de Calchaquí, prometiéndole entrar a partir las ganancias. Excusose Zárate con razones aparentes, pero insistiendo el Gobernador en llamarle para Santiago, obedeció, dejando pocos presidiarios para reparo de la nueva población; sobre la cual dieron los bárbaros, y a todos mataron, menos tres o cuatro, que eludieron el peligro con la fuga.

Dícese que Abreu llevaba pesadamente la fundación de esta ciudad, porque estando en el paso del Perú facilitaba el tránsito a los informes que se podían remitir contra él al Virrey, y la Audiencia. Efectivamente, por sus confidentes preocupó los caminos y embarazó el comercio epistolar. Al paso que temía el juzgado de tribunales superiores, publicaba privilegio de excepción, que le sustraía de la autoridad del Virrey y de la Audiencia, por ser electo Gobernador por el Rey. Esto mismo pregonaba su Maestre de Campo, Sebastián Pérez, hombre de ínfima suerte, arrogante y presumido, el cual repetía con aire que en causas del Gobernador sólo el Rey entendía, y no los tribunales inferiores. Un día dijo: «si algún oidor llega por acá, y vuestra señoría me da dos dedos de papel, saldré al camino, y lo arrimaré a un palo, y esté cierto vuestra señoría que gobernará la provincia a pesar de la Audiencia, por ser Gobernador nombrado por el Rey».

Éstas eran las cantinelas que repetían con desenvoltura sus aliados, los cuales impunemente se arrojaban a toda iniquidad, cobijados de sombra tan maligna. Los eclesiásticos y algunos religiosos se ausentaron de la provincia. Muchos nobles y celosos pobladores se refugiaron al Perú; o salieron a sus alquerías, temiendo la ira   -149-   vengadora del furioso Gobernador. El mando y gobierno recayó en los fautores de Abreu, haciendo escala para el ascenso, del arrojo y temeridad. Las ciudades se hallaban sin guarnición; los indios se alzaban por momentos; todo conspiraba a la ruina de la provincia, y más que todos, el mismo Gobernador, con el descubrimiento que intentó de la Trapalanda.

Trapalanda es provincia al parecer imaginaria, situada hacia el estrecho de Magallanes, o por lo menos en la región magallánica, en cuyos términos ponen alpinos la ciudad o ciudades de césares, por otro nombre patagones. Desde el principio esta fábula tomó cuerpo, a pesar de hombres juiciosos, y se divulgaron particularidades que caracterizaban plausiblemente la nación. Hacían los cristianos de profesión, con iglesias y baptisterios, imitadores de nuestras ceremonias y costumbres.

Hacia los últimos años del siglo pasado se confirmó con la narración de uno que decía haber estado en la ciudad de los césares, hablado y comunicado con ellos. Hacía galana descripción de la ciudad, y la pintaba hermosa como Sevilla, opulenta en plata, oro, pedrerías y otras preciosidades estimables. Los habitadores en color y modales imitaban a los europeos, de quienes procedían. El autor tuvo la fortuna de hablarles, pero con tanta desgracia suya, que sólo entendió estas cláusulas: Nos Dios tener, Papa querer, Rey saber; palabras fueron éstas que llenaron estas provincias; que se oyeron en los reales estrados, en el reinado del señor Carlos II, y que dieron motivo para algunas cédulas.

Los eruditos en historias discurren que serían descendientes de los españoles, que naufragaron en el Estrecho, de la Armada de don Gutiérrez Caravajal, obispo de Placencia. Una pieza, que o por su antigüedad o por rara conservan los herederos de don Gerónimo Luis de Cabrera, confirma este sentir. Ella es un testimonio de Pedro Oviedo y Antonio Cobo, marineros del navío náufrago de dicha Armada, moradores algún tiempo de la ciudad de los césares, pero fugitivos de ella por no sé qué delito. Parece que la curiosidad no puede desear comprobación más auténtica de sus discursos. Hay quien oyó las campanas; hay quien comunicó y vio a los césares; hay finalmente quien asistió a la fundación de la ciudad y habitó muchos años en ella.

No obstante esto, hay mucho que dudar y examinar. El rumor, primero en las historias índicas, que corrió entre los soldados de Aguirre,   -150-   desmereció la aprobación de su capitán, el cual tuvo el mayor incentivo de gloria que hombre cualquiera; pues cuando los más capitanes se podían gloriar de conquistadores de indios, él podía gloriarse de conquistador de césares. Este motivo, a la verdad poderoso, no le estimuló a la conquista, desengañado con la incompatibilidad de circunstancias que se discurrían para hacer creíble la historia. Estos césares desde el principio se publicaron por náufragos de la armada de don Gutiérrez de Caravajal, y en poco más de veinte años que corrieron desde el naufragio hasta la entrada de Aguirre a los comechingones, les crecieron tanto los pies, que desde entonces se llamaron patagones.

A proporción fue grande su fortuna. Césares eran en el nombre, y césares los describían en magnificencia, soberanía y riquezas levantados de la mayor desgracia a la mayor opulencia y felicidad que pudo idear la fantasía más alegre. La significación que se daba al nombre Trapalanda no ha llegado a mi noticia; pero es creíble que se confirmaría con la de césares y patagones. Esta explicación de nombres, habida por señas de los comechingones, fue de tan poca solidez para Aguirre, que no se sintió movido a emprender la conquista; su milicia lo llevó pesadamente, o fingió que la llevaba por antiguos sentimientos con él, y para vengarse de su capitán, le aprisionaron ignominiosamente, coloreando la acción con el motivo de haber malogrado una conquista que felicitaría la provincia.

A este fin se ponderaban mucho, y explicaban galanamente los nombres, de césares, patagones y trapalandistas, y como trascendían la causa de Aguirre, pasaron con el reo a la audiencia de Chuquisaca. No extrañó el integérrimo tribunal ver en prisiones al general tucumano, sino lo peregrino de la causa y la rara novedad de tantos nombres. No obstante el real senado descubrió poco fondo en las ponderaciones de los autores, y calificó prudente la resolución de Aguirre.

Entre tanto la voz del vulgo tomó alas, y de unos años en otros se dilató la fama con novedad de sucesos. Decíase que se habían oído campanas, y conjeturaron que eran de los césares, que los césares tenían iglesias, que las iglesias tenían torres, que las torres tenían campanas, y que las campanas se tañían para recoger el pueblo a los sagrados misterios. Raro complejo de predicciones para unos profetas, que hallándose en las vecindades de los césares, no pudieron atinar con su morada.

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Mas afortunado fue el que en el reinado de Carlos II estuvo en Trapalanda; habló y comunicó con los césares, y para hacer creíble la narración, historió prolijamente las circunstancias de su arribo. A los diez y seis años de su edad navegaba hacia el Estrecho de Magallanes en una armada holandesa, la cual ancoró en un río para llenar de agua las vasijas. Nuestro joven con algunos compañeros se internó tierra adentro a coger palmitos, y tuvo la desgracia de ser sorprendido por cuatro mil indios que discutían por allí. En la desgracia de su cautiverio consistió la felicidad de pasar a los césares, a los cuales fue presentado, y ellos agasajaron al huésped, reconociendo en él un vivo retrato de sus ascendientes. Bien es creíble que los césares le retuvieran consigo. Mas no sucedió así, porque le dejaron ir con guías de la ciudad a la ribera, donde todavía ancoraba la armada.

La relación está circunstanciada de particularidades reparables. Los pocos años del historiador; la casualidad de internarse a recoger palmitos en el terreno que pocos años hace se ha reconocido infructífero; el acaso de ser cautivado y ser presentado a los césares, cuyo principal desvelo, según algunas relaciones, es no permitir acceso de extranjeros a la isla, ni comunicar con nación alguna; el haber sido llevado desde los cincuenta y un grados, hasta los cuarenta y dos, en que sitúan la ciudad de los césares, y vuelto a encontrar a la armada demorada tanto tiempo en corrientes tan impetuosas. Circunstancias a primera faz increíbles, dignas de la crítica moderna. Ni tiene más fuerza la relación de Oviedo y Cobo, marineros; injiérense en ellas falsedades contra la fe de las historias; y es verosímil que la fingió algún ocioso, y para hacer creíble la novela, se la atribuyó a los dos marineros fugitivos de la ciudad de los césares, publicando que la había hallado entre los papeles del licenciado Altamirano ya difunto. Mas es digno de repararse que los sobre dichos Oviedo y Cobo vivieron algunos años en la Concepción de Chile en casa del licenciado Altamirano, como consta de dicha relación; mientras vivieron, se guardó silencio tan profundo que no se divulgó la menor noticia en el reino de Chile, ni al licenciado Altamirano se le cayó palabra de cosa tan memorable. Esperose a que murieran los tres para hacer hablar, a los unos por relaciones archivadas, y manifestar el otro el tesoro de noticias que ocultaba entre sus papeles.

Convencidos los fundamentos opuestos, añadimos recientes noticias. El bolsón de tierra que forman el Cabo de las Vírgenes y Valdivia, Cabo Blanco y reino de Chile, está muy trasegado de los puelches, peguenches, pampas y tehuelchos; con los cuales no han omitido   -152-   diligencia los misioneros jesuitas de los pampas para introducir la fe a los césares. Pero sus diligencias no han producido otro efecto que persuadirse, se hallan falsedades entronizadas sin oposición en el solio de la verdad. El padre Matías Estrovel, operario infatigable en la viña del Señor, y misionero de los pampas, en carta de 20 de noviembre de 1749, dice: de la nación de los césares no he podido averiguar cosa alguna. Lo mismo insinúan otros misioneros, y así me persuado, que césares tan circunstanciados son entes imaginarios, que hizo existentes el vulgo con ficciones y novelas.

Como la noticia de los césares tuvo origen entre la milicia tucumana que se inclinó desde el principio a la conquista, concurrió gustosa al llamamiento del gobernador Abreu que la convocó para la jornada de Trapalanda. Hallábase ya el ejército en el acampamento de Monogasta, cuando le llegó noticia que los indios de los llanos y sierras de Calchaquí, levantados por Gualan, tenían cercada la ciudad de San Miguel, y fatigaban con asaltos a los sitiados. Entonces Abreu abrió los ojos para conocer el peligro de la provincia, y desistiendo de la jornada envió socorro para levantar el cerco.

Cuando llegó éste, el capitán Gaspar de Medina había librado la ciudad. Porque rota por el enemigo la palizada que reparaba la población, y pegado fuego de noche a las casas pajizas, despertó Medina, y con nueve que se le juntaron mató muchos enemigos con su caudillo Gualan, y a los demás puso en fuga.

En otras ciudades se experimentaban peligros semejantes por el mal gobierno de Abreu, porque cuando está débil la cabeza se debilitan y arruinan los demás miembros.

Por este tiempo se erigió el obispado del Tucumán. Algunos lo adelantan sin fundamento al año de 1570. Verdad es que fueron provistos para Tucumán el ilustrísimo don fray Gerónimo Villacarrillo y don fray Gerónimo Albornoz, ambos comisarios generales de la religión seráfica; pero prevenidos de la muerte, fallecieron antes de erigir el obispado. El ilustrísimo fray Francisco de Victoria, lustre singular del orden de predicadores, hijo de la provincia de Lima, varón piadosísimo, y de singular devoción como le llama San Pío Quinto, procurador en Corte por las provincias de Indias por elección de Gregorio XIII, erigió el obispado de Tucumán. No consta el año de la erección; pero ciertamente no fue anterior al año de 1578, y me persuado   -153-   que fue en 1579, pues la cédula de merced se expidió a 28 de diciembre de 1578.

Luego que el capitán Juan de Garay destrozó el ejército de Obera, sobre el Ipané, con muerte de Guizaro, se restituyó triunfante a la Asumpción, cargado de prisioneros, único despojo de la victoria. Era ya el año de 1579, y en el siguiente de 80 señaló a Rui Díaz Melgarejo con sesenta soldados para levantar una colonia en el territorio de los nuarás, gente pacífica que usaban dialecto diferente del guaraní, con alguna diversidad de ríos y costumbres. Habitaban amenas y deliciosas campiñas, las cuales desde entonces hasta el día de hoy se llaman Campos de Xerez, pobladas de hermosos pastales, para mantener crías de ganados.

En este sitio puso los fundamentos de la ciudad de Santiago de Xerez el capitán Melgarejo, sobre una loma despejada que domina al Mbotetey, río medianamente caudaloso, tributario del Paraguay, sobre la margen oriental, en altura de poco más de diez y nueve grados. No subsistió mucho tiempo por las invasiones de los guatos, guapís, guanchas y guetús, naciones que habitaban los confines que median entre la cordillera y la costa oriental del Paraguay, tirando al norte. Pero no muchos años después la restableció Rui Díaz de Guzmán, autor de la Argentina.

El mismo año se reedificó la ciudad de Santa María, puerto de Buenos Aires, tantas veces empezada y oprimida en su nacimiento. Juan de Garay, no fiando a otro la fundación, bajó personalmente por el Río Paraguay al de la Plata, y en una barranca que domina aquel gran río, dio principio a la reedificación, llamándole Ciudad de la Santísima Trinidad, Puerto de Santa María de Buenos Aires. Esta, que en su primera infancia cuenta solos sesenta pobladores, con el tiempo será cabeza de provincia, una de las mayores ciudades de América, y uno de los puertos más frecuentados y apetecidos de las naciones, por la utilidad del comercio.

Por ahora los querandís, habitadores del país, se alteraron con la vecindad del español, y convocadas sus milicias y las de los aliados, secretamente se avecinaban a la ciudad para sorprender a los porteños. Entre los indios se hallaba Cristóbal Altamirano, aquel noble extremeño, de que dijimos que quedó prisionero de los charrúas, y al presente lo era de los querandís, del cual se valió Dios para descubrir los intentos del enemigo. Porque compadecido de los españoles, escribió con carbón un billete, y asegurado dentro de un calabazo,   -154-   fió el depósito a la corriente del riachuelo que corre al sur de la ciudad. Él lo encomendó a las Dios lo guió, y recibido de Garay se enteró del contenido y previno para esperar al enemigo. El cual estaba tan inmediato, que al siguiente día arrimó sus tropas y presentó la batalla. Peleose de entrambas partes con obstinación; los infieles arrojaban mechones de paja atados a las flechas, y pusieron en confusión a los españoles, que tenían que atender a las flechas que herían y a los mechones que abrasaban. Entre tanto las tiendas y pabellones de algodón y cañamazo ardían a su vista, y no se podía remediar el daño. El aprieto fue a la verdad grande, y venciera el enemigo, si el valiente Juan Fernández Enciso no entrara espada en mano entre los infieles, y con ella cortara la cabeza al comandante querandí.

Muerto el general, que es alma del ejército, los enemigos huyeron precipitadamente, y se les siguió el alcance muchas leguas, con tanto destrozo y mortandad de infieles, que vuelto a Garay un soldado: «Señor General, le dijo, si la matanza es tan grande, ¿quién quedará para nuestro servicio?» «Ea, dejadme, respondió Garay, que ésta es la primera batalla, y si en ella los humillamos, tendremos quien con rendimiento acuda a nuestro servicio». Fue el fin de esta victoria y destrozo del enemigo en el sitio que desde entonces hasta hoy se llama el Pago de la Matanza. Ahuyentados los indios, y obligados a pedir la paz, se aplicó el general Garay a edificar la ciudad, fomentando con su presencia y dirección las obras.

Por este tiempo, aunque no se sabe con certidumbre el año, se rebeló contra su fundador la ciudad de Santa Fe. Eran cabezas del motín Lázaro Venialbo, Pedro Gallego, Diego Ruiz, Romero, Leiva, Villalta y Mosquera, grandes fabricadores de enredos. Como penetraron la dificultad de prevalecer contra Garay, procuraron ganar para sí a su mayor enemigo, Gonzalo Abreu, gobernador de Tucumán, sujeto bullicioso con demasía, que tenía sentimientos antiguos contra Garay; y le ofrecieron la ciudad, si con gente fomentaba sus intentos; y aunque no consta la intención de Abreu, se carteaba con los rebeldes, y se dice que escondía su correspondencia.

Los amotinados agitaron el negocio, y lo pusieron en sazón de lograr sus disposiciones. A hora señalada de la noche prendieron al teniente alcalde Olivera, y al capitán Alonso de Vera, llamado, por su mal gesto, cara de perro. El gobierno de las armas dieron a Lázaro Venialbo, y el cargo de teniente a Cristóbal de Arévalo, el cual seguía con violencia el partido de los amotinados, y logró brevemente oportunidad de encontrarse con el nuevo Gobernador   -155-   de armas, y de restituir el bastón al legítimo poseedor. Él tentó el vado, y asegurados algunos confidentes, hombres de resolución, aprisionó las cabezas del motín, y repuso en sus puestos al teniente y al alcalde. Sosegado el tumulto, las cosas corrieron pacíficamente por su antiguo camino.

Tres años se detuvo Garay en el Puerto, metiendo calor a los arquitectos en los edificios, y atemorizando con su valor y fama a los infieles. Al cuarto año dejó el gobierno de la ciudad a Rodrigo Ortiz de Zárate, y salió camino de la Asumpción para visitar la provincia. Acompañaban su general algunos vecinos de la Asumpción con sus consortes que se restituían a sus casas. Una noche saltó en tierra con su comitiva y recostados a dormir los españoles, el cacique Manuá, traidor disimulado, se acercó con ciento y cincuenta jóvenes y dio muerte a Garay y a cuantos le acompañaban. Perdió la provincia en Garay una gran cabeza para el gobierno; los pobres lamentaron la muerte de su padre, en cuyo beneficio expendía gruesas cantidades, los soldados la de un excelente capitán, tan desinteresado en aprovecharse de los despojos cuanto liberal en repartir lo que tenía, hasta vender los vestidos de su mujer para socorrer necesitados. Fue hombre de gran corazón, sufridor de increíbles trabajos, de excelente disposición en las batallas de infieles, proporcionando con tanto acierto los medios a los fines, que todas las batallas concluyó con felicidad y admiración.

Muerto Garay, que en todos infundía espíritus marciales, los insolentes con la muerte del general hicieron leva de gentes, confederándose guaranís, quiloasas, mbeguás y querandís, para asolar las ciudades de Santa Fe y Buenos Aires. Juntáronse en tierras del cacique Manuá, para conferir los puntos más principales de la guerra, celebrando primero a su usanza con banquetes y borracheras la muerte de Garay, hallábanse en el congreso los principales de las naciones; dos puntos confirieron; el primero sobre la elección de capitán general; y la suerte de común acuerdo cayó sobre Guayuzaló, cacique guaraní, que había militado con crédito en las guerras, contra naciones enemigas; el segundo, cual de las dos ciudades, Santa Fe, o Buenos Aires, había de ser acometida la primera; y resolvieron con discrepancia de votos que Buenos Aires, dejando aplazado el día para concurrir en las fronteras del puerto.

Sabido por los españoles la que intentaban los infieles, pusieron la ciudad en estado de defensa. El enemigo arrimó su campamento, y al día determinado presentaron la batalla. El teniente Zárate   -156-   mandó disparar la arcabucería que causó gran estrago, y mayor desorden en los infieles, que empezaron a huir confusamente; pero recogidos por su general y puestos en filas, resistieron algún tiempo, hasta que cargando sobre ellos los españoles, con grande ímpetu y vivo fuego, destrozaron sus tropas con muerte del general Guayuzaló, quedando el enemigo tan escarmentado que en mucho tiempo no osó bloquear la ciudad ni infestar la vecindad.

Fue universal la alegría en la provincia y se celebró la victoria con acción de gracias. Para que el júbilo fuera más completo llegó este año el ilustrísimo fray Alonso Guerra, hijo esclarecido de la sagrada familia de predicadores. Algo más de diez años habían corrido desde la muerte del ilustrísimo fray Pedro de la Torre, y aunque poco después fue provisto fray Juan del Campo franciscano, el Cielo cortó para sí esta bella flor de observancia antes que pasara a tomar posesión del obispado. En su lugar fue substituido fray Juan Alonso Guerra, pobre y despreciado a los ojos del mundo, pero rico de virtudes y digno de lucir sobre el candelero de la Iglesia de Dios. En 27 de setiembre de 1577 fue electo para el Río de la Plata; pero su extrema pobreza entre la opulencia peruana retardó su consagración algunos años. Entretanto llegó el tiempo del tercer Concilio Limense, y, como era sujeto en virtud y letras completo, se hizo necesaria su asistencia en él.

Consagrado después, y venido a su episcopal silla, halló la diócesis falta de aquel vigor que comunica el espíritu de religión. Como buen pastor aplicó toda la diligencia a restablecerla en el santo fervor que profesa la ley cristiana. Pocas veces a celo tan solícito se siguieron efectos más perniciosos. Segunda vez intentó el Paraguay una acción escandalosa, y como había abierto una mala puerta a todo sacrílego atrevimiento con la prisión del primer Prelado, ahora se entró por ella con la prisión del segundo.

El alcalde ordinario de la ciudad, y algunos principales, a quienes debieran desagradar sus vicios, y no la integridad del santo Prelado, fueron los artífices de este escándalo, y ejecutores de la prisión, a la cual no faltó circunstancia para sacrílega. Él se encaminó al palacio episcopal, acompañado de hombres facinerosos, llenando el aire de muera, muera el Obispo. El capellán del Prelado se asomó a la ventana, y noticiado del suceso: «Señor, le dice, conjuración es de los vecinos, contra Vuestra Señoría es el motín; la muerte maquinan, pues vienen gritando, muera, muera el Obispo».

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El cual se revistió de pontifical, y abiertas las puertas, al encontrarse con los sacrílegos, les pregunta amigablemente: ¿A quién buscáis? Si yo soy, aquí me tenéis. El buen Pastor imitó a Jesús, y ellos abusaron de su mansedumbre, consumando el sacrilegio. Los unos le acometen con insolencia; los otros ponen las manos en él con impío atrevimiento; quien derriba al suelo la mitra, quien le despoja del báculo, y despedaza las sagradas vestiduras. El alcalde lo pone en duras prisiones, y embarcado en una balsa, tratado con sumo rigor, lo acompaña hasta el puerto de Buenos Aires, a donde llegarían entrado ya el año de 1586.

Aquí fue donde Dios dio un sensible testimonio de su justicia, derramando instantáneamente sobre los sacrílegos agresores el vaso de ira y venganza que atesoró tanta iniquidad. El alcalde murió repentinamente; parte de los cómplices experimentaron el rigor de la divina justicia, y parte el castigo de la humana. En pocos días se vio el inocente Obispo libre de acusadores, admirando todos aquel ejemplar de serena tranquilidad que no inquietaron las olas de tantas calumnias, desacatos y atrevimientos. Al mismo tiempo fue elevado al obispado de Mechoacán en la Nueva España, el cual gobernó seis años con mayor aceptación que el del Paraguay; y aunque no te faltaron contradicciones, consiguió reformar en partes las costumbres depravadas del pueblo. Murió tan pobre como había vivido, y si religioso no tuvo para costear los gastos de la consagración, le faltó siendo Obispo para los del entierro.

Mientras el alcalde de la Asumpción entendía en la prisión del Obispo, el teniente de la provincia, Alonso de Vera y Aragón, se hallaba en lo interior del Chaco acalorando la fundación de una ciudad sobre el Bermejo. El nombre Chaco en diversos tiempos ha tenido varias acepciones con mayor y menor latitud de significado. Los indios que habitaban entre el Pilcomayo y el Bermejo, llamaban chacu al congreso y junta de vicuñas y guanacos que, levantados de los cazadores y desfilados hacia el centro, concurrían en el sitio destinado para la caza. De los animales trasladaron los españoles el nombre al país, alterando la última letra, y llamándolo Chaco, con significado tan limitado que sólo se extendía a la península que hacen el Pilcomayo y el Bermejo. Con el tiempo se amplió el significado, aplicándolo a una dilatadísima provincia que corre entre el Salado y Paraná, desde la jurisdicción de Santa Fe, y abarcando los Llanos de Manso, se dilata por la costa occidental del Paraguay, ocupando por muchas leguas al norte y poniente los países intermedios.

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Habitaban el Chaco diversas naciones, varias en ritos, costumbres y exterior contextura de rostro y facciones; cuyo catálogo omito por no fastidiar al lector con nombres peregrinos. Al presente sólo es mi asunto referir cómo el teniente Alonso de Vera y Aragón fundó la ciudad de la Concepción del Bermejo en lo interior del Chaco. Había corrido el país el año de 1583 en seguimiento de los guaycurús y nacoguaques, que daban muestras de alzamiento con las hostilidades que ejecutaban en los contornos de la Asumpción. Prendose entonces del contorno y deseó fundar ciudad para contener el furor de los chaquenses.

Viéndose ahora con el gobernalle de la Provincia por nombramiento de su tío el Adelantado, puso en obra lo que tenía prometido. Escogió ciento y treinta y cinco soldados, y saliendo a correr la campaña, le hicieron poderosa resistencia los guaycurús, los nacoguaques, los mogosnas, los frentones y los abipones; pero, acosados de la caballería, se retiraron cediendo el paso a los españoles; los cuales llevaron sus armas al país de los matarás, y en sitio ameno y de pingüe meollo situaron la ciudad de la Concepción, a distancia de algunas leguas del Bermejo, más abajo de la laguna que llaman de las Perlas.



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