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ArribaAbajoIlustración XXI

Imitadores de la Araucana


Hablando con exactitud, no había sido, en verdad, Ercilla el creador de la epopeya histórica en su patria; en rigor, acaso pudiéramos decir que ese género literario remontaba en España al mismo Lucano, cuya Farsalia, con el título de Historia de las guerras civiles, la vulgarizó en romance Martín Lasso de Oropesa, en 1541. Y aun sin subir hasta tan allá, se había visto a Baltasar del Hierro dar a luz, en 1561, sus Victoriosos hechos de don Álvaro de Bazán; y tomando como tema de sus cantos un asunto mucho más vasto. Jerónimo Sempere con su Carolea, y don Luis Zapata celebraban los hechos del mayor monarca de su tiempo, refiriéndolos este último, casi día por día, en su Carlo famoso, que daba a la estampa en 1566, tres años antes que Ercilla hiciera otro tanto con la Primera Parte de La Araucana. Varios habían de seguirle después, Juan Rufo entre ellos, con su Austriada, impresa en 1584, «grave, natural, aliñado, más elocuente que poeta», para asociarse con Ercilla, «majestuoso, noble, vivísimo en las pinturas y descripciones, maravilloso en los efectos, y pocas veces inferior a la grandeza de la trompa», en la presidencia de la poesía histórica1338.

Empero, ya se considerase la obra de Ercilla como verdadera   —478→   epopeya, ya, con mejor acuerdo, como una historia en verso, llegó por su mérito y sobresalientes cualidades a fijar la índole de este género literario1339 y a ser origen y causa de aquellas en que se celebraban hechos verdaderos; un tipo, en una palabra, que estaba destinado a servir de modelo, «especialmente a todos los poemas de materia histórica, compuestos en América o sobre América, durante la época colonial»1340.

Por supuesto, que no es difícil rastrear en las composiciones de esa índole, netamente españolas, las huellas de aquella imitación: examen que nos conduciría demasiado lejos y que no se compadece con el propósito que llevamos entre manos. Bástenos, pues, con dos ejemplos. Así, Diego Jiménez Aillón en Los famosos y heroicos hechos del invencible y esforzado caballero el Cid Ruy Díaz de Bibar, impreso en Alcalá de Henares, en 1579, le imita de cerca, como puede verse en el sistema que sigue de comenzar y concluir sus cantos con alguna reflexión moral, brevísima, es cierto, pues su filosofar no le alcanzaba para más. Pedro de la Vezilla Castellanos empezaba así El León de España (Salamanca, 1586):


   No fabulosas aventuras canto,
al disponer de ociosos pensamientos,
mas, armas, rebelión, sangre y espanto,
graves revueltas, graves movimientos...:


versos en los que se ve cuán presentes había tenido aquellos con que comienza La Araucana, aunque ¡cuán lejos de llegar a ellos! Y aun mucho más, cuando al final del canto XIII dice: «acábase con el lastimoso llanto que Palma hizo sobre el cuerpo de Canioseco; con lo que más sucedió»: frase que resulta calcada de aquella con que Ercilla inició el canto XXI de su poema: «Halla Tegualda el cuerpo del marido, y haciendo un llanto sobre él le lleva a su tierra». Y para que no se crea que se trata de accidentes puramente casuales, ahí tenemos que se vale de un procedimiento análogo al de nuestro poeta cuando quiso referir el combate naval de Lepanto, para contar, a su vez la descendencia de los Reyes de León1341.

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Sentado, pues, este hecho, y para concretarnos a los imitadores que Ercilla tuvo en América y a los que trataron de sus cosas en la Península, diremos que respecto de todos ellos obraban circunstancias que les eran comunes: desde luego, el campo en que se desarrollaban los sucesos que se propusieron celebrar, las regiones del Nuevo Mundo, con paisajes diversos por sus climas, pero idénticos en general por su naturaleza virgen, y, en todo caso, tan desemejantes a los que pudieran verse en Europa; los campeones eran los mismos, españoles de una parte, indígenas de la otra, y, por fin, -y esta es una circunstancia especialísima, que hay que tener muy presente-, el que todos esos poetas, con alguna rarísima excepción que a su tiempo hemos de ver, fueron actores en los hechos mismos que celebraron.

Esa imitación resulta casi servil en un principio: Pedro de Oña y Santisteban Osorio, los primeros que siguieron las huellas de Ercilla, conservaron en sus poemas la intervención de lo maravilloso, la especie de máquina empleada por él para acercar su obra a la factura de la epopeya homérica; pero ya luego se abandona todo intento de aproximarse en esa parte al cantor de Arauco y se producen las simples crónicas rimadas, de escaso valer literario, aunque aspirando todas al dictado de netamente históricas.

Todavía, en este campo puramente americano que llamaríamos, tendríamos que extendernos más de lo justo si quisiéramos analizar una por una esas obras poético-históricas; debiendo, por eso, concretarnos a la indicación somera de tales imitaciones ercillanas en las que no son propiamente chilenas, ya que este último es el escenario más genuino en que ha de verse cómo se produjeron y realizaron.



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Ciertamente que el primer imitador de Ercilla en tratar de cosas de América, fue Gabriel Lasso de la Vega, quien, como aconteció siempre en tales casos, por un fenómeno curioso pero no menos verdadero, había de ser también el que más se le acercase en su entonación poética con su Cortés valeroso, que vio la luz pública en 1588, esto es, cuando Ercilla aún no había publicado la Tercera Parte de su poema, habiéndole cabido precisamente a él, casi en los últimos días de su vida prestarle su aprobación a esa obra, que, corregida por su autor y aumentada de XII a XLV cantos, volvió a imprimir en 1594 con el título de La Mexicana.

Lasso, que contaba cuando dio a luz su primer ensayo sólo 291342 años, o sea, siete menos que Ercilla en igualdad de casos, propúsose celebrar en él


Del gran Cortés los triunfos, las vitorias,


que en efecto prosigue hasta el momento de su entrada en México, y aunque en parte alguna nombra a su predecesor, bien se deja ver cómo lo imita, en cuanto puede, en su lenguaje, en el comenzar su obra con la descripción de la tierra, en las arengas que pone en boca de su héroe, en los combates singulares que se le ofrece describir, en las reflexiones morales con que inicia sus cantos, en aquel episodio de Clandina, que parece calcado de los de Tegualda o Glaura, en sus predicciones del porvenir por intermedio de Calianera en el Canto XI, que reemplaza, así, a Fitón, y a las reminiscencias de la propia persona del poeta1343. Por lo demás, el acuerdo era completo   —481→   en el fondo de ambas obras, histórico de por sí, si bien en el caso del autor del Cortés valeroso llevaba la ventaja a Ercilla de encontrar un predecesor de la nota y valía de López de Gomara, como él propio tiene ocasión de recordarlo.

En el Cortés valeroso había un héroe principal, cuyas acciones concurren a dar unidad al poema. Semejante cosa no era ya posible en las Elegías de varones ilustres de Indias, escritas en octavas reales, (1589), destinadas a celebrar las de muchos capitanes, a contar desde el propio Colón; en cambio, su autor, Juan de Castellanos, había sido actor en muchos de los sucesos que contaba, y, por tal causa, se veía, bajo ese punto de vista, más cerca de la imitación de Ercilla, que quiso extremar en las posteriores partes de su obra que habían de seguir a aquella.

«Lamentemos, dice Paz y Melia, sobre todo después de apreciar la sobria y galana prosa de sus prólogos, aquel desdichado trabajo de diez años que empleó (según lo cuenta Agustín de Zárate) en cambiar la de toda su obra en versos, a menudo prosaicos, y no siempre correctos, y hagamos recaer gran parte de culpa sobre aquellos amigos suyos, de quienes se queja en estos términos, aludiendo a la composición de toda su obra:

«La salida de este laberinto fuera menos difícil si los que en él me metieron se contentaran con que los hilos de su tela se tejieran en prosa; pero enamorados, con justa razón, de la dulcedumbre del verso con que don Alonso de Erzilla celebró las guerras de Chile, quisieron que las del mar del Norte también se cantasen con la misma ligadura, que es en octavas ríthmicas».

«Y todavía debe agradecérseles que, viéndole cansado y viejo, le aconsejaran, según él refiere, la variación de las macizas octavas reales por la más descansada compostura del verso libre empleado en la Cuarta Parte»1344.


Viene después Antonio de Saavedra Guzmán con su Peregrino Indiano, destinado a cantar también las hazañas de Cortés y sus capitanes, que ve la luz pública en 1599; y hétenos aquí desde luego cómo su composición se produjo en circunstancias que la acercan a la de Ercilla: éste, escribía por la noche en el campamento las relaciones que le daban sus compañeros de armas, o los hechos de que había sido testigo y actor; Saavedra, después de haber acopiado sus datos durante siete años, los consignaba en sus versos en los setenta días que duró su navegación de México a España, «con balanzas de nao y no poca fortuna», según lo cuenta; como Ercilla, él también se jacta de ser verídico en todo lo que cuenta y bien lo muestra en la pintura de los usos y costumbres de los indios, que conocía a fondo, por haber nacido allí.

Actor, asimismo, en los sucesos que cuenta, fue don Martín del Barco Centenera, a todas luces el más desmayado y flojo de los imitadores de Ercilla1345, que sin pretensiones de elevarse a la epopeya y sin ocurrir a ninguno de sus recursos, escribió en octava rima, la Argentina y conquista del Río de la Plata. Publicó su obra en 1602,   —482→   extendiendo su relato a varios acaecimientos del Perú, Tucumán y el Brasil, sin atreverse a tocar, cuando se le presentó la ocasión, nada que se refiriera a Chile, por una razón que aquilata su buen juicio y enaltece su modestia, haciéndonos olvidar algunos de sus defectos. Oigámoslo de su boca. Habla del gobernador de este país, don Alonso de Sotomayor, y, con tal motivo, dice que de él


   No conviene yo trate, pues Arzila
en Chile con primor se despabila.
Y pues que a Chile cupo tal belleza
de pluma, de valor, de cortesía
no es justo que se atreva mi rudeza
decir de Chile, cosa que sería
muy loca presumpción y gran simpleza,
meter hoz en la mies, no siendo mía.1346


En el orden cronológico que venimos siguiendo respecto de estos poemas americanos, y por no alargarnos ya más, diremos que corresponde el último lugar entre ellos a La Conquista de la Nueva México, de Gaspar de Villagra: relación histórica, sin asomos de máquina, hecha en verso suelto, de sucesos en que al autor le cupo grandísima parte, con trozos que parecen a veces tomados de los romances por la viveza de sus pinturas y la sencillez con que están contadas algunas de las peripecias de aquella rudísima campaña. La imitación ercillana es en ella muy remota, bien se deja comprender, pero tan efectiva, que el autor recuerda en alguna ocasión al cantor de Arauco, como, por ejemplo, al citar el gran dechado de patriotismo de que los indios de este país habían dado muestra en su lucha con los invasores de su suelo, o ya al rememorar la varonil valentía de doña Mencía de los Nidos, cuando incita a los españoles a que no abandonen sus amenazados hogares de Concepción.

Bosquejada así la influencia de Ercilla en la producción de la epopeya histórica en algunos países de América, es llegado el momento de considerar hasta qué punto se extendió en cuanto toca a Chile. Como era de esperarlo por el asunto de La Araucana, sus proyecciones tenían que ser aquí mucho mayores, tanto, que puso la pluma en la mano a prosistas y versificadores, deseosos unos, de completar sus dictados, empeñados otros, utilizando su prestigio, en continuar su relato, -aunque en forma puramente imaginaria-, o de salvar las que se creyeron omisiones voluntarias de parte de Ercilla respecto al que se suponía debía de aparecer como figura principal del poema.

Entre los que escribieron en prosa, cúpole el primer lugar a un soldado que había sido compañero del poeta en Chile, Alonso de Góngora Marmolejo, quien en la dedicatoria de su obra a don Juan de Ovando, presidente del Consejo de Indias, se expresaba así: «... pareciéndome que los muchos trabajos e infortunios que en este reino   —483→   de Chille, de tantos años como ha que se descubrió han acaecido, más que en ninguna parte otra de las Indias, por ser la gente que en él hay tan belicosa, y que ninguno hasta hoy había querido tomar ese trabajo en prosa, quise tomallo yo; aunque don Alonso de Arcila, caballero que en este reino estuvo poco tiempo, en compañía de don García de Mendoza, escrebió algunas, cosas acaecidas en su Araucana, intitulando su obra del nombre de la provincia de Arauco; y por no ser tan copiosa cuanto fuera necesario para tener noticia de todas los cosas del reino, aunque por buen estado, quise tomallo desde el principio hasta el día de hoy, no dejando cosa alguna que no fuese a todos notoria...» Y, en efecto, púsose a la tarea que se había fijado, hasta darle remate en fines del año de 1575, fecha a que alcanza también en su relación.

En este orden, aunque ya mucho después, el doctor Cristóbal Suárez de Figueroa había asimismo de tomar la pluma para salvar del relativo olvido en que se decía quedaba en La Araucana, don García Hurtado de Mendoza.

Tal fue también el principal objeto que tuvo en mira Pedro de Oña al componer su Arauco domado, con lo cual volvemos ya a los imitadores de La Araucana. Algunos puntos de contacto existían, sin duda, entre los autores de ambos poemas: Ercilla había estado en Chile cerca de dos años; Oña había nacido en lo que resultaba entonces el corazón de la guerra araucana: uno y otro eran jóvenes cuando dieron a luz sus obras, Oña mucho más que Ercilla; pero al paso que el uno fue soldado, el otro era estudiante de teología; Ercilla había visto desarrollarse su juventud en el brillo de las cortes y en el más grandioso escenario del mundo civilizado; Oña tuvo como único horizonte en sus primeros años, los bosques de su país natal, ni más contacto con la civilización, que el de los rudos conquistadores, y después, la culta aunque diminuta sociedad limeña: eran por sus elementos constitutivos dos almas completamente diversas; la inspiración del autor de La Araucana no reconocía más límites que el respeto a la verdad histórica; la del que escribió el Arauco domado iba a verse coartada ante las exigencias de una apología, que, si pudo pasar por aduladora, resultaba, es cierto, sincera.

Oña era lo bastante modesto para comprender que su musa no podía estar a la altura de la de Ercilla, y así lo reconoció expresamente cuando hubo de formular su programa de trabajo:


    ¿Quién a cantar de Arauco se atreviera
después de la riquísima Araucana?
¿Qué voz latina, hespérica o toscana,
por mucho que de música supiera?
¿Quién punto tras el suyo compusiera
con mano que no fuese más que humana,
si no le removiera el pecho tanto
el ver que sois la causa de su canto?
    Pues ésta ha sido casi todo el punto,
de donde le tomé para cantaros,
doliéndome que en cánticos tan raros
faltase tan subido contrapunto.


Lo que nuestro poeta declaraba en sus versos, lo había expresado ya en el prólogo de su poema. «Solicitado de tan grandes temores, decía, cuanto lo son las causas de tenerlos, pongo (discreto lector) este mi libro en tus manos, porque demás del ordinario y justo recelo en que todos sacan sus obras a la almoneda de tantos y tan variados gustos, donde cada uno corta a la medida del suyo, tengo yo otros muchos particulares motivos para encogerme y temblar de sacar a luz de los altos y claros   —484→   entendimientos la oscuridad y bajeza del mío, así por ser en la era de agora, cuando todo y en especial el arte de la divina poesía, con su riqueza de lenguaje y alteza de concetos, está tan adelgazado y en su punto, que ya parece no sería perfición sino concepción el pasar del término a que llega; como por suceder yo (si así lo puedo decir) a los escritos de tan celebrado y bien aceto poeta como don Alonso de Ercilla y Zúñiga, y escrebir la misma materia que él, cosa que en mí (si aspirase a más que a traer a la memoria lo que él dejó al olvido, preciándome mucho de ir al olor de su rastro) parecería tan grande locura como envidia el no confesarlo. Ultra de que mi poco caudal y menos curso me hacen abatir las alas, si algunas me hubieran levantado mis pocos años. Mas, todas estas dificultades atropelló el solo deseo de hacer algún servicio a la tierra donde nací (tanto como esto puede el amor de la patria) celebrando en parte con mis incultos versos las obras de aquellos que sirviendo en ella a su rey dieron a costa de sus vidas, plumas y lenguas a la fama»...

Esta aparente oposición de los dos vates, necesario es declararlo, no nacía, pues, de sentimiento alguno de secreta rivalidad: Oña se declaraba desde luego un franco imitador. La discordancia de ambos sin duda que existe bajo, el punto de vista del fin primordial del asunto que se propusieron tratar, del fondo mismo de las intenciones, pero de ninguna manera bajo el aspecto literario. Bastaba el influjo adquirido por la superioridad del poeta español, para que, de buen o mal grado, se tradujese en todas las obras análogas posteriores, destinadas por su misma naturaleza a ser simples imitaciones. Ercilla sólo prestaba a don García la figuración que tuviera en la campiña araucana, y llamaba todo el interés del lector sobre aquellos indios cuya dominación intentó celebrar; al paso que Oña, sin despejarlos completamente de todo prestigio, atribuía a su héroe, entonces virrey del Perú, la aureola del valor y la victoria, la suma de virtudes, el dechado de las perfecciones.


    Canto el valor, las armas, el gobierno
discanto aviso, maña, fortaleza,
entono el pecho, el ánimo y nobleza
del extremado en todo joven tierno:
hinche la fama ahora el áureo cuerno,
apreste de sus alas la presteza,
redoble su garganta el claro Apolo,
y llévese esta voz de polo a polo.


Así se inicia el poema. Cuéntase luego en él cómo llegó de Chile al virrey del Perú D. Andrés Hurtado de Mendoza un pedimento de socorro por la necesidad y aprieto a que los indios araucanos lo tenían reducido después de las desgracias acontecidas a los primeros capitanes que habían ido a su conquista. Prestó ese elevado funcionario benigno oído a la voz de aquellos asendereados colonos y dispuso al efecto que fuese en persona llevando los deseados auxilios su hijo D. García. Dase éste a la vela, y al fin, después de una espantosa tormenta, consigue arribar con la mayor parte de su gente a los sitios en que era preciso combatir. Los indígenas reunidos en borracheras generales habían escuchado ya de boca de sus agoreros la suerte que se les aguardaba.

Desembarcados los expedicionarios, es su primer cuidado la construcción de un fuerte que les pusiese a cubierto de los ataques de los enemigos, mientras llegaban de Santiago refuerzos que les permitieran tomar la ofensiva.

Júntase, entre tanto, todo el infierno para ver modo de perder a don García, y acuerda despachar a Mejera que corra a avisar a Caupolicán, jefe indio, de la buena oportunidad que se ofrece de dar sin pérdida de momento sobre el fuerte y destruirlo.

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Aprovechándose del consejo, se reúnen los araucanos a la voz de sus capitanes y emprenden el ataque, que se sostiene con gran tesón de ambos bandos, aunque con harta más fortuna de parte de don García.

Vienen en seguida las diversas maniobras y parciales encuentros de los ejércitos, entretejidos por episodios amorosos de los indios y por el sueño en que la hechicera Quidora se propone referir lo acontecido en la famosa rebelión de Quito y la victoria obtenida sobre la armada del pirata inglés Richard Hawkins por las armas de don García, cuando años después de su expedición a Chile se hallaba de virrey del Perú.

Este es el fondo sobre que giran los versos de nuestro poeta: en él lo defectuoso del plan y lo inconexo del argumento se traicionan a cada paso por la falta de orden en los sucesos y por la confusión intencional que se hace de épocas y de hechos sucedidos en varios y remotos países y en fechas distantes; y los episodios, por lo demás, absorben la mayor parte de la composición. Sólo se ha procurado que los actos y carácter de don García aparezcan de relieve, no importa que se violente la unidad indispensable del trabajo literario, ni que se falte a las reglas elementales del buen gusto. Sus alabanzas han sido el norte que había de seguir y a él se hace preciso amoldar los sucesos, y no éstos a la clase de obra que emprendía, como debió de ser.

No es nuestro intento establecer un parangón entre ambos poemas, pero bien se comprende que todas las ventajas resultarían de parte del primero. Baste considerar, como lo dijo ya en 1647, un oidor de la Real Audiencia de Santiago que residía entonces en Madrid, que «del asunto [las guerras de Chile] habían escrito antes don Alonso de Ercilla y el insigne Pedro de Oña, aquel con afecto, éste por apremio y tarea de veinte octavas al día, ambos con estilo métrico». Y en verdad que ese crítico no exageraba respecto de la prisa con que Oña había escrito su obra, ya que en el canto VIII se expresaba, a ese respecto, así:


    Es el discurso largo, el tiempo breve,
cortísimo el caudal de parte mía, y
danme tanta priesa cada día,
que no me dejan ir como se debe:
por donde si a disgusto el verso mueve,
no yendo tal (señor) como podía,
es porque va, cual sale de su tronco.
Así con su corteza, rudo y bronco.
   En obra de tres meses que han corrido,
he yo también corrido hasta este canto....


No era posible, en tales condiciones, que debemos sinceramente deplorar, que el poeta chileno lograse aquel punctum que recomendaba Horacio. ¡Qué diferencia con Ercilla, que corregía y limaba y no parecía mostrarse nunca satisfecho de lo que escribía!

Iríamos demasiado lejos en este camino de las comparaciones; recordemos, pues, sólo cómo se transparenta la imitación en el poema de Oña. Del argumento, que queda ya bosquejado, no hay que hablar, ya que sabemos que, en gran parte, era el mismo tratado por Ercilla desde el canto último de la Primera Parte de La Araucana. Descontado, así, lo histórico, la pintura de las costumbres de los indios, el diseño de los caracteres, las descripciones, las comparaciones y cuanto se refiere a galas del estilo, examinemos en sus líneas generales los puntos en que el Arauco domado sigue de cerca al poema de Ercilla. Desde luego, en la intervención de personajes   —486→   simbólicos en el desarrollo de los sucesos o en las visiones del futuro: en La Araucana es Belona, la diosa de la guerra, la que anuncia al poeta lo que pasaba en Europa; en el Arauco domado es Megera, la diosa de la discordia, la que se encarga de dar aviso a Caupolicán del momento propicio que se le ofrece para atacar a don García y su gente; en el episodio amoroso del jefe indígena con Fresia procura acercarse al de Lautaro con Guacolda; en el grande y luctuoso sentimiento de Gualeva por el herido Tucapel, sigue al de Tegualda sobre el cuerpo de su esposo muerto, aunque con lastimosa extensión: en los sucesos de Quidora, (que se alargan hasta la interpretación que les da Llarea), las representaciones del mágico Fitón; marchando así tras los pasos de su antecesor, uno a uno, como se ve, en los episodios y en la máquina de la epopeya.

Menos mal, al cabo, cuando en el Arauco domado se encuentran apuntaciones históricas, que, aunque exageradas en lo relativo a la intervención que se atribuye al héroe, son, bajo otros respectos, aprovechables. No tenía semejante disculpa otro joven que en la Península acometió la empresa de continuar en su imaginación las aventuras que se encuentran esbozadas en La Araucana. Oña había publicado su poema en Lima, en 1596; la Quarta y Quinta Parte de la Araucana, que así se intitulaba ese otro, vio la luz pública en Salamanca, en 15971347 y era su autor D. Diego de Santisteban Osorio,   —487→   nacido en la ciudad de León en España. «Acerca de este escritor, confesaba Ticknor, sólo sabemos lo que él mismo nos dice, a saber, que escribió su poema siendo muy joven, y que en 1598 escribió otro de La Guerra de Malta y toma de Rodas»1348. Sus traductores no pudieron adelantar tampoco tan escasas noticias, posiblemente porque no examinaron la última de sus obras, de la cual se puede aprovechar alguna. Así, por ejemplo, consta de la tasa, que Santisteban Osorio era vecino de la ciudad de León, y de la real cédula de privilegio para la impresión, (que fue solicitada por el Cabildo de aquella ciudad), resulta también que el autor era hijo de Damián de Santisteban Villegas, avecindado allí, y que ambos y sus «pasados» habían sido servidores de los Reyes. Afirma igualmente el Cabildo que la relación de los sucesos celebrados en el poema, estaba hecha «con mucha verdad y puntualidad». A este mismo propósito advierte el autor que «la historia va desnuda de arte» y que las faltas que tuviese su obra merece se le disculpen «por la poca experiencia de veintidós años que tenía». Según esto, considerando que las fechas, de la real cédula de privilegio y la aprobación son de 1596, Santisteban Osorio habría nacido en 1573.

Hoy se sabe que había compuesto también otro libro en octava rima de las guerras de Flandes, dividido en tres partes, que intituló La Belgicana; y uno en prosa y verso, llamado Celaura, que en mediados de 1599 tenía presentados en el Consejo a fin de sacar licencia para imprimirlos y cuyo privilegio vendió en aquella fecha al Licenciado Várez de Castro, sin que éste llegase a darlos a luz. Consta que residía entonces en Madrid1349.

Oigámosle ahora cuáles fueron los propósitos que tuvo en mira al emprender su continuación de La Araucana.

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Por ser tan recibida de todos la historia de las remotas provincias del hemisferio antártico, quise (aunque con gran trabajo) seguirla, y acabar lo que el elegante poeta D. Alonso de Ercilla dejó comenzado, por parecerme que con esto servía a todos sus aficionados y yo cumplía con lo que se debe a quien con tantas ventajas escribió su poema. Y si el haberme yo atrevido con tan pocas partes de ingenio a proseguir y llevar al fin lo que él dejó comenzado fuese tenido a demasiada osadía, suplico al que me leyere no lo eche a esa parte, ni entienda que por modo de competencia lo hice, que yo me conozco y sé a cuanto puede llegar el poco caudal de un ingenio tan pobre como el mío; y ponga los ojos en la voluntad que tengo de servir a todos con mis trabajos, que, tomado esto en cuenta, podrá servir, lo uno de disculparme y lo otro de perdonar las faltas en que, como mozo, puedo haber caído... No quiero que se me agradezcan los trabajos míos, ni menos alabanzas de lisonjeros, que gloria y alabanza será mía cederla y darla a quien con tantas razones la merece, que yo para mí no tomo más que el deseo de acertar a servir a todos con esta obra, que aunque su historia fuera mejor y de más alto estilo, no igualará con la voluntad con que la ofrezco...»


Todavía, cuando se vio en medio de la empresa, palpando las dificultades que envolvía, hubo de insistir de nuevo en las protestas que hizo al comenzar: poner de manifiesto, una y mil veces, que su intento no había sido el de rivalizar con su egregio predecesor y pedir gracia para sus pocos años; de ahí que dijera más adelante, refiriéndose a Ercilla:


   Y si a alguno parece atrevimiento
que su historia inmortal haya tomado
prosiguiendo adelante y con el cuento,
que indeciso quedaba y destroncado,
respondo, que no fue mi pensamiento
usurparle la fama que ha ganado,
sino acabar el punto de su historia,
siendo suyo el laurel, suya la gloria.
   Esta fue la ocasión que me ha movido,
y si alguno pensó que por mostrarme,
que no lo entienda, le suplico y pido,
que es engañarse a sí y a mí agraviarme:
nadie que fuese sabio y entendido
piense de mí que pudo eso arrojarme,
que yo sé bien mi poca suficiencia,
y por mis pocos años la experiencia.


Por tercera vez ocurre en busca del amparo que creía merecer, escudándose con su dedicatoria al monarca y la buena voluntad con que le hacía el ofrecimiento de su cuento, que con razón podía llamarle así, pues si la austera diosa de la Historia prestó sus inspiraciones a Ercilla y la verdad fue a depositar a sus pies su más bello colorido, su continuador, como advertíamos, sólo hilvanó en su imaginación unas cuantas aventuras, para revestirlas con apariencias de verdaderas, que pudieron engañar durante siglos a lectores y críticos inadvertidos1350.

Dejada, pues, aparte, especie de tan capital importancia para la estimación que pudiera prestarse a la obra del poeta leonés y que, bajo este punto de vista, la aparta   —489→   por completo de La Araucana, un resumen de su argumento nos permitirá apreciar en dónde se halla su imitación.

La continuación de La Araucana está dividida en dos partes, Cuarta y Quinta, con relación a la tercera y última de Ercilla, y comprende la primera trece cantos, y la segunda veinte.

Comienza el relato con estas palabras:


   Salga con nueva voz, mi nuevo acento
entre las roncas cajas concertado,
y el animoso espíritu y aliento,
entre rotas banderas esforzado:
que el Arauco bárbaro, sangriento,
metido entre las pocas que han quedado,
publica nuevas arenas, nueva guerra
por los anchos contornos de la tierra.


Y esta especie de proposición la completa el autor en el canto XIII, cuando dice:


   Canto las armas y furor de Marte,
Horrible, cruel, fantástico, sangriento,
temerario, imparcial, terrible en parte,
riguroso, colérico y violento:
la industria, fuerza, maña, aviso, el arte,
la destrucción, conquista, el rompimiento,
las españolas fuerzas levantadas
en juveniles pechos alteradas.


Así como en vista de esto pudiéramos decir que falta en el poema una verdadera proposición, del mismo modo agregaremos que carece también de una invocación metódica, si bien es verdad que el comienzo de la Parte Quinta se dirige a la Virgen María, quien viene de esta manera a verse mezclada con las frecuentísimas alusiones a la mitología pagana que encierra la obra, y con Eponamón, nombre dado al señor de los infiernos en las creencias atribuidas a los araucanos.

La obra de Ercilla había terminado a poco del suplicio de Caupolicán, toqui araucano. Hallábanse, pues, los indios sin jefe, y a efecto de elegirlo, supone el poeta que los principales caciques se reúnen en el valle de Ongolmo. Nacen en la asamblea grandes disputas, ponderando cada cual sus propios méritos, que, como en Ercilla, termina el anciano y prudente Colocolo.


    Valientes araucanos (les dice), cuyos hechos
han sido por famosos celebrados,
¿por qué os ponéis los hierros a los pechos
pudiendo en otros ser ensangrentados?
Viendo a los españoles satisfechos
con el favor de sus piadosos hados,
y estando tan de golpe entre nosotros
¿las pasiones volvéis contra vosotros?
   Qué hacéis, pues: ¿no miráis que es desatino
el quereros matar con vuestras manos?
Estando el enemigo tan vecino,
¿las espaldas volvéis a los cristianos?
¿No véis que el nombre y título divino
perdéis con eso, fuertes araucanos?
Volved a dar venganza a los amigos
que es afrenta temer los enemigos,...


C. I, pág. 4.                


Los caciques, entonces, a propuesta del buen viejo, convienen en votar por alguno.   —490→   Llueven las apuestas y los nombres se escriben de carrera; una urna de ébano, guarnecida de perlas, va recibiendo los votos, que se dividen entre Tucapel y Caupolicán II. Después de una serie de máximas triviales, y traicionando en cada estrofa cierto aire amanerado y escolástico que excluye toda grandeza y energía, se anuncia al fin al lector que el último de esos campeones ha sido favorecido en definitiva por la voluntad de sus compatriotas.


    Pintase al nuevo jefe llevando
un fuerte y duro arnés que le cubría,
y de escudo también le aprovechaba
una grande tortuga que traía....
    La gran cabeza de una gran serpiente,
mas dura de romper que el duro acero,
llevaba por celada suficiente
para cubrir el rostro horrible y fiero:
cerrábase con uno y otro diente,
dejando para ver un agujero,
y al fin cuando la cara les mostraba,
las cóncavas quijadas apartaba.


Andresillo, yanacona del capitán Reinoso, llega a noticiarle la defensa que los indios preparan, fortificándose en el valle de Talcaguano. Ocurren con este motivo varios hechos de armas entre los soldados españoles de don García Hurtado de Mendoza y los caciques Ainavillo, Caupolicán, etc.

Cuenta el poeta, en seguida, los asaltos librados entre ambos ejércitos al pie de las sitiadas murallas de la Imperial, cuyo cerco concluye al fin con el desafío y derrota de Millalauco por Reinoso.

En la parte segunda de la obra, especialmente, se encuentran los acontecimientos más desligados del asunto principal: las aventuras imaginadas de don Alonso de Ercilla, que hemos referido en otra parte, el encuentro del curaca Mitayo1351, que hubo de contar a don García las cosas que sucederían en Quito y en la provincia de Chile, con lo que está manifestando que Santisteban había leído el poema de Oña; y, por último, la aparición de Belona.

Esta diosa lo exhorta a cantar y lo conduce a un jardín, donde se hallan las nueve Musas tejiendo las hazañas de los héroes de la mitología y de los dioses del paganismo. En un carro van la Fe, la Esperanza y la Caridad,


   Y las otras virtudes generosas
iban en otro asiento levantadas,
en forma de unas vírgenes hermosas,
con vistosas guirnaldas coronadas.


Al dejarlo Belona, después que ha hecho sumaria relación de las victorias de Pavía, Lepanto, San Quintín y de algunos hechos de la historia romana, se le aparece un viejo


    Con la cara decrépita arrugada
pequeños ojos y encogida frente,
larga la barba, calvo y sin cabello,
que grande admiración causaba el vello,


(trasunto de la figura de Fitón), quien le aconseja que, ya que había emprendido una   —491→   obra tan larga y estaba a lo postrero de ella, para hacerla más autorizada, escribiese del


...........valor de los cristianos
contra los belicosos africanos.


Llévalo después a una cueva, donde en un pedestal estaba una estatua de un anciano sosteniendo un espejo muy adornado de piedras preciosas, en el cual, al asomarse el poeta, de curioso, vio una imagen del mundo. Sacó entonces el guía un gran libro de debajo de su túnica y por medio de horribles conjuros consiguió que se presentase Zoroastro, que viene de la Laguna Estigia a contar, en el lenguaje más altisonante, la dichosa victoria de Orán. A poco, con el pretexto de que llega la noche, supone otro sueño en que Belona manda al autor que escriba las cosas del Perú; se lo lleva a su lado en un carro, que arrastra a escape por el aire un grifo, hasta que arriban a un altísimo monte; entran a una cueva y de allí a un patio y un jardín, donde había cuadros de mujeres hermosas: allí estaban Dido, Semíramis, Zenobia, Tomiris, Porcia, Cornelia, etc. Suben después a una gran peña, desde donde divisan al mundo en forma de globo, hasta que, deteniendo su vista en el Perú, el autor habla de la entrada en él de los españoles, de su conquista y posteriores disensiones.

Cuando el poeta despierta de su sueño, se halla de nuevo en los campos de Arauco, que continúan presenciando las derrotas de los indios. Eponamón entonces (que, sea dicho de paso, es muy erudito en la antigua mitología), lastimado al ver tanto desastre,


Dijo y mandó que se juntasen luego
los espíritus fieros infernales...


Acordada en el consejo la persecución a los españoles, vuela Eponamón envuelto en una nube, la cual se abre al llegar donde estaban los araucanos y da paso a una especie de dragón, que los exhorta a combatir prometiéndoles el triunfo. Entusiasmados los indios, dan la batalla, pero pierden en ella casi todos sus jefes, y concluyen por dar la paz en manos de don García, después que, de despecho, se suicida el valiente Caupolicán.

Tal es el absurdo argumento de este poema, escrito sin orden y sin concierto alguno, y cuyas ficciones todas, como se habrá notado, son simples imitaciones de La Araucana, pero en las cuales, coincidiendo con el propio decir de su autor, le «falta el caudal y le falta el arte».

Y estos fueron los dos únicos poemas imitados del de Ercilla que vieron la luz pública, ambos en los últimos años del siglo XVI; entre los demás de esa índole, anda perdida hasta ahora La Araucana de Hernando Álvarez de Toledo, cuyo manuscrito se conservaba por lo menos hasta mediados del siglo XVII1352. Todo lo que de este poema conocemos son las once estrofas que nos ha trasmitido el P. Alonso de Ovalle en su Histórica relación del Reyno de Chile, impresa en Roma en 1646 , las cuales no serían bastantes para darnos una idea completa de su contenido, si no fuera que él se desprende con toda claridad de la obra del jesuita chileno, cual es, el de que comprendía la historia del gobierno del presidente don Alonso de Sotomayor en Chile (1583-1592): asunto que se explica perfectamente en la elección del poeta, siendo   —492→   que había militado en Flandes bajo sus órdenes, fue su compañero de viajes y de peligros en su azarosa jornada a este país, y, más que eso, su jefe en la guerra de Arauco; y aun puede agregarse que los cantos IX y X estaban destinados a contar el famoso desafío de Alonso García Ramón y del cacique Cadeguala, episodio que por su carácter caballeresco alargó el poeta hasta dedicarle dos capítulos de su crónica histórica.

Con tales antecedentes, no es posible establecer punto por punto el método de la imitación de Ercilla que Álvarez de Toledo siguiera en sus versos, pero bien lo deja adivinar ya el título que dió a su obra. Puntos de inmediato contacto entre las dos Araucanas acusan también las circunstancias de que los autores de ambas, -nacidos en la Península-, contaran sucesos verdaderos y hubiesen figurado en ellos.

Por fortuna, no ha corrido igual suerte el Purén indómito, continuación de aquella, que debía constar de dos partes y del cual parece que su autor sólo terminó la primera1353. Consta ésta de 24 cantos, que se inician con la muerte del gobernador Oñez de Loyola y terminan con la relación de la batalla de Yumbel.

La composición en verso de una crónica histórica, tal fue lo que Álvarez se propuso; y por eso, ni por un momento su obra se ajusta a las calidades de la epopeya. Ni siquiera guarda la forma del poema: nada de invocación, nada de máquina, nada de majestad, ningún nudo, ni siquiera desenlace. El tiempo mismo que ha elegido para la acción excluye la unidad, que exige un personaje en torno al cual se agrupen los acontecimientos, o un hecho a cuya realización se dirijan los esfuerzos de los actores. El poeta ha marchado de aquí para allá, vuelto de nuevo a su punto de partida, de Chile al Perú, de Santiago a Concepción, de la orilla de los ríos a las sombras de los bosques seculares de Arauco, de las arenas que bañan las olas del mar a las estrechas gargantas de la cordillera, todo seguido, agrupado en confusión. Como él dice,


Andaré de los pies, de la manera
que anda la revuelta lanzadera.


No se ha escapado a su memoria ni un nombre, ni una fecha, la hora exacta del día, las aventuras del soldado más desconocido, un robo cualquiera, el color de un caballo, el más minucioso detalle. Fiel en esto a su programa,


   Que si, como otros hacen, yo pudiera
ramilletes hacer de varias flores,
amorosos afectos yo escribiera
con que diera más gusto a los lectores:
pero como es historia verdadera,
no lleva cuento o fábula de amores,
porque de la verdad patente y pura
es con lo que se adorna tu escritura;


que luego desarrolla más adelante, diciendo:


   Quien escribe verdad en verso llano
o tiene de preciarse de poeta
según Erasmo dice de Lucano,
por tratarla en su historia limpia y reta:
Petrarca, el Ariosto, el Mantuano,
—493→
quien las transformaciones interpreta,
aquestos este título tuvieron
por las ficciones grandes que escribieron.
   Aunque es verdad que el verso no es tenido
en algo, si no trata, a cada paso
enredos fabulosos de Cupido,
de Apolo o de las Ninfas del Parnaso;
por ir a vos el mío dirigido,
aunque de la elegancia tan escaso,
lo será, sin haber quien se le atreva,
que esta defensa sola buena lleva.


De intento hemos insistido en apuntar las propias palabras del autor, porque así ha de bastarnos la más ligera comparación para persuadirnos en el acto de que son simple trasunto de lo que Ercilla dijo en igualdad de circunstancias: imitación, o copia, si puede decirse, aun más palpable, cuando nos informa cómo llegaron a su noticia los hechos que refiere:


Por lo cual digo en esto haberme hallado
y en todo o en lo más que ha sucedido,
y de lo que no he visto me he informado
de gente de verdad y que lo vido:
a la cual tengo de ir siempre arrimado,
pues es quien a decirla me ha movido,
y no será pasión ni afición parte
para que de ella un punto yo me aparte.


Y, sin embargo, no es a Ercilla a quien Álvarez de Toledo tiene presente, pues ni aun le nombra una vez siquiera en los quince mil versos de que consta la parte del Purén indómito que analizamos: es a Oña a quien dice ha tratado de imitar, cuando, buscando el amparo de su Mecenas, le previene que


Si de vuestro favor yo careciera,
o en él no confiara, cual confío,
no pasara tras de Oña la carrera
en un rocín tan flaco como el mío.


Así, pues, sin saberlo, o mejor dicho, sin quererlo él, sin buscar la imitación ercillana, había seguido los pasos de otro que francamente adoptara ese camino, pasando, por el mismo caso, a ser su obra imitación de una imitada a su vez. El hecho, aunque parezca extraño, se explica perfectamente: veíanse esos poetas en circunstancias del todo análogas, trataban un asunto idéntico y cortado a la misma medida de ajustar el verso a la verdad histórica, que conocían por relaciones de sus camaradas o por experiencia propia; pero, forzosamente también, se derivaban todas esas crónicas rimadas del modelo primero que dió la norma para lo de adelante, sin llegar a ser jamás igualado, por las ventajas que en su estro poético les llevaba, ya por el asunto mismo celebrado, cuyo interés decayó sin remedio, privado de la aureola que le prestaba el tema de sus cantos, que eran, de una parte, la conquista propiamente tal, y de otra, la fundación de un pueblo, para caer en la relación interminable de combates que no afectaban ya a la entidad misma de la nación y constituían sólo episodios aislados y relativamente secundarios de una lucha que llegó a prolongarse durante siglos. Es verdad que las cualidades que adornaban a Caupolicán, a Lautaro y Tucapel no habían desaparecido de entre los indios: ardía siempre en ellos su mismo valor indomable, su misma constancia para sobreponerse a los desastres, su misma sublime   —494→   porfía, el mismo amor a sus hogares que sus descendientes habían heredado en sus corazones; sus recuerdos dormían intactos en la memoria de su pueblo; en los festines se celebraban los triunfos obtenidos por sus padres de los más famosos caudillos españoles; se halagaban aún con que el porvenir les reservaba una completa libertad al par que el exterminio de los invasores del suelo de la patria; pero les faltaba el prestigio a que los había encumbrado La Araucana. El cantor del Purén indómilo, ajustándose a la verdad y desechando de sus versos toda ficción poética, no prestó, ni podía prestar ya a los araucanos el nimbo glorioso de que los vistió la epopeya ercillana hasta el punto de hacer recaer sobre ellos todo el interés de su relato.

Así, pues, sin carácter alguno de la epopeya, a no ser, quizás, los hechos que de tarde en tarde podían mostrarse todavía como heroicos, esas crónicas rimadas fueron decayendo poco a poco: a la de Oña sucedía la de Álvarez de Toledo, que le era ciertamente inferior; aunque en algo había de superar a ésta la intitulada Guerras de Chile, que le siguió, para caer por fin en la desmayadísima de Xufré del Águila, que por su forma y por su estilo, como por el tiempo en que se compuso, vino a ser también la última de todas.

Sea o no el autor de aquella don Juan de Mendoza Monteagudo, es lo cierto que había tenido alguna figuración en Chile y sido, por lo mismo, actor en los sucesos que se propuso referir: circunstancia que, desde luego, le permitía acercarse ya a la imitación de Ercilla. Veamos, ante todo, lo que se propuso escribir, para presentar en seguida el argumento de su obra:


    La guerra envejecida y larga canto,
tan grave, tan prolija y tan pesada,
que a un reino poderoso y rico tanto
le tiene la cerviz ya quebrantada;
y en el discurso de ella también cuanto
han hecho memorable por la espada
aquellos que a despecho del Estado
el gran valor de Arauco han sustentado.
    Los casos contaré más señalados
en el discurso de esto acontecidos
entre los españoles no cansados
y los rebeldes indios invencidos;
los casos que jamás fueron contados,
dignos de ser por graves preferidos
al tiempo y al olvido en tal historia,
que vivos los conserve la memoria.


Para llegar a su asunto, ha necesitado el poeta hilvanar un compendio de los primeros tiempos de la historia de Chile, tan bien expresado por la concisión del relato, la rapidez de la acción y el fácil enlace de los sucesos, y trazado con pluma tan diestra, que en esta parte suelen bastarle dos pinceladas para mostrar todo un cuadro a vista del lector.

Después que cuenta la muerte de Oñez de Loyola es cuando puede decirse que comienzan a desplegarse los verdaderos propósitos del autor. Desde el canto III aparecen los caciques araucanos reunidos en consejo para discutir el plan que debe adoptarse en las futuras operaciones de la guerra. Muchos indios emiten sus pareceres, pero no hay uno solo de ellos que, al través de sus arengas, no sepa conservar una fisonomía propia y peculiar: el pintor descuella de nuevo esta vez por la felicidad con que maneja su pincel.

Entretanto, los soldados españoles de guarnición en un fuerte de la frontera,   —495→   traicionados por un tal Sánchez, emprenden la retirada hacia el Cautén. Arriban allí casi despavoridos, lastimados, y en medio del llanto de los niños y los ayes de las mujeres: acompáñalos el poeta en su dolor, exhala sus sentimientos y apura su ternura. Los enemigos, que llegaban casi a la empalizada del recinto, al percibir tan gran gritería, creen que viene socorro a los sitiados y emprenden la retirada; pero conducidos de nuevo al ataque por el denodado Pelantaro, se traba la batalla en un cerro inmediato. Hallábanse medio vencidos los indígenas, cuando son auxiliados por doscientos de sus compañeros; arriba también Vizcarra en protección de los españoles; mas, aunque intentan prodigios de valor, habrían sido éstos derrotados a no venir en su socorro el denodado Quirós, cuya ayuda fue tan eficaz, que apenas si uno de los contrarios escapó la vida.

La acción se traslada después al Perú. Sabedores allí de la desastrosa muerte del gobernador Loyola, se describen los aprestos que se hicieron para la salida del convoy que se mandó a las órdenes de D. Francisco de Quiñones.

Concluye con esto el canto V, para comenzar en el VI la relación de un asalto dado al fuerte del Cautén por el cacique Pailaguala, que sale al fin derrotado. Pelantaro, ayudado por Quelentaro, se preparaba a incendiar el fuerte, a cuyo efecto había acopiado una grandísima cantidad de leña, y lo hubiera logrado sin duda, a no ser por Ivan y Quezada, que le prendieron fuego anticipadamente, y comenzando a degollar a la luz de la hoguera a los indios ebrios y amedrentados, consiguieron que se retiraran.

Por allá a lo lejos se divisan en el mar unas naves que azota la tempestad en las alturas de Juan Fernández y que traen el deseado socorro, que arriba por fin a Talcaguano. Dos hombres se acercan a las embarcaciones y uno de ellos relata a los recién llegados la historia de los padecimientos que por seis meses han sufrido en el fuerte los compañeros del capitán Urbaneja, sitiados de los enemigos, acosados por el hambre, disminuidos hora a hora por los combates de cada día, y el viaje que ambos han hecho en una canoa desde tierra adentro para demandar auxilios y referir los extremos a que se veían reducidos: parte bien interesante del poema, en que el lector se siente conmovido y deseoso de aplaudir el talento del poeta que tan bien ha relatado el heroísmo de ese puñado de valientes.

Noticiados los indios de la llegada de la expedición, arriban en número de seis mil a presentar la batalla; pero, con su derrota, es socorrida la ciudad a tiempo que la vuelta de la primavera


Daba, vistiendo a Chile de verdura,
la más noble sazón, graciosa y pura.


En el canto IX se ofrece al lector el tiernísimo episodio de Guaquimilla y Anganamón y la fiesta a que da lugar, cuya relación, aunque muy bien traída y no falta de interés, peca por demasiado larga, hace distraer la atención y aún preguntarse cuál es la verdad que pueda hermosearla.

Más tarde, aumentándose ya el gusto del autor por las ficciones, supone que un mago indio pide a Eponamón que caiga sobre Chile una gran sequía. Descríbese ésta largamente, y su pintura no carece de talento por la amena variedad con que está hecho el cuadro y el vigor de los tintes que han solido emplearse.

La ciudad, en extremo afligida, dirige su vista hacia Dios y le invoca con sentidas palabras. Se aprovecha el poeta de esta circunstancia para describir los efectos de la omnipotencia del Ser Supremo, eligiendo, a ese intento, con muy buen gusto, las grandes escenas de la naturaleza, los ríos, las montañas, la luna y los astros, etc.

  —496→  

Distrae después su musa contando la venida de los holandeses a las órdenes de Simón de Cordes a las riberas de Castro. Se le aparece entonces al intruso extranjero la Venganza, le manifiesta los castigos que en el mundo ha ejecutado con los ambiciosos desde Júpiter acá, y le predice su muerte.

Una vez terminada la relación de las aventuras de los piratas, un cacique toma la palabra y les da noticias del lugar a que han arribado, la odiosa sujeción en que se tiene a los indígenas, y concluye pidiéndoles que los liberten del yugo de los españoles.

Aunque la acción pudiera parecer a primera vista perdida en la serie de acontecimientos subalternos que la envuelven como procurando ahogarla, se destaca bastante bien el fondo, que se reduce a la historia de los padecimientos experimentados por las ciudades españolas en la guerra con los araucanos al finalizar el siglo XVI, asunto verdaderamente dramático y digno de despertar la trompa épica.

La obra de Mendoza, por su factura, está más próxima que ninguna otra de las que llevamos analizadas de ajustarse a los requisitos indicados por los preceptistas como característicos de la epopeya: acción bastante bien circunscrita, detalles un poco extensos, pero muy de las circunstancias, y episodios como el de Guaiquimilla, que distraen agradablemente la atención del lector. El desenlace debió sí, buscarlo el poeta antes del punto a que llega en realidad, pues concretándose únicamente al sitio y destrucción de las ciudades españolas por los araucanos en el año en que expiraba el siglo XVI, no será hipérbole decir que, en esta parte, el tema se habría asemejado mucho al de La Ilíada, y procediendo con más cuidado en cuanto a la hilación del argumento, su trabajo habría sido excelente, y, como obra literaria, acortada en la mitad, sería mucho más acabada, más condensada y expresiva y naturalmente más artística también.

Basta esto solo, nos parece, para afirmar que Las Guerras de Chile está más cerca que ninguno de los otros poemas de su índole de acercarse a La Araucana, pues ni siquiera faltan en él algunos rasgos personales del autor, impregnados de su espíritu, de sus tendencias e inclinaciones, que le asemejan al poeta soldado. Mendoza no habla del modelo que se propusiera seguir, ni menciona tampoco a Ercilla; pero para el que compara las obras de ambos, si no la imitación, -que tal cosa era sólo relativamente posible, por la diversidad de argumentos y de los personajes-, en sus arengas, en sus episodios, en la intervención de la máquina que ideó, resulta patente que debe incluírsele entre los que derivaron su inspiración de aquella prístina fuente de la epopeya histórica.

Con más fortuna que los autores de las dos últimas de que hemos tratado, anduvo don Melchor Xufré del Águila, que logró ver circular en letras de molde, en Lima, en 1630, su Compendio historial del descubrimiento, conquista y guerras del Reino de Chile. Era madrileño, nacido en 1568, y hubo de pasar al Perú cuando contaba apenas 17 años, para ir a servir allí una plaza de gentilhombre lanza, - puesto que había tenido, asimismo, Ercilla, según sabemos-, no en tan pobre condición, que, cual ese su antecesor literario, no pudiera darse el lujo de hacerse acompañar por dos criados y dos esclavos y de traer con él quinientos ducados «en ropas y cosas de su casa». Llegaba a Chile a principios de 1590, donde, después de militar cerca de siete lustros en la guerra, hubo de retirarse, casi baldado, a vivir «en campesina y ociosa soledad», precisamente en un sitio muy inmediato al en que hoy le recordamos y que conserva aún su nombre. Durante seis años gastó sus ocios en leer y releer los pocos libros de que podía disponer, unos cuantos de historia y los más de santos, políticos,   —497→   filósofos y comentadores de la Sagrada Escritura, viendo modo de adelantar así la cortísima instrucción que los pocos años que contaba antes de salir de España, y luego su continua consagración a la guerra, le hablan impedido alcanzar.

Fruto de las minuciosas anotaciones que fue haciendo en el curso de sus lecturas resultó lo que él llamaba «un poema dilatado, tanto, que en escribirle en borrador segundo y en limarle, he gastado, decía, tres años. Hele mostrado a doctos, que le aprueban, cuenta en seguida, por ser el cuerpo del destas sentencias; y el modo de su engaste, dicen que al gusto que a lo moderno tienen hoy los hombres. Y así lo intitulé Coloquio sentencioso de provecho y gusto», porque, en efecto, figuraban en él dos interlocutores, Provecto y Gustoquio -(ya se ve el propósito de señalarles con tales nombres)-, que con sus diálogos alcanzaron a enterar no menos de tres volúmenes.

Para salvar del olvido alguna parte siquiera de su labor, Zufré del Águila entresacó de ella tres discursos, «el primero, del Compendio historial desta guerra de Chile; -le refería al Virrey del Perú en su dedicatoria-, para que V. E., por tenerla a su cargo... vea por tantos sucesos pasados la fuerza de la precisa necesidad, para no desestimar más aquella guerra, sino ayudarla con los medios necesarios, que por los trances pasados se encuentran ser convenientes».

Tal fue el origen y tal el alcance que tiene la obra de aquel soldado de las luchas araucanas, que en ella las cuenta en breve resumen, desde sus comienzos hasta el año de 1628. ¿Es posible intentar siquiera ver entre ella y La Araucana algún punto de contacto, si exceptuamos la calidad de crónica histórica rimada de sucesos acaecidos en este país, y el de que su autor, como Ercilla, hubiese tomado parte en ellos? ¿A qué hablar de esa forma dialogada, de la clase de verso empleado, de la ausencia de cuanto pudiera acercarla, aunque más no fuera, no ya a La Araucana, pero ni tan siquiera a Las Guerras de Chile o al Purén indómito? Bástenos, pues, con la ligera cuenta que damos de aquella pedestre crónica, de la cual no hemos debido prescindir, porque con ella se cierra el ciclo que llamaríamos de los imitadores del poema de Ercilla en Chile1354.