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ArribaAbajoLibro duodécimo


ArribaAbajoProemio

Que esta última parte de la obra es la más difícil de todas, en la cual se propone tratar no solamente del modo de decir, sino también de las costumbres del orador.


Hemos llegado a la más importante parte de la obra que me había propuesto. Cuya dificultad si yo hubiera conocido al principio como la conozco ahora por la experiencia, hubiera consultado antes mis fuerzas. Pero al principio me detuvo la vergüenza de faltar a mi palabra, y después, aunque casi en cada una de las partes se iba aumentando el trabajo, me fui alentando a mí mismo en todas las dificultades por no malograr el trabajo que ya tenía hecho. Por cuya razón aun al presente, aunque experimento mayor dificultad que nunca, sin embargo, estando ya al concluir, estoy resuelto a trabajar hasta que más no pueda, primero que perder las esperanzas.

Pero me engañó el haber dado principio por las cosas pequeñas; después, conducido como por un viento favorable, dando tan solamente aquellas reglas ya sabidas y de que tratan la mayor parte de los retóricos, me parecía no estar aún muy distante de la playa y veía cerca de mí a muchos que en cierto modo se atrevían a entregarse a los mismos vientos368. Mas luego que comencé a tratar de un   —286→   género de elocuencia de que hasta ahora últimamente no se ha tenido noticia y que muy pocos habían tratado, apenas se encontraba uno que se hubiese apartado lejos del puerto. Mas después que aquel orador que iba formando salió de entre los maestros de la elocuencia, o se deja llevar de su natural inclinación o procura adquirir mayores auxilios de lo más recóndito de la sabiduría, comencé a conocer a cuán grande altura había llegado, y ahora puedo decir con verdad:


Sólo por todas partes aire y agua
Se descubre.


(Eneida, V, verso 9).                


En tan inmenso mar sólo me parece que veo a Marco Tulio, el que, sin embargo de haber entrado en él con segura y diestra nave, recoge velas, deja los remos y se contenta al cabo con enseñar qué género de decir ha de usar el ya perfecto orador. Pero mi temeridad se esforzará a tratar también de las costumbres que debe tener y determinar cuáles son sus propias obligaciones. De esta manera, no pudiendo yo igualarme con el que antes que yo ha tratado la materia, me veo, sin embargo, en la precisión de pasar mucho más adelante, como el objeto que me he propuesto lo requiere. Pero con todo eso, es digno de alabanza el deseo de hacer cosas buenas, y de todo lo que osadamente se emprende, aquello es lo más seguro que asegura más fácilmente el perdón.



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ArribaAbajoCapítulo I. Que ninguno puede ser orador sin ser hombre de bien

I. Prueba con muchas razones que ninguno puede ser orador sin ser hombre de bien.-II. Responde a los ejemplos que contra esto se proponen de Demóstenes y Cicerón.-III. Continúa probando que un orador no puede ser perfectamente elocuente sin virtud. Exhorta a los jóvenes a la elocuencia.-IV. Responde a los que le reprenden de que enseña los preceptos de la elocuencia contra la verdad. 1.º Muestra por qué ha dado estos preceptos. 2.º Y prueba entre tanto que un hombre de bien puede defender una falsedad y un mal pleito.


I. El orador, pues, para cuya instrucción escribo, debe ser como el que Catón define: Un hombre de bien instruido en la elocuencia. Pero la primera circunstancia que él puso, aun de su misma naturaleza, es la mejor y la mayor; esto es, el ser un hombre de bien; no tan solamente porque si el arte de decir llega a instruir la malicia, ninguna cosa hay más perjudicial que la elocuencia, ya en los negocios públicos y ya en los particulares, sino porque yo mismo, que en cuanto está de mi parte me he esforzado a contribuir en alguna cosa a la elocuencia, haría también el más grave perjuicio a la humanidad disponiendo estas armas, no para un soldado, sino para algún ladrón. ¿Pero qué digo de mí mismo? La misma naturaleza, principalmente en aquello que parece concedió al hombre y con lo que nos distinguió de los demás animales, no hubiera sido madre, sino madrastra, si nos hubiera proporcionado la elocuencia para que fuese compañera de los delitos, contraria a la   —288→   inocencia y enemiga de la verdad. Porque mejor hubiera sido nacer mudos y carecer de toda razón que emplear en nuestra propia ruina los dones de la Providencia.

Más adelante pasa mi modo de pensar. Porque no solamente digo que el que ha de ser orador es necesario que sea hombre de bien, sino que no lo puede ser sino el que lo sea. Porque en la realidad no se les ha de tener por hombres de razón a aquéllos que habiéndose propuesto el camino de la virtud y el de la maldad, quieren más bien seguir el peor; ni por prudentes a aquéllos que no previendo el éxito de las cosas, se exponen ellos mismos a las muy terribles penas que llevan consigo las leyes y que son inseparables de la mala conciencia. Y si no solamente dicen los sabios, sino que también la gente vulgar ha creído siempre que ningún hombre malo hay que al mismo tiempo no sea necio, cosa clara es que ningún necio podrá jamás llegar a ser orador.

Júntese a esto que un alma que no esté libre de todos los vicios no puede dedicarse al estudio de una facultad la más excelente. Lo primero, porque las cosas buenas y las malas no pueden hallarse juntas en un mismo corazón, y no es menos imposible a un alma sola pensar a un mismo tiempo lo mejor y lo peor, que a un mismo hombre el ser a un mismo tiempo bueno y malo. Lo segundo también, porque es preciso que el alma que está ocupada en cosa de tanta consideración, esté desocupada de todos los cuidados, aun de los indiferentes. Porque al cabo, de esta manera, no teniendo motivo para distraerse ni inclinarse a otra cosa, libre y desembarazada, atenderá solamente a aquello a que se dedica. Y si el regalo demasiado de los cuerpos, si el muy solícito cuidado de la hacienda, la diversión de la caza y los días que se gastan en los espectáculos quitan mucho tiempo a los estudios (porque en esto se pierde todo el tiempo que en otra cosa se emplea), ¿qué pensamos que harán la codicia, la avaricia y la envidia,   —289→   cuyos desenfrenados pensamientos, tanto en el mismo sueño como en vigilia, nos perturban? Porque ninguna cosa hay más agitada, ni de más multitud de ideas, ni más dividida y trastornada con la multitud y la variedad de los afectos que un alma enviciada. Pues cuando se dispone a armar una celada, la ponen en consternación la esperanza, los cuidados y el trabajo, y cuando ya ha logrado la maldad que deseaba cometer, la atormentan el temor, el arrepentimiento y la consideración de todas las penas que merece. Pues entre estas zozobras, ¿qué lugar pueden tener las letras o alguna buena facultad? No otro ciertamente que tienen las mieses en una tierra llena toda de abrojos y de zarzas.

Y a la verdad, ¿no ha de ser necesaria la templanza para poder llevar los trabajos de los estudios? ¿Pues qué se puede esperar de la liviandad y de la lujuria? El amor de la alabanza aviva con especialidad el deseo de dedicarse a las ciencias. ¿Y nos parece acaso que los malos se cuidan de la alabanza? Además de esto, ¿quién no ve que la mayor parte de los discursos se fundan en la alabanza de lo bueno y de lo justo? ¿Y podrá un hombre perverso e inicuo hablar de todas estas cosas con el decoro que ellas se merecen?

Finalmente, por abreviar la mayor parte de la cuestión, supongamos un mismo grado de ingenio, de estudio y de erudición en un hombre muy malo y en otro muy bueno (lo cual es imposible), ¿cuál de los dos se dirá que es mejor orador? No hay dada alguna en que el que es mejor. Pues luego jamás pudo verificarse que un mismo hombre, siendo malo, sea perfecto orador. Porque no es perfecta una cosa cuando hay otra mejor que ella.

Mas para que no parezca que yo mismo me he forjado la respuesta, como los filósofos socráticos, supongamos que haya alguno tan obstinado contra la verdad que tenga atrevimiento para decir que suponiendo un mismo ingenio, estudio   —290→   y erudición, no puede ser peor orador un hombre malo que un bueno. Manifestemos el necio fundamento de esta razón. Ninguno ciertamente dudará que todo orador pretende hacer creer al juez que tiene razón y que es cosa justa lo que le propone. ¿Cuál, pues, de los dos le persuadirá mejor esto, el hombre de bien o el malo? Claro está que el bueno; y dirá más veces la verdad y lo justo. Pero aun cuando en alguna ocasión, movido de algún respeto, se empeñare en probar una falsedad (lo cual, como después demostraremos, puede suceder), por precisión le han de dar más crédito a lo que dijere. Pero los hombres malos algunas veces no pueden disimular lo que son, por el desprecio que hacen de ser tenidos por buenos y por la ignorancia del bien. De aquí proviene que sin modestia proponen las cosas y sin vergüenza las afirman. De donde resulta en ellos una extraordinaria pertinacia y un trabajo inútil en aquellas cosas que no pueden probar. Porque así como tienen pocas esperanzas de mudar de vida, así también desconfían en las causas que toman por su cuenta. Y sucede frecuentemente que aunque los tales digan la verdad, no tienen quien les dé crédito, y un abogado de éstos sólo sirve para hacer sospechar que es malo el pleito o injusto.

II. Ahora voy a satisfacer a aquellas objeciones que, como en una especie de conspiración del vulgo, se hacen; tales son: Pues qué, ¿Demóstenes no fue orador? Pues sabemos que fue malo. ¿No fue también Cicerón grande orador? Pues también muchos reprendieron sus costumbres.

¿Y qué haré yo en este caso? Muy odiosa me temo que se ha de hacer mi respuesta, y así es preciso halagar primero los oídos. Porque no me parece que Demóstenes fue tan reprensible por sus costumbres que yo dé crédito a todo el colmo de cosas que contra él han dicho sus enemigos, cuando leo en su historia sus muy bellos dictámenes acerca de la república y el fin esclarecido de su vida,   —291→   ni veo que en cosa alguna le faltase a Marco Tulio una voluntad muy propia del más excelente ciudadano. Prueba de esto es el consulado, que él desempeñó con la mayor integridad, la suma rectitud con que obtuvo el gobierno de una provincia, el haber renunciado ser del número de los veinte que componían el Gobierno369, y que en las guerras civiles que en su tiempo ocurrieron, y las más considerables, ni la esperanza ni el temor pudieron mover su corazón a separarle del mejor partido, esto es, del de la república. Algunos le tenían por un hombre de poco corazón, a los cuales responde él bellísimamente que no era tímido en exponerse a los peligros, sino en preverlos; lo cual él confirmó con su misma muerte, la que recibió con la más grande constancia.

Y si estos varones carecieron de una bondad perfecta de vida, responderé a los que preguntan si fueron oradores lo mismo que respondieron los estoicos cuando les preguntaban si eran sabios Zenón, Cleantes y Crisipo: que fueron hombres grandes y dignos de respeto, pero que no llegaron a conseguir aquello que la naturaleza del hombre tiene por lo más excelente. Pues Pitágoras no quiso que le diesen el nombre de sabio, como los que le habían precedido, sino el de amante de la sabiduría.

Sin embargo, acomodándome al modo común de hablar, he dicho muchas veces, y lo volveré a decir, que Cicerón es un orador perfecto, así como vulgarmente llamamos buenos y muy prudentes a nuestros amigos, sin embargo de que estas cualidades a ninguno cuadran sino a un hombre perfectamente sabio.

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Pero hablando con toda propiedad, y según la ley misma de la verdad, yo buscaré aquel orador que el mismo Cicerón buscaba. Porque aunque confieso que él llegó a lo sumo de la elocuencia y apenas hallo cosa que se le haya podido añadir, antes tal vez encontraría en él algo que cercenar (porque casi la mayor parte de los sabios fueron de opinión que las más de las virtudes que suponían en él tenían algo de viciosas, y aun él mismo asegura que se corrigió mucho de aquella su afluencia juvenil); con todo eso, puesto que no se apropió el nombre de sabio, teniendo tanto amor propio y habiendo seguramente podido ser más excelente orador si hubiera vivido más y si hubiera logrado un tiempo más tranquilo para componer, estoy persuadido, sin hacerle agravio, de que le faltó aquel complemento que debe tener un perfecto orador, al cual, no obstante, se acerca más que ninguno. Y si otra cosa sintiera yo, podía muy bien defenderla con más fortaleza y libertad. Pues ¿por ventura no aseguró Marco Antonio que no había conocido ningún hombre elocuente, lo que es tanto menos? Aun el mismo Marco Tulio busca un orador semejante y no le encuentra sino en su imaginación e idea; ¿y no me atreveré yo a decir que en los siglos venideros se puede encontrar alguna cosa más perfecta que la que ha habido? Paso en silencio a aquéllos que ni a Demóstenes ni a Cicerón los tienen por perfectos en la elocuencia, sin embargo de que ni aun al mismo Cicerón le parece bastante perfecto Demóstenes, de quien dice que a veces tiene algunos descuidos; el mismo juicio forman de Cicerón Bruto y Calvo, los cuales no tuvieron reparo de corregirle su composición aun en su misma presencia, y Asinio piensa lo mismo de los dos, porque en muchos lugares declaman fuertemente contra los defectos de su estilo.

III. Pero supongamos (lo que en lo natural no puede verificarse) que haya habido algún hombre malo consumado en la elocuencia; con todo eso, yo no diré que éste   —293→   fue orador. Ni daré el nombre de esforzados a todos los valientes, porque sin la virtud no se puede verificar la fortaleza. ¿Pues, por ventura, el abogado que se toma para la defensa de los pleitos, no necesita tener una fidelidad que ni la codicia sea capaz de sobornarla, ni el favor torcerla, ni el temor disminuirla? ¿Daremos el respetable nombre de orador a un hombre traidor, a un desertor o a un prevaricador?

Y si conviene que aun los medianos abogados tengan esta prenda que comúnmente se llama bondad, ¿por qué razón no ha de ser tan perfecto en las costumbres como en la ciencia de perorar aquel que todavía no es orador, pero lo puede ser? Porque no pretendo yo instruir al orador meramente en lo que pertenece al foro, ni a uno que tome esta arte por oficio, o de quien se pueda solamente decir (hablando en términos más suaves) que no es desgraciado abogado de pleitos, o a alguno, en fin, de los que vulgarmente llaman abogados de guardilla, sino a un sujeto de ingenio sobresaliente, cuyo entendimiento esté completamente adornado de las muy bellas artes, destinado de tal modo para la defensa de los hombres, que en ningún tiempo haya habido otro semejante, de un mérito singular, perfecto por todos lados, que tenga los mejores pensamientos y un modo de decir el más excelente.

¿Y hará poco en defender a los inocentes, en contener los delitos de los malos o en favorecer el partido de la verdad contra la calumnia en una causa pecuniaria? Consumado orador será este tal, sin duda alguna, aun en estas ocupaciones; pero aún tendrá más grade lucimiento en otras de más grande consideración, cuando tuviere que gobernar los pareceres del Senado o corregir los desórdenes del pueblo. Y ¿por ventura Virgilio no parece que se figuró un sujeto de estas prendas en aquél que puso por pacificador en el alboroto del pueblo que estaba ya arrojando fuego y piedras, diciendo:

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   En tal consternación, si por fortuna
Un sujeto a su vista se presenta
Por su piedad y méritos insigne,
Todos al punto al verle el labio sellan,
Y a todo cuanto dice, muy atentos
Prestan oído


(Eneida, I, 155).                


Tenemos, pues, ante todo, que Virgilio puso por primera circunstancia el ser hombre de bien, pues la segunda que añadió fue que fuese diestro en el arte de decir.


   Él inclina a do quiere con palabras
La voluntad de todos y serena
Los alterados pechos.


Y qué, ¿este mismo orador cuyas instrucciones escribo, si tiene la precisión de exhortar a los soldados a dar una batalla, no formará un discurso sacado del fondo de los preceptos de la sabiduría? Porque ¿de qué manera desecharán los que emprenden una batalla tantos temores como a un mismo tiempo les acometen del trabajo, de la pena y por último el de la misma muerte, si en lugar de estas zozobras no se les inspira el amor a la patria, la fortaleza y la idea de la gloria que en tal caso se pueden adquirir? Lo cual seguramente persuadirá mejor a otros el que primero estuviere bien impresionado de todo ello. Porque por más que se disimule, al cabo se descubre el fingimiento y nunca ha sido tan grande la fuerza de la elocuencia, que no titubee y vacile siempre que las palabras desmienten al corazón. Un hombre malo, por precisión tiene que decir lo contrario de lo que siente; pero a los hombres de bien jamás les faltará que hablar de las cosas buenas, ni dejarán de inventar siempre lo mejor (porque ellos mismos serán también prudentes), cuya invención, aunque carezca de los primores370 del arte, tiene bastante hermosura con su natural adorno, y todo aquello que se dice conformándose con la virtud, no puede menos de ser de su naturaleza persuasivo.

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Por cuya razón los jóvenes, o por mejor decir, los de todas las edades (pues para el que tiene buenos deseos siempre es tiempo) aspiremos con todo empeño a llegar a este grado de perfección, y a esto nos esforcemos, pues tal vez nos cabrá en suerte el conseguirla. Pues si la naturaleza no impide el ser uno hombre de bien y al mismo tiempo buen orador, ¿por qué razón no ha de poder alguno, cualquiera que sea, conseguir lo uno y lo otro? Y ¿por qué cada cual no podrá tener esperanzas de ser en adelante este alguno? Para cuyo logro si las fuerzas del ingenio no fueren suficientes, sin embargo, a proporción de los progresos que en lo uno y en lo otro hubiéremos hecho, seremos más consumados. Pero desterremos enteramente de nuestro corazón esta máxima de que la elocuencia, que es la cosa más preciosa que hay en la naturaleza, puede mezclarse con los errores del entendimiento. Así que, si esta facultad se encuentra en los hombres malos, la misma facultad debe igualmente reputarse por vicio, porque ella hace peores a aquéllos en quienes se halla.

IV. Mas ya me parece que estoy oyendo a algunos (porque nunca faltará quien quiera ser más bien elocuente que hombre de bien) que me dicen: Pues ¿para qué es tan grande el artificio que tiene la elocuencia? ¿A qué fin habéis hablado de los adornos de la retórica, de la defensa de las causas enmarañadas y también nos habéis dicho alguna cosa del reo cuando está confeso, si la fuerza y energía de la elocuencia no triunfan de la misma verdad? Porque un hombre de bien no defiende sino los pleitos justos, y éstos bastante defensa tienen en la misma verdad, aun cuando les falte la instrucción en los preceptos.

1.º A los cuales después de haberles respondido por lo perteneciente a esta mi obra, yo los satisfaré por lo que respecta a la obligación de ser el orador hombre de bien, si alguna razón le moviere a la defensa de los culpados.   —296→   Porque no es cosa fuera de propósito el tratar de qué manera se ha de hacer la defensa alguna vez o de las cosas falsas o injustas, aunque no sea más que para comprenderlas y refutarlas con mayor facilidad, a la manera que aplicará mejor las medicinas el que tuviere conocidas las que dañan. Porque ni aun los filósofos académicos que de todo disputan en pro y en contra, no siguen cualquier tenor de vida. Y aquel Carnéades, de quien se dice que en Roma declamó en presencia de Catón el Censor contra la justicia, con no menor energía de la que el día antes había usado perorando a favor de ella, no por eso fue el hombre injusto. Antes bien, la maldad contrapuesta a la virtud descubre todo lo que ella es, y la justicia se hace más manifiesta con la consideración de un hombre injusto, y muchísimas cosas hay que se prueban por sus contrarios. El orador, pues, debe tener conocidos los pensamientos de los contrarios, como un general de ejército los de sus enemigos.

2.º Pero la razón puede moverle a un hombre de bien a querer apartar alguna vez al juez de lo justo en la defensa de una causa, la cual a primera vista parece cosa dura. Y si alguno se maravillare de que yo lo proponga (sin embargo de que no es éste propiamente mi modo de pensar, sino de aquéllos a quienes la antigüedad tuvo por los más graves maestros de la sabiduría), reflexione que la mayor parte de las cosas son o buenas o malas, no tanto por sus efectos, como por sus causas. Porque si muchas veces es una cosa buena el quitar la vida a un hombre y alguna vez es cosa muy honrosa matar los hijos, y si la común utilidad lo pide, se permiten hacer cosas todavía más atroces y horribles de contarse, no hemos de atender aquí solamente cómo defiende una causa justa un hombre de bien, sino que también se ha de mirar por qué causa y con qué objeto la defiende.

Y en primer lugar es preciso que todos me concedan   —297→   lo que aun los más rigurosos de los estoicos confiesan que alguna vez podrá suceder: que un hombre de bien falte a la verdad y tal vez con muy leves fundamentos371, a la manera que a los niños cuando están enfermos les decimos muchas cosas que no hay, para contentarlos, y les prometemos otras muchas que no hemos de cumplir; pues ¿con cuánta más razón cuando sea necesario disuadir a un malhechor de cometer un homicidio o engañar al enemigo por la defensa de la patria? De manera que aquello que en los esclavos es digno de reprensión, es a veces loable en un hombre sabio. Lo cual si se verificare, veo que pueden ocurrir muchas razones por las cuales un orador puede legítimamente tomar a su cargo la defensa de una causa semejante, lo cual no podría hacer faltando algún motivo honesto.

Y no digo yo esto porque me agrade seguir las leyes más severas en la defensa de un padre, de un hermano o de un amigo que se halla en peligro, sin embargo de que no hay poco motivo para dudar, propuesta por una parte la imagen de la justicia y por la otra el amor natural que el hombre tiene a los suyos. Mas no dejemos lugar alguno de dudar. Supongamos que alguno ha puesto asechanzas a un tirano y que se le hace reo de esto: ¿por ventura dejará desear que salga libre el orador que definimos? Y si tomare a su cargo su defensa, ¿no le defenderá con tan aparentes pruebas como el que defiende un pleito injusto delante de los jueces?

¿Y qué sucederá si el juez está resuelto a condenar algunos   —298→   hechos buenos, si no le convenciéremos de que no han sucedido? ¿no sacará libre el orador de esta manera, no sólo al inocente, sino que hará que le tengan por excelente ciudadano? Y si supiéremos que algunas cosas hay de su naturaleza justas, pero que por la circunstancia de los tiempos son perjudiciales a la ciudad, ¿no usaremos de un modo de decir, bueno en sí considerado, pero el más parecido a las malas mañas de que usan los malos oradores?

Además de esto, ninguno pondrá duda en que si los culpados pueden de alguna manera enmendar su vida, como a veces se concede que lo pueden hacer, será más importante a la república el que ellos queden libres que el que sean castigados. Luego si se le convenciere al juez de que ha de ser hombre de bien aquél a quien acusaren de delitos verdaderos, ¿no procurará sacarle libre?

Supóngase ahora que es acusado de un delito manifiesto un buen general de ejército, sin cuya conducta no puede la ciudad conseguir una honrosa victoria; ¿por ventura la común utilidad no le proporcionará un abogado que le defienda? Fabricio, ciertamente, sin embargo de ser Cornelio Rufino por otra parte un mal ciudadano y enemigo suyo, le dio su voto para el consulado en la guerra que amenazaba, porque sabía que era un buen capitán, y admirándose algunos de esto, les respondió: Que quería más que le despojase un ciudadano que el que le pusiese en venta un enemigo. De esta manera, si éste hubiera sido orador, ¿no hubiera defendido al mismo Rufino, aun cuando fuese reo de haber públicamente usurpado las rentas públicas?

Muchas cosas a este tenor se pueden alegar, pero cualquiera de éstas basta por sí sola. Porque no tratamos de tal manera este punto que el orador que vamos formando no pueda salirse de esto, sino para que, si semejantes razones le han hecho fuerza, tenga siempre por verdadera la definición que el orador es un hombre de bien, instruido en la elocuencia.

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Pero también es necesario dar reglas, y enseñar de qué manera han de tratarse las cosas que son dificultosas de probar. Porque muchas veces aun las mejores causas se parecen a las malas, y el reo que está inocente es acusado de muchas cosas que tienen apariencia de verdad; de donde resulta que debe ser defendido, observando en su defensa el mismo orden que si estuviera culpado. Además de esto, hay innumerables cosas que son comunes a las causas buenas y a las malas, como son los testigos, las escrituras, las sospechas y las opiniones. Y los hechos verosímiles se prueban y se refutan del mismo modo que los verdaderos. Por cuya razón se dirigirá el discurso, según el asunto lo requiera, conservando siempre una recta intención.



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ArribaAbajoCapítulo II. Que debe el orador tener conocimiento de la filosofía

I. Que debe el orador saber con qué medios se arreglan las costumbres, no sólo para ser él mismo hombre de bien, sino también para perfeccionarse en la elocuencia.-II. Que cada una de las partes de la filosofía le son necesarias al orador. La lógica, la ética y la física: esto se prueba con ejemplos.-III. Que se ha de aprender la filosofía, no de algún autor sólo, sino de los mejores. También se ha de tener noticia de los ejemplos de dichos y hechos ilustres, de los que está llena la historia romana.


I. Supuesto que orador es lo mismo que hombre de bien y que en éste no se puede prescindir de la virtud, ésta, sin embargo de que recibe algunos impulsos de la naturaleza, debe con todo eso recibir su perfección de la enseñanza, y lo primero que deberá hacer el orador es arreglar sus costumbres con los estudios y ejercitarse en aprender la ciencia de la bondad y de la justicia, sin la cual ninguno puede ser ni hombre de bien ni elocuente. A no ser que tal vez convengamos con aquéllos que son de opinión que las costumbres no tienen más fundamento que el de la naturaleza y que ninguna perfección reciben del arte, en tanto grado que confiesan que las obras de manos y aun las que son más despreciables necesitan de maestro; pero que la virtud, que es la única que se le ha concedido al hombre para hacerle más semejante a Dios inmortal, ella misma se nos viene, y la tenemos sin que nos cueste trabajo, tan solamente con haber nacido. ¿Pero   —301→   será templado el que no tuviere idea de lo que es templanza? ¿Será fuerte el que de ningún modo hubiere sufrido los temores del dolor, de la muerte y de la superstición? ¿Y será justo el que no hubiere tratado en algún discurso erudito la materia de la justicia y de la bondad, la de las leyes que a todos nos tiene impuestas la naturaleza, y las propias que se han establecido para los pueblos y para las naciones? ¡Oh, qué poco reflexionan esto aquéllos a quienes esto les parece tan fácil!

Pero paso en silencio esto acerca de lo cual ninguno juzgo que tendrá la menor duda, con tal que tenga, como dicen, alguna tintura en las letras; volveré a continuar aquello otro, es a saber: que ni aun tendrá la suficiente perfección en la elocuencia aquél que no hubiere enteramente penetrado toda la fuerza de la naturaleza y hubiere arreglado sus costumbres con los preceptos y con la razón. Porque no en vano afirma Lucio Craso en el tercer libro del Orador, que todas aquellas cosas que se dicen acerca de la equidad, justicia, verdad, bondad y de sus contrarios, son cosas propias de un orador; y que cuando los filósofos las defienden con las fuerzas de la elocuencia, se valen de las armas de la retórica, no de las suyas. Sin embargo, confiesa él mismo que éstas se han de tomar de la filosofía, porque le parece que ella está más en posesión de aquellas cosas. De aquí proviene también que Cicerón afirma en muchos libros y cartas que la facultad oratoria tiene su principio de las más profundas fuentes de la sabiduría, y por tanto los mismos maestros de ella fueron por algún tiempo maestros de las costumbres y del arte de decir.

Por lo cual esta mi exhortación no se dirige a probar que el orador debe ser filósofo, siendo así que ningún otro tenor de vida ha sido más ajeno de los cargos civiles y de todo el oficio de un orador. Porque ¿cuál de los filósofos asistió puntualmente a los tribunales o se hizo célebre   —302→   en las juntas del pueblo? ¿Cuál de ellos, finalmente, se empleó en el gobierno de la república, cosa que la mayor parte de ellos encarga que se evite? Mas yo pretendo formar en el orador que instruyo un sabio romano que, no en las privadas disputas, sino con la experiencia de las cosas y con sus acciones, se porte como un hombre verdaderamente civilizado. Pero por cuanto abandonados los estudios de la sabiduría por aquéllos que se dedicaron a la elocuencia, no perseveran ya en su ser ni en el esplendor del foro, sino que pasaron primeramente a los pórticos372 y academias y después a las escuelas públicas, y los maestros de la elocuencia no enseñan lo que se requiere para formar un orador, es necesario verdaderamente aprenderlo de aquéllos entre quienes quedó.

Es necesario entender a fondo los autores que dan reglas acerca de la virtud, para que la vida del orador se conforme con la ciencia de las cosas divinas y humanas. Las cuales ¿cuánto más importantes y hermosas parecerían si las enseñasen también aquéllos que son los más excelentes en la elocuencia? ¡Y ojalá que alguna vez llegue el tiempo en que algún perfecto orador (cual deseamos) tome por su cuenta el tratar esta materia, que se ha hecho odiosa por el soberbio nombre que le han dado y por los vicios de algunos que corrompen los bienes que en ella se encierran, y renovándola en cierta manera la reúna a la elocuencia para que con ella forme un solo cuerpo!

II. Dividiéndose, pues, la filosofía en tres partes, que son la física, la ética y la lógica, ¿cuál de ellas no tiene conexión con el oficio del orador?

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Porque invirtiendo el orden y hablando de la última, que consiste toda ella en las palabras, ninguno dudará de que es propia del orador, ya sea por lo respectivo a conocer las propiedades de cada término, declarar las cosas obscuras y discernir las dudosas, y ya por lo que hace a juzgar de las falsas y sacar la conclusión y consecuencia de lo que quiera, sin embargo de que no ha de hacer uso de ella en las defensas de una causa tan por menor y tan concisamente como en las disputas, porque el orador no sólo está obligado a instruir a sus oyentes, sino también a moverlos y darles gusto, para lo cual se necesita de vehemencia, energía y gracia en el decir, así como es mayor la fuerza de los ríos profundos y caudalosos que la de un pequeño arroyo que corre entre piedrecillas.

Y así como los maestros de los gladiadores enseñan a sus discípulos todas las suertes de movimientos y posturas de cuerpo, que ellos llaman números, no para que los que los han aprendido hagan uso de todos ellos en el mismo ejercicio de la lucha (porque más se hace con el peso del cuerpo, firmeza y valor), sino para que entre tanta abundancia echen mano de cualquiera de ellos de que puedan valerse cuando la ocasión lo pida, no de otro modo esta parte que llaman dialéctica, o bien queramos más llamarla arte de disputar, así como es muchas veces útil por sus definiciones, conclusiones, distinciones, soluciones de las dudas y para notar las diferencias de las cosas, dividirlas, suavizarlas y juntarlas, así también si ella llega a dominar en los discursos del foro, servirá de impedimento a las mejores cualidades, y con su misma sutileza consumirá las fuerzas del orador por acomodarlas a su preciosa concisión. Y así es que se encuentran algunos extrañamente fervorosos en la disputa, mas sacándolos de aquella cavilación del argumento para alguna cosa seria, les sucede lo que a algunos animalillos que en los lugares estrechos se escapan y se dejan después coger en campo abierto.

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También toda aquella parte de la moral que se llama ética es, sin duda alguna, acomodada al orador. Porque en tan grande variedad de causas (como hemos dicho en los libros anteriores), pues las unas se fundan en la conjetura y otras sobre las definiciones, decidiéndose unas por falta de formalidad debida, otras por apelación y otras por ilación, ya convengan ellas mismas entre sí, ya sean enteramente distintas por la ambigüedad de sus palabras, casi ninguna puede encontrarse que no tenga de algún modo conexión con la materia de la justicia y de la bondad. ¿Y quién ignora que hay muchas que todas ellas consisten en sola la cualidad? Mas por lo que pertenece a las deliberaciones, ¿qué modo hay de persuadir que no tenga que ver con el tratado de lo honesto? ¿Y qué se dirá también de aquel tercer género que tiene por oficio el alabar y vituperar? Ciertamente éste tiene por objeto lo bueno y lo malo.

Y acerca de la justicia, fortaleza, templanza y piedad, ¿no tendrá muchísimo que decir el orador? Pues aquel hombre de bien que tenga conocimiento de estas virtudes y no tan solamente de sus nombres y significados, y que hable de ellas no sólo de oídas, sino como quien las tiene impresas en su alma, tendrá un modo de pensar conforme a ellas, y de esta suerte no tendrá que fatigarse en discurrir acerca de ellas, sino que realmente hablará conforme a lo que conoce.

Mas siendo toda cuestión universal de más fuerza que la particular, porque las partes se contienen en el todo y de ninguna manera el todo en una parte, ninguno ciertamente dudará que las cuestiones generales se fundan en los preceptos de la filosofía. Pero ciñéndose muchas de ellas a casos y circunstancias particulares, de donde el estado de las causas se llama también definitivo, ¿por ventura no será necesario instruirse también para esto aprendiéndolo de los que más se han dedicado a esta materia?   —305→   Además de esto, toda cuestión del derecho ¿no se funda o en la propiedad de las palabras, o en la competencia de la justicia, o en la conjetura de la voluntad? Parte de lo cual tiene relación con la lógica y parte con la filosofía moral. Así que ningún discurso oratorio hay verdaderamente tal que no esté naturalmente mezclado de todas estas partes de la filosofía. Porque una locuacidad destituida del conocimiento de esta ciencia, preciso es que vaya errada como quien carece de quien la dirija o se gobierna por cosas falsas.

Pero la física no solamente ofrece más campo que las demás para el ejercicio de perorar, cuanto es necesario hablar con más espíritu de las cosas divinas que de las humanas, sino que también comprende toda la filosofía moral, sin la que, como queda explicado, no puede formarse discurso alguno. Pues si el mundo se gobierna por la Providencia, deben los hombres buenos tener el gobierno de la república. Si nuestra alma tiene de Dios su origen, es necesario aspirar a la virtud y no hacerse esclavos de los deleites de nuestro cuerpo terreno. Y un orador ¿no tendrá que tratar frecuentemente de esto? Además de esto, ¿no tendrá que formar sus discursos acerca de las respuestas de los agoreros y de toda la religión, acerca de las cuales cosas son muchas veces sumamente importantes las deliberaciones que se dan en el Senado, puesto que (en mi juicio) debe ser también el orador un hombre político? Por último, ¿qué elocuencia puede tener un hombre que ignora lo que de suyo es lo más apreciable?

Si esto no fuera de suyo tan manifiesto, sin embargo deberíamos dar crédito a los ejemplos. Puesto que se tiene por cosa cierta que Pericles, de cuya elocuencia, sin embargo de que ningunos vestigios han llegado a nuestros tiempos, con todo eso confiesan haber sido de una fuerza increíble, no sólo los historiadores, sino también los antiguos cómicos, gente la más libertina, fue discípulo del físico   —306→   Anaxágoras, y que Demóstenes, príncipe de todos los oradores de la Grecia, tuvo a Platón por maestro. Y el mismo Marco Tulio aseguró frecuentemente que no debía tanto a las escuelas de retórica como a lo espacioso de la academia. Y jamás hubiera llegado a tomar tanto ensanche su elocuencia si hubiera reducido su ingenio a las paredes del foro y no a los términos que tiene la misma naturaleza.

III. Pero de esto nace otra cuestión, y es: qué secta de filósofos puede contribuir más a la elocuencia, sin embargo de que esta disputa a pocas sectas se puede reducir. Porque Epicuro por sí mismo nos aparta de su filosofía, pues dice que se huya de toda ciencia con el mayor conato que se pueda. Y Aristipo, poniendo el sumo bien en el deleite del cuerpo, está muy lejos de exhortarnos a trabajar en este estudio. ¿Y qué papel puede hacer en esta obra Pirrón, no constándole de que hay jueces en cuya presencia se habla, y reo en defensa de quien se perora, y Senado en el en que es preciso decir su parecer? Algunos tienen por una cosa muy útil la secta académica, porque la costumbre de disputar en pro y en contra tiene mucha conexión con el ejercicio de las causas forenses. Añaden, para prueba de esto, que de ella han salido sujetos muy sobresalientes en la elocuencia. Los peripatéticos hacen también alarde de cierto estudio de la oratoria. Y en efecto, ellos casi fueron los primeros que establecieron las cuestiones problemáticas por vía de ejercicio. Los estoicos, al paso que se ven precisados a confesar que sus maestros carecieron de la riqueza y lustre de la elocuencia, se empeñan en persuadir que ninguno prueba con más fuertes razones ni concluye con más grande sutileza.

Pero dejemos esto para que lo disputen entre sí mismos aquéllos que, como sacramentados u obligados estrechamente por religión, tienen por delito el apartarse un punto de la opinión que una vez han abrazado. Mas el orador   —307→   no tiene que estar sujeto en cosa alguna a las leyes de estos filósofos. Porque el fin a que él aspira, y de lo que hace profesión, es de más importancia y excelencia; puesto que se promete ser consumado, no sólo por lo recomendable de su vida, sino también de su elocuencia. Por lo que se propondrá por modelo de bien hablar al más elocuente de todos, y para el arreglo de sus costumbres elegirá los más sanos preceptos y el más recto camino para la virtud. Se ejercitará en tratar de todas las materias, pero sobre todo en las de más importancia y que por su naturaleza son las más nobles. Porque ¿qué materia puede hallarse más copiosa para hablar con gravedad y con afluencia que la de la virtud, de la república, de la Providencia, del origen de nuestras almas y de la amistad? Estas materias dan no menos elevación al alma que al discurso, y son los verdaderos bienes que moderan los temores, refrenan las pasiones, nos libran de las opiniones del vulgo y transforman nuestro corazón y lo hacen celestial.

Y no sólo será del caso tener noticia y hacer continuamente a la memoria las materias que en tales ciencias se contienen, sino también aún más los dichos y hechos memorables que se refieren de la antigüedad. Los que en ninguna parte seguramente se encontrarán ni más en número ni mayores que en las memorias de nuestra ciudad. Y si no, ¿podrán otros servir mejor de ejemplo de fortaleza, de fidelidad, de justicia, de continencia, de frugalidad, del desprecio de los tormentos y de la muerte que los Fabricios, Curios, Régulos, Decios, Mucios y otros innumerables? Porque cuanta es la abundancia que los griegos tienen de preceptos, tanta es la que los romanos tienen de ejemplos; lo que es de más importancia. Y aquel orador que no se contente con sólo tener presentes los sucesos modernos y la historia de su tiempo, sino que mire toda la memoria de la posteridad como la justa medida de la vida honesta y el camino de la alabanza, sabrá que esto se   —308→   aprende solamente en los sucesos de más antigüedad. De aquí es de donde ha de beber los raudales de la justicia, y de aquí ha de mostrar haber tomado la libertad en las causas y en sus dictámenes. Y no será orador perfecto sino el que supiere y tuviere valor para hablar con la virtud que corresponde.



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ArribaAbajoCapítulo III. Que es necesaria al orador la ciencia del derecho civil

También necesita el orador tener conocimiento del derecho civil, como también de las costumbres y de la religión de aquella república cuyo gobierno tomare a su cargo. Porque ¿de qué manera podrá persuadir en las deliberaciones públicas y particulares, si no tiene noticia de tantas cosas en que principalmente se funda una ciudad? ¿Y de qué manera podrá decir con verdad que es abogado de las causas aquél que tenga que mendigar de otro lo que tiene mayor fuerza en ellas, no muy desemejante a aquéllos que recitan las composiciones de los poetas? Porque en cierta manera vendrá a hacer lo que le manden, y dirá como en nombre de otro lo que él debe pedir, que el juez le crea a él, y debiendo ser patrono de los litigantes necesitará él de que le patrocinen. Lo cual, aunque se pueda practicar alguna vez con menos incomodidad, llevando a la presencia del juez bien estudiados y sabidos por orden los puntos de una causa, como todas las demás cosas que en ella se contienen, ¿qué sucederá en aquellas cuestiones que de repente suelen suscitarse durante la defensa de las mismas causas? ¿No tendrá que volver muchas veces alrededor de sí la vista vergonzosamente para preguntar a los abogados inferiores que están allí sentados? ¿Podrá entonces entender bien lo que allí oyere, teniéndolo que decir inmediatamente? ¿O asegurarlo con fortaleza, o perorar con libertad a favor de la parte que defiende? Y supongamos que lo pueda hacer en los discursos de las causas;   —310→   pero qué sucederá en las disputas, en donde a cada paso es necesario rebatir las razones del contrario, y no se da lugar para aprender lo que se ha de responder? ¿Y qué hará si por desgracia no asistiere el hábil abogado que solía sugerirle razones? ¿Y qué si alguno que no estuviere suficientemente instruido en aquella materia le insinuare alguna cosa falsa? Porque la mayor miseria de la ignorancia consiste en creer que aquél que aconseja lo sabe todo.

Y no ignoro lo que entre nosotros se acostumbra, ni estoy olvidado de aquéllos que imitan a los que están sentados sobre las arquillas y suministran armas a los que están peleando373; ni se me oculta que los griegos suelen también hacer lo mismo, de donde se les puso el nombre de agentes de negocios. Pero hablo de un orador que no sólo contribuya con la voz, sino con todas aquellas cosas que pueden contribuir a la defensa de la causa. Y así no quiero que esté desapercibido, si tal vez se ofreciere algún lance de perorar de repente; y que no titubee en las contestaciones de los testigos. Porque ¿quién mejor que él ordenará las cosas que quisiere comprender en la causa cuando la defendiere? A no ser que alguno tenga por buen general a aquel que en las batallas es denodado y valiente, y sabe disponer bien todo lo que la pelea requiere; pero que ningún conocimiento tiene para las levas de las tropas, ni formarlas en batalla ni en columna, ni para las provisiones de ejército y de guerra, ni tomar un puesto ventajoso para poner su campamento. Porque no hay duda en que primero es hacer los preparativos para la guerra que entrar en batalla. Así que será muy semejante a este   —311→   general que hemos dicho aquel abogado que dejare a otros muchas cosas que sirven para triunfar en la causa, con especialidad no siendo esto, que es lo más necesario, tan dificultoso como tal vez les parece a los que lo miran desde lejos.

Porque cualquier punto del derecho consta por escritura o por costumbres. Lo que es dudoso se debe examinar según la regla de la justicia. Lo que consta por escrito o tiene su fundamento en las costumbres de la ciudad, no tiene dificultad alguna, por ser cosa que sólo requiere conocimiento, no invención. Mas aquellas cosas que dependen de la exposición de los jurisconsultos, o consisten en la tergiversación de las palabras, o en la diferencia que hay entre lo bueno y lo malo. El conocer la fuerza de cualquier expresión, o es común a los hombres prudentes, o propio del orador. Por lo que pertenece a la justicia, cualquier hombre de bien la conoce.

Y yo tengo a un orador no sólo por hombre de bien, sino que sobre todo tenga prudencia; el cual cuando defendiere lo que por naturaleza es más acertado, no se admirará de que algún jurisconsulto se aparte de su dictamen, teniendo ellos mismos facultad para defender opiniones opuestas entre sí. Pero aun cuando quisiere saber las diferentes opiniones que hay, es necesaria la lección, que es el menor trabajo que hay en los estudios. Y si la mayor parte, desconfiando de lograr la perfección en la oratoria, se han dedicado al estudio del derecho, ¿qué fácil le será a un orador aprender lo que aprenden los que por sí mismos confiesan que no pueden ser oradores?

Pero Marco Catón, no sólo fue muy excelente orador, sino también muy grande jurisconsulto; y Escévola y Servio Sulpicio tuvieron también la prenda de elocuentes; y Marco Tulio mientras estaba dedicado al ejercicio de perorar, no solamente no abandonó la ciencia del derecho, sino que también había comenzado a componer algunas   —312→   cosas acerca de él, para que se vea que un orador puede dedicarse al derecho, no sólo para aprenderlo, sino también para enseñarlo.

Mas para que ninguno crea que son dignos de reprensión los preceptos que yo pongo acerca del arreglo de las costumbres y estudio del derecho, porque a muchos hemos conocido que, fastidiados del trabajo que necesariamente han de experimentar los que aspiran a la elocuencia, han recurrido a estos pequeños entretenimientos de la desidia, de los cuales unos se dedicaron a leer los registros o catálogos del foro, y los títulos de los capítulos del derecho y las fórmulas, o como dice Cicerón, quisieron más ser letrados, haciendo elección como de cosas más útiles de aquéllas que sólo buscaban por su facilidad; otros hubo más orgullosos y menos inclinados al trabajo del estudio, los cuales con un exterior modesto, y dejándose crecer la barba como si despreciasen los preceptos de la oratoria, se detuvieron algún tiempo en las escuelas de los filósofos, a fin de ganarse después la autoridad con el desprecio de los demás, siendo en público tristes y en su casa disolutos; porque la filosofía puede contrahacerse, mas no la elocuencia.



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ArribaAbajoCapítulo IV. Que necesita el orador tener conocimiento de las historias

Debe sobre todo el orador tener un grande acopio de ejemplos, ya antiguos y ya modernos; de manera que no solamente está obligado a tener noticia de lo que recientemente se ha escrito en las historias, o se conserva por tradición como de unos a otros y de lo que diariamente sucede, pero ni tampoco ha de mirar con indiferencia las ficciones de los más célebres poetas. Porque aquello primero tiene la misma fuerza que tienen los testimonios y aun también los decretos, y esto segundo, o tiene su apoyo en el crédito de la antigüedad, o se cree que los hombres grandes lo fingieron para dar reglas en orden a la instrucción. El orador, pues, debe saber muchísimos ejemplos, de donde proviene que los ancianos tienen también mayor autoridad porque saben y han visto más cosas, lo que frecuentemente afirma Homero. Pero no se ha de aguardar a la última edad para aprender la historia, teniendo estos estudios la propiedad de hacer que parezca, por las cosas que sabemos, que hemos vivido aun en los pasados siglos.



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ArribaAbajoCapítulo V. Cuáles han de ser las prendas de un orador

Que al orador le es necesaria la grandeza de corazón y la confianza. De las prendas naturales del orador.


Esto es lo que yo había prometido tratar acerca de los auxilios no del arte, como algunos han pensado, sino del mismo orador. Éstas son las armas que debe tener a mano; con la ciencia de estas cosas debe estar apercibido, teniendo al mismo tiempo un grande acopio de palabras y figuras, orden en la invención, facilidad en la disposición, firmeza en la memoria y gracia en la pronunciación y ademán.

Pero de todas estas prendas la más excelente es una grandeza de corazón, a la que ni el temor abata, ni el ruido de las voces amilane, ni la autoridad de los oyentes detenga más de lo que requiere el respeto que se merecen. Pues al paso que son abominables los vicios que se oponen a estas prendas, cuales son la demasiada satisfacción, temeridad, malignidad y arrogancia, así también si falta la constancia, confianza y fortaleza, de nada servirá el arte, el estudio y la misma ciencia; como si se diesen armas a los cobardes y de poco corazón para pelear. Aunque mal de mi grado (por cuanto puede siniestramente interpretarse), me veo precisado a decir que la misma vergüenza, defecto verdaderamente digno de aprecio y raíz fecunda de las virtudes, es muchas veces opuesta a las buenas prendas de un orador, y ha sido causa de que muchos, ocultando las grandezas de su ingenio y estudio, pereciesen en el retiro del silencio.

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Mas si alguno leyere esto, tal vez sin saber bien todavía distinguir la fuerza de cada una de las palabras, sepa que no reprendo yo la hombría de bien, sino la vergüenza, que es un cierto temor que retrae el alma de aquellas cosas que se deben practicar, del cual resulta la confusión, el arrepentimiento de lo que se ha comenzado y un repentino silencio. ¿Y quién dudará en poner entre los defectos de un orador un afecto por el cual tiene empacho de hacer una cosa buena? Ni tampoco pretendo yo además de esto persuadir que el que está ya a punto de perorar, no se levante con alguna alteración ni mude de color o dé a entender el peligro a que se expone, lo cual si no sucediera, se debería sin embargo aparentar, sino que este conocimiento sea efecto de la obra, no del temor; que experimente alguna conmoción, no que desmaye. Y el mejor remedio para la vergüenza es la confianza; pues el rostro más vergonzoso tiene un grande apoyo en la buena conciencia.

Hay también prendas naturales, las que sin embargo se mejoran con el cuidado; tales son la voz, el buen pulmón y la gracia en el decir, las cuales son de tanta estimación que frecuentemente le ganan al orador fama de ingenio. En nuestro tiempo hubo oradores bastante afluentes, pero cuando peroraba Trácalo parecía que excedía a todos sus iguales; tal era lo airoso de su cuerpo, tal la viveza de sus ojos, la majestad de su rostro, la finura de su ademán; y la voz, no como Cicerón quiere que sea, casi como la de los que representan una tragedia, sino superior a la de todos los trágicos que yo he oído hasta ahora. A la verdad, me acuerdo que perorando éste en la primera sala del foro de Julio, y estando todo lleno de alboroto a causa de las muchas voces que se oían por juntarse allí cuatro tribunales como se tiene de costumbre, no solamente le oyeron y entendieron, sino que mereció también el aplauso de los cuatro tribunales, lo cual fue gran bochorno para los demás   —316→   que estaban al mismo tiempo perorando. Pero esto por milagro se logra y es una rara felicidad, la cual, si faltare, conténtese a lo menos el que dice con ser oído de sus oyentes. Tal como hemos dicho debe ser el orador y saber esto.



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ArribaAbajoCapítulo VI. Cuál sea el tiempo de comenzar a defender pleitos

Ninguna duda hay en que debe darse principio a perorar según las facultades de cada uno, ni yo determinaré los años que para esto se requieren, siendo cosa bien sabida que Demóstenes hizo su defensa contra sus tutores siendo todavía muy niño; Calvo, César y Polión tomaron a su cargo todos tres la defensa de unas causas de la mayor importancia mucho antes de tener la edad competente para ser cuestores374; también se cuenta que algunos peroraron teniendo todavía la toga pretexta375, y César Augusto, siendo de edad de doce años, dijo en la plaza rostrata la oración fúnebre en alabanza de su abuela.

Yo soy de parecer que se debe observar en esto una cierta moderación, de manera que no salga arrebatadamente al público el joven de pocos años, ni exponga a vista de todos su talento cuando todavía no ha llegado a su debida perfección. Porque de aquí resulta el menosprecio de este ejercicio, se va arraigando el descaro y (lo que es por todos lados más perjudicial) la propia satisfacción se adelanta a las fuerzas. Pero tampoco se ha de dilatar este ejercicio hasta la vejez, porque el temor se va aumentando cada día, y cada vez nos parece más dificultoso aquello que dilatamos emprender, y mientras deliberamos cuándo hemos de empezar, suele ya hacerse tarde.

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Por cuya razón es conveniente sacar el fruto de los estudios cuando está todavía en su verdor y conserva todavía su dulzura, cuando se disimula fácilmente cualquier defecto hay esperanza de perfeccionarse, todos están dispuestos a hacer favor y está bien el atreverse; y si alguna cosa se echa menos en este ejercicio, suple la edad, y si algunas cosas se dicen con la viveza propia de la edad se atribuyen al carácter juvenil, como todo aquel lugar de Cicerón en defensa de Sexto Roscio: Porque ¿qué cosa más común que el aliento a los que están con vida, que la tierra a los difuntos, que el mar a los que naufragan y que la playa a los que el mar arrojó a ella? Lo que habiendo dicho con los mayores aplausos siendo de edad de veintiséis años, él mismo, siendo ya de edad avanzada, confiesa que perdió aquella fogosidad aniquilada con los años.

Y a la verdad, cualquiera que sea la ventaja de los estudios particulares, es sin embargo particular el adelantamiento que se logra con el ejercicio del foro; es otra la luz, otro el aspecto de los peligros verdaderos; y la experiencia, en caso de estar separada de la ciencia, sirve más sin ella que la ciencia sin la experiencia. Y por esto algunos que se han envejecido en las escuelas se pasman con la novedad cuando entran en los tribunales y quieren que todo se conforme con los ejercicios que ellos han tenido. Pero allí el juez se está callado, el contrario todo lo alborota, y ninguna cosa dicha fuera de propósito cae en saco roto; si se suelta alguna proposición, es necesario probarla; la defensa de una causa trabajada y discurrida con el estudio de muchos días y noches, no dura allí más tiempo que el que tarda en pasar el agua376; y dejada toda hinchazón de estilo retumbante, se debe hablar en algunas   —319→   causas en un estilo familiar y sencillo, lo que aquellos elocuentes no saben. Y así se encuentran algunos que están en el entender de que son más elocuentes de lo que para defender las cosas se requiere.

Pero yo soy de opinión que el joven, al que siendo todavía de pocas fuerzas hemos conducido al foro, comience por una causa la más fácil y favorable, a la manera que los cachorrillos de las fieras se ceban en la presa que es más tierna; mas que no continúe después del mismo modo que al principio, ni haga callo, por decirlo así, su ingenio cuando se está formando todavía, sino que sabiendo ya en qué consiste la pelea del foro y en qué cosa ha de poner su atención y su conato, tome aliento y nuevas fuerzas. De esta manera pasará sin temor su primera carrera, en que es más fácil atreverse, y esta facilidad en atreverse no pasará a desprecio de la dificultad y ejercicio de perorar.

Este método observó Marco Tulio, y después de haberse adquirido un glorioso nombre entre los oradores de su tiempo, pasó a la Asia y se dedicó de nuevo en Rodas a estudiar con otros maestros de retórica y filosofía, pero especialmente con Apolonio Milón, de quien había sido también discípulo en Roma, a fin de perfeccionarse y rehacerse en la elocuencia. Cuando convienen entre sí la retórica y la práctica, puede esperarse el fruto de una obra perfecta.



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ArribaAbajoCapítulo VII. De lo que debe observar el orador en las causas que toma por su cuenta

I. Es cosa más honrosa defender que acusar. Sin embargo, no siempre es reprensible la acusación. Qué causas son las que el orador debe más bien tomar a su cargo. Que no se ha de admitir la causa que conociéremos que es injusta.-II. Si se han de defender los pleitos sin interés.


I. Luego que el orador hubiere cobrado fuerzas en todo género de disputas, será su primer cuidado el emprender la defensa de las causas, en las cuales deberá seguramente, como hombre de bien, querer más hacer de abogado que de fiscal de los reos; mas no abominará de tal manera del nombre de fiscal, que ni en público ni en particular pueda reducirse a citar a alguno a que dé cuenta de su tenor de vida. Porque las leyes mismas no tienen vigor alguno, sino en cuanto tienen su apoyo en la viva voz de un fiscal; y si se tiene por delito el desear que se castiguen las maldades, muy cerca están de permitirse las maldades mismas; y el permitirse que vivan impunemente los malos, es sin duda alguna perjudicial a los buenos. Así que el orador no permitirá que queden sin vengar las quejas de los aliados, ni la muerte del amigo o del pariente, ni las conspiraciones tramadas contra la república; y esto no por el deseo del castigo de los culpados, sí con el fin único de desterrar los vicios y corregir las costumbres. Porque aquéllos a quienes no se les puede reformar por la razón, sólo con el temor se contienen. Por lo cual, así como está muy cerca de ser un latrocinio pasar toda la vida fiscalizando   —321→   los hechos de los demás y moverse únicamente por el interés a acusar a los reos, así también el tomar con todo empeño el remedio de los males intestinos de la república es una acción la más digna de los defensores de la patria.

Y por esta razón, los príncipes, que tienen el gobierno de la república, no han mirado como reprensible el ejercicio de este empleo, y aun los jóvenes distinguidos han dado a entender que miran como un obsequio hecho a la república el acusar a los malos ciudadanos, porque sólo parecía que aborrecían a los hombres de mala vida y que se hacían sus enemigos en cuanto confiaban con su buena intención el reformarlos. Y esto fue lo que hicieron Hortensio, los Lúculos, Sulpicio, Cicerón, César y otros muchísimos, como también los dos Catones, de los cuales el uno mereció el nombre de sabio, y el otro, si no lo fue también, no sé yo a quién dejó lugar para merecer este nombre. Mas no ha de defender el orador indistintamente a todos; y al paso que debe tener abierto a todos los infelices el puerto de su defensa, lo cerrará a los piratas377, y sólo debe moverle a la defensa de una causa la bondad de ella.

Por cuanto un solo abogado no puede defender a todos los que litigaren con justicia, que ciertamente son muchos; podrá también dar alguna preferencia a sus recomendados, como también a las de los mismos jueces, con tal de que sea siempre su voluntad favorecer al que tenga más justicia; porque a éstos es a quienes un buen abogado debe preferir siempre en su estimación. Pero dos especies de ambición debe evitar, o la de favorecer por el interés a los poderosos contra los desvalidos, o la de ensalzar a los inferiores contra los constituidos en dignidad; lo cual es   —322→   todavía efecto de mayor orgullo. Porque la fortuna no es la que hace las causas justas o injustas.

Ni debe la vergüenza servirle de impedimento a un abogado para desechar un pleito que tomó a su cargo cuando le parecía cosa justa, y después, discurriendo sobre él con reflexión, descubre su injusticia y desengaña de antemano al litigante. Porque si los jueces son los que deben ser, ningún mayor beneficio pueden hacer a un litigante que el no estarle engañando con una vana esperanza. Y no es digno de ser defendido aquél que no hace aprecio de su consejo; ni tampoco le está bien al orador que pretendemos instruir ser patrono de lo que sabe ser una injusticia. Y si defendiere alguna cosa falsa por los motivos que hemos alegado arriba, no por eso será una cosa indecorosa lo que de este modo hiciere.

II. Puede disputarse sobre si debe siempre el orador defender un pleito gratuitamente. La cual cuestión sería una imprudencia decidir inmediatamente y sin examinarla muy despacio. Porque ¿quién ignora que es la cosa más honrosa, y la más propia de las artes liberales y de la grandeza de corazón que en el orador se requiere, no hacer venal su trabajo ni abatir la autoridad de un tan grande beneficio? y más cuando la mayor parte de las cosas en tanto pueden parecer despreciables en cuanto tienen precio. Aun los más ciegos, como se suele decir, ven esto claramente; y ninguno que tenga lo que ha menester (y no es menester mucho) hará el oficio de abogado por interés sin incurrir en el abominable delito de la avaricia.

Pero si sus bienes no fueren suficientes para su manutención y decencia, podrá tomar alguna retribución, según todas las leyes de los sabios; puesto que a Sócrates le dieron para mantenerse, y Zenón, Cleantes y Crisipo aceptaron las expresiones que les hacían sus discípulos. Porque yo no veo un arbitrio más justo para adquirir que el que se tiene con este decorosísimo trabajo, y más siendo lo que   —323→   se adquiere de aquéllos a quienes les han hecho un tan grande beneficio, al que si con nada correspondiesen se harían indignos de la defensa. Y esta correspondencia es no solamente justa, sino también necesaria, porque el mismo trabajo, y todo el tiempo que se gasta en los negocios ajenos, quita el arbitrio de adquirir por otro lado.

Pero aun en esto se ha de guardar moderación, e importa muchísimo el mirar de quién se recibe, cuánto y por cuánto tiempo. Aquella costumbre propia de piratas de hacer el ajuste de los pleitos, y de valuar su precio a proporción de los peligros que en ellos se encuentran, debe mirarse como el tráfico más abominable, y debe estar muy lejos aun de los que no son enteramente desalmados, con especialidad no teniendo por qué temer al hombre ingrato el que defiende a hombres de bien y las causas justas, y si la ingratitud ha de estar de parte del litigante, menos malo es que en él se halle esta falta que el que el abogado peque de codicioso. Así que el orador nada pretenderá adquirir más de lo justo, y aunque sea pobre no lo recibirá como en recompensa, sino que permitirá que sus clientes le manifiesten con algunas expresiones su mutuo agradecimiento, cuando conozca que él ha hecho tanto más por favorecerlos; porque ni conviene hacer venal este beneficio, ni que quede absolutamente sin recompensa. Por último, el agradecimiento pertenece más bien al que está obligado al beneficio.



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ArribaAbajoCapítulo VIII. De lo que debe observar el orador en el estudio de las causas

I. Hágase cargo el orador con cuidado de la causa acerca de la cual va a perorar, y esto no por medio de otro ni por memoriales, sino por sí mismo.-II. Oiga con paciencia y no una sola vez al litigante, y hágale muchas preguntas.-III. Vea despacio y registre todos los documentos del pleito. Por último, revístase del carácter de juez.


I. Síguese tratar del método que se ha de observar en el estudio del pleito, en lo que consiste el fundamento de un orador. Porque ninguno hay de tan corto talento que, hecho diligentemente cargo de todas las particularidades que en el pleito se contienen, no sea capaz de dar al juez el competente informe. Pero de esto se cuidan poquísimos. Porque pasando en silencio a los que de suyo son dejados, y que ninguna pena se toman en averiguar en qué consiste el punto principal de los pleitos, con tal de lograr ocasión de hablar acerca de los lugares comunes que están fueran de la causa y de las personas, hay algunos a quienes pervierte la ambición, de los cuales unos aparentando estar muy ocupados, y que tienen siempre entre manos otro negocio que les es preciso despachar primero, mandan ir a su casa al litigante el día antes de la vista del pleito, o en la misma mañana, y alguna vez se glorían también de haber estudiado la causa en los asientos mismos de la audiencia; otros, haciendo alarde de su ingenio para aparentar que se han hecho cargo inmediatamente de las cosas fingiendo que las entienden casi antes de oírlas, después   —325→   que han hablado mucho con una aparente elocuencia y muy grandes voces y de cosas que nada tienen que ver con el juez ni con el litigante, se vuelven por el foro bien sudados y con mucho acompañamiento.

Tampoco apruebo a los que huyendo del trabajo, en lugar de enterarse del pleito, mandan se les informe a sus amigos; aunque menos malo es esto, si por lo menos ellos se imponen bien y dan como corresponde el informe. Pero ¿quién se informará mejor que el mismo abogado? ¿Y de qué manera empleará con gusto su trabajo en la defensa ajena aquel procurador, siendo sólo un tercero y como intérprete, y que no tiene que hacer la defensa por sí mismo?

Mas es una perversa costumbre el contentarse con los informes que da, o el litigante que acude al abogado por no tener él suficiencia para la defensa del pleito, o alguno de los de aquella especie de abogados que confiesan su insuficiencia para la defensa de las causas, y hacen después lo más dificultoso que hay en la defensa de ella. Porque el que puede discurrir lo que conviene exponer, lo que se debe callar, tergiversar, mudar y aun fingir, ¿por qué no ha de poder ser orador, puesto que hace lo que tiene mayor dificultad? Mas éstos no serían tan perjudiciales si pusiesen el informe según la verdad del hecho. Pero añaden a la verdad pruebas y razones y algunas otras cosas que la desfiguran más, en las que imbuidos los más de ellos tienen por un delito el mudarlas, y las defienden como las cuestiones que se ventilan en la escuela. Después se ven cogidos, y les hacen ver los contrarios la causa, cuyo informe no quisieron ellos tomar de sus litigantes.

II. Concedamos, pues, ante todo a los litigantes todo el tiempo y lugar que quieran, y exhortémoslos buenamente a que expongan todo cuanto tengan que exponer con toda la extensión que quieran y adonde les parezca, tomándose tiempo para ello. Porque no es tan perjudicial   —326→   el oír cosas superfluas como ignorar las necesarias. Y muchas veces encontrará el orador la llaga y el remedio en las mismas cosas que al litigante le parecían que para ninguna de las partes eran de consideración. Y el que ha de defender no debe tener tanta confianza en su memoria que se avergüence de escribir lo que ha oído.

Y no se ha de contentar con oír sola una vez, ha de obligar al litigante a decir segunda y tercera vez lo mismo, no sólo porque en el primer informe se le pudieron olvidar algunas cosas, con especialidad siendo hombre sin letras (como muchas veces sucede), sino también para saber si se mantiene en lo mismo. Porque hay muchísimos que faltan a la verdad, y como si no diesen el informe de la causa sino que la defendiesen, hablan no como con un abogado, sino como con un juez. Por cuya razón jamás se le ha de dar al litigante entero crédito, sino que por todas vías se le ha de estrechar y poner en consternación, y a fuerza de preguntas se le ha de sacar la verdad. Porque así como los médicos no sólo están obligados a curar las enfermedades que se manifiestan, sino que también deben averiguar las ocultas y que los enfermos mismos encubren, así también un abogado debe indagar más de lo que el litigante le descubre.

Mas luego que hubiere estado escuchando a su cliente con la paciencia que se requiere, debe pasar a hacer otro papel y representar la parte contraria, proponiendo todo lo que absolutamente se puede discurrir en contrario y cuanto naturalmente puede tener lugar en semejante competencia. Se le ha de preguntar al cliente con la mayor escrupulosidad y se le ha de poner en el mayor apuro. Pues mientras se hace averiguación de todo, se llega alguna vez a descubrir la verdad en donde menos se esperaba. En una palabra, el mejor abogado es aquél que es incrédulo en el informe que toma. Porque no hay promesa que no haga un litigante; pone por testigo al pueblo, y asegura   —327→   que todos están muy prontos a firmar lo mismo que él asegura, y últimamente, que aun la parte contraria no podrá negar algunas cosas.

III. Y por lo tanto, es necesario mirar con reflexión todos los instrumentos del pleito, y volver a leer con mucha más atención lo que no baste el verlo una vez sola. Porque muy frecuentemente sucede que o no son los instrumentos absolutamente como se prometían, o es menos lo que contienen, o se hallan complicados con alguna otra circunstancia que puede perjudicar, o dicen más de lo que debían decir, y se harán menos creíbles por exceder los términos ordinarios. Últimamente se suele encontrar frecuentemente el hilo roto378, la cera desfigurada y los sellos de manera que no hay quién los conozca; todo lo cual, si en casa no se hubiere mirado bien, dará muy grande chasco en el foro, y mucho más perjuicio causará el tener que omitir estos documentos que el que causaría el no ofrecerlos.

También descubrirá el abogado otras muchas razones que el litigante creería que nada tenían que ver con la defensa de su pleito, si recorre por todos los lugares de las pruebas que dejamos explicados; los cuales, así como no es preciso tenerlos todos como delante de la vista al tiempo de perorar, ni irlos tocando de uno en uno, por las razones que quedan alegadas, así es necesario, cuando se aprende la causa, registrar las circunstancias de las personas, tiempos, lugares, fundamentos, instrumentos y todas las demás cosas de las cuales se puedan sacar en limpio no solamente las pruebas que se llaman artificiales, sino también qué testigos son los que se han de temer y de qué modo se les ha de refutar. Porque hace mucho al caso el observar si el reo ha sido perseguido de la envidia, o del   —328→   odio, o del desprecio; de los cuales vicios el primero mira a los que son superiores, el segundo a los iguales y el tercero a los inferiores.

Después de haber mirado de esta suerte bien a fondo la causa, y teniendo como delante de los ojos todo aquello que le puede favorecer o ser perjudicial, revístase luego de la persona de juez, y hágase cuenta de que se defiende en su presencia aquel pleito; y esté en el entender de que aquello mismo que a él le haría más impresión, si tuviera que sentenciar la misma causa, será lo que mayor impresión haga a cualquier a que la haya de sentenciar, y de esta manera rara vez se llevará chasco, o si se lo llevare será por culpa del juez.



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ArribaAbajoCapítulo IX. De lo que debe observar el orador en la defensa de los pleitos

I. Que el deseo de la presente alabanza no debe retraer al orador de la defensa de una causa. Que no deseche con desprecio las causas de menor consideración.-II. Que se abstenga de hablar mal y desvergonzadamente.-III. Que ponga todo el mayor esmero que pueda en el decir.


I. Casi en toda la obra hemos tratado acerca de lo que se debe observar para perorar, y sin embargo tocaremos aquí algunas cosas propias de este lugar, que no tanto pertenecen al arte de decir, como a las obligaciones de orador. Ante todo debe cuidar de que el deseo de la presente alabanza no le retraiga de atender a la utilidad de la causa, como a los más les sucede. Porque así como los generales de un ejército que se halla en actual guerra no siempre le conducen por lo llano y ameno de los campos, sino que las más veces es preciso subir por ásperos collados, y tomar ciudades, aunque estén situadas sobre montes escarpados o sean dificultosas de tomar por la grandeza de sus obras, así también el orador se alegrará de que se le presente ocasión de explayarse más, y entrando en oración, en el combate, para decirlo así, en campo raso, echará todo el resto de sus fuerzas de un modo agradable a los oyentes. Mas si se viere precisado a entrar por los rodeos ásperos del derecho, o como por escondrijos, para sacar la verdad, no descubrirá su intento, ni hará uso de pensamientos ingeniosos y brillantes, como de armas arrojadizas, sino que manejará el asunto con artificios, por debajo   —330→   de cuerda, a la disimulada y con ocultos ardides379. Todo lo cual no merece la alabanza mientras se está practicando, sino después que ya se ha hecho; de donde les resulta también mayor provecho a los que tienen menos deseos de ganar opinión. Porque luego que cesó en los oídos de los apasionados el ruido de aquella viciosa y vana pompa de elocuencia, la reputación de la virtud verdadera, como más sólida, triunfa de ella, y los jueces no pueden disimular quién les ha hecho más impresión; se da crédito a los doctos, y se ve que sola es verdadera la alabanza que se da a un discurso después que se ha concluido.

Aun los antiguos acostumbraron también disimular la elocuencia; y este precepto impone Marco Antonio, para que se les dé más crédito a los que hablan en público y sean menos sospechosas las celadas de los abogados. Mas aquella elocuencia que entonces había podido muy bien disimularse, porque no se había hecho todavía tan brillante que despidiese sus resplandores aun por entre los obstáculos que se quisiesen poner por ocultar sus luces. Por lo que al presente se debe ocultar el artificio y el intento y todo aquello que descubierto se pierde. En esta parte, la elocuencia requiere el no darse a conocer. La elección de las palabras, la gravedad de los conceptos y la elegancia de las figuras, o no las ha de haber, o se han de descubrir precisamente. Mas no porque se descubran se ha de hacer ostentación de ellas. Y si precisamente se ha de escoger   —331→   una de dos cosas, o la alabanza de la causa o la del abogado, no ha de atender a su gloria con detrimento de aquélla. Sin embargo, el orador se ha de proponer por objeto el hacer ver que él ha defendido perfectísimamente una causa la más justa, y ha de tener por cosa cierta que ninguno perora peor que aquél que agrada cuando su misma causa desagrada; porque aquello con que causa placer, precisamente ha de ser cosa ajena de la causa.

Tampoco mirará con hastío el orador la defensa de las causas de menos consideración, como si fuesen inferiores a él, o como si un asunto de menos importancia disminuyese su reputación. Pues la razón que hay para tomarlas, que es la de la obligación, es sumamente justa, y aun se debe desear que los pleitos que tengan nuestros amigos sean los de menor consecuencia; y sobre todo, aquél habla perfectamente bien que desempeña cual conviene la causa de que se encargó.

II. Mas algunos hay también que si por acaso se han encargado de negocios de menos importancia para perorar, los componen con adornos tomados de otras materias distintas de la causa; y cuando no tienen otras cosas con que adornarlos, llenan los huecos con invectivas verdaderas, si da la casualidad de que tengan en qué fundarse, y si no fingidas, contentándose únicamente con tener motivo para lucir el talento y merecer los aplausos mientras están perorando. Lo cual tengo yo por una cosa tan ajena de un perfecto orador, que estoy en la persuasión de que no debe éste echar en cara ni aun aquello que es verdad, a no ser que la causa lo pida esto de suyo. Porque incurrir en la nota de hombre mordaz, es tener una elocuencia enteramente perruna, como dice Apio380; pues los que no tienen   —332→   reparo en hablar mal es de creer que tengan disposición para oír todo lo malo que les digan. Porque muchas veces pegan contra los mismos que han hecho la defensa, y por lo menos el litigante es el que paga la insolencia del abogado. Pero estos defectos no son de tanta gravedad como aquel otro del alma, por el cual el que habla mal sólo se diferencia del malhechor en la ocasión. Deleite abominable y cruel que a ningún hombre de bien que lo oiga puede causar complacencia, y que frecuentemente pretenden aquellos litigantes que más quieren vengarse que defenderse. Mas no solamente esto, pero ni aun otras muchas cosas se han de hacer al antojo de ellos. Porque ¿qué hombre que tenga sangre en el ojo podrá sufrir el ser desvergonzado a arbitrio de otro?

Algunos hay también que tienen gusto en estrellarse con los abogados de la parte contraria; lo cual, si tal vez no les han dado motivo para ello, no sólo es una inhumanidad, atendidas las obligaciones de una y otra parte, e inútil a aquel mismo que habla (porque el mismo derecho se concede a los que han de responder), sino que también es perjudicial a la causa misma, por cuanto se hacen contrarios y enemigos declarados, y por muy pequeñas que sean sus fuerzas para hacer mal, se les aumentan con la afrenta. Y sobre todo se pierde la modestia, que es la que da al orador la mayor autoridad y crédito, cuando de un hombre de bien se transforma en un abogado vocinglero y gritador, acomodado, no al ánimo del juez, sino al paladar del litigante.

Esta especie de libertad suele también ocasionar una temeridad, que es peligrosa, no solamente a las mismas causas, sino también a aquéllos que las defienden. Y por esto con razón solía desear Pericles que no le ocurriese expresión alguna con que el pueblo se ofendiese. Y lo mismo que él sentía acerca del pueblo, digo yo de todas las expresiones que igualmente pueden servir para hacer   —333→   daño. Pues las que mientras se decían parecían valientes, después que han ofendido a alguno se llaman necedades.

III. Mas por cuanto los objetos de los oradores han tenido casi siempre tanta variedad, y el esmero de los unos ha dado en lentitud y la facilidad de los otros en temeridad, no me parece fuera de propósito enseñar cuál es el medio que creo que en esta parte debe guardar el orador.

Pondrá siempre en perorar todo el mayor esmero que le sea posible. Porque el defender una causa con menor cuidado del que se puede, no solamente es propio de un hombre descuidado, sino de un hombre indigno y que en la causa que ha tomado a su cargo es un traidor y fementido. Y por esta razón no han de admitirse más causas que las que el orador sepa que puede desempeñar.

No dirá cosa que no haya escrito, en cuanto la materia lo permitiere, y que, como dice Demóstenes, no esté perfectamente acabada, si se le ofreciere la ocasión para ello. Pero esto solamente puede hacerse en las primeras audiencias, o en las que en las causas públicas se conceden, dejando de por medio algunos días; mas cuando inmediatamente es necesario responder, no pueden prevenirse todas las cosas en tanto grado que aun a los que son algo menos prontos en discurrir les sirve de perjuicio haber escrito, si tropiezan después en cosas diferentes de las que ellos se habían imaginado. Porque tienen mucha repugnancia en apartarse de lo que de prevención habían discurrido, y en toda la defensa sólo miran y ponen su atención en ver si pueden extractar algunas cosas de aquéllas que tenían ya pensadas, y acomodarlas a las que tienen que decir de repente. Lo que si se verifica, carece enteramente de unión su discurso, y se descubre esta falta, no sólo por el poco enlace de sus partes, como se ve en una obra que se compone de diferentes piezas sin unión, sino también por la misma desigualdad del estilo. De aquí resulta que ni los primeros movimientos tienen libertad en   —334→   lo que se dice de repente, ni el cuidado que se había puesto en el contexto de la oración dice bien con el resto del discurso, y lo uno sirve de estorbo a lo otro. Porque aquello que se ha escrito sirve para detener el alma, no para suministrarle especies para que siga. Y así en estas defensas de las causas es preciso asegurarse bien en los dos pies, como dice la gente del campo381. Porque teniendo todo su fundamento una causa en la proposición y refutación, lo que pertenece a nuestra parte puede haberse escrito; y con igual cuidado se tiene refutado aquello que se sabe de cierto que ha de responder el contrario, porque alguna vez es cosa ya sabida.

Por lo que hace a otras cosas, podemos llevar una prevención ya hecha, que es tener un perfecto conocimiento de la causa; y la otra hacerla allí, oyendo con cuidado todo lo que dice el contrario. También se pueden premeditar muchas cosas y preparar el ánimo para todo lo que ocurriere; y en esto hay más seguridad que en el escribir, porque con más facilidad se omite lo que se había meditado, pasando la consideración a otra cosa.

Mas ya sea que la necesidad de responder inmediatamente o cualquier otra razón le obligaren a hablar sin disponerse para ello, jamás se dé por sobrecogido y sorprendido el orador, el cual por medio de la instrucción, estudio y ejercicio hubiere adquirido ya facilidad; y quien está siempre sobre las armas y como dispuesto a pelear, tendrá tan buena disposición para hablar en público en defensa de las causas como en las cosas diarias y domésticas, y no por esto huirá jamás la carga como tenga tiempo para estudiar la causa, pues lo demás ya lo tendrá sabido.



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ArribaAbajoCapítulo X. Del estilo

I. Que son varios los estilos, y que unos gustan de uno, y otros de otro. Que lo mismo sucede en las pinturas y estatuas; de las que hace mención de diferentes artífices primorosos cada cual en su estilo. Hace enumeración de los autores latinos que más se diferencian entre sí. Da a Cicerón la preferencia sobre todos, y le defiende contra sus calumniadores.-II. Que son tres los estilos: ático, asiático y rodio. Que el ático es el mejor. Qué cosa es hablar en estilo ático. Que la elocuencia latina es inferior a la ática por la pobreza de la lengua. Que esto se ha de recompensar con sentencias y figuras.-III. Reprende a aquéllos que teniendo un estilo demasiado seco desechan todo adorno. Que es necesario acomodarse a las circunstancias y a los oyentes. Que es necesario observar el mismo método para escribir que para perorar.-IV. Toca demás de lo dicho tres estilos: sutil, magnífico y mediano o florido. Que hay también otros estilos medios entre los tres sobredichos. Que cada uno de éstos se debe acomodar, no sólo a las causas, sino a las partes de ellas. Que algunos observan ahora el estilo florido, pero no saben hacer de él un buen uso. Que todo esto lo ha de hacer el orador, no sólo perfectísimamente, sino también con la mayor facilidad.


I. Resta hablar acerca del estilo de la oración. Esto era lo que en tercer lugar me había yo propuesto en la primera división; pues así había prometido tratar acerca del arte, del artífice y de la obra. Siendo, pues, la oración obra de la retórica y del orador, y muchas las maneras de componerla, como después mostraré, en todas ellas se emplea el arte y el artífice, pero es muy grande la diferencia que   —336→   tienen entre sí; y no solamente en la especie, como una estatua de otra estatua, una pintura de otra pintura y una acción de otra acción, sino también en el mismo género, como las estatuas griegas se diferencian de las toscanas, y como la elocuencia ática se diferencia de la asiática. Pues estos diferentes géneros de obras de que yo hablo, así como tienen sus autores, así tienen también sus apasionados; y por esta razón no hay todavía un orador perfecto, y no sé si hay arte alguna tal, no solamente porque una cosa sobresale más en una facultad que en otra, sino porque no agrada a todos un mismo estilo, parte por la condición de los tiempos o lugares y parte por la idea y gusto de cada uno.

Los primeros, cuyas obras son dignas de verse, no sólo por su antigüedad, son Polignoto y Aglaofón, de quienes se dice que fueron célebres pintores, cuyo sencillo color en la pintura tiene aún tantos apasionados que aun a aquellos bosquejos y como elementos de lo que después había de ser arte les dan la preferencia sobre los más diestros pinceles que después de ellos ha habido, sin más razón, a mi modo de pensar, que por hacer alarde de que ellos solos lo entienden. Después de éstos dieron muy gran perfección a esta arte Zeuxis y Parrasio, que vivieron en tiempo de las guerras del Peloponeso; puesto que en Jenofonte se encuentra un diálogo entre Sócrates y Parrasio. Del primero de los dos pintores se dice que inventó el uso de los claros y obscuros, y del segundo que perfiló con más delicadeza las líneas. Zeuxis hizo los miembros de los cuerpos mayores que los naturales, persuadido a que esto era una cosa más grande y majestuosa; en lo que, a juicio de algunos, imitó a Homero, a quien agrada una forma corpulenta aun en las mujeres. Mas Parrasio, de tal manera se ajustó a la naturaleza en todas sus pinturas, que le llaman el legislador; porque los demás pintores imitan las imágenes de los dioses y de los héroes por el mismo estilo que él enseñó, como si fuese indispensable hacerlo así.

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Floreció principalmente la pintura cerca del reinado de Filipo y hasta los sucesores de Alejandro, pero con talentos o habilidad enteramente distinta. Porque Protógenes fue admirable en el esmero de acabar las pinturas; Pánfilo y Melancio en la belleza de la idea y buena disposición; Antífilo en la ligereza de su pincel; Teon de Samo en la viveza y fuego de su imaginación, que es lo que llaman fantasía, y Apeles de los más sobresalientes por su ingenio y gracia de que él mismo se jacta. A Eufranor le hace ser digno de admiración el que siendo muy excelente entre los principales en las demás facultades, fue al mismo tiempo un prodigioso pintor y estatuario.

La misma diferencia se encuentra en la escultura. Pues Calón y Egesias trabajaron con más dureza y más al gusto toscano; Calamis ya con menos, y Mirón con más blandura aún que los sobredichos. El esmero y hermosura de Policleto es sobre los demás; y sin embargo de que los más le dan la primacía, con todo eso para quitarle alguna parte de su habilidad se figuran que le falta la expresión. Pues así como añadió más hermosura a las figuras humanas que las que ellas tienen en sí, así también parece que no expresó completamente la autoridad de los dioses. Además de esto, se dice de él también que huyó de pintar rostros de ancianos, no atreviéndose a pintar más que caras de jovencitos.

Mas a Fidias y Alcámenes se concede lo que faltó a Policleto. Sin embargo, se dice de Fidias que tuvo más habilidad para hacer las estatuas de los dioses que las de los hombres; y en las estatuas de marfil no tuvo competidor, aun cuando no hubiera hecho otra cosa que la estatua de Minerva que hizo en Atenas, y la de Júpiter Olímpico que hizo en Élide, cuya hermosura parece que aumentó algún tanto la devoción que ya tenían; en tanto grado igualaba la majestad de la obra a la de aquel Dios.

Aseguran que Lisipo y Praxíteles son los que copiaron   —338→   más al vivo la naturaleza. Demetrio es reprendido de extremado en el estudio de ella, y de que fue más amante de la semejanza que de la hermosura.

Mas por lo respectivo a la elocuencia, si se quiere poner la consideración en sus especies, se encontrarán casi otras tantas diferencias de ingenios como de rostros. Pero hubo algunos géneros de estilo broncos por la desgracia de los tiempos; pero que por otra parte no dejaban de mostrar la fuerza del ingenio. A esta clase corresponden los Lelios, los Escipiones Africanos, los Catones y los Gracos, los que se pueden llamar los Polignotos o Calones. Entre éstos y los que siguen se pueden colocar Lucio Craso y Quinto Hortensio. Véase cómo floreció después un grande número de oradores casi de un mismo tiempo. De aquí hallamos haber tenido su principio la energía de César, la natural belleza de Celio, la sutileza de Calidio, la majestad de Bruto, la agudeza de Sulpicio, la acrimonia de Casio, el esmero de Polión, la dignidad de Mesala, y lo respetable de Calvo. Y aun de los que nosotros mismos hemos conocido podemos añadir también la afluencia de Séneca, la energía del Africano, la solidez de Afro, la dulzura de Crispo, lo sonoro de Trácalo y la elegancia de Segundo.

Mas en Marco Tulio tenemos no sólo un Eufranor excelente en muchos géneros de ciencias, sino un hombre eminentísimo en todas las que en cada uno se alaban. Al que, sin embargo, los de su tiempo se atrevían a insultar, graduando su estilo de hinchado, asiático, redundante, de nimio en las repeticiones y frío alguna vez en los chistes; que su composición carece de unión, y que muestra mucho orgullo y es casi afeminada; lo cual está muy lejos de ser verdad. Mas después que él perdió todo su valimiento con la confiscación de los triunviros, se volvieron contra él a cada paso los que le aborrecían, le envidiaban, eran sus émulos y los aduladores del presente gobierno, como que sabían que no los había de responder.

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Sin embargo, aquél a quien algunos tenían por árido y sin substancia no pudo ser notado por sus mismos enemigos de otro defecto que de demasiado florido y de un ingenio afluente en sus escritos. Lo uno y lo otro se aparta de la verdad, sin embargo de que parece que hubo algo más de fundamento para suponer lo segundo. Pero los que le persiguieron más fueron aquéllos que deseaban parecer imitadores del estilo ático. Esta secta, como iniciada en ciertos misterios, le perseguía como a un extranjero o como a un hombre supersticioso e imbuido en aquellas leyes. De donde aún ahora estos oradores áridos, sin substancia y sin nervio (pues tales son los que dan el nombre de robustez a su debilidad, siendo tan sumamente opuesta a ella) se ocultan en la sombra de su grande nombre, porque no pueden tolerar el grande golpe de luz de su elocuencia, que es como el resplandor del sol. A los cuales, por cuanto el mismo Cicerón responde largamente y en muchos lugares, me será más seguro contentarme con lo que hasta aquí he tratado acerca de esto.

II. De mucho tiempo atrás se ha hecho distinción entre el estilo asiático y el ático, siendo éste tenido por puro y sano, y aquél por hinchado y sin substancia; reputado éste de no contener cosa superflua, y aquél de no guardar moderación ni medianía. Lo cual algunos creen, y uno de ellos es Santra, que esto tuvo su principio de que introduciéndose poco a poco la lengua griega en las ciudades vecinas a la Asia, aspiraron con ansia a la elocuencia, cuando todavía no poseían bien la lengua, y por esta razón comenzaron a decir por rodeos lo que no podían explicar con sus propios términos, y después continuaron con este modo de hablar. Mas yo soy de parecer que el carácter de los oradores y el de oyentes fueron la verdadera causa de la diferencia de los estilos; porque los atenienses, aunque limados, pero de pocas palabras, no podían sufrir cosa alguna superflua o redundante; y los asiáticos, gente por   —340→   otra parte de más orgullo y jactancia, se dejaron llevar de la vanagloria de un estilo más hinchado.

Después de esto, los que comprendían los diferentes estilos bajo una misma división añadieron un tercer estilo, que es el rodio, el cual quieren que sea como medio entre los otros dos y compuesto de uno y otro. Porque ni son tan concisos como los áticos, ni tan redundantes como los asiáticos, para mostrar que conservan alguna cosa de su nación y algo de su autor. Porque Esquines, que había escogido a Rodas para lugar de su destierro, introdujo en ella los estudios de Atenas, y como sea verdad que los estudios de las artes degeneran del mismo modo que las plantas cuando mudan de clima y de terreno, mezclaron el buen gusto ático con aquel otro extraño del país. Por lo que vinieron a formar un estilo sin viveza y falto de vigor, aunque no destituido enteramente de nervio, y ni bien lo comparan con lo cristalino de las fuentes, ni bien con lo turbio de un precipitado arroyo, sino que le tienen por semejante al agua mansa de los estanques.

Ninguno, pues, dudará que es mucho mejor el estilo ático, en el cual, así como se encuentra alguna cosa que es común a todos los que lo usan, cual es un modo de pensar fino y terso, así también son muchas las especies de ingenios. Razón por que me parece que están muy engañados los que piensan que el estilo ático se reduce únicamente a ser un modo de hablar cortado, claro y expresivo; pero que observa siempre una cierta moderación en la elocuencia sin alterar jamás la tranquilidad del orador. ¿A quién, pues, se le podrá poner por ejemplo de este estilo? Sea Lisias, puesto que al estilo de éste se inclinan los apasionados del estilo ático. Pues ¿por qué no nos propondrán ya por ejemplos de este estilo a todos los que ha habido hasta Coco y Andócides?382

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Quisiera sin embargo preguntar si Isócrates usó el estilo ático, porque ningún estilo hay que se diferencie más del de Lisias que el suyo. ¿Dirán que no? Pues de su escuela salieron los príncipes de los oradores. Hagamos otra pregunta de cosa más semejante. ¿Hipérides usó el estilo ático? Sin duda alguna. Pero éste se dejó llevar del gusto y dulzura del estilo. Paso en silencio muchísimos, como son: Licurgo, Aristogitón e Iseo y Antifonte anteriores a ellos, de los cuales se puede decir que así como fueron semejantes en el género, fueron diferentes en la especie.

¿Y qué diremos de aquel Esquines de quien poco ha hicimos mención? ¿No es acaso más lleno, de más espíritu y más elevado que éstos que he nombrado? ¿Y qué diremos, por último, de Demóstenes? ¿No excedió a todos aquellos delicados y circunspectos oradores en sublimidad, nervio, vehemencia, adorno y elegancia? ¿No está lleno su estilo de figuras? ¿No luce con las traslaciones? ¿No parece que hace hablar aun a las cosas inanimadas? ¿No muestra con bastante claridad que su maestro fue Platón aquel juramento que hizo por las almas de los defensores valerosos de la patria que habían muerto en Maratón y en Salamina? ¿Y daremos el nombre de asiático al mismo Platón, cuando en la mayor parte de sus escritos es digno de compararse con los poetas llenos del espíritu divino? Mas ¿qué juicio se ha de hacer de Pericles? ¿Podemos persuadirnos de que éste tuvo una sutileza semejante a la de Lisias, siendo así que los cómicos, para injuriarle, comparan su elocuencia a los rayos y al ruido de los truenos?

¿Por qué, pues, han de juzgar que tienen el gusto ático aquellos cuyo estilo no tiene fluidez y es como una pequeña vena de agua que corre por entre las piedrecillas? ¿Sólo   —342→   en éstos dirán que puede percibirse el olor del tomillo? De los cuales yo creo que si encontrasen en estos confines algún terreno más pingüe o campo más fértil, dirían que no era de Atenas, porque daba más semilla de la que había recibido, porque Menandro dice por burla que éste es el producto de aquella tierra. Y así, si alguno añadiese ahora a las excelentes prendas que aquel consumado orador Demóstenes tuvo, aun aquéllas que parece que le faltaron o por naturaleza, o por las leyes civiles, a fin de que moviese los afectos con mayor viveza, ¿habría quien dijese que Demóstenes no peroró de esta manera? Y si se trabajare alguna oración más armoniosa (lo que tal vez no será posible), y sin embargo, si saliere alguna tal, ¿se dirá que no es del gusto ático? Téngase mejor concepto de este nombre, y créase que hablar en estilo ático es hablar de la manera más excelente.

Y sin embargo, se les puede sufrir mejor a los griegos que todavía perseveran en este modo de pensar. La elocuencia latina, así como me parece semejante a la griega en la invención, disposición, idea y otras cualidades a este tenor y es en todo su discípula, así también por lo respectivo al estilo apenas le ha quedado lugar para imitarla.

Porque para ellos es un sonido áspero en el supuesto de que no tenemos nosotros la muy grande dulzura que tienen los griegos en la pronunciación de las dos letras y y z, la una vocal y la otra consonante, que cabalmente son las que más dulce y agradable hacen su pronunciación y las que nosotros solemos usar siempre que nos valemos de sus nombres. Lo cual cuando sucede resulta, no sé de qué manera, inmediatamente una como mayor dulzura en la oración, como se echa de ver en las palabras zephyrus y zopyrus, las cuales, si se escribiesen con nuestras letras, harían un sonido sordo y áspero, y en lugar de aquéllas se sustituirán las de un sonido desagradable y bronco, de que carecen las griegas.

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También la letra f, que es la letra sexta de nuestro alfabeto, produce un sonido que casi no parece propio de voz humana, o por mejor decir, absolutamente nada de ello tiene, habiéndose de formar del aire que pasa por entre las divisiones de los dientes, la cual letra asimismo cuando tropieza con la vocal siguiente pierde en cierto modo su fuerza, y cuando se encuentra con alguna de las consonantes produce un sonido mucho más desagradable383.

Y sin embargo de que no hemos admitido el carácter de la letra eólica384 con la que decimos servum y cervum, conservamos su misma fuerza todavía.

Hace dura la pronunciación de las sílabas la q, la cual sirve para unir las vocales que se le juntan, como cuando escribimos equos y equum, y para las demás vocales es inútil, formando dos de ellas un sonido cual jamás se ha oído entre los griegos, y por la misma razón no se puede escribir con letras griegas.

Júntase a esto que nosotros terminamos la mayor parte de nuestras palabras con la m, en cuya pronunciación se advierte una especie de mugido, y ninguna palabra de los griegos remata en dicha letra, sino que en lugar de ella usan la n, que es una letra agradable y que en el fin especialmente hace una especie de retintín, y entre nosotros rarísima vez se usa en las cláusulas.

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¿Y qué diré cuando nuestras sílabas tienen su apoyo en la b o en la d con tal aspereza que la mayor parte, no digo de los más antiguos autores, pero de los de alguna antigüedad, han intentado suavizarlas, no solamente diciendo aversa por abversa, sino también añadiendo una s a la preposición ab, sin embargo de ser la s muy distinta a la b?

Nuestros acentos tienen también menos suavidad, no sólo por una cierta dureza que se advierte en ellos, sino también por su misma semejanza, porque la última sílaba ni se levanta jamás por el acento agudo, ni se baja por el circunflejo, sino que siempre termina en uno o en dos graves. Y así la lengua griega es en tanto grado más dulce que la latina, que siempre que nuestros poetas han querido que sus versos tuviesen dulzura los adornaron con palabras griegas.

Además de que la lengua griega tiene más voces que la nuestra, en que muchísimas cosas carecen de su propio termino, de modo que para explicarlas es necesario usar de traslación o decirlas por un rodeo, y aun en aquéllas que tienen su propio nombre hay una tan grande escasez de expresiones que muchísimas veces se viene a dar en las mismas palabras; pero los griegos no solamente tienen un grande acopio de palabras, sino también de dialectos diferentes los unos de los otros.

Por lo que quien pretendiere de nosotros los latinos aquella dulzura propia del estilo ático, es necesario que nos conceda en el hablar la misma suavidad y abundancia de expresiones de los griegos. Lo cual, si nos es negado, adaptaremos los conceptos a las expresiones que tenemos, y no mezclaremos la demasiada delicadeza de las cosas con expresiones muy fuertes por no decir demasiadamente crasas, para que una y otra cualidad no se destruyan mutuamente con la misma confusión. Porque cuanto menos ayuda el lenguaje, tanto mayor esfuerzo ha de ponerse en la invención. Es necesario producir pensamientos   —345→   sublimes y que tengan variedad. Convendrá excitar todo género de afectos e ilustrar la oración con el adorno de las traslaciones.

¿No podemos tener la delicadeza de los griegos? Pues procuremos tener más nervio en la expresión. ¿Nos exceden en la sutileza? Pues demos nosotros mayor peso a nuestras palabras. ¿Tienen ellos más abundancia y propiedad en sus expresiones? Pues excedámoslos en el ingenio385. ¿Tienen sus puertos entre los griegos aun los mejores ingenios? Naveguemos, pues, nosotros de ordinario con más extendidas velas, y dejemos que viento más fuerte desenvuelva sus senos. Pero no nos dejaremos engolfar siempre en mar alta, porque a veces conviene costear por las orillas. Ellos tienen la facilidad de atravesar por cualesquiera bajíos, yo no me apartaré mucho de la costa y hallaré medio para que mi navecilla no se vaya a pique.

Porque aunque los griegos tratan mejor que nosotros las cosas más delicadas y pequeñas, y sólo en esto nos llevan la ventaja, siendo ésta la razón por que no les disputamos la primacía en las comedias, no por eso debemos abandonar este género de estilo, sino ejercitarnos en él lo mejor que podamos, y podemos igualarnos con ellos en la moderación y discernimiento de las cosas, y por lo respectivo a la gracia de las expresiones que no tenemos en nuestra lengua, es necesario suplirla con otros adornos exteriores. ¿No tiene por ventura Marco Tulio esta finura de estilo, esta dulzura, claridad y sublimidad admirable en los asuntos particulares? ¿No es señalada esta virtud en Marco Calidio? Escipión, Lelio y Catón, ¿no fueron mirados   —346→   por lo que hace a la elocución como los áticos de los romanos? ¿Quién, pues, no se contentará con aquello que es lo mejor que puede haber?

III. Además de esto, hay algunos que están en el entender de que no hay elocuencia alguna natural, sino la que se asemeja más al lenguaje ordinario que usamos con los amigos, mujeres, hijos y criados, contentándonos con explicar nuestro pensamiento y voluntad sin discurrir cosa alguna que tenga algún arte ni estudio, y que todo lo que se añada a esto es una afectación y una ambiciosa jactancia en el hablar, distante de la verdad e inventado para la gracia del mismo lenguaje, cuyo único y natural oficio es explicar los pensamientos, así como los cuerpos de los atletas aun cuando se hagan muy robustos con el ejercicio y con el uso de determinadas comidas, no dejan por eso de ser naturales ni tienen una especie diferente de la que se ha concedido a los demás hombres. Porque ¿a qué viene, dicen, dar a entender las cosas por medio de un rodeo y por las traslaciones; esto es, usar de más expresiones que las que son necesarias o de palabras impropias cuando cada cosa tiene su nombre propio acomodado? Finalmente, éstos pretenden persuadir que los más antiguos hablaron el más puro lenguaje de la naturaleza, y que después siguieron los más semejantes en el estilo a los poetas contando entre las virtudes, aunque con más moderación, pero por semejante manera, las cosas falsas e impropias.

Esta disputa no deja de tener algún fundamento de verdad, y por lo tanto no conviene apartarse tanto como se apartan algunos de los términos propios y comunes. Pero si alguno (como ya he dicho en el capítulo de la composición) añadiere a lo preciso, y que es lo menos que se puede poner, alguna cosa mejor, no deberá por eso ser reprendido de calumniador. Porque a mí me parece que es distinto el carácter del estilo vulgar del de un discurso de   —347→   un hombre que sea elocuente, al cual, si le bastase el dar a entender sencillamente las cosas, no se molestaría en otra cosa que en buscar la propiedad de las palabras; pero siendo propia obligación suya el deleitar y mover y causar diferentes impresiones en los ánimos de los oyentes, podrá también valerse de aquellos auxilios que la naturaleza misma nos tiene concedidos. Porque el endurecerse los brazos mediante el ejercicio y el aumentarse las fuerzas y tomar un color de sanidad es cosa natural. Y ésta es la razón por la que en todas las naciones unos son tenidos por más elocuentes que otros y por más dulces en su expresión. Lo cual, si no sucediera así, serían todos iguales y a todos convendría una misma cosa. Sin embargo, hablan con diferencia y observan el carácter distinto de las personas; de donde resulta que cuanto más uno consigue por medio de sus palabras, tanto más se conforma su lenguaje con la elocuencia natural.

Por lo cual no soy de muy distinto modo de pensar de aquéllos que juzgan deberse condescender en algún modo con los tiempos y oyentes que requieren mayor elegancia y estudio en el decir. Y así soy de parecer que no sólo no debe ligarse el orador a la imitación de los primeros oradores Catón y los Gracos, pero ni aun a la de éstos de hoy día. Y de esta manera veo que se gobernó Marco Tulio, que no sólo lo dirigía todo a la utilidad de la causa, sino que también concedía algo al placer de los oyentes, y decía que en esto mismo atendía (y muchísimo) al interés del litigante. Porque con aquello con que causaba placer lograba la utilidad. A cuya dulzura de estilo yo no encuentro ciertamente cosa alguna que se pueda añadir, sino el que nosotros introduzcamos en nuestros discursos mayor número de bellos pensamientos386. Porque cuando el   —348→   orador no puede introducirlos sin que la causa padezca y sin perder la autoridad en el decir, no es posible que estas luces tan frecuentes y continuas no se impidan las unas a las otras.

Pero usando yo hasta este punto de condescendencia, no pretenda ninguno pasar más adelante; vengo bien en que en el tiempo en que nos hallamos la toga del orador no sea de una tela muy ordinaria, pero tampoco ha de ser de seda387; que no tenga desgreñado su cabello, pero que tampoco lo lleve todo rizado y lleno de bucles, siendo así que en aquél que no mira al lujo y liviandad parecen más bellas aquellas cosas que son de suyo más honestas. Por lo que respecta a las que nosotros llamamos comúnmente sentencias (encuentro en Cicerón que no estuvieron en uso entre los antiguos, y con especialidad entre los griegos), si contienen en sí alguna substancia, y no siendo en número excesivo y dirigiéndose a triunfar de los ánimos de los oyentes, ¿quién negará su utilidad? Ellas hieren el alma, y con un solo golpe la ponen muchas veces en movimiento, y por su misma brevedad se quedan más impresas y nos persuaden por el mismo modo con que se dicen.

Y hay algunos que sin embargo de que permiten estas expresiones más vivas en la boca de un orador, son con todo eso de parecer que no deben usarse en lo que escribimos. Por lo cual no debo yo pasar esta opinión sin examinarla, porque muchos hombres doctos han creído que uno es el modo de hablar y otro el modo de escribir, y que por esto algunos que eran muy excelentes en la defensa de las causas que hacían en el foro, ninguna cosa   —349→   dejaron escrita que pudiese pasar a la posteridad, como Pericles y Demades, y que otros, por el contrario, que en la composición eran los más sobresalientes, no tuvieron gracia alguna para las defensas, como Isócrates; y que además de esto, en la acción tiene más fuerza por lo común el ímpetu natural y la gracia en el decir, aun cuando tenga algo más de libertad, porque es preciso conmover e instruir los ánimos de las gentes ignorantes. Mas lo que se escribe en los libros y se da a luz para que sirva de modelo debe ser terso y limado, y debe estar compuesto según las reglas y leyes del arte, porque viene a parar en manos de los doctos y ha de tener por jueces del arte a los autores mismos de él.

Yo soy de parecer que el hablar bien y escribir bien es todo una misma cosa, y que una oración escrita no es más que una memoria de una oración recitada. Y así, a lo que yo pienso, ninguna buena cualidad hay que no deban tener la una y la otra; más no digo que no puedan tener también sus defectos. Porque no ignoro que alguna vez agradan a los necios cosas que tienen imperfecciones.

¿Cuál será, pues, la diferencia entre lo que se dice y lo escrito? Respondo a esto que si se me concediese un congreso de jueces sabios, quitaría una infinita multitud de cosas, no sólo de las oraciones de Cicerón, sino también de las de Demóstenes, que es mucho más recortado que él. Porque ni siempre será necesario mover todos los afectos ni lisonjear el oído con la dulzura de las expresiones, porque en sentir de Aristóteles aun los exordios son inútiles para con los tales. Porque los sabios no se dejarán llevar de atractivos semejantes; y así, basta exponer el hecho con expresiones propias y claras y demostrarlo con una buena prueba.

Pero siendo a veces juez o el pueblo o alguna persona del pueblo, y siendo aquéllos que han de dar la sentencia las más veces unos ignorantes y tal vez gentes del campo,   —350→   es necesario usar de todos aquellos arbitrios que creyéremos oportunos para lograr lo que pretendemos, y esto tanto cuando habláremos en público como cuando escribimos, para enseñar de qué manera debe hablarse. Por ventura ¿estimaría yo más que Demóstenes y Cicerón hubiesen hablado del mismo modo que escribieron? ¿O que aquellos más excelentes oradores hubiesen perorado de un modo diferente del que en sus escritos advertimos? ¿Hablaron, pues, mejor o peor? Si peor, debieron más bien hablar como escribieron, y si mejor, debieron escribir como hablaron.

Pues qué, ¿siempre ha de hablar el orador del mismo modo que escribe? Si pudiere, siempre; y si el tiempo que el juez hubiere señalado fuere tan corto que no le permita hacerlo así, se quitará mucho de aquello que se pudo decir; pero escribiendo la oración para darla al público, podrá poner en ella lo que quiera. Mas aquello que se hubiere dicho por conformarse con el carácter de los jueces388, no se dejará del mismo modo a la posteridad, por temor de que en ella se crea como dicho según el gusto nuestro y no según la circunstancia del tiempo. Porque importa mucho el saber también de qué manera gusta el juez que se le digan las cosas; y por eso, el que dice tiene por lo regular la cara vuelta hacia él, como encarga Cicerón. Y por lo tanto es necesario insistir en aquello que se ha conocido que le agrada y omitir lo que no hubiere tenido aceptación. Y se ha de buscar el mismo modo de hablar que más fácilmente sirva para la instrucción del juez.

Y esto no debe causar maravilla, puesto que aun en las   —351→   personas de los testigos se mudan algunas cosas. Así que obró prudentemente aquél que habiendo preguntado a un rústico, que servía de testigo, si conocía a Anfión, y respondiendo él que no, quitó la aspiración y pronunció breve la sílaba segunda del tal nombre, y de esta manera vino muy bien en conocimiento del sujeto por quien le habían preguntado. Semejantes casos hacen que alguna vez se hable de diferente modo que se escribe, cuando no se puede hablar como se debe escribir.

IV. Otra división hay, la cual se subdivide también en tres especies, por la cual parece que se pueden distinguir bien entre sí los estilos. Porque el primero es el estilo sutil, que llaman ischnón389. El segundo es grande y vehemente, llamado hadrón. Otros han añadido el tercero, que es como medio entre los dos, y según otros es el estilo florido, por lo cual le dan el nombre de anterón; los cuales, sin embargo, son de tal naturaleza, que el primero sirve para instruir, el segundo para mover, el tercero (cualquier nombre que se le dé) para deleitar o para ganar los ánimos, si se le quiere dar más bien este destino. Mas para enseñar se necesita de agudeza; para ganar los ánimos dulzura, y para moverlos gravedad.

Y así para la narración y confirmación se deberá echar mano especialmente de aquel estilo sutil, pero de tal manera que, aun careciendo de las demás cualidades, sea en su línea completo. El estilo mediano podrá constar de más frecuentes traslaciones, y será más agradable por las figuras, ameno por las digresiones, elegante por la composición, dulce por los conceptos y tan suave como un cristalino río a quien por una y otra parte hacen sombra las verdes arboledas. Mas el estilo vehemente se llevará tras sí, y obligará a ir adonde quiera al juez, por más resistencia   —352→   que haga, a la manera de un caudaloso y precipitado río que revuelve en su corriente los peñascos, no consiente puente alguno y no reconoce otras riberas que las que él mismo se va haciendo.

Con este estilo podrá el orador sacar a plaza los muertos, como Cicerón a Apio Ciego390; con éste la patria misma levantará en alto la voz y dirigirá hacia alguno su discurso, como vemos en una de las oraciones que Cicerón dijo en el Senado contra Catilina. Con este estilo elevará el discurso por medio de las amplificaciones, y le dará mayor realce con la fuerza de las exageraciones: Qué Caribdis tan voraz; y El Océano mismo, a fe guía, etc. (Filípicas, II, 67). Porque los estudiosos tienen ya noticia de estos bellos pasajes. Por medio de este estilo hará descender a los dioses como a su presencia y los introducirá en su discurso: Vosotros, albanos túmulos y sagrados bosques; vosotros, vuelvo a decir, altares de los albanos cubiertos, compañeros y consortes de la religión del pueblo romano, etc. (Pro Milone, número 85). Con este estilo inspirará la ira; con éste la misericordia; con éste dirá: Te vio y lloró, e imploró tu protección. En suma, con este estilo recorre todos los afectos. Y así del uno pasará al otro, y el oyente no dejará de ser instruido por el orador.

Por lo que si de estos tres estilos necesariamente se hubiere de escoger uno solo, ¿quién pondrá duda en anteponer éste a todos, como que por otra parte es el que tiene mayor fuerza y es el más acomodado para las causas de mayor importancia? Pues, en efecto, Homero concedió a Menelao una elocuencia cuyo carácter es una agradable brevedad, exenta de toda superfluidad y adornada con la propiedad de la expresión, que consiste en no poner unas palabras por otras, que son las virtudes del primer estilo. Y de la boca de Néstor dijo que salía   —353→   un lenguaje más dulce que la miel, que sin duda es la mayor dulzura que se puede imaginar. Pero queriendo expresar, como lo hizo en la persona de Ulises, lo sumo de la elocuencia, le añadió la grandeza, dándole una manera de hablar semejante a los torrentes de la nieve que se derrite en el invierno, tanto por la afluencia de sus palabras, como por la vehemencia de sus expresiones. Con éste, pues, ninguno de los hombres osará entrar en competencia; todos le mirarán a éste como a un dios. Esta misma vehemencia y rapidez admira Éupolis en Pericles; ésta la compara Aristófanes a los rayos, y en ésta consiste la verdadera ciencia de perorar.

Mas no se halla reducida la elocuencia precisamente a estos tres géneros de estilos. Porque así como entre el sutil y el vehemente se ha puesto otro tercero, así éstos tienen sus grados diferentes. Y aun entre estos mismos hay alguno que, siendo como medio entre dos, participa de la naturaleza de ambos. Porque el estilo sutil no consiste en tal precisión que no pueda darse más o menos sutileza; en el vehemente cabe más y menos, así como el templado o se remonta sobre la misma vehemencia o se hace inferior a la sutileza, y así se encuentran casi innumerables especies que tienen entre sí alguna diferencia; así como generalmente sabemos que son cuatro los vientos que soplan de otros tantos puntos cardinales del mundo, sin embargo de que se conocen otros muchísimos, según la variedad de las regiones y ríos, los cuales son propiamente medios entre ellos391. Lo mismo sucede en la música; porque habiéndose establecido cinco tonos en la cítara, la han llenado después de trastes con muchísima variedad, y a los ya   —354→   añadidos juntan otros; de manera que el corto espacio que hay entre unos y otros tiene muchas diferencias de tonos.

Así, pues, la elocuencia tiene muchas especies; pero sería una muy grande necedad preguntar a cuál de ellas se debe dirigir el orador; siendo así que ninguna de ellas hay que siendo buena no tenga uso, y que todo aquello que comúnmente se llama género de decir es propio de un orador. Porque él hará uso de todo, según lo pidiere el caso; y esto no sólo en beneficio de la causa, sino también por los que tienen todo su interés en ella.

Pues así como no hablará del mismo modo en defensa de un reo que tenga delito de muerte, o en un pleito sobre una herencia, secuestro, fianza o empréstito, y sabrá hacer distinción en el modo de exponer en el Senado los pareceres, ya de las juntas del pueblo y ya de las deliberaciones de los particulares, y mudará de carácter según la diferencia de las personas, tiempos y lugares, así también en una misma oración se conciliará los ánimos unas veces de una manera y otras de otra, y de distintos principios se valdrá para mover la ira que la misericordia, y de unos medios usará para instruir y de otros para mover.

No se debe observar un mismo estilo en el exordio, narración, confirmación, digresión y peroración. Hablará un mismo orador con gravedad, severidad, acrimonia, vehemencia, viveza, afluencia, aspereza, urbanidad, moderación, sutileza, blandura, suavidad, dulzura, brevedad y cortesanía, no de todas estas maneras y en todas ocasiones, sino cuando viniere al caso. De esta manera logrará no sólo hablar útil y eficazmente para obtener lo que pretende, que es el fin por el cual principalmente se ha inventado el uso de la elocuencia, sino que también conseguirá el aplauso, no sólo de los doctos sino también del vulgo.

Porque están muy engañados los que piensen que es más agradable al pueblo y más acomodado para ganar aplauso el estilo vicioso y corrompido, que o resalta por lo   —355→   licencioso de las expresiones, o está todo salpicado de conceptillos pueriles, o por su demasiada hinchazón es muy pomposo, o que desenfrenadamente corre por los lugares oratorios que no vienen al caso, o se compone de florecillas que a poco que se tocan se deshojan, o tiene por sublimidad los precipicios, o que con el pretexto de libertad da en locura.

Lo cual yo ciertamente no niego que agrada a muchos; ni tampoco me causa maravilla. Porque cualquiera que habla en público se hace escuchar por un natural placer, y cualquiera que sea su elocuencia no deja de tener apasionados y grande aceptación, y de ningún otro principio proviene el verse por las plazas y esquinas tantos corros de gentes; por lo que es menos de maravillar que el vulgo esté dispuesto a juntarse de montón para oír cualquier arenga. Mas cuando los ignorantes oyen decir alguna cosa más exquisita, sea la que fuere, de manera que desconfíen poder hacer otro tanto, se quedan admirados, y con razón, porque aun aquello tiene también su dificultad.

Pero se desvanecen y desaparecen del todo estas cosas cuando se comparan con otras mejores que ellas; así como la lana teñida de color encarnado agrada cuando no tiene a su lado la púrpura, pero si se comparare solamente con un vestido de grana, perderá toda su belleza a la vista de lo mejor, como Ovidio dice. Mas si se examinare esta elocuencia corrompida con un juicio más severo, como si se juntase un color de púrpura verdadero con otro falso, ya todo aquello que había engañado perdería su mentido color y parecería descolorido y sobremanera feo. Dejemos, pues, brillar esta elocuencia separada de los resplandores del sol, así como algunos pequeños animales parecen en las tinieblas lucecitas. Finalmente, son muchos los que aprueban lo malo, mas ninguno desaprueba lo que es bueno.

Mas todas estas cosas de que hemos hablado deberá el   —356→   orador hacerlas, no sólo con la mayor perfección, sino también con la mayor facilidad. Porque la mayor destreza en el bien hablar no es digna de admiración si cuesta hasta conseguirse una gran pena, si el orador tiene que atormentarse y afligirse en tornear las palabras y consumirse en pesarlas y juntarlas entre sí. El orador elegante, sublime y rico de pensamientos posee todo el tesoro de la elocuencia y usa de él como le parece. Porque aquél que ha llegado ya a lo sumo deja de hacer esfuerzos para subir. La dificultad es para el que va subiendo y se halla todavía abajo; mas a proporción de lo que fuere subiendo se le hará más suave el suelo, más fértil y más ameno. Y si también llegare con constante empeño hasta lo sumo por este camino menos escabroso, verá que allí los frutos se le ofrecen por sí mismos, sin que le cuesten fatiga, y que espontáneamente se le ofrecen todas las cosas; pero si no se cogen todos los días, se secan.

Pero aun la abundancia tiene su medida, sin la cual ninguna cosa hay digna de alabanza ni que sirva de provecho; para la elegancia de la oración se requiere un adorno varonil, y para la invención un buen discernimiento. De esta suerte serán las cosas grandes, no desmesuradas; sublimes, sin exponerse a un precipicio; fuertes, sin temeridad; severas, sin rigor; graves, sin pesadez; alegres, sin demasía; agradables, sin disolución, y llenas, sin hinchazón. El mismo sistema debe observarse en lo demás. El más seguro camino por lo común es el que va por el medio, porque los extremos son viciosos.



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ArribaCapítulo XI. Cuáles deben ser las ocupaciones del orador después de haber cesado de tratar causas. Exhortación a la elocuencia

I. Que debe el orador dejar de tratar causas antes de llegar a perder enteramente su vigor. Entonces debe dedicarse a la instrucción de la juventud.-II. Se excusa Fabio de haber puesto por requisito del orador la virtud y ciencia de muchísimas artes. Que la virtud se funda especialmente en la voluntad. Que hay tiempo de sobra para aprender las artes. Alega ejemplos de muchos que las aprendieron todas.-III. Exhortación a la elocuencia.


I. El orador que ha hecho ya uso de estas perfecciones de la elocuencia en los tribunales, en los consejos, en las juntas del pueblo, en el Senado y finalmente en el desempeño de todas las obligaciones de un buen ciudadano, pensará en poner también un término a su carrera, propio de un hombre de bien y de lo respetable de su ministerio, no porque en aprovechar a otros haya exceso y porque al que tiene una tal disposición y talento no le convenga servir una que otra vez a los demás, ejercitando todo el tiempo que pueda tan decoroso empleo, sino porque le conviene también poner la mira en no hacer cosa alguna menos bien de lo que la hubiere hecho. Porque no sólo contribuye a formar el orador la ciencia que se aumenta con los años, sino también la voz, el pulmón y la robustez; las cuales cosas cuando llegan a padecer quiebra y debilitarse con la edad o falta de salud, es de temer no se eche menos alguna cosa en el consumado orador; que en   —358→   el decir no haga paradas por la fatiga que le causa; que no advierta que lo que dice se oye poco, y que no venga a conocer que es muy diferente del que era al principio.

Yo he visto a Domicio Afro, que era sin competencia el orador más consumado de cuantos he conocido, de edad harto avanzada, perder de día en día alguna parte de aquel crédito que se había adquirido justamente; porque mientras él peroraba (pues no había duda de que en algún tiempo había sido el principal del foro), los unos se reían, lo cual parecía una cosa indigna, y los otros se avergonzaban, lo cual les dio motivo para decir que él quería más rendirse que dejar de perorar. Sin embargo, no se le podía decir que peroraba mal, sino solamente que lo hacía menos bien. Por lo que el orador antes de dar en estas celadas de la edad, tocará a la retirada, y entrará en el puerto con su nave sin haber padecido descalabro.

Mas ni aun después de haber practicado esto serán menos considerables los frutos de sus estudios. Porque o se pondrá a escribir la historia de su tiempo para dejarla a la memoria de la posteridad, o, como Craso en los libros de Cicerón se proponía hacer, explicará las cuestiones acerca de las leyes a los que pretendan saberlas, o compondrá algún tratado de elocuencia, o empleará su voz dignamente en enseñar los más bellos preceptos de la moral. Frecuentarán su casa los más excelentes jóvenes, según el uso de los antiguos, y le consultarán como a un oráculo sobre el verdadero modo de bien hablar. Él los instruirá como si fuese el padre de la elocuencia, y como un antiguo piloto les informará de las playas y puertos y de las señales que hay para prever las tempestades y de lo que se requiere para dirigir bien una nave, ya cuando el viento sopla favorable, ya cuando viene contrario; y esto lo hará movido no solamente de aquel sentimiento de humanidad que es común a todo hombre, sino por un cierto amor a su misma profesión. Porque ninguno habrá   —359→   que quiera venga a menos una facultad en que hubiere sido muy sobresaliente. ¿Qué cosa hay, pues, más decorosa que enseñar uno aquella facultad que sabe excelentemente?

De este manera asegura Cicerón que el padre de Celio le encomendó su enseñanza392. De esta suerte a manera de maestro ejercitó a Pansa, Hircio y Dolabela, declamando delante de ellos todos los días y oyéndolos declamar. Y casi estoy por decir que un orador deberá sin duda alguna ser tenido por el hombre más feliz cuando apartado ya del foro y consagrado al retiro, libre de la envidia y lejos de las contiendas, hubiere puesto en seguro su reputación; y aun en vida experimentará aquella veneración que se suele tributar más de ordinario después de la muerte, y verá qué opinión se tendrá de él en la posteridad, yo estoy asegurado por el testimonio de mi conciencia que cuanto he podido con mis medianas fuerzas, cuantos conocimientos yo tenía de antemano y todos los que he podido adquirir para desempeñar esta profesión, todo lo he publicado ingenua y sencillamente para instrucción de aquéllos que tal vez deseasen tener noticia de tales cosas. Y a un hombre de honor le basta haber enseñado aquello que sabía.

II. Mas me temo no sea que yo haya pedido al orador o cosas demasiado grandes queriendo que a un mismo tiempo sea hombre de bien y diestro en el decir, o muchas en número, por cuanto a más de muchas artes que se deben aprender en la niñez, he añadido también el estudio de la filosofía moral y la ciencia del derecho civil, sin contar con los preceptos que llevo dados acerca de la elocuencia y que aquéllos que han creído ser necesarias estas materias   —360→   para nuestra obra, se espantarán como de una cosa gravosa y desconfiarán de llegar a conseguirlas antes de experimentarlas.

Pero reflexionen primeramente estos tales dentro de sí mismos cuánta sea la fuerza del ingenio de los hombres y cuánto influjo tiene para conseguir todo lo que quiera, porque las artes menos importantes, pero más dificultosas, han podido atravesar los mares, saber el curso y número de los astros y casi medir todo el universo. Recapaciten después la grandeza del objeto a que aspiran, y cómo proponiéndonos tan grande premio no se ha de perdonar fatiga alguna por conseguirlo. De lo cual, cuando se hubieren persuadido, se moverán fácilmente a creer que el camino que conduce a la elocuencia no es intransitable, o por lo menos tan áspero como se lo figuran.

Porque por lo que pertenece a ser hombre de bien, que es la primera y la más importante circunstancia, esto depende especialmente de la voluntad, la cual el que tuviere de veras aprenderá fácilmente aquellas ciencias que enseña la virtud. Porque ni son tan intrincadas ni son tantas en número estas ciencias que causen tanta pena que con la aplicación de muy pocos años no se puedan aprender. Porque nuestra repugnancia es la que hace que el trabajo parezca dilatado. En poco tiempo se aprenden los preceptos de la vida honesta y feliz si se desean aprender393. Porque la naturaleza nos ha producido para querer lo mejor, y a los que quieren aprender lo mejor les es tan fácil, que el que con atención lo reflexiona se admira   —361→   de que los hombres malos sean tantos. Porque así como el agua es natural a los peces, la tierra a los animales que en ella se crían y el aire que nos rodea a las aves, así verdaderamente debería ser más fácil vivir según la naturaleza que contra lo natural.

Mas por lo que respeta a lo demás, aun cuando reduzcamos todo el número de nuestros años a sola la juventud sin hacer cuenta con el tiempo de la vejez, todavía nos quedan hartos años para aprender. Porque el orden, el método y la razón proporcionarán que todo se haga en menos tiempo. Pero la falta está primeramente en los maestros que voluntariamente detienen al niño, parte por la codicia de cobrar por más tiempo su corto salario, parte por ambición para mostrar que es muy dificultoso aquello que prometen, y parte también porque no saben la manera de enseñar o no se cuidan de enseñar como corresponde.

La segunda culpa la tenemos nosotros mismos394, que tenemos por mejor el detenernos en lo que sabemos que aprender lo que todavía ignoramos. Porque hablando con especialidad acerca de nuestros estudios, ¿a qué viene el detenerse tantos años como acostumbran muchísimos (por no hacer mención de aquéllos que en esto gastan una gran parte de la vida) ejercitándose en declamar en la escuela y empleando tan gran trabajo en cosas falsas e imaginarias, cuando era suficiente haber aprendido en poco tiempo las reglas de la elocuencia y una idea del ejercicio verdadero del foro? Con lo cual no pretendo yo decir que deba alguna vez omitirse el ejercicio de perorar, sino que no nos hemos de envejecer en esta sola especie de ejercicio. Porque pudimos adquirir muchos conocimientos y aprender perfectamente los preceptos del vivir y ejercitarnos en el foro mientras estábamos todavía en la escuela.

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La facultad oratoria es de tal naturaleza, que no se requieren muchos años para aprenderla. Porque cualquiera de las artes de que antes he hecho mención suele reducirse a pocos libros; tan cierto es, que para aprenderlas no se necesita largo tiempo ni dilatados preceptos. Sólo resta el ejercicio, que es el que en poco tiempo infunde aliento El conocimiento de las cosas se aumenta cada día, y sin embargo es necesario leer muchos libros, de donde se sacan ejemplos semejantes en los historiadores o la manera con que se valen de ellos los oradores. También es necesario que nos dediquemos a leer las opiniones de los filósofos y de los jurisconsultos, como otras muchas cosas.

Todo lo cual lo podemos ciertamente hacer, pero nosotros mismos nos hemos acortado el tiempo. Porque ¡cuán poco es el que empleamos en los estudios! Unas horas nos quita la inútil ocupación de las visitas, otras el ocio con que estamos oyendo novelas, otras los espectáculos y otras los convites; añade a esto tantas especies de juegos y el loco cuidado que se tiene de los cuerpos. A más de esto, quita también el tiempo el viajar a países extranjeros, las casas de campo, la sed insaciable de adquirir, ocupada continuamente en hacer cálculos, las muchas causas de disolución, el vino y el ánimo enteramente perdido y entregado a todas las suertes de placeres. Y ni aun aquellas horas que quedan después de estos pasatiempos pueden ser acomodadas para el estudio. Todas las cuales si se empleasen en los estudios, veríamos que es larga vida, y nos parecería muy sobrado el tiempo para aprender; y esto sin hacer más cuenta que con el tiempo que hay de día, pues las noches, que son por la mayor parte más que suficientes para dormir, podrían también suministrarnos tiempo. Ahora contamos los años que hemos vivido, no los que hemos empleado en estudiar. Y si los geómetras, los gramáticos y los profesores de todas las demás artes emplearon toda su vida, por larga que fuese, en aprender una sola   —363→   ciencia, no se infiere de ahí que nos sean necesarias muchas vidas para aprender muchas ciencias. Porque aquéllos no aprendieron aquellas artes hasta la vejez, pero se contentaron con sólo haberlas aprendido, y gastaron tantos años, no en aprenderlas, sino en sólo ejercitarlas.

Pero pasando en silencio a Homero, en quien se encuentran señales ciertas o a lo menos no dudosas de haber sido perfecto en todas las artes; no haciendo mención de Hipias el de Élide, el cual se preció no solamente de saber todas las bellas artes, sino de hacerse por su mano el vestido, anillo y chinelas que usaba, y de este modo se puso en estado de no necesitar de persona ni de cosa alguna; Gorgias, sin embargo de su extremada vejez, daba libertad a sus discípulos para que le preguntasen acerca de todo aquello que cada uno quisiese395. ¿Y qué ciencia de las liberales le faltó a Platón? ¿Cuánto tiempo empleó Aristóteles en el estudio para tener perfecto conocimiento no solamente de la filosofía y oratoria, sino también para averiguar la naturaleza y todas las propiedades de los animales y de las plantas? Porque ellos tuvieron la precisión de inventar estas cosas, y nosotros sólo tenemos que aprenderlas. La antigüedad nos ha provisto de tanto número de maestros y de tantos ejemplos, que parece tal vez que ningún tiempo hay más feliz para nacer que el nuestro, en cuya instrucción se han empleado todas las fatigas de los siglos anteriores.

El censor Marco Catón, que a un mismo tiempo fue orador, historiador, jurista y de los más prácticos que ha habido en la agricultura, sin embargo de tantas expediciones militares como le ocupaban en tiempo de guerra y tantas disensiones como tenía que sufrir en tiempo de paz, a pesar de la rudeza de su siglo aprendió la lengua griega siendo de edad ya avanzada, para servir de ejemplo a los   —364→   hombres que aunque sean viejos pueden aprender también aquello que gusten. ¿De cuántas materias, o por mejor decir, de qué materias no escribió Varrón? ¿Qué prenda necesaria para bien hablar le faltó a Marco Tulio? ¿Pero a qué fin más ejemplos, cuando Cornelio Celso, hombre de mediano ingenio, escribió también no sólo de todas estas artes, sino que todavía nos dejó más preceptos acerca de la milicia, agricultura y también de medicina? Digno, por el mérito mismo de la empresa, de que le demos la gloria de no haber ignorado ninguna de aquellas cosas.

III. Pero dirán que es cosa dificultosa el llegar a ser uno perfecto en la elocuencia y que ninguno ha llegado a este punto todavía. A lo que respondo que ante todo basta para estimularse al estudio el saber que no hay repugnancia en que podamos hacer lo que hasta ahora no se ha hecho; siendo así que todas las cosas grandes y admirables que en el día hay, hubo algún tiempo en que fue la vez primera que se hicieron. Porque cuanta es la perfección que recibió la poesía de Homero y de Virgilio, tanta es la que la elocuencia recibió de Demóstenes y Cicerón. Últimamente, todo lo que es ahora lo mejor, anteriormente aún no lo había sido.

Pero aun en la suposición de que alguno desconfíe de poder llegar a lo sumo (de lo cual, ¿por qué causa ha de desconfiar si no le falta el ingenio, robustez, talento y maestro?), sin embargo, como dice Cicerón en el capítulo 1.º Del Orador, es cosa honrosa ser de los segundos y terceros. Porque si uno no puede conseguir en las expediciones militares la gloria de un Aquiles, no despreciará por eso la alabanza de un Áyax o de un Diomedes; y el que no pudiere igualarse con Homero, no por eso dejará de aspirar a la gloria de Tirteo. Antes bien, si los hombres hubiesen pensado de tal modo que ninguno se hubiera imaginado que podría ser más sobresaliente que el mejor, los mismos que en el día son los mejores no lo hubieran sido,   —365→   ni Virgilio hubiera sido el más excelente después de Lucrecio y Macro, ni Cicerón después de Craso y Hortensio, y ni aun otros después de ellos hubieran podido aventajarlos. Pero aun cuando no se conciba una esperanza grande de excederlos, es sin embargo cosa honrosa el irlos a los alcances. Por ventura Mesala y Polión, que comenzaron a perorar en tiempo en que Cicerón estaba en posesión de la primacía en la elocuencia, ¿no tuvieron una grande estima durante su vida, o fueron poco celebrados en la posteridad? Porque de otra suerte, poco servicio se les hubiera hecho a los hombres con haber reducido a su perfección las artes si aquello que había más perfecto hubiera desaparecido.

Júntase a esto el que una mediana elocuencia produce también grandes frutos, y si se juzga de estos estudios por sola la utilidad, casi le falta poco para igualarse con la elocuencia perfecta. Y no sería dificultoso hacer ver con ejemplos antiguos o modernos que con ninguna otra profesión han conseguido los hombres más grandes honores, riquezas, amistades y reputación para lo presente y para lo por venir, si con todo eso no desdijese del honor de las letras el pretender esta menor recompensa de la cosa más preciosa de este mundo, cuyo estudio y posesión corresponden abundantísimamente a las fatigas, según la costumbre de aquéllos que dicen que no buscan las virtudes sino aquel placer que de las virtudes resulta.

Aspiremos, pues, con todo empeño a la majestad misma de la elocuencia, que es la cosa mejor que los dioses inmortales han concedido a los hombres y sin la cual todas las cosas serían mudas, estarían sepultadas al presente en las tinieblas y de ninguna se tendría noticia en la posteridad, y pongamos continuamente todo nuestro esfuerzo por perfeccionarnos enteramente en ella, y haciéndolo así, o llegaremos al más elevado grado de perfección o a lo menos veremos muchos inferiores a nosotros.

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He aquí, Marcelo Victorio, lo que yo he creído poder contribuir por mi parte al adelantamiento en los preceptos de la oratoria, cuyos conocimientos podrán servir a los estudiosos jóvenes, si no de grande utilidad, por lo menos para hacerlos tener una buena voluntad, que es lo que mayormente deseamos.