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I

Cuando se acercaba el tiempo en que don Santiago Larrain debía terminar el período de gobierno que se le había concedido, fue nombrado para sucederle don Dionisio de Alsedo y Herrera, el cual, por lo mismo, se ha de contar como vigésimo Presidente de la antigua Real Audiencia de Quito. Alsedo estaba en Madrid; y, recibida la cédula de su nombramiento, se apresuró a partir de la Península con rumbo a Cartagena, a cuyas playas arribó a mediados del año de   -40-   1728. No le eran estas provincias desconocidas al nuevo mandatario, pues ya había pasado por ellas como unos diez y ocho años antes. En efecto, Alsedo había estado ya dos veces en el Perú, y una en Quito, antes de venir a esta ciudad para desempeñar el cargo de Presidente. Era natural de Madrid y pertenecía a una familia noble y antigua; sus padres fueron don Matías Alsedo y Herrera y doña Clara Teresa de Ugarte, ambos oriundos de casas solariegas, conocidas en España por los servicios que sus fundadores habían prestado a la monarquía. Don Dionisio frisaba en los cuarenta y cinco años cuando recibió el destino de Presidente de la Audiencia de Quito y Gobernador y Capitán General de estas provincias; aunque no tenía grado ninguno académico, por no haber frecuentado los claustros de las Universidades, sin embargo, era hombre de letras y muy versado en asuntos de comercio y de real hacienda; la presidencia de Quito la debió a sus merecimientos personales y no a la erogación de donativos, según se acostumbraba en aquellos tiempos.

Alsedo principió su carrera pública en las colonias como oficial de la secretaría de cámara del obispo don Diego Ladrón de Guevara, mientras este Prelado ejerció el cargo de Virrey interino del Perú; en 1706 vino Alsedo por la primera vez a América en compañía del Marqués de Castell-dos-rius, a quien debía seguir a Lima; pero hubo de quedarse en Cartagena, detenido allí a causa de la fiebre de que adoleció apenas puso los pies en tierra; en 1710, haciendo un viaje penoso, tocó en esta ciudad, a tiempo que   -41-   el obispo Guevara se disponía a marchar para Lima a hacerse cargo del gobierno interino de aquel virreinato; presentose al Prelado y siguió en su servidumbre hasta la capital, en la que permaneció siete años, ocupado en diversos cargos de importancia; en 1718 estuvo de regreso en Madrid; fue bien acogido en la Corte y trabajó con mucho acierto algunos informes, que se le pidieron como a quien conocía el estado de la real hacienda en el Perú. Dos años después tornó nuevamente a Lima, agraciado con el empleo de Corregidor de la provincia de Canta; y en 1724 se hizo otra vez a la vela para España, llevando la comisión de representar ante el Consejo de Indias al Tribunal del Consulado, para obtener el restablecimiento de las armadas de galeones y la continuación de los asientos de avería, aduanas y almojarifazgos. Fue tal el acierto con que desempeñó ésta y otras comisiones, que mereció el que se le premiara dándole por ocho años la presidencia de Quito.

El título se le despachó el 28 de marzo de 1728; embarcose por tercera vez para América, y el 9 de julio llegó en Cartagena; permaneció en esa ciudad hasta el 3 de agosto, día en que, tomando el camino de Popayán, emprendió su viaje a Quito; el 20 de noviembre estuvo en Ibarra, donde se quedó descansando un mes entero; el 29 de diciembre hizo su entrada en Quito, y al día siguiente tomó posesión de su destino de Presidente de la Audiencia, Gobernador y Capitán General de estas provincias13.

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Dos años antes que el presidente Alsedo, había entrado en esta ciudad el ilustrísimo señor don Juan Gómez Frías, sucesor inmediato del ilustrísimo señor Romero, y décimo quinto en la serie de los obispos de Quito. No se había visto hasta entonces una vacante de tan corta duración, pues en julio de 1726 salió de esta ciudad el señor Romero para su arzobispado de Charcas, y el 8 de agosto de aquel mismo año don Pedro de Zumárraga presentó en el Cabildo eclesiástico los poderes, que del ilustrísimo señor Gómez había recibido para tomar la posesión canónica del obispado; reconociendo el Cabildo las bulas pontificias y las cédulas reales, por las que constaba así la presentación del Rey, como la traslación e institución del nuevo Prelado, le dieron, con toda solemnidad, la posesión, celebrándola con Misa de   -43-   acción de gracias, luminarias y repiques de campanas. El Obispo llegó a Quito en octubre de aquel mismo año14.

El ilustrísimo señor don Juan Gómez Frías era oriundo de Castilla la nueva, nacido en la villa de Cebollas de la provincia de Toledo, y se hallaba de cura en la parroquia de Móstoles cuando fue presentado para el obispado de Popayán; recibió la consagración episcopal en Cartagena, y gobernó diez años su primera diócesis. Felipe quinto hizo a un mismo tiempo la presentación del señor Romero y del señor Gómez Frías; y Benedicto decimotercero trasladó al primero a la sede metropolitana de Charcas, y al segundo a la de Quito; ambos prelados se pusieron en camino, el uno para Lima, con dirección a La Plata, y el otro de Popayán para Quito. El ilustrísimo señor Romero fue el cuarto de los obispos de Quito   -44-   ascendidos al arzobispado de Charcas; el señor Solís fue el primero, y murió en Lima, antes de llegar a la sede arzobispal, a que lo promovió Felipe tercero; el señor Sotomayor falleció en Potosí, cuando iba de camino para su ciudad metropolitana; el señor Oviedo y el señor Romero vivieron muy poco tiempo en su nueva diócesis, pues el segundo de estos arzobispos de Charcas murió apenas a los tres años después de su traslación15.

Asimismo breve y de corta duración fue el episcopado del señor Gómez Frías, pues su vida se apagó casi de repente un día domingo, 21 de agosto de 1729. Entonces eran pasados apenas tres años desde su toma de posesión del obispado, y no habían transcurrido más que siete meses y algunos días después de la llegada del presidente Alsedo.

Mas antes de continuar refiriendo los acontecimientos que se verificaron durante el Gobierno de don Dionisio de Alsedo, expondremos cuál era el estado en que se encontraban estas provincias en los primeros años que siguieron al restablecimiento de la Real Audiencia.



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II

El estado en que se encontraban todas estas provincias era lamentable, pues habían caído en un extremo de pobreza y de miseria casi irremediables. La propiedad territorial, en toda la extensión de la presidencia, se hallaba distribuida de un modo desproporcionado; la mayor parte de los mejores terrenos pertenecía a las comunidades religiosas, principalmente a los padres de la Compañía de Jesús; las fincas de particulares eran pequeñas en comparación de las de los religiosos, y los propietarios seculares, pocos respecto del número de familias de cada lugar, villa o ciudad; las haciendas o granjas de los seculares estaban gravadas con las pensiones del diezmo y de las primicias, de las cuales se habían exonerado los religiosos alegando privilegios canónicos, y casi no había fundo alguno, tanto rústico como urbano, que no estuviese gravado también con pensión de censo en favor de alguna casa religiosa o establecimiento piadoso; había, pues, cierto desequilibrio económico en el conjunto de la más positiva riqueza de la colonia, que resultaba de la producción agrícola.

Hubo grande alteración en el curso ordinario de las estaciones conocidas en la región equinoccial; en los meses de enero y febrero, en que suelen caer lluvias constantes, se experimentó el año de 1723 una sequia prolongada, a la cual siguió una temporada de lluvias incesantes; llovió un año casi completo; las sementeras se pudrieron, y el trigo comenzó a renacer en las   -46-   mismas espigas, porque los aguaceros no permitieron trillarlo; así que se despejó el cielo de nubes y cesaron las lluvias, cayeron heladas, en el mes de noviembre de 1724, durante doce días continuados; el agua de las pilas amaneció congelada en Quito, y hasta la hierba de los campos, quemada por el hielo, se redujo a paja seca, que fue arrebatada por los vientos; de un fenómeno semejante no había memoria en los tiempos antiguos. Hacía más de quince años ha que en las sementeras de trigo se había presentado la epidemia llamada del polvillo, que reducía a ceniza negra el grano, apenas comenzaban a madurar las espigas. Sitios y aun comarcas enteras, en las que antes se producía abundantemente el trigo, quedaron estériles; en las pendientes y laderas, deslavazada la tierra vegetal, dieron los arados en cangagua, donde, como es sabido, no nace ni hierba. A la escasez de las cosechas sucedió el hambre; y, como consecuencia del hambre, las enfermedades y la muerte, sobre todo de la gente pobre. Las heladas fueron tan desoladoras, que secaron hasta los cañaverales de caña de azúcar, cayendo en los valles calientes, donde no había memoria de que hubiesen caído heladas jamás.

El comercio llegó a la mayor postración y decadencia; a fines del siglo decimoséptimo, se contaban en Quito como cuatrocientas tiendas de mercaderías; en 1724 apenas había sesenta, y las otras estaban desocupadas; antes el arrendamiento de una tienda de comercio, cuando menos, era de ochenta pesos; después el precio mayor no pasaba de doce; el valor de las casas y de los fundos rústicos disminuyó tanto que, cuando   -47-   se ponían a la venta, no había quien ofreciera por ellos ni la mitad de la suma en que habían sido comprados; y aun ese corto precio no era posible pagarlo de contado, tan completa era la falta de dinero. Cuando el comercio gozaba de prosperidad, se calculaba en dos millones de pesos la cantidad que entraba en circulación en Quito y sus provincias, en cada armada de galeones; después, para las transacciones del casi extinguido comercio eran suficientes de cincuenta a cien mil pesos; a proporción rebajaron todas las rentas de la Hacienda Real; la de la Bula de Cruzada, de cuarenta mil quedó apenas en dos mil; otras rentas desaparecieron del todo, como la de los oficios o empleos vendibles, porque no hubo quien quisiera comprarlos en propiedad. ¡Jamás la colonia había llegado a un extremo tan espantoso de pobreza y de miseria!

Púsose de manifiesto semejante pobreza con motivo de los litigios y remates, originados del pago de censos; no había casa en la ciudad ni hacienda en el campo que no estuviera gravada con algún censo; mas, con la diminución de precio de los bienes raíces, resultó que varias casas y haciendas no valían ni siquiera el capital acensuado; en otras los productos no alcanzaban a cubrir el rédito anual del censo y hubo propietarios que abandonaron sus haciendas, para que los censualistas dispusieran de ellas. La tasa del censo era entonces el cinco por ciento del capital acensuado.

La sinceridad con que rendimos culto a la verdad histórica nos obliga a confesar que, en varias ocasiones, los cobradores de réditos censuales   -48-   abusaron del derecho de inmunidad eclesiástica para afligir a los deudores. Fue adjudicada al hospital una casa, por los censos que el propietario no había podido pagar; echó llave el dueño a su casa y se ocultó; mas los betlemitas se apoderaron de la casa con el mayor escándalo. Dos frailes, a las diez del día, escalaron las ventanas, descerrajaron las puertas e hicieron que el juez y el escribano cumplieran la ceremonia de darles posesión. Después, armados de armas de fuego, se estuvieron algunos días instalados en la casa, haciendo por la noche disparos al menor ruido que oían en la calle. El Alcalde entró una noche a la casa, para rondarla; sorprendió algo sospechoso contra la moral de uno de los frailes, y, aunque se condujo con reserva y comedimiento, fue excomulgado y puesto en tablillas por el Vicario General del obispo Romero, pretextando que en altas horas de la noche había violado la inmunidad de una casa de religiosos; ¡tanto abuso se hacía, por desgracia, en aquellos tiempos de las excomuniones y censuras!

Otros cobradores de censos, saliendo a los caminos públicos, sorprendían a los mayordomos y peones de los deudores, y les quitaban las bestias de carga, las herramientas de trabajo, los bueyes de labranza, y dejaban las haciendas desaperadas, ocasionando, de este modo, grave quebranto a la atrasada agricultura colonial.

Otra de las causas que contribuían muy mucho al empobrecimiento de Quito era la extracción anual de 42.375 pesos, que se remitían de esta ciudad a las de Cartagena y Santa Marta, para sostener la guarnición militar de aquellos   -49-   dos puertos. Hubo años, como el de 1734, en los cuales, para poder pagar el situado, se suspendieron los salarios del Presidente, de los oidores y de todos los demás funcionarios públicos.

En la carnicería quedaba abandonada la poca carne de las cabezas de ganado que se derribaban para el abasto de la ciudad, porque la mayor parte de los vecinos carecían de dinero para comprarla, y hubo varios padres de familia que ofrecieron prendas para llevar carne a sus casas, pues la escasez de dinero puso al pueblo en la necesidad de cambiar unos objetos por otros. Mas ¿de dónde venía tanta escasez? ¿Cuáles eran las causas de semejante pobreza? Procuremos explicarlas. Como consecuencia de la mala alimentación y de los cambios bruscos de temperatura en la atmósfera, cundieron varias enfermedades que dejaron desolados los pueblos de indios; las casas quedaron desiertas en algunos puntos, porque sus moradores las abandonaron, huyendo de la hambre y de los cobradores de tributos; faltas de trabajadores, las haciendas casi no rindieron frutos, y la fuga de los indios causó la ruina de los pocos obrajes que todavía se conservaban en pie, a pesar de las contradicciones que la marcha de los tiempos había suscitado necesariamente contra la única industria que existía en estas empobrecidas provincias. Ya no se fabricaban tejidos de lana en la misma cantidad que antes, y el comercio de exportación estaba reducido a una corta porción de bayetas, que se llevaban a Lima, donde ya no se vendían con el mismo aprecio que en otros tiempos. El comercio de contrabando   -50-   echó por tierra los obrajes de Quito, con la introducción crecida de paños, lienzos y toda clase de géneros extranjeros. Autorizado el comercio extranjero con el Perú por el cabo de Hornos, la ruina de la industria fabril en nuestras ciudades fue irremediable.

Los comerciantes, antiguamente, llevaban tejidos a las remotas provincias del Perú y del Nuevo Reino de Granada; pero en muchas de ellas o se establecieron también fábricas de tejidos semejantes, o se proveyeron mediante la copiosa introducción de artículos extranjeros, que hacía furtivamente en toda la América española el comercio de contrabando. La moneda llegó, pues, a agotarse casi completamente en Quito; los comerciantes sacaron cuanta pudieron, y la llevaron para sus transacciones mercantiles, tanto en Lima como en Portovelo y Cartagena; fue necesario satisfacer, en dinero al contado, el precio de las tierras y haciendas, cuyos títulos de propiedad no estaban muy arreglados a las prescripciones legales, y por esta composición de tierras la sola ciudad de Quito con las cinco leguas a la redonda erogó la suma de cuarenta mil pesos; aún no se había satisfecho esta cantidad, cuando el rey Felipe quinto exigió un donativo gracioso a todos los vecinos, y dispuso que el Obispo y todo el estado eclesiástico principiara a pagar la contribución de los dos millones de ducados que, por cuenta y riesgo de los contribuyentes, debían entregar en Madrid los obispados comprendidos en los virreinatos de México y del Perú, según la parte que a cada uno le correspondiera. Esta contribución fue aprobada   -51-   por el papa Clemente undécimo, a solicitud del Rey de España16.

Para remediar una situación tan alarmante, el Cabildo civil de Quito discurrió varias medidas, como la de pedir que se permitiera la circulación de la plata en bruto y la acuñación de un millón de pesos, en moneda de vellón, con peso y ley especiales, para que circulara solamente en el distrito de la Audiencia. La opinión entonces dominante en todas partes de que la riqueza consistía en la abundancia de moneda en circulación, sugería al Ayuntamiento de Quito esas medidas económicas, las cuales habrían empeorado la condición del pueblo, en vez de aliviarla. En efecto, la riqueza debía resultar no del aumento de moneda, sino de la mejora de la agricultura y de la prosperidad del comercio y de la industria; pero ¿cómo podía mejorar la agricultura, faltando brazos que cultivaran la tierra? ¿Podría prosperar el comercio, cuando estas provincias no tenían producciones que exportar al mercado de otros pueblos? ¿Qué clase de industria podía sostenerse aquí, con la introducción de géneros ingleses y franceses, de que la presidencia estaba llena, mediante el contrabando, y el comercio permitido por el Gobierno? El estado lamentable de la colonia exigía, pues, medios enérgicos y eficaces   -52-   para salir de la postración en que había caído; por desgracia, esos medios no se aplicaron y la pobreza invadió casi todas las clases sociales.

El comercio de cacao, que hubiera podido comunicar algo de vida y movimiento a las provincias del litoral, estaba entorpecido con las trabas y prohibiciones impuestas por el Gobierno de la Metrópoli; no se permitía la libre exportación del único artículo de riqueza con que contaba Guayaquil; sólo se podía vender el cacao en algunos puertos del Perú y en Panamá, pues en Centro-América y en Acapulco estaba vedado, bajo severas penas, el introducirlo. Semejante prohibición era debida a las influencias de los cosecheros de Caracas, Maracaibo y Cumaná, a quienes se había concedido el monopolio del comercio de cacao con los puertos del virreinato de México. Después del saqueo que padeció Guayaquil en 1709, envió apoderados a la Corte, para solicitar del Consejo de Indias alguna libertad en el comercio; pero las gestiones de los representantes de la ciudad no tuvieron el resultado que se deseaba. Antes de aquella época, verdaderamente funesta para Guayaquil, se cosechaban anualmente por término medio más de treinta y cuatro mil cargas de cacao; pero desde 1710 hasta 1718 apenas llegaba la cosecha a diez y ocho mil cargas por año. Cada carga tenía el peso de ochenta y una libras, y se vendía a cuatro pesos de a ocho reales; empero, desde 1719 decayó tanto el comercio del cacao, que no había quien quisiera pagar ni doce reales por una carga.

Los derechos de exportación eran dos reales por carga a la salida de Guayaquil, y tres pesos y   -53-   medio de introducción en los puertos donde era permitido expenderlo; además el comerciante pagaba el flete del navío en que llevaba el cacao. Estos navíos eran dos buques de la armada real, los únicos en que era lícito exportar el cacao.

En 1718, don José Morán de Butrón y don Francisco Tello de Arana, que eran los dos procuradores que el Cabildo de Guayaquil envió a Madrid, presentaron al Consejo de Indias una solicitud, en la cual pedían que se permitiera exportar libremente el cacao a México; aunque la solicitud de los vecinos de Guayaquil fue apoyada por el Príncipe de Santo-Bouno, Virrey del Perú, el Consejo la desatendió, y en 1722 se renovaron las prohibiciones del comercio de cacao de Guayaquil con Acapulco. Los vecinos de Guayaquil ofrecieron pagar un peso de derechos por cada cara de cacao a la salida del puerto, satisfacer cien mil pesos anuales a la Real Hacienda y construir buques para la armada real del Sur; y a pesar de estas instancias y de ofrecimientos, la prohibición fue reiterada. ¿Cómo explicar semejante procedimiento en un cuerpo como el Real Consejo de Indias formado de personas para quienes debemos suponer que el bien de las colonias no les era indiferente? Entre las colonias hispanoamericanas, por desgracia, existía cierta oculta rivalidad, por la que unas miraban con recelo la prosperidad de las otras; los comerciantes de Caracas y los propietarios de huertas de cacao en la capitanía general de Venezuela temían que el comercio libre de Guayaquil con la Nueva España les fuera perjudicial a sus intereses, y gestionaban eficazmente en Madrid para impedirlo; de   -54-   aquí las prohibiciones del Gobierno, que consideraba como peligrosa para la Real Hacienda la introducción de mercaderías prohibidas en el Perú, con los navíos de Guayaquil, a los que por ese motivo se les negaba el permiso de comerciar libremente con los puertos de Nueva España. Pero, por una contradicción inexplicable, el mismo Gobierno autorizaba a los buques mercantes extranjeros la introducción de géneros de algodón y de lana por el cabo de Hornos, con lo cual la industria fabril de las provincias de Quito no podía menos de recibir un golpe de muerte. Guayaquil solicitó además la construcción de un fuerte en la desembocadura del canal, indicando que, para llevarlo a efecto, se podría establecer algún moderado impuesto sobre la sal, y también esta solicitud fue desatendida, quedando la ciudad indefensa y el puerto expuesto a los asaltos de los corsarios. Cuando don Dionisio de Alsedo se hizo cargo del gobierno de estas provincias, el estado económico de ellas era, pues, muy lamentable, y la pobreza en Quito había llegado a tanto extremo, que hubo dueños de casas que las desentecharon, para vender las tejas y la madera, y no perecer de hambre17.

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Alsedo era activo y solícito por el bien común; en el vigor de la edad varonil, acompañado de una esposa, grave y circunspecta, su casa fue ejemplar de orden y decoro; instruido en asuntos rentísticos, no ignorante en aquellas ciencias, que hoy constituyen la profesión de ingeniatura civil, pronto para todo cuanto podía contribuir a levantar la abatida colonia, el nuevo Presidente puso mano en la reforma de antiguos e inveterados abusos, algunos de los cuales eran tanto más difíciles de extirpar, cuanto estaban sostenidos por las robustas convicciones religiosas de la época.   -56-   Uno de estos abusos era el de asilo en los templos y conventos, donde se refugiaban los criminales, huyendo de la justicia y acogiéndose a sagrado, para gozar de inmunidad. Los prelados eclesiásticos y, principalmente los religiosos franciscanos, eran muy remisos en cumplir las disposiciones canónicas en punto a la entrega de los reos a la justicia secular; antes los amparaban y defendían, empleando contra los jueces y alguaciles toda clase de medidas, hasta la violencia y los ultrajes. Alsedo conoció que el derecho de acogerse a sagrado, por el abuso que se hacia de él, se había convertido   -57-   en una verdadera impunidad para los criminales, pues los homicidios y los asesinatos se repetían con frecuencia, y quedaban impunes, porque los reos se acogían a sagrado, seguros de burlar la acción de la justicia; quiso remediar el mal que padecía la sociedad y desarraigar un abuso tan perjudicial para la moral pública, y, conociendo que el origen de semejante desorden era la inobservancia de las leyes canónicas, resolvió hacerlas guardar, sin chocar con el estado eclesiástico ni suscitar contradicciones entre las dos autoridades, con escándalo del pueblo. Reunió a los prelados eclesiásticos y a los superiores de las comunidades religiosas, conferenció con ellos y les indujo sagazmente a decidirse por la guarda de las leyes canónicas; tan eficaz fue este arbitrio, que esa misma tarde los franciscanos echaron fuera de su convento máximo tres reos, a quienes hacía mucho tiempo los tenían amparados allí. El ejemplo de lo que se había acordado en la capital entre el Presidente y los prelados fue seguido e imitado en todas las provincias.

Reinaba en la ciudad el más escandaloso desorden; nadie podía dormir seguro en su casa, pues los robos eran frecuentes; las casas se veían asaltadas por ladrones en altas horas de la noche; las puertas de las tiendas de comercio amanecían quemadas, y hasta los templos eran invadidos por salteadores; revistiose de vigor la autoridad, y los alcaldes ordinarios comenzaron a hacer justicia con severidad; un individúo asesinó una noche, de la manera más alevosa, a un canónigo, dándole de cuchilladas en su misma casa; huyó el criminal y se refugió a sagrado, metiéndose en   -58-   el convento de San Agustín, pero el Alguacil lo sacó del coro, donde se había escondido, y al tercero día fue sentenciado a la horca y ejecutado en la plaza mayor de la ciudad. ¡Cosa digna de ponderación! El pueblo mismo se amotinó y exigió que el reo fuese extraído del asilo sagrado donde se había amparado... ¡Tan cansado estaba ya de esa como impunidad de que gozaban los criminales, abusando de la sagrada inmunidad de los templos!18

Menos feliz fue Alsedo en su empresa de estorbar la introducción del contrabando, pues las mismas prohibiciones y trabas impuestas al comercio eran estímulo poderoso para introducir objetos, tanto más apetecidos cuanto era más difícil adquirirlos. Diole también grave cuidado la noticia de que dos embarcaciones pequeñas, surcando las aguas del Atrato, habían atravesado el istmo de Panamá, pasando del Atlántico al Pacífico. En 1729, una piragua de españoles, armada en guerra, salió de Portovelo, y, pretextando perseguir a un criminal prófugo, pasó a la isla de Bastimentos, donde se asoció con dos canoas grandes holandesas mercantes, y todas tres, siguiendo por el Atrato, salieron del Atlántico al Pacífico y tomaron puerto en las costas del Chocó. La noticia de este suceso alarmó al presidente Alsedo, inspirándole serios temores de que abierta esa entrada al Mar del Sur, las ciudades marítimas del Perú se viesen inundadas de mercaderías   -59-   extranjeras, introducidas por contrabando, en detrimento del comercio de la metrópoli con sus colonias. Cuando más inquieto se encontraba don Dionisio de Alsedo por estorbar el contrabando, fueron sorprendidos en Quito dos monederos falsos, hombres del pueblo, llamados Antonio Agustín Montalvo y Adriano Vargas, a quienes, el 13 de junio de 1734, se los condenó a la hoguera, y fueron quemados vivos, según lo prescribían las rigurosas leyes penales de la colonia; los cuños y sellos fueron destruidos públicamente.

Alsedo cuidó no solamente de la moralidad pública en la colonia, se esmeró también en mejorar las condiciones físicas de la ciudad, que estaba en situación ruinosa y desapacible. El terremoto de 1704 derribó gran parte de las casas de la Audiencia en la plaza mayor de Quito, y dejó todo lo restante del edificio cuarteado y amenazando ruina; el presidente Larrain hizo cuanto pudo para reparar el palacio, y Alsedo concluyó la fábrica; por aquel mismo tiempo se levantó el gran arco de la Reina, en la esquina del Hospital, y el no menos sólido y costoso de Santo Domingo sobre la ancha calle de la Loma, para ensanchar la capilla del Rosario. Estas dos fueron obras religiosas, y se debieron a la devoción de los quiteños; la reparación de las calles y de los puentes que cubren las quebradas que atraviesan la ciudad, se llevó a cabo por el celo que desplegaba el Presidente en todo cuanto se hallaba relacionado con el bien público.

El puente de la calle de Manosalvas se conservaba en mal estado; y el de la calle real, que   -60-   une el barrio de San Francisco con el de la Merced, había desaparecido, quedando en tiempo de lluvias incomunicada la una parte de la ciudad con la otra; ese puente lo construyeron los conquistadores, y se arruinó el año de 1714, sin que en más de diez años se intentara siquiera la reposición de una obra no sólo útil sino indispensable para la ciudad; la acción de las aguas, carcomiendo las peñas, por ambos lados, había agrandado el cauce de la quebrada, y en la parte más estrecha unos cuantos palos mal acomodados suplían la falta de puente; mas sucedía que se caían muchos de los que se aventuraban a pasar por ahí en la oscuridad de la noche. Alsedo acometió la reconstrucción del puente con grande empeño; él mismo trazó el plano y dirigió personalmente la obra, asistiendo todos los días a ella dos horas, una por la mañana, y otra por la tarde; diose principio a la fábrica el día 20 de junio de 1730, y se terminó el 20 de diciembre de 1731; contribuyeron a esta obra don Antonio García de Lemos, Alcalde ordinario de la ciudad y los curas de los pueblos cercanos a Quito. García de Lemos no sólo vigiló el trabajo, sino que dio de su propio peculio dos mil cuatrocientos ochenta y siete pesos, cuando los ochocientos, con que contribuyó el Cabildo civil de Quito, se agotaron; los curas traían por turno cuadrillas de indios de sus parroquias, y venían como a una fiesta, con música y banderillas; el trabajo comenzaba a las cinco de la mañana y concluía al medio día. A don Dionisio de Alsedo se le debe también el primer plano o vista de Quito; hízose con colores, bajo la dirección del mismo Presidente,   -61-   y se conserva inédito hasta ahora en el riquísimo archivo de Indias en Sevilla.

Llevose a cabo mediante la activa administración de Alsedo la reducción y sometimiento de los negros cimarrones, que infestaban los caminos en el valle del Patía; y, si los recursos de la provincia no hubieran sido en aquella época tan exiguos, habría dado cima a la construcción de un puente sólido sobre el caudaloso Guáitara, obra en la que puso también la mano19.

Alsedo era discreto, y en asuntos religiosos hasta escrupuloso. Procedió con reserva y cordura en sus relaciones con el obispo Gómez Frías el corto espacio de seis meses que vivió el Prelado, en el primer año del gobierno de Alsedo; supo éste que su antecesor Larrain había tenido algunas desavenencias con el señor Gómez Frías, a causa de que, en las ternas para los curatos, elegía al segundo o al tercero, posponiendo al primero; para semejante procedimiento fundábase Larrain en la influencia con que había llegado a dominar al Obispo el oidor don Simón de Ribera, joven esclavo de sus pasiones y nada temeroso de Dios. Enfadado el Obispo con el Presidente, puso en práctica el arbitrio de no celebrar concurso, haciendo servir los curatos por   -62-   párrocos interinos, cosa que fue reprobada por el Consejo de Indias como un atentado contra el derecho del real patronato. Don Dionisio de Alsedo, deseoso de proceder rectamente, tomó por guía y consejero en estos asuntos al padre Juan Francisco Rizio, jesuita, nativo de la isla de Malta, varón prudente y circunspecto; exigiole juramento de guardar profundo secreto y de darle informes conducentes al mejor acierto en la elección de los sacerdotes que le presentara el Obispo para curas de los pueblos de la diócesis. El Presidente le advirtió al jesuita que sus informes serían elevados al Consejo, en caso de que el Obispo se quejara, diciendo que se escogía a los segundos o terceros, posponiendo a los que ocupaban el primer lugar en la terna. Mas la muerte del ilustrísimo señor Gómez cambió completamente la situación, algún tanto difícil, en que se iban poniendo las relaciones entre las dos autoridades. Había en el anciano Obispo sencillez candorosa y nativa bondad de corazón, prendas de las cuales, no sin motivo, se temía que abusara un hombre como el oidor Ribera, depositario de la confianza del Prelado, a cuya mesa comía y con quien estaba a toda hora.

El señor Gómez Frías era uno de aquellos obispos en quienes se encuentran a la vez virtudes excelentes y defectos miserables, que empañan el lustre de aquéllas. Largo en dar limosnas, todos los años, tanto en la pascua de Navidad, como en la de Resurrección, distribuía gruesas cantidades entre familias vergonzantes, y no dejaba pasar semana sin hacer socorros a los pobres; esta práctica la guardó religiosamente en   -63-   Popayán y en Quito; gastó buena parte de sus rentas en la conversión de las tribus salvajes de los andaquíes; y cuando una epidemia de fiebre y tabardillo afligió a Popayán, el Obispo repartió sin medida alimentos y medicinas a los enfermos; para esto hizo en su palacio un acopio considerable de pan, carne, arroz, azúcar y medicamentos, que se regalaban a todos los que se presentaban a pedirlos, llevando las boletas, que en blanco había cuidado de distribuir anticipadamente el Obispo entre los eclesiásticos de la ciudad. El cura y los demás sacerdotes daban una de aquellas boletas, y los favorecidos con ellas acudían al palacio episcopal a pedir lo que necesitaban. Pero este mismo Obispo, en Quito, exigía exorbitantes derechos en su tribunal eclesiástico; reclamaba la quinta parte de los bienes de los testadores, para misas y sufragios, aunque dejaran hijos y parientes pobres; mantenía perros bravos en su palacio, donde, por lo mismo, nadie podía entrar con libertad y confianza, y, por fin, negaba la sepultura al cadáver de un sacerdote, y excomulgaba a sus albaceas, porque no consignaban la cuarta parte de los bienes del muerto en la colecturía eclesiástica, ¡cosa inaudita y sin ejemplar en esta ciudad!

Tuvo también el señor Gómez Frías algunos altercados con su Cabildo eclesiástico; separó del cargo de Vicario General a don Pedro de Zumárraga, que había sido ascendido a la dignidad de Deán del capítulo; tomó a desaire la separación el resentido eclesiástico y rompió la armonía con su Prelado; el último año de su vida se abstuvo éste de concurrir a las funciones de la Catedral,   -64-   recelando no ser recibido con la reverencia y miramientos debidos a su sagrada dignidad. Murió el Provisor, y los canónigos, desabridos con el Obispo, no quisieron asistir a los funerales ni permitieron que se doblara en la Catedral. Así estaban los ánimos reacios a la concordia, cuando la muerte casi repentina, del Obispo puso término a la situación.

El día viernes, 19 de agosto de 1729, estuvo sano el ilustrísimo señor Gómez Frías; el sábado, al amanecer, se sintió indispuesto, y, por consejo de los médicos, pasó todo aquel día acostado en cama; su enfermedad no inspiraba cuidado; el domingo, 21, a las ocho de la mañana le visitaron los facultativos, mandaron sangrarlo del brazo derecho, examinaron la sangre y le intimaron que, sin pérdida de tiempo, recibiera los últimos sacramentos. En efecto, a las diez se le administró solemnemente el sagrado Viático y la Extremaunción, y a las once y cuarto expiró. Un fallecimiento tan inesperado causó honda impresión de sorpresa en la ciudad; el señor Gómez Frías era respetado por el pueblo, y su muerte fue ocasión para que se conocieran las limosnas, que había repartido en secreto20.

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Aquel mismo día, y a la misma hora en que se difundía por la ciudad la triste e inesperada noticia de la muerte del Obispo, entraba en Quito con doña María de Bejarano, su esposa, el presidente Alsedo, regresando de Riobamba, a donde salió a encontrarla. Doña María Luisa de Bejarano y Saavedra era natural de Sevilla, casó con Alsedo en Cartagena, y, cuando éste hizo viaje a España para representar al Consulado de comercio de Lima, se quedó en esa ciudad, hospedada en el monasterio de las clarisas, donde permaneció hasta que vino a acompañar a su esposo en Quito. Cuando don Dionisio de Alsedo llegó a Quito para gobernar estas provincias como Presidente de la Audiencia, no tenía más que una hija, la cual era todavía niña de pocos años de edad; aquí en esta ciudad le nacieron seis hijos, de los cuales vivieron solamente tres, Ramón, Antonio y Andrea; el más célebre de ellos fue Antonio, muy conocido en la república de las letras por su Diccionario geográfico e histórico de las Indias occidentales o América. Antonio de Alsedo tenía apenas dos años de edad, cuando, el año de 1737, terminado el período de la presidencia, regresó su padre otra vez a España21.



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III

Desde la muerte del señor Gómez Frías hasta la venida del ilustrísimo señor Paredes y Armendáriz, hubo una larga vacante. El 23 de agosto, los canónigos, con notable concordia, eligieron para Vicario Capitular al deán Zumárraga, a cuyas manos volvió la jurisdicción eclesiástica; el Deán estaba ya anciano, y el hielo de los años   -67-   había apagado en él completamente el ardor de su carácter; su gobierno fue tan prudente, que el presidente Alsedo escribió al Rey pidiéndole que presentara al doctor Zumárraga para Obispo de Quito. La recomendación del Presidente no fue atendida; y, el 10 de noviembre de 1734, Felipe quinto presentó para Obispo de la ciudad de San Francisco de Quito al ilustrísimo señor don Antonio de Escandón, entonces Obispo de la Concepción en Chile. El señor Escandón,   -68-   el 31 de mayo de 1731, otorgó su poder al mismo señor deán don Pedro de Zumárraga, para que, en su nombre, tomara el gobierno del obispado; diéronselo, en efecto, los canónigos el 18 de agosto de 1731; pero el Obispo ni recibió las bulas que lo instituían Prelado de esta diócesis, ni vino a esta ciudad, porque antes de que el Papa lo preconizara en Roma, trasladándolo de la sede de la Concepción de Chile a esta de Quito, el mismo rey Felipe quinto lo presentó para el arzobispado de Lima. En rigor no puede, pues, contarse al señor Escandón en la serie de los obispos de Quito, porque no fue instituido por la Santa Sede ni menos tomó posesión del obispado; lo único que tuvo en esta diócesis fue la jurisdicción eclesiástica, que, obedeciendo a la cédula de ruego y encargo, le trasmitió el Cabildo en sede vacante, y que el Obispo devolvió al Cabildo el mismo día22.

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El señor doctor don Francisco Antonio Escandón era español, clérigo regular teatino del instituto de San Cayetano; enseñó con aplauso Teología dogmática en su convento de Madrid, fue consagrado Obispo de Ampurias, y después instituido de la Concepción de Chile; en esa ciudad estaba el año de 1730, cuando, a consecuencia de un terremoto, se vio en peligro de perder la vida; la ciudad fue dos veces invadida por las olas del mar, y los estragos de la catástrofe dieron ocasión al Prelado para que ejercitara su caridad, repartiendo limosnas entre los necesitados.   -70-   En Lima consagró al ilustrísimo señor Paredes, Obispo electo de Quito, de cuyas manos recibió la imposición del palio que lo constituyó metropolitano de la provincia eclesiástica del Perú. El obispado de Quito estuvo vacante hasta el año de 1734, en que vino el señor Paredes, que fue propiamente el decimosexto Obispo de esta ciudad.

Era el señor Paredes el primer alumno que del, por tantos títulos ilustre, Seminario de San Luis de Quito, ascendía a la dignidad episcopal; sus padres fueron el doctor don Andrés Paredes y Polanco, y la señora doña Catalina de Armendáriz;   -71-   nació en Lima y vino a Quito siendo todavía niño, cuando su padre obtuvo el cargo de Fiscal de la Audiencia de esta ciudad; estudió Gramática latina en el colegio Seminario de San Luis y terminó sus estudios en la Universidad de San Marcos y en el colegio de San Martín de Lima, a donde regresó su madre después de la muerte del padre de nuestro Obispo, acaecida en esta ciudad; la viuda procuró dar a sus hijos una educación esmerada, cual correspondía a su clase, pues, tanto ella como su esposo, eran nativos de Lima y pertenecían a lo más noble de la   -72-   capital del virreinato. El ilustrísimo señor Paredes fue canónigo en aquella iglesia metropolitana, y estuvo presentado para Obispo de la Concepción de Chile; mas, antes de que en Roma se le expidieran las bulas, fue designado para Quito; consagrose en Lima, el 25 de enero de 1734; y el 22 de diciembre de aquel mismo año, hizo su entrada solemne en esta ciudad, a las doce del día; el 24 por la noche asistió al coro con los canónigos al canto de los maitines del Nacimiento de Nuestro Señor. El mismo señor Zumárraga fue quien recibió poderes del nuevo Obispo para tomar la posesión canónica del obispado, con la presentación de las bulas de Su Santidad y la cédula real, ante el Cabildo eclesiástico el 22 de junio; el Obispo tocó en la Puná el 28 de septiembre, pero tardó tres meses en llegar a Quito, porque vino administrando el Sacramento de la Confirmación y practicando la visita pastoral en todos los pueblos del tránsito. Gran regocijo hubo en toda la diócesis con la venida del ilustrísimo señor Paredes, quien, con la muy bien merecida fama de su mansedumbre y caridad, se tenía cautivados los corazones de sus feligreses aun antes de principiar a gobernarlos. En efecto, en este varón, verdaderamente endiosado, vio Quito volver a resplandecer las no comunes virtudes que nuestros mayores admiraron en el apostólico señor Solís23.

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Poco después de la llegada del ilustrísimo señor Paredes a esta ciudad, sucedió un acaecimiento al parecer de ninguna importancia, pero en realidad de suma trascendencia social en la colonia; ahora en nuestros días, ese acaecimiento casi privado no tendría trascendencia ninguna en la sociedad; a mediados del siglo decimoctavo la tuvo, y muy significativa, pues fue como la primera chispa que estalló de repente para producir (atizada lentamente por las condiciones de los tiempos) el grande incendio de la guerra colombiana, que dio, al fin, como resultado histórico nuestra completa emancipación política de España. Esa chispa salió de una casa religiosa, del Colegio máximo de los jesuitas de Quito, y la hizo brotar la poca discreción de un Visitador, que por aquella época vino a poner remedio a ciertos disturbios interiores que agitaron a los jesuitas de esta provincia. Tomemos las cosas desde su principio, y démoslas a conocer en cuanto influyeron en la manera de ser de los quiteños y demás colonos de aquel tiempo.

En 1734, año a que hemos llegado con nuestra narración, las casas de los jesuitas se habían aumentado; hacía como diez años ha que se había fundado un colegio más, el de Loja, y estaba ya definitivamente organizada la provincia de Quito,   -74-   con entera separación de la del Nuevo Reino de Granada. Componían la provincia de Quito el Colegio máximo de San Ignacio de esta ciudad, el Seminario de San Luis, el noviciado de la Latacunga, los colegios de Ibarra, Riobamba, Cuenca, Guayaquil y Loja y las Misiones de Mainas y el Marañón; pertenecían también a la provincia de Quito los colegios de Panamá, Popayán y Pasto. Fundose el colegio de Loja el año de 1727, con cincuenta y dos mil pesos de fondos, que, para aquel objeto, legaron don José Fausto de La Cueva y don Francisco Rodríguez, ambos lojanos; el primero Deán de la Catedral de Quito, y el segundo cura párroco del pueblo de Tigzán en el corregimiento de Alausí.

El instituto de los jesuitas, vigorosamente organizado, no reconoce capítulos provinciales, ni admite elecciones en que tengan parte los mismos súbditos, por graves y autorizados que éstos sean. Gobernaba entonces como Provincial el padre Pedro Campos, a quien ya hemos dado a conocer anteriormente. Llegó el tiempo de hacer la elección de rector del Colegio de Quito; recibida la carta del General, reunió el padre Campos la consulta de la casa; y, de acuerdo con los consultores (no sabemos por qué motivo ni con qué fundamentos), en vez de reconocer por Rector al padre Ignacio Hormaegui, que ocupaba el primer lugar en la terna enviada por el General, interpretando la voluntad de éste, declaró elegido al padre Marcos Escorza, que venía propuesto en segundo lugar. El padre Escorza no tuvo escrúpulo de hacerse cargo del rectorado. Esto acontecía en el Colegio, y   -75-   no había salido del seno de la comunidad, que continuaba obedeciendo tranquila.

Sin embargo, no faltó quien le comunicara al presidente Alsedo, punto por punto, cuanto en el Colegio de los jesuitas había pasado; don Dionisio era no sólo amigo, sino compadre del padre Hormaegui, el cual a la sazón se hallaba en Pasto, a donde Alsedo le escribió dándole noticia de lo que en contra suya habían hecho el Provincial y los consultores. Aprecio y amistad ofuscaron al Presidente, y le trocaron de prudente en rencilloso, y de amigo de la paz en fautor de discordias. Alsedo tenía ojeriza al oidor Ribera, y nunca pudo sentir simpatía para con el padre Campos, de quien le constaba que había sido confidente de aquel turbulento letrado.

Resentido el padre Hormaegui, se dirigió a Roma, quejándose al General y dándole cuenta de lo hecho en Quito; y, como comprobante, le remitió la autorizada carta del Presidente de la Audiencia. El padre Francisco Retz, entonces General de la Compañía, determinó enviar un Visitador a la provincia de Quito, y eligió al padre Andrés de Zárate; obtenido el permiso del Consejo de Indias y expedida la licencia del Rey, por una cédula fechada el 15 de abril de 1734 en Buenretiro, se hizo a la vela el Visitador, embarcándose en Cádiz a fines de mayo. El padre Zárate era vascongado, natural de Murua, en la provincia de Álava y obispado de Calahorra; traía por compañero a un hermano lego o coadjutor temporal, llamado José Mugarza, también vizcaíno de nacimiento, pues era de Elgoibar, pueblecito en la provincia de Guipúzcoa.

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Llegó a Quito el Visitador; y, como venía con orden expresa de castigar al Provincial y a sus cómplices, depuso luego del rectorado al padre Escorza, y, con energía y crudeza, sin dar oídos a explicaciones ni excusas, nombró de Rector al padre Hormaegui, y mandó salir desterrado al Provincial, al padre Escorza y a los cuatro consultores. Eran éstos los padres Juan Bautista Mújica, Andrés Cobos, Florencio Santos y Miguel Salazar. Los desterrados obedecieron dócilmente; y cada uno de ellos tomó el camino, con dirección al punto que le fue señalado.

Una medida tan justa, parece que debió haber pasado si no desadvertida, por lo menos tolerada en Quito; sin embargo, los quiteños de entonces no tenían más pábulo para su carácter inquieto y espíritu descontentadizo, que los negocios de los conventos y las ocurrencias de las comunidades religiosas; los seis jesuitas castigados eran de los más graves y beneméritos y gozaban de aprecio y consideraciones en la ciudad, por su saber y morigeradas costumbres; como oradores, se habían granjeado admiración y aplauso universales, y acababan de merecer la gratitud de la población entera con los sermones y pláticas de la última cuaresma, en la que, estimulados por el Obispo, habían dado misiones en la Catedral; varios de ellos habían sido profesores en el Colegio y en la Universidad, y contaban con numerosos discípulos entre lo más granado de los vecinos de Quito. Exaltose la población contra el Visitador; de su conducta se murmuraba en todas partes, y su rigor era públicamente calificado de injusto; en el momento de la mayor exaltación   -77-   de los vecinos, se determinó celebrar una asamblea pública, o Cabildo abierto, como se decía entonces, para defender a los padres; pero, calmados los ánimos, se resolvió que el Cabildo civil se dirigiera al Real Consejo de Indias y al Padre General de la Compañía, y representara en favor de los jesuitas desterrados. En efecto, el Ayuntamiento se preparaba a poner por obra los deseos de la ciudad, cuando una grave indiscreción del padre Hormaegui fue causa de que el asunto cambiara de aspecto y tomara dimensiones inesperadas.

Un día, lunes después del Domingo de la Pascua del Espíritu Santo, estaba don Juan José de Mena en casa de don Fernando García Aguado; Mena era Alcalde primero civil ordinario; García Aguado, Tesorero de la Real Hacienda; el Alcalde hacía a su amigo, el Tesorero, la visita de etiqueta en aquel día, que, por ser el segundo de Pascua, era de fiesta en aquella época; los negros, esclavos del Alcalde, aguardaban a su amo en la puerta de la calle, y el quitasol, plegado, anunciaba que en la casa había entrado persona de autoridad. Estando departiendo agradablemente los dos amigos, entró el padre Hormaegui, y desde la salutación dio muestras de la inquina que alimentaba contra el Alcalde, cuya amistad con el padre Escorza era muy conocida; no se descompuso Mena; antes, con noble dignidad y cortesanía propia de caballero, contestó a los insultos que el jesuita le dirigió; ni la presencia de la esposa del Tesorero fue parte para que el religioso se moderara, y de las alusiones pasó a las sátiras, y de éstas a los donaires, hasta hacer burla de la   -78-   estatura del Alcalde, quien, al decir del padre, ni tallo tenía para ser Alcalde. En efecto, don Juan José de Mena era enjuto de carnes y muy pequeño de cuerpo.

El Ayuntamiento de Quito se juzgó ofendido en la persona del Alcalde, y determinó que una diputación, compuesta de algunos de sus miembros, exigiera del Visitador de los jesuitas una satisfacción por el ultraje que contra la autoridad civil había cometido el Rector; los comisionados fueron al Colegio; recibiolos el padre Zárate con cierta fría etiqueta; oyó con desagrado la queja del Cabildo; recriminó la conducta de los miembros del Ayuntamiento y justificó el proceder del padre Hormaegui; el Visitador hacía hincapié en los informes que el Cabildo había preparado en defensa de los jesuitas desterrados, y los calificaba de atentado contra su autoridad, y de embarazos puestos a su gobierno; en vano procuraban los comisionados dar explicaciones de la conducta del Cabildo, el Visitador no prestaba oídos a ellas; antes, irguiéndose, añadió, con énfasis, que, para defender su autoridad, ¡estaba resuelto a derramar hasta la última gota de su sangre! Oyendo semejante protesta, le respondieron, con sorna, los comisionados: ¡Ese caso no llegará, porque ni nosotros somos herejes, ni Vuesa Paternidad se halla entre judíos!; y diciendo esto se despidieron.

Frisaba el padre Zárate en los cincuenta años; alto de cuerpo, ojos algo azules, cabello entrecano, frente espaciosa; su aspecto era noble e inspiraba respeto. Mas, por desgracia, ni su ingenio ni su corazón eran a propósito para desempeñar   -79-   cumplidamente el cargo que el superior General le había confiado; todo el secreto del acierto lo libraba en el rigor de la autoridad. El Cabildo civil se previno contra los dos padres, y se consideró injuriado; en represalia determinó que desde esa fecha el Ayuntamiento no concurriría a ninguna fiesta religiosa en el templo de la Compañía, ni asistiría a ninguna función literaria en que tuviesen parte los jesuitas. Por un momento parecía que todo quedaba olvidado, que tornaba a reinar la buena armonía entre los jesuitas y el Cabildo, pues el presidente Alsedo indujo al padre Hormaegui a que diera satisfacción a los miembros del Cabildo; pero ni la acción del padre era espontánea, ni con ella se enmendaba la falta de atención y comedimiento del Visitador contra el Cabildo, en la persona de sus comisionados. Los ánimos quedaron, pues, enconados, y desaires se correspondieron con desaires; hubo conclusiones públicas de Teología dedicadas por el padre Zárate al rey don Felipe quinto, a nombre de los jesuitas reunidos en congregación provincial; y el Cabildo no concurrió a ellas, a pesar de la orden que de asistir le fue notificada de parte de la Audiencia; acudieron a las conclusiones el tribunal de la Audiencia, los colegios, las corporaciones religiosas, el Cabildo eclesiástico y el Obispo, menos el Cabildo civil. ¡Dedicar conclusiones de Teología a Su Majestad!, decían en Quito; cosa tan común, tan de todos los días, no es sino para tender lazos al Cabildo y humillarlo, haciéndole asistir a ellas, no obstante sus protestas, o acusarlo de desleal para con el Soberano, si acaso no concurre a las conclusiones.   -80-   Celebrose la fiesta de San Ignacio de Loyola; asistió a ella el presidente Alsedo, acompañado de los oidores, y se echó de menos aquel día al Cabildo civil, que no concurrió, sin embargo de haber sido invitado. Esto sucedía en los meses de mayo, junio y julio de 1735.

A principios del año siguiente, el fuego que se creía ya casi apagado por completo, volvió a encenderse de nuevo y abrasar los ánimos divididos; el padre Escorza, que estaba en Popayán, fugó del colegio de la Compañía y se refugió en el convento de los franciscanos; los jesuitas intentaron sacarlo; intervino el Obispo en defensa de la inmunidad del asilo sagrado a que el padre se había acogido, y hubo grandes alborotos en la ciudad. El Cabildo civil de Popayán patrocinó al perseguido padre y dirigió al de Quito una carta, en la cual le estimulaba a continuar favoreciendo a los jesuitas hostilizados por el Visitador. El padre Escorza decía que había fugado para no morir en la prisión en que los superiores querían encerrarlo; los precedentes honorables del padre, el estado de su salud, débil y enfermiza, y, sobre todo, su condición de perseguido, convirtió a su favor las voluntades de los vecinos de Popayán, lastimados de verlo padecer.

Entretanto, el padre Zárate y el padre Hormaegui hacían, por su parte, cuanto podían para que los informes que preparaba el Cabildo civil de Quito no fueran bien aceptados en la Corte; pusieron en juego toda la influencia de los superiores de los colegios de la Compañía, que entonces era poderosa, y alcanzaron del Gobierno resoluciones adversas al Ayuntamiento. Aún hicieron   -81-   mucho más: trabajaron aquí para que, en las elecciones de enero de 1736, el Cabildo de Quito eligiera por alcaldes ordinarios a ciertos caballeros, de quienes tenían seguridad moral que les habían de ser en todo favorables; el Cabildo reeligió a los mismos que habían tenido aquel cargo el año anterior; pero el Virrey de Lima anuló la elección. Todas estas medidas y las que tomó el presidente Alsedo para favorecer decididamente a su amigo el padre Hormaegui, la conducta poco modesta de este jesuita, y la inoportuna terquedad del inurbano Visitador, de tal manera irritaron a los quiteños, que los desacuerdos entre el padre Andrés de Zárate y los miembros del Ayuntamiento de Quito llegaron a ser división entre españoles y criollos, y rompimiento entre europeos y americanos. En efecto, los quiteños cayeron en la cuenta de que los españoles oprimían a los criollos; advirtieron que los europeos consideraban a los americanos como si fueran hombres de otra especie inferior, cuyo destino fuese el de servirlos y estarles sujetos; y aquella malquerencia sorda, que ya desde tiempos atrás venía fermentando secretamente en el pecho de los criollos, se manifestó al descubierto en amargas censuras, en murmuraciones y en críticas contra los españoles; la ciudad misma se encontró fraccionada en bandos, tanto más irreconciliables cuanto el odio que los dividía era engendrado por el amor a la tierra del propio nacimiento24.

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Don Dionisio de Alsedo terminó el período de su presidencia en diciembre de aquel mismo año de 1736; el padre Zárate regresó a España, recorriendo antes los territorios del Amazonas para visitar las misiones que los jesuitas sostenían en la banda oriental. Alsedo dejaba la presidencia abriendo, sin advertirlo y probablemente también sin quererlo, un abismo de separación   -83-   entre los españoles y los americanos; el resentimiento, el odio estaban amortiguados pero no destruidos, y ya desde entonces nuestros mayores comenzaron a reflexionar que las colonias podían ser mejor gobernadas; y de un acontecimiento de suyo tan poco importante, brotó la idea de la emancipación, que como savia vigorosa principió a cundir calladamente por todo el   -84-   cuerpo social. La comunidad de jesuitas se mantuvo quieta, guardando prudente reserva, mientras el Rector del Colegio y el Visitador de la provincia contendían con los alcaldes ordinarios y los demás miembros del Ayuntamiento, pero ¿sospecharían siquiera los dos jesuitas cuán trascendentales consecuencias iba a tener su falta de prudencia y de cordura?...





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