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ArribaAbajoCapítulo quinto

Erección del Obispado de Mainas


Extensión de la provincia de Mainas.- Primeros gobernadores de Mainas.- Suprímese el gobierno de Mainas.- Invasiones de los portugueses.- Protestas de los misioneros jesuitas.- Se restablece el gobierno de Mainas.- Comisiones españolas para el cumplimiento de los tratados de límites entre España y Portugal.- Don Francisco Requena.- Sus trabajos como primer Comisario de límites y como Gobernador de Mainas.- Las misiones de Mainas se confían a sacerdotes seculares.- Piden hacerse cargo de ellas los franciscanos.- Conducta de los nuevos misioneros.- Decadencia de las misiones.- Erección del Obispado de Mainas.- Don fray Hipólito Sánchez Rangel, primer obispo de Mainas.- Carácter de este Prelado.- Misiones del Putumayo.- Misiones de Canelos.- La provincia de los jíbaros.- Entusiasmo por descubrir las ruinas de Logroño.- Expedición del padre fray José Prieto.- Primeros movimientos o tentativas de emancipación política de España.- Abandono de las misiones.



I

Hemos referido en el capítulo anterior todo cuanto debía ser narrado en punto a la historia de las misiones del Napo y del Marañón; ahora diremos cómo estaba organizado en lo civil el gobierno de aquellas provincias.

El territorio del gobierno o provincia de Mainas principiaba en la ciudad de Borja y se extendía hasta el límite de las posesiones castellanas en el Amazonas: en los grandes afluentes del   -168-   Amazonas el gobierno de Mainas no tuvo límites fijos y determinados, pues se iba dilatando en extensión a medida que los misioneros jesuitas avanzaban en sus excursiones apostólicas; así es que llegó hasta el Ucayali por una parte y hasta el río Negro por otra.

El primer Gobernador fue don Diego Vaca de Vega; el segundo don Pedro Vaca de la Cadena, hijo primogénito de don Diego, a quien por dos vidas, como se decía entonces, se le hizo merced de la gobernación de Mainas; testó, pues, don Diego la gobernación en favor del primero de sus hijos. A la muerte de éste la gobernación fue solicitada por don Martín Riva Agüero con el compromiso de conquistar y reducir la belicosa nación de los jíbaros; empero, Riva Agüero escolló en su empresa, y, a instancias del padre Lucas de la Cueva, el Virrey del Perú prefirió para la gobernación de Mainas a don Juan Mauricio Vaca de la Cadena, hermano de don Pedro e hijo segundo de don Diego; por renuncia de don Juan Mauricio Vaca fue nombrado su sobrino don Jerónimo Vaca, hijo de don Pedro, y como la gobernación le fue concedida para durante su vida, continuó poseyéndola hasta su fallecimiento; de este modo en la familia de los Vacas de Vega, vecinos de Loja, se conservó el gobierno de Mainas durante largos años. La entrada de Riva Agüero a la provincia de los jíbaros no fue sino como un episodio, que, por poco tiempo, interrumpió la tranquila sucesión de la autoridad en los descendientes del primer Gobernador de Mainas. Los jesuitas patrocinaron con su influjo a los hijos de don Diego Vaca de   -169-   Vega; y éstos, a su vez, se esmeraron en servir y agasajar a los misioneros de la Compañía de Jesús. Muerto don Jerónimo Vaca de Vega, obtuvo el cargo de Gobernador de Mainas otro vecino de Loja, don Antonio Sánchez de Orellana, primer Marqués de Solanda, cuyo nombramiento fue expedido el 24 de marzo de 1694; Sánchez de Orellana no entró a Mainas, y solamente procuró componer el camino, que desde Loja, donde él habitaba, conducía a Borja, capital de la gobernación. En tiempo de este gobernador comenzaron las invasiones de los portugueses al territorio de las misiones del Marañón; el 10 de diciembre de 1707, fue entrada a saco una de las reducciones de los yurimaguas, por una tropa de portugueses, capitaneados por el cabo José Pereira. Con toda la diligencia que el caso requería, comunicaron los jesuitas la noticia a la Audiencia de Quito; pero, cuando todavía no se había tomado medida ninguna para la defensa de los indígenas, subió aguas arriba la segunda expedición dirigida por el cabo Ignacio Correa, y el 1.º de febrero de 1709, volvieron a ser asaltadas las reducciones de los yurimaguas. Urgente era la necesidad de acudir a la defensa de las misiones; pero, la Audiencia de Quito se limitó a dar cuenta de lo que estaba sucediendo al Virrey del Perú, y el Virrey se contentó con disponer que el Gobernador de Mainas partiera con una compañía de gente armada a la defensa de los pueblos de su gobernación. Requerido el Marqués de Solanda con la orden del Virrey, se excusó de cumplirla, alegando su edad avanzada, sus achaques y la oportuna renuncia, que de la gobernación había   -170-   elevado a Su Excelencia. En efecto, la renuncia le fue aceptada, y el cargo de Gobernador de Mainas fue provisto en don Luis de Iturbide, quien logró juntar un cuerpo de tropa, compuesto de cien plazas, y con ellas salió de Quito y entró al territorio de las misiones; descendió hasta los pueblos invadidos y luego fue visitando toda la provincia, haciéndose cargo del estado en que se hallaban los indígenas y de las necesidades que padecían las reducciones. Quince años, poco más o menos, tuvo Iturbide el cargo de Gobernador de Mainas, hasta su muerte, acaecida en Quito el 27 de abril de 1731. Sucediole don Juan Antonio de Toledo, el cual falleció, asimismo en Quito, el año de 174444.

Con motivo de la muerte de este Gobernador, quedó vacante la gobernación; y, antes de que fuera nombrado un sucesor para don Juan Antonio de Toledo, los jesuitas solicitaron de la   -171-   Audiencia de Quito la supresión del Gobierno de Mainas, y, el 12 de diciembre de 1744, la Audiencia pronunció un acuerdo, por el cual, accediendo a la representación del padre Carlos Brentano, provincial de los jesuitas y antiguo misionero del Marañón, el Gobierno de Mainas fue suprimido; y para que administrara justicia, fue establecido en Borja un Justicia Mayor. Elevado al Virrey del Nuevo Reino de Granada lo acordado por la Audiencia, el Virrey lo aprobó, añadiendo al de Justicia Mayor el cargo de Capitán de guerra o autoridad militar en el territorio de las misiones era aquella la época en que la influencia de los jesuitas había llegado a su apogeo, y en la región oriental bañada por el Amazonas y sus afluentes no se hacía sino lo que los jesuitas querían. Era virrey del Nuevo Reino don Sebastián de Eslava, y su auto está firmado en Cartagena, el 28 de noviembre de 174645.

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Para la designación de la persona en quien había de recaer el nombramiento de Justicia Mayor de Mainas, se les pidió también informe a los jesuitas, y, por indicación del mismo padre Brentano, fue nombrado un antiguo vecino de Borja, llamado don Francisco Matías de la Rioja. Más tarde, el año de 1748, se recibió la aprobación, que el Rey daba a todo lo hecho por la Audiencia de Quito y el Virrey del Nuevo Reino de Granada. Hasta entonces las cosas no podían ir más prósperamente para los jesuitas: ¡veinte años después todo estaba cambiado! Sin embargo, a los jesuitas, después tan sospechosos de infidelidad a su Majestad el Rey de España, se les debía las protestas contra las invasiones de los portugueses y los reclamos contra las usurpaciones, que los colonos del Brasil cometían a mansalva en las orillas del bajo Marañón pertenecientes a la Corona de Castilla; pues los jesuitas en el Amazonas eran misioneros y centinelas avanzados del derecho de España sobre las orillas del gran río.

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En 1691 era restituido el padre Samuel Fritz, desde la ciudad del gran Pará, donde había sido retenido en prisión disimulada, a sus queridas misiones de los omaguas; y seis años más tarde defendía los derechos de España contra las pretensiones de los portugueses, que con fuerza armada subían a tomar posesión violentamente de los pueblos, que con tanto afán había fundado aquel celoso misionero. «Desde el año de 1688 estoy ocupado en evangelizar a estos indios, decía el padre Fritz al capitán José Antúnez de Fonseca, y he hecho de misionero suyo pacíficamente por la Corona de Castilla, sin contradicción por parte de Portugal; y requiero a Vuesa Merced y le suplico que no haga novedad ninguna, mientras la corte de Lisboa no arregle con la corte de Madrid los límites entre las posesiones de entrambas Coronas aquí en estas partes»; y la voz del padre fue la única protesta contra las usurpaciones que comenzaban a hacer los portugueses. El padre Fritz dio cuenta inmediatamente a la Audiencia de Quito de lo que había sucedido, y la Audiencia informó al Virrey del Perú y le intimó al Gobernador de Mainas que entrara a residir en la ciudad de Borja. Poca importancia dio el Virrey a lo sucedido en las misiones del Marañón, y contestó diciendo, que bastaba con lo dispuesto por la Audiencia, cuya medida aprobaba por su parte46.

El 15 de enero de 1737 llegó el padre Andrés   -174-   de Zárate al pueblo de San Joaquín de los Omaguas, donde permaneció hasta el 23, que era el día señalado para continuar la visita de los demás pueblos de la misión; en la mañana de ese día el pueblo estaba en grande alarma y confusión; las canoas de los portugueses habían asomado y los indios despavoridos huían a ocultarse en lo más retirado de los bosques; el padre Zárate dio orden de que se armasen y tuviesen apercibidas sus escopetas a seis mozos blancos sirvientes de los misioneros, y con ánimo sereno aguardó a los portugueses; llegaron éstos al pueblo y pidieron licencia para desembarcar; diósela el Padre, y saltaron en tierra un fraile carmelita calzado y el alférez de la expedición, llamado José Fereiras de Melo; convidoles a almorzar el Visitador y los recién venidos aceptaron; en la mesa reinó la urbanidad. Luego el alférez expuso el motivo de su venida, el cual, dijo, que era para impedir que los misioneros continuaran fundando pueblos en terrenos que pertenecían a Portugal; pero en la discusión con el padre Zárate no acertaba a determinar dónde acababan los dominios de Portugal y dónde comenzaban los de España. El padre Zárate hizo, por escrito, ante el jefe un requerimiento en forma, defendiendo los derechos de España sobre entrambas orillas del Amazonas, y en el mismo sentido escribió al Gobernador del Pará, mereciendo por semejante loable conducta las quejas que contra él dio la Corte de Lisboa en Roma al Padre general de la Compañía. El descuido y la indiferencia con que las autoridades superiores de América miraban la defensa de los derechos de España, contrastaba con el celo y la   -175-   vigilancia de los misioneros: en ese tiempo, por la muerte de don Luis de Iturbide, estaba vacante la gobernación de Mainas y los inmensos territorios del Marañón carecían de una autoridad que los defendiera47.

En lo político, las misiones formaban una dilatadísima provincia, cuya capital era la ciudad de Borja, donde debía residir el Gobernador; en lo eclesiástico, Borja continuó sirviendo de lugar de residencia para el jesuita que desempeñaba el ministerio de cura de ella, pero el Superior de las misiones estableció primero en jeberos el centro del gobierno de las misiones del Marañón, y más tarde, en Santiago de la Laguna, pueblo fundado junto a una laguna, la cual desagua en el río Guallaga.

La primera invasión armada de los portugueses del Brasil contra las misiones del Marañón se verificó en 1707, y entonces dieron en los pueblos de los omaguas y yurimaguas, de los cuales eran misioneros los padres Matías Lazo y Andrés Cobo; se llevaron presos a los indios varones y   -176-   dejaron solamente cuatro muchachos; mas, sucedió que, mientras iban navegando aguas abajo por el Marañón con dirección al Pará, se levantara una fuerte borrasca, de la cual se aprovecharon algunos indios para fugar y regresar al pueblo saqueado, de donde ayudaron a salir a los padres. En la segunda invasión se llevaron preso al padre Juan Bautista Sanna, rompieron las puertas de las casas y cargaron hasta con las campanas de la iglesia: el pueblo quedó reducido a un montón de cenizas y los neófitos dispersados. No eran salvajes los que hacían esto; eran gentes civilizadas y que profesaban la religión católica, y por eso, ahora la Historia, en nombre de esa misma religión divina, condena esos escándalos y entrega a la execración de la posteridad los nombres de los que los cometieron.




II

Catorce años casi completos se mantuvo suprimido el Gobierno de Mainas, hasta que fue restablecido el año de 1757: conferíalo interinamente el Virrey de Santa Fe, por un periodo de dos o, cuando más, de cuatro años, y así hubo una serie de varios gobernadores, que se fueron sucediendo durante veinte años, hasta que, el 28 de agosto de 1777, se le concedió el gobierno civil y militar de la provincia de Mainas a don Ramón García de León y Pizarro, hermano menor del Presidente de Quito48.

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Era entonces necesaria en Mainas una autoridad militar, para que contuviera los avances de los portugueses, y protegiera las comisiones para la demarcación de límites, enviadas por el Gobierno español. García y Pizarro, aunque tomó posesión de su cargo, no entró en Mainas; y cuando fue agraciado con la gobernación de Guayaquil, le sucedió el célebre don Francisco de Requena, ingeniero y comisario de una de las partidas de límites por la Corona de España. La cédula de su nombramiento fue expedida el 19 de marzo de 1779, y tomó posesión el primero de octubre del mismo año.

Requena desempeñó por quince largos años el difícil y enojoso cargo de Gobernador de Mainas y Primer Comisario de la Cuarta Partida, que debía llevar a cabo la fijación de los límites entre las posesiones castellanas y las portuguesas, en las orillas del Amazonas. Requena era honrado y pundonoroso: fiel a su soberano hasta el rendimiento, sereno en los peligros, sufridor paciente de toda clase de privaciones, inclinado a la conciliación y amante del trabajo, prendas de que en muchísimas ocasiones dio pruebas notables durante el largo tiempo que se mantuvo en las inhospitalarias comarcas del Amazonas, luchando con la astucia, la suspicacia, el interés y -¿por qué no decirlo también?- ¡la perfidia de los comisarios portugueses! Tres siglos había durado la negociación de límites entre las cortes de Lisboa y de Madrid; se habían celebrado tratados sobre tratados, y, no obstante, la negociación estaba   -178-   como si nunca se hubiera iniciado siquiera. Los portugueses avanzaban cada día más y más sobre la orilla izquierda del Amazonas, e iban ocupando por la fuerza terrenos, que, sin duda ninguna, pertenecían a la Corona de España.

¿De parte de quién estaba el derecho? El derecho estaba indudablemente del lado de España, y los tratados celebrados entre las dos cortes lo reconocían; pero llegando el momento de ponerse en práctica lo reconocido y pactado en los tratados, entonces, con una malicia ingeniosa, hacían los portugueses surgir dudas y dificultades, ponían obstáculos a los arreglos y dejaban burlada la buena fe y la hombría de bien del Comisario español.

En once años de trabajos asiduos no logró arreglar nada Requena, ni pudo recobrar ninguno de los lugares de que se habían adueñado los portugueses: la fortaleza de Tabatinga pertenecía a España, los comisionados de Portugal lo reconocieron; pero, aunque le anunciaron a Requena que la fortaleza le iba a ser entregada, no llegó el día de entregarla. El examen práctico de los ríos Yapurá y Apaporis no sirvió sino para que los portugueses conocieran mejor esas localidades y fueran estableciendo en ellas poblaciones nuevas, sacando a los indios de una parte y trasladandolos a otra. Las circunstancias apretadas en que se encontraron España y Portugal a fines del siglo antepasado, y el trastorno causado en toda Europa por la revolución francesa, fueron parte para que los trabajos sobre la fijación de los límites de las posesiones españolas con las portuguesas en el Amazonas no dieran resultado ninguno   -179-   positivo, quedando, al fin, las cosas como habían estado antes49.

Las comisiones organizadas por la corte de Lisboa en el Brasil estaban mucho más bien atendidas que la comisión española: aquéllas no carecían de nada; ésta sufría falta de todo; el Gobernador del Gran Pará atendía con diligencia a las primeras; la segunda necesitaba acudir a Quito por todo, desde los confines del Marañón, y de Quito pasaba la solicitud del paciente Requena a Bogotá, y de Bogotá, casi medio año después, se le respondía, que nada se podía resolver, y que era preciso consultar el punto a Madrid. Sin soldados, sin auxiliares, sin ayudantes y hasta sin víveres, la paciencia del Comisario español no se agotaba: las emanaciones deletéreas de los terrenos pantanosos de las orillas del Yapurá causaron enfermedades mortíferas; la gente de la expedición era víctima del clima; y parte había sucumbido y parte yacía moribunda en las mismas canoas, convertidas por la necesidad en   -180-   hospitales improvisados; empero el ánimo de Requena no desmayaba; y, si tan sólo de este honrado español hubiera dependido, se habría dado indudablemente exacto cumplimiento a los tratados. Los tratados, por desgracia, no se cumplieron. ¡Las nuevas naciones, que se han formado de las antiguas colonias, heredaron ese legado de inquietud y de mutua desconfianza!...

Concluido su gobierno, regresó Requena a la corte, la cual había reconocido sus méritos y los había premiado, dándole el grado de Brigadier de ejército. Hizo su viaje por el Amazonas, bajando, como a escondidas, hasta el Pará, desde donde se dirigió a España. Requena procuró mejorar la suerte de los indios de su gobernación, así en lo espiritual como en lo temporal: sus ideas sobre las reformas que en el sistema de misiones era necesario introducir y sus opiniones en punto a comercio, agricultura e higiene en la provincia de Mainas son muy dignas de atención, y manifiestan un espíritu ilustrado y nada vulgar. Escribió una Descripción de la provincia de Mainas, y trazó la carta geográfica de toda aquella región, tan conocida y examinada por él: su correspondencia con los presidentes de Quito y con los virreyes de Bogotá es la prueba más convincente de su honradez y de su integridad.

Requena había nacido en Orán: su padre fue don Francisco Requena, contralor de artillería, principió su carrera como cadete de infantería, y en España desempeñó comisiones difíciles en Málaga y Almería. Antes de ser nombrado Gobernador de Mainas, había estado en Cartagena, en Portobelo y en Panamá, de donde vino a Guayaquil;   -181-   encargósele de levantar el plano de la ciudad y de las fortificaciones, que se proyectaba construir en ella; diósele después la comisión de hacer la demarcación del obispado de Cuenca y, por fin, en 1779 fue nombrado Gobernador de Mainas; entonces contaba treinta y siete años de edad. Como sucesor de Requena en el Gobierno de Mainas fue nombrado, en 1795, don Diego Calvo, en cuyo tiempo se hizo la nueva demarcación del gobierno y la erección del Obispado50.



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III

Aún no habían salido todavía de sus reducciones los misioneros jesuitas expulsados de los dominios del Rey de España en América, cuando ya se comenzó a sentir la dificultad de reemplazarlos en las misiones. El señor Ponce y Carrasco, obispo de Quito, a cuya jurisdicción pertenecían las misiones establecidas en el Napo y en el Marañón, obedeciendo las órdenes terminantes del Gobierno de Madrid, puso clérigos en todos los pueblos de las misiones, nombrando, como lo mandaba el Rey, un superior que vigilara sobre todos ellos; pero para dar cumplimiento a lo dispuesto por el monarca, acudió el bueno del señor Carrasco a un arbitrio por demás censurable. Fijó edictos excitando a presentarse para ser ordenados de presbíteros a todos los que desearan entrar   -183-   a las montañas y ocuparse como párrocos en los pueblos de las misiones. Así con poca o ninguna preparación, recibieron las órdenes sagradas unos diez y ocho individuos, y partieron al Marañón para sustituir a los jesuitas: por fortuna iba como Superior un eclesiástico benemérito, don Manuel Mariano Echeverría, bajo cuyo gobierno y dirección los nuevos sacerdotes observaron una conducta recomendable y no impropia de la santidad del ministerio que se les había confiado; no obstante, apenas habían transcurrido dos años, cuando fue necesario enviar nuevos eclesiásticos en reemplazo de los primeros, a quienes el clima enfermizo de las comarcas montañosas del Marañón había casi del todo inutilizado51.

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Tomose en consideración el asunto, eleváronse representaciones al Rey, enviáronse informes de la Audiencia y del Obispo de Quito, y las misiones de Mainas fueron confiadas a los franciscanos de la provincia de Quito, quienes espontáneamente se ofrecieron para ese ministerio. El ofrecimiento hecho por el Prelado de los franciscanos fue aceptado por la Audiencia en circunstancias inoportunas, pues se aproximaba la época de elegir Provincial; el capítulo fue reñido y tumultuoso, y el nuevo Provincial se vengó de los que le habían negado el voto, enviándolos a las selvas del Marañón como misioneros, sustitutos de los padres de la Compañía de Jesús en la por demás ardua y penosa labor evangélica de las reducciones de infieles. El éxito de semejante medida fue lamentable sobre toda ponderación, como no podía menos de esperarse.

Los frailes se consideraron como desterrados y vivieron enteramente olvidados del temor de Dios: azotaron a los indios; dieron de golpes dentro de la misma iglesia a los caciques, arrancándoles las varas de justicia, y hubo uno que maltrató a una india, hiriéndola a puntapiés en público.

La autoridad del Superior no era acatada, y cada uno andaba a su voluntad.

El Gobierno de Madrid desaprobó la sustitución   -185-   de los clérigos con los franciscanos y mandó que salieran éstos, y se volviera a enviar sacerdotes seculares; la orden del Gobierno se cumplió, pero la decadencia de las misiones no se contuvo, antes se aceleró hasta llegar a una ruina completa. Considerados los pueblos de las misiones como parroquias de montaña, no entraban a servirlo como curas, sino aquellos individuos, que, a fuer de pobres y necesitados, se comprometían a pasar en las misiones unos cuantos años, labrando merecimientos para obtener después un beneficio pingüe con qué poder mejorar de condición social, redimiéndose de la penuria y de la escasez en que antes habían vivido; iban a las misiones en busca de fortuna, y no por celo cristiano de la salvación de las almas y la gloria divina. ¿Qué fruto habían de hacer en ellas? Muchos eran ignorantísimos y su vida en vez de ejemplar, era escandalosa; la reducida pensión con que les auxiliaba el Gobierno venía a menos, porque con ser esa pensión tan pequeña, todavía de ella se había de sacar el gasto del viaje desde Quito hasta el pueblo señalado a cada uno, y aun el precio del vino y de la harina para las hostias con que habían de celebrar el Santo Sacrificio. Algunos se resignaban a tanta escasez, y procuraban, a pesar de las innumerables privaciones de los pueblos en que residían como curas, llevar vida morigerada, cumpliendo esmeradamente sus deberes; otros descuidaban el ministerio parroquial y se dedicaban al comercio, haciéndose servir por los indios y teniéndolos a éstos ocupados en recoger aquellos objetos que se expendían con ventaja en Quito y en otros puntos de las provincias interandinas. De nuevo   -186-   se confiaron los pueblos por una segunda vez a los mismos franciscanos, por la dificultad que de conservar clérigos idóneos encontraban los obispos de Quito; y así en manos de los franciscanos se mantuvieron doce años, hasta la erección del Obispado de Mainas.

La conservación y el mejoramiento de las misiones del Marañón fue objeto de incesantes cuidados por parte del Gobierno español, durante los reinados de Carlos tercero y de Carlos cuarto, su hijo y sucesor. Carlos tercero dictó varias órdenes para que las misiones fueran atendidas; pero no se encontraban ni en el clero secular ni en el regular sacerdotes idóneos para ese ministerio, que exigía una vida abnegada y de constantes sacrificios: los pueblos se disminuyeron y el número de los pobladores de cada pueblo disminuyó también, y no se hizo ni una sola reducción nueva de infieles, con haber tantos en aquellos ríos y montañas. Las iglesias edificadas por los jesuitas se habían deteriorado tanto, que daba grima entrar en ellas; cobertizos miserables, oscuros y desaseados con un montón de barro, por altar ninguno tenía ni puertas ni sacristía, ni tabernáculo, pues un cajón de madera rústica, dentro del cual se veía una imagen desfigurada y enmohecida, era todo su retablo. Ornamentos sagrados casi no los había; pues, si algunos pueblos conservaban una o dos casullas, los otros no tenían ninguna. Cuadros, estatuas, frontales y librerías, todo había desaparecido: en la montaña es necesario un esmero prolijo para conservar todas las cosas, y durante veinte años todo había estado descuidado y abandonado; los jesuitas tenían en   -187-   algunas iglesias cálices y custodias de plata, y ni estas alhajas se conservaban. En 1790, volvieron los franciscanos a tomar a su cargo esas desgraciadas misiones, que parecían condenadas a una ruina irremediable.

Requena había sido ascendido a una silla del Real Consejo de Indias, y a sus dictámenes defirió aquel augusto tribunal; la postración de las misiones de Mainas era evidente, y constaba por larga experiencia cuán estériles habían sido los esfuerzos hechos para evitar una decadencia, que de año en año iba siendo más alarmante. Pidiéronse, pues, informes y se sometió el asunto a un examen, serio y concienzudo; el Consejo tuvo conferencias y discutió el punto con la atención, que su importancia reclamaba. Los informes autorizados de Requena fueron estudiados y, al fin, con el dictamen del Consejo de Indias, el Rey decretó la erección de un obispado y de una gobernación en Mainas, bajo un plan nuevo y con límites también nuevos52.

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Dos cosas se propuso realizar el gobierno de la Metrópoli: una para el bien espiritual, y otra para el adelanto material de los indios y de todos los habitantes de la provincia de Mainas; para el bien espiritual se resolvió erigir una diócesis nueva, señalándole como límites hacia el oriente los establecimientos de los portugueses en las orillas del Amazonas; por occidente la base de la cordillera   -189-   de los Andes; por el norte el Putumayo, y por el sur el Pongo de Manseriche en el Marañón, abrazando así en la región oriental del continente meridional americano una comarca inmensa, formada por la gran hoya del Amazonas y de sus más caudalosos afluentes. Los límites de la gobernación debían ser los mismos que se determinaban para el obispado, llegando de oriente   -190-   a occidente hasta donde los ríos que bajan de la cordillera real de los Andes dejan de ser navegables, según se expresa terminantemente Carlos cuarto, en la Cédula de 15 de julio de 1802.

La nueva provincia o gobierno se declaró que, en adelante, formaría parte del Virreinato del Perú, y no del Virreinato de Santa, Fe o Nuevo Reino de Granada, como la había formado desde el restablecimiento definitivo de este último Virreinato, casi a mediados del siglo decimoctavo. La nueva organización cercenó en la Presidencia de Quito las gobernaciones de Quijos y de Macas, que a fines del siglo pasado estaban separadas, e incorporó gran parte del territorio de ellas en la nueva de Mainas.

En el obispado, que se declaró sufragáneo de la Metropolitana de Lima, se incluyeron todos los pueblos de las misiones de Putumayo y de Sucumbíos, dirigidas por los franciscanos; y la reducción de Canelos de la que cuidaban los dominicanos. Elevadas al Papa Pío séptimo las preces necesarias a nombre del Rey de España, expidió Su Santidad la Bula de erección del nuevo obispado, el 28 de mayo de 1803; así quedó, por entonces, erigido el nuevo obispado de Mainas, en el Virreinato del Perú.

Según la demarcación de la nueva diócesis, se le adjudicaron a ésta varios curatos del obispado de Trujillo, algunos del arzobispado de Lima, los que en la provincia de Quijos tenía el obispado de Quito, todas las misiones de Mainas, las de Canelos, del Napo, del Putumayo y del Yapurá. Las misiones de todo el obispado se dispuso que se confiaran a religiosos de un solo instituto, y se   -191-   prefirió a los franciscanos del convento de Santa Rosa de Ocopa, el cual, con ese fin, fue erigido en Colegio de misiones; de este modo la reducción de Canelos, que hasta entonces había estado a cargo de los Padres dominicos de Quito, pasó al cuidado de los franciscanos de Ocopa, y recibió como misionero o párroco al padre fray José Prieto, gallego, originario de la diócesis de Mondoñedo. Mas, aunque el rescripto pontificio para la erección del obispado de Mainas fue expedido a mediados del año de 1803, con todo, el primer Obispo no llegó a su diócesis sino cuatro años después.

Por renuncia del eclesiástico que fue elegido primero, se hizo la elección y la presentación en la persona de don fray Hipólito Sánchez Rangel, religioso franciscano, que vino de España y fue consagrado en esta ciudad por el ilustrísimo señor Cuero, obispo de Quito; poco tiempo después de recibida la consagración episcopal, emprendió el viaje a su diócesis, tomando el camino de Papallacta, para entrar por el Napo al Marañón; su residencia, según lo prevenía la Cédula de la erección del Obispado, la debía hacer en jeberos, donde había una iglesia decente, con algunas alhajas de plata. El obispo Sánchez Rangel, desde que llegó a la provincia de Quijos, fue visitando los curatos y administrando el sacramento de la confirmación; pero no pudo proveer de sacerdotes ni de misioneros a todos los pueblos de su dilatadísima diócesis53.

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Aquí deberíamos poner término a la narración de los sucesos de la región oriental ecuatoriana, pues hemos llegado con nuestra relación al año de 1809, época en la cual se cierra la historia de la dominación colonial y comienza la de nuestra lucha por emanciparnos de España y constituirnos en nación independiente; con todo, aún conviene que nos detengamos un momento refiriendo cómo estaban organizadas las misiones de Canelos y las del Putumayo. Con motivo de los primeros movimientos de los patriotas de Quito, el año de 1809 se alteró también la tranquilidad en las comarcas del Napo y del Marañón, y comenzaron para el no muy discreto y atinado obispo de Mainas, las inquietudes y las zozobras, que en vez de calmar, continuaron aumentándose, sin dejarle ni un día de tregua ni un momento de reposo; fiel al poder del Rey de España, miraba con ira y aversión el señor Sánchez Rangel las tentativas, que hacían los americanos para sacudir el yugo de la Metrópoli, y así el año de 1824 regresó a España, donde se le dio el Obispado de Lugo. El levantamiento de los indígenas de Jeberos, las disputas de don Diego Calvo con los frailes misioneros, la conducta de algunos de éstos y los movimientos revolucionarios enturbiaron   -193-   de tal manera los años del gobierno del señor Sánchez Rangel, que éste no pudo hacer nada en beneficio de su diócesis, y, cuando salió de ella, la dejó más perturbada que nunca. Parece que falleció en edad ya muy avanzada, pues vivía todavía hasta el año de 1838: del Perú salió de fuga, así que en Mainas se supo la entrada en Lima del general San Martín.




IV

Diremos una palabra primero sobre las misiones de los mercenarios en el Putumayo, y después sobre las de los dominicanos en Canelos54.

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En el año de 1784 salió a Quito un indio del Putumayo, llamado Comaidena, cacique de la tribu de los yuríes, pobladores de las orillas de aquel río; el cacique venía enviado por Requena y solicitaba misioneros para los de su nación. Hallábanse entonces en su primitivo fervor los religiosos mercenarios del Tejar, y dos de ellos se ofrecieron voluntariamente para ir a ocuparse en la nueva misión: el cacique con otros dos indios compañeros suyos fue bautizado solemnemente, el 31 de mayo de aquel año, sirviéndoles de padrinos el presidente Villalengua, el Marqués de Miraflores y el Conde de Selva Florida, e impusiéronseles los nombre s de Blas, Juan José y Carlos respectivamente.

Los padres mercenarios, que salieron del Tejar para las nuevas misiones del Putumayo, fueron fray Francisco Delgado y fray Manuel Arias; el primero permaneció algunos años en la misión; el segundo murió a los dos meses de haber llegado a la montaña. Tal fue el origen de las misiones que los Padres del Tejar fundaron y sostuvieron en el bajo Putumayo, con grandes dificultades y contradicciones domésticas, por la repugnancia que los nombrados para aquel ministerio manifestaban a obedecer la orden de su Provincial, aunque la Recolección del Tejar había sido erigida en colegio de misiones y aunque había disposiciones apretadas del padre general, vivamente empeñado en despertar en los frailes de Quito el espíritu apostólico.

Después de un litigio muy ruidoso y dilatado entre los padres de la Compañía de Jesús y los religiosos de Santo Domingo acerca de la prioridad   -195-   de las misiones de los ríos Bobonaza y Topo, los jesuitas sosteniendo que ellos habían sido los primeros que entraron en esas regiones y los únicos que habían trabajado en convertir a la fe cristiana a los infieles que moraban en ellas, y los dominicos negándolo y contradiciéndolo, al fin, el rey Carlos segundo puso término a la disputa, mandando que la misión de los gayes continuara a cargo de los jesuitas, y la de los canelos fuera servida por los dominicanos; y así continuó hasta el año de 1803, en que fue entregada al Obispo de Mamas.

Esta misión de Canelos no progresó nada durante más de cincuenta años, y en el de 1775 estaba reducida a un solo pueblecillo, en el cual se contaban apenas diez y nueve indios varones; y si del todo no desapareció, fue porque entró como misionero el padre fray Santiago Riofrío, religioso de espíritu mortificado y celo apostólico, que enseñó a los indios no sólo los rudimentos de la fe cristiana, sino también los de la vida civilizada. Con todo, la misión llamada de Canelos no creció ni prosperó mucho en ningún tiempo, ya porque la peste de viruelas diezmaba con frecuencia la población, ya porque los indios varones abandonaban los pueblos y se retiraban a los montes, huyendo de la exacción del tributo real que se les constreñía a pagar anualmente. Las acometidas de las tribus belicosas de los jíbaros, que caían sobre los pueblos de Canelos para arrebatar mujeres y hacerse de herramientas de hierro, era otra de las plagas que estorbaba el adelanto de esta misión: en los días de su mayor prosperidad no llegó a contar más que cuatro   -196-   reducciones, y ordinariamente éstas no eran más que dos, con muy pocos pobladores55. Asimismo en vez de progresar fueron decayendo las misiones del Putumayo: se dieron a clérigos como curatos de montaña y se nombró   -197-   un superior, que vigilase sobre ellos en el último año de la vida del ilustrísimo señor Álvarez Cortés; pero dieron tan mala cuenta de su cargo algunos de los nombrados, que las misiones del alto Putumayo se deshicieron casi completamente56.

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Las misiones de Canelos, del Putumayo, del Napo y de Mainas no estaban, pues, florecientes, sino antes por el contrario, en decadencia y abandono, cuando a principios del siglo pasado, en 1802, se erigió la nueva diócesis de Mainas y se   -199-   encargaron las misiones a los franciscanos observantes del Colegio de Santa Rosa de Ocopa. Las misiones del bajo Putumayo no fueron atendidas, sino como de paso por los mercenarios de la Recolección del Tejar; los franciscanos del Colegio de Propaganda Fide de Popayán rehuían hasta la entrada en el territorio señalado a su evangelización, y los clérigos enviados a Mocoa y Sucumbíos se manifestaron menos idóneos que los frailes para ese penoso ministerio.

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Cuando se llevó, pues, a cabo la erección del obispado de Mainas, las misiones de esa región estaban servidas por religiosos franciscanos del convento de Quito, de los cuales había a la sazón diez y siete sacerdotes y dos hermanos conversos, distribuidos en veintidós poblaciones de indios, en las comarcas bañadas por el Marañón y sus afluentes, el Napo, el Pastaza y el Guallaga. Por una expresa disposición del Gobierno español, los franciscanos de Quito debían permanecer en la nueva diócesis, hasta que el Obispo de ella pudiera   -201-   reemplazarlos con sacerdotes del colegio de Ocopa.

Las misiones de Mocoa y de Sucumbíos, que entonces dependían del obispado de Quito, se hallaban sin misioneros, porque los clérigos, enviados a ellas en 1799 por el ilustrísimo señor Álvarez Cortés, las abandonaron así que supieron la noticia del fallecimiento del prelado. Las misiones de los mercenarios del Tejar en el Putumayo nunca se fundaron establemente ni menos recibieron una organización formal y sistemática; fueron tan sólo entradas y excursiones de unos cuatro religiosos, a quienes su fervor les impulsó a acometer una empresa superior a sus fuerzas y para la cual no se hallaban preparados.

La época de prosperidad para las misiones de Mainas fue, pues, únicamente la que precedió a la expulsión de los jesuitas; entonces estuvieron florecientes y asistidas con esmero y constancia por misioneros ejemplares; después fueron decayendo sin tregua, hasta desaparecer completamente algunas poblaciones.

Casi al mismo tiempo en que entraba a la región oriental trasandina el primer Obispo de Mainas, comenzaron las alteraciones políticas y los trastornos civiles, tanto en la Presidencia de Quito, como en el Nuevo Reino de Granada y aún en el Perú, con motivo de la revolución de nuestros mayores para dar cima a su atrevida empresa de emanciparse políticamente de la Metrópoli; y ya nadie se ocupó entonces en favorecer a las misiones, las cuales quedaron olvidadas hasta el tiempo de la gran Colombia. Como se establecieron de nuevo, lo referiremos en otro   -202-   lugar de esta nuestra Historia general de la República del Ecuador.

La conquista de la tribu de los jíbaros merece un recuerdo especial, tratando de los sucesos acaecidos en las comarcas trasandinas ecuatorianas. Entre todas las tribus indígenas pobladoras de aquella dilatadísima región, ninguna tan viva, tan belicosa, tan sanguinaria como la de los jíbaros: esta tribu estaba dividida en varias parcialidades, y vivía en el inmenso territorio comprendido entre los orígenes del Santiago al sur, y las orillas del Pastaza hacia el este, donde se fundaron poco tiempo después de la conquista de Quito, según lo hemos referido ya oportunamente, las ciudades de Sevilla del Oro, Logroño y Zamora. Esa comarca tan extensa, era la que constituía la provincia o gobierno de Macas.

La fama de la mucha riqueza que se encontraba en aquella provincia, cuyos ríos abundaban en lavaderos de oro de subidos quilates, estimuló al principio la codicia de los colonos, y hubo competencias y litigios entre los que solicitaban la conquista y reducción de los jíbaros, principalmente de la parcialidad que moraba al oriente de la actual provincia del Azuay, donde se fundó la ciudad de Logroño, arruinada por una sublevación de los indígenas, pocos años después de fundada. En las capitulaciones que para la conquista de Mainas celebró don Diego Vaca de Vega con el Virrey del Perú, se pactó la reconquista y pacificación de los jíbaros; y más tarde, cuando entre don Jerónimo Vaca y el Gobernador de Cajamarca don Martín de la Riva Agüero se disputaban la Gobernación de Mainas, todavía el   -203-   segundo alegaba para pretenderla, que llevaría a cabo la conquista de los jíbaros, en la cual no se habían ocupado hasta entonces los gobernadores de Mainas, faltando así a sus compromisos. En efecto, Riva Agüero juntó gente y salió a su expedición; recorrió la orilla izquierda del Marañón, y cerca del punto en que el Pastaza desemboca en el Marañón fundó, el 25 de julio de 1656, la ciudad de Santiago de Santander, la cual podemos decir que se deshizo con la misma precipitación con que fue fundada.

Varios otros capitanes intentaron con éxito desgraciado la misma conquista de los jíbaros, así antes como después de la expedición de don Martín de la Riva, y no menos desgraciadas fueron las excursiones de los jesuitas, que como misioneros se aventuraron a entrar a esa provincia; pues el padre Juan Lorenzo Lucero salió huyendo de las alevosas maquinaciones preparadas por los bárbaros para asesinarlo, y las medidas empleadas más tarde por el padre Viva dieron funestos resultados.

Discurrió el padre Viva hacer de cuando en cuando entradas a la provincia de los jíbaros, sorprender a los que lograra encontrar descuidados, apoderarse de ellos y sacarlos fuera de su territorio, llevándolos a las reducciones mejor establecidas; pero semejantes correrías aventuradas no podían menos de hacerse empleando un número muy considerable de indios bautizados, lo cual causaba disgusto en las reducciones y ocasionaba rebeliones y levantamientos; los jíbaros eran muy temidos por los otros indios, y la entrada a la provincia habitada por ellos, les era muy   -204-   odiada, siendo por esto necesario llevarlos a la fuerza. Los jíbaros, sacados violentamente de sus rancherías nativas, o se huían o se suicidaban: las madres mataban a sus propios hijos tiernos, ahogándolos adrede con tierra, o con lodo y piedras. Estas correrías fueron prohibidas por el Virrey del Perú, tan pronto como llegaron a su conocimiento los peligrosos resultados de ellas.

A fines del siglo decimoctavo despertose en los vecinos de Cuenca el deseo de descubrir las ruinas de la antigua ciudad de Logroño, para volver a explotar sus lavaderos de oro, de cuya riqueza divulgaba cosas increíbles la fama pública; se quería abrir un camino fácil por Cuenca al territorio de las misiones de Mainas, y se fantaseaba con las ventajas que resultarían de hacer en la comarca oriental establecimientos mineros y agrícolas. Se esparcían noticias muy curiosas acerca de las ruinas de la ciudad y la riqueza acumulada en ellas, y durante más de veinte años no dejaron de practicarse investigaciones para dar con las buscadas ruinas, hasta que, al fin, el año de 1815, se organizó una expedición formal bajo la dirección del padre fray José Prieto, religioso franciscano descalzo, quien llegó al sitio donde se conjetura con fundamento que estuvo la tan afamada ciudad. El padre Prieto bautizó a algunos párvulos de los jíbaros, de quienes fue bien recibido; y, para emprender la obra principal de la conversión de la tribu al cristianismo, juzgó oportuno fundar una especie de pueblecillo, y con aquel intento eligió un lugar que le pareció adecuado, y allí construyó una iglesia, y junto a ella una casa para el misionero, todo con anuencia de   -205-   los jíbaros, la voluntad de cuyos jefes tuvo destreza para captarse el religioso. Tal fue el origen de la poblacioncita de Gualaquiza, puesta como a una legua de distancia de la confluencia del río Bomboiza con el Paute o Santiago57.





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ArribaCapítulo sexto

Condición social de las tribus salvajes


Imposibilidad de escribir la historia de las tribus indígenas salvajes.- Multitud y diversidad de parcialidades.- Su manera de gobierno.- Habitaciones.- Armas ofensivas y defensivas.- La guerra.- Diversiones.- Alimentos.- Vestidos.- Costumbres.- Ideas religiosas.- Sepulturas.- Funerales.- Lenguas diversas.- Sistema establecido para las misiones.- Graves equivocaciones.- Vacíos del sistema.- Carácter del salvaje americano.- Qué cosas se echaban de menos en el sistema de las misiones.- Porvenir de la región oriental trasandina.- Medios de civilización.- Los más poderosos inventos de la civilización moderna y el Evangelio.



I

Narrados los sucesos que parecían más dignos de memoria, tiempo es ya de dar a conocer quiénes eran esas gentes, pobladoras de los bosques trasandinos y de las llanuras bañadas por el Amazonas y sus afluentes. Algo hemos dicho ya respecto de las tribus que vivían al tiempo de la conquista en la provincia de Quijos y la Canela: hablemos, por lo mismo, de las que se hallaban establecidas en el Marañón.

Toda la región oriental de la América meridional   -208-   estaba habitada más o menos por tribus indígenas innumerables, y parece que en la época del primer descubrimiento del gran río de las Amazonas, cuando bajó por él navegando hacia el Atlántico, don Francisco de Orellana, eran muy pobladas tanto las orillas como las islas del río; a mediados del siglo decimoséptimo, cuando el viaje de los padres Acuña y Artieda, todavía la población era muy considerable, principalmente en las islas habitadas por los omaguas; después la población, en vez de acrecentar, disminuyó notablemente en algunas partes, y en otras desapareció por completo. La primera equivocación, que, en punto a las tribus indígenas salvajes moradoras de las comarcas orientales, debe, pues, rectificar la crítica histórica, es la de suponer que esas tribus eran muy populosas, y, por lo mismo, crecidísima la población de esos bosques: en esas regiones había menos población de la que, por lo regular, se ha imaginado; leguas de leguas estaban desiertas, y las tribus indígenas vivían como perdidas en aquellos inmensos bosques.

Tampoco tienen historia los aborígenes de nuestras comarcas trasandinas, y lo único que podemos hacer como historiadores es describir sus usos, costumbres y género de vida; exponer sus creencias religiosas y decir cuáles eran los rasgos particulares con que una parcialidad podía distinguirse de otra. La historia propiamente dicha es imposible: ciertos puntos, que acerca de las tribus indígenas salvajes desparramadas en la región oriental pudieran investigarse, pertenecen a las ciencias auxiliares de la historia y no a la historia misma.

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Las parcialidades eran innumerables, pero no se encontró ni una sola siquiera que formara una nación regularmente organizada, con caudillos, bajo cuya autoridad viviesen todos sometidos cada parcialidad constituía un grupo de gentes separado. En algunas los curacas mandaban sobre los demás solamente en tiempo de guerra; pues, restablecida la paz, cada parcialidad se disgregaba de las otras y volvían las familias a su vida de aislamiento58.

En la manera de formar sus rancherías había mucha variedad: unas estaban dispuestas de modo que constituían una especie de aldea, en la cual la choza de cada familia estaba separada; en otras, varias familias vivían en una sola cabaña grande, y de estas cabañas, más o menos próximas,   -210-   se formaba la ranchería. Había parcialidades, cuyas rancherías estaban a mucha distancia unas de otras; varias tribus eran cortas, y acostumbraban morar todos los individuos de ellas dentro de una sola casa, como sucedía entre los yuríes del bajo Putumayo.

Los jíbaros solían vivir separados; cada familia en su casa, y las casas a distancias considerables unas de otras. Los omaguas eran los menos bárbaros y sus rancherías formaban aldeas dilatadas. Los mainas, de índole suave, obedecían a sus curacas y constituían tribus más unidas, con una cierta, especie de confederación muy imperfecta, entre todas ellas; parece que el centro principal de la población de los mainas estaba en la laguna de Rimachuma, cuyas márgenes e   -211-   islas estaban en tiempo de la conquista de la comarca oriental muy pobladas.

La ocupación constante de los salvajes, su entretenimiento frecuente y su pasión más poderosamente dominante era la guerra: en guerra, vivían unas tribus con otras, y hasta las parcialidades de una misma tribu entre ellas. En la guerra procuraban el exterminio de sus enemigos, degollando unas veces a todos, sin excepción, y reduciendo a cenizas las rancherías; otras veces mataban a los varones y a las mujeres ancianas, y reservaban a los niños y a las mujeres jóvenes, como lo acostumbraban los jíbaros. Para la guerra no se buscaban motivos razonables, y bastaban, de ordinario, los sueños de un hechicero supersticioso o las sospechas de un curaca resentido.

Las armas ofensivas eran lanzas formadas de enormes varas de chonta, con la punta aguzada o guarnecida de una lengüeta muy cortante, fabricada de pedernal o de hueso; cuchillos, o puñales de piedra, pues el fierro y el acero les eran enteramente desconocidos, y los primeros instrumentos de metal que tuvieron los recibieron de los españoles y de los misioneros. Dardos largos y pesados, saetas ligeras y flechas muy delgadas eran sus principales armas arrojadizas; los dardos, los lanzaban con el arco o solamente con la mano; y para disparar las flechas, se valían de la cerbatana, siendo muy de admirar la fuerza con que las soplaban; cerbatanas había hasta de tres metros de longitud. Para dar a sus flechas un peso conveniente, les ponían al extremo un virote de barro o un penacho pequeño de plumas. Como las mujeres y hasta los niños tomaban   -212-   parte en la guerra, aquéllas iban llevando las cargas de flechas, y éstos las recogían a la hora de la refriega.

La fabricación de las flechas y, en general, de todos sus utensilios domésticos, instrumentos de labranza y armas de guerra era la ocupación ordinaria, y por temporadas también cuotidiana de los maridos; fabricación lenta y muy laboriosa, hecha con piedras, con arena y, cuando más, con unos cuchillejos de hueso. Para aguzar la punta de las lanzas, se valían primero del fuego, quemando una de las extremidades de la chonta, y luego la adelgazaban y afilaban a fuerza de frotarla con arena.

Entre sus armas ofensivas tanto para la guerra como para la caza, merece enumerarse el veneno, en cuya composición hubo tribus que alcanzaron a poseer un arte sorprendente; componían venenos mortíferos de una eficacia segura y espantosa, extrayéndolos ya de los jugos de ciertas hierbas por ellos conocidas, ya de la ponzoña de algunos reptiles e insectos. Bastaba una cantidad imperceptible de estos venenos, para que se siguiera la muerte del herido necesariamente. El veneno era una como pasta blanda, con la cual se untaba la punta de la flecha; y el salvaje iba, por eso, llevando en una olla pequeñita de barro, la masa venenosa, cuando salía a la caza o a la guerra.

Arma defensiva era también el escudo o la rodela, hecha de palo de balsa, de cuero de danta, o de piel de vaca marina; a veces se fabricaba también tejiendo bejucos o hilos de palma. El tamaño variaba, adaptándose al cuerpo del individuo,   -213-   y a los usos de la tribu; así es que algunas eran redondas y pequeñas, y otras ovaladas y muy grandes. La estolica para despedir saetas arrojadizas, el arco enorme, que así servía para la guerra como para la caza y aún para la pesca, y la macana completaban las armas de las tribus indígenas. La macana era de madera, y les servía como de alfanje, cuyos filos estaban guarnecidos de pedernales o de dientes de pescados.

Nunca empeñaban los salvajes una verdadera batalla, y su manera de hacer la guerra se reducía siempre al asalto y a la sorpresa: los que acometían, caminaban con cautela, haciendo adelantar espías y exploradores, y daban de repente sobre sus enemigos, cogiéndolos desprevenidos. Las primeras horas de la noche, o las de la madrugada eran de ordinario las que preferían para el asalto. El vencedor quemaba las casas de los vencidos y se llevaba todo lo demás. De los acometidos, unos se defendían briosamente; otros huían y se ocultaban en el bosque. Las guerras eran exterminadoras, y no era raro, que a consecuencia de ellas, quedaran destruidas parcialidades enteras, de las cuales no sobrevivía ni un solo individuo.

Sucedía también, aunque muy raras veces, que los acometidos se rehicieran, y, revolviendo contra los salteadores cuando éstos iban ya de regreso, les quitaran la presa y los exterminaran, sin dejar ni uno solo con vida. No había una sola tribu que estuviese segura ni pudiese vivir tranquila; todas estaban siempre inquietas y dormían sobresaltadas. De ahí las precauciones prolijas que tomaban para no ser sorprendidas por sus enemigos; retirarse a lo más recóndito de los   -214-   bosques; borrar todo camino y todo sendero; rodear de empalizadas el ámbito ocupado por sus rancherías; ahondar fosos en derredor, con agudísimas estacas hincadas en el fondo; clavar huesos con púas disimuladas, y hasta aderezar trampas, para que el tambor se tocara y diera la señal de alarma; pero la sagacidad de los salteadores se burlaba de todo. Con las lanzas tanteaban el suelo, y tanto miraban y remiraban hasta las hojas de los árboles, que descubrían el tambor e inutilizaban el aparato dispuesto para hacerlo sonar. En algunas parcialidades mientras unos dormían, otros estaban haciendo de centinelas, parados en las puertas de las chozas, con su manojo de flechas en la mano, y el arco al hombro.

Los jíbaros de Gualaquiza y de Zamora tenían un modo especial de hacer la guerra, el cual consistía en cerrar los caminos, y preparar en lo alto de los montes piedras enormes, para hacerlas rodar sobre sus enemigos; lo quebrado y fragoso del terreno favorecía semejante sistema de guerrear; pues, el jíbaro, oculto entre las ramas del bosque, estaba atalayando al enemigo, y, sin que éste pudiera descubrirlo para defenderse, lo atacaba, dejando que las piedras se precipitaran con ímpetu, dando botes, y aplastaran a los contrarios o los dispersaran. Peñascos enormes desgalgaban así contra los españoles y contra los indios, cuando entraban en son de guerra en sus fragosas guaridas.

Esta nación de los jíbaros, con las diversas parcialidades que la componían y algunas otras más, se distinguía, entre todas las tribus salvajes por su ferocidad calculada y sangrienta; el   -215-   jíbaro hacía la guerra no sólo para vengarse, no sólo para defenderse, sino con el fin de holgarse y de divertirse. La guerra era para el jíbaro una fiesta, un motivo de diversión y una causa de tumultuoso regocijo. Cuando algunos curacas, cansados de la monotonía de su vida ordinaria, casi siempre ociosa y regalona, querían hacer alguna gran fiesta o diversión, principiaban por prepararse para salir a la guerra. La primera diligencia era consultar sobre el éxito feliz o desgraciado de ella; y, para esto, uno de los jefes se retiraba al fondo del bosque, y allí permanecía encerrado en una choza pequeña, guardando por semanas enteras un ayuno riguroso, durante el cual se abstenía de ciertas comidas y de todo trato carnal con mujer, sin gustar ají ni comer otra cosa más que hierbas y raíces del campo este ayunador presagiaba el éxito de la guerra, y, con su anuncio, la emprendían, si les decía que sería feliz; o la dejaban, si les vaticinaba que sería desgraciada. Otra de las condiciones del ayuno era que el que ayunaba había de guardar silencio absoluto, sin hablar ni una sola palabra con nadie. Si, verificado el asalto, salían triunfantes, la mejor parte del botín era para el ayunador, aunque no hubiese tomado parte en el ataque; asimismo, cuando el éxito era desgraciado, lo maltrataban a golpes, diciendo que por su causa habían perdido, porque sin duda habría quebrantado el silencio o comido algo que no lo era lícito probar.

Para la guerra no era necesario que hubiese agravios qué vengar: muchas veces se emprendía tan sólo con el deseo de cortar cabezas y tener   -216-   pretexto para fiestas y diversiones. No todos los salvajes eran igualmente sanguinarios, pero algunas tribus lo eran en un grado de perversidad que parece increíble. Su regocijo consistía en degollar a los enemigos, cortarles la cabeza y acondicionarla de modo que pudieran conservarla, seca y endurecida, por algún tiempo; para esto tenían un procedimiento especial, prolijo y muy ingenioso. Cortada la cabeza por la mitad de la garganta, la hacían hervir, y, ablandada, le extraían con destreza todos los huesos de la cara y del cráneo, y en esa como bolsa iban introduciendo ciertas piedrecitas pequeñas, preparadas para aquel objeto, caldeándolas primero al fuego; con esta industria conseguían achicar notablemente la cabeza, sin que el muerto perdiera sus facciones propias, por las cuales era al punto reconocido.

Con estas cabezas hacían sus fiestas y sus regocijos, engalanándolas y adornándolas con un cerco de plumas de colores, a manera de rayos; el vencedor la tomaba en la mano derecha, y, levantándola en alto, bailaba, cantándole endechas, en las cuales oprobiaba al muerto y se burlaba de él. «¿Por qué no fuiste tan valiente como yo?», le decía, «¿Por qué no estuviste vigilando, para no dejarte sorprender por mí? ¿Por qué no te curaste los ojos con ají, para tener la vista perspicaz, como la tengo yo, que me unto los ojos con ají?». Los demás respondían repitiendo lo mismo, y así perseveraban hasta caer rendidos de fatiga.

Sus fiestas eran ruidosas, y sus bailes una espantosa algazara. Con tiempo se preparaban   -217-   para celebrar su triunfo, con el baile en honra de la cabeza cortada, haciendo en cantidad sus comidas para ellos regaladas y, principalmente, sus bebidas embriagadoras; y convidaban a todos los de la tribu o parcialidad. El día señalado, llegaban los convidados y entraban de tropel a la casa, después de haber hecho antes dos o tres veces la ceremonia de acercarse a ella y retirarse. Con la comida y la bebida daba principio el baile, unas veces formando círculo, cogidos de las manos todos los varones; otras, haciendo escaramuzas todos sueltos y mezclados hombres con mujeres; esta danza o brincoteo tumultuoso era acompañada de cantos monótonos, de gritos y de alaridos; remedaban todos, a una voz, el graznido de los pájaros o aullaban y gruñían como los animales montaraces. Semejantes cantos y gritos, el zapateo de los que bailaban y el sordo ruido del tambor formaban una algazara horrible; los misioneros, describiendo estas fiestas de los salvajes, dicen que no se las podía mirar sin horror y espanto. Así, danzando, se mantenían días seguidos, hasta que consumían toda la provisión que de comida y bebida habían preparado.

En algunas tribus las mujeres no solían tomar parte en los bailes; en otras, eran ellas las que bailaban, cantando alabanzas a sus maridos, mientras éstos las miraban, sentados, conversando unos con otros. Las mujeres en sus bailes llevaban alzadas en un palo las cabezas de los enemigos, a manera de trofeo o de estandarte.

Casi todas las tribus salvajes de la región oriental andaban desnudas; las mujeres cubrían su cuerpo con cierta laya de honestidad a su modo,   -218-   atándose a la cintura una tira de lienzo de algodón, que les caía por delante; los varones, por lo regular, cubrían tan sólo el miembro viril con una pampanilla muy bien ajustada a la cintura. No obstante, muchas parcialidades usaban vestidos y mantas, tejiéndolos de algodón y de hilo de palma, muy curiosamente labrado; empleaban también para este objeto, la corteza de un árbol, majándola y suavizándola hasta dejarla flexible y suave como paño de lino burdo. La forma de sus vestidos era muy sencilla: una manta cuadrada de algodón en los más elegantes, para envolverse con ella, y una camisa sin mangas, que a los varones no les llegaba a la rodilla, y que a las mujeres les caía hasta los pies.

Los omaguas eran muy curiosos y acostumbraban pintar a pincel sus ropas, y lo mismo hacían los mainas. En esta labor de pintar la ropa se ocupaban las mujeres, imitando con los colores la piel de las grandes culebras del Amazonas. Los colores eran extraídos de tierras y de polvos minerales. En cuanto al adorno de sus personas, los salvajes eran muy caprichosos: se pintaban todo el cuerpo de colorado, de morado, de amarillo o de negro, según el gusto de cada uno; si algunos no se pintaban todo el cuerpo, se teñían de negro siquiera los labios o se taraceaban con un espino, haciendo rayas y labores en la cara, en el pecho y en los brazos. Para la cabeza tenían guirnaldas de plumas de colores, muy galanas y vistosas, y martinetes blancos de pluma de garza; para el cuello, collares de colmillos de mono, de huesecillos de aves y también de dientes humanos; para las piernas, unas como ligas,   -219-   con que se ceñían apretadamente debajo de las rodillas. Las mujeres se adornaban atándose a la cintura muchas sartas de conchas y también de abalorios, cuando los conseguían. En la cara se hacían agujerillos, taladrándose las ternillas de la nariz, las mejillas, las orejas y el labio superior, para llevar palitos, plumas, cáscaras de frutas, metidas en los agujeros, con lo cual les parecía que andaban muy hermosos.

El gusto por los adornos lo manifestaban pintando de colores muy vistosos sus rodelas y sus macanas, y hasta sus lanzas, haciendo en ellas labores prolijas, con grecos y líneas caprichosas, y adornándolas con plumajes y airones; no eran raras las rodelas entretejidas con primor de menudas plumas de colores, formando con ellas variedad de dibujos.

Sus camas eran unas talanqueras en plano inclinado, y un madero dispuesto horizontalmente, para que sobre él descansaran los pies: el cuerpo yacía tendido hasta las rodillas, y los pies se apoyaban en el madero, para tenerlos calientes por medio del rescoldo, que toda la noche conservaban debajo de las camas; así dormían los jíbaros, pues los indios de otras tribus se tendían en el suelo o, cuando más, sobre un montón de hojas o hierbas secas.

Su alimento lo obtenían por medio de la caza y de la pesca: monos, aves y puercos monteses, llamados saínos; la vaca marina, las tortugas y toda clase de pescados, en que son tan abundantes los afluentes del Marañón, eran su comida más ordinaria. Para la caza empleaban la cerbatana, las flechas y las lanzas. En la pesca   -220-   eran muy diestros, y se valían del anzuelo, de la red, del arpón y del barbasco, con cuyo zumo envenenaban las aguas en los remansos de los ríos. Aunque todas las tribus salvajes de la región oriental trasandina ecuatoriana conocían el fuego y lo usaban en sus menesteres domésticos, con todo algunas comían crudas ciertas viandas, por pereza de cocinarlas.

La tortuga fluviátil era potaje regalado para los salvajes, y tan apetecido de ellos, que en la época del desove las aldeas de los cristianos quedaban desiertas, sin que a los misioneros les fuera posible contenerlos. El paladar grosero de los indígenas no hacía elección de manjares comían gusanos, sapos, ratones, sabandijas y hasta culebras venenosas, contentándose con cortarles a estas últimas la cabeza. No había tribu alguna que no cultivara una o más variedades del plátano: el maíz era muy estimado, y la yuca constituía la base de su cuotidiana alimentación. De la yuca hacían el pan, el cazabi y hasta su vino, una de sus más embriagadoras bebidas fermentadas.

Sus utensilios domésticos eran de piedra, de madera, de hueso y de barro: sus ollas y sus cántaros ni por su forma ni por su manera de fabricarlos merecen atención alguna, aunque los omaguas y algunas otras tribus ribereñas del Marañón eran muy hábiles así en la elección del barro como en su preparación, y se distinguían de todas las demás por el modo cómo los pintaban y embarnizaban, constituyendo estas prendas de uso doméstico el principal artículo de comercio entre varias parcialidades. No era raro el que algunos   -221-   salvajes comieran el barro amasado; y así, cuando se quebraba una olla, los pedazos eran inmediatamente devorados por los circunstantes59. ¡Causaba sorpresa verlos mascar los tiestos y tragárselos con avidez!

La abundancia de zancudos y de mosquitos ocasionaba un tormento insoportable a los tristes indígenas: ¿qué arbitrios no habían discurrido para librarse de esa molestia? Las chozas eran oscurísimas, sin más puerta que unos agujeros estrechos, tapados con hojas de palma el techado, muy bien tejido, bajaba hasta el suelo, y dentro había tantos fogones, cuantas eran las familias que habitaban en la casa. Muchos dormían en hamacas o redes colgadas al aire;   -222-   otros en chozuelas, tan estrechas y tan bajas, que parecían más bien hornos que casas, y preferían abrasarse de calor ahí encerrados, antes que sufrir las picaduras de los mosquitos; en verano, hacían hoyos en las playas de arena, y allí se metían para dormir a cielo raso. Los omaguas, más adelantados que los demás, eran los únicos que se habían construido toldos de lienzo de algodón, para dormir así defendidos del excesivo calor y de las molestas picaduras de los zancudos.

Descrito el estado de vida de las tribus salvajes, veamos cuáles eran su condición moral y sus creencias religiosas. La poligamia, era usada generalmente en todas las tribus, y no había ni una sola, en la cual los curacas no tuviesen siquiera dos mujeres, pues el tener más de una era señal de riqueza y de autoridad; la muchedumbre de esposas argüía riqueza y señorío. Los particulares tenían sólo una mujer, pero se separaban de ella o la cambiaban con suma facilidad. Las mujeres eran libres para continuar viviendo con sus primeros maridos, o para abandonarlos y unirse con otros, de modo que la unidad y la inseparabilidad eran del todo desconocidas entre los salvajes en sus matrimonios. Éstos se celebraban con sólo pedir el novio la mujer al padre de la novia, y, a veces, bastaba dar por ella algún objeto agradable o útil al futuro suegro.

La mujer servía al marido en todo: ella era la que formaba la sementera, la que cultivaba, la que hacía la cosecha y la que preparaba la comida y la bebida; también ella lavaba al marido y lo pintaba en algunas tribus. La honestidad de las mujeres solteras no era considerada ni apreciada   -223-   como virtud; pero, la infidelidad en las casadas se castigaba como un gran crimen. Cuando los hijos eran tiernos, sus padres y, sobre todo, sus madres los cuidaban con cariño; pero, no había tribu alguna en la cual el infanticidio no fuera muy común; la pereza de amamantar era suficiente pretexto para que la madre ahogara, a su hijo, metiéndolo en un hoyo y echándole ceniza poco a poco, hasta que muriera. Si nacían deformes, débiles o con alguna lesión, eran matados al instante; cuando eran gemelos, mataban al uno precisamente, y entre una hembra y un varón, se conservaba a éste y se mataba a aquélla; tornando de un piececito al recién nacido, lo arrojaban al río, festejando la muerte con risas y carcajadas.

Los hijos grandes no guardaban amor ni respeto a sus padres, y hasta los mataban a éstos, cuando se encolerizaban o sentían venganza contra ellos. Para el matrimonio en algunas tribus, sólo estaban exceptuados los primeros grados de consanguinidad; y el casarse hermano con hermana carnal era costumbre entre los omaguas. Los caciques de algunas parcialidades solían criar desde tiernas, como si fuesen sus hijas propias, a sus futuras esposas, con las eriales cohabitaban así que ellas llegaban a la edad de ser madres; y éstos eran los matrimonios más indisolubles.

En cuanto a creencias religiosas, no había una sola tribu que no tuviera una noción, aunque fuera vaga y oscura, del Ser Supremo, cuya existencia era creída por todas; pero ni levantaron templos para adorarlo, ni fabricaron imágenes que lo representaran, y ni aun había en algunas   -224-   lenguas un nombre ni una palabra que lo designara. La idea de un ser superior, maligno y enemigo de los hombres, era universal; en todas las lenguas tenía un nombre propio, con el cual fueron llamados los blancos y hasta los mismos misioneros. Este ser malo era temido; y se procuraba tenerlo contento, por medio de ruegos y de expiaciones.

Culto no tenían ni menos ceremonias religiosas, a no ser sus bailes y sus borracheras con las cabezas de sus enemigos, en las cuales adoraban mientras las guardaban consigo. Respecto del alma humana, todos creían que sobrevivía al cuerpo, que había animado; mas, en cuanto a la naturaleza, de ella, no podían menos de errar lastimosamente; y así cada cual imaginaba la vida de ultratumba de un modo análogo a la vida presente, con guerras, triunfos y festejos. Los jíbaros y otros creían en la transmigración de las almas a los cuerpos de los animales, y decían que los valientes pasaban a animar a las aves de plumaje vistoso; y los cobardes, a salvajinas ruines y despreciables, como arañas, lagartijas, etc. Estos mismos jíbaros conservaban una reminiscencia confusa del Diluvio, pues referían que allá, en muy lejanos tiempos, había caído del cielo una gran nube, la cual, convirtiéndose en agua, causó la muerte de todos los moradores de la tierra, sin que hayan logrado salvarse más que un anciano con dos hijos suyos, los que poblaron de nuevo la tierra. Uno de estos hijos, añadían, fue maldecido por su padre, por haberse burlado del anciano, y de este hijo se confesaban descendientes los jíbaros.

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Los mainas tenían también una tradición curiosa acerca del Diluvio universal y del origen de su tribu; según decían, sólo se salvaron de la inundación general dos hermanos varones, quienes se desposaron con ciertas mujeres misteriosas, las cuales se dejaban ver en figura de pintadas guacamayas; y de éstos matrimonios descendían todos los indígenas.

Sacerdotes propiamente no había entre las tribus orientales americanas, pues sus mohanes eran tan sólo agoreros y médicos. Las tribus salvajes tenían muchísimas supersticiones y de todo sacaban agüeros; del vuelo y del canto de ciertas aves, del rastro de las culebras, del ruido del viento, de los truenos y de los relámpagos y, sobre todo, de los sueños deducían pronósticos y adivinaciones; todo cuanto en su rusticidad nativa no podían explicar naturalmente, lo creían misterioso y sobrenatural. Estos agoreros adivinaban tomando bebidas narcóticas, con las cuales se aletargaban; y lo que soñaban durante el letargo eso lo anunciaban como seguro; tendidos bocabajo en el suelo, se dejaban estar mientras les pasaba el efecto de la bebida adormecedora.

Las enfermedades eran consideradas siempre como resultados de hechizos y de maleficios, y nunca como efectos naturales de la condición humana; así, aunque algunos indígenas conocían la eficacia medicinal de varias hierbas y las solían aplicar con acierto para curar algunas enfermedades, con todo los demás lo primero que buscaban cuando había enfermos, era un agorero para que desvaneciera el maleficio o remediara al hechizado. Sus remedios eran, por esto, ante   -226-   todo ensalmos y conjuros, con mil embustes ridículos y supersticiones groseras. Otras veces, el principal remedio era el más riguroso ayuno, con lo cual acontecía, a menudo, que el enfermo sucumbiera no por la fuerza de la enfermedad, sino de inanición y debilidad. Lo más curioso era que la dieta y el ayuno lo solían guardar no solamente el enfermo, sino sus parientes y allegados, como condición sin la cual la salud se tenía por imposible.

En los funerales y entierro de los difuntos había costumbres muy diversas y hasta abominables. En medio del duelo, el cadáver era despedazado y servido en presas a los dolientes, porque les parecía una profanación enterrar dentro de la tierra los cuerpos de los suyos; y una abominación, tan contraria a los instintos de la naturaleza, era reputada como acto de piedad.

El lugar preferido para sepultura era la casa propia, a la cual, después, se le prendía, fuego; y, costó mucho trabajo a los misioneros persuadir a los indios cristianos que dejaran sepultar sus muertos en las iglesias, de donde los sacaban a hurtadillas, apenas el misionero se descuidaba un momento. ¡Grande sentimiento hacían al no poder dar ya a sus muertos la única sepultura, que ellos quisieran darles sepultándolos en sus propios estómagos!

Tribus había en las cuales primero se sepultaba el cadáver en la tierra; y después, calculando que las carnes se hubiesen ya deshecho, se lo sacaba para quemar los huesos, molerlos y reducidos a ceniza tornárselos, mezclándolos con sus bebidas fermentadas, acompañando esta ceremonia   -227-   con extrañas demostraciones de duelo y de pesar. Entonces era él dar alaridos descompasados, el llorar y el lamentar, endechando sobre el difunto, con palabras de cariño y de ternura sorbidas las cenizas por los circunstantes, se daba fin al duelo, riéndose y alegrándose estrepitosamente, pues una de sus máximas era no volver a acordarse ya más del difunto y no pronunciar siquiera su nombre en adelante para no tener ese motivo de pena y de dolor.

Usaban también encerrar el cadáver dentro de una tinaja grande de barro, fabricada de propósito para aquel objeto; doblaban el cadáver y lo acomodaban en esa clase de ataúd, y luego lo tapaban con otra tinaja, para depositarlo así en una cueva o hueco cavado en la tierra. Otros sacaban los huesos, los lavaban bien, los pintaban y luego los guardaban en una cantarilla de barro, la cual hacía entre ellos de urna cineraria. Los omaguas solían arrojar al río estas tinajillas, con los huesos limpios de sus difuntos. Esto hacían los salvajes con sus muertos propios; pero, con los enemigos a quienes daban muerte en la guerra, no tenían estos miramientos, antes solían limpiar las calaveras y conservarlas ensartadas en palos dentro de sus casas.

A pesar de tan odiosa ferocidad, no dejaban de tener los indígenas salvajes del Marañón algunos rasgos de cultura y de nobleza, pues a los cautivos no siempre los maltrataban ni los mataban; antes cuidaban de ellos con esmero y hasta los agasajaban con blandura, distinguiéndose en esto los omaguas, a quienes era hacerles injuria proponerles que vendieran un esclavo.

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En los banquetes acostumbraban guardar orden, dando asiento de preferencia, sobre bancos cubiertos de paños de algodón limpios, a los magnates y principales, mientras la gente menuda se acomodaba en el suelo. Cuando el curaca principal del pueblo estaba para morir, se congregaban todas las parcialidades amigas, y, una por una, iban entrando a la choza del moribundo, para despedirse de él, diciéndole elogios y requebrándole con grandes alaridos; así que expiraba, le cerraban apresuradamente la boca y los ojos, le vestían con su ropa (si la había usado llevar), y le ponían todos sus adornos, y comenzaban los funerales, dando fuertes gemidos la esposa del difunto; al llanto de la esposa seguía el lamento de todos los que moraban en la casa, y, cuando éstos callaban, principiaban el llanto y el lamento y los ayes en todas las casas del pueblo. Durante ocho días enteros hacían esta demostración de duelo, al amanecer, al mediodía, a la puesta del sol y en avanzadas horas de la noche; y lloraban y plañían, con tal ternura y en un tono tan lastimero y quejumbroso, que causaba honda impresión de dolor en cuantos los oían. Y tanto sentimiento era sincero, porque entre los de una misma población o ranchería se amaban entrañablemente.

Ni les faltaba su cierto decoro, pues en las chozas grandes, en que vivían reunidas algunas familias, solían tener departamentos separados para cada una, y en cada departamento un lugar para dormir, y otro donde estaba la cocina, y, además, había otro departamento común, el cual estaba en medio de la casa y servía para recibir   -229-   las visitas de los huéspedes; en este salón (si podemos darle ese nombre), tenían los varones sus lanzas clavadas en tierra, con mucho orden, cada una en el punto que le estaba señalado.

Lo más digno de ponderación en la labor evangélica de los misioneros era la paciencia admirable y la constancia invencible, con que se consagraban a aprender la lengua de sus neófitos: trabajo ímprobo y digno de grande loa. Había varios idiomas que se hablaban por un número crecido de tribus; pero otros eran propios solamente de una parcialidad, y hasta de una sola ranchería, como ya lo hemos dicho antes; los mismos idiomas hablados más generalmente temían dialectos distintos, que variaban mucho, según la manera de pronunciarlos. La mayor de las dificultades no estaba en conocer la índole gramatical de cada idioma, sino en discernir la pronunciación de las palabras, porque en la manera de pronunciar las palabras y de articular las sílabas había una variedad asombrosa; en unas predominaban sonidos nasales; en otras, guturales; en algunas, labiales; en varias, dentales; en no pocas, paladiales; como si adrede se hubiesen reducido a la práctica todos los modos de pronunciación, sin prescindir ni de los más difíciles ni de los más caprichosos. Ya era un gangueo, en que no se alcanzaba a distinguir la separación de cada palabra ni menos la articulación de cada sílaba; ya un ronquido, con el cual hablaban solamente con la garganta, sin casi mover la lengua ni los labios; en una tribu con una rapidez tal, que daba a la locución el tono de un cantar monótono, en que, con suma dificultad, apenas   -230-   se lograba percibir la última sílaba de la última palabra, y era necesario adivinar lo demás de la oración; en otra, el mismo idioma se pronunciaba entre dientes, sin menear los labios y era más bien que locución, uno como murmullo. El misionero necesitaba aguzar su oído y estar sumamente atento, ya acercándose casi a la boca de su interlocutor, ya fijándose mucho en su rostro, porque una simple mueca, hecha con la nariz o con el labio superior, bastaba para variar el significado de una misma, palabra60.

Los primeros misioneros del Napo y del Marañón introdujeron en esas montañas la lengua quichua, llamada del inca, y se sirvieron de ella congo de un idioma general, que obligaron a aprender a los convertidos; pues, en esa lengua les hablaban y en ella les explicaban la doctrina cristiana, sin que por esto se descuidaran de estudiar las lenguas maternas de los indígenas y de redactar en las más generales de entre ellas el catecismo, con gramáticas y vocabularios, que facilitasen su conocimiento. De este modo en el territorio de las misiones llegó a haber una lengua general y   -231-   varias lenguas nacionales, dirémoslo así, con una muchedumbre abrumadora de dialectos. Y aun la misma lengua quichua introducida en las misiones varió muchísimo y se empobreció, porque cada tribu la pronunciaba a su modo, y no aprendía de ella más que un poco, lo indispensable para rezar la doctrina y hablar con el misionero. Diez y seis lenguas matrices y sesenta y cuatro dialectos se hablaban en la región oriental ecuatoriana, en las misiones del Putumayo, del Napo y del Amazonas, a fines del siglo decimoctavo61.



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II

Hemos narrado ya todo cuanto era necesario referir en la historia de nuestra región oriental trasandina. Hace tres siglos a que esa región fue descubierta y explorada; durante trescientos años se ha trabajado para que las gentes que pueblan esa región entren a formar parte moral integrante de la sociedad ecuatoriana civilizada, y, no obstante, hasta ahora las tribus que moran en esas provincias se mantienen todavía en el estado miserable del salvajismo, o han pasado, cuando más, del salvajismo a una triste y vergonzosa barbarie. En esas provincias, hasta ahora no hay ni una sola ciudad siquiera, ni una aldea bien poblada ni centro alguno de civilización, que ofrezca esperanzas de progreso para lo futuro; las numerosas reducciones de los indígenas convertidos al   -233-   cristianismo por los misioneros en el siglo decimoctavo, han desaparecido todas, y no ha quedado ni una sola; las poblaciones fundadas por los españoles con los pomposos nombres de ciudades han venido tan a menos, que ahora no merecen ni el título de aldeas, y hasta el número de habitantes de esas montañas ha disminuido. La nación ecuatoriana cuenta en el número de sus provincias esas comarcas orientales trasandinas, y, para vergüenza de nuestra civilización, el indio semisalvaje, morador de esas provincias, nacido a la sombra de la Iglesia católica, bañado con las aguas regeneradoras del bautismo cristiano el día mismo de su nacimiento, y amamantado con la enseñanza del Evangelio, se presenta en la Capital de la República, y recorre las calles de Quito, y se pasea por las plazas, casi enteramente desnudo; desgreñado el cabello, pintado el rostro a la moda salvaje, con aire sombrío, con mirada melancólica, sucio, indecente, apoyado en su enorme lanza de chonta, y sin más conocimiento de la lengua castellana que el indispensable para pedir en la taberna el aguardiente sabroso, que es el único objeto que el indígena ecuatoriano de las orillas del Napo busca en Quito, cuando sale a Quito; y ha habido quien afirmara, y (más que afirmar), quien protestara que ese indio era el tipo, ¡el ideal de una población cristiana! ¿Habrá alguien que haya visto a esos desgraciados acercarse alguna vez a la puerta de algún templo? Desdeñosos, recorren las calles, sin querer ni mirar siquiera los edificios de la capital: ¿qué caso podrá hacer de la civilización el hijo de las selvas, si, a pesar de sus doscientos años de cristianismo,   -234-   no conoce todavía las ventajas de la civilización...?62

Preciso es, pues, que investiguemos cuáles son las causas; por las cuales los trabajos de los misioneros han sido infructuosos. ¿Qué ha faltado a los misioneros? ¿Qué es lo que no se ha hecho? ¿Cuáles son los motivos de una esterilidad tan evidente?... La civilización moderna ¿cómo podrá abrirse camino para esas comarcas? ¿Cuál será, por fin, la suerte de las tribus salvajes, que andan todavía errantes y vagabundas por esas dilatadísimas montañas?

He aquí las preguntas que no puede menos de hacerse el historiador, después de haber narrado las vicisitudes de esa región, condenada, al parecer, a un estado de irremediable barbarie. No vacilamos en asegurar; que las causas del fracaso de las misiones han sido complejas, y que el éxito de las misiones será el mismo en lo futuro, si, con cuidado, no se varía de sistema, echando mano de otros arbitrios morales y empleando, con magnanimidad, los recursos poderosos que ofrece la civilización moderna.

Nosotros creemos en la unidad de la especie humana, y para nosotros las que se conocen con el nombre de razas humanas no son más que variedades más o menos distintas de una sola especie humana; en las verdades demostradas por las ciencias naturales y de observación no hemos encontrado ni un solo dato seguro y evidente,   -235-   que contradiga las enseñanzas cristianas, fundadas en la palabra divina escrita y en la tradición. No obstante, la aptitud de la que llamamos raza roja para la civilización es un problema, cuyo estudio exige un criterio muy desapasionado para resolverlo atinadamente. El hombre cobrizo es apto, sin duda, para recibir la civilización cristiana, y para progresar mediante ella. Por voluntad del Redentor, el Evangelio debía ser predicado a todas las naciones del mundo, a todas las gentes del orbe, a toda criatura, según la frase del mismo Evangelio, Omni creaturae; lo cual manifiesta evidentemente que todas las razas humanas, sean cuales fueren su estado de adelanto o de atraso, son aptas para recibir la civilización cristiana, y para alcanzar mediante ella no solamente el fin sobrenatural del hombre, sino también su bienestar y mejoramiento puramente temporal. Pero, como el modo ordinario con que la Providencia divina dirige y gobierna las cosas humanas es tan sabio, tan delicado y tan admirable, nunca violenta al hombre ni le hace fuerza para introducirlo en el gremio de la Iglesia católica; de aquí es que, para la completa conversión del salvaje americano al cristianismo, debía contarse no solamente con el influjo sobrenatural de la gracia divina, sino también con todos aquellos auxilios humanos, que contribuyeran a sacarlo de la vida salvaje, a hacerlo menos inclinado al aislamiento social y más decidido por las ventajas de la vida civilizada.

Dos cosas era necesario hacer con las tribus salvajes americanas; convertirlas al cristianismo, y obligarlas a amar la vida civilizada. Para la   -236-   conversión al cristianismo, podía, y debía, contarse con los auxilios sobrenaturales de la Providencia; mas, para la reducción a una vida civilizada, era indispensable poner medios humanos, y medios humanos eficaces, teniendo muy en cuenta la condición moral del indio y sus cualidades naturales tanto buenas como malas; éstas, para corregirlas; aquéllas, para mejorarlas. ¿Se pusieron los medios humanos, que, a una con la gracia divina, habían de convertir al indígena americano? ¿Se emplearon todos los medios humanos, aconsejados por la experiencia? ¿Hubo, talvez, un vacío en el sistema seguido en las misiones? Las misiones fundadas en las montañas del Napo y del Marañón, es evidente que no han producido resultados satisfactorios permanentes: ¿cuál es la causa, en que han escollado tantos afanes y tantas fatigas?

La naturaleza física, la condición misma material de esas montañas, era un poderoso obstáculo para el mejoramiento del sistema de las misiones: el número de misioneros, corto siempre para la inmensa extensión del territorio por ellos evangelizado; la falta de caudales necesarios para dar cima a la obra de las misiones, emprendida con un plan y unas proporciones tan vastas; las guerras de unas parcialidades contra otras; las rebeliones y los levantamientos de las tribus ya convertidas; las epidemias periódicas desoladoras y las incursiones piráticas de los portugueses del Amazonas, fueron parte para que la obra de las misiones se destruyera y se acabara; pero, esas no fueron las únicas causas; hubo también otras, muy notables, aunque entonces casi no se cayó   -237-   en la cuenta de ellas; antes, se las tuvo por aciertos y se las calificó de discreciones. ¿Qué causas fueron esas? Las vamos a enumerar, con severa imparcialidad.

El primer error cometido por los misioneros fue el haber introducido y generalizado entre los indígenas convertidos la lengua quichua, la lengua llamada del inca; esa lengua era mejor que los idiomas de los salvajes, indudablemente; pero no sólo no era un medio de civilización, sino que era un obstáculo para la civilización, ¡y un obstáculo poderoso! Debieron, pues, los misioneros haber introducido y generalizado entre los neófitos indígenas la lengua castellana, y no la lengua quichua; así, lo que a los padres les pareció un acierto, fue un error trascendental.

De la lengua quichua no aprendían los salvajes sino un poco, y eso poco lo aprendían mal; lo que les bastaba para su comunicación cuotidiana con los misioneros y nada más. En cada reducción había, pues, dos lenguas: la materna, la nativa de los indígenas, y la quichua; en aquélla pensaban, hablaban y razonaban; en ésta trataban con el misionero y oían el sermón en la iglesia; pero ¿de ese sermón cuánto entendían? ¡Casi nada!... En algunas reducciones se les hacía repetir toda la doctrina cristiana, traducida a la lengua materna de los indígenas, y ellos repetían lo que se les había enseñado, de memoria, sin entender nada; las enseñanzas del padre les parecían menos interesantes, que los cuentos y las relaciones de sus hechiceros.

Una larga experiencia y un concienzudo estudio de los idiomas americanos habían demostrado   -238-   palpablemente, que ninguno de ellos era adecuado para la enseñanza de la doctrina cristiana, y se había mandado que se procurara generalizar la lengua castellana, y extirpar las lenguas indígenas. La conversión de los salvajes al cristianismo era imposible, mientras se conservara, como se conservó tenazmente, en mala hora, cual medio de civilización, la lengua quichua, junto con las otras lenguas indígenas, pobrísimas de palabras y rudimentarias. De la misma lengua quichua no aprendieron los salvajes convertidos todo cuanto habría convenido que aprendiesen, y el catecismo, compuesto en lengua quichua para las misiones, demuestra cuánto era el desfalco que la lengua había padecido. El mejor medio para instruir y civilizar a los indígenas habría sido, pues, introducir la lengua castellana, generalizarla y convertirla en lengua materna de los indígenas, lo cual se habría conseguido cuando más a la tercera generación.

¿No hubiera sido también muy eficaz enseñarles a leer y a escribir la lengua castellana, fundando escuelas para los niños de la misión? Según sea el idioma, en que pensemos, así será también nuestra disposición natural para la cultura y para la civilización; conservar, pues, con tesón los idiomas de los salvajes era mantenerlos tenazmente incapacitados para la ilustración intelectual y el mejoramiento social63.

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Otro error práctico fue el haber conservado las reducciones diseminadas en una extensión inmensa de terreno, sin comunicación expedita y fácil entre ellas. Unos pueblos estaban separados de otros a distancias enormes, y entre unos y otros no había más medio de comunicación que los ríos y las montañas. El camino por las montañas, es decir el camino de tierra, era el más largo, el más penoso y el más difícil; pues había que atravesar pantanos y bosques dilatados, sin un sitio cómodo para posada, expuestos a gravísimos peligros y faltos hasta del sustento necesario para la vida. El viaje por agua era un poco menos trabajoso, pero siempre lleno de molestias y de peligros. Las distancias a que estaban fundadas unas de otras las reducciones eran tan grandes, que hacían de todo punto no sólo difícil sino imposible, principalmente en ciertas épocas del año, toda comunicación entre ellas, viéndose, a consecuencia de esto, misioneros y neófitos condenados a la soledad más triste y al más perjudicial aislamiento. Terreno sobraba ¿no habría sido prudente, ya que se extraían de los bosques   -240-   las tribus salvajes, ir estableciendo las nuevas poblaciones unas a continuación de otras, con menos distancia y más fácil comunicación entre ellas? ¿No había, acaso, grandes peligros morales para los mismos religiosos en esa vida aislada, solitaria y privada, durante meses y meses, de la recepción del sacramento de la Penitencia?

El salvaje es el hombre degradado, el hombre, que ha descendido en la escala de la civilización hasta el último escalón, más abajo del cual no se encuentra ya nada digno de la naturaleza racional humana. Todavía más: el salvaje no está ni en el último peldaño de la escala de la civilización descendente, se halla fuera de la civilización, y por sí mismo no la busca ni la quiere. El salvaje está persuadido de que su género de vida es excelente, y así mira con desdén los usos y costumbres de los pueblos civilizados, y hasta se ríe y se burla de ellos, considerándolos como inútiles, caprichosos y ridículos. Para remediar el mal es necesario conocerlo; y quien estuviere avenido con el mal, quien estimare el mal como bien, ¿será posible que desee y que busque el remedio?... Además, una de las pasiones más fuertes del hombre en el estado salvaje es el orgullo, la soberbia; y de ahí el egoísmo; los salvajes son altivos y muy ensimismados, y no echan de menos nunca la vida civilizada, de cuyas prácticas y costumbres hacen mofa. Mantener, pues, aisladas las reducciones era, por lo mismo, condenarlas necesariamente al retroceso, a la vida salvaje, así que desapareciera la presencia del misionero, que hacía las veces de un vínculo artificial, que contenía contra sus nativas y violentas tendencias,   -241-   a los indios en los pueblos de los ya bautizados. El aislamiento no fue el único error del sistema, hubo también otro error: ¿en qué consistió ese otro error? Ese otro error consistió en que, una vez formadas las reducciones, no se trabajó activa y eficazmente para que los neófitos mejoraran las condiciones materiales de su manera de vida; pues, ni en vestido ni en alimentos ni en habitaciones adelantaron tanto, cuanto era necesario que adelantaran, a fin de que las nuevas generaciones fueran sedentarias y no errantes, como habían sido sus mayores. Debió habérseles obligado a aprender, y a perfeccionar las artes; debió haberse estimulado más el trabajo de la agricultura, y extendido más el comercio, y con la agricultura y el comercio, el trato y comunicación frecuente de unas poblaciones con otras. La agricultura apenas existía como en rudimentos; el comercio era escasísimo; las artes necesarias para la vida casi eran desconocidas; ¿cómo sorprendernos, pues, de que desaparecieran pueblos, donde no existían ni las artes ni el comercio ni la agricultura? Las reducciones se habrían conservado, si los indígenas hubieran llegado a ser propietarios y dueños del suelo; si hubiera habido entre ellos más comunicación y menos aislamiento; los pueblos de las misiones, cien años después de fundados, no tenían moneda ni la conocían, y estaban reducidos todavía a trastrocar unas cosas por otras: ¡estado de atraso casi increíble!...

Perjudicó mucho también para el adelanto de los pueblos de misiones esa condición de pupilos o de menores, en que, de propósito fueron   -242-   conservados perpetuamente; pues, con el fin de que no perdiesen la fe ni se corrompiesen sus costumbres, se los gobernaba de modo que viviesen incomunicados con los blancos, y no tratasen ni contratasen con ellos. Empero, la fe de los salvajes convertidos al cristianismo, ¿qué laya de fe era? Y ¿sus costumbres?... Más bien que sencillas, eran atrasadas... La religiosidad de los indígenas muy poca ha debido ser, puesto que habían sido enseñados en una lengua pobre, inadecuada para explicar en ella los misterios cristianos, y esa lengua, no bien conocida por los intérpretes...

La raza roja se distingue por su tenacidad en conservar sus usos y sus costumbres, tiene cariño a todo lo antiguo y repugnancia invencible a toda innovación; esta raza, entregada a sí misma, podría adelantar muy lentamente, encontrándose ella sola; pero, puesta al lado de la raza blanca, no adelanta sino a la fuerza, y el único medio de hacerla salir del estado, estacionario en que se mantiene, es rodeándola por la civilización, sitiándola por la civilización, y procurando que la civilización la vaya absorbiendo poco a poco, hasta transformarla del todo. Pueblos compuestos solamente de indígenas no adelantan y se conservan atrasados y estacionarios, aunque estén rodeados de ciudades y de poblaciones de gente blanca; una experiencia secular lo está demostrando, y, por eso, el estancamiento de la raza indígena es un hecho innegable.

El sistema empleado, pues, en las misiones del Napo y del Marañón fue un sistema equivocado, y, a pesar de las fatigas, de las privaciones   -243-   y de los sacrificios de los padres de la Compañía de Jesús, no produjo resultado ninguno estable y duradero; después, cuando fueron los franciscanos y los eclesiásticos seculares, la obra debía necesariamente deshacerse, ¡y se deshizo y desapareció! Las causas de semejante fracaso son ya conocidas64.

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La primera condición, para que las misiones se conservaran y prosperaran, debió haber sido la apertura de un camino no sólo bueno, sino cómodo, desde la capital de la colonia hasta el embarcadero mejor en el río Lapo, a fin de evitar así el paso arriesgado por el Pongo de Manseriche; la segunda condición acercar más los pueblos unos   -245-   a otros y establecer colonias formales de gente blanca junto a las reducciones, de manera que éstas vinieran a quedar como eslabonadas con aquéllas. Pero, estas condiciones eran moralmente imposibles de hacerse prácticas en el siglo decimoséptimo, en una colonia española americana;   -246-   la apertura de caminos era entonces imposible, porque no había dinero con qué costear el trabajo, y porque el gobierno español recelaba que, abriendo caminos, se facilitara la introducción de contrabando con artículos de comercio prohibido; sin un buen camino, el establecimiento   -247-   de las colonias de gente blanca era irrealizable65.

En las reducciones se organizó una especie de ayuntamiento, compuesto de los mismos indígenas, el cual funcionaba bajo la dependencia de los misioneros; y habría sido un comienzo de vida; municipal, si los indígenas, hablando como lengua materna suya, la lengua castellana, hubieran alcanzado alguna instrucción y adquirido   -248-   mayor trato y comunicación con las poblaciones civilizadas; pero, tales como fueron establecidos los alcaldes indígenas, no sirvieron más que para hacer más fácil la concurrencia de las gentes a los ejercicios del culto, y, más tarde, también las granjerías del comercio, a que se dedicaron algunos curas o doctrineros de aquellos desgraciados pueblos. Para contener las invasiones de los portugueses, y para domeñar a las tribus sanguinarias,   -249-   y hacer imposibles sus levantamientos y sus rebeliones devastadoras, habría convenido muy mucho el empleo de armas de fuego; pero el uso de esas armas era severamente vedado en las poblaciones civilizadas de los blancos en la sierra y en la costa; ¿cómo se hubiera permitido en las reducciones de los salvajes?

Los gobernadores de Mainas debían residir en la ciudad de Borja, y desde allí, desde una distancia   -250-   tan remota y sin vías de comunicación, habían de cuidar de todos los pueblos y de las reducciones, desparramadas en la inmensa extensión bañada por el Amazonas y sus afluentes; muchos de los Gobernadores no entraron nunca al territorio de su gobernación, y se contentaron con nombrar un teniente, mal remunerado, que hiciera sus veces; y ellos dejaban transcurrir todo el período de su mando, viviendo tranquilos en alguna de las ciudades de la sierra y disfrutando del salario que percibían de las cajas reales. ¿Cómo hubieran adelantado esos pueblos?

En ellos se establecía y se organizaba la milicia; pero era con las mismas armas que habían tenido siempre los indios: su arco, sus flechas, su lanza, sin ninguna mejora ni el más pequeño adelanto. Se practicaban revistas de cuando en cuando, se hacían alardes en las plazas de las reducciones, se les concedía a los indios grados militares de alféreces, de maeses de campo; pero ¿qué estimación harían de esos grados los salvajes, cuando en su manera de guerrear no les   -251-   servían para nada? Las milicias de las misiones no eran sino las mismas hordas de salvajes, acaso con menos valor y menos audacia guerrera que antes...

El Gobierno español pretendió repetidas veces, en épocas sucesivas, imponer el tributo real a los pueblos de las misiones, y hubo de cejar en su resolución, porque esos pueblos no tenían de qué tributar ni cómo pagar ni el más pequeño pecho y contribución, lo cual es una prueba evidente de que esos pueblos carecían casi absolutamente de agricultura, de industria, y de comercio. Y algunos de esos pueblos eran tan antiguos, que contaban más de cien años de vida cristiana. ¿Cómo sé explica que en tan largo transcurso de tiempo se hayan quedado estacionarios?... Esos pueblos se deshicieron casi de la noche a la mañana, así que se les quitó el misionero jesuita, cuya residencia en medio de los indígenas era, como lo hemos dicho ya, un lazo artificial, que los conservaba unidos y concordes. ¿Habría echado raíces en ese suelo salvaje la civilización cristiana?... La región de la montaña y la región de la sierra, el territorio oriental y la altiplanicie interandina en el Ecuador, son comarcas tan distintas en clima, en vegetación, en terreno, que la una es como la antítesis de la otra, y están separadas una de otra por el muro enorme de la cordillera oriental, que hace casi imposible la comunicación expedita entre ellas, y condena a la oriental a un aislamiento perdurable; el único arbitrio eficaz, para hacer penetrar allá la civilización, sería la apertura de buenos y cómodos, caminos, y el establecimiento de una serie de poblaciones   -252-   de blancos, que fueran escalonándose gradualmente entre la sierra y la región oriental. El orden establecido por la Providencia divina para el llamamiento de las tribus salvajes al gremio de la Iglesia católica, requiere que no se den de mano los medios naturales; antes, éstos y los sobrenaturales son los que han de verificar la transformación de las selvas orientales ecuatorianas en residencia de pueblos civilizados.

En el sistema de misiones planteado en el siglo decimoséptimo y continuado durante todo el decimoctavo, hubo, a no dudarlo, defectos y vacíos que lo hicieron estéril; esos defectos y esos vacíos provenían ya de las ideas generales y dominantes en aquella época sobre las condiciones que debía tener un pueblo de indígenas, para conservarse netamente cristiano; ya del régimen colonial, tan absorbente y tan destructor de toda actividad individual66. Por esto, en aquellos   -253-   tiempos, cuando más florecientes se creía que estaban las reducciones, apenas se hallaba como en mantillas la vida civilizada de los indígenas; vino la prueba, llegó la hora de la contradicción y todo se deshizo, ¡porque la obra no estaba levantada sobre cimientos duraderos y sólidos! Ahora ¿cuál será el porvenir reservado en lo futuro a esas dilatadísimas y fértiles regiones? ¿Estarán condenadas, acaso, para siempre a ser ancha morada solamente de tribus errantes y vagabundas? ¡Ah! No... La Providencia ha dotado a la civilización moderna de una fuerza de expansión portentosa en los asombrosos inventos del buque de vapor y del ferrocarril; y esos inventos allanarán los caminos para el Evangelio en las inmensas comarcas bañadas por los caudalosos afluentes del Amazonas, y día llegará cuando la activa industria humana, dando impulso al progreso material de las naciones   -254-   americanas, habrá cooperado, sin saberlo, a la obra de Dios, entregando a la civilizada raza blanca las regiones, donde se alberga ahora la raza roja, bárbara y salvaje.

Mas, conviene que notemos una cosa muy digna de ponderación: la civilización tiene rumbo invariable y marcha conocida, y no camina nunca aguas abajo, sino siempre aguas arriba; y así la civilización ha de ir subiendo paso a paso del Atlántico a la gran cordillera oriental de los Andes, y el Amazonas verá levantarse en sus orillas y en sus islas ciudades populosas; y, cuando la vida ya rebosare en esas ciudades, entonces se derramará por uno y otro lado, y subirá hacia arriba, surcando la corriente de los ríos, que descienden de los Andes. En el centro de la América meridional ha puesto Dios al Amazonas, como un gran mar Mediterráneo de agua dulce, y por ese mar está abierto el camino para que los pueblos civilizados vengan y transformen toda aquella extensísima región; si la locomotora truena en las selvas amazónicas, la vida salvaje habrá llegado a su último término.

Para civilizar, pues, la cuenca oriental trasandina,   -255-   es indispensable abrir caminos, anchos y cómodos, que conduzcan a ella; y, para abrirlos, se han de utilizar todos los inventos de la civilización moderna; por esos caminos entrará la religión, y con la religión, la caridad, y entonces la obra de las misiones, dejando de ser estéril, se tornará fecunda67.

El sistema de aislamiento, como lo ha probado una larga experiencia de tres siglos, no produce resultado ninguno benéfico, estable y duradero; para civilizar a la raza indígena salvaje es   -256-   indispensable llevarle con el Evangelio la lengua castellana, las artes que ennoblecen y las costumbres que dignifican. Obstinarse en sostener y en practicar otro sistema, es luchar contra la experiencia, y condenarse ciega y tenazmente a una triste esterilidad68.







 
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