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ArribaAbajo Ilustración XX

Juicio de La Araucana


Bastáranos, dentro de la índole de estos estudios, para apreciar el mérito literario de la obra de Ercilla, con recordar lo que Cervantes, por boca del Cura, dijo en el donoso escrutinio de la librería del Ingenioso Hidalgo: « ...Y aquí vienen tres todos juntos: La Araucana de don Alonso de Ercilla, La Austriada de Juan Rufo, jurado de Córdoba, y El Monserrat de Cristóbal de Virués, poeta valenciano. Todos estos tres libros, dijo el Cura, son los mejores que en verso heroico en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia, guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España»; injusto, en realidad respecto de Ercilla al equiparar su obra con dos, -una de ellas, sobre todo-, que le son muy inferiores; o con preferencia, a que le hace acreedora la hermosura y verdad de sus conceptos, y esa especie de profecía que envuelve, el elogio de Vicente Espinel:


Oye el estilo grave, el blando acento
y altos conceptos del varón famoso
que en el heroico verso fue el primero
que honró a su patria, y aun quizá el postrero.
Del fuerte Arauco el pecho altivo espanta
Don Alonso de Ercilla con la mano,
con ella lo derriba y lo levanta,
vence y honra venciendo al Araucano:
Calla sus hechos, los ajenos canta,
con tal estilo, que eclipsó al Toscano:
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virtud que el cielo para sí reserva,
que en el furor de Marte esté Minerva.1303



Y si se quiere crítica propiamente tal, bastáranos también con referirnos a los juicios de autoridades como Martínez de la Rosa, Quintana y Menéndez Pelayo en España, Bello en América, y Viardot, Nicolas y Ducamin en Francia. ¿A qué, por consiguiente, la presente ilustración? Tentados nos sentimos, en efecto, de omitirla, si no hubiera sido que, a imitación a Ercilla, si magna licet in parvis..., que continuaba las dos últimas partes de su poema sólo por haberlo prometido, queremos también desempeñar nuestra palabra dada, si bien sólo dentro de ciertos límites. ¿A qué insistir sobre tópicos en que todos los críticos están de acuerdo, y cuyos juicios, por lo demás, se hallarán condensados más adelante? Hemos, pues, de concretarnos a poner de manifiesto las desventajas con que Ercilla tuvo que luchar para llevar a término su obra dentro de las líneas del género literario que fue de verdad el primero en iniciar, y, como vaticinaba Espinel, quizá el postrero que lo cultivara con el caudal que sus imitadores no lograron desplegar; algo sobre la llamada máquina del poema, insistiendo, sobre todo, en la manera muy probable de su génesis, diríamos; en los episodios, si no para defenderlos todos, para explicar y desentrañar los motivos que el poeta tuvo para acogerlos en una obra de índole diversa a la que ellos de por sí comportan, vindicándolo, a la postre, del cargo, a todas luces injusto, como esperamos demostrarlo, cuando se le supone haber dado cabida al de la guerra con Portugal; traer a cuenta las referencias filosófico-morales, que los más le reprochan y alguno aplaude, para poner de manifiesto cuánta fue la elevación de su doctrina en esa parte; apuntar por extenso, por lo menos en notas, las bellezas, ya de comparaciones, ya de las descripciones, ya de los cuadros, ya de las arengas, que en pinceladas maestras se nos presentan a cada paso, y de las cuales, con manifiesta preterición, tan pocas han sido señaladas; para concluir con el extracto de los juicios emitidos acerca del poema y que merecen notarse por su acierto, su extensión o su acrimonia. Si en estos puntos, séanos lícito decirlo, no estuviéramos seguros de haber adelantado esos juicios, calláramos sin duda: allá el lector que decida.

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Cuándo comenzase a germinar en la mente de Ercilla la idea de escribir de los sucesos de la guerra araucana no es dado señalarlo con entera precisión; es posible que desde que los oyera en Londres de boca de Jerónimo de Alderete; quizás durante los días de la larga navegación que juntos hicieron en dirección al Perú; acaso, también, de los procuradores de las ciudades de Chile que habían ido a Lima en busca de socorros y de un nuevo gobernador que sucediese a Pedro de Valdivia, a quien los araucanos habían dado muerte hacía poco en Tucapel. Lo que no admite duda es que, en desembarcando en este país, tomó la pluma para ir consignando en robustas estrofas lo que hasta entonces había ocurrido en las luchas de españoles y araucanos1304, cuando la barba aun no había ocupado el rostro, como él decía, a los 24 años no cumplidos, en plena juventud, cual después habían de hacerlo algunos de sus imitadores, entre ellos, Gabriel Lasso de la Vega, el más notable de todos, que sacaba a luz sus versos antes de enterar los seis lustros1305.

El caudal literario con que contaba hasta entonces estaba reducido, -a lo que se sabe-, a una glosa, que fue, es cierto, muy celebrada, y nada más; siendo por esto de admirar cómo, sin otra preparación, pudo entrar tan de repente y de lleno en las más altas esferas de la poesía.

La idea abrigada por él de poner en verso heroico hechos históricos, implicaba un cambio profundo y trascendental en los géneros literarios hasta entonces conocidos; si bien en España, otro versificador, que no poeta, le llevaba en esa parte la delantera, al emprender, desde 15511306, digamos seis años antes que Ercilla, la relación versificada y puesta en extricto orden cronológico de las hazañas de Carlos V, -hecho que, por de contado, aquél ignoraba y que no puede así privarle de la prioridad de semejante concepción: aludimos, ya se habrá adivinado, a don Luis Zapata, que 1565 daba a luz su Carlo famoso, cinco años, sin embargo, después que Jerónimo Sempere hacía otro tanto con su Carolea. Ambos habían sido, pues, los antecesores de Ercilla, en la publicación, por lo menos, de aquellas muestras, bastantes infelices, por cierto, de la epopeya histórica versificada, sin que nada les debiera; como él, a su turno, ninguna influencia ejercería sobre Camoens, que un año después de aparecer la Primera Parte de La Araucana publicaba una obra de género parecido, ya que en ella se celebraban también las proezas de los europeos en países lejanos en hechos recientes y contemporáneos del poeta1307.

Entre Zapata y Ercilla mediaba aún la coincidencia de haber sido poetas a la vez   —442→   que soldados, como lo fueron antes que ellos Garcilaso y don Fernando de Acuña, y lo serían asimismo más tarde don Diego Hurtado de Mendoza, Gutierre de Cetina y otros. A los cultivadores del nuevo género literario iba a llevar Ercilla la ventaja de ser actor, y, a veces, actor principal, en los sucesos que se proponía celebrar, constituyendo un ejemplo único en la historia de la epopeya, hasta lograr interesar al lector vivamente por su persona, y, acaso en parte, constituir por ella cierto lazo de unión de los sucesos todos, contribuyendo así, de manera indirecta, a dar a su obra la unidad de que, en principio, forzosamente había de carecer.

Bajo el punto de vista literario, o técnico, que llamaríamos, contaba también con otra ventaja: el remoto escenario en que se desarrollaban los sucesos que cantaba y lo desconocido de las gentes que en él iban a presentarse, que le permitiría, si no explayar al antojo la fantasía, -que tal cosa no podía estimarla lícita dentro de la extricta verdad histórica que se proponía seguir-, por lo menos, prestarles sus reflejos. Eran así, los araucanos los que habían de llevarse toda su atención y el interés del lector, a lo que tenían perfecto derecho, como él lo declaraba en términos tan elocuentes como sinceros, al dirigirse a aquél, cuando le presentó la primera parte de su obra. Los españoles, sus compatriotas, tendrían que aparecer, si no en términos apocados, en su propia figura, en ocasiones animados, al par que de su innegable valor y de su incontrastable constancia en los trabajos, de la codicia y del interés. De ese modo, por la fuerza de las cosas, comenzaba a diseñarse para el éxito literario de su obra, un verdadero desmedro.

También por tratarse de un pueblo del todo desconocido en Europa, no menos que el territorio que habitaba, se imponía para el poeta el dar alguna reseña de ambos, lo que hizo con verdad y sencillez y dentro de los límites requeridos para la inteligencia de la materia que informaría sus cantos. Carecen por esto de razón los que tal descripción le censuran, -Sismondi con más acrimonia que ninguno-, pero que Batteux, con mejor acierto, le aplaudía, y en que había de imitarle después el autor de Las Guerras de Chile, que las inició con un trozo muy semejante en su estructura al de La Araucana, si bien harto extenso.

Al lado de aquellas condiciones favorables, si así podemos llamarlas, ¡cuántas y cuán grandes desventajas iban a presentarse a Ercilla para dar a su obra las condiciones requeridas para un poema épico! Descontemos, como pasada ya en cosa juzgada, toda discusión acerca de si La Araucana es o no uno de ellos, pues que sólo dentro de un criterio estrecho y puramente formalista cabe el amoldar el pensamiento humano dentro de las reglas que los preceptistas reclaman para el que imaginan al modo del de Homero; y digamos desde luego que tal cosa no pudo acontecer con la obra de Ercilla, producto de otra época y de otra civilización, en la que no cabía ya la intervención de las divinidades, ni de las restantes fábulas mitológicas; y aun dentro de tal concepto más amplio, ahí estaban todavía como desventajas manifiestas, ante todo, el carácter histórico del relato; el pobre escenario en que iban a desenvolverse los sucesos, unos «terrones secos», aunque muchas veces humecidos por la sangre de los españoles, como calificaba el poeta el suelo que defendían los que iban a ser sus enemigos; los personajes, indios salvajes, pero que permaneciendo siempre en su noble propósito e invencible entereza, iban a oponer sus cuerpos desnudos a las fieras espadas de los conquistadores; no podrían verse entre las escenas que pintaría los choques formidables de las corazas y de los cañones; el número de los combatientes iba a ser en ocasiones tan exiguo, que en uno de los hechos de armas más notables que pudiera celebrar, no pasaría de catorce españoles, y sin que el ejército invasor en los días de su mayor auge excediese de quinientos entre infantes y caballeros: circunstancia   —443→   que hacía sonreír desdeñosamente a uno de los rivales de Ercilla, que por su parte estuvo en situación de poner en juego las proezas de los aguerridos y numerosos tercios de Carlos V y de los que se le oponían en Europa, pero que, falto de la inspiración y del talento que adornaban al poeta de la guerra araucana, no pudo ni remotamente acercársele en la relación de los combates. Dentro de tan pobres elementos, ¿dónde hallaría el héroe a cuyo alrededor se agrupasen los sucesos materia de sus cantos? No, de seguro, dentro del número de sus compatriotas, demasiado conocidos, valientes y esforzados sin duda, pero cuyo jefe mismo, por más que procurara enaltecerlo, (contra lo que se ha dicho), no podía llegar ni con mucho a la altura necesaria para que se le viera aparecer con los atributos de nobleza, de prudencia, de valor, de magnanimidad, de constancia en las adversidades: circunstancias todas indispensables para alcanzar aquel sitio de honor. Hubo, pues, de hallarlo entre los araucanos, y no en uno solo, llámesele Caupolicán o Lautaro; sino en el pueblo entero a que éstos pertenecían y en los ideales por los cuales sabían morir1308.

¿Qué plan podía tampoco adoptar? Mientras hubo de tratar de sucesos ocurridos antes de su llegada a Chile, el poeta logró disponer de alguno, siempre dentro de la norma histórica que se propuso seguir, y lo siguió en efecto; pero ¿cuál cabía en lo que iba a ofrecérsele después? ¿Cómo le era dado al que iba escribiendo por la noche lo que durante el día acontecía, adivinar lo por venir?

También a esa Primera Parte de su obra alcanzó Ercilla a darle cierta unidad, que llena por completo, como lo observa Vicuña Cifuentes1309, el heroísmo de Lautaro, el joven caballerizo de Pedro de Valdivia, que lleva a sus compatriotas a la victoria cuando iban ya de derrota en Tucapel, que fue el instrumento principal en la muerte de su amo, el vencedor de Francisco de Villagra, el asolador de Concepción, el que se ofreció a echar de su último baluarte a los invasores y en cuya empresa perece al fin con todos los suyos; y si el poeta se detiene allí, y por el afán de dejar abierta la puerta para la continuación de su obra no introduce en el canto XII la relación de la llegada del Virrey a Lima, y luego en el XV el comienzo de la navegación de las naves de don García al sur, esa parte del poema habría llenado por entero tal condición de unidad y aparecido completa, como más tarde y ya al dar remate a su trabajo, lo hiciera también, con más ilusiones que fuerzas para poder terminarlo, dejando de ese modo expedito el camino a los que habían de continuarlo, diciendo a renglón seguido de contar sus peregrinaciones (586-1):


¿Cómo me he divertido y voy apriesa
del camino primero desviado?
¿Por qué así me olvidé de la promesa
y discurso de Arauco comenzado?
Quiero volver a la dejada empresa,
si no tenéis el gusto ya estragado;
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mas yo procuraré deciros cosas
que valga por disculpa el ser gustosas.
   Volveré a la consulta comenzada
de aquellos capitanes señalados
que en la parte que dije diputada
estaban diferentes y encontrados:
Contaré la elección tan porfiada
y cómo al fin quedaron conformados;
los asaltos, encuentros y batallas,
que es menester lugar para contallas.



¿Qué desenlace, preguntamos de nuevo, cabía así para la obra?

A Ercilla no se le ocultaba nada de esto, y echándose, todavía, en gran parte la culpa, pero invocando, a la vez, las circunstancias que obraban en su descargo, decía (312-1:)


Y si el adorno y conveniente arreo
me faltan, baste la intención que llevo,
que es hacer lo que puedo de mi parte,
supliendo vos lo que faltare en la arte.



Mas nada podía al fin hacerle cambiar de su propósito de escribir las cosas de la guerra, que era en él su inclinación predominante, como se lo hacía notar Fitón (382-1:)


   ...pues tus aparencias generosas
son de escribir los actos de la guerra,
y por fuerza de estrellas rigurosas
tendrás materia larga en esta tierra...



Considerado todo, decía en otra parte, que hubiera podido hacer como algunos (240-4:)


    Que si a mi discreción dado me fuera,
salir al campo y escoger las flores,
quizá el cansado gusto removiera
la usada variedad de los sabores:
Pues, como otros han hecho, yo pudiera
entretejer mil fábulas y amores...



Pero nada. Más aún, había de luchar con una nueva desventaja, derivada no ya del asunto mismo, sino de la prescindencia que quiso imponerse de tratar de cosas de amor en su poema. Y desde este punto hemos de dar algún mayor desarrollo a nuestras observaciones.

Apartándose de todo en todo de la norma que a ese respecto encontraba en el Ariosto, que dijo:


   Damas, armas, ardor y empresas canto,
caballeros, esfuerzo y cortesía...,1310



Ercilla cuidó desde el primer momento de manifestar muy en alto, con manifiesta oposición a su modelo, que su propósito era muy diverso:


    No las damas, amor, no gentilezas
de caballeros canto enamorados;
ni las muestras, regalos y ternezas
de ardorosos afectos y cuidados...



Desde que el poema épico ocupó lugar en la literatura, esto es, desde que el género   —445→   mismo literario tuvo un modelo en Homero, todos los que habían seguido sus huellas daban sitio preferente en sus cantos a las divinidades que Ercilla iba a excluir de las acciones de sus héroes. Sin duda alguna, observaba a este respecto Mennechet, «el amor es la pasión que los poetas han tratado con más complacencia en todos los siglos y en todas las naciones»; y conocedor de esta verdad, era, por tanto, muy natural y justificada la declaración que el poeta presentaba al lector en las primeras líneas de su obra, para evitarle la sorpresa que, tarde o temprano, habría de experimentar cuando viese la ninguna parte que concedía al amor en sus versos. En la antigüedad, tal prescindencia jamás tuvo lugar. Desde Homero, que basaba la acción de su poema en el rapto de Helena por Paris, que había de constituir el pretexto para la invasión de los griegos al Asia en busca de la venganza del honor de un marido ultrajado, siempre la imaginación dio vasto campo al amor, bien fuese como pasión o simplemente como moral aparente de la intriga que sostenía el interés, o inspiraba a los héroes; de ahí habían de nacer todos los episodios de los combates al frente de la sitiada Troya, la destrucción e incendio de la ciudad y las aventuras de Ulises y sus compañeros de expedición.

Virgilio, siguiendo las huellas del épico griego, como su fiel imitador iba a adornar la Eneida con uno de sus mejores cantos dedicándolo a la pasión amorosa de Dido y al abandono de Eneas; Lucano mezclaba a la pintura de las luchas civiles la histórica figura de Cleopatra, llena de ambiciones, pero sin excluir de sus empresas al amor, al cual asociaba por mucho en su muerte; Jasón, yendo en busca del vellocino de oro, iba a detenerse en la Cólquida el tiempo suficiente para que Medea ardiese de amor por él, de cuya pasión, utilizándola en beneficio de la fácil realización de su empresa, nacería el asesinato de su padre y más tarde la muerte cruel de sus hijos y la infelicidad del seductor.

Así, pues, en todos sus predecesores encontraba Ercilla al amor como inspirador de grandes acciones y de hechos ruines, siempre amoldado a la naturaleza humana de los héroes y de los dioses, que no podían prescindir de pagarle amplio tributo, puesto por una divinidad superior en el fondo de sus corazones desde la primavera hasta el invierno de la vida: afecciones de la primera edad cuya ley es ser hijas del entusiasmo irreflexivo de la pasión, tranquilos sentimientos de una más avanzada, en que los dulces afectos del hogar y de la familia vienen a reemplazar a los ardientes arrebatos de la juventud: por todas partes la misma ley suprema y generadora, instinto en los animales, inclinación en el ser cuyo patrimonio es la razón.

Aquellos poetas conocieron también que entraba por mucho en el agrado del lector la sucesión de risueños cuadros a las borrascosas escenas de disturbios civiles y a los grandes acontecimientos de que nacían la destrucción de unos pueblos o la formación de otros, y que era imposible lograr del todo su instrucción y entretenimiento sin aquella alternada sucesión, que ellos notaban, por otra parte, perfectamente demarcada en la naturaleza y a la cual debían ajustarse para ser verdaderos y resultar amenos. Esta regla primordial de composición literaria y del buen gusto no era posible que pasase inadvertida para Ercilla y él mismo tuvo cuidado de manifestarlo. Yo sé, decía,


que no hay tan dulce estilo y delicado,
ni pluma tan cortada y sonorosa,
que en un largo discurso no se estrague,
ni gusto que un manjar no lo empalague:
   Que si a mi discreción dado me fuera
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salir al campo y escoger las flores,
quizá el cansado gusto removiera
la usada variedad de los sabores;
pues, como otros han hecho, yo pudiera
entretejer mil fábulas y amores...



Aun más: tan distante estaba de abrigar dudas a este respecto, que, cayendo ya en la exageración, sostenía que cuanto bueno existe es obra del amor y que los poetas debieron siempre las mejores producciones de su pluma a los dictados de una pasión amorosa. Poco antes de los versos que quedan transcritos, principiaba, en efecto, el canto XV en que se hallan, con los siguientes:


   ¿Qué cosa puede haber, sin amor buena?
¿Qué verso sin amor dará contento?
¿Dónde jamás se ha visto rica vena
que no tenga de amor el nacimiento?
No se puede llamar materia llena
la que de amor no tiene el fundamento;
los contentos, los gustos, los cuidados,
son, si no son de amor, como pintados.
   Amor de un juicio rústico y grosero
rompe la dura y áspera corteza,
produce ingenio y gusto verdadero,
y pone cualquier cosa en más fineza:
Dante, Ariosto, Petrarca y el Ibero
Amor los trujo a tanta delgadeza:
que la lengua más rica, y más copiosa,
si no trata de amor, es desgustosa.



Ercilla comprendía todo esto muy bien antes de poner mano a su obra, y al dar la primera pincelada iba ya haciendo alarde de sus propósitos y manifestando que obedecía a un plan preconcebido; conocía que lucharía con tradiciones respetables y constantes y tanto más dignas de imitarse, cuanto que ellas se basaban en el estudio del corazón, que él desde tiempo atrás tenía ya muy adelantado. Algunos, si no todos, de los que habían después de seguir sus huellas cantando las guerras de Arauco, no quisieron renunciar a este recurso, que daba variedad y permitía olvidar la fatiga de referir sólo escenas militares, y sin ir más lejos, ahí tenemos a Pedro de Oña, que dedicaba no pocas estrofas de su poema a referir los amores de Caupolicán y Fresia1311.

Al historiar la vida del poeta hemos insinuado que es probable contribuyese por mucho en su determinación de pasar a América el anhelo de olvidar en las aventuras, en los largos viajes, en las impresiones de un mundo nuevo, los recuerdos de un amor desgraciado. El no querer invocarlo siquiera, renovando con ello su pena, habría sido, pues, en parte por lo menos, la causa de que privase a sus cantos de tan precioso adorno, ciñéndose a una norma que no podrían quebrantar consideraciones de ninguna especie. A veces, sin embargo, si bien en rarísima ocasión, hubo de faltar a ese propósito de hierro, y fue cuando nos pinta a Lautaro, «despojado del vestido de Marte embarazoso», en dulce coloquio con su amante Guacolda, escena de que los   —447→   dramáticos que se apoderaron de los héroes de su poema para llevarlos al teatro, habían de aprovechar ampliamente después.

La prescindencia de Ercilla, si fue, así, casi absoluta y ajustada en todo a su programa, en ese orden se dulcifica y enmienda en cuanto toca al matrimonio. En la unión consagrada de dos almas, notaba muy bien que salía del terreno de la novela y de lo que pudiera mirarse como ficción, para entrar de lleno en un campo, no tan ameno, pero que tendría la ventaja de presentar a sus heroínas trabajando a una con sus maridos en la grande y gloriosa empresa en que se hallaban empeñados de libertar a su patrio suelo de la dominación española. Así podría, sin faltar a su propósito, presentarnos las relaciones de los dos sexos, pero no como el fondo mismo del cuadro, por aislado que fuese, sino únicamente como uno de aquellos lejanos grupos que se divisan en lontananza para contribuir al mejor efecto de la perspectiva que el pintor se propuso. Sin duda que en esas mujeres no iremos a admirar el candor, la sencillez, el sacrificio hijo de la pasión, pero sí, a La Araucana que ve en la causa de su marido la misma de la patria: habrá menos suavidad en los colores, menos belleza en los tintes, pero la tela revelará la energía de la mano que la trazó y la armonía en que se hallan respecto del conjunto, sombrío como la opresión, incontrastable como el valor.

Bien se revela así la transformación que su carácter había sufrido solicitado de sus nuevos sentimientos. Al paso que procura alejar de su mente todo recuerdo de sus amores de joven, se detiene con cierta grave y circunspecta complacencia en presentarnos a la que fue su esposa en medio de las demás damas de la corte que había visto pasar ante sus ojos en una visión. Ella, sin duda, fue la que le hizo olvidar sus pasados pesares, que alguna vez llegó a creer irremediables, y en su seno fue a buscar una tranquilidad que jamás en sus momentos de desesperación se imaginó alcanzar.

Ese respeto de Ercilla por el matrimonio ha sido puesto de relieve por él en cada uno de los cuadros que ha presentado a nuestra vista, y ora observemos a Guacolda, a Tegualda o Glaura, siempre en ellas veremos ir, junto con el amor patrio, el respetuoso cariño al marido y aun algunas veces sobreponerse aquél a éste. Así, mientras Caupolicán fue por su valor el digno elegido por sus compatriotas para rechazar al extranjero, Fresia se nos muestra como su inseparable compañera; cuando combatido por la desgracia, se deja abatir hasta pedir el perdón, su mujer ya no le conoce y sin querer que de él quede ni el hijo en ella engendrado, que no había de ser ya el heredero de su nombre y de sus pasadas glorias, que ha deslustrado con su última acción, lo sacrifica arrojándolo al suelo a vista de su padre.

Esta tendencia a lo austero, diríamos, que tan bien se armoniza con el carácter netamente histórico que Ercilla quiso dar a su poema, se acentúa todavía a cada paso, cuando, imitando también en esto al Ariosto, cuyos cantos van seguidos de la respectiva «moralidad», coloca al principio de los suyos las consideraciones filosóficas a que daba margen el relato de los sucesos que cada uno de ellos abarcaba, siempre que la materia lo permitía: procedimiento que ha sido objeto de crítica en nuestros tiempos, pero que antaño se juzgó por una de las mayores bellezas encerradas en su obra y que encontró amplia acogida en sus imitadores, que se vieron obligados a no escasear las reflexiones morales, pero que es raro sobresalgan o por las ideas que nos ofrecen, o por el aire de dignidad y nobleza que revisten las de Ercilla, y por eso, de nuevo también, el ejemplo del maestro, que en él pudo ser una belleza, exagerado en los discípulos, vino a constituir un defecto. Ercilla en sus expresiones y en sus ideas en este orden, relacionándolas con las de sus imitadores, tiene casi siempre una elevación que no se halla en los que marcharon en pos de él.

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Su poema, aunque parezca extraño, contiene más de una profunda observación acerca de las pasiones y de los vicios de los hombres, circunstancia que hace de La Araucana, no sólo una simple historia, sino también por accidente un esbozo filosófico. La profundidad de los pensamientos se ve muchas veces en alianza feliz con la facilidad y armonía de la forma; y la oportunidad de la reflexión, viene asimismo a manifestar la utilidad de la lección que de los hechos que refiere puede deducirse: particularidad que en no poco concurre al tono de majestuosa gravedad que en su conjunto asume la historia de los valientes araucanos y de los esforzados guerreros castellanos.

En efecto, apenas la trompa épica del poeta había lanzado sus primeros robustos acentos, entonados a la sombra de los árboles de los bosques seculares o en la claridad de los fuegos del campamento, cuando confundía las guerreras melodías, las bellezas, descriptivas y los himnos de victoria con los estudios más severos de la razón. No acababa aún de hablar de la situación de los españoles en el país testigo de sus hazañas y derrotas, cuando exclamaba:


   El felice suceso, la vitoria,
la fama y posesiones que adquirían
los trajo a tal soberbia y vanagloria,
que en mil leguas dos hombres no cabían:
Sin pasarles jamás por la memoria
que en siete pies de tierra al fin habían
de venir a caber sus hinchazones,
su gloria vana y vanas pretensiones.



Y, a poco andar, nos ofrece de nuevo observaciones acerca de la codicia, de la influencia que ejerce en las acciones de los caudillos españoles y los funestos resultados que produce cuando se llega a mirarla como único objetivo, abandonando por momentos la marcha de la acción para escudriñar los más recónditos pliegues del corazón. Así, conforme a este proceder, le vemos disertar en seguida sobre la justicia, de cómo debe contenerse dentro de sus debidos límites, sin que los encargados de distribuirla puedan en momento alguno dejarse arrastrar del «primer movimiento», recordando en esto, a todas luces, de manera velada, pero perfectamente comprensible para los que se hallaban en el secreto de los hechos, lo que a él mismo le había ocurrido a ese respecto con su antiguo jefe don García; y extendiendo aún la observación a lo que a tal respecto ocurría en la América toda, al expresar:


Sólo diré que es opinión de sabios,
que adonde falta el Rey, sobran agravios.



Ya le vemos analizar los efectos del miedo, de la osadía y del valor, y con mano maestra pintarnos en brevísimos términos al que viéndose afrentado, sin poderlo jamás olvidar, anda como que todos le señalasen con el dedo; cómo


...es mayor miseria la pobreza
para quien se vio en próspera riqueza;



la dificultad de guardar un secreto,


Y el poco fruto y mucho mal que lleva
el vicio inútil del hablar dañoso.



Cómo, al que se ve en desgracia, todos le abandonan; cómo de aplaudir es el que sale de peligro libre de «poder ser imputado», aunque tanto más cuerdo manifiesta ser quien de él sabe apartarse; de lengua desmandada califica al que se atreve en su bajeza a ofender a las mujeres; cómo


Nunca negar se deben los oídos
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a enemigos ni amigos sospechosos,
que siempre por seriales y razones
se suelen descubrir las intenciones.



Cuánto conviene no prometer, sin mirar primero si habrá de poderse cumplir la palabra empeñada, que el derecho común manda que se guarde aún al enemigo, a quien no debe jamás menospreciarse, pues sabemos


Puede de una centella levantarse
fuego con que después nos abrasemos;



encarece la brevedad, que hace tanto más gustosas las «pláticas», cuanto las prolijas, por provechosas que puedan ser, al fin cansan y enfadan, cual el sabroso manjar, que, cuando es mucho, empalaga. Condena el desafío provocado, por causa propia y fin privado, sobreponiéndose a la ira con el freno y señorío de la razón; observa cuán fácil es la entrada a la vida anchurosa que a la reglada, y tanto más agrio el camino del vicio a la virtud, que de ésta al vicio; pinta la frágil e incierta prosperidad humana, que al cabo tiene su caída, y cómo es de regla que no haya placer sin su descuento; las dificultades que allana el interés, que se infiltra en todos los pechos y corrompe al fin la voluntad más sana; no se olvida de condenar la traición forjada sobre la amistad, que indigna al cielo, a la tierra y al infierno, notando de paso cómo abomina de ella el mismo que la aprovecha; y, por último, para no alargarnos más, cómo sabe encarecer el amor a la patria, de que veía ejemplos vivos y a cada paso en los hijos del pueblo que historiaba, afirmando que todo debía posponerse por él; cómo


Cualquier peligro y muerte facilita,



y viéndola en trabajo,


Al padre, al hijo, a la mujer dejamos.



Sin salir de este terreno, podríamos señalar muchos otros rasgos que ponen de manifiesto la altura a que alcanzaba la pluma de nuestro poeta al llevar sus observaciones al campo de la filosofía moral, y todo, realzado, todavía, con el encanto de su lenguaje conciso al par que sonoroso1312.

Puesto que Ercilla hacía una relación histórica, mal podía tener cabida en ella la que se llama máquina de la epopeya, digamos, la intervención de un elemento sobrenatural; y así acontece en efecto en toda la Primera Parte de La Araucana, en la que apenas si se ve en el canto IX la aparición del demonio a los indígenas bajo el nombre de Eponamón, para incitarles a que sin demora, después de sus recientes victorias, se encaminen al asalto de la Imperial, y en contraste con él, la de la Virgen María de los cristianos, acompañada de un viejo, «al parecer de grave y santa vida»,   —450→   que con suave voz les habla a fin de que se vuelvan a sus tierras y dejen aquella empresa: aparición que el poeta se manifestaba dudoso en aceptar y que al fin se resuelve a consignar como parte integrante de su relato histórico, en vista del testimonio uniforme de los indígenas.

Otra cosa es cuando, ya cansado de referir incidentes de la guerra araucana y deseoso de dar algún alivio a los lectores, fatigados de semejante uniformidad, quiso trasladar la escena a un campo menos árido, haciendo intervenir como aparición fugaz y para tratar de su propia persona, a la Razón, que le aconseja abandone la vida que llevaba y ponga remedio oportuno y conveniente a su situación, antes de que, queriéndolo intentar más tarde, no le sea ya posible.

Tal intervención no puede considerarse en verdad como máquina, la que se nos presenta a poco de lleno con Belona, primero, y después, con el mágico Fitón. Para hacer figurar aquélla, encontraba el poeta un precedente en El Laberinto de Juan de Mena, donde aparece el carro de Belona que conduce al protagonista por los aires hasta una llanura desierta para ver multitud de sombras y percibir sus acentos. Pero, a no dudarlo, Ercilla en sus dos ficciones debió más bien tratar de imitar, como lo había hecho en otros particulares, al Ariosto, quien en el canto XXXII del Orlando traza «algunas pinturas de las guerras de Francia en Italia», y en el XXXIV, el viejo encantador, desde lo alto de un monte, va diciendo a Astolfo las «glorias de damas y las hazañas de caballeros» que desde allí le es dado presenciar.

Los motivos que ambos poetas fingen para valerse de tal recurso son, sin embargo, completamente di versos. El viejo le dice a Astolfo:


Aunque al hombre mortal no es concedido
ver esto con los ojos corporales,
veraslo tú, porque eres elegido
para ver estas sombras sin iguales1313.



Mucho más feliz resulta nuestro poeta al suponer que recibe semejante favor de la diosa, «movida de su oficio» y en vista de


que viéndote a escribir aficionado...
Pues nunca te han la pluma destemplado
las fieras armas y áspero ejercicio...
Te quiero yo llevar en una parte
donde podrás sin límite ensancharte.



La causa de la condescendencia de Fitón está también explicada. Llevado el poeta a su presencia por un sobrino, lisongeado con lo que le repiten los visitantes de cuán extendido se halla su renombre, le quiere complacer, no sin que repita lo que el viejo había observado a Astolfo:


Aunque en razón es cosa prohibida
profetizar los casos no llegados.



La extructura misma de las estrofas en los relatos de ambos poetas tiene también mucho de parecido, cuando comienza la relación del Ariosto:


Mira un tropel de gente bien armada,
mira aquel en quien muestra la Fortuna,
cuánto el destino en lo caduco pierde;



y a este tenor tantas otras en el poema italiano; y en Ercilla, al llegar a la descripción de las diversas provincias que le va mostrando el mago:


Mira, el tendido Mar Mediterráneo,
mira la grande Armenia memorable...



  —451→  

¡Y cosa que puede parecer extraña! Entre las damas que ambos poetas ven (cierto es que en la traducción castellana del poema italiano) está una doña María de Bazán, que en realidad nada tiene que ver con la mujer de nuestro poeta.

Grave cargo ha querido formularse contra Ercilla por la inserción de los episodios que figuran en el poema, calificando su procedimiento de falto de arte para enlazarlos con el asunto que trataba, hasta extender semejante censura a aquellos que aparecen como meros incidentes del relato. En este punto no vemos base alguna para ello; los de Tegualda y Glaura vienen naturales y oportunos, y todavía, forman parte de la verdad histórica, de la cual no hay motivos para dudar.

Ciertamente que no puede decirse lo mismo de los otros ajenos al asunto que Ercilla cantaba; y si no es posible justificarlos en absoluto, debemos por lo menos tener presentes los móviles que influyeron en el ánimo del poeta para acogerlos.

Desde luego, tal proceder se debió, según lo indicamos, a la falta de variedad que traía forzosamente consigo la relación de sucesos casi idénticos, todos de encuentros personales y de batallas, que a Ercilla menos que a nadie podía ocultársele. Él lo dice así expresamente al llegar al de Dido (521-4:)


   Que el áspero sujeto desabrido
tan seco, tan estéril y desierto,
y el estrecho camino que he seguido,
a puros brazos del trabajo abierto,
a términos me tienen relucido
que busco anchura y campo descubierto
donde con libertad, sin fatigarme,
os pueda recrear y recrearme.
   Viendo que os tiene sordo y atronado
el rumor de las armas inquieto,
siempre en un mismo ser continuado,
sin mudar son ni variar sujeto...



Lo hallaba, además, introducido como norma literaria en la obra de don Luis Zapata, el más autorizado de sus antecesores en el cultivo del poema histórico, que en la dedicatoria de su Carlo famoso prevenía al Emperador que «entre la verdad de esta historia, como V. M. verá, mezclo muchos cuentos fabulosos y muchas fábulas, por deleitar y cumplir con la poesía».

Deleitar y cumplir con la poesía, tal era la consigna de los escritores de aquel tiempo y a ella no quiso sustraerse Ercilla. Diremos más aún: los preceptistas de entonces llegaban hasta aplaudir semejante procedimiento. Uno de ellos, considerado precisamente el caso de La Araucana, se expresaba así: «Es, demás desto, lícito hacer una ficción para traer a propósito de la historia que se va contando, alguna cosa ajena della y fuera de propósito, como hizo el excelente don Alonso de Ercilla, que en la historia que hizo de la rebelión de Arauco quiso contar, por algún oculto respecto, la victoria de Lepanto, siendo tan ajena de la historia que llevaba. Y para que viniese a cuento, fingió su pérdida y la hallada del Sabio, que, entre otras varias cosas, en la Esphera le enseñó aquella victoria. Lo mismo hizo en su León de España Castellanos para decir la descendencia de los Reyes de León»1314.

Ercilla, por otra parte, obraba así, en algún caso por razones especiales, y en otros, como simple eco de las tendencias y aspiraciones de su nación. ¿Cómo no había de ser grato para él recordar, allá en edad que comenzaba rápidamente a declinar,   —452→   sus largas peregrinaciones, los países y gentes que le había cabido en suerte conocer y tratar? Y de ahí al resto del mundo, poco le tocaba que añadir, y lo hizo, sin pasar más allá, como pensó por un momento, cuando al terminar la revista del orbe que le mostraba Fitón en su maravillosa poma, le advierte (450-2:)


   Y como vees en forma verdadera
de la tierra, la gran circunferencia,
pudieras entender, si tiempo hubiera,
de los celestes cuerpos la excelencia,
la máquina y concierto de la esfera,
la virtud de los astros y influencia,
varias revoluciones, movimientos,
los cursos naturales y violentos.



Para hablar de la batalla de San Quintín mediaba respecto de él la circunstancia especialísima de que el mismo día en que se libraba en los campos de Francia, él también combatía, a miles de leguas de distancia, pero siempre debajo de la misma bandera del monarca que, desvalido y pobre, le había admitido en su niñez a su servicio, desde entonces objeto de su rendida devoción, y quien, sin haberse hallado presente en aquel hecho de armas, de tal modo lo celebraba, que en memoria suya hacía levantar el grandioso monumento destinado a perpetuarlo, y que el poeta recordaría también, diciendo (446-2):


Allí el rey don Felipe vitorioso,
habiendo al franco en San Quintín domado,
en testimonio de su buen deseo
levantará un católico trofeo.
   Será un famoso templo incomparable,
de sumptuosa fábrica y grandeza,
la máquina del cual hará notable
su religioso celo y gran riqueza:
Será edificio eterno y memorable,
de inmensa majestad y gran belleza,
obra, al fin de un tal rey tan gran cristiano
y de tan larga y poderosa mano.



Aun más fáciles de explicar son los motivos que tuviera el poeta para hablar de la de Lepanto. Con ella, el monarca a quien tal devoción profesaba y a quien había dedicado, junto con sus afectos, su obra, alcanzaba la cumbre de su fama y poderío; esa batalla importaba el triunfo definitivo de la cruz sobre el islamismo en la lucha varias veces secular que había informado el patriotismo y el sentimiento general de España y que perduraba entonces y continuaría por mucho tiempo todavía; era también, como la cantaba el divino Herrera,


La mayor vitoria que jamás vio el cielo;1315



«la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros», al decir de Cervantes1316; había de motivar un poema entero en el estro de Jerónimo de Corte Real1317; la esbozó Virués en el canto IV de El Monserrat, en versos que rematan así:


Por todo, al fin, desta naval victoria
es sin igual el triunfo, y preferido
a cuantos tiene el mundo en su memoria,
y la Iglesia Católica ha tenido:
Para el gran vencedor de eterna gloria,
y de eterno terror para el vencido...



  —453→  

Ercilla había conocido en sus juveniles años a algunos de los que en ella pelearon, según él propio lo recuerda (384-3:)


Vi que escrito de letras en la frente
su nombre y cargo cada cual tenía;
y mucho me admiró los que al presente
en la primera edad yo conocía,
verlos en su vigor y años lozanos,
y otros floridos jóvenes ya canos.



El mago que había de contarle los sucesos de ella le advirtió (382-2:)


Sólo te falta una naval batalla,
con que será tu historia autorizada,
y escribirás las cosas de la guerra
así de mar también como de tierra.



¿Y cómo procedió Ercilla? Pues derramando a montones el rico venero de su ingenio poético, a la vez que como historiador se propuso, -exprésalo él, asimismo, (388-1) al invocar a las Musas, lleno de temor y modestia, que le diesen nuevo espíritu y aliento,


Con estilo y lenguaje conveniente
a mi arrojado y grande atrevimiento
para decir extensa y claramente
deste naval conflito el rompimiento... ;



para producir así una relación tan cumplida en su verdad, que Rosell, particular historiador de ese suceso, va a buscar en ocasiones sus comprobantes en La Araucana, procediendo el poeta en su narración con aquella imparcialidad que siempre se señaló y cumplió como invariable norma de su método histórico y que cuidó de consignar, especialmente por lo relativo a la de San Quintín, cuando expresó por boca de Fitón, que podría ver (293-3:)


Las diferentes armas y naciones
y escribir de una y otra la fortuna,
dando su justa parte a cada una.



Más difícil de cohonestar es el episodio de Dido. Ercilla justificaba el que lo incluyese en su poema, (521-5:)


   Viendo que os tiene sordo y atronado
el rumor de las armas inquieto,
siempre en un mismo ser continuado,
sin variar són, ni mudar sujeto;
por espaciar el ánimo cansado
y ser el tiempo cómodo y quieto,
hago esta digresión, que a caso vino
cortada a la medida del camino.



Y a este móvil de circunstancias, añadía otro de fondo, cual era, (522-2:)


   Que la causa mayor que me ha movido,
(demás de ser, cual veis, importunado)
es el honor de la constante Dido
inadvertidamente condenado.



  —454→  

El recurso literario de entretener un largo camino con el relato de algún cuento fue corriente antaño. En la que podemos considerar como modelo de las obras de esa especie, en el Viaje entretenido de Rojas Villandrando, se incluyó el mismo cuento1318; siendo lo más curioso que todos los escritores españoles a una, inspirándose, al parecer, en lo que había dicho San Jerónimo1319, se propusieron vindicar la memoria de la Reina de Cartago. Fernández de Oviedo, a lo que se nos alcanza, fue el primero que, comentando unos versos del Petrarca1320, emprendió esa vindicación, que un predecesor de Ercilla, en obra que dejó inédita, acogió a su vez, valiéndose de la cronología1321. También antes que nuestro poeta, Gabriel Lasso de la Vega había acometido la misma empresa, a cuyo propósito escribió su tragedia llamada Honra de Dido restaurada, que «trata los amores de Hyarbas, rey de los Mauritanos, el casto proceder de Dido, y el verdadero suceso de su muerte»1322 y en esa conformidad procedió Ercilla, para llegar a afirmar, puesta a salvo la honra de la Reina (512-3:)


Este es el cierto y verdadero cuento
de la famosa Dido difamada,
que Virgilio Marón sin miramiento
—455→
falsó su historia y castidad preciada
por dar a sus ficciones ornamento.



Siguió, pues, en esto Ercilla la corriente de su tiempo, que era condenar la conducta de Eneas1323 y restaurar la fama de Dido, hasta llegar a constituir una doctrina seguida uniformemente después y en ocasiones llevada a la escena1324.

  —456→  

Mas todo esto no basta, sin duda, para justificar la admisión de tan lejano episodio en la narración de la guerra araucana, y al criticarlo como inoportuno, tienen razón los críticos; pero otra cosa es cuando airados le reprochan como «pegadizo», al decir de Martínez de la Rosa, o en términos no menos ásperos por Quintana y Ticknor, cuando extienden tal censura a aquel de la guerra de Portugal, pues al hacerlo así manifiestan desconocer por completo como es que ese episodio ha venido figurando entre los cantos de La Araucana.

Basta abrir la edición del poema de 1589-1590, última que salió en vida de Ercilla, para cerciorarse de que no se halla en él, cómo que sólo vino a dársele cabida en la que hizo, después de la muerte del poeta, el Licenciado Várez de Castro. En otra parte de esta obra hemos contado la historia de esos cantos, para llegar a la conclusión de que aquel editor, de acuerdo o consentimiento de la viuda de Ercilla (que debió entregárselos, sin duda para que no se perdieran, ya que se trataba de fragmentos de un poema que su autor no llegó a publicar y que con razón quiso ella sacar del olvido y librar de un probable extravío), ocurrió al temperamento de dar cabida en la edición que pensaba hacer, a lo que era obra aparte de por sí, como bien lo indicaba el poeta al empezar el canto que hoy aparece con el número XXXVII, con estas palabras:


Canto el furor del pueblo castellano,



y que se procuró enlazar con La Araucana merced al agregado de las cuatro estrofas con que termina el anterior, interrumpiendo la relación de los sucesos de Chile para decir (586-3:)


¿Qué hago, en qué me ocupo, fatigando
la trabajada mente y los sentidos,
por las regiones últimas buscando
guerras de ignotos indios escondidos...



¿Fueron obra de Ercilla esas cuatros estrofas? ¿Fue él quien quiso, al redactarlas, que sirviesen de lazo de unión entre los dos poemas? Es posible, pero, en todo caso, no menos cierto que La conquista de Portugal no formó jamás, ni podía formar, parte de La Araucana, y, por tanto, que la crítica basada en tal supuesto carece por completo de fundamento1325.

Pero si ha podido reprocharse a Ercilla por algún crítico el que ingiriese en su poema semejantes episodios, todos están de acuerdo en reconocer las brillantes cualidades de lenguaje que lo adornan. Bástenos a este respecto recordar lo que decían Bello en América y Menéndez Pelayo en España. «El estilo de Ercilla, expresaba aquél, es llano, templado, natural; sin énfasis, sin oropeles retóricos, sin arcaísmos, sin trasposiciones artificiosas. Nada más fluido, terso y diáfano. Cuando escribe, lo hace siempre con palabras propias. Si hace hablar a sus personajes es con las frases del lenguaje ordinario en que naturalmente se expresaría la pasión de que se manifiestan animados. Y, sin embargo, su narración es viva, y sus arengas elocuentes»1326. Y el segundo: «Todos convienen en que el arte de contar (por más que casi siempre se cuenten las mismas cosas) está llevado en La Araucana a un grado de perfección a que llegan muy pocos libros, ni en verso ni en prosa. Todos aplauden asimismo la   —457→   diáfana pureza de su estilo, en que apenas se encuentra expresión que en el curso de tres siglos haya envejecido»1327.

A tan autorizados testimonios, añadiremos la acogida que el Diccionario llamado de Autoridades prestó a infinidad de voces usadas en La Araucana, prueba manifiesta de lo castizo de su lenguaje.

Para alcanzar este resultado, Ercilla no se cansó de limar y pulir sus versos. Comenzó por seguir al pie de la letra el precepto de Horacio: «carmen reprehendit, quod non multa dies, et multa litura ciercuit, atque perfectum decies non castigavit ad castigavit ad unguem», como que, habiendo terminado por lo menos la redacción de la Primera Parte en 1559, vino a darla a luz en Madrid diez años más tarde, y es de suponer que durante ese tiempo y antes de entregarla a los moldes, no cesara de castigarla, ya que en seguida en las posteriores ediciones lo continuó haciendo, con tal perseverancia y prodigalidad, que en ocasiones cambió cinco y aún seis versos de una sola estrofa, y extendió su lima hasta llegar a modificar una y otra vez la redacción de las líneas en prosa de su dedicatoria a Felipe II. La prueba palmaria de este hecho queda ya establecida con lo que aparece de manifiesto en la Ilustración que consagramos a las variantes del texto del poema. Y en esto no hacía más que conformarse con lo que el más célebre de los cronistas de América observaba al decir que «el que escribe sin que borre o haya necesidad de borrar, ha de ser hombre divino. Sin duda pocos hombres hay, de los que escriben en materias altas y de calidad, que no borren o se enmienden a sí mismos; porque, el que no lo hiciere así, o peca de nescio, contento de su seso, o no se entiende, o, como es dicho, tiene don especial de Dios. Yo no he visto ningún famoso e prudente historial e poeta que no tenga nescesidad de corregir lo que escribe, ejercitando la pluma en cualquier facultad que sea... »1328

Tratándose de las correcciones hechas por Ercilla a su poema hay que volver de nuevo a la distinción que hacíamos de las tres partes de que consta, respecto de las cuales podría decirse lo que el Príncipe de Esquilache de sus versos, escritos unos en la juventud y otros en la edad madura:


Que entonces naturaleza Obraba con agudeza, Si después obró con seso.1329



La primera, obra de su juventud y escrita en los lugares mismos en que se verificaron los sucesos que contaba, está llena del ardor propio de aquella edad, el estilo es en ella más enérgico y espontáneo, pero también fueron sus cantos los que el poeta hubo de limar más a fondo y con más perseverancia; la segunda, publicada cuando había alcanzado la edad perfecta que él llamaba, y con proyecciones más amplias, es más tersa y limpia, más castigada en su estilo, pero también menos impulsiva; y la tercera, finalmente, dada a luz veinte años después que la primera, casi en los últimos de su vida, algo más fría aún, a la vez que casi impecable en su dicción. ¿A cuál de ellas corresponde, bajo este punto de vista, la primacía?

Cualquiera de ellas que se prefiera, en todas, sin embargo, se destacan como elementos constitutivos del estilo del poeta una concisión insuperable, tan pasmosa a veces, que le permite condensar en una sola frase, sin palabras de más ni de menos, hechos harto variados y complejos, sin que por esto se aparte ni por un instante del respeto a la verdad histórica de lo que se proponía contar, Sería ocioso que tratásemos   —458→   de presentar ejemplos de esta gran cualidad del lenguaje ercillano, porque el poema todo da testimonio de lo que afirmamos.

Por un contraste singular y que resulta casi inexplicable, tenemos, en cambio, la complacencia con que Ercilla busca, o por lo menos no se cuida de evitar, las repeticiones de palabras, -circunstancia ya notada por Ducamin-, y de esta tendencia sí que pudieran citarse ejemplos, como en un hermoso y blanco rostro es fácil señalar los lunares sembrados en él1330.

Junto con estos ligeros descuidos, si así pueden llamarse, es innegable que en La Araucana se encuentran versos desmayados y flojos, malos si se quiere1331; pero ¿qué significa esto en una obra que consta de más de 21 mil? ¿Autoriza ello para afirmar, aun extremando esas notas, como pretenden algunos, que sea frecuente el desaliño de la versificación del poema y que esté sembrado de locuciones prosaicas, a «que le arrastraban su facilidad increíble y el mismo desembarazo familiar de su estilo... ?»1332   —459→   No, en concepto nuestro; tanto menos, cuanto que a esa última circunstancia se debió, cabalmente, el que, como nota el humanista a quien acabamos de referirnos, de esa facilidad y desembarazo para versificar se derivan «bellezas de un orden muy nuevo».

Y esas bellezas, diremos por nuestra parte, se presentan a cada paso en el poema, cual en fina tela bordada de pedrería que refleja y devuelve la luz en tintes suaves y a veces deslumbradores, ya en la abundancia de figuras de toda especie, rica cantera de donde los preceptistas desde muy luego de la aparición de la obra fueron a buscar sus modelos1333; ya en las comparaciones, tomadas, de ordinario, de la naturaleza, desde aquella de las hormigas, hasta la otra tan celebrada por Quintana, de   —460→   que las alas del ejército indígena en la batalla de Tucapel semejaban las quijadas de un caimán en las que el último escuadrón del bando castellano iba a entrarse para hallar la muerte, ya que no la victoria1334; ya en las descripciones de combates, siempre llenas de energía y de variedad; ya en animados cuadros, en que es tal la viveza de los colores, que creemos estar viendo las escenas que se nos pintan; ya, finalmente, en la elocuencia de las arengas, de que la obra entera está sembrada y en las que nadie ha aventajado a nuestro poeta.

  —461→  

En gracia del buen rato que prometemos al lector, séanos lícito extendernos   —462→   un tanto en el análisis de los pasajes del poema en que culmina la inspiración de su autor.

Queda de manifiesto con la enumeración hecha (que, casi de seguro, no resulta aún completa) cuánto abundan en el poema los símiles, por lo demás, apenas necesitamos decirlo, siempre oportunos y cuya riqueza los críticos se han limitado a notar respecto de unos pocos, y en menos escala todavía, añadiremos, las arengas no menos copiosas, pues si exceptuamos la de Lautaro, la de Colocolo y alguna otra, esos críticos, ajustándose a los moldes de lo ya consignado por sus antecesores, desde Voltaire acá, no han hecho sino repetirse, echando al olvido muchas dignas también de celebrarse. Dejando que las juzgue cada cual conforme a su criterio, debemos por lo menos enumerarlas también aquí.

Es la primera la de Valdivia antes de trabarse la batalla de Tucapel (41-5:)


   Diciendo: «¡Oh compañeros! do se encierra
todo esfuerzo, valor y entendimiento...



Seis hay de Caupolicán (55, 122, 272, 470, 502 y 552:)


   Menos que vos, señores, no pretendo
la dulce libertad tan estimada...
   Bien entendido tengo yo, varones,
para que nuestra fama se acreciente...
   Esforzados varones, ya es venido,
(según vemos las muestras y señales)
aquel felice tiempo prometido...
Conviene ¡oh! gran senado religioso,
que vencer o morir determinemos...
Diciendo: ¡Oh capitán! hoy por el cielo
en esta dignidad constituido...
—463→
   Si a vergonzoso estado reducido
me hubiera el duro y áspero destino...



en la que figuran aquellas arrogantes frases:


    Soy quien mató a Valdivia en Tucapelo,
y quien dejó a Purén desmantelado;
soy el que puso a Penco por el suelo
y el que tantas batallas ha ganado...



Tres de Lautaro, la primera de ellas, la que el poeta pone en su boca en la batalla de Tucapel, que anda en todos los textos (47-2:)


¡Oh ciega gente del temor guiada!



la que dirige a los suyos en la cuesta de Marigueñu (86-4:)


¡Oh fieles compañeros vitoriosos...



una a modo de soliloquio (199-1:)


   Diciendo: ¿Qué color puede bastarme
para ser desta culpa reservado...



y luego la que dirige a sus soldados al emprender la marcha en demanda de la conquista de la capital española (201-2:)


   Amigos, si entendiese que el deseo
de combatir, sin otro miramiento...



Villagra, al lanzarse contra los indios para animar a sus compañeros en la pelea (90-5:)


Diciendo: «Caballeros, nadie tuerza
de aquello a que su honor es obligado...



Doña Mencía de los Nidos a sus compatriotas que trataban de desamparar a Concepción (110-1:)


¡Oh valiente nación, a quien tan cara
cuesta la tierra y opinión ganada
por el rigor y filo de la espada!



la famosa de Colocolo (25-2) que comienza:


Caciques del estado defensores...



la que pronuncia en una reunión posterior de los caciques y en que todos ellos peroran también a sus compañeros (126-2:)


La verde edad os lleva a ser furiosos...



y, finalmente, una tercera en la junta celebrada para oponerse a las fuerzas del nuevo gobernador Hurtado de Mendoza (275-4:)


   Generosos caciques, si licencia
tenemos de decir lo que alcanzamos...



Peteguelén y Tucapel en la misma asamblea (274, 274), y otra de este último, que tomó la palabra inmediatamente después de Caupolicán (472-1:)


    Diciendo: «Capitanes, yo el primero
en lo que el general propone vengo...



La que Millalauco, el enviado de los araucanos ante don García, pronuncia delante de los capitanes españoles (282-5:)


Dichoso capitán y compañía...



La de Galbarino cuando se presenta ante sus compatriotas, cortadas las manos,


Esforzando la voz enflaquecida,
falto de sangre, y muy cubierto della,



y comienza a decir (369-1:)

  —464→  

    Si solíades vengar, sacros varones,
las ajenas injurias tan de veras...



Y en seguida, otra del mismo, esforzando a los suyos durante el combate (416-7:)


   Diciendo: «¡Oh valentísimos soldados
tan dignos deste nombre, en cuya mano
hoy la fortuna y favorables hados
han puesto el ser y crédito araucano!



y la que dirige increpando a los españoles cuando, prisionero después de la batalla de Millarapue,


   Sin respeto ni miedo de la muerte,
habló, mirando a todos, desta suerte:
   «¡Oh gentes fementidas, detestables,
indignas de la gloria deste día!



Ni sería posible dejar de recordar el discurso del confiado Pran al cauteloso y traidor Andresillo, (495-4:)


   Diciéndole: «Si sientes, ¡oh soldado,
la pérdida de Arauco lamentable...



ni la respuesta de este último a Caupolicán tratándolo de engañar (503-5:)


«¡Oh gran Apó, no pienses que movido
por honra, por riqueza o por estado,
a tus pies y obediencia soy venido...



La imprecación de Fresia cuando ve cautivo a su marido (547-3):


   Diciendo: «La robusta mano ajena
que así ligó tu afeminada diestra...



que concluye dirigiéndose a Caupolicán:


   Toma, toma tu hijo, que era el ñudo
con que el lícito amor me había ligado...
Que yo no quiero título de madre
del hijo infame del infame padre.



El razonamiento de Tunconabala para aconsejar a sus conterráneos el camino que debían seguir ante la invasión de los españoles que se aproximaban a sus tierras (562-4:)


Excusado es, amigos, que yo os diga
el peligroso punto en que nos vemos...



Y, finalmente, dos que el poeta, sobreponiéndose a su justo rencor, pone en boca de don García, el mismo que le había condenado, tan ligeramente, a ser degollado, la segunda de esas arengas, sobre todo, dignas de las de César o Napoleón (352-1; 566-4:)


    Valientes caballeros, a quien sólo
el valor natural de la persona...
   «Nación a cuyos pechos invencibles
no pudieron poner impedimentos
peligros y trabajos insufribles,
ni airados mares, ni contrarios vientos...



Ahora, saliendo del campo en que se desarrolla el poema, tenemos todavía la arenga de don Juan de Austria (389-5:)


Diciendo «¡Oh valerosa compañía,
muralla de la Iglesia inexpugnable,
—465→
Llegada es la ocasión, este es el día
que dejáis vuestro nombre memorable...



la de Alí Bajá a los suyos en la misma jornada de Lepanto (393-2:)


   «No será menester, soldados, creo,
moveros ni incitaros con razones...



y en el relato de Dido, el discurso que le dirigen los ancianos para reducirla a que acepte el matrimonio con Yarbas (535-5), y el que en respuesta pronunció la reina (539-3).

Ya se ve por esto que hay donde elegir y cuánta era la facundia del poeta, que bien deja trascender, como alguien lo ha observado, que estaba dotado de todas las cualidades de eximio orador.

Ni son menos de aplaudir los cuadros que nos ha trazado de los más variados asuntos, ya con tal viveza en los detalles, que parece verse la escena que describe, ya apurando la hipérbole, ya con tal entonación, que no es posible imaginar pueda llevarse a mayor altura la trompa épica. Séannos testigo de esta apreciación los ejemplos siguientes.

De la prueba del tronco que hace Caupolicán (30-5:)


   La luna su salida provechosa
por un espacio largo dilataba:
Al fin, turbia, encendida y perezosa,
de rostro y luz escasa, se mostraba;
parose al medio curso más hermosa
a ver la extraña prueba en qué paraba:
Y viéndole en el punto y ser primero
se derribó en el ártico hemisfero.



Cómo el Maule refrena su curso al escuchar los gritos y el estruendo de la lucha (189-3:)


   Era tanta la grita y armonía
y el espeso batir de golpes crudos,
que Maule el raudo curso refrenaba
confuso al son que en torno ribombaba.



La arremetida de los españoles en la batalla de los Catorce de la Fama (64-3:)


   Los caballos en esto apercibiendo,
firmes y recogidos en las sillas,
sueltan las riendas, y los pies batiendo,
parten contra las bárbaras cuadrillas:
Las poderosas lanzas requiriendo,
afiladas en sangre las cuchillas,
llamando en alta voz a Dios del cielo,
hacen gemir y retemblar el suelo.



Una escena de la huida de los españoles en derrota después de Marigueñu (104-3:)


   Haciendo el enemigo gran matanza
sigue el alcance y siempre los aqueja;
dichoso aquel que buen caballo alcanza,
que de su furia un poco más se aleja:
Quién la adarga abandona, quién la lanza,
quién de cansado el propio cuerpo deja:
Y así la vencedora gente brava
la fiera sed con sangre mitigaba.
    A aquel que por desdicha atrás venía.
Ninguno, aunque sea amigo, le socorre...



  —466→  

El estado en que se encontraban al llegar a Concepción (106-4:)


   Puédese imaginar cuál llegarían
del trabajo y heridas maltratados,
algunos casi rostros no traían,
otros los traen de golpes levantados:
Del infierno parece que salían;
no hablan ni responden elevados:
A todos con los ojos rodeaban,
y más, callando, el daño declaraban.



El cuadro que ofrecía la ciudad al abandonarla sus moradores (109-5:)


   Ya por el monte arriba caminaban,
volviendo atrás los rostros afligidos
a las casas y tierras que dejaban,
oyendo de gallinas mil graznidos:
Los gatos con voz hórrida maullaban,
perros daban tristísimos aullidos;
Progne con la turbada Filomena
mostraban en sus cantos grave pena.



La actitud de Rengo al disparar de su honda contra los tres españoles a quienes hostigaba en su huida de Concepción y al través del río, y el efecto que produce el disparo (156-1.)


    El tronco en el suelo húmido fijado,
rodea el brazo dos veces, despidiendo
el tosco y gran guijarro así arrojado,
que el monte retumbó del sordo estruendo,
las ninfas por lo más sesgo del vado,
las cristalinas aguas revolviendo,
sus doradas cabezas levantaron
ya ver el caso atentas se pararon.



Cómo los cadáveres de los indios, por montones, diseminados en el campo abiertos, mostraban el corazón en que el coraje palpitaba aún (247-4:)


    Cuatro aquí, seis allí, por todos lados
vienen sin detenerse a tierra muertos,
unos de mil heridas desangrados,
de la cabeza al pecho otros abiertos:
Otros por las espaldas y costados
los bravos corazones descubiertos,
así dentro en los pechos palpitaban
que bien el gran coraje declaraban.



La negativa de los indios a rendirse a los asaltantes victoriosos en el fuerte de Mataquito (248-2:)


    Todos los españoles retrujeron
las espadas y el paso en el momento,
y los dos mensajeros propusieron
el pacto, condición y ofrecimiento;
pero los araucanos cuando oyeron
aquel partido infame, el corrimiento
fue tanto y su coraje, que respuesta
no dieron a la plática propuesta.
Los ojos contra el cielo vueltos braman,
«¡Morir! ¡morir! no dicen otra cosa,
morir quieren, y así la muerte llaman,
gritando: «¡Afuera vida vergonzosa!»



  —467→  

y allí, en ese mismo episodio de la guerra, el suicidio de Mallén, uno de los pocos que habían logrado escapar, aunque herido, a la saña de los vencedores (249-5:)


Mas cuando vio la plaza cuál estaba.
Y en sus amigos tal carnicería,
que, aunque la muerte los desfiguraba,
la envidia conocidos los hacía;
con ira vergonzosa presentaba
la espada al corazón y así decía:
«¡Cómo! ¿yo solo quedo por testigo
de la muerte y valor de tanto amigo?
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Aquí cerró la voz, y no dudando
entrega el cuello a la homicida espada:
Corriendo con presteza el crudo filo,
sin sazón de la vida cortó el hilo.



Para seguir luego en el poema la descripción de la tormenta que asaltó a las naves de don García en su viaje de Coquimbo a Concepción, que sería necesario trascribir casi por entero para poder apreciar la fuerza y verdad que reviste, que ha hecho decir a uno de los admiradores de Ercilla en artículo de diario estas hermosas frases, de que no debemos privar a nuestros lectores: «En los manuales de la literatura se habla de La Araucana, se repiten de uno a otro libreto los mismos tópicos respecto a Ercilla, y; en resolución, casi nadie ha leído los versos de ese grande, de ese admirable, de ese maravilloso poeta. ¿Quién ha sentido cómo Ercilla el mar? ¿Quién como este poeta ha estampado en versos limpios y fuertes esas sensaciones del mar que no han entrado en el arte sino modernamente? Léase en los cantos XV y XVI la soberbia descripción que Ercilla hace de una tempestad en el mar; muchos de los versos de este pasaje pudiéramos citar; innumerables pudiéramos entresacar de otras partes de La Araucana. Ercilla es el poeta del movimiento, de la fuerza y de las multitudes guerreras. Nadie como él habrá pintado las batallas»1335.

La caída de un bólido a tiempo que desembarcaban los españoles en la isla Quiriquina, como prenuncios de su llegada al territorio araucano (269-1).


Que su destrozo y pérdida anunciaban
y a perpetua opresión amenazaban.
   Que el viento ya calmaba, y en poniendo
el pie los españoles en el suelo,
cayó un rayo, de súbito volviendo
en viva llama aquel nubloso velo:
Y, en forma de lagarto discurriendo,
se vio hender una cometa el cielo;
el mar bramó, y la tierra resentida
del gran peso gimió como oprimida.



El estampido de la artillería (271-4:)


   En las remotas bárbaras naciones
el grande estruendo y novedad sintieron:
Pacos, vicuñas, tigres y leones,
acá y allá medrosos discurrieron;
los delfines, nereidas y tritones
en sus hondas cavernas se escondieron;
deteniendo confusos sus corrientes
los presurosos ríos y las fuentes.



  —468→  

La marcha del ejército araucano que iba a salir al encuentro de los invasores (351-4:)


   Según el mar las olas tiende y crece,
así crece la fiera gente armada;
tiembla en torno la tierra y se estremece
de tantos pies batida y golpeada;
lleno el aire de estruendo se oscurece
con la gran polvoreda levantada,
que en ancho remolino al cielo sube
cual ciega niebla espesa o parda nube.



La imprecación de Galbarino, que muere alegre por causar pesar a sus enemigos (365-2:)


    Y si pensáis sacar algún provecho
de no llegar mi vida al fin postrero,
aquí, pues, moriré a vuestro despecho,
que, si queréis que viva, yo no quiero;
y al fin iré algún tanto satisfecho
de que a vuestro pesar alegre muero,
que quiero con mi muerte desplaceros,
pues solo en esto puedo ya ofenderos.



Una escena de la naval batalla (396-1:)


   No la ciudad de Príamo asolada
por tantas partes sin cesar ardía,
ni el crudo efeto de la griega espada,
con tal rigor y estrépito se oía.
Como la turca y la cristiana armada
que, envuelta en humo y fuego, parecía
no sólo arder el mar, hundirse el suelo,
pero venirse abajo el alto cielo.



El sol que se esconde para no ver el destrozo de aquel día (398-1:)


   ¿Cuál será aquel que no temblase viendo
el fin del mundo y la total ruina,
tantas gentes a un tiempo pereciendo,
tanto cañón, bombarda y culebrina?
El sol, los claros rayos recogiendo,
con faz turbada de color sanguina,
entre las negras nubes se escondía
por no ver el destrozo de aquel día.



El poderío de Fernando el Católico (447-1) con el descubrimiento de América:


   Mira a Cádiz, donde Hércules famoso,
sobre sus hados prósperos corriendo,
fijó las dos colunas, victorioso,
nihil ultra en el mármol escribiendo;
mas Fernando Católico glorioso,
los mojonados términos rompiendo,
del ancho y Nuevo Mundo abrió la vía,
porque en un mundo solo no cabía.



El espectáculo de la naturaleza ante el destrozo que iba a producirse en las huestes de Caupolicán en su asalto al fuerte de Cañete (506-3:)


   Jamás se vio en los términos australes
salir el sol tan tardo a su jornada,
rehusando de dar a los mortales
—469→
la claridad y luz acostumbrada:
Al fin salió cercado de señales,
y la luna delante del menguada,
vuelto el mudable y blanco rostro al cielo
por no mirar al araucano suelo.



Cómo la muerte no viene por contravenir el deseo de quien la implora (519-2:)


   Donde espero morir cada momento;
mas ya, como esperado bien, se tarda:
Que es costumbre ordinaria del contento
no acabar de llegar a quien le aguarda;
y aunque ya de mi vida al fin me siento,
conmigo el cielo término no guarda,
ni la llamada muerte a tiempo viene,
que mi deseo la impide y la detiene.



El temor que, aún después de puesto en el palo, infundía Caupolicán a los indios flecheros que habían de dispararle (557-4:)


   En esto seis flecheros señalados,
que prevenidos para aquello estaban
treinta pasos de trecho desviados,
por orden y de espacio le tiraban,
y, aunque en toda maldad ejercitados,
al despedir la flecha vacilaban,
temiendo poner mano en un tal hombre,
de tanta autoridad y tan gran nombre.



Y el asombro que causaba al verle muerto (558-3:)


   Era el número tanto que bajaba
del contorno y distrito comarcano,
que en ancha y apiñada rueda estaba
siempre cubierto el espacioso llano:
Crédito allí a la vista no se daba,
si ya no le tocaban con la mano,
y, aun tocado, después les parecía
que era cosa de sueño o fantasía.



El ánimo que cobran los españoles cuando salen a lo llano en su jornada de Ancud (574-2:)


   El enfermo, el herido, el estropeado,
el cojo, el manco, el débil, el tullido,
el desnudo, el descalzo, el desgarrado,
el desmayado, el flaco, el deshambrido
quedó sano, gallardo y alentado,
de nuevo esfuerzo y de valor vestido,
pareciéndole poco todo el suelo
y fácil cosa conquistar el cielo.



El empleo y abundancia de epítetos oportunos, sin afectación ni rebuscamiento, de que es muestra la estrofa anterior y se acrecienta aún más en la que sigue (494-2:)


   Luego Caupolicano resoluto
habló con Pran, soldado artificioso,
simple en la muestra, en el aspecto bruto,
pero agudo, sutil y cauteloso,
prevenido, sagaz, mañoso, astuto,
—470→
falso, disimulado, malicioso,
lenguaz, ladino, prático, discreto,
cauto, pronto, solícito y secreto.



Y para concluir, pues resultaría que tendríamos que copiar muchas estrofas, para apreciar el talento del poeta en su narración de las luchas singulares, a que tanta animación y variedad ha sabido dar, bástenos con recordar la de los araucanos que se halla en el canto X, y la de Rengo con Andrea en el canto IV, en la que se extreman aquellas cualidades.

Sin estas bellezas de un orden puramente externo, tenemos aún que recordar su arte en la pintura de los caracteres de los héroes de La Araucana, bosquejados y mantenidos con perfecta distinción y colores tan peculiares, que jamás pueden confundirse unos con otros, a pesar de que están tomados de los hijos de un pueblo bárbaro a los que parecía casi imposible dotarlos de gradaciones perceptibles. Y, por sobre todo esto aún, ¡qué maestría insuperable en la narración de los hechos, según ya dijimos, y en la cual nadie puede comparársele! Y, todavía, como dificultad que ha debido vencer a fuerza de su peculiar talento, escribiendo en octava rima; que, como observaba Blair, «por su mecanismo pide ajustar los sentimientos y pensamientos a cierto número de versos y a cierto orden de consonantes»1336.

Por todo esto sea, pues, lícito llegar a la conclusión, con Menéndez y Pelayo, que «tal como es, si no lleva la palma a todos nuestros poemas del siglo XVI, porque hay otros dos, uno en el género novelesco y otro en el sagrado, que con buenos títulos se la disputan, y en algunos respectos sin duda le aventajan, es La Araucana el mejor de nuestros poemas históricos, y fue sin duda la primera obra de las literaturas modernas en que la historia contemporánea apareció elevada a la dignidad de la epopeya»1337: «una obra tan grande, que, como decía Gil y Zárate, basta por sí sola para ilustrar una nación», siendo nuestro Chile, según observaba también don Andrés Bello, «el único hasta ahora de los pueblos modernos cuya fundación haya sido inmortalizada por un poema épico».