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ArribaAbajoCapítulo tercero

El presidente don José de Araujo y Río


Llega a Quito el Presidente sucesor de Alsedo.- Don José de Araujo y Río vigésimo primero Presidente de Quito en tiempo de la colonia.- Divisiones, odios y discordias.- Viene al Ecuador la Expedición científica enviada por la Real Academia de las Ciencias de París.- Medida de la base en Yaruquí.- Trabajos de los académicos.- Viaje al Sur.- Observaciones astronómicas.- Erección de pirámides conmemorativas.- Disposiciones del Gobierno español.- Tumulto en Cuenca contra Seniergues.- Reflexiones necesarias.- Regreso de los académicos a Francia.- madama Godín y sus aventuras.- Don Antonio de Ulloa y el presidente Araujo.- La armada del vice-almirante inglés Anson en el Pacífico.- Ocupaciones de don Jorge Juan y de don Antonio de Ulloa.- El presidente Araujo es sometido a juicio.- Inicuo procedimiento del juez de comisión.- Notable sentencia en favor de Araujo.- Una palabra más sobre don Dionisio de Alsedo.- Muerte del presidente Araujo.



I

Todavía estaba en esta ciudad el presidente Alsedo, cuando llegó a ella su sucesor; era éste un caballero peruano, don José de Araujo y Río, Licenciado en Derecho y hombre de arregladas costumbres; entró en Quito el 29 de diciembre de 1736, y el 30 tomó posesión de la presidencia. Su antecesor había gobernado ocho años completos, y se detuvo aquí, mientras se le tomaba residencia del cargo que había desempeñado.

Difíciles eran las circunstancias en que comenzaba su período de mando don José de Araujo   -86-   y Río, vigésimo primero en la serie de los presidentes de la antigua Real Audiencia; estas provincias no habían podido mejorar todavía las condiciones de atraso, de pobreza y de miseria en que habían caído; el comercio seguía postrado, la agricultura continuaba abatida. Los negociantes se veían precisados a emprender el viaje penoso por tierra, desde Quito hasta Cartagena, cada vez que arribaba la armada de galeones; de Quito iban hasta el puerto de la Hacha, y de ahí bajaban en balandras el Magdalena hasta Cartagena; otras veces hacían el viaje por Guayaquil y Panamá a la feria de los galeones en Portovelo; en ambos casos las penalidades sufridas en el viaje y los gastos para el transporte y conducción de las mercaderías eran innumerables, lo cual recargaba incalculablemente el precio de los objetos.

El nuevo Presidente llegaba en los momentos en que ardía con más calor la división entre criollos y españoles, y era punto menos que imposible agradar a todos; el odio de los criollos contra los españoles se había exacerbado con motivo de los disgustos que acababan de suceder entre los amigos de Alsedo y los miembros del Ayuntamiento de Quito; los españoles no podían disimular el aborrecimiento que sentían contra los criollos; antes, no perdían ocasión de ostentarlo con esa jactancia tan propia del carácter castellano; aún no había, pues, llegado Araujo a esta ciudad, cuando ya en ella se le habían suscitado dificultades y puesto tropiezos a su gobierno. Don José de Araujo y Río era limeño, y, por lo mismo, en su condición de criollo traía un motivo suficiente para que don Dionisio de Alsedo,   -87-   sus amigos y parciales juzgaran desfavorablemente acerca de él. Las contradicciones principiaron en el mismo tribunal de la Audiencia, cuyos ministros estaban ligados con Alsedo con vínculos de amistad y parentesco; el oidor Llorente era compadre de Alsedo, y el Fiscal, don Juan de Balparda, no hacía mucho ha que había contraído matrimonio con la hija del Presidente cesante; por una coincidencia inesperada el Obispo y el Presidente eran criollos, ambos naturales de Lima.

En efecto, el doctor don José de Araujo y Río nació en la ciudad de Los Reyes; fueron sus padres don Francisco de Araujo y doña Cándida Río y Salazar, personas de notoria calidad y limpieza de sangre y reputadas como muy nobles en la capital del virreinato; estudió diez años en el Colegio de San Martín y recibió el grado de Licenciado en Derecho en la Universidad de San Marcos de la misma ciudad. La presidencia de Quito le fue concedida en compensación de la suma de veintidós mil pesos, con que sirvió al Rey el año de 1732, y debía gobernar por el espacio de ocho años, que era la duración ordinaria del período de mando señalado para los Presidentes de Quito, bajo el reinado de los monarcas de la casa de Borbón25.

Don José de Araujo era íntegro y naturalmente recto; amaba lo justo y tenía alta idea de   -88-   la dignidad de un magistrado; pero se encolerizaba con facilidad, y en los momentos de exaltación no siempre se contenía dentro de los límites del decoro; reñía con destemplanza, y se dejaba conocer que estaba dominado por la pasión. Para un gobernante de este carácter la presidencia fue ocasión de prolongados padecimientos; sus numerosos enemigos lo acusaron ante el Consejo de Indias, y la acusación fue aceptada, porque la apoyaba don Dionisio de Alsedo, a quien aquella respetable corporación no podía menos de dar entero crédito. Acababa recientemente de presidir en la Audiencia, había gobernado durante ocho años estas provincias, se había manifestado tan celoso por conservar y defender los intereses de la Real Hacienda, ¿no se le había de dar crédito, cuando denunciaba al Consejo que el Presidente de Quito favorecía el contrabando o introducía él mismo artículos de comercio ilícito?... Pero, antes de referir estos hechos, en los que pasiones rastreras, venganzas ruines ofuscaron la conciencia recta de hombres como Alsedo, y los impelieron a cometer faltas inexcusables, narremos acontecimientos de otra naturaleza; demos descanso al pecho, fatigado por respirar de continuo en una atmósfera moral, pesada con el recuerdo de tantos sucesos desapacibles; hace tiempo ha que en nuestra marcha al través de los tiempos no hemos encontrado esa grandeza moral que entusiasma con lo heroico de la virtud, y suele ser señal de que en la sociedad hay fortaleza y vigor; hemos venido tropezando a cada instante con el egoísmo helado, con las ambiciones descontentadizas, engendradoras de odios, de rencores,   -89-   de discordias; las ciencias han resuelto venir a nuestros territorios; su venida fue un acontecimiento pacífico, en el cual no pudo menos de interesarse todo el mundo civilizado. Contemos la historia de ese acontecimiento; la Expedición de los académicos franceses al Perú, para medir bajo el Ecuador algunos grados de meridiano, es el primer hecho por el cual la historia de nuestra colonia tiene un punto de contacto con la historia de la Real Academia de las Ciencias de París. Hasta el año de 1735, las provincias que formaban el distrito de la Audiencia de Quito pertenecían todavía al virreinato del Perú, por esto la Expedición científica, cuyo objeto era medir en el hemisferio austral, bajo el Ecuador, algunos grados de meridiano, vino al Perú, como dicen los académicos franceses que han escrito acerca de ella.

Hacía mucho tiempo ha que se discutía entre los sabios cuál era la verdadera figura de la Tierra, y se andaba discurriendo acerca del modo de calcular su magnitud; la Real Academia de las Ciencias de París se ocupaba en estudiar este problema, de cuya solución tanto provecho había de resultar no solamente para la náutica, sino también para otros ramos del saber humano; en varios puntos del territorio francés había medido ya el astrónomo Cassini algunos grados de meridiano; pero, como estas medidas se habían practicado en paralelos muy próximos, no podía deducirse de ellas una conclusión satisfactoria, y el único medio de llegar al conocimiento de la verdad era ejecutar medidas de grados de meridiano en diversas latitudes. Resolviose, pues, enviar   -90-   comisiones científicas al hemisferio austral y a las regiones polares del Norte, para que midieran grados de meridiano, a fin de comparar la magnitud del arco correspondiente a cada medida, y deducir de ahí en qué sentido era el aplanamiento del globo terrestre. Se presumía, con mucho fundamento, que la forma de nuestro planeta no era perfectamente esférica; pero no se podía determinar en qué relación estaba la desigualdad entre sus dos ejes; esta relación había de deducirse de la medida de grados de meridiano en los dos hemisferios. Acogido con entusiasmo el proyecto de la Academia, y patrocinado por el Conde de Maurepas, Ministro del rey Luis decimoquinto, no faltaba sino ponerlo en ejecución. El Gobierno español no opuso dificultad ninguna al proyecto, y solamente exigió el cumplimiento de ciertas condiciones, con las cuales ponía el honor nacional a cubierto de toda censura, y vigilaba por los intereses del comercio de la metrópoli con las colonias. Al conceder el permiso para que la comisión científica de Francia pudiera practicar sus medidas geodésicas y sus operaciones astronómicas en el territorio de la Audiencia de Quito, ordenó el Rey de España, que a los académicos franceses acompañaran dos oficiales españoles, encargados de asistir a todas las operaciones científicas como auxiliares de los académicos, y como cooperadores de ellos en la obra que se les había confiado; trazose además el derrotero que la Expedición había de seguir hasta llegar a Quito, y se dispuso que en las aduanas del tránsito fueran registrados los equipajes, para evitar la introducción de contrabando o de artículos de comercio   -91-   prohibido. En su cédula de 14 de agosto de 1734, Felipe quinto mandó a los presidentes de las Audiencias reales, gobernadores de provincias y virreyes, que favorecieran en cuanto pudieran una expedición cuyo éxito había de ser útil no sólo a la Francia, sino a los pueblos americanos, y a la misma nación española. Otra cédula expidió en San Ildefonso, el 20 de agosto de 1734, por la cual concedió a los académicos la gracia de que sacaran de las cajas reales el dinero que hubieran menester para su manutención, previa una fianza de pagarlo en Madrid; estas disposiciones honran ciertamente al monarca español.

Recibido el permiso del Real Consejo de Indias, y provistos del pasaporte del Rey de Francia, abandonaron los académicos el suelo patrio y se pusieron en camino para su laboriosa y dilatada expedición; el 16 de mayo de 1735 se embarcaron en un navío del Rey y se hicieron a la vela de la rada de la Rochelle, con rumbo a la Isla de Santo Domingo. La comisión estaba compuesta de tres académicos, Luis Godín, Pedro Bouguer y Carlos María de La Condamine; de un botánico José Jussieu, de un cirujano Juan Seniergues y de cinco ayudantes: Hugo, relojero; Verguín, ingeniero; Morainville, dibujante y Couplet y Godín Des Odonnais encargados de asistir a las operaciones, preparando el terreno y disponiendo los instrumentos. Traían además los académicos cuatro domésticos para su servicio, y venían muy bien provistos de instrumentos científicos y de un número increíble de libros. Godín era el jefe de la expedición; La Condamine   -92-   tomó de su cuenta el cargo de cuidar de los fondos de ella, y vigilar para que no faltaran los recursos necesarios26.

La Expedición hizo escala en las Antillas francesas, desde donde pasó a Cartagena; allí encontró a los dos oficiales españoles, don Jorge Juan de Santacilia y don Antonio de Ulloa; ambos tenientes de navío; de Cartagena pasaron a Portovelo, y de Portovelo a Panamá; en Panamá se embarcaron con dirección a Guayaquil, y el 9 de marzo de 1736 anclaron en Manta; La Condamine y Bouguer tomaron tierra en aquel   -93-   puerto, para principiar desde allí sus observaciones físicas y el reconocimiento de la costa; Godín y los demás compañeros de expedición continuaron para Guayaquil.

Cuando los académicos arribaron a las playas ecuatorianas, estaba gobernando éstas provincias todavía como Presidente de la Audiencia de Quito don Dionisio de Alsedo, quien dio órdenes muy oportunas a los corregidores para que acudieran a los sabios franceses con cuanto necesitaran para su comodidad y pronto transporte hasta Quito; servidos y agasajados en todos los pueblos del tránsito, llegaron, por fin, a esta ciudad el 29 de mayo de 1736, un año después que salieron de Francia. En Quito fue como día de fiesta pública el de la entrada de los académicos; saliéronles a recibir los vecinos más notables, y el Presidente les dio alojamiento en el mismo palacio de la Audiencia; Quito, ciudad hospitalaria, se tuvo por muy honrada con la presencia de tan ilustres huéspedes; los visitaron el ilustrísimo señor Paredes y el Cabildo eclesiástico; el Cabildo civil en corporación y todas las personas más honorables y distinguidas de la ciudad, disputándose todos a porfía con noble emulación el honor de obsequiarlos y servirlos; aquello fue como un culto de admiración tributado a la ciencia en la persona de los académicos27.

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Bouguer, después de practicar varias observaciones en la provincia de Manabí, pasó por tierra a Guayaquil, a fines de abril. La Condamine recorrió la provincia de Esmeraldas; y, por el río de este mismo nombre, aguas arriba, salió a Quito, por las montañas de Nono y de Calacalí. Una de las observaciones más importantes de este activo académico fue la de fijar el punto de la costa por donde pasa la línea equinoccial; reconocido el punto, lo determinó y señaló, esculpiendo   -95-   en una de las rocas del promontorio del Palmar, al Norte del cabo Pasado, una inscripción latina, con la que quiso perpetuar aquel primer acto de la Expedición. Sin embargo, nuevas observaciones, ejecutadas después con mejores instrumentos, han dado a conocer que la línea del Ecuador no pasa exactamente por el punto señalado por La Condamine28.

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El 10 de junio todos los académicos estaban ya reunidos en Quito; La Condamine se hospedó en el Colegio de los jesuitas, y por algunos días no se presentó en público, alegando que le faltaba ropa, por habérsele quedado atrasado el equipaje.

Con diligencia muy digna de loa, los académicos se consagraron al trabajo sin pérdida alguna de tiempo; recorrieron la llanura de Cayambe con el propósito de medir en ella la base necesaria para la triangulación; y habrían principiado allí sus operaciones geodésicas, si, con mejor acuerdo, no hubiesen preferido la de Yaruquí, en la cual no hay río ninguno que la corte e interrumpa el plano. Elegida la llanura de Yaruquí, se fijaron en ella dos puntos extremos para la línea de la base: uno al Norte en Caraburo, y otro al Sur en Oyambaro, y el 3 de octubre dieron principio a la medición; por medio de postes o jalones determinaron la dirección de la línea; una cuerda, templada sobre el suelo, les ayudaba para seguir colocando, con más exactitud, las perchas que servían para la medida. Los académicos se dividieron en dos compañías: Godín y don Antonio de Ulloa comenzaron la medida descendiendo en la dirección de Norte a Sur; Bouguer,   -97-   La Condamine y don Jorge Juan iban midiendo en dirección opuesta de Sur a Norte. Para que la operación fuera ejecutada con esmero, emplearon los académicos, con escrupulosidad científica, cuantas precauciones les parecieron necesarias a fin de evitar error: la toesa de hierro, traída de París y dada por la Academia como unidad de medida, era conservada a la sombra bajo una tolda de campaña, para que la acción del calor no pudiera influir sobre ella; para emparejar las perchas, no dejaban de la mano el nivel y la plomada, ajustándolas de modo que no hubiera lugar ni a fracciones mínimas en la medida total de la base. Al cabo de un mes de trabajo, el 3 de noviembre la operación estaba concluida, y los académicos regresaron a Quito, para detenerse en la ciudad mientras durara la estación de las lluvias. Pero en la compañía había un vacío: Couplet, el joven y robusto ayudante, había sucumbido en Cayambe, el 19 de septiembre, a las cuarenta y ocho horas de una violenta enfermedad. Su cadáver fue sepultado en la iglesia parroquial de Cayambe, y los académicos pusieron sobre su tumba una modesta lápida con una inscripción latina, que le sirviera de epitafio; ¡lápida e inscripción que la voracidad del tiempo no ha respetado!

Del reposo forzado, a causa de las lluvias, aprovechó Bouguer para hacer un viaje a la provincia del Carchi, inspeccionando el terreno para determinar hasta dónde podrían prolongar la medida del meridiano al otro lado del círculo del Ecuador; de esta observación del terreno se dedujo que, por el lado del Norte, no era posible prolongar la medida del meridiano sino medio grado   -98-   más allá de la línea equinoccial, y se resolvió que Mira sería el último punto de las operaciones en el hemisferio boreal. Ya por aquellos meses habían recibido los académicos la orden de que se limitaran a medir solamente algunos grados de longitud, dejando, por no ser necesaria, la medida de los grados en el círculo del Ecuador29.

Medida la base, dieron principio los académicos, el año de 1737, a las operaciones trigonométricas; establecieron señales y se distribuyeron asimismo en dos compañías, estacionándose los unos en la cordillera occidental, y los otros, al frente, en la oriental; como la amplitud de los triángulos proyectados fuese inmensa, La Condamine, Bouguer y Ulloa se vieron precisados a poner su tienda de campaña en la cumbre nevada del Pichincha, al paso que Godín y Jorge Juan se estacionaron en Pambamarca; empero, los sufrimientos que no pudieron menos de soportar en esos puntos yermos y desolados, donde los elementos se conjuran para volver imposible la vida del hombre, les hicieron comprender que era indispensable mudar de plan, y así estrecharon la extensión de los triángulos, poniendo las estaciones de observación en sitios menos incómodos. Al fin, a los tres años de continuo trabajo, midiendo   -99-   palmo a palmo una línea recta en el valle interandino, terminó la operación trigonométrica, llegando a la meseta de Tarqui, cinco leguas al Sur de la ciudad de Cuenca. Allí, en la extensa planicie de Tarqui, verificaron la medición de otra base, de la base meridional, correspondiente a la que habían medido en Yaruquí.

Las operaciones trigonométricas estaban concluidas, y se habían medido casi tres grados y medio de meridiano al Sur de la línea equinoccial; para que las medidas quedaran definitivamente acabadas, faltaba practicar las operaciones astronómicas, para calcular la amplitud del arco celeste correspondiente a los grados de meridiano que acababan de medirse en la superficie terrestre. Escogieron, pues, los académicos dos puntos extremos, uno al Norte y otro al Sur, para establecer en ellos dos observatorios astronómicos; el del Norte se fijó en Cochasquí, para el del Sur se eligió una hacienda en el sitio en que comienza la llanura mayor de Tarqui; determinada la estrella que había de observarse, cada compañía partió a su observatorio respectivo, a fin de que las operaciones astronómicas fueran simultáneas30.

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Estas medidas fueron las que demandaron más tiempo y mayor paciencia; Godín hizo construir un nuevo sector, cuyo radio era de veinte pies; Bouguer y La Condamine observaban con el que trajeron de París. Las observaciones eran imposibles durante semanas enteras, por hallarse el cielo constantemente cubierto de nubes; así es que fue necesario repetir varias veces la medida del arco, para descubrir en qué consistían las diferencias que en sus cálculos respectivos encontraban los académicos, cuando comparaban unos con otros los resultados que cada cual había obtenido separadamente; encontrando diferencias, volvían a practicar las observaciones, sin que les arredraran ni los viajes molestos, que era necesario emprender, cruzando de Quito a Cuenca, y de Cochasquí a Tarqui, ni el tiempo que había de transcurrir en la penosa ocupación de mantenerse espiando noche tras noche una estrella, al través de las nubes, con que se obstinaba el cielo en mostrarse encapotado. En estas diligencias científicas para perfeccionar la medida astronómica gastaron más de tres años, observando en Quito, en Cuenca, en Cochasquí, en Tarqui y también en Mira, donde Godín hizo montar su gran sector, para concluir su trabajo, quince leguas al Norte de la línea.

Con el mismo objeto de perfeccionar la medida astronómica, Bouguer emigró de Quito, atravesó los bosques de la pendiente occidental de la cordillera, y se encerró cuarenta días en la pequeña isla del Inca, formada por los dos brazos en que se divide el río del mismo nombre, al desembocar en el de Esmeraldas; luchando con toda   -101-   clase de obstáculos, acechado de noche por los tigres, que vagaban husmeando por las riberas, y molestado sin cesar, por las picaduras de los mosquitos, que inundan el aire en aquellos parajes, se mantuvo el académico observando el momento favorable, en que, despejándose el cielo, permitiera ver la cumbre de las montañas, para medir la altura absoluta de ellas sobre el nivel del mar; cuando logró llenar su intento, regresó al valle interandino, dando por bien empleados todos sus sufrimientos, ya que la ciencia había hecho la adquisición de un dato más para los cálculos del problema en cuya solución estaba ocupada.

La medida de los grados de meridiano no fue la única operación científica a que se consagraron los académicos franceses durante su permanencia en estas regiones: observaron los eclipses del Sol y de la Luna, calcularon la oblicuidad de la Eclíptica, e hicieron experimentos repetidos para medir la celeridad del sonido; en la base del Chimborazo, Bouguer y La Condamine estudiaron el problema de la atracción newtoniana; ambos subieron a la cima del Pichincha, para inspeccionar el cráter del volcán, y, por una coincidencia curiosa, desde aquella altura vieron la erupción del Cotopaxi, que, al cabo de siglos de calma, entraba de nuevo en actividad; Bouguer hizo estudios prolijos sobre la refracción de la luz a diversas alturas en la zona tórrida; La Condamine y Godín analizaron las oscilaciones del péndulo, y midieron la longitud de ellas; finalmente, los académicos fueron los primeros que trazaron la carta geográfica del Reino de Quito, y a ellos y a los oficiales españoles se deben   -102-   observaciones científicas, planos de ciudades y descripciones importantísimas de nuestras provincias.

Terminada la operación de la medida de los grados de meridiano bajo el Ecuador, los tres académicos y los demás miembros de la Expedición científica se separaron, tomando cada uno de ellos el rumbo que convenía mejor a sus intereses particulares; Bouguer fue el primero que regresó a Europa, eligió el camino del Magdalena, se embarcó en Cartagena y llegó a Francia en 1744, nueve años después de haber salido de ella.

Godín fue llamado por el Virrey de Lima, para que en la Universidad de aquella ciudad se encargara de la enseñanza de Matemáticas, como lo ejecutó permaneciendo allí hasta el año de 1748, en que volvió a Francia.

La Condamine estuvo de regreso en Francia a principios de 1745, ocho meses después que Bouguer. La Condamine, dominado de una curiosidad invencible, con un ingenio vivo, un ánimo esforzado y un carácter emprendedor, no quiso volver a Europa sin recorrer el territorio de las misiones de Mainas, y salir por el Marañón al Atlántico. De Cuenca pasó a Loja, y de ahí, por la provincia de Jaén, bajó hasta el Amazonas; detúvose en la ciudad del gran Pará por más de tres meses, se trasladó después a Cayenna, y de ahí a Europa. Ninguno de los académicos supo ganarse tanto la voluntad de los quiteños como La Condamine, que fue no sólo estimado, sino querido por cuantos le trataron íntimamente; Godín tenía la cultura y afabilidad francesa; en Bouguer había algo de la terquedad castellana.   -103-   La Condamine corría con los gastos de la Expedición, y, para los arreglos que demandaba la adquisición de recursos y el giro de letras de comercio, hizo un viaje rápido a Lima; en Quito gestionó con actividad y destreza admirables en los varios pleitos en que se vieron enredados algunos de los miembros de la Expedición; La Condamine era para todo, era el agente o procurador general de la Expedición. Suscitole el presidente Araujo un juicio criminal, acusándolo de contrabando; pero La Condamine supo defenderse de semejante acusación, y desbaratar un juicio que habría abatido a otro cualquiera; de ánimo menos sagaz que el del célebre académico; envuelto éste en el fárrago de más de cinco pleitos, no perdió un ápice de su serenidad ni de su humor, siempre alegre y festivo, fecundo en donaires y en saladas y muy oportunas observaciones31.

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Los académicos encontraron en Quito hospitalidad franca, y obsequiosa acogida; las familias nobles les abrieron sus puertas, y buscaron el trato y la amistad de los sabios extranjeros; el mismo acogimiento se hizo a los demás miembros de la Expedición; sin embargo, la gente del pueblo no acertaba a explicarse qué fin se proponían los recién venidos, ni podía darse cuenta de las ocupaciones en que los veía tan afanados; los miraba con cierta desconfiada curiosidad, les contaba los pasos y hasta llegó a burlarse de sus operaciones científicas, las cuales, por cierto, para el vulgo no pudieron menos de ser incomprensibles. En Cuenca, en una mascarada, remedaron a Bouguer y La Condamine, cosa que al último de los académicos en vez de causarle indignación le provocó a risa.

Otras molestias más frecuentes hubieron de causarles ya la fuerza de los vientos, que arrebataban las señales puestas en la cordillera para la triangulación; ya la rapacidad inquieta de los indígenas, que se apropiaban de las mismas señales, y se las llevaban como cosa inútil y baladí; los sufrimientos que soportaron a consecuencia   -105-   de los malos caminos y de la vida solitaria en los páramos de la cordillera no son para olvidados, tratándose de sabios, acostumbrados a disfrutar en sus trabajos científicos de las comodidades de una nación que, como Francia, tanto había avanzado en cultura; en aquella época relativamente aun a otros países europeos.

Sin embargo, dos graves disgustos se suscitaron aquí contra la Expedición francesa: el uno, con motivo de las pirámides levantadas en los extremos de la base medida en Yaruquí; y el otro, con ocasión de la muerte de Seniergues, acaecida en Cuenca el 2 de septiembre de 1739. Hablaremos de cada uno de ellos, comenzando por el de las pirámides.




II

Desde que en la Real Academia de las Ciencias se resolvió la Expedición científica al Ecuador, para medir en el hemisferio austral algunos grados de meridiano, se acordó también el que se levantara algún monumento a cada extremo de la base principal, a fin de perpetuar en el terreno las señales de la dimensión de la base medida. Las pirámides tenían, pues, por objeto más bien que la gloria de la Expedición, el provecho científico de la posteridad; porque, constando con evidencia cuáles habían sido los dos extremos precisos de la base, se podía fácilmente repetir la medida de ella en cualquier tiempo.

Tan luego como las operaciones trigonométricas y astronómicas estuvieron a punto de terminar, principió La Condamine a poner por obra el propósito de levantar las dos pirámides o señales,   -106-   en los extremos de la base medida en la llanura de Yaruquí; su primera diligencia fue la de pedir permiso a la Cancillería real de Quito, para construir las pirámides y grabar en ellas una inscripción latina, por medio de la cual constara principalmente el número preciso de toesas, que contenía la longitud de la base; la Audiencia, por Decreto del 2 de diciembre de 1744, dio el permiso que el académico solicitaba; entonces, con la actividad y constancia que La Condamine empleaba en todas sus empresas, acometió la de construir las pirámides; venció dificultades, allanó obstáculos, creó recursos y las dos pirámides, al cabo de casi un año de trabajo, estuvieron terminadas. Dos piedras de molino redondas ocupaban el centro de la construcción, asentadas en el suelo, y tan prolijamente colocadas, que el hueco circular de cada una correspondía exactamente al extremo de la base; algunas líneas trazadas a compás sobre la piedra indicaban el punto preciso en que comenzaba la base por cada lado. Como entrambas pirámides fueron construidas sobre un asiento cuadrangular, cuidose de orientar bien cada cara, disponiéndola de manera que mirara a uno de los cuatro puntos cardinales del horizonte; remataba cada pirámide en una piedra labrada en forma de una flor de lis.

La obra estaba terminada; faltaba solamente colocar las piedras en que se habían esculpido las inscripciones, y entonces fue cuando un monumento, tan digno de ser conservado y respetado por toda persona culta, encontró quien lo contradijera y quien intentara su demolición. Don Jorge Juan creyó que se le había hecho injuria a   -107-   él y a su compañero don Antonio de Ulloa en no grabar sus nombres en la inscripción, con los títulos de que se creían merecedores, y con las expresiones correspondientes a la participación que en la medida de la base alegaban haber tenido. Resentida la vanidad, buscó pretextos laudables con que cohonestar la intempestiva demanda de la destrucción de la inscripción; llamaron en su apoyo el honor nacional, invocaron la lealtad debida al Soberano. Según ellos, la honra de España había sido ajada; el nombre del Rey de España no se expresaba como convenía, para dar a entender a la posteridad la parte que en la Expedición había tenido el gobierno de Su Majestad Católica.

El modelo de la inscripción había sido acordado por la Academia de Bellas Letras de París; La Condamine había tratado con don Jorge Juan acerca de los términos en que debía redactarse definitivamente la inscripción; pero los cambios que aquél proponía no eran conformes a las reglas del estilo lapidario ni a la verdad histórica. La Condamine, por su parte, con una cortesanía admirable se manifestaba pronto a condescender en cuanto le fuera posible; y, sin embargo, por circunstancias excepcionales, el litigio se prolongó por dos años, al cabo de los cuales la Audiencia pronunció un fallo, con el cual se dio por satisfecha la exigente vanidad de los dos oficiales españoles32.

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Este acuerdo se expidió el 19 de julio de 1742; La Condamine, fatigado de las tramitaciones judiciales, tan tortuosas y dilatadas, y ansioso de regresar a su patria, depositó una suma de dinero en manos del Procurador General de Quito, para que con ella se hicieran los gastos que demandara el trabajo de grabar los nombres de los dos oficiales españoles en el espacio vacío que había en la lápida, y salió de esta ciudad, despidiéndose de ella para siempre.

Aunque La Condamine trabajó tan decididamente en este asunto, no por eso hemos de pensar que los otros dos académicos lo miraron con indiferencia, no; apoyaron las representaciones de su colega, con alegatos firmados por cada uno de ellos. La Audiencia de Quito dispuso que sobre las flores de lis se colocara la corona de España, y los académicos obedecieron al punto; mandaron fundir dos coronas de bronce y las remacharon sobre las flores de lis. Sin embargo, por uno de aquellos influjos funestos que ofuscan a los príncipes, ¡cuatro años más tarde el Real Consejo de Indias decretó la completa demolición   -109-   de las pirámides! La orden fatal fue pronunciada el 26 de julio de 1746, expidió el Real Consejo de Indias una cédula, por la cual daba orden terminante para que las pirámides fuesen demolidas; por fortuna, esta primera resolución fue modificada, y el 17 de octubre se dispuso que solamente se borrara la inscripción. Esta orden del Gobierno superior de Madrid se recibió en Quito en octubre del año siguiente; y el día 28 de aquel mes el Alguacil Mayor hizo destruir con la piqueta la inscripción, redactó acta del hecho y dejó las dos pirámides medio destruidas; la flor de lis, que coronaba la cúspide, fue arrojada al suelo, se escudriñó el centro de la fábrica y se extrajo el botecillo que, con tanta precaución y secreto, había depositado La Condamine en cada una de las pirámides; dentro del botecillo se encontró una lámina de plata, en la cual estaba burilada la misma inscripción que acababa de borrarse de la lápida; las coronas de bronce habían desaparecido anteriormente, merced a la rapacidad de los campesinos de la comarca. Las lluvias, la intemperie, el total abandono consumaron en pocos años la ruina de los monumentos que, con tanto afán, había levantado la ciencia; ¡un pundonor nacional descontentadizo disputó, por esta ocasión, a la barbarie el triste mérito de destruir lo que la civilización había edificado!

Pocos años después, recapacitando mejor lo que había mandado cumplir, parece que el Gobierno español quiso reparar el daño que había causado a la ciencia; mandó componer una nueva inscripción, la cual, en efecto, se compuso, fue aprobada por el Consejo, pero no llegó el caso de   -110-   que fuese colocada en las pirámides; éstas fueron desmoronándose poco a poco; las gentes del contorno deshicieron los escombros, para aprovecharse de los materiales; las piedras redondas fueron removidas de su asiento, y las señales de la base desaparecieron; tan triste, tan ingrata fue la historia de un monumento que el tiempo mismo habría respetado33.

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Otro disgusto más grave que el de las pirámides, otro acaecimiento más funesto, en el cual la vida misma de los académicos estuvo, por un momento, en peligro, sucedió a mediados de 1739. Para dar a conocer las causas de semejante suceso es indispensable referir algunos otros hechos, que acontecieron antes, sin cuyo conocimiento sería imposible darse cuenta del tumulto, que estalló en Cuenca contra Seniergues, médico y cirujano de la Expedición francesa.

En 1737 había terminado ya los ocho anos de gobierno el presidente Alsedo, y estaba mandando   -112-   don José de Araujo y Río; pero don Dionisio de Alsedo y Herrera continuaba todavía en Quito, y no podía salir de la ciudad mientras su sucesor no terminara la residencia, que, por orden del Consejo de Indias, le estaba tomando; al fin, se concluyó la residencia, Alsedo fue absuelto de todos los cargos que se habían formulado contra él, y el 10 de octubre de 1737 se despidió de Quito, tomando el camino de Pasto y Popayán, para regresar a la Península por Cartagena. Satisfecho y ufano don Dionisio, se alejaba para siempre de Quito; pero la colonia quedaba ardiendo en el fuego de la discordia, que el malaconsejado Presidente y dos poco discretos jesuitas, en mala hora, habían prendido. Los quiteños no se olvidaban que el padre Hormaegui, compadre de Alsedo, había estado oculto tras las cortinas de la recámara del Presidente, escuchando las conferencias secretas de éste con los miembros del Ayuntamiento.

Cada día la división entre criollos y españoles era mayor; el licenciado don Juan de Balparda, Fiscal de la Audiencia, hombre nada maduro de carácter, poco discreto y amigo de ruidos, se gozaba en atizar la discordia, infundiendo conceptos desfavorables a los criollos en todos los españoles, que llegaban recientemente a Quito; hablando en latín, como para dar mayor donaire a la conversación, solía repetir a menudo a los españoles, sus com patriotas: Criolli nunquam boni, y añadía: «yo no me tomo trabajo para estudiar los alegatos; me basta saber quiénes son los litigantes para conocer a quién se ha de hacer justicia; a los españoles se la hago, aunque no   -113-   la tengan». Pero este letrado, que se expresaba así, tan desfavorablemente, respecto de los criollos, jamás pensó en darles buen ejemplo; sus costumbres morales eran audazmente escandalosas, pues se valía de los alguaciles para corromper a las infelices en quienes había puesto los ojos deshonestamente.

En la casa del Fiscal fueron recibidos los dos oficiales españoles, don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa; Balparda todos los días les convidaba a comer, tertuliaba con ellos y los entretenía; y, por cierto, las conversaciones del Fiscal eran a menudo acerca de Quito, de los españoles avecindados aquí y de los criollos, cuya perversidad no acababa de ponderar el apasionado yerno de Alsedo. Semejantes conversaciones ejercieron una influencia poderosa, pero funesta, en el ánimo de los dos marinos españoles, ambos jóvenes, ambos de carácter vivo y, sobre todo, muy envanecidos con la honrosa comisión que el Rey les había confiado. Don Jorge Juan contaba apenas veintidós años; don Antonio de Ulloa tenía solamente diez y ocho; el conocimiento de las matemáticas y de las ciencias físicas era entonces en la colonia casi ninguno; y, aunque los dos jóvenes españoles, por su misma edad, no eran profundos conocedores de aquellas materias, con todo recibieron señaladas manifestaciones de aprecio y hasta de admiración de parte de los quiteños; los españoles ponderaban y exageraban la ciencia de sus dos compatriotas; los criollos, siempre propensos a la lisonja y a la adulación para con los europeos, competían en alabanzas a los dos marinos; de este modo ambos principiaron   -114-   a envanecerse y a exigir toda clase de atenciones y miramientos de cuantos trataban con ellos34.

Antes que el presidente Araujo llegara a Quito, ya en la ciudad reinaba la división en cuanto a su persona; los criollos reconocían muchos merecimientos en su compatriota, al paso que los europeos lo tenían en muy poco; añádase a esto la ruindad oficiosa del chisme, que atiza el fuego de los odios y envenena los ánimos mejor dispuestos, y se conocerá cómo sucedieron en la colonia tantos escándalos. Araujo se hospedó en la casa del Cabildo civil, porque las casas reales se hallaban en muy mal estado; los académicos visitaron al nuevo Presidente y le ofrecieron sus respetos; visitáronle también don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa; pero, aunque el Presidente observó con ellos las ceremonias de la etiqueta, sin embargo los dos jóvenes salieron desabridos, pues Araujo los trató con mucha seriedad; Jorge Juan y Antonio de Ulloa no esperaban que un criollo estuviera tan adusto con ellos.

A fines de enero de 1737, pocos días después de haber tomado posesión de la presidencia, recibió Araujo una carta de Ulloa, en la cual éste le pedía que diera orden para que el Tesorero de la   -115-   Real Hacienda pagara unos veinte pesos, que reclamaba un arriero, que había traído desde el embarcadero unos cajones de instrumentos de matemáticas para los dos oficiales españoles; en la carta Ulloa daba al Presidente el tratamiento de Merced, cuando en las colonias a todos los Presidentes de las Audiencias reales, por una costumbre muy antigua, se solía darles el de Señoría; leyó la carta el Presidente, y, con indignación, se la devolvió al criado, diciéndole: «¡Advertid a vuestro amo Ulloa, que la urbanidad se la haré yo aprender mal que le pese!». El paje dio a su patrón el recado del Presidente, sin variar palabra; lo oyó Ulloa y se enfureció; ciego de ira, corrió precipitadamente a palacio, y pretendió penetrar en la recámara del Presidente, que se hallaba enfermo, acostado en cama; ya en el umbral, le salió al encuentro un mulato, y lo contuvo, poniéndole ambas manos al pecho; Ulloa, forzándolo, se metió dentro, reconvino con arrogancia al Presidente y le faltó al respeto; tan ofuscado estaba el joven por la cólera, que del atrevimiento pasó al insulto: «La Señoría de Vuesa Merced», le dijo al Presidente, «vale veintiséis mil pesos, y se le acabará de aquí a ocho años; la mía vale mis méritos y me ha de durar toda la vida!». Ulloa insultaba a Araujo, reprochándole de haber obtenido la presidencia mediante la suma de dinero con que había servido al Rey, y se jactaba del tratamiento de Señoría, que, en verdad, le correspondía por ser Teniente de navío de la Real Armada. Indignose Araujo, viéndose ultrajado por un joven, a quien ni sus pocos años podían disculpar de haber cometido falta tan   -116-   deshonrosa; Ulloa era natural de Sevilla, y la viveza del andaluz le había hecho perder el tino y mesura, que tan propios son de un caballero. El Presidente le castigó mandándolo a la cárcel; pero haciéndole, al mismo tiempo, la gracia de que guardara prisión en su propio alojamiento.

Ulloa se burló de la orden del Presidente, y anduvo públicamente por las calles de la ciudad, alegando que, como marino, gozaba de fuero militar, y, por lo mismo, no tenía superior ninguno en la colonia, ni había juez que ejerciera sobre él jurisdicción alguna. Tanta insolencia irritó al Presidente; mandó que la Audiencia fallara sobre el asunto; consultósele al Fiscal, y Balparda opinó: que Ulloa gozaba de fuero, y que no se lo podía reducir a prisión, porque se impediría la continuación de las operaciones científicas en que estaba ocupado. A pesar del informe del Fiscal, el Tribunal sentenció a Ulloa a pena de prisión, y mandó que fuese encarcelado. Pronunciado el auto, salió el Alguacil a ejecutarlo; inquirió por el culpado, le siguió los pasos y dio con él en la portería de la casa de los jesuitas. Eran las cuatro de la tarde, Ulloa y don Jorge Juan estaban conversando juntos en la portería del Colegio, bien descuidados de lo que al uno de ellos se le preparaba; intimole a Ulloa el Alguacil la sentencia del Tribunal; Ulloa se negó a obedecerla; pero, al instante, los sirvientes y gendarmes que llevaba el Alguacil lo cogieron de las piernas y lo tumbaron al suelo; sacudíase el caído y hacía esfuerzos para levantarse; los gendarmes se afanaban por clavarle un par de grillos, que habían llevado con aquel intento; don Jorge Juan desenvaina   -117-   su espada y arremete con ella a los gendarmes, hiere a dos de ellos, y Ulloa logra levantarse y se mete en el Colegio; Jorge Juan le sigue precipitadamente, y ambos se acogen a sagrado, invocando la inmunidad del Colegio como casa de religiosos. Los curiosos, que acudían corriendo a presenciar el caso, eran innumerables; algunos canónigos estaban también ahí, y les aconsejaban a los dos jóvenes que no salieran del Colegio; era la hora en que en la Catedral terminaba el rezo del oficio divino, y, oyendo el alboroto, salieron los canónigos a la plaza y corrieron al Colegio; el presidente Araujo, desde la ventana del palacio en que estaba asomado, daba a gritos la orden de que a Ulloa lo echaran en la cárcel pública, ¡vivo o muerto! Los quiteños, presenciando semejante escena, se reían a carcajadas; el susto de los dos jóvenes marinos, la inquietud de los canónigos, los gritos del Presidente, eran para ellos motivo de divertimiento.

El presidente Araujo pidió al obispo Paredes que le mandara entregar la persona del preso; recibió el Obispo la solicitud del Presidente, y, deseoso de evitar disgustos y molestias así al mismo Araujo como a Ulloa, contestó que había dado al doctor Pedro Zumárraga, Deán de la Catedral, todas las facultades necesarias para resolver aquel asunto; el Deán era limeño, paisano del Obispo y del Presidente, y muy considerado y respetado por ellos; como conocía el carácter violento del Presidente, procuró calmarlo, y, a los tres días, respondió que el caso no estaba comprendido en la constitución de Gregorio decimocuarto relativa a la inmunidad de los asilos religiosos.   -118-   La respuesta del Deán estaba encaminada claramente a poner un término pacífico al asunto; y, en efecto, el Presidente consintió después que Ulloa saliera a ocultas de Quito y se trasladara a Lima, para presentar al Virrey la explicación de su conducta; Araujo informó también por su parte; se discutieron las razones y excusas de ambos, y, al fin, el Consejo de Indias, a cuyo fallo se elevó la cuestión, resolvió que Ulloa no gozaba del privilegio del fuero militar en las colonias, y mandó que se le diera una reprensión por su faltamiento al Presidente; y a éste se le censuró el no haber tratado a los dos tenientes de navío con la consideración a que eran acreedores. Así terminó este asunto, dejando mayor ojeriza entre los españoles y los criollos35.

Si las condiciones de la sociedad no hubieran sido tan excepcionales, si las circunstancias en que se encontraba la colonia hubieran sido pacíficas y tranquilas, el tumulto de Cuenca contra Seniergues no habría sucedido; los académicos trataban íntimamente con los españoles que residían en Quito y en Cuenca, y no pudieron menos de recibir la influencia que semejante trato causa aun en las personas más ilustradas e imparciales; la comunicación y amistad de los mismos académicos con los criollos nobles fue parte para que cambiaran bastante su juicio y formaran un concepto más favorable de ellos; pero Seniergues,   -119-   que andaba constantemente con los dos oficiales españoles y con los que aconsejaban mal a éstos, vició su carácter, y toda la cortesanía y tolerancia de un francés ilustrado se mudaron en arrogancia y destemplanza; las consideraciones que le tributaba la colonia lo trocaron en otro hombre. Por sus conocimientos médicos era buscado y agasajado en todas partes; practicó con éxito feliz algunas operaciones de cirugía y fue remunerado con largueza, circunstancia que contribuyó mucho a envanecerlo. Hacía como diez meses a que residía en Cuenca, donde, en tan breve tiempo, en vez de captarse la buena voluntad de los vecinos, se había hecho odioso, por sus maneras imperiosas y hasta insolentes; el Corregidor de Cuenca era un hombre tímido y acomodaticio, cualidades que al cirujano francés le hicieron comprender que vivía en una ciudad donde para un extranjero como él no había jueces ni autoridad.

Encariñose el cirujano con una muchacha de no muy honesta reputación en la ciudad; llamábase Manuela Quesada, hermosa de rostro, comedida e insinuante; sus bienes de fortuna, escasos, y su condición social más bien humilde que elevada. Seniergues era recibido en la casa de esta mujer con extraordinarias manifestaciones de aprecio; y don Manuel Quesada, padre de la muchacha, creía honrada su familia con la visita del extranjero. Manuela había correspondido antes a un joven noble de Cuenca, y no podía dominar el resentimiento que le causaba el haber sido abandonada y pospuesta; León, el galán de Manuela, se había desposado con otra joven de   -120-   una familia distinguida en la ciudad; y entre León y Seniergues habían ocurrido ya riñas en la calle y hasta desafíos. El Vicario eclesiástico de Cuenca había recibido denuncios contra Seniergues y comenzado a hacer pesquisas y tomar informaciones sobre su amistad con la hija de Quesada.

Así estaban las cosas, cuando se dispuso una corrida de toros en la plaza de San Sebastián, que se halla a un extremo de la ciudad; la corrida debía durar cinco días. Quesada levantó un palco y concurrió con su familia. El día 29 de agosto, Seniergues, como de costumbre, no faltó del palco de Quesada, donde estaba también su histórica hija Manuela; el padre, disfrazado con una capa de grana, recorría la plaza entre otros enmascarados; como fingieran un duelo, comenzaron dos de ellos a lidiar, dándose de estocadas de modo que parecía que combatían de veras; así lo creyó Seniergues, y, reconociendo por la capa de grana en uno de los combatientes al padre de Manuela, bajó inmediatamente del palco, se lanzó a la plaza, y con la espada desnuda terció en el combate en defensa de Quesada. Este paso de Seniergues fue la causa de su desgracia.

Los espectadores que habían visto solamente la acción de tomar parte en la fingida pelea, de ahuyentar a uno de los combatientes y perseguirlo, juzgaron que el francés maltrataba a los enmascarados; y se enfurecieron contra él; reuniéronse los vecinos y pidieron al Alcalde que hiciera salir de la plaza al cirujano francés, cuya insolencia había llegado al extremo de acometer, espada en mano, a los disfrazados, que reñían por   -121-   burla en la plaza; clamaban los vecinos contra el Corregidor, que permitía que el extranjero abusara de la tolerancia del pueblo; vociferaban otros contra Seniergues, ponderando la audacia con que insultaba la moral, presentándose en el palco de la Quesada, sin embozo ni miramiento alguno; instaban todos, urgían que el francés fuera expulsado de la plaza, a la fuerza. Un numeroso grupo de hombres, armados de palos, de picas y de espadas, se precipita a la plaza con el Alcalde a la cabeza; le intiman a Seniergues que salga fuera; Seniergues baja del palco y hace rostro a los amotinados, amenazando herirlos con un sable largo y disparar una pistola, que llevaba en la otra mano; crece la indignación y comienza a caer sobre el francés una lluvia de pedradas; Seniergues resiste, pero una pedrada le hace soltar la espada, y huye a carrera; se lanza tras él (ya ciego de furor) el grupo de gente, y le hiere con sus picas; el cuitado tropieza y cae. Acuden los académicos y varias otras personas a salvar al infeliz, y lo recogen del suelo medio muerto. Acomodándolo en una frazada, lo llevan a la casa de La Condamine, le administran el sagrado Viático y a los tres días muere. Una población hospitalaria y mansa se había atumultuado contra un extranjero, y lo había acometido al grito de: ¡Viva el Rey! ¡Abajo el mal Gobierno! ¡Mueran los franceses! ¿Cuál era el motivo de este tumulto? ¿Qué significaba semejante grito? Creían, y con mucha razón, que la pusilanimidad del Corregidor y sus condescendencias con los franceses eran la causa de la avilantez de Seniergues, y de su insolencia; recordemos además   -122-   que había repetidas órdenes reales por las que se había prohibido todo comercio de las colonias con los franceses; los piratas habían sido reputados siempre como franceses; ningún francés era en la colonia tenido como católico sino como disidente. ¿Sería sorprendente que los vecinos de Cuenca gritaran: Mueran los franceses? El grito de ¡Viva el Rey! ¡Abajo el mal Gobierno!, ¿qué podía significar, sino la reprobación de la conducta del Corregidor? Seniergues fue, pues, acometido por un pueblo a quien había llegado a ser odioso; su muerte cristiana expió las faltas que su malaconsejada arrogancia le hizo cometer. A su cadáver se le dio sepultura en la iglesia de los padres de la Compañía de Jesús, y la Audiencia de Quito juzgó a todos los que fueron acusados como autores o cómplices del delito, y les impuso castigo.

El juicio, según La Condamine, se inició, continuó y siguió en Cuenca, con lentitud y manifiesta parcialidad en favor de los enemigos de Seniergues, los cuales (si hubiéramos de atenernos al testimonio del académico) no fueron castigados con la pena que justamente merecían. Los virreyes dieron órdenes repetidas para que se persiguiera y castigara el asesinato; el Tribunal de la Audiencia, compuesto enteramente de letrados españoles, no fue remiso en continuar el sumario, y la sentencia definitiva que pronunció no fue reformada por el Consejo de Indias, de donde no emanó disposición ninguna sobre un asunto tan grave y tan digno de llamar la atención de aquel respetable tribunal. La muerte de Seniergues no puede justificarse de ningún modo,   -123-   ni es lícito atenuar la gravedad del delito; el historiador investiga las causas de los hechos, y, aquilatando con severa justicia la responsabilidad moral de sus autores, no puede menos de condenar y reprobar cuanto merece condenación y reprobación; los tumultos en que toma parte un Alcalde, la ira y la venganza de un pueblo que maltrata a extranjeros tan ilustres como Bouguer, el celo punible de un Vicario eclesiástico que atiza el furor de los amotinados, son hechos cuya explicación se encuentra fácilmente en las circunstancias personales de los individuos que en ellos intervinieron, y de los lugares en que acontecieron y de los tiempos en que se verificaron; pero, a pesar de eso, la sangre del cirujano Seniergues es una de aquellas manchas que deshonran la historia de la desgobernada colonia a mediados del siglo decimoctavo36.

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Cuando estaban así disputando entre españoles y criollos en la colonia, llegó la noticia de la declaración de guerra de Inglaterra contra España; anunciose que se preparaban dos escuadras poderosas para invadir al mismo tiempo la ciudad de Cartagena y los puertos del Pacífico. Acababa de restablecerse el virreinato del Nuevo Reino de Granada, en cuyos términos se declaró incorporada de nuevo la Audiencia de Quito, con todas las provincias que dependían de ella; pero, como estos virreinatos no constituían en manera alguna estados distintos ni mucho menos independientes, cada uno auxiliaba al otro, siempre que lo exigía la conservación pública en las secciones coloniales; cada virreinato era una porción integrante de la vasta monarquía española, y formaba parte del imperio que los monarcas de Castilla poseían en el hemisferio occidental. Sin embargo,   -125-   para la claridad y exactitud de la narración, conviene que demos a conocer algunos hechos, enlazados íntimamente con la historia americana.

Felipe quinto, el primer Rey de la dinastía de Borbón, principió a gobernar en 1701; durante su largo reinado de medio siglo, estuvo casi constantemente ocupado en guerras con las naciones europeas, unas veces aliadas de España, y otras rivales de ella; en 1738 la Gran Bretaña, que había desarrollado su comercio de un modo ya muy considerable, ambicionaba extenderlo a las colonias americanas, donde apenas le era permitido traer el buque del Asiento, con un número tasado de toneladas; el expendio de estas mismas mercaderías de la Compañía del Asiento era ocasión de quejas frecuentes y de reclamos, por el contrabando que las autoridades de las colonias no eran poderosas para impedir; reclamos de una   -126-   potencia a otra, protestas y recriminaciones recíprocas, injurias y represalias de una y de otra parte, al fin hicieron estallar la guerra. España la principió con entusiasmo; en Inglaterra el resentimiento nacional estaba tan exaltado, que se tenía como enemigo de la nación al que daba consejos de paz; así es que, en breve tiempo se hizo a la vela una armada formidable contra las posesiones españolas del Nuevo Mundo. Esta armada fue confiada al almirante Vernon, y debía dirigirse contra Cartagena, al mismo tiempo que otra flota, al mando del comodoro Anson, hacía rumbo para las costas de Chile y del Perú. El plan de impedir la comunicación de España con sus colonias americanas, aunque atrevido, estaba bien trazado, y la armada inglesa era poderosa.

Cuando llegaron las noticias de la declaración de la guerra y de la salida de las armadas, para el mar de las Antillas y para el Océano Pacífico,   -127-   hubo grande agitación en las colonias; el Virrey de Lima y el de Bogotá procedieron con tal actividad que los puertos se pusieron en estado de defensa antes de la llegada de los enemigos. En Quito se levantaron compañías militares; Guayaquil se puso en armas, y el mismo presidente Araujo marchó a la cabeza de la gente que bajó de la sierra para fortificar la costa, y llegó hasta Guaranda.

Del Callao se hizo a la vela con dirección al Sur la armada real, para esperar a Anson al tiempo en que, desembocando el Estrecho, entrara en las aguas del Pacífico; la armada surgió en las islas de Juan Fernández, y, cansada de aguardar a los enemigos, regresó al Callao; pero sucedió que los ingleses arribaran a la isla de Juan Fernández solamente tres días después que de ahí habían levado anclas los buques españoles, cosa que se   -128-   atribuyó a cobardía y desobediencia del jefe de la escuadra del Callao. Era éste don Jacinto de Segurola, caballero pundonoroso; reprendiole ásperamente el Virrey Marqués de Villagarcía, y fue tan agudo el dolor que le causó semejante deshonor, que falleció repentinamente.

En cuanto a la flota de Anson, soportó terribles contratiempos en su salida del Atlántico al Pacífico, y le fue necesario detenerse casi cuatro meses en la isla de Juan Fernández para que pudiera reponerse su tripulación; el escorbuto había hecho estragos en ella, y cuando saltaron en tierra parecían esqueletos de soldados ambulantes; ¡tan pálidos y tan demacrados estaban!

En pocos meses circularon en estas provincias noticias muy diversas respecto a la suerte que había corrido la flota de Anson; cuando regresó   -129-   al Callao la armada peruana, se deshicieron los aprestos militares, y don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa, que habían sido llamados por el Virrey de Lima, pudieron tornar de nuevo a sus faenas científicas. El 24 de septiembre de 1740 recibieron la orden de trasladarse a Lima; el 21 de octubre se pusieron en marcha, y, al año siguiente, estuvieron de vuelta en Quito. Mas, cuando se disponían a partir a Mira, para ocuparse allá en las observaciones astronómicas, cundió la noticia de que Anson, el 24 de noviembre, había caído de sorpresa sobre Paita, y la había reducido a cenizas; hubo agitación en Quito, recelando que el Comodoro inglés sorprendiera a Guayaquil, y causara en esa ciudad los daños que en la de Paita. Las órdenes del Virrey de Lima hicieron suspender una segunda vez las observaciones, y los dos marinos partieron a Guayaquil para encargarse de la dirección de los trabajos que se principiaban a ejecutar para la fortificación del puerto, y para ponerse a la cabeza de las tropas con que estaba guarnecida la ciudad.

Anson recorrió tranquilamente las aguas del Pacífico, bajando desde Paita al golfo de Panamá, sin tocar en Guayaquil; dando la vuelta hacia Acapulco, fue dirigiéndose a los mares de la India; apoderose del galeón que pasaba de Manila, y con sólo las riquezas que cayeron en sus manos con semejante presa, compensó todos los gastos y trabajos de la expedición. Disipados los temores de una invasión contra Guayaquil, volvió a restablecerse la calma en la colonia, y continuaron con mayor encarnizamiento las discordias intestinas que, por un corto espacio de tiempo, habían   -130-   estado como adormecidas. Jorge Juan y Antonio de Ulloa fueron otra vez llamados a Lima, y ocupados en la armada que salió del Callao para cruzar las aguas del Pacífico y recorrer las costas del Perú y de Chile; en esta ocasión los dos tenientes de navío prestaron útiles y muy señalados servicios al virreinato y a las colonias en general y contrajeron méritos que el Gobierno superior de Madrid reconoció y premió oportunamente. Sin embargo, las operaciones astronómicas no por eso quedaron inconclusas; pues, acabada su excursión marítima, volvieron ambos jóvenes a Quito y las finalizaron, ya muy avanzado el año de 1744. Con el regreso de los dos marinos españoles a Europa termina, pues, naturalmente cuanto la Historia del Ecuador ha debido narrar respecto de la Expedición científica para medir algunos grados del meridiano terrestre en el hemisferio austral. Resta decir solamente dos palabras sobre Jussieu y sobre otro de los oficiales de la compañía francesa, el señor Godín Des Odounais37.

José Jussieu pertenecía a una familia que ha llegado a ser muy célebre, porque las ciencias naturales fueron cultivadas por los miembros de ella con raro aprovechamiento; la botánica principalmente parecía haber encontrado su hogar propio en la familia Jussieu. José recorrió gran parte del distrito del antiguo Reino de Quito, herborizando y formando colecciones de objetos de   -131-   historia natural; después viajó por el Perú, por Tucumán y por las pampas argentinas, y regresó a Francia al cabo de treinta y dos años de ausencia del suelo patrio. Era tan grande la estimación que se granjeó Jussieu en esta ciudad por sus conocimientos en medicina, que el año de 1746, cuando estas provincias se vieron invadidas de la viruela, el Cabildo civil de Quito hizo a la Audiencia una representación, por medio de la cual pidió que no se le consintiera al doctor Jussieu salir de la ciudad y su provincia hasta que cesara el contagio; y aun se prohibió proporcionarle caballos para su transporte, crueldad disculpable en un país donde no había entonces sino empíricos más o menos aventurados. Jussieu fue, pues, el último que regresó a Francia38.

Godín Des Odonnais se casó en Quito con Isabel Casamayor, cuyas aventuras en los bosques orientales parecen invención novelesca más bien que verdad histórica; las referiremos en pocas palabras. Vivía por aquel tiempo en la antigua villa de Riobamba un caballero francés, a quien, castellanizando el apellido, le solían llamar don Pedro Manuel Casamayor, pues su propio apelativo francés era Grandmaison. Don Pedro estaba casado con una señora distinguida, doña Josefa Pardo y Figueroa, de la cual tuvo algunos hijos varones y una niña, que nació en Riobamba, cuando su padre recibió el nombramiento de Corregidor de Otavalo.

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Don Pedro se esmeró en la educación de Isabel (éste era el nombre de la niña); le enseñó a hablar el francés, y ella aprendió también el quichua. Cuando los académicos llegaron a Quito, don Pedro Casamayor estaba establecido con su familia en esta ciudad, y aquí fue donde Godín Des Odonnais conoció a Isabel y la pidió por esposa. En una ciudad como la de Quito en aquella época, la casa de un francés no podía menos de ser el punto de reunión de los académicos y de los ingenieros que les acompañaban.

Tan luego como terminaron los trabajos de la Expedición, Godín Des Odonnais resolvió regresar a Francia, dando un largo rodeo por los territorios de Maynas, para salir a la Guayana, tocando en el Pará. En efecto, emprendió tan dilatado viaje, y llegó, por fin, a Cayena. Mientras Godín peregrinaba por las selvas orientales y se dirigía al Atlántico, Isabel, su esposa, permaneció en Quito; mas pasaba el tiempo, y del marido no había noticia ninguna, ni nadie sabía cuál era su paradero. Al fin, de repente, al cabo de mucho tiempo, comenzó a circular en Quito la noticia de que en el Marañón estaba un buquecillo que Godín había enviado para que madama Isabel fuera a reunirse con él en la Guayana francesa, donde quedaba esperándola. El buquecillo, provisto de remeros, había subido, en efecto, a las órdenes de un cierto Tristán, portugués del Pará, hasta el territorio de las misiones que los jesuitas de Quito establecieron en el Marañón; pero Tristán en lo menos que pensaba era en cumplir el encargo que se le había confiado, y se ocupaba en traficar y negociar en las reducciones portuguesas.

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Deseosa Isabel de saber si era cierta la noticia que corría en Quito, despachó al Marañón un esclavo negro de su confianza, para que averiguara la verdad de lo que se anunciaba; el negro avanzó hasta la reducción de Loreto, y desde ahí, con noticias ciertas acerca de su amo, dio la vuelta a Quito. Godín vivía; el buquecillo había llegado, en verdad, hasta las misiones del Marañón; Tristán y los remeros eran enviados de orden del Rey de Portugal, para que condujeran la familia de Godín a Cayena, y Godín no había venido en persona porque una enfermedad le había forzado a detenerse al principio del camino. Oída esta noticia, madama Isabel se puso en marcha inmediatamente; tomó a su hijo y, faldeando el Tunguragua, descendió por Baños hasta Canelos; el pueblo estaba desierto, todos sus moradores habían huido de miedo de la viruela que se había presentado en las rancherías; de los treinta indios cargueros que conducían el equipaje, no había quedado ni uno solo; todos habían regresado; Isabel se encontró abandonada con su hijo, dos hermanos que la acompañaban y unos criados fieles, resueltos a correr la suerte de su señora.

Dos indios de Canelos, que se presentaron de nuevo en el pueblo, se comprometieron a construir una canoa, y llevar a los viajeros hasta la misión de Andoas, distante como ciento cincuenta leguas; terminada la canoa, emprenden la navegación; pero, al tercero día, los indios huyen abandonando a los pasajeros a la orilla del río; sin embargo, continúan éstos su rumbo, dejándose arrastrar por la corriente. A los dos días de   -134-   tan arriesgada navegación, topan con un indio enfermo, el cual se compromete a prestarles su canoa y servirles de piloto. Una desgracia era principio de otra; a los tres días, el indio cae al agua y se ahoga, y los tristes viajeros se ven precisados a saltar en tierra y quedarse solos, perdidos en aquellas selvas solitarias; de los ocho individuos que componían la caravana, se adelanta el uno a Andoas para buscar allá recursos y medios de salvar a los demás; pasan veinticinco días, y el emisario no vuelve, y entretanto, la falta absoluta de alimento, la humedad del bosque y el calor enervante del temperamento iban consumiendo a los desventurados peregrinos, que, andando a pie, se habían extraviado en medio de las montañas pantanosas de las márgenes del Bononaza. Invadidos de la fiebre, sucumben uno a uno; Isabel cae desfallecida junto a sus hermanos que acababan de expirar; a las cuarenta y ocho horas, recobrando algo de vigor, recoge los zapatos del cadáver del último de los fallecidos y continúa, andando a pie, con valor casi sobrehumano. Una mañana, al amanecer, descubre una canoa, y ruega a dos indios que surcaban el río que la lleven a las reducciones; condescienden los indios y la conducen al pueblo de la Laguna, donde, al fin, le es dado reposar de tantas fatigas. Empero Tristán, el enviado para llevarla a Cayena, fue llamado y esperado en vano, y la infortunada Isabel hubo de padecer otros nuevos trabajos hasta lograr encontrarse con su esposo. De la Laguna hasta Oyapok, donde éste la estaba aguardando, había mil leguas de distancia, y esas mil leguas las recorrió Isabel, arrostrando cada día   -135-   nuevos peligros y sobrellevando nuevos padecimientos, hasta que, al fin, cayó, maltratada, sola y casi inconocible, en brazos de su marido; ¡habían transcurrido veinte años de ausencia y separación!

Godín y su esposa lograron establecerse definitivamente en Francia en 1773, y allí, en honrada ancianidad, acabó en paz su vida la célebre Isabel, conocida en la historia con el apellido de madama Godín Des Odonnais39.




III

Largo tiempo nos hemos detenido en narrar los sucesos relativos a la memorable Expedición francesa, enviada al Ecuador por la Real Academia   -136-   de las Ciencias de París; volvamos ya a ocuparnos en la relación de los sucesos políticos de la colonia.

Hemos dicho que en aquel tiempo había dos circunstancias notables que caracterizaban la fisonomía moral de la sociedad quiteña: extremada pobreza en casi todas las clases sociales, y desunión, discordia y rivalidad entre españoles y criollos. De la pobreza algo convaleció la provincia, mediante la traslación que del Tesoro Real y de los caudales de muchos comerciantes ricos se hizo a esta ciudad desde Lima, Guayaquil y otros puntos del virreinato, con motivo de la gran expedición de guerra que en las Islas Británicas se preparaba contra América. Se juzgó que en Quito, por su situación en lo interior de la cordillera, los tesoros del comercio y los caudales de la Real Hacienda estarían más seguros, y así fue que afluyó a esta ciudad un considerable número de huéspedes ricos, cuyos viajes y detención temporal en estas provincias hicieron circular algún dinero y revivir la enflaquecida sociedad; pero las discordias no calmaron.

El presidente Araujo llegó en Quito el 26 de diciembre de 1736; y el 29 del mismo mes, es decir solamente tres días después, ya se escribían a Madrid quejas contra el nuevo magistrado, acusaciones y denuncias. Don Dionisio de Alsedo y Herrera, caudillo del partido de los españoles contra los criollos, elevó al Consejo una denuncia, asegurando que su sucesor había introducido ciento treinta y seis cargas de géneros de contrabando, y además otros setenta y seis cajones de comercio prohibido, que Araujo trajo   -137-   consigo al entrar a la ciudad; la denuncia de Alsedo fue corroborada por don Lorenzo de Nates, rico mercader, Diputado por el comercio de Lima. A la denuncia de Alsedo no tardó en seguir una queja y capitulación de los regidores del Cabildo de Quito contra el desgraciado Araujo. Era el caso que éste, usando del derecho de que gozaban los presidentes-gobernadores, confirmó a los alcaldes elegidos por el Cabildo para el año de 1737, declarando válidamente electos no a los que habían obtenido la mayoría de votos, sino a dos sujetos, los cuales, aunque tenían número menor de votos, eran más a propósito para ejercer el cargo de alcaldes en las circunstancias en que se encontraba la ciudad. Hacía tres años ha que el Cabildo estaba dividido en bandos, y los europeos no consentían que recayera la elección de alcaldes sino en individuos adheridos a su parcialidad, para impedir que llegaran a la Corte informes desapasionados; Araujo, buscando la tranquilidad pública, confirmó a los que le parecieron más idóneos para conservarla en la ciudad. Semejante medida de gobierno irritó a los pospuestos y a todos sus allegados y parciales; formaron una conjuración contra el Presidente y lo acusaron de usurpar los derechos del Cabildo y de tenerlo subyugado y oprimido; a las acusaciones de los regidores no tardaron en seguir las del fiscal Balparda y las de otros vecinos, que se habían mancomunado con los enemigos de Araujo; estos enemigos eran gratuitos, aunque para todos aquellos hombres ruines el Presidente tenía un crimen gravísimo en su condición de ser americano.

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Tantas denuncias, quejas y acusaciones, al cabo hicieron que el Consejo de Indias arbitrara la medida de suspender temporalmente a Araujo del ejercicio de la presidencia, y mandar pesquisar su conducta; expidió, al efecto, Felipe quinto una cédula real, por la que cometía al oidor don Pedro Martínez de Arízala el encargo de presidir en la Audiencia, y practicar la pesquisa acerca de la conducta del Presidente en todo el tiempo de su gobierno. Esta cédula llegó a Quito cuando el oidor Arízala había renunciado la toga y vestido el hábito de fraile franciscano, apellidándose fray Pedro de la Santísima Trinidad. El padre Arízala devolvió, pues, su comisión; pero el objeto de ella no fue tan secreto en la ciudad que no se alegraran los enemigos de Araujo y batieran palmas, presagiando la ruina de éste y el triunfo de sus calumnias40.

El Rey envió nueva comisión al doctor don Manuel Rubio de Arévalo, elegido a la sazón Oidor propietario de la Real Cancillería de Bogotá; la cédula de la comisión, expedida en abril de 1742, se recibió en Quito el 29 de mayo del año siguiente de 1743; y el 3 de junio don Manuel Rubio de Arévalo tomó posesión del cargo de   -139-   Presidente interino de la Audiencia y Gobernador y Capitán General de Quito; el mismo día nombró escribanos de visita, declaró a Araujo suspenso de su cargo y lo confinó a Tumbez.

El Tribunal de la Audiencia estaba compuesto entonces de los licenciados don Pedro Gómez de Andrade, don Esteban de Olais y Echeverría, don José Quintana y Azevedo, y el rencoroso don Juan de Balparda, que continuaba haciendo el oficio de Fiscal. Al juez de comisión se le determinó el plazo dentro del cual debía sustanciar la causa y pronunciar la sentencia.

Don Manuel Rubio de Arévalo, enemigo personal de Araujo, no cuidó de inquirir la verdad, sino de humillar al caído, a quien procuró de la manera más inicua hacerlo aparecer precisamente culpado; admitió denuncias, recibió informaciones y formuló veinte cargos nuevos, además de los que constaban en las instrucciones reservadas de la pesquisa. La causa se prolongó así más tiempo del prescrito por el Consejo, y los tres meses se convirtieron en tres años. Araujo apeló al Consejo, y, con licencia del Virrey de Lima, hizo viaje a Madrid, para defenderse de las calumnias con que habían mancillado su nombre sus gratuitos enemigos. El Real Consejo de Indias examinó el expediente de la pesquisa, oyó los descargos que presentó el acusado y pronunció un fallo definitivo, sumamente honroso para Araujo, a quien declaró buen gobernante, íntegro y digno de alabanza por su conducta como Presidente: buen ministro, íntegro, celoso y observante de las leyes, órdenes y cédulas de Su Majestad, tales son las palabras precisas de la sentencia.

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La capitulación de los siete regidores fue declarada por temeraria, falsa y calumniosa; impúsoseles la multa de doce mil pesos, por las delaciones que no pudieron probar, habiendo afianzado la prueba en la expresada cantidad, para el caso de calumnia. Por los nuevos cargos que hicieron al acusado, y que tampoco lograron probar, se les condenó en cuatro mil ochocientos y más pesos. La legislación española, con sabia previsión, exigía una fianza en dinero de todo aquel que presentara denuncias o quejas contra un magistrado; la cantidad afianzada era la multa que de antemano imponía la ley al calumniador, pues el que no podía probar sus denuncias perdía la suma que había depositado, como garantía de su veracidad. Esta multa fue adjudicada al mismo Araujo, como satisfacción de los gastos que, para defenderse de la calumnia, se había visto obligado a hacer, desde el 29 de mayo de 1743, en que principió la causa, hasta el 14 de noviembre de 1746, en que llegó a Madrid, para defenderse personalmente ante el Consejo de Indias.

Para dar una lección de probidad a la desmoralizada colonia, juzgó necesario el rey don Fernando sexto privar perpetuamente de sus empleos y declararlos inhábiles para desempeñar otros en lo futuro durante toda su vida a los dos principales acusadores de Araujo; a los que habían tomado alguna parte en la acusación mandó destituirlos por ocho años del cargo de regidores que tenían en el Cabildo civil de Quito. A los testigos del juicio plenario y del sumario se les castigó con multa de doscientos pesos a cada uno de ellos, y reprensión pública; a uno de éstos,   -141-   que era empleado en el ramo de la Real Hacienda, se le separó del destino por dos años, y se le multó en mil pesos, aplicados a la cámara real.

Al Marqués de Maenza, por la parte que había tomado en atizar las discordias contra los criollos durante este juicio, se le condenó a pagar mil pesos de multa, y a un año de destierro a treinta leguas fuera de Quito. A los dos escribanos de la pesquisa se les suspendió por cuatro años en su oficio, y se les multó en cuatrocientos pesos a cada uno. A don Manuel Rubio de Arévalo se le declaró destituido por ocho años del destino de Oidor, y además se le castigó haciéndole pagar cuatro mil pesos de multa, en pena de la manera inicua como había desempeñado la comisión con que le había honrado Su Majestad; tan parcial se mostró contra el acusado, que dilató el juicio tres años, cuando en las instrucciones que se le remitieron se le mandaba que lo terminara en el plazo preciso de tres meses. Por esta causa se le declaró inhábil para volver a desempeñar cargos semejantes en ningún tiempo41.

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Una sentencia tan severa, por la cual el soberano hacía la más completa justicia al perseguido Presidente, y castigaba a sus enemigos y calumniadores, produjo en Quito un efecto muy saludable; morigeró las pasiones desbordadas de los vecinos, impuso treguas moralizadoras a las discordias entre españoles y criollos, refrenó la audacia de los primeros, infundió confianza en el Gobierno a los segundos, viendo cuán duramente eran castigados los que habían promovido bandos y parcialidades, e hizo reinar de nuevo en la colonia la justicia, y con ella la paz y la tranquilidad.

Esta sentencia fue pronunciada el 12 de marzo de 1747, y, con ella, el Rey quiso arrancar de raíz el germen de las disensiones que don Dionisio de Alsedo y Herrera había sembrado en esta ciudad   -143-   y sus provincias entre los vecinos, que se habían trasladado acá desde la Península, y los que habían nacido aquí en América; por esto, con nadie fue tan severo Fernando sexto como con Alsedo. He aquí los términos literales de la sentencia: Y por lo tocante a lo que resulta de autos contra don Dionisio Alsedo y Herrera, Presidente que fue de la Audiencia de Quito, antecesor al expresado don José Araujo, por la denunciación dolosa y maliciosa que hizo contra éste, en carta de 31 de diciembre de 1736, multaron al referido don Dionisio en diez mil pesos, aplicados los cuatro mil a la cámara de Su Majestad, y los seis mil al expresado Araujo, en satisfacción de los gastos que hubiese hecho y hiciere hasta la final determinación de esta causa, pérdidas y menoscabos que se le hayan seguido y siguiesen, y mandaron que por secretaría se despache cédula apercibiendo al referido Alsedo que en las denuncias que hiciere en adelante de los ministros de Su Majestad proceda con verdad, sinceridad y sin pasión ni fin particular, y que se abstenga de hacer parcialidades ni fomentar semejantes inquietudes, pues de lo contrario se le corregirá como corresponda42.

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Ya por aquel tiempo don Dionisio de Alsedo vio comenzar a eclipsarse la estrella de su hasta entonces próspera fortuna; en 1737 regresó a España, y en 1743 volvió a América con el cargo honroso de Presidente de Panamá y Gobernador y Capitán General de Tierra Firme; allí le fue intimada la sentencia del Rey, y se le exigieron por el apoderado de Araujo los seis mil pesos de   -145-   costas, daños y perjuicios; expidiose también para la Audiencia de Quito la cédula en que se reprobaba la conducta de Alsedo como fomentador de divisiones y discordias; esta cédula no tanto era contra el ex-presidente, como contra sus cómplices y parciales, pues en lo que más hincapié hizo el Monarca español fue en acabar con las divisiones sociales que desgarraban la colonia43.

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Alsedo, poco después de este primer golpe, fue suspendido de su cargo de Presidente de Panamá, y se vio en la necesidad de volver a Madrid para defenderse de las acusaciones que contra él había recibido la Corte. ¿Qué había sucedido? ¿Qué?... Un oidor lo acusó ante el Rey y su Consejo, y fue víctima de calumniosas imputaciones como Araujo; se le privó de la presidencia, antes de cumplidos los ocho años del nombramiento, como le aconteció a Araujo, y entró en la Corte acusado como Araujo, y hubo de defenderse ante el Consejo y esperar el fallo de su absolución, el cual se pronunció catorce años después, el 4 de junio de 1762. ¡El dedo justiciero de la Providencia le hizo recorrer la misma agria y espinosa senda que el calumniado Araujo había recorrido!

El restablecimiento moral de éste fue completo; como el Real Consejo había informado que debía restituírsele en justicia la presidencia de Quito por tres años más, que eran los que faltaban para llenar los ocho del período gubernativo, señalado en la cédula de su nombramiento, Fernando sexto le hizo merced de la presidencia de Guatemala, y del gobierno de las provincias que componían el distrito de aquella Audiencia. Estaba desempeñando este cargo cuando falleció. Largos años le sobrevivió Alsedo, a quien la muerte le cerró los ojos en muy cansada ancianidad el año de 1777, en Madrid.

El presidente Araujo era casado con una señora limeña, llamada doña Rosa Larrea, hija   -147-   legítima de don Juan Ignacio Larrea y de doña Paula Reaño; aunque tuvieron varios hijos, sólo les vivió un varón, llamado Bartolomé. Doña María Rosa Larrea, muerto su esposo, vino a Lima y abrazó la vida monástica, vistiendo el hábito de carmelita descalza en el austero convento de las Nazarenas, en el cual profesó el año de 175544.

Araujo fue uno de los presidentes más desgraciados de la colonia; vino cuando esta ciudad se hallaba ardiendo en discordias intestinas; su carácter vehemente le fue perjudicial en muchas ocasiones, pero era generoso y tenía la magnanimidad de confesar sus faltas y enmendarlas con ánimo recto y sincero.





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ArribaAbajoCapítulo cuarto

Los presidentes don Fernando Félix Sánchez de Orellana y don Juan Pío Montúfar, Marqués de Selva-alegre


Restablecimiento del virreinato de Nueva Granada. don Fernando Félix Sánchez de Orellana, vigésimo segundo Presidente de Quito.- Muerte del ilustrísimo señor Paredes.- Virtudes de este Prelado.- Muerte del deán Zumárraga.- Don Juan Nieto Polo del Águila, decimoséptimo Obispo de Quito.- Escándalos que comete en Quito el padre fray Eugenio Ibáñez Cuevas, Comisario de los franciscanos del Perú.- Don Juan Pío Montúfar, Marqués de Selva-alegre, vigésimo tercero Presidente de Quito.- El terremoto de 1755 y el de 1757.- Reformas que emprende el obispo Polo.- Sus desavenencias con el presidente Montúfar.- Carácter del Obispo y del Presidente.- Muerte del Prelado.- Fallecimiento del Presidente.



I

Hemos indicado que en aquel tiempo estaba ya erigido de nuevo el virreinato de Santa Fe. En efecto, el mismo Felipe quinto, por una cédula expedida en San Ildefonso el 20 de agosto de 1739, volvió a restablecer el virreinato del Nuevo Reino de Granada, dándole por capital la ciudad de Santa Fe de Bogotá, y encerrando entre sus límites meridionales todas las provincias que componían el distrito de la Audiencia de Quito; no fueron suprimidas como en 1717 las Audiencias de Quito y de Panamá, sino que se las incorporó en el nuevo virreinato, sometiéndolas a la dependencia de los virreyes de   -150-   Bogotá, con las mismas condiciones con que habían estado subordinadas hasta entonces al Virrey de Lima. El 16 de julio de 1740 se recibió en Quito la real cédula de la erección del virreinato, y el 19 fue publicada con todas las solemnidades que en semejantes casos se acostumbraban. Desde 1740 todas las provincias que ahora forman la República del Ecuador fueron, pues, separadas del virreinato del Perú, e incorporadas definitivamente en el virreinato de Nueva Granada, del cual continuaron formando parte hasta que la guerra de emancipación puso término al gobierno del Rey de España en estas regiones de la América meridional. Este arreglo se verificó estando gobernando en Quito el presidente don José de Araujo y Río; más tarde, el año de 1742, por nuevas resoluciones emanadas del Gobierno superior de Madrid, la provincia de Guayaquil fue declarada parte integrante del virreinato de Nueva Granada, cuyos límites por el Sur se fijaron en el río Túmbez, que desemboca en el Pacífico45.

La nueva erección del virreinato se hizo al mismo tiempo que, rota la paz entre España e   -151-   Inglaterra, lanzaba ésta su poderosa escuadra contra las colonias americanas, con el intento de arrebatarlas al comercio y a la dominación de España; por esto, el nuevo Virrey de Bogotá, que lo fue don Sebastián de Eslaba, estableció su residencia en Cartagena, y se cubrió de gloria con la admirable defensa de aquella plaza, invadida y sitiada por el almirante Wernon46.

El primer Virrey que gobernó después de erigido el virreinato, terminó el período de mando en 1749; así es que, durante su administración, sucedieron los hechos, en cuya narración comenzamos a ocuparnos inmediatamente.

En 1744 habría terminado los ocho años de presidencia don José de Araujo y Río, si sus enemigos no lo hubieran calumniado en la Corte suspendido y humillado, hubo de hacer viaje a Madrid, quedando estas provincias gobernadas por el oidor don Manuel Rubio de Arévalo, hasta que el Rey hizo merced de la presidencia de   -152-   Quito al doctor don Fernando Félix Sánchez de Orellana, el cual fue el vigésimo segundo Presidente de Quito durante la época de la colonia.

El doctor don Fernando Félix Sánchez de Orellana era un criollo noble, nacido en el asiento de Latacunga, y que apenas contaba 29 años de edad cuando fue nombrado Presidente de Quito. Como Sánchez de Orellana fue el primero y también el único ecuatoriano que en tiempo de la colonia llegó a ocupar el elevado puesto de Presidente, conviene referir de qué manera se verificó semejante nombramiento.

Ya el once de diciembre de 1741, el mismo rey Felipe quinto había vendido la presidencia de la Real Audiencia de Quito en 26 mil pesos fuertes a don Francisco Miguel de Goyeneche, acaudalado caballero del Perú; la presidencia debía durar por ocho años, los cuales comenzarían a contarse desde que Araujo concluyera su período de mando. En la real cédula del nombramiento había una cláusula, por la cual se le facultaba a Goyeneche para que vendiera su derecho a quien quisiera comprarlo, o lo dejara en testamento a sus herederos, siempre que falleciera antes de haber tomado posesión de la presidencia. No sabemos por qué motivo Goyeneche, aprovechándose de esta facultad, desistió de su propósito de venir a servir personalmente la presidencia de Quito, y la vendió al Marqués de Solanda, quien la compró para su hijo primogénito, heredero del marquesado. Diose cuenta al Rey del convenio celebrado entre don Francisco Miguel de Goyeneche y el Marqués de Solanda, y Felipe quinto lo aprobó el 24 de abril de 1744.   -153-   Sin embargo, antes de expedir el título de Presidente para Sánchez de Orellana, le exigió que subsanara primero el inconveniente de ser nativo de Quito, consignando en la Tesorería de la Real Hacienda la suma de mil pesos fuertes; allanado este obstáculo, se le dio el nombramiento por cédula despachada el 27 de julio de 1744. La toma de posesión de la presidencia tuvo lugar en Quito, el 15 de marzo de 1745; ese día, ante los oidores que componían el tribunal, juró el elegido que cumpliría bien y religiosamente los deberes que su elevado cargo le imponía; y, como era doctor en Jurisprudencia civil y canónica, se declaró que no sólo podía presidir en la Audiencia, sino también dar su voto en todos los asuntos así civiles como criminales.

La ceremonia del juramento se practicó delante de un concurso numeroso, en la sala de la real cancillería, en la que se había levantado un altar, encima del cual, en medio de ceras encendidas, estaban puestos el sello real y los Santos Evangelios. El tribunal se componía a la sazón de los licenciados don Pedro Gómez de Andrade, don Esteban de Olais y Echeverría y don José de Quintana y Acevedo; ejercía el cargo de Fiscal don Juan de Luján y Bedia, que era al mismo tiempo Protector de los naturales o indígenas de este distrito47.

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Don Fernando Félix Sánchez de Orellana fue, pues, el primer quiteño que llegó a ocupar el alto empleo de Presidente de la Audiencia, Gobernador y Capitán General en tiempo de la colonia, lo cual habría sido una gloria y no un mero recuerdo histórico si solamente los méritos personales y no las riquezas de su familia le hubieran levantado a tan elevado destino. Sánchez de Orellana era el primer hijo de don Pedro Javier Sánchez de Orellana, Marqués de Solanda; y, aunque todavía joven, desempeñaba el cargo de Maese de campo del pequeño batallón que había entonces en Quito, y poseía el destino de Teniente de Corregidor y Justicia Mayor de la ciudad; había estudiado humanidades en el seminario de San Luis, y filosofía y jurisprudencia civil y canónica en el convictorio de San Fernando, fundado y dirigido por los dominicanos. Su ingenio no era sobresaliente, pero la riqueza de su familia y la autoridad e influencia de su padre le habían granjeado una reputación y nombradía universal en la colonia.

Don Pedro Javier Sánchez de Orellana fue casado con doña Francisca Rosalía Rada y Alvarado,   -155-   natural de Cuenca. Don Pedro Javier era nativo de Loja, donde estaba el solar de la familia Sánchez de Orellana, una de las más numerosas, ricas y nobles que había en la colonia a mediados del siglo decimoctavo, pues los Sánchez de Orellana pretendían descender del capitán don Francisco de Orellana, el famoso descubridor del Marañón. Don Pedro Javier, padre del Presidente de Quito, era el segundo Marqués de Solanda, y poseía en propiedad el cargo de Regidor perpetuo de esta ciudad. Los bienes en que se había vinculado el marquesado de Solanda estaban valuados en más de doscientos mil pesos, y le fueron legados por don Antonio Sánchez de Orellana, a quien Carlos segundo, por cédula del 27 de abril de 1700, concedió el título de Marqués de Solanda. Felipe quinto, en 30 de julio de 1715, le otorgó carta ejecutoria de hidalguía y nobleza; era, por lo mismo, esta familia poderosa y muy influyente en la colonia.

El nuevo Presidente era de índole mansa y de costumbres privadas ejemplares. Cuando tomó posesión del gobierno, la provincia y principalmente la ciudad de Quito ardía todavía en el fuego de la discordia, y los dos bandos, el llamado de los criollos, y el de los chapetones, se hacían la más cruda guerra; la familia Orellana estaba decididamente recostada al partido de los europeos, y el viejo Marqués de Solanda había sido uno de los más fervorosos amigos de don Dionisio de Alsedo. Con la presidencia de don Fernando Félix la familia fue árbitro de la suerte del país; en la bondad del Presidente creyeron encontrar los criollos una garantía contra sus émulos y rivales;   -156-   mas éstos crecieron en audacia, como se verá después. El Presidente era un criollo, un joven, carecía de vigor; había comprado la presidencia; ¿nos maravillaremos de que en la ciudad hayan continuado los bandos con encarnizamiento?

Cuando todavía la ciudad estaba dividida en partidos, falleció el obispo Paredes. Salió de Quito al pueblecillo de Sangolquí, y allí se sintió acometido repentinamente de un fuerte dolor de estómago, que en menos de veinticuatro horas le quitó la vida, el 23 de julio, viernes, a la una y media de la tarde, el mismo año de 1745, cuatro meses después que el presidente Orellana tomó posesión de su destino.

Pero ¿una muerte así tan violenta sería natural? ¿Qué pensaron los quiteños de entonces acerca de la muerte del ilustrísimo señor Paredes? ¿Cómo la explicaban? ¿A quién la atribuían?... Díjose entonces que el Obispo había muerto envenenado con un grano de solimán, que un cierto caballero de Quito logró ponerle en la comida, satisfaciendo así, con un asesinato sacrílego, preparado a sangre fría, la injusta venganza que contra el Prelado había concebido, por haberse negado el señor Paredes a cometer un acto de simonía, que el homicida le propuso. Era éste padre de un clérigo, y quería que a su hijo se le concediera en propiedad un curato de los mejores de la diócesis; opúsose al concurso el sacerdote y solicitó el beneficio; mas no pudo obtenerlo, porque en el examen sinodal fue reprobado; sintió grandemente el padre el mal éxito de su hijo, atribuyolo a injusticia de parte de los examinadores y rogó al Obispo que cambiara la   -157-   votación; manifestó el señor Paredes que no podía condescender con semejante petición; instó el otro; resistió el Prelado; ofreciole unas cuantas onzas de oro el caballero, deseoso de limpiar, según decía, la mancha que la reprobación había puesto en la honra de su hijo y de la familia; rechazó el Obispo con mansedumbre la oferta y despidió a su interlocutor; mas éste, henchido de venganza, salió a preparar la muerte del Prelado, con la cual intentaba castigar lo que él llamaba desaire inmerecido; ¡poco después el vengativo estaba satisfecho!

De esta manera referían los quiteños la historia de la triste muerte del ejemplar obispo Paredes48.

Pocos obispos ha habido tan ofendidos en vida como el ilustrísimo señor don Andrés de Paredes; gobernó diez años esta diócesis, cuando dos gravísimas plagas la tenían desolada; la suma pobreza de todas las provincias, y las discordias de los vecinos de Quito, divididos entre europeos y americanos; pero estas dos circunstancias fueron ocasión para que las virtudes del Obispo resplandecieran con ejemplo de mayor perfección. Tanta discreción tuvo, que acertó a mantener su dignidad con el decoro correspondiente a ella, sin que nadie pudiera censurarle de parcial ni de injusto. Aunque por su temperamento   -158-   natural debía ser propenso a la cólera, con todo, su mansedumbre fue tal, que nunca se le notó airado ni descompuesto, pues había llegado a dominarse tanto y a ser tan señor de sí mismo, que no se alteraba jamás; muchas veces fue insultado, y en su misma presencia no faltó quien le zahiriera y recriminara con palabras ásperas y de mucho descomedimiento; pero el Obispo se mantuvo sereno, sin que mudara ni su voz de tono, siempre suave y calmada.

Vivía de sus fondos patrimoniales, y, cuando había repartido todas sus rentas en limosnas, echaba mano hasta de sus utensilios domésticos y de las prendas de vestir para socorrer a los necesitados; más de una vez quitó las hebillas de sus zapatos y las dio a los pobres. Todos los días en persona se mezclaba con los mendigos para explicarles la doctrina cristiana, acariciándolos con sus manos, sin repugnancia a sus sórdidos harapos. En su propio palacio mantenía un pobre, para acompañarlo, servirlo y obsequiarlo personalmente. Fue tal su caridad, que llegó al extremo de recoger una criatura tierna y mandar criarla a su costa, para que la honra de una joven quiteña no padeciera ni el menor quebranto.

La entrada del palacio episcopal estaba franca y abierta para todo el que quisiera acercarse al Obispo, porque el ilustrísimo señor Paredes recibía a todos, dando a todos señaladas muestras de afecto sincero. No comía sino cada veinticuatro horas, y su alimento era de lo más parco y frugal; sus hábitos episcopales le duraron diez años, y fueron los mismos con que entró en esta ciudad, y los mismos con que viajó practicando la visita pastoral;   -159-   sus camisas eran solamente dos, y ésas del lienzo de algodón ordinario y común de que hacen las suyas los indios.

Causaba admiración verle celebrar el sacrificio de la Misa, por la reverencia con que practicaba las sagradas ceremonias; su compostura era edificante, y muchas veces su rostro estaba empapado en lágrimas. Los secretos de su mortificación corporal se pusieron de manifiesto al embalsamar su cadáver. A un Prelado tan temeroso de Dios, la muerte no le tomó desprevenido; todos los días se confesaba precisamente, y algún tiempo antes de su muerte hizo una confesión general de toda su vida, y se preparó para morir, rezando con el crucifijo en las manos la recomendación del alma y las demás preces del Ritual romano para los agonizantes; presintiendo cuán pronto sería su fin, al salir de Quito para Sangolquí, dijo que ya no regresaría más a la ciudad. No debe, pues, sorprendernos que los contemporáneos del señor Paredes, admirados de sus virtudes, hayan tenido como casos maravillosos algunos que le sucedieron al Prelado; sabían que leía constantemente la vida de Santo Tomás de Villanueva, y que se esmeraba en imitarlo, teniendo sus virtudes como espejo de perfección pastoral. Veían que las costumbres del señor Paredes seguían paso a paso las huellas de aquel santo y no podían menos de encontrar mucha semejanza entre el difunto Obispo de Quito y el insigne Arzobispo de Valencia; de ahí eso de hallar también señales milagrosas y portentos celestiales en la vida del ilustrísimo señor Paredes; se decía, que cuando venía navegando de Lima a Guayaquil,   -160-   se había librado milagrosamente de un inminente naufragio; que el año en que llegó a Quito no hubo ni lluvias ni inundación en el camino de la costa; que no le picaron los mosquitos en la montaña; y que, cuando iba de camino practicando la visita pastoral, las nubes formaban dosel sobre su cabeza, para preservarlo de los rayos del sol49.

Durante el gobierno del presidente Araujo hubo paz y armonía entre la potestad civil y la   -161-   autoridad eclesiástica; pero en los dos últimos años de la vida del señor Paredes no faltaron desavenencias fomentadas por el partido de los europeos, apoyado y sostenido por el oidor Rubio de Arévalo. Fue el caso que el presidente Araujo, de acuerdo con el Obispo y el Capítulo, depuso de los empleos de colector de rentas decimales y mayordomo de fábrica a don Antonio Pastrana, español avecindado en Quito, contra quien no faltaban quejas justas por su mala administración de las rentas eclesiásticas, que se le habían confiado. Pastrana apeló al Rey, y obtuvo en su favor una cédula, por la cual se mandaba que se le restituyeran los empleos de que se le había privado; notificada la cédula, respondió el Obispo que la obedecía, pero que no podía cumplirla mientras no fuera informado el Rey de los motivos que el Prelado y el Cabildo habían tenido para sus procedimientos en asuntos tan ligados con los intereses de la Iglesia. Hubo autos y decretos de la Audiencia en favor de Pastrana; pero, al fin, la jurisdicción eclesiástica fue acatada, y el Rey confirmó la destitución50.

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A su muerte dejaba el ilustrísimo señor Paredes una obra que no podía menos de perpetuar su nombre y el recuerdo de sus virtudes en esta ciudad. El día en que falleció se celebró la primera fiesta solemne de Nuestra Señora del Carmen en la iglesia de las religiosas carmelitas descalzas llamadas de Latacunga, edificada casi toda a expensas del Prelado. Este monasterio se fundó en el asiento de Latacunga el año de 1669; arruinada la población con el terremoto de 1698, fueron trasladadas las religiosas a Quito, y hospedadas provisionalmente en una casa particular de esta ciudad; pasados algunos años, se obtuvo permiso del Gobierno superior de Madrid para que se estableciera el convento en Quito, como se verificó, con la expresa declaración que hicieron los vecinos de Latacunga de que, por su parte, consentían en el establecimiento definitivo del monasterio en Quito. Fue tal el fervor del ilustrísimo señor Paredes para construir la nueva iglesia, que iba él en persona a la cantera, y traía las piedras cargadas a sus espaldas para el edificio; el ejemplo del Obispo fue poderoso, y la obra quedó concluida en poco tiempo, pudiendo decirse que se estrenó con los funerales que el día 3 de agosto de 1745 se celebraron en ella al Prelado. Había manifestado éste su deseo de que en   -163-   la nueva iglesia se diera sepultura a su corazón; extraído, pues, el corazón del pecho difunto del Obispo, fue sepultado en la iglesia de las carmelitas de la nueva fundación, y en las exequias solemnes que se celebraron el día del enterramiento, pronunció la oración fúnebre del Prelado el padre Pedro Milanesio, jesuita italiano que en aquella época gozaba en Quito de fama de orador. La memoria del ilustrísimo señor don Andrés de Paredes y Armendáriz ha pasado a la posteridad, ha llegado hasta nosotros y continuará viviendo en las edades futuras, perfumada, dirémoslo así, con el bálsamo de la santidad, que le granjeará, sin duda ninguna, el no ser echada en olvido jamás51.

Algunos años antes, el 19 de septiembre de 1738, había concluido también la carrera de esta vida mortal, a la edad de 77 años, el célebre doctor don Pedro de Zumárraga, uno de los personajes más notables de nuestra historia en la época colonial. Ya hemos dicho que fue natural de Lima; educose en el Colegio de San Martín de aquella ciudad; fue Catedrático jubilado de Derecho canónico en la Universidad de Santo Tomás de Aquino, y Provisor y Vicario General de los obispos don Sancho de Andrade y Figueroa, don Diego Ladrón de Guevara, don Luis Francisco   -164-   Romero, don Juan Gómez Frías y don Andrés de Paredes; desempeñó también el cargo de Vicario Capitular en dos sedes vacantes, y contribuyó con ricos dones al mayor esplendor del culto divino en la Catedral. La primera silla que obtuvo en el coro fue la de Canónigo Doctoral, y después mereció ser ascendido sucesivamente a todas cinco dignidades hasta la de Deán, en que falleció. Su carácter ostentoso se quebrantó con los años y las virtudes que cultivó, las cuales fueron, sin disputa, mayores que sus defectos52.

Celebrados los funerales del obispo Paredes, se reunieron los canónigos en capítulo para la designación de Vicario Capitular, y el 27 de julio eligieron por aclamación unánime al doctor don Gaspar Félix de Argandoña, Canónigo Doctoral, muy bien quisto de todos generalmente por sus prendas personales. No obstante, este Vicario renunció su cargo a los dos meses, alegando sus habituales enfermedades; y en su lugar, el 17 de septiembre de 1745, eligieron al canónigo magistral doctor don Pedro Miguel de Argandoña, presentado ya por el Rey para Obispo de Córdoba del Tucumán. Este Argandoña era hermano del   -165-   anterior; nombraron también como Provicario al doctor don Francisco Ponce, Penitenciario, dándole jurisdicción para que gobernara el obispado cuando enfermara o se ausentara el Vicario Principal. Notable fue en esta ocasión la cordura con que procedieron los canónigos, evitando todos aquellos alborotos y escándalos que se solían cometer en cada sede vacante; en el coro de la Catedral de Quito había entonces varios sacerdotes beneméritos, cuya influencia saludable se dejaba sentir en todos los actos del Cabildo eclesiástico. Don Pedro de Argandoña no desempeñó el oficio de Vicario Capitular sino hasta el 6 de marzo de 1746, en que lo renunció, por haber recibido las bulas de su obispado53.



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