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ArribaAbajoCapítulo séptimo

Los presidentes don Juan José de Villalengua y don Juan Antonio Món y Velarde


Don Juan José de Villalengua y Marfil, vigésimo sexto Presidente de Quito.- Esmero de Villalengua por el aseo y ornato de la ciudad.- Fundación del Lazareto y del Hospicio de Caridad.- Ideas notables del presidente Villalengua y del obispo Minayo acerca de la mendicidad pública.- Pesquisa secreta sobre la conducta del presidente Pizarro.- Erección del obispado de Cuenca.- El ilustrísimo señor doctor don José Carrión y Marfil, primer Obispo de Cuenca.- Indicaciones biográficas acerca de este Prelado.- El obispo don Blas Sobrino y Minayo es trasladado a Santiago de Chile.- Muerte del deán Orellana, Marqués de Solanda.- Don Juan Antonio Món y Velarde, vigésimo séptimo Presidente de Quito.- Su corto período de mando.- Fallecimiento de Carlos tercero.- Proclamación de Carlos cuarto.



I

Cuando don José García de León y Pizarro emprendió su viaje de regreso a la Península, quedaba ya en Quito su sucesor en la presidencia, que lo era su mismo yerno, don Juan José de Villalengua y Marfil. Villalengua había alcanzado el destino de Fiscal del crimen en la Audiencia de Lima; pero, antes de salir de esta ciudad para la capital del virreinato del Perú, recibió el nombramiento de Presidente-Regente de esta Real Audiencia y Gobernador y Capitán General de las provincias de su distrito; su título   -324-   le fue expedido el 12 de julio de 1783, y tomó posesión de su cargo el 4 de mayo de 1784, siendo el vigésimo sexto de los presidentes de Quito durante la época de la colonia.

Don Juan José de Villalengua era natural de la ciudad de Vélez-Málaga en la misma provincia de Málaga en España; en 1774, cuando no contaba más que veintiséis años de edad, vino a Quito con el cargo de Fiscal de la Audiencia, y desempeñó las comisiones importantes de la numeración de los indios y formación del primer censo de la población, necesario para la más adecuada demarcación del distrito correspondiente a los corregimientos en que estaba dividida la presidencia. Tuvo también el empleo de Protector de los indígenas de estas provincias. Hacía, pues, diez años a que residía en Quito cuando ascendió al destino de Presidente; era todavía joven, y apenas había transcurrido un mes después de su casamiento con la hija de su predecesor108.

El nuevo Presidente era ilustrado y estaba deseoso de adquirir méritos, haciendo obras que redundaran en beneficio de los pueblos confiados a su dirección y autoridad. Villalengua fue quien mandó empedrar todas las calles de la ciudad, pues, hasta esa época, no lo estaban sino las del centro; hizo que se blanquearan las paredes exteriores de todas las casas, y estableció carretas urbanas destinadas a recoger la basura y servir para el aseo de la población. Varón de ánimo   -325-   generoso, discurrió también formar paseos públicos, donde los vecinos gozaran de honesto recreo y esparcimiento; y, de acuerdo con el Cabildo civil de Quito, plantó la primera Alameda y el primer jardín público que hubo en esta capital. Anhelando por aficionar a los quiteños al culto de las cosas antiguas y a los recuerdos históricos, cuidó de levantar de nuevo desde los cimientos la capilla llamada entonces de la Vera Cruz, y conocida hoy con el nombre de Belén, la cual, según la tradición, se halla en el mismo punto donde Sebastián de Benalcázar y los conquistadores erigieron el primer templo provisional, cuando fundaron la ciudad de Quito sobre las ruinas de la capital de los Scyris; una lápida de mármol con una inscripción latina se colocó entonces en el muro derecho de la restaurada capilla, para recordar a las generaciones venideras lo sagrado de aquel modesto y sencillo monumento109.

Después, en lugar oportuno, referiremos lo que este Presidente hizo en beneficio de la instrucción pública en la colonia; ahora diremos cómo procuró que la distribución de la caridad fuera ordenada en pro de los mismos mendigos   -326-   y pordioseros, de que la ciudad, entonces como ahora, estaba inundada.

Había en aquellos años del reinado memorable de Carlos tercero un anhelo general de reformarlo todo, de reorganizar la sociedad, arrancando del seno de ella los gérmenes de postración que las preocupaciones erradas de los reinados anteriores habían dejado que fueran echando raíces dilatadas y profundas. La práctica de la limosna es una de las más excelentes virtudes enseñadas por el Evangelio; pero, cuando no se ejercita con discreción, sirve para que los vagos y los perezosos fomenten sus vicios, fiados en la caridad pública; he aquí cabalmente lo que se notaba en Quito con los mendigos que llenaban la ciudad. Unos eran indignos de la limosna, porque con ella se entregaban a una holgazanería desvergonzada; otros, aunque de veras pobres, vivían encenagados en vicios y del todo olvidados del cumplimiento de los deberes morales y religiosos de la vida cristiana. Semejante llaga social movió a lástima al ilustrado Villalengua; conferenció con el Obispo; y el Prelado y el Presidente se pusieron de acuerdo para aplicarle un remedio eficaz y duradero. De aquí tuvo origen la fundación de la casa del Hospicio de Caridad en Quito.

En España se hacían también en aquella misma época fundaciones de hospicios para los pobres, y de casas de caridad para los enfermos atacados de dolencias contagiosas e incurables; y el ejemplo de la Corte era imitado en las colonias americanas. El impulso dado a la beneficencia pública partía del trono; Carlos tercero era sinceramente   -327-   católico, mas no así sus ministros, los cuales, por desgracia, imbuidos en las opiniones irreligiosas que estaban entonces de moda, buscando celebridad, se apartaban de las enseñanzas de la Iglesia romana y extraviaban con su ejemplo el recto criterio del sensato pueblo español. Esta observación era indispensable antes de continuar refiriendo la historia de la fundación del Hospicio y del Lazareto de esta ciudad.

En las disposiciones que se expidieron acerca de la manera como debía hacerse la distribución de las casas que habían pertenecido a los jesuitas, se prevenía que se destinara una para Hospicio de pobres y establecimiento de Caridad. Reunida la junta de Temporalidades bajo la dirección del presidente Pizarro, comenzó a hacer la adjudicación de las casas de Quito a los objetos determinados en la instrucción del Conde de Aranda, y señaló la del Colegio máximo para Hospicio, y la del Noviciado para cuartel de la tropa de infantería que entonces había en esta capital; pero el señor Minayo hizo presente que esta segunda era más a propósito para Hospicio de pobres, y la del Colegio para cuartel; aceptada la indicación del Obispo, se verificó el cambio de destino en las casas, pero la fundación del Hospicio no se llevó a cabo sino en tiempo del presidente Villalengua.

Admirables son las disposiciones con que, de común acuerdo, el obispo Minayo y el presidente Villalengua hicieron la fundación del Hospicio; y todavía ahora la generación presente pudiera ser aleccionada por aquellos dos insignes varones. Deplorando ellos la propensión de la   -328-   gente del pueblo a la pereza, y la facilidad de cubrirse de harapos sucios para mendigar el pan de puerta en puerta, resolvieron que la casa del Hospicio fuera el santuario del trabajo, y que a todos los pobres se los constriñera a sacudir la pereza y trabajar. En el trabajo dispusieron que se observara un sistema constante, haciendo que cada pobre trabajara a proporción de su salud y de sus fuerzas, pues del trabajo debían ser excepcionados solamente los que estuvieran en imposibilidad física de trabajar. Si el pobre sabía un arte, debía ejercitarse en él; si no lo sabía, debía aprenderlo; pensamiento de veras moralizador. Todo pobre, en el mero hecho de andar mendigando por las calles, debía ser recogido en el Hospicio, donde se le acudiría con alimento, vestido y lo demás de que tuviera necesidad.

Según el plan acordado por los fundadores del Hospicio, se destinó en el área de la casa un sitio para los enfermos de elefancia; y así que se tuvieron concluidas las viviendas que en aquel lugar se construyeron, se fundó el Lazareto con cinco enfermos, que fueron los primeros que allí se recogieron. El primer administrador del Hospicio fue don Joaquín Tinajero, quien sirvió aquel destino por caridad, sin sueldo ni remuneración alguna.

Estaba preparada la casa, se habían arreglado en ella varios departamentos, había quien cuidara por caridad de los fondos que se fueran colectando, era, pues, llegado el día de abrirla, para que entrasen a habitarla los pobres, para quienes había sido fundada. Era la segunda casa de caridad pública que iba a tener la capital de la colonia,   -329-   a los dos siglos y medio de su existencia. Veamos cómo se instaló.

El 12 de abril de 1785 publicó el ilustrísimo señor Minayo una Carta Pastoral en la que exhortaba a los fieles que contribuyeran con erogaciones piadosas a la fundación del Hospicio para mendigos, que tanto reclamaban, como decía muy bien el Prelado, así la caridad cristiana, como la misma cultura social de la capital de la presidencia. Nombráronse dos personas honorables para colectar las limosnas y se hizo una suscripción de todos los contribuyentes; quedó a la libre elección de cada uno la cantidad con que resolvía contribuir, y aun el plazo y la materia, siendo voluntario el hacer las erogaciones en dinero o en especies, y el darlas cada semana, cada mes o cada año. La primera colecta produjo más de siete mil pesos. De este modo se puso por obra la fundación del Hospicio, una de las casas de caridad que todavía existen en Quito. Diole nombre el ilustrísimo señor Minayo y la llamó Hospicio de Jesús, María y José; la administración temporal se dejó a cargo de la autoridad civil, y el cuidado y régimen en lo espiritual se declaró que pertenecía al diocesano. El Presidente y el Obispo, cada uno por su parte, impusieron algunas contribuciones, con las cuales proveyeron de fondos al establecimiento.

Según la primitiva intención de los fundadores, en la casa debía haber tres departamentos: uno, el principal, para los mendigos, el segundo para huérfanos o niños expósitos, y el tercero para leprosos; en cada departamento, los varones habían de estar separados de las mujeres, en locales distintos. El Rey aprobó la fundación de la   -330-   casa, pero disponiendo que se construyese fuera de poblado, y no en la misma ciudad, el departamento para los leprosos. Por desgracia, tan atinada disposición no fue obedecida110.

En los trabajos de adorno de la ciudad y mejoramiento de ella, el presidente Villalengua tuvo un predecesor diligente en un compatriota suyo, don Miguel de Olmedo, también natural de Málaga. Olmedo residía en Panamá, y el año de 1766 vino a Quito, con el grado de Capitán de una de las compañías que fueron enviadas al mando de Zelaya para guarnecer esta ciudad; en 1767 fue nombrado Alcalde ordinario y, como tal, prestó señalados servicios al Gobierno en la expulsión de los jesuitas, cuya primera partida condujo hasta   -331-   Guayaquil. Olmedo hizo empedrar la calle ancha de San Blas y principió a formar el paseo de la Alameda. Más tarde se estableció en Guayaquil, donde en 1777 pretendió poner una fábrica de hielo artificial, y limpiar los pozos de agua dulce, que hacía muchos años estaban obstruidos en Ciudad vieja. Don Miguel de Olmedo fue el padre del famoso Cantor de Junín.

La justicia exige recordar que no fueron solamente don Miguel de Olmedo y don José de Villalengua quienes trabajaron en el aseo y mejoramiento de la ciudad; hubo también criollos distinguidos que tomaron una parte muy activa en semejantes empresas, y el principal de ellos fue don Clemente Sánchez, Marqués de Villa-Orellana, que desempeñaba el cargo de Alcalde ordinario de la ciudad. Por esto, en la lápida que se puso en la Alameda, se hizo mención de ambos alcaldes, a saber de Olmedo y de Sánchez111.

Seis años solamente gobernó el presidente Villalengua, pues en 1790 fue trasladado a Guatemala, con los mismos cargos y honores de que había gozado en Quito; este mandatario fue uno de los mejores entre los que gobernaron la colonia a fines del siglo pasado, y, cuando salió de esta ciudad, dejó en ella recuerdos gratos y motivos poderosos para que su nombre no cayera, como   -332-   no ha caído, en olvido jamás. Gobernó con acierto en tiempos difíciles, pues la idea de la completa emancipación política de estas provincias bullía ya en las cabezas de varios vecinos ilustrados, así nativos de estas provincias, como oriundos de la Metrópoli; pero Villalengua, aunque persiguió al más célebre de aquellos fervorosos patriotas, con todo no mereció el odio de sus contemporáneos. Su manera de gobernar era más bien sagaz que despótica, y con el cuidado que por mejorar las condiciones higiénicas de la ciudad manifestaba, logró granjearse la afición y el reconocimiento de los quiteños.

Tres acaecimientos de distinta naturaleza sucedieron en aquellos seis años; la pesquisa secreta que contra el predecesor de Villalengua mandó seguir el Consejo de Indias, la erección del obispado de Cuenca, y la prisión de don Eugenio de Santa Cruz y Espejo, muy conocido y aclamado en todo el virreinato como sujeto de no vulgar ingenio y variados conocimientos. Estos tres acaecimientos ejercieron mucha influencia en la sociedad quiteña y fueron parte para que el Gobierno de Villalengua no transcurriera tan desadvertido en la historia como sin ellos, tal vez, habría transcurrido.

En virtud de las muchas quejas y reclamaciones, que contra la codicia insaciable de Pizarro se habían elevado a la Corte, dispuso al fin el Consejo que se practicara una pesquisa secreta, con la cual o se comprobaran los denuncios, o se pusiera en claro la honradez del acusado; la medida era buena, pero erró el Consejo en la elección del magistrado a quien confió una comisión   -333-   tan delicada. Fue éste el oidor don Fernando Cuadrado y Valdenebro, enemigo personal encarnizado de Villalengua y, por lo mismo, deseoso de encontrar culpado a Pizarro. Aunque el Consejo y el Virrey recomendaban que se guardara el mayor secreto en la pesquisa, ésta no tardó en llegar a ser conocida, porque los mismos que eran llamados a declarar divulgaban después cuanto se les había preguntado y cuanto ellos habían informado, con lo cual, inquietándose los ánimos, comenzó a perturbarse la tranquilidad pública. Valdenebro exigió del Obispo que diera una declaración respecto de los obsequios que hubiera hecho a Pizarro, y entonces fueron los apuros y los conflictos del buen señor Minayo, que luchaba con la vergüenza de exponer la verdad, temiendo, con razón, el sonrojo que la confesión de ella podía ocasionarle112.

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Comprobados quedaron todos los cargos que se le harían a García y Pizarro; pero los servicios que había prestado a la Real Hacienda eran de mucha consideración, y, como por ellos le había dado las gracias el ministro Gálvez, a nombre del Rey, el expediente de la pesquisa se mandó archivar, sin que recayera sentencia ninguna. Don José García de León y Pizarro había llevado la suma de medio millón de pesos, que (en obsequios y de otras maneras) le había producido la presidencia de Quito, cosa casi increíble, atendida la pobreza en que gemían a la sazón estas provincias.

La pesquisa secreta acerca de la conducta de su suegro y predecesor en el gobierno le causó inquietud y algunos disgustos a Villalengua; en el tribunal no había entonces más que dos ministros, Cuadrado Valdenebro y José Merchante, ambos émulos y enemigos del Presidente, a quien en todo le hacían contradicción. Este escándalo, frecuente en la Audiencia de Quito, tenía consecuencias funestas tanto para la administración de justicia, como para la tranquilidad de la colonia. Cada día era más necesaria una autoridad   -335-   vigorosa, recta e ilustrada; crecían las necesidades sociales, aumentaba la población y la máquina política y administrativa era más complicada. La creación de los gobiernos de Guayaquil y de Cuenca, la dilatada extensión del territorio de la Audiencia, que se prolongaba desde Popayán hasta Piura, y la erección de una nueva diócesis en Cuenca requerían hombres dotados de no comunes prendas para el mando; además los tiempos eran peligrosos, y, aunque estos pueblos vivían tan aislados y tan distantes del viejo mundo, sin embargo estaban expuestos a que las borrascas que derribaban los tronos de Europa, los conmovieran también hondamente.

A su tiempo diremos quién era Espejo, cuáles fueron las alternativas de su vida y qué ideas dejó sembradas en la sociedad de la colonia; ahora la serie de los sucesos históricos exige que refiramos de qué modo se llevó a cabo la erección del obispado de Cuenca.

El primero que concibió la idea de la formación de una nueva diócesis en Cuenca fue el ilustrísimo señor Nieto Polo, cuando recorrió por primera vez las provincias meridionales de la entonces dilatadísima diócesis de Quito, practicando la visita pastoral. Era imposible, en verdad, que un Obispo, por celoso que fuera, pudiera atender al ministerio espiritual en una diócesis tan extensa y tan poblada como la de Quito a mediados del siglo pasado, tanto más, cuanto los caminos fragosos, los climas enfermizos y la distancia de las poblaciones obligaban al Prelado a emplear casi toda la vida en la visita pastoral, con manifiesto peligro de muerte. El insigne señor Nieto Polo   -336-   del Águila sucumbió agotado a consecuencia de sus fatigas en la visita del obispado.

Las representaciones de este célebre Prelado fueron atendidas en el Consejo de Indias y Carlos tercero resolvió la erección de un nuevo obispado en el departamento judicial de la Audiencia de Quito; solicitose en consecuencia el rescripto de la Santa Sede, y el papa Clemente decimotercero, por Breve expedido en Roma el 6 de enero de 1769, concedió al Obispo que fuera del agrado del Rey la facultad de hacer la erección de la nueva diócesis. Según la práctica observada puntualmente por el Gobierno español, se pidieron informes anticipados al Arzobispo de Lima como Metropolitano, al Cabildo eclesiástico de Quito, a los virreyes del Perú y del Nuevo Reino de Granada, al Presidente y a la Audiencia sobre la necesidad, la conveniencia y la utilidad de erigir el nuevo obispado; hubo también representaciones del Cabildo civil de Guayaquil y súplicas del Cabildo civil de Cuenca y de los vecinos de esta ciudad en apoyo de la solicitada diócesis. Al fin, el año de 1773 el mismo rey Carlos tercero envió al ilustrísimo señor don Miguel Moreno y Ollo, Obispo de Panamá, la comisión de hacer la erección de la nueva diócesis; el señor Moreno se excusó, alegando que estaba ya en Guamanga, a donde acababa de ser trasladado; fue, pues, indispensable remitir la facultad a otro Obispo, y se designó al de Popayán, como más cercano a Quito, cuyo terreno debía ser desmembrado. Era Obispo de Popayán don Antonio de Obregón, quien, al recibir la cédula del Real encargo, representó que por su edad avanzada y por sus enfermedades no podía   -337-   trasladarse a Cuenca para hacer personalmente la erección; por lo cual, se le autorizó para que delegara en un eclesiástico de su confianza la facultad de practicar todas aquellas diligencias previas para pronunciar el auto en que se declarara hecha la erección. Este auto debía pronunciarlo el mismo Obispo comisionado, quedando la confirmación reservada a la Silla Apostólica, como lo había mandado Clemente decimotercero.

El Obispo de Popayán eligió dos eclesiásticos de su diócesis, que fueron el doctor don Miguel de Unda y Luna y el doctor don Mariano Grijalva. El primero, nacido en Quito y ahijado en Bautismo del célebre don Pedro Maldonado, era Maestrescuela de la Catedral de Popayán y Rector del Seminario diocesano y conocía mucho la provincia de Cuenca, por haber sido cura algunos años en la parroquia de Cañar, cuya iglesia edificó desde sus cimientos. El doctor Grijalva, médico de profesión, graduado en Lima, abrazó en edad madura el estado eclesiástico y pasó a Popayán en compañía del ilustrísimo señor Obregón; era nativo de Ibarra, y desempeñaba la cura de almas en Nóvita, capital de la provincia del Chocó.

Los comisionados vinieron a Quito en tiempo del presidente Diguja, y, después de vencidas algunas dificultades, fueron a Cuenca, donde pusieron por obra todas las diligencias previas para la desmembración del obispado de Quito y erección canónica del futuro de Cuenca, según las instrucciones que se les habían comunicado. El doctor Grijalva regresó poco después a Popayán, y quedó en Cuenca solamente el doctor Unda y Luna. En virtud de lo determinado por el Real Consejo   -338-   de Indias, el territorio de la nueva diócesis debía comprender las tres provincias de Cuenca, Loja y Guayaquil; los comisionados eclesiásticos habían de hacer tan solamente la desmembración espiritual del obispado de Quito, señalando las ciudades, pueblos y lugares sobre quienes había de ejercer jurisdicción el Obispo de la diócesis proyectada; y un Comisionado regio debía verificar la demarcación territorial. Así se ejecutó, y el licenciado don Serafín Veyan, Fiscal de la Audiencia de Quito, llevó a cabo esta parte de la comisión.

Mas todos estos trabajos no eran sino diligencias preparatorias para que, mediante ellas, el Obispo de Popayán pronunciara el auto de la erección canónica. En efecto, el auto de la erección lo expidió el ilustrísimo señor doctor don Jerónimo Antonio de Obregón en la ciudad de Popayán el día primero de julio del año de 1776; elevado al Consejo de Indias, fue aprobado, con ligeras modificaciones, y Carlos tercero lo ratificó, expidiendo su Real cédula, fechada, en Aranjuez, el 13 de junio de 1779, que es el instrumento legal de la erección del obispado de Cuenca113.

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El nuevo obispado comprendía los territorios de Guayaquil, Cuenca, Loja, Zaruma, Portoviejo y Alausí; la capital de la diócesis se estableció en Cuenca, la cual, por lo mismo, fue erigida en sede episcopal, sufragánea del Metropolitano de Lima. La iglesia matriz fue constituida en Catedral, bajo el patrocinio y advocación de la Santísima Virgen, en el misterio de su Concepción Inmaculada, y se le dieron a la nueva iglesia las leyes, estatutos, usos, costumbres, prácticas y privilegios de la iglesia de Quito, de la cual había sido segregada, y a la cual debía reconocer en adelante como iglesia madre.

El ingeniero don Francisco Requena propuso que al nuevo obispado se le incorporaran también los territorios de las misiones de Mainas y   -340-   el Marañón; pero, después de considerado maduramente el proyecto, se resolvió que continuaran dependiendo de la misma diócesis de Quito. Así quedó erigida, al fin, la nueva iglesia de Cuenca; pero todavía se suspendió la elección de Prelado hasta que terminara la guerra, que, por aquel tiempo, estalló entre España y la Gran Bretaña. ¡A los treinta años después de la representación del ilustrísimo señor Polo quedaron realizados los deseos de tan celoso Prelado con la erección de la diócesis de Cuenca!

La práctica lenta del Gobierno español en todos sus procedimientos, el largo tiempo que hubo de transcurrir mientras venían de la Península acá las órdenes del Consejo, y regresaban de aquí allá los informes; los estudios que sobre el estado de la población, el número de ella y la suma de los productos decimales fue indispensable practicar para el mejor acierto en un punto tan importante, y las representaciones que contra la oportunidad de la erección del nuevo obispado elevó el Cabildo eclesiástico de Quito, alegando la extremada pobreza en que, por las fatales circunstancias de los tiempos, se encontraba la diócesis quitense, no pudieron menos de retardar la resolución definitiva. El Gobierno español temía, y con razón, que, erigida la nueva diócesis, ambos obispados quedaran reducidos a la miseria, con mengua del decoro de la dignidad episcopal, y no dio cima a la erección sino cuando se manifestó que las rentas decimales eran suficientes. Otro motivo de retardo fue la duda presentada por el Fiscal de Quito, relativamente a la delegación hecha por el Obispo de Popayán en sus comisionados,   -341-   pues sostenía el Fiscal que la comisión dada por el Rey al Obispo era personalísima, y que así éste no podía delegarla en nadie. Discutido este punto, resolvió el virrey Mesía de la Cerda, que el ilustrísimo señor Obregón estaba facultado para transferir sus poderes a los comisionados, con lo cual no hubo ya obstáculos para que se procediera a la tan contrariada erección.

Al fin, terminada la guerra entre España e Inglaterra, volvió Carlos tercero sus miradas a la América, y el día 22 de agosto de 1785, por una su Real cédula, expedida en San Ildefonso, mandó que el Consejo de Indias le indicara el eclesiástico que había de presentarse al Papa para que fuera instituido primer Obispo de la nueva sede recientemente erigida en Cuenca. El Consejo propuso como candidato al doctor don José Carrión y Marfil, auxiliar del Arzobispo de Bogotá, don Antonio Caballero y Góngora, Virrey del Nuevo Reino de Granada, y, aceptado por el Rey, fue presentado a Pío sexto en julio de 1736, y preconizado en diciembre del mismo año. El Consejo dio el pase a las bulas en enero de 1787 y Cuenca se preparó a recibir con grande regocijo a su primer Obispo, marcando como fecha memorable el día de su entrada en la ciudad. Pero es necesario que digamos cuáles eran los antecedentes del primer Obispo de Cuenca, antes de referir cómo fue recibido en su diócesis.

El ilustrísimo señor doctor don José Carrión y Marfil era natural de la villa de Estepona del Reino de Málaga en España; nacido el 22 de abril de 1747, tenía cuarenta años de edad, cuando vino a regir el obispado de Cuenca; era primo hermano   -342-   del presidente Villalengua, pues sus padres legítimos fueron don José Carrión y doña Isabel Marfil, hermana de la madre del Presidente. Hizo sus estudios en Alcalá de Henares, en cuya Universidad los concluyó alcanzando el grado de Doctor en Jurisprudencia y Cánones; abrazó el estado eclesiástico y recibió el orden del presbiterado el 28 de agosto de 1773. Protegido por el Arzobispo Virrey, don Antonio Caballero y Góngora, ascendió en breve tiempo a la dignidad episcopal, con el cargo de auxiliar del mismo Prelado, y fue consagrado en Cartagena, el 27 de marzo de 1785, con el titulo de Obispo de Caristo in partibus infidelium. Estaba gobernando la Arquidiócesis de Bogotá, cuando Carlos tercero lo presentó para primer Obispo de Cuenca. Recibidas sus bulas, emprendió su viaje, viniendo por tierra desde Bogotá; llegó a Quito en octubre, y el 28 de aquel mes prestó en la Audiencia el juramento de obediencia y fidelidad al Rey, cumpliendo así con lo que por terminantes órdenes del Consejo estaba mandado, y el 17 de diciembre de aquel mismo año de 1787 hizo su entrada solemne en la ciudad, y el 22 tomó posesión del obispado.

Extraordinaria alegría hubo en Cuenca con la llegada de su primer Obispo; en todos los pueblos por donde pasaba era recibido bajo arcos de triunfo, le echaban flores y lo aclamaban. Estaba el ilustrísimo señor Carrión en el vigor de su edad; y, aunque la Providencia no lo había enriquecido con dotes extraordinarias, sin embargo, era recto, íntegro y amante de llenar cumplidamente los deberes de su cargo pastoral. Hacía trece años ha que en Cuenca habían estado esperando la venida   -343-   del Obispo; el año de 1774, cuando se terminaron las diligencias para la erección de la diócesis, fue tanto el contento de todos los vecinos, que hicieron una gran fiesta el día miércoles, 19 de octubre, sacando en procesión solemne la imagen de la Santísima Virgen, desde el templo de la Concepción a la iglesia matriz, donde celebró Misa cantada el mismo Maestrescuela de Popayán, don Miguel de Unda, Comisionado para la desmembración del obispado de Quito y erección del nuevo en Cuenca. Hubo además tres noches seguidas de luminarias. La ciudad de Cuenca, cabeza del obispado, contaba entonces veinte mil habitantes, y tenía tres parroquias además de la principal, San Blas, San Sebastián y San Roque; había dos monasterios de religiosas, cuatro conventos de frailes y un hospital. Los monasterios de monjas eran el de la Concepción, bajo la regla, y el instituto de San Francisco, fundado hacía más de ciento setenta años, por el santo obispo don fray Luis López de Solís, y el de Carmelitas descalzas, para cuya fundación, en el último tercio del siglo decimoséptimo, habían contribuido algunos vecinos devotos de Cuenca114.

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Los conventos de frailes eran: el de los dominicanos, el de los franciscanos, el de los agustinos y el de los mercenarios, en los cuales, aunque el número de religiosos no era escaso, con todo la disciplina claustral estaba lastimosamente relajada.

El Hospital, fundado casi desde principios del mismo siglo decimoctavo, había estado, con grande penuria de recursos, conservándose sin adelanto ni mejora alguna, hasta que en 1747 fue confiado al cuidado de los hermanos betlemitas, quienes hicieron esfuerzos para levantar la iglesia y dar más comodidad a la casa. Por un error censurable, el Hospital estaba en el centro de la ciudad, y ocupaba gran parte del área de la manzana occidental en la plaza mayor.

El nuevo obispado se dilataba hasta las montañas de Jaén de Bracamoros, en las cuales partía jurisdicción con el de Trujillo por el Oriente y Mediodía; el Océano Pacífico era su límite por el Occidente, y le pertenecían las ciudades de Loja, de Guayaquil y Portoviejo, con los pueblos que de ellas dependían.

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Nombrado el Obispo y tomada la posesión canónica de la diócesis, comenzó el mismo Carlos tercero a hacer las provisiones de las dignidades, canonjías y prebendas del nuevo coro; el primer Deán fue el ya conocido doctor don Miguel de Unda y Luna, quien no aceptó la merced de Su Majestad y prefirió quedarse en Quito. El arcedianato se le concedió a don Jerónimo Gallegos, Racionero en la Catedral de Quito, y por primer Maestrescuela fue presentado el doctor don Apolinario Morales, cura del pueblo de Tumbaco. En cuanto a las otras dos dignidades, de Chantre y de Tesorero, se determinó que no se proveyeran inmediatamente, sino cuando hubiera rentas competentes para el sostenimiento del culto divino en la Catedral. En poco tiempo estuvo constituido el primer Cabildo eclesiástico de la iglesia de Cuenca.

Cuando llegó el primer Obispo, era cura de la parroquia matriz de la ciudad el doctor don Francisco Aguilar y Pimienta, natural de Cartagena; vino con el ilustrísimo señor Minayo, se opuso a la Canonjía Doctoral de Quito y estaba desempeñando el cargo de Provisor y Vicario General de esta diócesis, por lo cual se hallaba ausente de Cuenca, donde hacía sus veces el presbítero don José Ojeda. Campo extenso y muy erizado de tropiezos tenía delante para ejercitar su celo pastoral el ilustrísimo señor Carrión y Marfil, primer Obispo de Cuenca; pesaba sobre sus hombros un cargo grave y sumamente difícil, el de fundar un nuevo obispado, arrancando abusos inveterados, y plantando costumbres conformes con la pureza y santidad de la doctrina evangélica.   -346-   ¿Cumplió el ilustrísimo señor Marfil con tan sagrada obligación? ¿Cuáles fueron los resultados morales de la fundación del nuevo obispado en la colonia? La sencilla narración de los hechos dará a conocer de qué manera procedió el Prelado, y los obstáculos que en el ejercicio de su jurisdicción encontró; ningún asunto más delicado para la conciencia de un historiador; ninguno más provechoso para la posteridad, si la historia ha de ser la justificación del gobierno de la Providencia sobre las sociedades humanas.

El ilustrísimo señor Minayo no se conformó con la división del obispado de Quito; y, aunque consintió en ella, con todo fue tal su desabrimiento, que pidió y aun instó al Rey que lo sacara de esta diócesis y lo trasladara a cualquiera otra de las de América o España. El señor Minayo no era codicioso ni siquiera interesado; no poseía ciertamente ni aquel amor heroico de la pobreza, ni aquel consumado desprendimiento real de todas las comodidades terrenas, que tanto habían brillado en algunos de sus predecesores en la misma sede de Quito; decoroso en su porte exterior, compasivo para con los pobres, más bien largo que corto en dar limosna y en socorrer a los necesitados; manso de carácter y discreto, ¿qué era lo que le había causado tanto desagrado en la desmembración de su diócesis? La situación de todas las provincias que componían la presidencia de Quito era en aquellos tiempos deplorable, pues los pueblos y los individuos, los lugares y las familias habían caído en el estado más absoluto no sólo de escasez y pobreza, sino de verdadera miseria; el obispo Minayo había   -347-   señalado mesadas y pensiones a muchas personas indigentes, y había prometido auxilios a algunos establecimientos de caridad; y, como las necesidades crecían y sus rentas disminuían, no pudo menos de encontrarse en condición angustiosa, sin recursos para acudir, como lo había hecho antes, a todos los necesitados, a medida de sus buenos deseos. He aquí por qué prefirió dejar un obispado, donde no le era ya posible continuar cumpliendo sus compromisos caritativos. A una sola casa, a la del Hospicio, en cuya fundación tuvo la principal parte, acudía el ilustrísimo señor Minayo con dos mil pesos anuales, que los satisfacía de su propia renta.

A la apretada situación en que lo puso la desmembración del obispado, se añadieron los continuos achaques, causados por el clima lluvioso de Quito, y la falta de salud que le obligaba a vivir en su palacio, sin poder salir a practicar la visita pastoral; por todo lo que renunció esta diócesis y aceptó gustosísimo su traslación al obispado de Santiago de Chile. Apenas recibió los documentos, que con tanto deseo había esperado, cuando los comunicó al Cabildo eclesiástico, advirtiendo que podía declararse la sede vacante. El 17 de julio de 1789 hizo saber el ilustrísimo señor Minayo al Cabildo eclesiástico que le habían llegado ya las bulas de Obispo de Santiago de Chile, y los canónigos eligieron al mismo Obispo por Vicario Capitular, para que continuara gobernando la diócesis, mientras disponía su viaje a Chile; pero el Deán, que lo era entonces don Pedro Mesía, contradijo esta elección, aduciendo   -348-   razones canónicas, por las cuales sostenía que el Obispo no podía ser Vicario Capitular115.

Despidiose, pues, de esta ciudad el ilustrísimo señor Minayo el mismo año de 1789, y partió para Santiago de Chile dejando gratos recuerdos de su caridad y solicitud por los pobres y los necesitados. Mientras el Obispo vivió en Quito casi no se conoció su bondad o, a lo menos, no se quiso apreciarla ni hacerle justicia; cerraron los ojos los quiteños sobre las virtudes del señor Minayo, y los tuvieron abiertos solamente sobre sus defectos, sobre la predilección que profesaba a los suyos, y sobre su condescendencia con los mandatarios y poderosos. Pero el pueblo, viéndolo partir para siempre de Quito, se enterneció, acordándose cuánta había sido su caridad cuando cuatro años antes esta ciudad y su comarca fue azotada por la epidemia del sarampión.

En efecto, el año de 1785 se experimentó en Quito una enfermedad maligna, de la cual en pocos meses perecieron en la ciudad casi ocho mil personas entre niños y adultos; calificose de escorbuto y de sarampión, por las irritaciones que, como síntoma característico, se notaron en la piel, hinchada, entumecida y roja, de los enfermos. Viendo la ciudad desolada, puso en ejercicio su celo el Obispo; todos los días mientras duró el contagio distribuía seis pesos en plata; hizo acumular   -349-   en su palacio una cantidad considerable de azúcar, carne, pan y otros alimentos acondicionados para los enfermos, y todos los días los mandaba repartir a los pobres; ordenó que todos los sacerdotes seculares de la ciudad se reunieran en sus respectivas parroquias, para acudir sin demora al auxilio espiritual de los moribundos, y dispuso que los curas recorrieran todos los días las casas de sus distritos, administrando el sagrado Viático a los apestados.

También el presidente Villalengua se manifestó en aquella ocasión muy solícito en socorrer a los acometidos del contagio; dispuso que en cada calle se nombrara un individuo, al cual se le diera el encargo de vigilar sobre las tiendas y las casas, a fin de que no sufrieran los enfermos por desamparo o falta de cuidado; y a los médicos y a los sangradores les mandó distribuirse por barrios o cuarteles la ciudad, para atender a los apestados. Aún hizo más, dio órdenes para que en las boticas se vendieran los remedios a precios ínfimos, y, con esmero laudable, cuidó de que se acopiaran grandes porciones de todas aquellas hierbas medicinales recetadas por los médicos, para que, sin el trabajo de ir a buscarlas, pudieran tenerlas a las manos de balde los pobres. Pocas veces ha padecido tanto esta provincia como el año de 1785.




II

A fines de 1789 se alejaba de aquí el obispo Minayo, y en abril del año siguiente, concluido el período de mando, entregaba Villalengua el gobierno y la presidencia a su sucesor, el doctor don   -350-   Antonio Món y Velarde, vigésimo séptimo Presidente de Quito durante la época de la dominación colonial.

El nuevo Presidente era español, nacido en las montañas del principado de Asturias, hombre ilustrado y que había obtenido algunas plazas importantes en la magistratura judicial de las colonias. Fue Oidor sucesivamente en las cancillerías de Guadalajara y de Bogotá. Su gobierno en Quito fue de tan corta duración, que le dio tiempo apenas para conocer el estado de abatimiento de las provincias, y deplorarlo en las comunicaciones que elevó a la Corte. Tomó posesión de la presidencia el 29 de abril de 1790, y concluyó antes de un año, el 5 de marzo de 1791; fue ascendido a Consejero de Indias, y falleció en Cádiz, cuando regresaba a España, para ejercer el honroso cargo a que sus méritos lo habían elevado.

El señor Món y Velarde ha sido entre los presidentes de la colonia el que gobernó menos tiempo; su carácter era recto y muy inclinado a la clemencia; el corto período de once meses que duró su gobierno, bastó para granjearle no sólo el aprecio sino el reconocimiento de cuantos le trataron. Lo mismo había sucedido en la provincia de Antioquia, a la cual fue enviado como Visitador; su bondad, su celo por el bien público, dejaron tan reconocidos a los moradores de toda aquella provincia, que el nombre del oidor Món era pronunciado con reconocimiento como el de un benefactor insigne116.

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El mismo año en que principió su período de mando el presidente Villalengua, concluyó la peregrinación de esta vida mortal para pasar a la eterna el doctor don Fernando Félix Sánchez de Orellana, Deán de la Catedral de Quito y Marqués de Solanda. El 5 de noviembre de 1784, día viernes, como a las diez y media de la mañana, pasaba por la calle de la iglesia del Carmen moderno y, caminadas apenas unas dos cuadras, cayó muerto repentinamente. Era sacerdote de buenas costumbres, suave de carácter y muy honesto; murió a los treinta años de haber sido nombrado Deán, y a su muerte no dejó ni una sola persona que contra él estuviera justamente resentida, circunstancia que sobra para enaltecer su memoria; pues, ni sus riquezas ni su jerarquía social ni su poder fueron parte para hacerlo faltar a las leyes de la cristiana urbanidad en su trato con los inferiores. El obispo Ponce y Carrasco lo humilló y lo afligió; pero Orellana tuvo magnanimidad para reconocer su engaño y confesar las faltas en que, por errores de concepto, había caído; por esto, el nombre del Marqués de Solanda, Deán de la Catedral de Quito, debe contarse entre los de los eclesiásticos más ilustres del tiempo de la colonia. La historia de su gobierno como Presidente de la   -352-   Audiencia de Quito la hemos contado en el lugar correspondiente117.

El 14 de diciembre de 1788 murió Carlos tercero; y en 1789 principió a reinar Carlos cuarto, su hijo y sucesor. Carlos tercero fallecía en avanzada edad, dejando por heredero de su corona a Carlos cuarto, de ánimo irresoluto y de índole débil, cuando comenzaba la mayor transformación política llevada a cabo en los tiempos modernos. Carlos tercero amaba de veras a sus vasallos, y procuraba con anhelo el bien de los pueblos; bajo su reinado se pusieron en planta reformas útiles, que produjeron mejoras positivas en las colonias; monarca justiciero, de limpias y honestas costumbres, sinceramente religioso, su autoridad fue acatada y obedecida con rendimiento y sumisión. Durante su largo reinado de casi treinta años, eligió sólo tres presidentes para Quito,   -353-   que fueron Diguja, Pizarro y Villalengua, dos de los cuales gobernaron con acierto, y dejaron memorias gratas de su permanencia en estas provincias.

Carlos tercero decretó algunas medidas administrativas, con las cuales promovió el adelantamiento de la presidencia de Quito; la erección de las gobernaciones de Cuenca y de Guayaquil, la formación del nuevo obispado de Cuenca y el nombramiento del primer Obispo; la organización del primer batallón o tropa veterana; la demarcación de los límites entre las posesiones portuguesas y las españolas en el Marañón; el primer censo de la población; la mayor libertad del comercio del cacao concedida a Guayaquil; la fundación   -354-   de la Universidad en Quito con nuevos estatutos y reglamentos, y la del Hospicio para mendigos y elefanciacos, fueron obras en que tuvo parte la autoridad de este Monarca.

Las colonias no podían menos de estar sujetas a la influencia de la Metrópoli; y el reinado de Carlos tercero, que tantas reformas y mejoras llevó a cabo en España, debía necesariamente promoverlas también en las posesiones americanas. En abril de 1789, se recibió en Quito la noticia de la muerte de Carlos tercero y de la exaltación de Carlos cuarto; y las funciones de los funerales del padre y de la coronación del hijo y sucesor fueron las últimas en que tomó parte como Presidente don Juan José de Villalengua; poco después, entregando el gobierno al doctor don Juan Antonio Món y Velarde, salió para Ambato, donde permaneció hasta que principió la estación del verano y pudo bajar a Guayaquil, continuando su viaje a Guatemala. Villalengua mereció la distinción honrosa de ser condecorado con la Cruz de la Orden de Carlos tercero y el nombramiento de Ministro del Real Consejo de Indias.

En el mismo mes de abril, en que llegó a Quito la noticia de la muerte de Carlos tercero, se celebraron sus exequias con el acostumbrado aparato y solemnidad; y, terminados en septiembre los meses de luto, se tuvieron desde el 27 hasta el 30 las acostumbradas fiestas por la coronación y jura de Carlos cuarto. Hubo como siempre en aquellas ocasiones las invariables prácticas religiosas y profanas, con que nuestros mayores solían manifestar su duelo oficial por el fallecimiento   -355-   de un monarca, y su regocijo ceremonioso por la exaltación de su sucesor al trono.

Sin embargo, en esta ocasión la ciudad de Cuenca hizo, con fiestas muy solemnes, demostración especial de júbilo en la proclamación de Carlos cuarto; pusiéronse en la plaza principal, en un trono levantado con grande lujo, los bustos del Rey y de su esposa la reina María Luisa, y por casi dos días completos los estuvieron alumbrando con ceras encendidas, manera de obsequio muy acostumbrado, cuando se trataba de la persona de los soberanos. Era esto precisamente el año en que en Europa se estaba consumando la más trascendental de las revoluciones contra el poder Real y contra la familia de los Borbones, entonces dominadora de Francia, España, Italia y Portugal118.





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ArribaAbajoCapítulo octavo

El presidente don Luis Muñoz de Guzmán


Viene a Quito el sucesor del señor Món y Velarde.- Quién era el señor don Luis Muñoz de Guzmán, vigésimo octavo Presidente de Quito.- Cómo estaba organizada entonces la Audiencia.- Carácter del Presidente.- El ilustrísimo señor don José Pérez Calama, vigésimo Obispo de Quito.- Noticias biográficas acerca de este Prelado.- Sus virtudes.- Sus extravagancias.- Su celo por la ilustración del clero.- Renuncia el obispado y regresa a España.- Su muerte.- Sociedad patriótica de amigos del país.- Corto episcopado del ilustrísimo señor don fray José Díaz de la Madrid, vigésimo primero Obispo de Quito.- Rasgos biográficos sobre el ilustrísimo señor Díaz de la Madrid.- Viene el ilustrísimo señor don Miguel Álvarez Cortés, vigésimo segundo Obispo de Quito.- Datos relativos a este Obispo.- Terremoto de Riobamba.



I

El presidente Món y Velarde estaba todavía en Quito, cuando llegó a esta ciudad el sucesor del ilustrísimo señor Minayo, que fue el doctor don José Pérez Calama, vigésimo en la serie de los obispos de la diócesis quitense. El gobierno del ilustrísimo señor Calama fue de muy poca duración, porque antes de dos años completos emprendió su viaje de regreso a España, dejando vacante la sede por la renuncia que hizo del obispado, aun antes de entrar en la capital. Cuando el Obispo se volvía a España, estaba ya en Quito ejerciendo   -358-   el cargo de Presidente el capitán don Luis Antonio Muñoz de Guzmán, inmediato sucesor de Món y Velarde, y vigésimo octavo en la sucesión de los presidentes de Quito durante el régimen colonial.

Don Luis Antonio Muñoz de Guzmán fue el segundo Presidente nombrado por Carlos cuarto, y gobernó más de seis años; en su tiempo la presidencia estaba separada de la regencia de la Audiencia, y el tribunal había recibido una organización nueva. Narremos los sucesos que, durante el período de mando del presidente Muñoz de Guzmán, acontecieron.

Don Luis Antonio de Guzmán se hallaba en edad provecta cuando vino a Quito; pasaba de cincuenta años, y su constitución física, de suyo robusta, se había endurecido más con los trabajos de la marina, en que el futuro mandatario de Quito se había ejercitado desde muy joven. Era natural de Sevilla y, preciándose de la nobleza de su alcurnia, añadía a sus dos apellidos un tercero, el de Montero de Espinosa; condecorado con el hábito de Caballero de Santiago y la dignidad de Comendador de las Pueblas en la Orden de Alcántara, no podía menos de ser recibido en la colonia con señaladas manifestaciones de respeto y consideración. Muñoz de Guzmán tenía el grado de Jefe de Escuadra en la Real Armada, y había servido más de treinta años en la marina; cuando fue nombrado Presidente de Quito se hallaba desempeñando el cargo de Jefe de la tercera división de la Escuadra, en el navío de guerra San Fulgencio, bajo las órdenes del Teniente General don Francisco de Borja. El título de Presidente   -359-   le fue concedido en Madrid, el 25 de marzo de 1790, y tomó posesión de su destino el 13 de junio del año siguiente de 1791119.

Componían el tribunal de la Real Audiencia en aquella época don Estanislao de Andino, que era el Regente; don Lucas Muñoz y Cubero, Oidor Decano; don Fernando Cuadrado y Valdenebro y don Juan Moreno y Avendaño, ministros; Fiscal era el mismo don José Merchante y Contreras. El Presidente carecía de voto, por no ser letrado.

Nunca había estado más inquieta la ciudad; había agitación en todas las clases sociales y ansia de saber las noticias que venían de España, las cuales, una vez recibidas, se comentaban de mil diversas maneras, aumentando la inquietud y el desasosiego. La exaltación de los ánimos no era ignorada en la Corte, y esto había movido al Consejo a determinar que la presidencia se encargara a un jefe militar de cuya lealtad y tino estuviera seguro el Monarca. En la elección de don Luis Muñoz de Guzmán hubo feliz acierto; era Guzmán honrado, firme y sinceramente religioso; vino a Quito con su esposa la señora doña María Luisa Ezterripa, oriunda de Vizcaya, y una niña de pocos años de edad, único fruto de su matrimonio. Hombre serio y circunspecto, el Presidente practicaba en público sus actos religiosos, estimulado   -360-   de su recta conciencia y no a impulsos de la ambición. Llegó a Quito el 12 de junio de 1791, y el 13, por la mañana, hizo su primera salida dirigiéndose a la iglesia de San Francisco, donde comulgó, para celebrar así la fiesta de San Antonio de Padua, cuyo nombre llevaba y a quien profesaba mucha devoción.

Hacía un mes y quince días ha que había salido de esta ciudad el presidente Món, y habían transcurrido apenas tres meses desde la entrada del obispo Calama, el cual había llegado a Quito el 26 de febrero del mismo año de 1791. El ilustrísimo señor doctor don José Calama era natural del pueblecito de la Alberca, perteneciente a la diócesis de Coria en Extremadura; sus padres eran unos labradores honrados, sencillos y más ricos en virtudes cristianas que en bienes de fortuna. Como su hijo nació en la noche del 25 de noviembre de 1740, le pusieron el nombre de José, porque el día 26 celebra la iglesia de España la fiesta de los Desposorios de la Santísima Virgen con San José; siendo de doce años perdió a su padre y mereció ser recogido en el Colegio de huérfanos de la Concepción en Salamanca, donde estuvo hasta concluir sus estudios. Opúsose a la Magistral de Santiago y a la de Segovia; en 1765 vino a México, traído por el ilustrísimo Fabián y Fuero, Obispo de la Puebla de los Ángeles; en 1768 fue ordenado de sacerdote y obtuvo cargos muy honrosos, como el de Rector del Seminario y Gobernador del obispado. Carlos tercero lo presentó para la mitra de Quito en diciembre de 1788, y fue preconizado en abril de 1789; era entonces Deán de Valladolid, capital de la provincia y diócesis   -361-   de Mechoacán en el virreinato de la Nueva España; en la misma Catedral de Valladolid había sido sucesivamente Canónigo Doctoral y Arcediano, antes de ascender al deanato. Recibió la consagración episcopal el domingo 23 de agosto de 1789. A fines de marzo de 1790 salió de Acapulco, y el primero de julio llegó a Guayaquil, habiendo desembarcado en Manta y seguido por tierra de Montecristi a Jipijapa.

La provincia de Guayaquil pertenecía al obispado de Cuenca, así es que el señor Calama principió la visita de la diócesis de Quito desde que entró en los pueblos del corregimiento de Chimbo, cuya capital era ya desde entonces la población de Guaranda, donde llegó el 12 de agosto de 1790. Seis meses completos tardó en recorrer las provincias de Riobamba, Ambato y Latacunga, practicando la visita, y se calcula que administraría el Sacramento de la Confirmación a más de sesenta mil individuos en sólo esas provincias.

El episcopado del ilustrísimo señor Calama fue de muy corta duración, pues llegó en julio de 1790 a Guayaquil, entró en Quito a fines de febrero de 1791, y el primero de noviembre de 1792, apenas año y medio después de haber tomado posesión de la diócesis, recibió la cédula en que se le comunicaba que había sido aceptada la renuncia que, repetidas veces y con instancia, había presentado de su obispado. En efecto, puede asegurarse que el señor Calama resolvió dejar el obispado desde el día en que pisó los límites de la diócesis de Quito; sintió un desabrimiento tan intenso del ministerio episcopal y formó un concepto tan desventajoso del país, de sus habitantes y   -362-   de su condición social, que perdió la salud, cayó enfermo y en el pueblo de Licto recibió los últimos Sacramentos, porque estuvo agonizante. Antes, desde Sicalpa, había enviado su renuncia del obispado. Era el señor Calama varón sólidamente virtuoso, de costumbres irreprensibles, amigo de la regularidad más prolija y por demás nimio y escrupuloso en todas sus cosas; anhelaba ser un Obispo santo, y, proponiéndose como modelo de imitación a don fray Bartolomé de los Mártires, leía todos los días un capítulo de su vida, llevándola siempre consigo para este objeto; pero tenía ciertos resabios que le perjudicaban grandemente, haciéndole caer en faltas notables y hasta en defectos ridículos. Había en este Prelado un conjunto de virtudes y de defectos, los cuales nacían de las mismas virtudes, a las que no siempre informaba la discreción.

En el desinterés era escrupuloso, y nunca codició dinero ni acumuló riquezas; sus rentas eran distribuidas en limosnas a los pobres y en obras de utilidad pública; en sus visitas episcopales rechazaba el fausto, y no quería recibir derechos ni ser obsequiado con banquetes; en aceptar regalos aspiraba a una independencia tan consumada, que persiguió a uno de sus clérigos familiares, porque supo que había recibido un poncho, que le habían regalado en el pueblo de San Miguel de Latacuna, y no llevaba en paciencia que sus domésticos admitieran ni una fruta siquiera como obsequio. Entre sus virtudes brillaba el amor al estudio, y merece encomio por el celo con que promovió el cultivo de las ciencias y de las letras en su obispado; aunque el ingenio del ilustrísimo señor   -363-   Pérez Calama era corto, sin embargo, merced a su constante aplicación a la lectura, había alcanzado a poseer un caudal copioso de conocimientos variados, tanto en lo sagrado como en lo profano; era un erudito notable, pero en sus ideas había abundancia sin discernimiento, y era mayor el caudal de noticias que atesoraba su memoria, que el de conceptos que enriquecía su inteligencia. No obstante, ningún Obispo de Quito ha sido tan afanado por la instrucción del clero como el señor Calama; apenas llegó en esta ciudad, cuando estableció conferencias, a las cuales asistía él mismo en persona, y animaba a los sacerdotes a estudiar, deseando que todos amaran las ciencias y se dedicaran al cultivo de ellas, y los estimulaba proponiendo temas sobre los cuales quería que escribieran y ofreciéndoles premios a los escritores. Por desgracia, no hubo un solo eclesiástico que se manifestara dispuesto a dar gusto al Prelado, y la angustia de éste y su abatimiento fueron grandes, cuando el mismo día en que se supo en Quito que había sido admitida la renuncia del obispado, dieron los canónigos la señal de la sede vacante con las funestas campanadas de la Catedral.

El señor Calama era caviloso y sensible, y oyendo las campanadas de la sede vacante, sospechó que los canónigos se habían alegrado con la noticia de la aceptación de su renuncia, y se sorprendió y se afligió; cayéronsele las alas del corazón y comenzó a manifestar pesar y abatimiento. Abandonó, sin tardanza, el palacio episcopal y pasó a vivir, como huésped, en el convento de los dominicanos, hasta el 20 de noviembre, día en   -364-   que salió de Quito, dando a su viaje de despedida un aparato conmovedor. Iba a pie, con un bordón en la mano, y así bajó hasta el puente de Machángara, donde se despidió de la comunidad, que hasta aquel punto le fue acompañando. Parece que el corazón le presagiaba, ya desde entonces, el triste fin que muy pronto le estaba reservado. Embarcose en Guayaquil con rumbo para las costas de México y padeció naufragio en alta mar, terminando así tan desgraciadamente el curso de su vida mortal, antes de volver a ver las costas de su anhelada España... Tenía resuelto refugiarse en la soledad, para acabar sus días en la meditación y el recogimiento; contaba entonces tan sólo cincuenta años de edad.

Parece que la suma debilidad física que sufría este Obispo desde que nació, le produjo con los años un desequilibrio cerebral que le hacía cometer desaciertos y acciones ridículas. Nació tan débil, que al instante le derramaron el agua del Bautismo, creyendo que no viviría ni un momento; adolecía de un dolor crónico de estómago, y su ánimo estaba de continuo acometido de un humor melancólico, por el cual se dejaba poseer algunas veces, y entonces se encolerizaba y perdía la paciencia, reñía en alta voz a sus domésticos y daba gritos extemporáneos. Uno de sus resabios era convertir todas las cosas en asuntos procesales, pronunciar autos sobre lo más insignificante, hacer sumarios y formar expedientes. Pidió de España once clérigos, para organizar con ellos el servicio del obispado y la Curia eclesiástica, y le mandaron solamente ocho, algunos de los cuales eran, en verdad, hombres de mérito.   -365-   El Obispo los había pedido, exigiendo que todos estuvieran adornados de cualidades que con dificultad se suelen hallar reunidas en un individuo solo; con estos clérigos vino desde México. Los dividió en tres clases, que llamó primera, segunda y tercera, cada una de las cuales tenía uniforme distinto del de la otra; en la primera estaban el Provisor, el Visitador del obispado y el Secretario, y éstos eran los únicos que podían usar bonete, menos en presencia del Prelado, ante quien habían de presentarse siempre descubiertos. En la casa episcopal dispuso que hubiera portero, y que nadie saliera a la calle sin previa licencia del Vicario; en la mesa siempre se leía algún libro espiritual. Pero estos familiares fueron para el hipocondriaco del señor Calama un motivo de inquietudes y de pleitos, no sólo ruidosos sino hasta escandalosos.

Le avisaron que su mayordomo, llamado don Luis López, sacerdote español, había aceptado un plato de lechecrema, obsequiado por una señora, y, al punto, el Obispo pronunció auto y fulminó un proceso contra su mayordomo, para castigar semejante falta; luego lo condenó a regresar inmediatamente a España, y, porque no quiso declarar cuáles de los otros clérigos, sus colegas, habían recibido también regalos, lo excomulgó; al día siguiente lo absolvió, le dio la sacristanía mayor de Pasto, y luego lo suspendió, porque le exigió que rindiera examen de Teología moral y de Liturgia; pasados dos días, el clérigo estaba de nuevo honrado y alabado por el Obispo, que, con súbita impaciencia, fulminaba y deshacía procesos, calmándose y serenándose con la misma rapidez   -366-   con que se había enojado. La inconstancia, la más triste volubilidad, daba en tierra con las obras que el celo le había inspirado; una circunstancia de muy poco momento lo inflamaba; pero, pasado aquel primer ímpetu, le invadía y lo subyugaba el desaliento.

En Quito expulsó de golpe a todos sus familiares, los amenazó desterrarlos a España, los procesó, se enredó en pleitos con ellos porque lo demandaron por daños y perjuicios, y hasta los deshonró; ¡lamentable volubilidad! ¡Ya los llamaba mis muy virtuosos familiares; ya los infamaba, acusándolos de inmoralidad!... La ciudad presenció admirada los escándalos que, en un momento de melancolía, daba, sin quererlo, el desgraciado Obispo. ¡Parece increíble! Como le dijeran que se murmuraba mucho de él, pronunció el sencillo del señor Calama un auto contra sí mismo, y decretó que abría la santa visita canónica, para inquirir acerca de su propia vida y costumbres; nombró para su juez al presidente don Luis Muñoz de Guzmán, y mandó que todos los fieles, so pena de excomunión, se apresuraran a declarar lo que supieran del Obispo. Riose de semejante locura el sesudo Muñoz de Guzmán y contestó que el Presidente no podría en ningún caso ser juez pesquisidor del Obispo; más el señor Calama resolvió que el Arcediano, don Pedro Gómez de Andrade, hiciera el oficio de juez, y se llevara a cabo la visita. La visita, empero, no se llevó a cabo; ni ¿cómo podía llevarse a cabo una cosa tan insólita y tan absurda?... Semejantes extravagancias hacían ver claramente que el ilustrísimo señor Calama había sufrido alguna lesión cerebral   -367-   que le ofuscaba la mente y no le dejaba discurrir con acierto.

A mediados de 1792, a consecuencia de una larga sequía, estaban en peligro de perderse las cosechas, y determinaron los miembros del Cabildo civil de Quito pedir que se hiciera una procesión de rogativa; ocurriósele entonces al señor Calama salir con corona de espinas y soga al cuello; y así se habría presentado en público, si el Presidente no se lo hubiera impedido, para evitar una acción con la cual el decoro del Prelado hubiera padecido indudablemente; al pueblo le causaba risa más bien que edificación la ceremoniosa corona de espinas que en vez de la mitra pretendía llevar el Obispo en la procesión. Esas espinas adornan y no lastiman, decían los quiteños.

En la colección numerosa de autos y cartas pastorales que pronunció y que publicó el obispo Pérez Calama, hay observaciones agudas sobre la higiene pública y sobre las costumbres domésticas de los antiguos ecuatorianos, nuestros mayores; y todavía ahora, después de un siglo, algunas de las reflexiones de aquel Prelado serían oportunas. El lema de las armas del señor Calama era esta inscripción bíblica: Veritas.- Doctrina, que el Sumo Sacerdote de la Sinagoga llevaba grabada en las piedras preciosas que adornaban el pectoral. Cuando refiramos la historia literaria de la colonia en el siglo decimoctavo, entonces volveremos a hablar del señor Pérez Calama y de la influencia que en la instrucción pública ejerció durante los pocos meses que como Obispo gobernó la diócesis de Quito; ahora tiempo es ya de que continuemos refiriendo los sucesos que acaecieron   -368-   durante el gobierno del presidente don Luis Antonio Muñoz de Guzmán120.

Dos hechos notables, aunque de muy distinta naturaleza, contribuyeran a hacer memorable en la colonia la administración del presidente Muñoz de Guzmán: el uno fue la fundación de la Sociedad titulada de amigos del país; y el otro, el espantoso terremoto que arruinó la entonces villa de Riobamba con los pueblos de su comarca.

El establecimiento de Sociedades de amigos del país no era idea original del Presidente, sino la realización de una de las mejoras administrativas   -369-   discurridas durante el reinado memorable de Carlos tercero; estas juntas se habían reunido en España y en algunas de las ciudades más notables de las colonias americanas; la fundación de la de Quito fue secundada y aplaudida por el ilustrísimo señor Calama, para quien no era indiferente cosa alguna que pudiera contribuir al mejoramiento de la empobrecida colonia. Hablaremos primero de la fundación de la Sociedad, y después de la catástrofe de Riobamba, refiriendo oportunamente los sucesos que precedieron a ésta, tanto en el orden civil, como en el eclesiástico.

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Hechos los arreglos previos, nombrados los socios de número, elegidos los honorarios y designados el presidente, el tesorero y el secretario, se celebró, con grande aparato, la instalación de la Sociedad, el día treinta de noviembre de 1791, en el gran salón del antiguo colegio de los jesuitas. El título de la Sociedad fue Sociedad patriótica de amigos del país de Quito; los socios fueron los oidores y varios vecinos notables de la ciudad; el Presidente de la Sociedad era el mismo don Luis Muñoz de Guzmán, Presidente de la Audiencia. De Secretario fue nombrado el doctor don Francisco   -371-   Eugenio de Santacruz y Espejo, el criollo más ilustrado que, sin duda ninguna, había entonces en la colonia; al Obispo se le honró con el bien merecido cargo de Director de la Sociedad. Censor de ella fue don Ramón Yépez, otro criollo también ilustrado y amigo del saber.

La ceremonia de la instalación de la Sociedad fue para la ciudad de Quito un verdadero acontecimiento que vino a interrumpir agradablemente la monótona uniformidad de la vida cuotidiana; como a una gran fiesta pública acudieron las principales matronas de la ciudad y los artesanos, demostrando entusiasmo y regocijo. En el discurso con que el ilustrísimo Calama inauguró la Sociedad, no hubo ciertamente rasgos de   -372-   elocuencia; pero no faltaron observaciones juiciosas y muy oportunas: «Escasos son, muy escasos», dijo el Obispo, «los medios y arbitrios que tiene Quito; pero si nos unimos todos con espíritu de patriotismo, sin dar el menor lugar a la envidia ni a la pereza, Quito va a resucitar, y todos resucitaremos. Comencemos, comencemos; pues, con la constancia y unión triunfaremos ciertamente». El Obispo exhortaba a la unión y a la constancia, como si previera que la Sociedad, por la discordia y la inconstancia, había de deshacerse apenas comenzada. Y, en efecto, poco duró la Sociedad; a los dos años no cabales estaba ya disuelta completamente.

La primera ocupación de los socios fue discutir y aprobar el reglamento o los estatutos de la Sociedad; el proyecto de los estatutos había sido trabajado por Espejo, y el 24 de febrero de 1792 los sancionó el presidente Muñoz de Guzmán. Hablando este magistrado de los motivos que le habían impulsado a establecer la Sociedad de amigos del país, decía que lo había hecho a fin de evitar la ociosidad y los vicios que de ella resultaban en las gentes distinguidas de Quito.

El objeto principal de la Sociedad era procurar la mejora y adelantamiento de la colonia en todo sentido; había cuatro comisiones: de Agricultura, de Ciencias y Artes útiles, de Industria y Comercio, y de Política y Buenas letras. Cada socio podía proponer a la Sociedad los medios y arbitrios que le parecieran mejores para remediar los males que padecía la provincia y levantarla de la decadencia en que se encontraba hundida. Las juntas se celebraban cada semana, reuniéndose   -373-   los socios todos los sábados a las tres de la tarde. La Sociedad tenía un tesorero, y cada socio estaba obligado a contribuir anualmente con ocho pesos sencillos para los gastos de ella. Los socios de número eran veinticuatro. En una Sociedad, fundada en Quito, en tiempo de la colonia, superfluo sería referir que los eclesiásticos fueron llamados a concurrir a ella y a tomar parte no pequeña en sus juntas y deliberaciones; socios numerarios eran todos los párrocos de la ciudad de Quito, el Deán del Cabildo eclesiástico y el Canónigo más antiguo. ¡Cosa sorprendente!, los únicos que no fueron invitados a la Sociedad, fueron los frailes... ¡En Quito! ¡Y en la colonia!... ¿Quién lo creyera?...

El estado de decadencia de Quito y de todas sus provincias en aquella época era alarmante; los indígenas iban disminuyendo rápidamente, la agricultura era rudimentaria, el comercio casi ninguno, la industria estaba destruida y la ganadería caminaba a su ruina. Una de las primeras atenciones de los socios fue discurrir la manera cómo remediarían los males que arruinaban la provincia. ¿Qué arbitrios excogitaron? ¿Qué medios propusieron? Tener cada mes una conferencia pública sobre el estado de postración de la colonia, y componer catecismos sobre agricultura, industria y ganadería; tales fueron los medios que discurrieron y acordaron los socios. Pero ni las conferencias se tuvieron, ni los catecismos llegaron a componerse, y la Sociedad misma se disolvió casi por encanto, merced a la inconstancia, cualidad característica de nosotros los quiteños, tanto en el siglo pasado como en el presente.   -374-   Sin embargo, al disolverse dejaba la Sociedad patriótica de amigos del país un monumento digno de recomendación en las Primicias de la cultura de Quito, primer periódico que se escribió y publicó en esta ciudad. Su forma, su condición tipográfica, su redacción están dando claras señales del atraso de la colonia; pero hay en él una cosa notable, y es el conocimiento que del estado de atraso en que se encontraban tenían nuestros mayores. Y nuestros mayores no sólo conocían su atraso, ¡sino que deseaban salir de él con ansia!... Grande señal de vida es el movimiento; en la Sociedad patriótica de amigos del país nuestros mayores comenzaron a moverse, buscando por sí mismos los medios de dar vida a la postrada colonia; si, acaso, no podemos aplaudir sus obras, aplaudamos siquiera sus propósitos. La Sociedad patriótica de amigos del país se disolvió antes de poner en práctica sus generosos pensamientos.

Contribuyeron varias causas para deshacer la Sociedad patriótica de amigos del país, antes de que produjera los buenos resultados que sus fundadores se habían propuesto; una fue la separación violenta del obispo Calama, y otra la muerte de Espejo, que aconteció por aquel mismo tiempo; el obispo Calama era el más fervoroso y entusiasta de todos los socios; y Espejo el más activo, el más laborioso y el más constante entre todos ellos121.

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Así que se recibieron en Quito los documentos relativos a la admisión de la renuncia que de su obispado había elevado repetidas veces el señor Calama, los canónigos se congregaron en Cabildo y declararon la sede vacante; por un acto de comedimiento y de deferencia al Prelado, resolvieron que continuara gobernando él mismo la diócesis, hasta que regresara a España; pero el presidente Muñoz contradijo la resolución del Cabildo, y como vice-patrono exigió que se procediera inmediatamente a la elección de Vicario Capitular; obedecieron los canónigos y fue elegido el licenciado don José Duque de Abarca, que había servido de Provisor al señor Calama. El Vicario Capitular era español, amigo y confidente del presidente Muñoz de Guzmán. Por fortuna, la vacante del obispado no fue de larga duración, pues en julio de 1793 estaba ya en Quito   -376-   el nuevo Obispo sucesor del ilustrísimo señor Pérez Calama.

Desde la erección de la diócesis, durante dos siglos y medio, entre los veinte obispos que había tenido Quito, aunque algunos habían sido americanos, ninguno había sido quiteño. El primer Obispo de Quito, nativo de esta misma ciudad, fue el señor Fernández Madrid, inmediato sucesor del señor Pérez Calama, y vigésimo primero en la serie de los obispos de Quito; pero, más bien que a gobernar, podemos decir que el nuevo Obispo vino a pedir un sepulcro a su tierra natal, porque falleció casi repentinamente, antes de completar ni dos años siquiera de su llegada a esta ciudad.

Don fray José Fernández de la Madrid era quiteño; nació en esta ciudad en 1730 y profesó, siendo todavía muy joven, en la Orden de San Francisco, en la cual llegó a ocupar destinos y cargos honoríficos. Sus padres legítimos fueron don Lorenzo Díaz de la Madrid y doña María Josefa Ugalde, ambos reputados por muy nobles en la colonia; pues don Lorenzo Díaz, natural de Argomilla del valle de Cayón en las montañas de Burgos, se preciaba de estar enlazado con la familia de Rodrigo Díaz de Vivar, el famoso Cid Campeador; y doña María Josefa Ugalde, como nieta de don Juan de Borja, Presidente del Nuevo Reino de Granada, llevaba en sus venas la ilustre sangre del santo Duque de Gandía. El nuevo Obispo era ya anciano cuando llegó a Quito, y su salud estaba quebrantada a consecuencia de sus labores y fatigas en Cartagena, de la cual había sido Obispo durante casi quince años.

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En Quito fue recibido con grandes manifestaciones de regocijo y de reverencia, y todos comentaban la manera como, veinte años antes, había salido de la ciudad, y el modo como al cabo de tanto tiempo regresaba a ella. El año de 1770 celebraron los franciscanos un Capítulo muy ruidoso. Se habían suprimido los comisarios del Perú. El último de éstos envió un Visitador a Quito; y cuando éste había apenas declarado concluida su visita, pretendió abrir la suya fray Isidoro Puente, quien había alcanzado del Comisario General de Indias patente de Visitador de la provincia de Quito, y con este motivo hubo grandes alborotos. Unos frailes favorecían al nuevo Visitador, y otros le contradecían, con lo cual la comunidad estaba dividida en cismas y facciones, causando escándalos y trastornos en la ciudad. El padre Puente ponía obstáculos a la elección de Provincial, a fin de que no saliera elegido el padre Díaz de la Madrid, candidato de la parte sana de la comunidad, sino otro fraile de su devoción. El padre Díaz de la Madrid era calmado y gustaba de poner por obra sus propósitos, echándose más bien por el camino de la astucia que por el de la violencia; guardó, pues, silencio, disimuló y, sin que nadie cayera en la cuenta, se puso en marcha para España; su viaje se advirtió en Quito, cuando el padre estaba ya navegando para la Península. Las precauciones electorales del visitador Puente quedaron, pues, así burladas. En la Corte mereció buen acogimiento; el Comisario General de Indias le expidió patente de Provincial de Quito, y, antes que emprendiera su viaje de regreso para esta ciudad, el Rey lo presentó   -378-   para el obispado de Cartagena. Dícese que su promoción a la dignidad episcopal fue debida a su destreza para el púlpito y a su elocuencia, con la cual logró no sólo sorprender, sino cautivar la atención del Monarca español.

Apenas llegó a Quito, cuando acometió la empresa de construir de nuevo la iglesia Catedral. Había en la ciudad templos magníficos, y solamente el de la Catedral era oscuro, desaliñado y sin elegancia ni hermosura alguna. Trasladose provisionalmente la Catedral a la iglesia de la Compañía, la cual había permanecido cerrada desde la expulsión de los jesuitas, y comenzó el Obispo, con grande entusiasmo, la mejora del templo o antigua Catedral; mas, cuando estaba empeñado en esta obra, falleció casi repentinamente, el miércoles, cuatro de junio de 1794, a la una de la tarde. Dos días antes se hizo extraer una nigua del pie; invadió el cáncer la cicatriz y lo precipitó al sepulcro, con una enfermedad al parecer tan insignificante. Diósele sepultura a su cadáver en la bóveda de la misma iglesia de la Compañía. Había gobernado apenas diez meses y algunos días su obispado.

Era el ilustrísimo Díaz de la Madrid anciano de veras piadoso; deseaba que el culto divino fuera solemne y que en los templos resplandeciera el aseo y la magnificencia; cuando Obispo de Cartagena, enriqueció su Catedral con alhajas preciosas de oro y de plata, la hermoseó con un púlpito de mármol y la embaldosó con jaspe traído de Génova; visitó despacio toda su diócesis, celebró Sínodo diocesano y fundó un Seminario y una casa de Expósitos, dotando ambos establecimientos   -379-   con muy pingües rentas. Vigilaba por la observancia de los sagrados cánones y procuraba conservar la pureza de la disciplina eclesiástica, en cuanto lo permitían las arraigadas costumbres de la época122.

Celebrados los funerales del Obispo, trataron los canónigos de la elección de Vicario Capitular, y el nueve de junio de 1794 fue elegido por mayoría de votos el doctor don José Mesía de la Cerda, Deán de la Catedral; los capitulares se reservaron parte de la jurisdicción eclesiástica, para gobernar la diócesis durante la sede vacante, y, con este motivo, hubo disgustos, pendencias y escándalos, llegando los canónigos al extremo   -380-   de excomulgar al Vicario Capitular, fijando su nombre en tablillas y declarándolo como vitando, por público percusor de clérigos, a consecuencia de haber dado dos pechadas a un canónigo, en un momento de disputa y exaltación. El Deán despreció a sus colegas, no se condujo como excomulgado y continuó ejerciendo la jurisdicción eclesiástica, apoyado y sostenido por el presidente Muñoz, del cual era no sólo paisano, sino confidente y compadre. Don Luis Muñoz de Guzmán no era letrado ni se enredaba en disputas canónicas, que para él eran impertinentes; como marino, envejecido en la armada, sabía mandar con autoridad, y hacerse obedecer sin   -381-   réplica. La conducta de los canónigos le pareció un escándalo, y sostuvo la autoridad de su paisano y amigo123.

Dos años duró la sede vacante, desde el cuatro de junio de 1794 hasta el dos de julio de 1796, día en que don Pedro Mesía de la Cerda, Deán y Vicario Capitular de Quito, tomó posesión del obispado a nombre del ilustrísimo señor don Miguel Agustín Álvarez Cortés, trasladado de la diócesis de Cartagena a la de Quito. El ilustrísimo señor Álvarez Cortés fue el vigésimo segundo entre los obispos de Quito.

Era español, andaluz, natural de Motril en el Reino de Granada; sus padres fueron don Pedro Álvarez Gómez y Céspedes y doña María Cortés y Pérez, ambos vecinos de Motril. En 1753 fue recibido como colegial en el Sacro Monte de Granada; el 5 de febrero de 1762 obtuvo una canonjía de las de número en la misma colegiata, y en 9 de diciembre de 1776 mereció ser honrado con la dignidad de Abad o Superior de aquella respetable congregación. Poseía el ilustrísimo señor Álvarez Cortés conocimientos sólidos en las ciencias eclesiásticas, principalmente en la teología dogmática; era decidido por las doctrinas de Santo Tomás de Aquino, cuya Suma Teológica había estudiado con grande provecho; eclesiástico de costumbres morigeradas, consagrado al ministerio   -382-   del confesonario y de la predicación, buscando no el aplauso humano sino la salvación de las almas, y ajeno a las diligencias de la ambición; quedó sorprendido, cuando, sin haberlo ni siquiera imaginado, fue elegido Obispo de Cartagena; cuando venía para su diócesis, dio misiones a la tripulación, con mucho fruto espiritual, debido a su elocuencia sencilla y persuasiva. Como Canónigo regular fue observantísimo de las reglas y constituciones de su instituto, y gozaba de la fama de buen director de conciencia. Su gobierno en esta diócesis fue de corta duración, pues murió en Quito el 13 de noviembre de 1799, solamente tres años cinco meses después de haber tomado posesión de su obispado124. En menos de diez años la triste diócesis de Quito había perdido tres prelados, pasando, casi sin interrupción, de los festejos de la llegada a las solemnidades de los funerales. El señor Minayo, de carácter débil y complaciente; el señor Pérez Calama, vehemente, emprendedor y voluble; y el señor   -383-   Álvarez Cortés, sencillo y candoroso; nada estable pudieron hacer en bien de la atrasada y pobre diócesis. El señor Díaz de la Madrid habría llevado a cabo grandes bienes, si la muerte no le hubiera sorprendido cuando apenas acababa de llegar a su ciudad natal, que era también su sede episcopal. Cuando más necesitaba Quito de un prelado vigoroso e ilustrado para que levantara a la diócesis del abismo de relajación en que, por desgracia, estaba hundida, sus obispos no pudieron hacer nada.

Como si tantas calamidades no fueran bastantes para afligir a la desgraciada provincia de Quito, otras mayores cayeron de repente sobre ella, y la llenaron de ruinas y de desolación. El sábado, cuatro de febrero de 1797, poco antes de las ocho de la mañana, aconteció en una gran extensión de la meseta interandina un fenómeno geológico de los más espantosos; violentos temblores de ondulación sacudieron la cordillera, desde la ciudad de Popayán hasta más allá de la de Loja; las provincias de Riobamba, de Ambato y   -384-   de Latacunga quedaron trastornadas, porque en ellas fue donde la fuerza destructora de los terremotos tuvo mayor intensidad y causó mayores estragos; el suelo se hundió en algunas partes, y se levantó en otras; llanuras extensas quedaron convertidas en hondonadas; los valles se transformaron en cerros, y hubo cerros que, desquiciándose de sus cimientos, cayeron sobre los llanos y los cubrieron, variando por completo el aspecto de la tierra; la elevada colina de Culca descendió sobre la ciudad de Riobamba y sepultó bajo una enorme loma de tierra una gran parte de la población; rasgose el suelo, dejando abiertas hondas quebradas en unos sitios, y tragándose árboles, huertas, casas y ganados en otros; a un mismo tiempo se inflamaron el Altar, el Tunguragua, el Quilotoa y el Igualata; la laguna del Quilotoa arrojó llamaradas que se propagaron al contorno, y emanaciones deletéreas mataron asfixiados a los ganados que pacían en los lugares próximos. Como los temblores se repetían con frecuencia, en cada nuevo temblor el Igualata arrojaba enormes cantidades de lodo sulfuroso, que saltaban por diversos puntos a manera de surtidores; del Altar y del Tunguragua descendieron torrentes de lava y de agua lodosa. En la noche del día ocho de febrero rompiose el cerro de Puchulagua, y se encendió despidiendo llamas en diversas direcciones. Como unos treinta días después, asimismo se inflamó el Saraurcu y vomitó lava encendida en tanta cantidad, que por la noche se alcanzaba a ver desde la ciudad de Quito.

Los derrumbamientos de los cerros hinchieron de tierra y de rocas los cauces de los ríos y   -385-   los contuvieron a éstos; estuvieron así detenidos el río de Chambo, el de Ambato y el de Patate; el primero rompió pronto su dique y continuó corriendo; el de Ambato estuvo contenido veintiséis horas, hasta el domingo a las nueve de la mañana; el de Patate estuvo detenido tres meses, formose un lago que absorbió las haciendas y sementeras de sus orillas naturales; las aguas inundaron los Quillanes y llegaron hasta Iziña, heredad de don José Egüez, quien, con ciento cincuenta peones, trabajando quince días seguidos, logró romper un estrecho cauce, por donde se precipitaron las aguas estancadas. La quebrada de Cuzutagua despidió una tan crecida cantidad de lodo espeso que, encontrándose con la corriente del río Pachanlica, la contuvo; secándose el lodo se endureció tanto, que por el espacio de tres leguas se podía andar a caballo por sobre la lava que había llenado el álveo del río. Algunas fuentes de agua y manantiales se perdieron del todo, y otras brotaron en lugares donde antes no habían existido. Indudablemente, la cordillera de los Andes se desequilibraba por un momento, y, hundiéndose, cambiaba de nivel, disminuyendo su enorme elevación. La catástrofe fue precedida por una temporada de muchos calores y de una sequía casi general; pocos momentos antes del primer terremoto se oyeron ruidos subterráneos espantosos, como si trozos gigantescos de la gran cordillera andina se hundieran cayendo a los abismos interiores del globo, o como si ríos caudalosos y cataratas secretas corrieran a estrellarse con ímpetu en las rocas que forman la corteza sólida del planeta.

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En las provincias del Norte los temblores fueron lentos y no causaron ruinas; en Quito se sintieron algunos muy fuertes, y con el del cuatro de febrero cayeron las torres de la Catedral, de Santo Domingo, de San Agustín y de la Merced, pero no murió sino una niña dentro del monasterio de la Concepción; las casas de los particulares quedaron estropeadas, los templos rajados y el del Carmen de Mariana de Jesús enteramente despedazado. En el instante en que se sintió el primer temblor estaba llegando a Quito por el ejido la procesión, que traía a la ciudad la imagen de Nuestra Señora de Guápulo, para hacerle una rogativa implorando lluvias para remedio de la prolongada sequía.

En Latacunga y su provincia las ruinas fueron considerables; en Ambato cayó la iglesia Matriz; el obraje de don Baltasar Carriedo en la llanura de Yataquí vino a tierra y quedó hundido en el suelo y cubierto por las lavas volcánicas que arrojó el pantano llamado la Moya de Pelileo; allí no sólo tembló sino que hirvió el terreno con llamaradas sulfurosas que, saliendo del seno de la tierra, lamieron la superficie de ella quemándolo todo.

El teatro de la mayor devastación fue la ciudad de Riobamba y su provincia, donde no quedó ni una sola iglesia en pie ni una sola casa que no estuviera reducida a escombros o cuarteada y amenazando ruina. El río de Agua santa, que pasaba por medio de la ciudad de Riobamba, cambió de curso; levantado el suelo sobre su antiguo nivel, se derramó por las calles de la destruida población y se llevó cuanto encontró a su paso;   -387-   el terreno se convirtió en ciénega, y de la laguna de Colta descendieron torrentes impetuosos sobre el campo y sobre la ciudad. Guaranda quedó en ruinas, y todos los pueblos de Alausí y su comarca se convirtieron en montones de polvo. Los temblores continuaron por casi cuatro meses seguidos, y hasta la temperatura local de algunos puntos se manifestó mudada notablemente.

Pasada la primera impresión de horror y de asombro que les causó el terremoto, trataron los habitantes de Riobamba de construir casas donde guarecerse; ahí, entre los escombros y sobre los montones de ruinas, improvisaron con maderos y paja unas miserables chozas, dentro de las cuales pasaban el día llorando y lamentando; pocos días después del terremoto comenzaron las lluvias, y la falta de abrigo, la humedad y sobre todo la putrefacción de los centenares de cadáveres que yacían bajo los escombros, causaron fiebres malignas, con lo que a la miseria se añadió la peste, para acabar los restos que habían sobrevivido a la catástrofe. Amontonadas las familias en cabañas, sin puertas y mal seguras, los robos comenzaron a ser cuotidianos; a consecuencia de los robos hubo riñas, y los vecinos de la arruinada Riobamba se enredaron en demandas y en pleitos encarnizados. Se calcula que en las tres provincias perecerían como veinte mil habitantes; unos aplastados murieron de contado, y otros sucumbieron después de la más angustiosa agonía, ahogados entre los escombros, por falta de quien los desenterrara.

En Riobamba murieron todos los regidores y quedó la entonces villa sin Ayuntamiento; perecieron   -388-   también ambos alcaldes, don José Larrea Villavicencio y don Mariano Dávalos Velasco; salvó el Corregidor, que era don Vicente Molina, pero tan aturdido y tan atolondrado por el cataclismo, que no acertaba a dar disposición ninguna, y estaba como insensible e indiferente a todo, de modo que la población estuvo abandonada a sí misma sin justicia. Como los temblores se repetían, los sobrevivientes se refugiaron en el cerro de la cantera; mas los indígenas de Licán acudieron a las abandonadas ruinas, revolvieron los escombros, saquearon las casas y asesinaron a algunos estropeados, en vez de ayudarles a salvar la vida.

Todas las monjas del monasterio de la Concepción murieron aplastadas, menos doce, a las cuales pocos días después del terremoto las trajeron a Quito y las hospedaron en el Carmen de la nueva fundación125.

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El Corregidor de Ambato quedó enterrado en su propia casa, y lo sacaron una hora después. Se salvó el cura de Riobamba, que se apellidaba don Joaquín de Lagraña; muchas personas perecieron aplastadas en las iglesias, donde estaban asistiendo a Misa a la hora del terremoto. Para purificar el aire de las emanaciones pestilentes que salían de los escombros, bajo de los cuales yacían mal sepultadas las víctimas de la catástrofe, formaban grandes hogueras y candeladas, buscando maderas olorosas. ¡La triste Riobamba quedó convertida en un montón de miserables ruinas todo había perecido! ¡Hasta el mismo suelo de la villa estaba inhabitable, transformado en pantano!

Riobamba era una ciudad hermosa; estaba dividida en manzanas cuadradas, con calles derechas, llanas, anchas y bien empedradas; tenía cinco plazas, y en medio de la principal de ellas había una fuente de piedra labrada, con tres tazas   -390-   o recipientes. En septiembre de 1745 estaba en Madrid don Pedro Maldonado, el más ilustre de los hijos de la antigua Riobamba, y pidiendo a Fernando sexto el título y la categoría de ciudad para el lugar de su nacimiento, no vaciló en asegurar que en aquella época Riobamba era mejor que muchas villas de España: «su iglesia matriz parece Catedral», decía Maldonado, «así por la solidez de su construcción, como por la magnificencia con que se celebran en ella las funciones del culto divino; y la villa de Riobamba es el lugar solariego de muchos caballeros de las principales órdenes de caballería, que la ennoblecen conservando la limpieza de su alcurnia». Esto era Riobamba en 1745; medio siglo después, en 1797, Riobamba había prosperado; su población era numerosa y su aspecto el de una ciudad noble y bien construida; ¡luego todo no fue más que un hacinamiento de escombros sobre un suelo cenagoso!...

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En 1750 Ambato tenía ciento cincuenta familias blancas, cuatro mil mestizos con casa establecida y seis mil indios; en 19 de octubre de 1756 le expidió el título de villa el Virrey del Nuevo Reino de Granada, y el Rey lo aprobó el primero de septiembre de 1759. Empero, a consecuencia del terremoto de 1797, quedó tan arruinado Ambato y tan decaído, que perdió la categoría de villa, se suprimió su Ayuntamiento y volvió a ser tenientazgo de la arruinada Riobamba. ¡El estado de atraso y de miseria a que se vieron reducidos los pueblos de Guaranda no hay para qué ponderarlo!...

En Quito, a pesar de la pobreza que reinaba en la ciudad, se colectaron cuatrocientos pesos para socorrer a los de Riobamba; pidieron y solicitaron los quiteños que del Tesoro Real se acudiera con algún auxilio de dinero a las poblaciones arruinadas; pero, después de consultas y deliberaciones, los gobernantes de la colonia negaron el subsidio que imploraban los quiteños: el dinero del Rey es sagrado, contestaron, no se puede tocar el dinero de Su Majestad; en ninguno de los terremotos pasados se ha dado auxilio ninguno de las cajas reales. El socorro fue negado. Las cosechas están intactas, no hay necesidad de socorros en dinero, escribía al Consejo de Indias el presidente Muñoz de Guzmán, el cual, pocos meses después, al salir de Quito para Lima, concluido el período de su gobierno, se llevaba más de sesenta mil pesos en moneda sellada. Los oidores, los tesoreros reales y el Presidente eran españoles; terminado el tiempo de sus destinos, dejaban el país y tornaban a su tierra natal;   -392-   raro era en ellos el amor desinteresado de la colonia.

El de 1797 no fue el primer terremoto que sufrió Riobamba; en 1645 aconteció el primero de los que hace mención especial la historia; el 30 de diciembre de 1778 tuvo lugar el segundo, entre las diez y once de la noche, y fue tan recio el sacudimiento de la tierra, que las campanas de la iglesia matriz se repicaron por sí mismas; los temblores continuaron, principalmente en Penipe y en toda la cordillera oriental. El tercero y más famoso, el que destruyó por completo la ciudad y los pueblos de todas esas provincias, fue el de febrero de 1797. Circunstancias curiosas, dignas de tenerse presentes en una región tan expuesta a terremotos como la ecuatoriana, son el haberse casi secado los pozos de Latacunga pocos días antes del terremoto, el haber aumentado el calor ambiente con una mudanza considerable en la humedad atmosférica y, en fin, el haberse percibido detonaciones o ruidos subterráneos inmediatamente antes del cataclismo. La época geológica moderna parece ser en la gran cordillera de los Andes una época de hundimientos, causados, sin duda, por muchos agentes físicos, cuya acción combinada ignora todavía la ciencia. En la rigurosa inflexibilidad con que se cumplen las leyes de la naturaleza ha puesto la Providencia en armonía el mundo físico con el mundo moral; en aquél, efectos naturales nacen de causas naturales; en éste, la gloria divina resplandece, gobernando a criaturas racionales, capaces de responsabilidad moral.





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