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ArribaAbajoCapítulo II

Doña Sol


Los rayos del naciente día dando en el rostro de nuestro buen Gil vinieron a despertarle cuando Rodrigo se levantaba también de su durísimo lecho. Mostrábase en el Oriente la rosada aurora; y los trinos de los pintados pajarillos que abandonaban sus nidos de pluma, se confundían dulce y armónicamente con el ruido del agua. La escasa luz que alumbraba las ruinas hacía resaltar en ellas los claros y oscuros de un modo majestuoso; y la vista de tantos objetos distintos sorprendía la imaginación al mismo tiempo que levantaba el espíritu con nobles pensamientos. Lo primero que se presentó a los ojos del escudero fue el malhadado fantasma caído en el suelo boca arriba, y con el rostro todo polvoroso y cubierto con los mimbres que se inclinaban hacia aquella parte. Pero en vez de poner miedo al criado tan extraordinaria figura, le hizo disparar por el contrario en larga risa reparando el raro vestido que le cubría. Lo que las tinieblas de la noche habían hecho pasar plaza de coroza a los ojos de amo y escudero, era la capucha de un religioso; y una almalafa colorada componía el resto de aquel disfraz que tanto se asemejaba a la vestimenta de los vestiglos. La almalafa de moro y la capucha de cristiano formaban un contraste tan original, que Gil llevaba término de no acabar de reír en un año. Al ruido de las carcajadas volvió el Cid la cabeza, y viendo a su criado con los carrillos hinchados y con tanta boca abierta, no pudo dejar de acompañarle en su alegría aun antes de advertir la causa. Mas cuando dio rostro por acaso al fantasma, faltó poco para que ambos no reventaran de risa.

-¿Y qué dirás ahora, Gil, de ese duende o demonio, o como tú le llames? -exclamó Rodrigo, sin cesar de reír ¿Viste más rara y más extravagante figura en los días de tu vida?

-Lo que yo sé decir -respondió el mozo-, es que debe de ser algún loco de atar que se ha escapado de uno de estos pueblos vecinos, y andaba solazándose por los contornos. Descúbrale su merced la cara, y veamos si corresponde a su figura, que sí se parecerá como un manzano o otro manzano.

Acercose Rodrigo de Vivar, y tomando la mano al vestiglo advirtió que vivía aún, y que la tenía suave y blanca como un copo de apretada nieve. Separó los mimbres que ocultaban el rostro, y quedó inmóvil y sin poder articular palabra al reconocer en él a una de sus hijas. Parecía volver en sí del aturdimiento que sin duda le causara el golpe de la lanza, y al paso que se animaban sus facciones, subía de punto la admiración del caballero. Este, haciendo por último un esfuerzo, la puso sobre sus brazos, y trasladándola a donde Babieca y Gil estaban, se sentó a su lado procurando con un pomo de agua, que consigo llevaba, restituirla a la vida.

-Mal año para mi abuela -dijo el criado-, si no tiene el señor duende una cara como una bendición. Mas, ¡válgame San Jorge! cosas de encantamiento son cuantas aquí nos suceden . ¿No es ésta mi señora doña Sol?

-¡Cielos -exclamó el Cid-, justos cielos! ¡Conque no se engañan mis ojos, y mis propias manos han puesto tan mal parada a la hija de mis entrañas! ¿De qué prez puede serme la victoria que anoche conseguí en este mismo sitio arrancando la vida a mi bárbaro enemigo, si tan cruel venganza, me había de retornar la fortuna? ¡Oh hija mía! -añadió, apretándola contra su seno; y los ojos de la hermosa doncella se abrieron en aquel punto del mismo modo que se entreabre el cáliz de una rosa a la primera gota de rocío con que la baña la aurora.

-¡Dulce padre mío! -pronunció doña Sol con una voz débil, y pasó su brazo por el cuello de Rodrigo-. Mis labios temen anunciaron las crueles desgracias que cercan a vuestra familia. Mi madre y mi hermana... Dios mío -siguió toda conmovida, y alzando los ojos tierna y dulcemente-, dadle valor. No os desesperéis, valeroso padre; vuestro pecho, acostumbrado siempre a los trabajos de la guerra, ha sabido conservar la ternura de esposo y de padre. ¡Cuál será, pues, vuestro dolor al ver que mi madre y mi hermana yacen aprisionadas en poder de los moros!

-¿Qué dices, Sol? -replicó Rodrigo, poniéndose en pie-. ¡Mi Jimena, mi amada esposa, gime entre cadenas, y yo vivo! ¡Dime el nombre del infame que ha osado mancillar mi gloria y arrebatarme mis caras prendas; dímelo, y al punto caerá su cabeza a tus pies!

-Abenxafa, señor -contestó, bajando los ojos, la hija del Cid. -Abenxafa -gritó este-, traidor, fementido, las aves de rapiña han de bañar en tu sangre sus picos. ¡Ojalá, perro descreído, que si amas a alguna belleza, pruebes al expirar el amargo tormento de verla en brazos de un rival! ¡Y ojalá presencies la muerte de tus hijos despedazados por una fiera, sin poderlos socorrer!

El pobre Gil Díaz, oyendo estas nuevas, y conmovido con la desesperación de su amo que nunca un dolor igual había mostrado, principió a llorar amargamente llevado de la ley que a sus señores profesaba. El valiente y aguerrido castellano, que adoraba a su esposa y a sus hijas, y que con aquel fiero e indómito valor amalgamaba la más exquisita sensibilidad, soltó la rienda a su despecho, y doblando una rodilla ante la hija, le tornó una mano, empuño con la otra el acero, levantó los ojos, y exclamó:

-Juro por la cruz de esta espada de no comer pan a manteles, ni bajo techo reposar, hasta haber librado a Valencia del impío Abenxafa, y haber recobrado con ella las dulces mitades de mi corazón. No, Jimena mía; no, Elvira de mi alma; mis caballeros me seguirán a romper vuestras cadenas; si es que el amor que os tengo no basta y aún sobra para abrirme paso por medio de escuadrones y vencer murallas de bronce.

Dijo, y saltando sobre Babieca, y acomodando en sus brazos a doña Sol, dio de espuelas al caballo que en su veloz carrera dejaba atrás el viento. Seguíale jadeando Gil, sin perderle de vista, hasta que bañado todo en sudor, y viendo el camino que tomba, diose a entender que iría al castillo de Cebolla, y tuvo por acertado el acortar el paso y mirar cómo su señor se alargaba a todo su talante.

Dejemos ir en paz a amo y criado, y vengamos al trágico suceso del cautiverio de doña Jimena y su hija, que dio ocasión a la ridícula y felizmente acabada aventura del fantasma. Pero antes será preciso decir algo sobre los caracteres de Rodrigo de Vivar y de Gil, que tan principal papel representa en esta historia.

Era el Cid blanco sonrosado, con los labios belfos, el cabello rubio; y aunque frisaba ya en una edad avanzada, no se le notaban canas. Sus brillantes ojos eran como un espejo donde llevaba retratado su ardoroso y bélico valor; y una larga y poblada barba marginaba su rostro. Notábase al mirarlo algo extraordinario que anunciaba a tiro de ballesta al héroe sin necesidad de saber de antemano sus proezas. Era por demás la bizarría y el aliento que en todas sus acciones mostraba; y a no afirmarlo todos los historiadores, deberíamos dudar de que la especie de dureza que distingue a los héroes se confundiera y anduviera apareada con la más perfecta ternura.

En efecto: Rodrigo de Vivar no aparecía mejor guerrero en el campo de batalla, que esposo sensible y padre cariñoso en el retiro doméstico. Cuando se desnudaba la ensangrentada coraza y las duras manoplas en los cortos momentos que dedicaba al solaz y al descanso, sentaba sobre las rodillas a sus hijas, y tal vez con un rostro lleno aún del honroso polvo de la pelea imprimía los labios en el tierno y delicado rostro de las hermosas doncellas. Aquella mano que poco antes embrazara la rodela o empuñara la lanza acariciaba ahora suavemente a su esposa; y quizá una lágrima de felicidad empañaba los ojos que habían brillado de fiereza. Rodrigo, pues, pertenecía por su heroísmo a aquellos siglos bárbaros y caballerescos; empero, su corazón y sus conocimientos rayaban más altos, y serían sin duda hoy día el mejor ornamento de la Corte de Castilla.

Gil Díaz, su criado, que le servía desde niño, era un mozo colorado, fresco y pelinegro, pero de muy poca sal en la mollera. Dejábase tentar algo de la risa, y más a su gusto embaulaba tasajos como el puño en su ancho estómago que repartía tajos y reveses en los combates. Era miedoso y hablador de suyo, pero su buen natural, su fidelidad, y sobre todo, su no interrumpida alegría, le hacían amable y querido de los amigos de su señor. Así contaba un romance como aderezaba una polla y aún podía dar una mano de coces de ventaja a cualquiera en esto del danzar.

Ausente, pues, el Cid de su esposa y de sus hijas por las intrigas de los cortesanos, y viendo las muchas tierras que en reino de Valencia había conquistado, acordó fortificar el castillo de Cebolla, situado a dos leguas de la ciudad, y llamar a su familia para vivir juntos en esta fortaleza. Envió a San Pedro de Cardeña, donde habían quedado su esposa e hijas, a Alvar Fáñez y a Martín Peláez, caballeros y deudos suyos; con un grande presente para el abad del monasterio, y treinta marcos de plata para el altar de San Pedro. Llegaron al convento los enviados de Rodrigo, e hicieron rebosar de placer el corazón de Jimena que lloraba tanto tiempo ya la ausencia de su esposo. Sus hijas Doña Sol y doña Elvira, que con igual entusiasmo amaban a su padre, bañaron con sus lágrimas la mano de Jimena, dándose mutuamente mil parabienes por tan súbita ventura.

Cuanto puede hacer amable al hombre en el mundo a los ojos de la hermosura, campeaba en el Cid en el punto más elevado. A su maravilloso denuedo y corazón valiente, a la fama de sus grandes e increíbles hechos, al prestigio de la gloria que tanto halaga a las bellezas, había el guerrero encadenado el afecto de su familia. Y cuando este nace sobre terreno tan proporcionado crece y se señorea en el pecho humano, sin que las tormentas que levanta el infortunio sean parte a destruirle.

Hechos, pues, los preparativos del viaje, y colocadas las ofrendas en el altar de San Pedro, pusiéronse en camino doña Jimena y sus hijas acompañadas de Alvar Fáñez, Martín Peláez, y de fray Lázaro, religioso del monasterio. El ansia con que deseaban llegar al castillo las ilustres viajeras ponía alas a su imaginación para representarles de antemano las delicias que gozarían al reunirse con el objeto de sus amores. Mas la suerte enhilaba los sucesos de muy distinto modo.

Hiaya, rey moro de Valencia, tenía buena voluntad a Rodrigo de Vivar, y apoderado éste por otra parte de tantas fortalezas y pueblos, nada podía recelar en el reino edetano. Habíale dado el rey repetidas pruebas de fidelidad, y descansaba a mayor abundamiento en del terror que su vencedora espada había infundido a los cobardes secuaces del islamismo.

Pero la llama de la discordia se eleva de repente en la ciudad que baña el Turia; y la sedición la atiza con todo su poderío. Los almorávides, enemigos de Hiaya, han desnudado su puñal, y el pecho del infeliz rey le sirve de vaina. Cae el mísero bañado en su propia sangre, y el impío Abenxafa, el más corrompido de los hijos de Mahoma, le dirige una mirada insultante y feroz al verle morder la tierra; y al paso que con la diestra clava una y otra vez el acero en el corazón del rey, le arrebata con la siniestra el signo de la autoridad real y la empuña con frenético anhelo. Levantan desde entonces su cabeza los vicios y los crímenes en Valencia; escóndense las virtudes perseguidas bajo las bóvedas de que está minada la ciudad; la encendida tea de las feroces pasiones guía y alumbra los pasos de los que se han apoderado de la balanza de Temis; y la dulce inocencia cierra los ojos para no deslumbrar con la vista de los delitos el brillo de la pureza que resplandece en ellos.

Mientras el carro de las humanas revoluciones rueda y pasa sin detenerse por las murallas de Edeta, se acercan ya a Sagunto Jimena y sus compañeros. Los labios de la ilustre matrona sonríen dulcemente al descubrir las olas de aquel mar que besa las humildes torres del castillo de Cebolla, y aumenta su impaciencia la proximidad de este amado lugar.

-¡Ay, señora -dice fray Lázaro, metiendo las manos en las mangas-, qué bueno es Dios! No distamos dos tiros de ballesta de la fortaleza, y pronto descubriremos sus almenas doradas por los últimos rayos del sol. Ensanche su merced ese corazón que debe tener angustiado y anheloso, según los colores que le salen al rostro al paso que nos acercamos a Cebolla.

-Así será, como asegura su paternidad -respondió Jimena-, pero yo sé decir que no me angustia cosa alguna, como no sea la alegría que me causa el verme ya cerca de mi caro esposo.

-Pues bien -replicó el religioso-: esa alegría, debe tener sus límites, que no place a la Divina Providencia el que pongamos tanto amor en las cosas terrenas que son perecederas.

-¡Vive Santiago -exclamó entonces Alvar Fáñez-, que su reverendísima se engaña! Si en vez de cogulla y cordón se hubiera vestido su paternidad una cota de malla y un casco de bruñido acero, a buen seguro que le acuciarían otros pensamientos. Para conocer el amor es necesario ser marido y padre, o haberlo sido. Entonces se siente la extensión y fuerza de esta llama que mueve y arroba al hombre de un modo superior a sus fuerzas; entonces todas las leyes de la naturaleza conspiran a reducirle a este afecto único, porque de él depende la conservación y aumento del género humano. Su reverendísima no puede conocer unas pasiones a que es superior, ni probar unas delicias a que ha renunciado; pero así moderará mi señora doña Jimena el contento que le anda brincando en el pecho en estos instantes, como perderá su nivel el agua de ese mar. Porque por mas elocuentes que sean las razones que emplea fray Lázaro para probar que debe tener a raya ese júbilo, la naturaleza, esa señora que nadie conoce y todos siguen, con un solo recuerdo, con descubrirle la cúspide de un torreón, le hará dar un salto y olvidar en un abrir y cerrar de ojos los discursos de una semana entera.

-Digo que tiene razón Alvar Fáñez -contestó Martín Peláez- y que bajo el hábito del monasterio de San Pedro de Cardeña lleva ocultas su reverendísima muy diferentes ideas. ¿Nunca ha molido fray Lázaro esperanzas en el molino de amor?

-Sus mercedes -dijo entonces el religioso bajando los ojos- gastan buen humor a fuer de esforzados militares. Dios los tenga de su mano y guarde nuestra cogulla.

En esto vieron venir hacia ellos un tropel de sarracenos capitaneados al parecer por un joven de gentil continente y sin iguales bríos que oprimía los ijares de un arrogante bridón. Al punto que divisaron los moros a los armados caballeros hirieron los aires con el ronco sonido de sus añafiles y atambores, y revolviendo con su acostumbrada ligereza los caballos acometieron a los cristianos en polvoroso desorden. Alvar Fáñez y Martín Peláez, afirmándose en los estribos, los esperaron con impávido denuedo y con la lanza en ristre, y rechazaron a los primeros pelotones con la misma furia con que los montes resisten a las olas del mar que los cubren de espuma y que se estrellan contra los peñascos que se elevan en su falda.

Pero los furibundos fendientes que descarga el joven Abenxafa hacen mella en las corazas de triple acero: caen las plumas que coronaban el alto crestón de las celadas; rómpense estas al descomunal golpe de su maza de armas, y descubiertas las cabezas de Fáñez y Peláez ruedan bien pronto a los pies del bárbaro musulmán. Abalánzanse los soldados a las afligidas señoras, las desnudan de sus ricas joyas y vestidos, y hasta el humilde hábito del pobre fray Lázaro, que había permanecido pacífico, es presa de aquellos despiadados infieles.

Aparecían confundidos en el suelo los cadáveres de los dos cristianos con los despojos de los sarracenos que habían expirado al impulso del vigoroso brazo de Fáñez y de Peláez. Abenxafa saltaba de alegría al ver la completa venganza que la fortuna le daba del Cid, a quien aborrecía de muerte: y así ordenó que separasen a las señoras para aumentar el dolor de su cautiverio.

Mas observando entonces doña Sol el general desorden de los bárbaros, asió de los cabellos a la suerte, y dejándose caer en tierra se tendió bajo de los mortales restos de los que habían perecido. No pudieron echarla de menos los moros, porque dándose los unos a entender que los otros la custodiaban, torcieron el camino hacia Valencia después de haber recogido los despojos del campo.

Luego que la hija del Cid notó la soledad en que quedaba, se levantó pasito y reconoció el sitio donde yacía. Viose desnuda, y solo encontró para cubrirse la almalafa de un moro muerto que habían dejado olvidada y la capucha de fray Lázaro que, sin duda, arrojaron allí por desprecio los soldados del bandido Abenxafa. Púsose estos extraños adornos, y advirtiendo que la noche cerraba, que todos aquellos lugares estaban habitados por sarracenos, y que ignoraba cuáles eran de su padre amigos o enemigos, se dirigió a las ruinas de Sagunto con ánimo de esperar en ellas la luz del siguiente día.

Hirió a deshora sus oídos la voz del Cid y de Gil Díaz, y aunque al principio dudó de tanta ventura, fuese por grados determinando a salir al circo para darse a conocer a su padre. Su aparición causó la escena que en el anterior capítulo hemos descrito; y aunque tan extraño parecía a amo y criado el vestido de doña Sol, era muy natural, sin embargo, el trance desgraciado que la había obligado a usarle. Al presente podía ya repararse y consolarse del pasada infortunio al abrigo del Cid que la conducía, como dejamos dicho, al castillo de Cebolla, con ánimo de vengar la injuria hecha a su familia.

Con efecto: entraron por las puertas de la fortaleza, y los denodados y valientes caballeros que ya sabían la desgracia de su inmortal jefe, le cercaron en el lindar bramando de coraje, y pidiendo que los condujera a singular y sangrienta batalla con los osados robadores de Jimena. El honor y la hermosura lo eran todo para aquellos arrojados paladines que, deslumbrados con la aureola de gloria que brillaba sobre la cabeza de Rodrigo de Vivar, habían corrido de lejanas tierras a tributarle el homenaje debido a su heroísmo y a adquirir bajo sus banderas empresas de gloriosos hechos para sus noveles escudos.

Allí se distinguían los aguerridos y sesudos habitadores del Tormes; los que cribaban la finísima y menuda arena del Tajo; los que bebían las dulces aguas del florido Betis, y los que a las faldas del Auseva lanzaron el primer grito de patria libertad, y enrojecieron los tersos cristales del Deva con la inmunda sangre de los bárbaros africanos. Diríase al ver tantos héroes juntos que el diamante tenía la virtud de reunir todos los metales preciosos, o que el Cid era el centro del heroísmo o la piedra mágica que una vez tocada pone en movimiento cuanto a ella se acerca.

Empero, los atractivos de doña Sol hicieron subir el valor de los guerreros al último cielo del entusiasmo. Aquellos ojos negros y rasgados que brillaban en medio de un rostro de azucenas salpicadas de púrpura dirigieron una mirada de gratitud a los cristianos, y no hubo un solo corazón que no palpitase con ella. El carmín coloreó los rostros de los paladines; hincháronse las venas con la sangre inflamada por la beldad; eleváronse los ojos por un movimiento natural, y todos experimentaron el ansia de combatir. El sonoro ruido de las espuelas, el brillo de las armaduras de limpio acero, en las que reflejaba el sol su imagen saliendo en aquel momento de las aguas del Mediterráneo, el movimiento de los penachos que ondeaba el viento y los gritos que arrancaba la presencia de la hija del Cid a aquellos valientes encendieron más y más su pecho, y lo hincharon de patriótico anhelo.

Los árabes dominadores de los países más fértiles de España habían solo sufrido revueltas y descalabros en los sitios montuosos, desde que el genio de la rebelión les abriera las puertas del Edén europeo. Asturias había dado el ejemplo heroico de sacudir el bárbaro yugo de la dependencia musulmana y la Corte española, concretada un día al ángulo reducido de la milagrosa cueva que albergó a los compañeros de Pelayo, se había dilatado por Castilla, Aragón y otros países más o menos céntricos y montuosos. Los tiranos se señoreaban a todo su talante en las provincias marítimas gozándose en las riberas del Turia, del Segura y del Betis, porque así podían en apuradas situaciones recibir socorros de África, o dar las velas al viento, embarcando sus riquezas, si los valientes iberos los acosaban con su sólita pujanza.

Rodrigo de Vivar, abriéndose paso por medio de estos naturales y feroces enemigos, había logrado sentar sus reales en medio de ellos, y en el sitio mismo que tantas ventajas les daba. Y había cumplido del todo sus deseos con estas tentativas, conociendo cuán difícil se presentaba la conquista de ciudad alguna que estuviese situada en la costa. Mas al presente, que el honor y el amor enardecían el patriotismo, todo se presentaba a sus ojos liso y llano para clavar el estandarte de la cruz en las murallas de Edeta. Parece que el cielo deparaba a los cristianos esta ocasión de libertar la ciudad más hermosa de Occidente del poder de los descreídos y perversos africanos.

Al dulce cariño que profesaba a su consorte se unía el poderoso aliciente del amor patrio, despertador de los más heroicos pensamientos, y capaz por sí solo de hacer emprender y acometer los más atrevidos y gloriosos hechos de armas. Conocía el Cid lo que podía en los corazones de sus guerreros esta pasión; y así resolvió que todos ellos juraran morir o librar a Valencia de los musulmanes. Dio, pues, las órdenes convenientes para esta singular y nunca vista ceremonia, y ofreció marchar, al punto que se hubiese celebrado, a auxiliar la oprimida ciudad.

Manda clavar en el torreón más elevado de la fortaleza un astil, de cuya punta cuelga negro pendón con una roja cruz que la atraviesa. Ordénanse las guerreras haces en la dilatada llanura donde está situado el castillo, y por todas partes corren los hombres de armas apercibiéndose para la lucha. Ya no se agitan en las celadas de los héroes cimeras de vistosos colores: todos las han trocado por negras plumas que muestran el luto que reina en las almas. Los impacientes flecheros rompen el aire clavando agudas flechas en los troncos de los árboles para ejercitarse en los bélicos ejercicios. La trompa guerrera resuena en el campo, y anuncia las marciales lides que serán el asombro de las edades venideras.

Mientras el estruendo de las armas atronaba aquellos contornos, llamó Rodrigo a don Diego Ordóñez del Lara, uno de los héroes que más sobresalían en el ejército del Cid, y le dijo:

-Término llevan estos guerreros de conquistar la Europa entera, cuanto más a Valencia; mas para dar el último punto a su belicoso ardor, quiero que los nobles paladines de mi ejército reunidos, la flor de la caballería española jure con la espada desnuda reconquistar la libertad de su patria, encadenada por las cohortes africanas, y quiero que mi hija presencie esta ceremonia para darle todo el realce y brillo posible. Ya ves, amado Lara, el trance a que me ha conducido la suerte. Mi dulce Jimena yace aherrojada por un bárbaro y cobarde moro, y mi tierna hija, aquella cuyos pies cobijaba yo en su niñez, provoca quizás con sus atractivos las impúdicas miradas de un seductor. ¡Oh afrenta! Tu amigo, Lara, el Cid, cuyo honor disputaba la pureza al lampo del sol, Rodrigo de Vivar vive aún después de su infortunio. Si en tu pecho arde la llama de la amistad del mismo, modo que en el mío; si alguna vez te fue deliciosa la memoria de una beldad querida, ase las riendas de tu bridón, y disfrazado o como más te agrade, parte a Valencia, y haz por ver a mi esposa. Dile que quedo ciñéndome la espada que he de envainar en el pecho de sus alevosos robadores; dile que mi corazón llora sangre ausente de ella; dile que cuide de mi Elvira... ¡Oh amigo!, yo fío a tu valor este arduo encargo; no conozco ninguno más digno que tú de tan peligrosa empresa.

Anímanse las facciones de Lara al oír las últimas palabras de Rodrigo; estrecha el cuello del héroe con sus brazos aforrados de hierro, y le responde:

-Merezco la preferencia que me concedes, invicto Cid; y antes que el sol transponga las vecinas montañas, tendrás nuevas de tu familia.

Se desase entonces de su compañero de armas, se cala la visera, salta sobre su indómito caballo, y los árboles y el polvo le roban muy pronto a los ojos del Cid.




ArribaAbajoCapítulo III

Elvira y su amante


Siguiendo el intrépido Ordóñez de Lara la orilla del mar, llegó bien pronto a los deliciosos y floridos campos donde está situada Valencia. Aunque el sol tocaba ya el signo de León, no fatigaba en ellos el calor, sino que todo presentaba la imagen de la suave y cándida primavera. Deslizaba el Guadalaviar, o como ahora se llama, Turia, sus cristales por entre unos arcos que formaban los juncos enzarzándose con los purpúreos rosales; y el césped, el jazmín y la madreselva crecían en sus riberas alfombrándolas con vistosa y grata variedad.

Luego que Ordóñez descubrió los humildes muros de la ciudad se apeó de su caballo en una plazuela de olorosos naranjos y verde arrayán que allí había, con ánimo de darse traza y resolver el modo de entrar en Valencia. Y mientras revolvía en su mente, sentado en la menuda grama, mil ingeniosos pensamientos, vio acercarse con presurosos pasos a aquel sitio una arrogante y lindísima mora, con el más donoso y esbelto talle que vieran nunca sus ojos. Vestía un hermoso zaragucel de níveo tuán, cuyos ordenados pliegues le caían hasta los chapines, y una rica marlota de seda sembrada de pedrería. Colgábale del sencillo tocado el cendal, graciosamente prendido, que le velaba el rostro; y resplandecía en sus sienes una diadema de zafiros y balajes.

Parecía tan embebida en sus ideas, que ni siquiera volvió la vista a la plazuela de los naranjos; y despidiendo a la esclava que la acompañaba, se sentó al borde mismo del Turia, de frente al agua y de espaldas al paladín cristiano. En esto penetró a la llanura otro caballero de la cruz armado de punta en blanco y dirigiéndose a Ordóñez con la visera calada:

-Cualquiera que seáis -le dijo-, pues me basta vuestro traje de cristiano, os exijo, por la orden de caballería que profesáis que me juréis guardar eterno secreto de cuanto vuestros ojos vieren.

-Así lo juro -respondió el de Lara sin descubrir el rostro-, así lo juro en nombre de la beldad que me calzó la espuela al armarme caballero.

-Pues bien -siguió el desconocido-: defended mi espalda para que nadie penetre a esta parte de la ribera, que me importa la vida hablar a esa cristiana.

-¡Cristiana! -exclamó Ordóñez sorprendida...

Pero ya el incógnito, llegando a la señora, se había puesto de hinojos ante ella, y con dolorido acento le decía:

-Te veo, por fin, adorada Elvira. ¡Ah!, ¡cuánto huelga mi corazón de que te hayas compadecido de mis penas!

-¿Conoces tú -respondió ella- toda la extensión de los peligros a que me he arrojado por hablarte? Mira el indecoroso traje que cubre a la hija del Cid; mira el disfraz con que he podido burlar la vigilancia de mis carceleros. El bárbaro Abenxafa ha jurado derramar la sangre de mi madre en el momento en que me eche de menos en su palacio.

-¡Qué dices! -gritó el caballero-. ¿Ese juramento ha pronunciado Abenxafa?

-Sí, le ha pronunciado -replicó la doncella-, y los momentos son preciosos. Si en este punto me buscara... ¡Justo Dios! Ya me has visto; ya sabes mi esclavitud y mi situación; parte, y no olvides que tu Elvira queda expuesta a las amenazas del lascivo Abenxafa.

-Espera, Elvira; espera -así gritaba el incógnito mientras la hija del Cid, más ligera que el viento, corría otra vez a Valencia llevada en alas del amor maternal.

El caballero la siguió con los ojos mientras pudo, y volviendo luego a donde Ordóñez lo aguardaba, se sentó a su lado.

-Maravilla debe de causaros -le dijo con acento cariñoso- el que me haya valido de vos sin conoceros; pero los guerreros todos somos hermanos; y a más los lazos de la caballería son tan estrechos y de tanta utilidad, que en todas partes halla un caballero otros de la orden de quien poder fiarse. Sois, sin duda alguna, del ejército del Cid, como yo, y me cumple retirarme por si os estorbo para algún asunto de importancia.

-No me estorbáis -contestó el de Lara-, antes si queréis seguirme, os quedaré agradecido. Salí poco ha de los reales de Rodrigo de Vivar a romper un par de lanzas con los perros que guarnecen esta ciudad; y por Santiago, que no he visto uno solo de ellos con quien poder ser en batalla, a pesar de esperarlos a tiro de ballesta de las murallas, como veis.

-Si os agrada, pues -añadió el desconocido-, sobramos los dos para entrarnos de hilo por esas puertas sembrando la muerte y el desorden, y aún podemos tocar con nuestras manos el palacio mismo del cobarde Abenxafa.

-¿No fuera mejor -opuso Ordóñez de Lara- retar a singular combate a esos dos moros que están de pie en el portillo apoyados sobre sus lanzas, y entrar luego disfrazados con sus trajes a rendir parias a mi señora doña Jimena?

-Que me place -clamó alborozado el amante de doña, Elvira-, siento no haber sido yo el autor de esa propuesta.

Los dos caballeros se abrazaron entonces por un movimiento natural causado por la especie de simpatía que une a los valientes. Hubieran querido ambos darse a conocer en aquel punto, y jurarse fraternidad, pero les pareció que era una especie de desconfianza, porque si el uno se quitaba la celada obligaba al otro a obrar del mismo modo por cortesía. El misterio, por otra parte, lleva consigo cierta majestad; hay un no sé qué de sublime en la espontánea unión de dos hombres que se defienden mutuamente sin haberse visto, y que ejecutan admirables proezas impulsados por una pasión noble.

El héroe de Lara y el incógnito montaron en sus furiosos bridones, embrazaron la rodela, terciaron el lanzón, y se encaminaron al portillo que guardaban los furibundos y bien armados sarracenos. Tan pronto como estos divisaron a los caballeros cristianos, hicieron sonar el alelí, y viéronse en un momento correr a su lado diferentes guerreros de la media luna, con picas, lanzas, espadas y ballestas. Una confusa gritería atronaba los aires, al paso que los dos héroes con reposado continente e impávido corazón se acercaban con la misma indiferencia que si corriesen a presenciar en el circo las habilidades de los gladiadores.

Mas óyese de repente un clamor de admiración, y todos los ojos se fijan en un joven árabe que asiendo con la mano izquierda las crines y hermosas riendas de una yegua, salta sobre ella sin poner pie en el estribo, y empuña una lanza de dos hierros. Las plumas gualdas y blancas que adornan su bonete, su soberbio alquifá, recamado de rubíes y amatistas, y su dorada cimitarra presa con el almaizar de las cadenillas de oro que le cuelgan del hombro, declaran demasiadamente quién es; si su fiereza, sus ojos de tigre y el coraje que le devora no han anunciado ya a Abenxafa.

Adelántase el incógnito dando espuelas a su bridón y provoca con fieros ademanes al musulmán.

-Ven, ven -le grita-, solo estoy, que mi compañero no tomará parte en nuestro combate. Si eres tan osado en el campo como en el harén; si tus cuchilladas y botes de lanza se parecen a los amores que dices a las cristianas que robas, ¿por qué temes, valiente entre las damas?

-Ahora verás -respondió Abenxafa, revolviendo con airosa ligereza su yegua-; ahora verás a qué se parecen los golpes y fendientes que descargo. ¿Eres acaso ese que llaman Cid, y vienes a recobrar cuerpo a cuerpo las prendas que te guardo? Por Alá que no puede engañarme la bermeja cruz que te adorna, y juro que ha de servir para alfombrar la caballeriza de mi yegua.

El incógnito, sin dar oídos a tan despreciables denuestos, vuelve la cabeza atrás y dice a Ordóñez:

-Mientras me despolvoreo con este infiel, aprovechad vos, compañero mío, la ocasión de penetrar en la ciudad por cualquier lado de la muralla -dice, y da principio al más reñido y sangriento combate con Abenxafa.

Ordóñez, acompañado de su alma grande, se aparta un buen espacio del portillo como si huyese de la pelea; arrima su bridón al muro, se pone de pie sobre la silla y abrazándose con la almena, levanta las piernas al aire, aprieta el pecho contra la pared, y salta sobre el muro a pesar de sus armas y del vestido de acero que le impide doblarse. Las calles están desiertas: porque los moros o han corrido al lugar de la pelea, o se han fortificado en sus aposentos, dándose a entender que los cristianos van a asaltar la ciudad. Camina el de Lara con presurosos pasos hacia el palacio; llega, y los centinelas aterrados le preguntan quién es. Respóndeles con la espada; y lleno de aquel honroso entusiasmo de la caballería, les afirma que como le consientan hablar a las cautivas cristianas, saldrá al instante de Valencia. Los árabes, poseídos de temor y admirados de su serenidad, le ofrecen llevarle a presencia de las cautivas si les da su palabra de no sacarlas del alcázar.

Así lo promete el héroe, y guiado por dos musulmanes, entra en un espacioso y ameno jardín. Doradas verjas le cercan y muran por las cuatro partes y en vez de encontrar los ojos cuadros de flores y simétricas calles de árboles, hallan solo una selva casi montuosa llena de grutas, de cascadas y de estanques. Obra es del arte que tan reducido espacio parezca ilimitado a la vista, y que se pierdan los cálculos del hombre en este ameno y plácido sitio, como si se hollase las faldas del Atlas. Los sarracenos, poseedores de los escasos conocimientos que entonces se traslucían de las ciencias, los habían utilizado en el reino edetano, transformándolo en una deliciosa y moderna Arabia. El alegre cielo de Valencia, la fertilidad de su terreno, la alegría y claro ingenio de sus naturales y la pureza de su aire habían venido de perlas a estos dominadores para ejercitar y poner en práctica el método que habían aprendido en su patria: ellos llamaron por largo tiempo a Valencia campos elíseos. Los artífices más hábiles habían trabajado en el jardín del palacio del muerto rey Hiaya; y así no debe parecernos extraño que fuese una especie de fenómeno en aquel siglo.

Detiénese Lara, sorprendido por tan inesperado espectáculo; vuelve la cabeza, y no descubre ya puerta alguna, ni puede adivinar por dónde ha penetrado a aquel misterioso y apacible sitio. Los soldados que le acompañaban han desaparecido, y casi se ve forzada a creer que pisa el encantado palacio de alguna hada, o la celeste región donde colocó la fábula a las apuestas diosas de la gentilidad. Vense aquí y allá grutas de ordenados peñascos cubiertos de olorosas yerbas, por las cuales se dejan caer como arrastrándose cristalinos arroyos que humedecen y refrescan la aromosa selva. Hay dentro de ellas un estanque de agua dulce, asientos de césped, baños para el estío y mil canoras avecillas que buscan inútilmente la salida, pues se hallan aprisionadas sin saberlo con una finísima red.

Aquí derrumbándose el agua en resonante cascada cae sobre una cueva de granito y se deshace en líquida espuma que argenta las aromáticas plantas, semejantes sus gotas a las perlas que vierte saliendo el alba. Allí amontonándose enyedrados peñascos, prestan guarida en sus huecos a la hermosa perdiz, a la nívea paloma y a la fugitiva liebre; mientras el vistoso cardo, el odorífero tomillo y el menudo arrayán levantan su erguida frente. Los árboles graciosos y selváticamente ordenados impiden gozar a un tiempo de estas brillantes vistas en un país llano y dilatado; pero en cambio excitan en la imaginación cierto anhelo por descubrir los límites de aquel albergue.

Impulsado Ordóñez por este sentimiento, recorrió con afán todos aquellos lugares sin echar de ver que andaba dos y más veces por una sola gruta, y que la aparente extensión de tan amena soledad era obra del arte y un mero engaño de los ojos. Así se alejan los objetos en la óptica, haciéndonos ver las risueñas campiñas y floridos vergeles a dilatadísimas distancias, cuando más cerca de nosotros se halla el lienzo donde están pintados. Admiró el héroe la paciencia y los preciosos metales que necesitara emplear Hiaya para trasladarlos enormes peñascos que formaban las grutas y cuevas, los cuales mandó traer de lejanos montes. Y arrobado, suspenso y dudoso sin saber qué pensar de aquel acontecimiento, se puso a llamar a los soldados que le acompañaron para que le mostraran la salida del laberinto.

Pero sus voces se pierden y confunden en la encantada selva, sin que ni el eco responda a los acentos del guerrero. Busca con desesperados ademanes una senda que le conduzca al palacio, y jura derramar la sangre de los alevosos musulmanes que en tan críticos momentos le han encerrado en el mágico retiro. Trae a su memoria el combate que el denodado incógnito ha trabado con Abenxafa para darle tiempo de cumplir sus deseos, y recuerda las tiernas súplicas del valiente Rodrigo cuando le diputaba para hablar a su esposa. ¿Y no la veré?, exclama afligido.

El honor enciende la generosa sangre que corre por sus venas; alza los ojos una y otra vez al cielo, vuela con amenazador continente de una a otra parte, se detiene, limpia el sudor que baña su frente, y conoce, por fin, que los viles soldados de la media luna le tienen preso para sacrificarle cuando les plazca.

Siéntase fatigado y resuelto a vender cara su vida, y los melifluos sonidos de una sonora arpa le sacan de aquella suspensión, despertando en su mente pensamientos harto más lisonjeros. Sin duda es este el país de los encantos, dice entre sí al levantarse, y mirando hacia el lado por donde se percibía el armónico instrumento, descubre encima de la última roca de donde se despeñaba la cascada, una ligera doncella más apacible que la primer aurora del otoño, y más fresca que las hojas interiores de un capullo de rosa. Parecía al mirarla de pie en aquella altura que se sostenía en el aire, y que los hilos de la cascada que de sus plantas se lanzaba eran otros tantos rayos de plata que su imagen despedía. No de otro modo erró Diana por las deliciosas y argentadas cumbres de los montes en busca de su caro Endimion.

Ordóñez contempla a la aparición, enajenado, como si descendiera del empíreo a darle consuelo, y la ninfa por su parte le observa atentamente fijando en él sus lindísimos ojos. Aparta el delgado alfareme que cubría su rostro, y el héroe reconoce a doña Elvira en muy distinto traje del que llevaba cuando a orillas del Turia estuvo aguardando a su incógnito amante. Eran por demás la gracia y sencillez que campeaba en el delicado monjil que vestía sin duda en muestra del dolor que su cautiverio le causaba; diera aquel traje a su figura un aire de ligereza y elegancia, que unido al prestigio de la empinada roca que hollaba descubría el esplendor de su belleza en el punto más ventajoso a sus gracias. Los vapores del agua, que sutilmente se elevaban en torno suyo y la diáfana albura de las vertientes de la cascada, hacían más níveo y puro el color de su tez, al paso que el viento que ondeaba su alfareme ocultaba a veces los ojos para volverlos a descubrir en todo el lleno de su angélico brillo.

-Señora -dijo Lara alzándose la visera-, vuestro padre me envía a informarme de las cuitas que os afligen; y aunque los socorros de un hombre serán inútiles a una divinidad, sin embargo, holgaría de poder decir a mi amigo que no había desempeñado mal mi comisión.

-Caballero -respondió Elvira-, agradezco tan cortés oferta. Si se asemejan a vos los paladines que enristran la lanza en esta lucha, no dudo recobrar en breve la libertad; porque en vuestro talante, en vuestro brío y en vuestra atildadura leo el arrojo y singular valor que mostraréis en los combates.

-Por la cruz santa -añadió Lara-, que cuando desde hoy recuerde que por vos y en pro de vuestra hermosura peleo, ha de ser tal la intrepidez que me acompañe, que raye en el extremo del heroísmo. Y no porque yo presuma de mí tan altas cualidades, sino porque vuestra imagen soberana será parte a infundirme ardor y a transformarme en otro hombre. Pero decidme, donosa hija del Cid: ¿podré ver a vuestra madre? Porque no osaría comparecer ante vuestro valeroso padre sin poder darle alegres nuevas de su Jimena y de su Elvira. ¡Si le vierais con qué marcial aliento queda disponiéndose para asaltar esta ciudad, y poner en cobro y sobre las niñas de sus ojos a las caras mitades de su corazón! No hay encarecimiento que pueda pintaros su dolor porque el Cid, así como es único en el mundo por su valentía, primero en la gentileza, fénix en la amistad y magnífico en la desgracia ajena, no tiene tampoco segundo en la ternura y en el amor de su familia.

-¡Qué dulces me suenan en los labios de un guerrero los elogios de mi adorado padre! Cualquiera que seáis, valiente caballero, conservaré de vos una memoria grata; los acentos que acabáis de pronunciar han extasiada mi espíritu con más fuerza que los suaves sonidos de mi arpa, o los armoniosos trinos del ruiseñor cuando ríe la luz de la mañana. ¿Podéis trepar a esta roca y os conduciré al aposento de mi madre? Advertid que nadie ha osado a tanto hasta ahora, según dicen, y que un infiel que lo intentó, rodó por esas peñas dejando en ellas su existencia.

Los peligros son incentivos y despertadores para el pecho impávido de Ordóñez, que se encarama por las rocas agarrándose de los arbustos unas veces, y clavando otras por entre peña y peña su espada para asirse de ella y encumbrarse por grados. Ya resbalan los pies, y queda colgado de una sutil planta y próximo a despeñarse; ya el enorme peso de sus armas le hace perder el equilibrio en una cortada roca donde se sostiene a caballo, y parece que va a dar de espaldas en el suelo; ya la vertiente del agua cayendo de hilo sobre su casco le quita la vista, y no sabe cómo libertarse del peligro que le amaga.

Pálida y muda la hija del Cid, le mira sin moverse, semejante a una estatua, a cuyas plantas combaten los héroes o como un ángel que sentado en una nube presencia las desgracias que se precipitan sobre los humanos, sin poder estorbar que el torrente de las pasiones los inunde y arrebate. Pero la destreza y el arte de Ordóñez vencen por último los riesgos, y pisa ya con gentil continente la cúspide donde está Elvira.

-Arriesgada empresa es -dijo sonriéndose- levantarse a las regiones del aire donde habitan los inmortales.

La linda joven correspondió con una deliciosa sonrisa a esta lisonja, y tomando el arpa que había colocado sobre la roca, principió a saltar de peña en peña con buena gracia y gentil talante. Seguíala el valiente guerrero con la misma agilidad que si corriese a sorprenderla y ella se deslizase de entre sus manos; o bien como la bella Dafne huyó un tiempo de su amante negándose a sus amorosas caricias. Entraron por una pequeña abertura practicada en una roca, al regio palacio, donde sentada en rico escaño de alerce cubierto de un bello almadraque se ostentaba triste y meditabunda la ilustre esposa de Rodrigo de Vivar. Aromartizaba la estancia un bello zaquizamí y estaba adornada con alcatifas de Persia, con áureo guadamecí, con ataujía, y con soberbios y ocultos perfumadores de mármol que respiraban delicioso ámbar. La matrona hizo un movimiento de sorpresa al ver entrar a su hija seguida del cristiano caballero, y poniéndose en pie con muestras de inquietud, le preguntó la causa.

-Por el cielo os ruego, amable Jimena -exclamó Lara-, que calméis ese desasosiego. Vuestro esposo, el intrépido y amartelado Rodrigo, me manda significaros los tormentos que acuitan y angustian su corazón desde que hirió sus oídos la noticia de vuestro cautiverio. Vuestra hija doña Sol huelga ya en sus brazos desde el día en que por azar caísteis en poder del furibundo Abenxafa. Consolaos, pues, hermosa Jimena, y esperad tranquila que vuestro Cid y los paladines que le acompañan rompan las indignas cadenas que os aprisionan en este dorado alcázar.

-Bendiga Dios -contestó la matrona castellana- los labios que tan felices nuevas me traen. Decid, generoso caballero, a mi Rodrigo que su Jimena llora asaz desconsolada desde que no pueden sus ojos encender en los de su esposo la lumbre que los alegra y serena; decidle que fío a su vigoroso brazo la venganza de los ultrajes que he recibido y decidle que anhelo verle clavar el estandarte que bordé yo, en la cumbre de este palacio. Dadle esta cruz de oro para que la cuelgue de su cuello, y sonando al andar sobre su peto de metal, le traiga a la memoria con sus sonidos el nombre de la madre de Sol; y en gracia del júbilo que vuestra embajada me ha causado, admitid vos esta patena que tengo en mucho precio. Mandad también albricias a mi hija, que si goza, como decís, las caricias de su padre, está en el cielo de su dicha, y solo envidia debe excitarme.

-Correspondéis, ilustre señora, en vuestros acentos y en vuestras acciones a quien sois. Toda mi vida bendeciré los breves momentos que gozo el placer de admiraros; corro a cumplir vuestras órdenes, porque la menor dilación causaría un diluvio de pesares a vuestro esposo.

El entusiasmado caballero había puesto en olvido los obstáculos que debía de vencer antes de lograr salir del palacio: y a no ser por la industria de Elvira, de ningún modo lo hubiera conseguido. Condújole esta por retirados y secretos aposentos a los sótanos del edificio por donde era fácil abrirse paso al patio de los centinelas, y con la espada en la mano libertarse del peligro. Ordóñez embistió con los miserables que osaron hacerle frente, y acuchillando a unos y derribando a otros se puso de un salto en la calle.

Interin el héroe con su marcial y brioso aliento había cumplido tan a su gusto la embajada que le dio el de Vivar, se batía intrépida y denodadamente el incógnito amante de doña Elvira con el furioso Abenxafa. A los descomunales botes con que después de mil raras pruebas de agilidad y destreza atraviesan los escudos, saltan hechos pedazos los astiles de las lanzas; y por una inspiración simultánea se tiran entrambos combatientes de los caballos al suelo, empuñan los aceros y dan principio a una lucha más encarnizada. Acércase el incógnito a Abenxafa, le observa por un instante, se abalanza, y las espadas se cruzan, chispean, se tiñen en sangre, rompen al impulso de poderosos fendientes las fuertes armaduras; y fatigan y cansan a los héroes. Descarga el infiel un golpe en vago, y pártese su acero en dos mitades; el desconocido arroja el suyo a un buen espacio despreciando la ventaja que le da, y entrambos se asen a brazo partido.

Giran en diferentes círculos al impulso de sus fuerzas, destrozan las hebillas, se bañan en sangre y en sudor, y una nube de polvo los encubre por unos instantes. El valiente cristiano hace un esfuerzo, estrecha en sus brazos al musulmán, le aferra y le oprime con ambas manos, logrando que descoyuntado el pecho lata con fuerza el corazón, y le derriba por último en tierra. Pónele el incógnito una rodilla a la garganta, saca del dedo de Abenxafa una sortija y desenvaina el puñal; pero los traidores almorávides se lanzan contra el vencedor, le quitan a su rey, y le acosan por todos lados. En aquel punto llega Ordóñez montado ya en su bridón, acomete a los traidores, y libre el incógnito del riesgo que amagaba su vida, llama con un silbido a su caballo, salta sobre él, y desaparecen los dos guerreros de la cruz, dejando absortos y pasmados a los adoradores de Mahoma.




ArribaAbajoCapítulo IV

El juramento patriótico


Cuando los valientes caballeros se alongaron un buen espacio de Edeta, tuvo el incógnito de las riendas a su caballo, y dijo a Ordóñez:

-No es tiempo ya de emplear disfraces y arcaduces: sé, guerrero ilustre, que habéis ido de Orden del Cid a llevar un mensaje a su esposa, y por eso os exigí en nombre de la caballería el juramento de no sacar a luz los secretos amores de su hija Elvira. No dudo de vuestro valiente corazón y levantado ánimo que mientras yo me batía con Abenxafa, habréis saltado por cima de los peligros y de la muerte para conseguir una entrevista con doña Jimena.

-Así es -respondió el de Lara-, porque el valor que habéis sacado a plaza en este día abre mi pecho; y no fuera justo sacar un punto de la franqueza que vuestras altas hazañas me han inspirado. Admirador eterno de los héroes, os pago el tributo de mi reconocimiento; porque mi alma, que no conoce otra pasión que la de la gloria, mi alma fría y empobrecida a las gracias y encantos de la belleza, por más que los labios destilen por cortesía almíbar entre las damas, mi alma se enciende y entusiasma con un bote de lanza bien dado o con una cuchillada de todo punto diestra.

-Nada de cuanto decís es nuevo para mí -replicó el desconocido-; he oído hablar siempre de vos como de un guerrero de bronce accesible a los bélicos sonidos de la trompeta. Más de una vez he deseado ser vuestro hermano de armas; y este feliz momento hubiera coronado tan dulce esperanza, si por azar no me obligara el honor a permanecer incógnito en el ejército donde enristro la lanza. Permitid que no me levante la visera, y que difiera por algún tiempo el regocijo de mostraros más abiertamente mi agradecimiento.

-¿Qué me importa? -añadió Lara haciendo parar de repente su caballo y dando rostro a su compañero-, ¿qué me importa no ver vuestras facciones, si he visto ya vuestro corazón? En los combates os reconoceré por el arrojo; ¿podéis decirme si os distingue fuera de ellos algún título particular? ¿Usáis en el escudo empresa?

-Soy el caballero del Armiño. A la pureza de este animal se asemeja mi lealtad; no dudéis que os habla un verdadero amigo.

Diciendo así, dieron de espuelas a los bridones, poniéndose bien pronto a la vista del castillo. Mas antes de llegar a los lindes que dividían las haciendas de este, el caballero del Armiño se arrimó a Ordóñez, y le preguntó:

-¿Puedo contar con vuestro favor para una gracia que necesito pediros antes de separarnos?

-La duda me agravia -contestó Lara. -Pues bien -añadió el del Armiño, sacando del dedo un anillo y dividiéndole en dos mitades-: de Abenxafa es la sortija que veis. Dadle esta mitad a Rodrigo de Vivar; decidle que un paladín de su ejército la ganó en singular batalla al robador de su familia; y que en premio y gracia de la prez que logró, solo solicita que conceda la mano de su hija Elvira al que le presente la otra mitad de la sortija y la cabeza del fiero Abenxafa.

Dijo; y como si temiese descubrir un arcano, hizo sentir el agudo aguijón al fiero animal, y desapareció por el campo sin dejar otro rastro de sí que la nube de polvo que levantaba en su carrera. El héroe de Lara quedó absorto y suspenso, trayendo a la memoria la valentía del caballero del Armiño, y respetando los secretos que le obligaban a andar tan misteriosa y comedido.

Luego que Ordóñez de Lara entró por las puertas del castillo, corrió a su encuentro Rodrigo de Vivar, con el rostro, encendido y agitado el pecho por la duda.

-¿Las has visto -gritó-, amigo Lara? ¿Viven todavía? ¿Qué te han dicho de mí, o qué respuesta te han dado a las nuevas que les traías? Dímelo todo por extenso, sin quitar una mínima, si es que tienes en algún aprecio el aire que respiro y los días de existencia que cuento. Dímelo, valiente Ordóñez; así el cielo llueva venturas sobre tu cabeza, y te miren siempre plácidos y alegres los ojos de tu dama.

Refirió entonces el guerrero letra por letra los sucesos de aquel día, y puso en manos del Cid la áurea cruz que le mandaba su esposa, y la media sortija de Abenxafa que le entregara el caballero del Armiño.

Cree -contestó el Cid- que es la más rara y extraordinaria aventura que ha acontecido a guerrero alguno desde que se fundó la caballería. ¿Y qué trazas tenía ese arrojado paladín? ¿No pudistes por sus maneras, por el continente con que peleaba, o por algún jeroglífico de su escudo trastejar su nombre, y sacarle del borrador del misterio? Tengo para mí que debe de ser algún monarca encubierto que campea bajo el humilde título de caballero del Armiño, y es el más poderoso, el más atildado y principal señor que oprime los lomos de bridón alguno.

-De su clase -contestó el de Laranada puedo deciros; pero en cuanto a su valentía e industria; debo subirlas al último cielo de la alabanza. Así descoyuntaba entre sus brazos al fiero musulmán cuando se batía con él cuerpo a cuerpo, como si rompiese una débil lanza.

-¡Válgate San Lázaro bendito! -exclamó el Cid-. ¡Y cómo le apretaría entre mis brazos si le tuviese en este punto aquí! Pero ¿qué diablos de secretos pueden poner a un hombre de valor en la necesidad de callar su nombre y andar disfrazado y oculto entre las gentes? No me amaño a creer que deje de ser de importancia el asunto que tal le trae; pero sea de esto lo que fuere, quede en su punto el honor de ese incógnito; que yo así casaré a mi hija sin que me entreguen la otra sortija compañera de esta, como volaré por esos aires caballeros obre una nube a dar un paseo por las estrellas.

Aquí llegaban de su conversación, cuando los instrumentos bélicos que ronca y desapaciblemente resonaban por el campo los sacaron de su elevamiento, que con el progresa tan dulce y tan suave de los valerosos hechos del caballero del Armiño iba subiendo de quilates a cada palabra. Estaba Rodrigo, por decirlo así, bañándose en agua de rosa al escuchar tan altas hazañas que eran su fuerte, y no hubiera salido un instante de su plática, haciéndose referir las más pequeñas circunstancias, si no le obligaran a poner fin a ella el estruendo de las armas y las pisadas de los caballos. Había de verificarse en tal hora el juramento de tomar a Valencia y las haces reunidas del ejército se disponían a formarse en batalla para con toda pompa y majestad asistir a la jura. Amén de los más distinguidos jefes armados de punta en blanco con sus más ostentosos trajes, lucían también su gala y apostura los soldados en cuyas limpias armas y flamantes gabanes de distintas pieles se dejaba ver la riqueza del señor bajo cuyo estandarte se batían. Nada podía compararse al marcial aliento que sacaban a plaza unos hombres acostumbrados a violentar el carro de la victoria y sentarse en él; porque ya rayaba tan alta la fama de sus heroicidades, que de las naciones extranjeras corrían los príncipes a admirar a un ejército que levantado por un solo hombre que no era soberano, había venido a poner en olvido todos los restantes de los monarcas que reinaban en Castilla y Aragón.

Llegaban ya a las estrellas los bulliciosos clamores de los guerreros, mezclados con el alegre resonar de los atabales, cornetas y clarines. Crecía el estruendo a medida que se acercaba el momento de la ceremonia, cual suelen aumentarse los roncos silbidos del viento cuando está próxima a estallar la tormenta, o cual brama con más ímpetu el océano al romper las nubes el relámpago precursor del trueno. Ardía en los corazones el amor patrio reputando aquella lucha célebre, no como el resultado de una particular venganza, sino como el noble levantamiento de los paladines españoles contra la opresión de los africanos. Dábase a entender que la tierra clásica del valor, la noble España, cuna de tantos héroes, no debía tolerar la mengua odiosa de un vencimiento para el cual se unieron la traición de pérfidos y espurios hijos a los vicios del fementido Rodrigo. La llama encendida por Pelayo en Asturias se había comunicado de pecho en pecho a todos los iberos y ansiaban el punto de lanzarse contra sus enemigos, y arrojarlos a la otra parte del Mediterráneo. Valencia será libre, clamaban, y a la conquista de esta hermosa ciudad seguirán las de las riberas del Tajo y del Betis.

Habían formado en la playa de orden de Rodrigo una especie de vasto anfiteatro, donde debía de verificarse el juramento con todo el aparato militar, y con toda la solemnidad que en aquellos tiempos semibárbaros podía dársele. Elevábase en medio de la arena una especie de tablado cubierto con ramas de laurel, y ornada por todas partes, con escudos, lanzas, espadas y brillantes cascos. Pero lo que principalmente llamaba la atención, era el desarrollado lienzo que hacía pared a este tablado, y donde se veían retratadas al vivo las más heroicas hazañas del inmortal Rodrigo de Vivar. El valiente Enrique de Besanzón, de la casa de Lorena, una de las mejores lanzas del ejército del Campeador, lo había mandado pintar en Italia poco tiempo antes con el objeto de sorprender agradablemente al Cid en la primera ocasión que le deparase la fortuna.

Aquí brillaba Rodrigo con todas las gracias de la juventud en la hermosa iglesia de Coimbra el día en que entró en la orden famosa de la caballería. Armábale caballero el rey Fernando, ciñéndole con su propia diestra la espada, y dándole paz en los labios en vez de la pescozada; la Reina, por un exceso de amor increíble, le tenía de las riendas el soberbio caballo Babieca: y la lindísima infanta doña Urraca, con el rostro alegre y donoso continente, estaba en ademán de calzarle la espuela de oro. El inmenso gentío que llenaba el templo mostraba en sus semblantes la admiración en que lo ponía tan augusta ceremonia, cuya magnificencia real no vieran en tal punto los pasados siglos, ni verán las futuras edades.

Más allá se ofrece a los ojos la célebre batalla de Carrión. Las tinieblas han cubierto la esfera después que el día ha presenciado la revuelta, y reñido combate de los ejércitos enemigos. Yacen los castellanos rotos y vencidos en su campo, mientras dulce y reposadamente huelgan sus contrarios en las tiendas de campaña. Unos escancian el suave licor de Baco trasegándole de los zaques a los orondos vasos de madera, y otros, después de haber contemplado las estrellas bebiendo a todo su talante, se ven salteados del sueño y caídos por el suelo. La dulzura de la victoria los embriaga a todos, y entre alegres festines, báquicos himnos, y lascivas danzas gózanse y se solazan a todo ruedo. Alumbran los campamentos grandes hogueras; y cuando ya solo se eleva el humo de estas, chispeando débilmente los extinguidos troncos; ríe en el cielo el primer rayo del alba a cuya vislumbre los castellanos penetran en el campo, y caen sobre los vencedores. El héroe de Vivar y el rey Sancho marchan a su frente llenando de cadáveres el camino que huellan. Parece el Cid el ángel del exterminio, que deja por donde pasa los rastros de su sangrienta carrera. El infelice Alfonso huye con la corona en la mano y el regio manto arrollado al brazo; acógese a un templo de Carrión, pero alcánzale el Cid y le hace prisionero; porqué su alado bridón deja atrás el viento cuando siente los acicates de su señor.

Las hermosas plumas del dorado casco dan a conocer a Rodrigo en otra parte, batiéndose con marcial espíritu a orillas del río Ebro. Alfagib y Sancho, reyes el primero de Denia y el segundo de Aragón, despliegan sus haces cerca del castillo de Alcalá; pero resplandece el acero del Cid como un relámpago en la tormenta, y todo sucumbe a su inmenso poderío. Los pies de su caballo huellan las coronas y cetros de los vencidos monarcas; y cien y cien caballeros amarrados con fuertes cadenas caminan atraillados a la cola del bridón que relincha soberbio tascando el áureo freno, alborozándose con el sonoro pretal, y argentando la tierra con su espuma, como si se engriese y ufanase con las victorias del impávida jinete.

Llegaron a la especie de anfiteatro los ordenados escuadrones al son de las cajas y trompetas, y los caballeros particulares con sus escudos de armas clavaron los estandartes en torno de la bandera del Campeador, bordada por Jimena y bendecida por el abad de San Pedro de Cardeña en la iglesia del monasterio, cuando salió Rodrigo desterrado de Burgos. Una música suave de alelíes, añafiles y adufes hirió los aires en tanto que el Cid con la espada desnuda en una mano y el libro del Evangelio en la otra, gritó a sus guerreros: «¿Juráis, valientes españoles, reconquistar la libertad de nuestra dulce patria España, encadenada por los tiranos de África, dando principio por la conquista de la hermosa Valencia?»

Los soldados inclinaron sus lanzas a la vez, y doblando una rodilla, dijeron: «Lo juramos». Entonces comenzaron las haces a desfilar por delante del tablado, poniendo los jefes a nombre de sus legiones las manos en los Santos Evangelios con mucho respeto, y renovando el juramento de romper los hierros de la patria.

De repente se levanta un anciano que había permanecido sentado junto al Cid; las barbas blancas como el ampo de la nieve, la túnica negra y la cítara que sostienen sus manos imponen silencio y veneración. El rostro se enciende inflamado por el divino estro que enardece su ánimo, y el carmín que lo colora contrasta con el alabastro de sus cabellos, semejando a una rosa que ha nacido entre la nieve. Hínchanse sus venas azules; brillan los ojos como un lucero que se divisa de una noche oscura por entre dos nubes que se han separado. Todos callan; hasta el viento ha amainado sus bríos y la mar sus ondas; resuenan las cuerdas de la lira, y suelta la voz a este cantar.

EL CANTO DEL TROVADOR

Al suave esplendor del crepúsculo, cuando el lucero vespertino riela en el cielo, caminan los héroes por un bosque de lauros que sombrean las tumbas de sus mayores. Descienden las nieblas unas sobre otras en alas del viento; cúbrense de negras nubes los cielos en un punto; cierra la noche, y el estampido del trueno retumba de monte en monte.

Levántanse a la luz de los relámpagos las venerables sombras de los muertos, níveas como la espuma que argenta el escollo, donde revientan las rabiosas olas, y gigantescas como las pirámides de Egipto. Tiembla la tierra que huellan; ocultan entre las nubes sus aéreas cabezas y vagan por la selva cual si fueran remolinos de polvo que lanza el aquilón.

Pero óyese súbito una voz augusta y resonante como el soplo del vendaval, y dulce como el canto del ruiseñor oculto detrás de las hojas del toronjil. Un frío mortal circula por los huesos de los guerreros, al paso que prueban una emoción grata que los halaga. Así es la tormenta: encanta el relámpago que dora los negros nubarrones, y nos hiela la sangre el retumbar del trueno.

«Qué -dice la voz-, ¿el fuego sacrosanto de la patria no arde en vuestros corazones? ¿No sentís el férvido entusiasmo que llenaba los pechos de los habitantes del Tíber? ¿La tierra que blanquea con los huesos de vuestros padres, no despierta en vuestra mente altos pensamientos? ¡Ay del hombre vil cuya alma no se exalta a la vista de las ondas del río que lamió al pasar por su cuna!

Marque su frente el clavo de la servidumbre, y arrastren sus pies las cadenas del oprobio. Nunca dé su rostro al sol, sino camine con los ojos clavados en tierra y las manos atadas a la espalda cargada con el peso del látigo. La sonrisa del menosprecio anime los rostros de sus conciudadanos al mirarle, sonrisa más amarga que el jugo de la retama y que la hiel de la víbora.

Hubo un tiempo en que a las orillas del Eleusis y del dorado Pactolo, resonaba la voz de la patria, y cual si trocara los hombres en arrojados leones; resplandecían al punto los escudos y las lanzas, y era glorioso expirar en defensa del país natal. Los padres, mostrando a sus hijos por la noche los resplandecientes meteoros, ved, les decían, las almas de los que mueren por la patria.

¡Oh Leónidas!, tu dulce nombre es todavía el recuerdo más grato que puede asaltar la mente del valeroso que ama el cielo, bajo el cual gozó la primera aurora: es como el sonido melifluo del arpa percibido desde la cumbre del monte plateada por la luna llena. Algunas de las rocas que se alzaban en las Termópilas han sido destruidas por el carro de los siglos que las ha desleído; y tu nombre dura intacto como el sol en el Olimpo.

Sombra de Curcio, ¿dónde te escondes? ¡Ah!, es en vano; la aureola que te corona te anuncia desde lejos, como el estruendo de las aguas que baten un promontorio hacen adivinar la existencia del océano. El abismo donde te hundiste se trocó en elevadísima montaña, sobre cuya cúspide apareces tú a la edad presente, y a los venideros siglos en el emporio de tu inmortal fama.

Sí, el héroe que muere por su patria eterniza su nombre, y le escribe con letras de oro en los cielos, para que pueda leerle el orbe entero. Una nube radiante con los rayos de la inmortalidad le arrebata a la región de los aires donde ríe sentado en ella, pisando las estrellas por alfombra, y mirándose en los rayos del sol que no son más puros que su alma.

-¡Qué dulce es vencer al tirano que oprime nuestro país, y clavar el estandarte sagrado de la cruz donde ondeaba el de Mahoma! Siéntase luego el vencedor, en el carro de triunfo tirado de blanquísimos caballos, y corre por un camino sembrado de flores y de lindísimas doncellas que llenan el aire de clamorosos vivas y de inocentes bendiciones.

Las madres encaraman a los niños sobre sus hombros para que gocen del triunfo, y ellos agitan suavemente sus manecitas, sensibles ya a la ardiente impresión del amor patrio. A oleadas se precipita la juventud por las calles, ofreciendo coronas de laurel al héroe, y entonando himnos sublimes de gratitud y de alegría que dicen: "Ya no seremos esclavos."

¿Y no os arroban, guerreros españoles, estos cantos? ¿Y permanecen vuestros aceros embotados cuando raya ya en el Olimpo la aurora de la libertad cristiana? ¡Que los montes del Imao tornen a ser el sepulcro de los infieles que dieron allí sus primeros vagidos! ¡Que hasta el Atlas los arroje de sus faldas, y que muerdan en las tinieblas la cadena de la ignominia!

¡Ojalá que los ojos de las hermosas no se detengan en el rostro del hombre que teme morir por su patria! No le alumbres con tu esplendor suave, héspero delicioso, ni tú, estrella de Venus; el astro de las tempestades le muestre solo su amarillenta luz, sin gozar nunca de los crepúsculos, ni de los apacibles rayos de Diana, cuando yacen los mortales en brazos del agradable sueño.

Céfiro de abril, y tú, lisonjero favonio; no halaguéis nunca sus oídos meciendo las hojas de los verdes árboles; el ronco silbido del ábrego levantando remolinos y encrespando las olas aterre su cobarde corazón. Y cuando los guerreros con la frente erguida empuñen la lanza y se cubran con el peto y el espaldar, ocúltese bajo el enfaldo de una meretriz, tirando de un copo de estopa.

¡Oh patria! ¡Oh nombre de fuego! Ría siempre la ventura en la frente de tus defensores; descansen de sus fatigas a la sombra de un pomposo laurel, donde el manso arroyo les ofrezca sus cristales, con que apagar la rabiosa sed después de una batalla. La hermosura les abra sus brazos y paladéense largos años con la delicia de ser padres de virtuosos e ilustres hijos.

Y cuando tornen sus ojos a mirarte, tierra natal de los héroes, y suspiren los pechos al partir; o bien cuando canten tus glorias al despuntar el alba, o al salir del mar la luna llena, hazles sentir el gozo, la emoción de la virtud. Caigan sobre su cabeza el azar y el jazmín mecidos por los blandos céfiros y el lucero de la mañana les preceda en su carrera sirviéndoles de guía.»



Calló el anciano, y sacó de su arpa suaves y armoniosos sonidos, como si todavía agitase su pecho la inspiración. Dos lágrimas semejantes a dos perlas que ha vestido el alba sobre el cáliz de una flor asomaban a los ojos de este, y los guerreros, con la mano puesta en el puño de la espada y los rostros inflamados, levantaban un alborozado clamor que atronaba la playa. Hervía el entusiasmo en los pechos desde que oyeron los primeros acentos del trovador, cuyo fuego se había comunicado en las almas, cual si fuera una chispa eléctrica. «Dulce es morir por la patria, claman a una voz, marchemos»; el eco repite las palabras, y el zumbido del viento, el resonar de las olas, y el sonido de la música marcial hacen consonancia a esos gritos. No de otro modo resuena la selva con los bramidos del ensañado ábrego que en los intermedios de sus furores deja quizás oír las melifluas quejas del pintado ruiseñor temeroso de abandonar su blando nido.

Rodrigo de Vivar se regocija con tan suave espectáculo; enternécese su alma grande al presenciar el entusiasmo que conmueve a sus compañeros de armas, y manda recoger las tiendas de campaña, y partir a Valencia. Sube de punto la efervescencia con esta orden; el relincho de los caballos y el estruendo de las armas que suenan con el movimiento de los caballeros sacan de quicio las exaltadas mentes de los soldados. Marchan los primeros Rodrigo de Vivar y don Diego Ordóñez de Lara, seguidos de un escuadrón, donde se descubre al caballero del Armiño fatigando al brioso alazán, y revolviendo con tanta ligereza las riendas a una y otra parte, que no fuera posible alcanzarle en sus tortuosas carreras. Enrique de Besanzón, y Raimundo, cande de Borgoña, se distinguen entre la muchedumbre por los relucientes cascos y heroicas empresas que campean en sus escudos. El intrépido Arias Gonzalo, y el taciturno Nuño Cabeza de Vaca corren a par de estos con la lanza en la cuja y el brazo levantado en ademán de llamar a Fernán Sánchez que da de espuelas al caballo, y se coloca al lado de sus amigos. La soberbia armadura le acero y una gola de oro anuncian con su brillo al conde de Oñate rodeado de famosos paladines, cuyas lanzas de dos hierros resplandecen siempre las primeras en los combates. Tras este vienen el arrojado Ordoño, con su nevada barba y sus azules ojos, Pedro Bermúdez, el del rojo estandarte, y don Alvar Salvadores, con su gabán de piel de búfalo. Las pisadas de los caballos se imprimen en la mojada arena, y aparece la playa coronada de guerreros y de brídones fogosos que disputan al viento su ligereza, y a la mar su espuma. Murallas de Valencia, pronto ostentarán en vuestros campos el espíritu denodado que los alienta, y seréis testigos de sus inauditas y nobles hazañas.

En efecto: ya se descubren las agujas de las mezquitas de la hermosa ciudad; conmuévense los corazones de los valientes, y el grito nacional de «Santiago, y viva la cruz», hiere los aires. Despliegan las tiendas de campaña a la vista de Edeta por la parte del mar, apoderándose del Grao; clavan en tierra las lanzas; y la bandera del Cid, cuya custodia está confiada a los más distinguidos señores, ondea desplegada al viento, y clavada en la cúspide de su anchuroso pabellón.




ArribaAbajoCapítulo V

La noche de luna


Cuando el ejército del Campeador plantó sus tiendas a la orilla del mar cercando a la hermosa ciudad, era la hora en que el lucero vespertino amanece en el cielo vertiendo ráfagas de luz. Se transpuso por fin a las lejanas nubes y salió encendida de las brillantes ondas la luna llena, rayando en la altura de los montes. Temblaban en las espumosas aguas sus plateados rayos y brillaba la playa tan clara y apacible, como si la dorara la luz del mediodía. Los blancos pabellones colocados en la sonante arena, que tal vez agitaba el viento, semejaban, mirados desde el mar, otros tantos colosales fantasmas cubiertos con níveas y anchurosas vestiduras.

Pareció a Gil Díaz aquella noche la más fresca y deliciosa que había visto y acordó cenar con mucho remanso al borde mismo del agua y a la luz de la luna, para paladearse más a su sabor con un buen tasajo de ternera y una bota del más preciado y rico vino que crían las viñas de Andalucía. Sentose, pues, el glotón escudero en una peña, de modo que las olas le besaban los pies al expirar y deshacerse en aquel sitio; puso la bota entre las piernas; y con la mejor gracia y el más despierto apetito comenzó a embaularse la cena mascando, como suele decirse, a dos carrillos. Pero cuando estaba a la mitad de esta dulce y necesaria tarea, vio venir del fondo del Mediterráneo hacia donde él estaba un pequeño batel conducido a lo que parecía por un solo hombre. Y aunque era miedoso de suyo, no se movió del peñasco, ya por darse a entender que sería algún guerrero del ejército que iría solazándose por allí para gozar del ambiente que soplaba, o bien por no interrumpir, y esto será lo más cierto, la agradable faena quede ocupaba. Llegó el bote a la orilla, y saltó un soldado que por su gabán y por su casco pasó plaza de cristiano y tomando asiento sin más ceremonia al lado de Gil, le dijo:

-Cuerpo de mí, y cómo se come las manos el señor Díaz tras la sabrosa ternera: ¡tal debe de ser su hambre! Pues a fe que no parece sino que haya estado a diente un mes entero: suelta, hartón, goloso.

Y diciendo y haciendo, arrebató el tasajo de manos del escudero, y lo envasó en su estómago menudeando los brindis y prorrumpiendo a cada punto con la boca llena en chistes y agudezas que hacían perder los estribos al criado del Cid.

-¡Voto a mi abuela -exclamó este-, que es su merced el más gárrulo militar que hay bajo la capa de los cielos, y no muy tardo de manos! Pero, hablando en plata, ¿podremos saber quién ha facultado a su merced para darse un hartazgo a costa ajena, y para que los demás estemos pierna sobre pierna y brazo sobre brazo, viendo y oyendo el sonoro movimiento de sus mandíbulas? Digo que para quien viste hábito de soldados, que son la misma cortesía, no es andar muy cortés ni comedido al acometer a uno que vive en paz, y saltearle su cena.

-¡Oh, qué poco entiendes de achaques de milicias! -respondió el soldado-. A almíbar y a torreznos me hubiera sabido a mí un pan duro, cuanto más un trozo de ternera con el hambre que traía; porque te hago saber, que están ahora los mahometanos en su ramadán o cuaresma, y es necesario asir de hoz y de coz y de los cabellos la ocasión que se presenta de lograr el tiro.

-¿Luego su merced es moro?

-Y cristiano -replicó el militar-. Pues qué, ¿no me has conocido, pobre diablo? No te acuerdas de Vellido Dolfos? -¿Tú eres Vellido? -gritó Gil haciéndose cruces-. Ahora digo y diré toda mi vida, que es mi estrella el que me persigan los diablos por dondequiera. ¡Válgame Dios, por no decir Satanás, y qué descomulgado mastín se ha engullido mi pobre cena!

-¡Hola, señor Gil!, ¿de esas tenemos? Pues hazte cuenta que como me trates así a un antiguo camarada, te hago añicos la cabeza en un abrir y cerrar de ojos. Por vida del venablo que clavé en las espaldas del rey Sancho junto a los muros de Zamora, que como salgas un punto de mi voluntad en esta noche, te he de dar una tanda de azotes que no la cubra pelo.

-El señor Vellido -contestó Gil- tenga los cepos quedos, que estas uvas son para colgadas, y yo no soy hombre que me dejo manosear por nadie. Digo que holgaré de servirle en gracia de nuestra antigua amistad, siempre que no me mande cosas que redunden en contra de mi conciencia, que no la tengo tan ancha como algunos.

-Más arrequives tienes tú, y más caña eres -dijo Vellido- que el mismo Merlín. No hay que andarse por las ramas y ponerse en toldo y en peana, que aquí sabemos quién es quién. ¿Has echado en olvido aquellos días de holgura en que solíamos beber los vientos por un añejo zaque o por una muchacha ojinegra?

-¿Y qué tienen que ver, si te place, esas travesurillas con haber dado muerte a un rey, y haber renegado? ¡Ay Vellido! En alto puesto debes morir si no te van a la mano, y le andas poniendo cascabeles al gato.

-Déjate de profecías, Gil, y dime si serás hombre para entregarme una cabeza que necesito, y que a lo que entiendo me ha de valer una bola de oro tamañita como ella.

-¡Jesús, y cómo te ha puesto los cascos -dijo Díaz moviendo la pierna con ligereza- el vino que has bebido! Así tocaré yo la uña de un solo dedo como por los cerros de Ubeda: ¡pues es chanada lo que me pides!

-Gil -gritó Dolfos desenvainando un terso puñal-, los momentos son preciosos, y por vida de Mahoma, que no puedo perder uno solo. Como declares mi nombre, o digas a alguno que me has visto, visitará tus entrañas este acero. Necesito desempeñar una comisión: guíame a la tienda del caballero del Armiño.

-¿Y quién es ese guerrero? -dijo Díaz a media voz, todo aturdido por el miedo.

-Lo ignoro -repuso Vellido-: solo sé que en este campamento hay un caballero desconocido, cuyo título es ese; y aun si no me engañan las noticias que me han dado, debe a estas horas tocarle la custodia de la bandera del Cid.

-Siendo así -añadió el escudero de Rodrigo-, fácil es encontrarle: por lo que a mí toca, mucho amo la vida, pero no la compraré a precio de una traición.

-¡Bellaco! -exclamó el renegado dando de un empujón con Gil en el agua-. Descubro de aquí el ondeado estandarte, y él me guiará en la aventura que emprendo; pero mala te la mando si osas moverte un negro de uña de esta roca.

Encaminose, dicho esto, a las tiendas, dejando a Gil pavoroso y aterrado, porque nada bueno se prometía del malvado militar. Era Helial Alfonso, o como todos le llamaban Vellido Dolfos, un joven de lucios cascos y corazón perverso, que a trueco de darse un filo en esto de la holganza y buen vivir, arrancara él las niñas de los ojos a arañazos a un ejército de jayanes. Había sido en su mocedad el trástulo y alegrador de las más famosas tabernas; y como la ociosidad se da la mano con los vicios y los vicios con los delitos, vino muy pronto a dar de ojos en el homicidio.

Con tan brillantes disposiciones para cualquier arriesgada empresa, pusieron en él los ojos los zamoranos cuando don Sancho tenía sitiada a su hermana doña Urraca en aquella ciudad. Fue, pues, el caso, que andando el sitiador monarca esparciéndose por aquellos campos en -compañía del Cid- y de don Diego Ordóñez de Lara, llegó bonitamente Vellido, y le clavó un descomunal venablo al rey por la espalda, de cuya herida murió luego. Recibió en seguida el precio de su crimen, y dándose a entender que entre cristianos no estaría muy seguro un regicida, partió a Valencia, y sentó plaza en las filas de los sarracenos, teniendo después gran parte en las revueltas de esta ciudad y en la muerte de su rey Hiaya.

Cuando se encaminó a los pabellones, encubrían la luna por aquella parte unas negras nubes que subían de occidente, y daban sombra a la playa, oscureciendo de todo punto las silenciosas calles de tiendas. Custodiaba la gloriosa bandera de Rodrigo el caballero del Armiño, que tácita y pausadamente se paseaba por delante del pabellón con la visera caída y la lanza en la mano. Los guerreros yacían en brazos del sueño; ya era tan profundo el sueño que reinaba, que a pesar de la arena y del cuidado y destreza de Dolfos, resonaron bien pronto sus pisadas en los oídos del caballero. Volviose con presteza hacia aquel lado, y blandiendo la lanza gritó con una voz robusta:

-¿Quién va?

-Un soldado -respondió Vellido.

-¿Y qué diablos buscas a estas horas por aquí? -replicó el centinela-. Retírate o, seas quien seas, te haré volver a galope.

-No haréis tal -repuso muy tranquilo Dolfos-, porque soy el mensajero de una persona que os es muy querida, y pido albricias en vez de lanzadas.

-¡Mensajero! -murmuró entre dientes el del Armiño-. Debes de estar bebido, y vienes sin duda a dejar el alma a mis pies porque tal será tu suerte si faltas a la verdad. Acércate.

Llegose entonces el soldado con muestras de mucho respeto, y preguntó:

-¿Sois vos el caballero del Armiño?

-El mismo.

-¿Conocéis a una dama llamada doña Elvira, que está a la sazón presa en el alcázar de Abenxafa?

-¡Vive Dios! -repuso con viveza el caballero-, que hago rodar tu cabeza como sigas moliéndome a preguntas. Di tu mensaje y acabemos.

-Esta hermosa doncella, pues, tiene precisión de veros, y se digna mandaros que me sigáis. Un batel nos conducirá por el mar a la embocadura del Turia, y siguiendo su corriente llegaremos a una solitaria almena, donde os espera la señora de vuestros pensamientos. Y si no queréis dar fe a mis palabras, creed al menos a este rubí que suele resplandecer algunas veces en su frente.

Absorto quedó y arrobado el caballero del Armiño con estas últimas palabras. Tomó el rubí de manos de Dolfos, le miró y examinó con la mayor atención y sacó de su examen que era, en efecto de la hija del Cid. Tras esto comenzó pensar qué debía hacer en tan crítica situación. Dejar de acudir al llamamiento de su amada era contravenir a las leyes de la hermosura más preciosas para un paladín que el aire que respiraba. Porque el entusiasmo que poseía a los caballeros y la ideal perfección a que aspiraban de tal suerte endiosaba sus amores, que la falta de respeto ala orden de una dama se reputaba como una mancha que oscurecía los hechos de armas del aventurero, y le hacía pasar plaza de despreciable. Y como al mismo tiempo el valor era un dios en cuyas aras debía todo inmolarse, se tenía por tanto más honroso el mandamiento de una beldad, cuanto más peligrosa era la aventura que ordenaba acometer. Opinó pues el del Armiño que debía cerrar los ojos a los inauditos peligros que amagarían su existencia, en esta noche, y correr a la voz de su amada como se lanza con estruendo una cascada al compás de los trinos del ruiseñor, sin que la detengan los escarpados picos de las rocas que salpica con su nívea y rabiosa espuma.

-¿Y no sabes, querido mensajero -dijo entonces el del Armiño-, qué nuevos riesgos amenazan a mi señora, y la obliguen a dictarme una orden tan terminante?

-La hermosura -respondió Dolfos con aire de importancia y aprovechando la disposición favorable del paladín-, la hermosura gusta de ser obedecida sin humillarse a explicaciones. Sin embargo -añadió con voz dolorida-, asisten a doña Elvira fuertes motivos para desear la ayuda de vuestro brazo. Ha traslucido a Abenxafa el amor que os tiene, y aunque ignora vuestro nombre; jura y vota por Mahoma que ha de presentarle en un plato vuestra cabeza el día de su boda con Elvira, que a lo que yo entiendo no debe estar lejos. Decidle, me ha encargado, que si, me ama, no dude arriesgar su vida por mí: pues aunque conozco todo el precio del sacrificio que le pido, ¿qué puedo hacer cuando cada hora que pasa pone en mayor aprieto mi situación, y estoy a pique de perder la ventura de ser suya?

-¡Desgraciada señora! -exclamó el caballero-. Pero, según eso, ¿sería conveniente y aun necesario partir en este instante sin más dilaciones?

-Eso pido y eso quiero.

-¿Y cómo he de desamparar yo el sitio honroso confiado a mi valor? Eso no: antes que mi vida es mi dama, pero antes que la dama es mi honor.

El caballero pronunció esta resolución con un tono de convencimiento que sacaba a luz sus altos y generosos pensamientos. Volvió a pasearse por frente de la tienda, no ya con el continente y remanso que usaba antes, sino a largos pasos, como aquel que tiene el espíritu agitado y exaltada la mente. Parose por último, y dijo:

-Si mal no me acuerdo, hasme dicho que la señora de mi corazón queda esperándome en una alameda.

-Así es -contestó Vellido Dolfos suspirando-. La enamorada dama ha saltado por cima de mil muertos, y os aguarda con una dueña a la sombra de los árboles.

El caballero del Armiño pareció entontes más azarado y dudoso; clavó los ojos en la arena, púsose la una mano a los labios, mientras con la izquierda sostenía la lanza y después de un rato de suspensión, gritó:

-¿Ves aquel montón de arena que principia a platear en este instante la luna? Pues siéntate allí, que dentro de breves instantes iré, y me conducirás donde te plazca. Pero ¡ay de ti si revelas a nadie el objeto de tu embajada ni el nombre de quien te manda!

-Digo -replicó el soldado- que mi boca es un yunque cerrado con diamantes, y que no lo abren ni los golpes del martillo.

Así hablando se dirigió al lugar señalado, y el caballero del Armiño golpeó con el cuento de su lanza la puerta de la tienda inmediata al pabellón del Cid, y tornó a pasearse por debajo del estandarte aguardando a que le respondiesen. A cortos momentos salió Ordóñez de Lara, y preguntó al centinela:

-¿Habéis por ventura llamado a esta tienda?

-Sí -respondió el caballero-, me he atrevido a turbar vuestro reposo porque necesito de vuestro favor. ¿Me conocéis?

-¿Creéis -contestó Ordóñez- que pueda tan pronto haberme olvidado de mi valiente compañero? Os reconozco por la voz, aunque a decir verdad, los latidos de mi corazón me habían hecho adivinar quién me buscaba. Pero advierto que estáis de servicio, y que la custodia del cristiano estandarte se ha confiado al valor de vuestro brazo.

-Así es -dijo el del Armiño-, y os he despertado para que tengáis a bien ocupar mi lugar hasta que dé fin a un suceso en que se ha comprometido mi honor. Será fácil que no pueda regresar hasta después de muy entrado el día, y así os suplico me perdonéis la libertad que me tomo, causándoos tan gravísima molestia.

-Por San Juan Bautista os ruego -añadió Lara- que pongáis término a tanta cortesía. ¿Pues hay más que decir: tomad esta lanza, y no gastar tanta alharaca y tanto melindre? ¿Por qué razón ha de poder la primera dama a quien le viene en deseo mandar a un caballero que se arroje desde la cumbre de un monte a la profundidad de las aguas, y un compañero de su misma orden ha de andar comedido y demasiadamente cortés para exigirle una pequeña gracia? Y a las veces, la tal es una paz -puerca no- harta de tirar de un copo de estopa, una pelarruecas levantada de ayer a hoy de la paja a las almohadas y alcatifas, y de arambeles a marlotas y cendales.

-Ya, pues, que tanto me favorecéis -replicó el caballero del Armiño algo disgustado de que su amigo no acatase a la hermosura con más respetuoso talante-, me alejo con vuestro permiso, porque cada minuto es para mí un siglo.

Los dos amigos se despidieron repitiéndose iguales ofrecimientos a los que se habían hecho en su última entrevista, y el paladín del Armiño corrió a donde Dolfos estaba para encaminarse al batel que había quedado en la orilla del mar junto a Gil Díaz. El bueno del escudero había probado una y otra vez a levantarse de la roca con ánimo de regresar a la tienda de su amo. Pero desde el punto en que faltó Vellido de su lado la noche que era clara, como hemos dicho, se tornó nebulosa y oscura, y pareciéndole a cada movimiento que hacía que le observaba el sangriento Dolfos, temía que cumpliese al pie de la letra la sentencia que contra él había pronunciado. No tuvo, pues, más arbitrio que encomendarse a San Lázaro, de quien era asaz devoto, y cerrar de cuando en cuando los ojos por no ver los relámpagos que salían del fondo de las aguas, encendiendo con su luz los nubarrones. Viole Vellido Dolfos, y receloso de que con alguna habladuría despertase las sospechas en el ánimo del caballero a quien conducía al pequeño bote, le dijo:

-Debo advertiros que ese que veis sentado en la roca es un criado de doña Elvira que me ha acompañado, y como el pobre tiene los cascos como Dios es servido, ha dado en el gracioso disparate de que quiere quedarse aquí entre cristianos, y decir al Cid que su hija está deshojada y perdida por vos. Será, pues, preciso que me ayudéis a envasarlo en el batel mal de su grado, que yo le amenazaré para que calle, y conseguiremos traerle a razón.

El caballero, oído esto, se acercó a Gil Díaz y le preguntó con suave tono -¿Sois de la familia del Cid? -Para servir a su merced- respondió Gil temblando de pies a cabeza.

No dudando por esta respuesta el caballero de que era cierto cuanto le había afirmado Vellido, tomó en brazos al escudero, y sin más cumplimientos le puso en el batel amenazándole de arrojarlo al mar como abriese los labios. Tras esto, entraron el incógnito y Dolfos, y principiaron a surcar las embravecidas olas que en tumbos se levantaban, y estrepitosamente se dejaban caer. De admirar era el compungido rostro que ponía Gil a guisa de penitente con los ojos preñados de lágrimas, dando unos dientes contra otros, y cruzando las manos cuan apretadas podía. Diera él al diablo la cena y al que le pusiera ganas de ir a la orilla del mar reputando por el más desacertado y peligroso intento el de sentarse junto al agua.

Contrastaba muy particularmente la aflicción del criado de Rodrigo de Vivar, con el resuelto ánimo y arrogante espíritu del caballero del Armiño. Habíase puesto en corazón de romper por medio de un ordenado ejército, si tal necesitara, para llegar a los hermosos pies de la alta y soberana señora de su alma. En vez de saltear su pecho la natural zozobra que engendran los riesgos, parecíale de perlas aquella ocasión para mostrar que el Cielo le destinaba a emprender magníficas y sobrehumanas aventuras.

La tempestad, entre tanto, seguía embraveciendo los vientos y aumentando el profundo bramido del alterado rasar. Llegaron al desaguadero del Turia, donde la fuerza de las olas empujaba y lanzaba atrás la corriente del río, y entraron en él a fuerza de remo. Navegando después contra el impetuoso curso, dejaron a las espaldas el Mediterráneo, marchando bajo de gigantescos cañaverales que meciéndose ruidosamente formaban al inclinarse movibles sombras que aumentaban el terror y las tinieblas de la tormenta. Aquellos floridos campos que esmaltan las riberas del Turia se presentaban a la vista como un caos de confusión, donde el silbido del viento y la oscuridad reinaban solamente. Tal vez, de cuando en cuando, resonaba un chillido de mal agüero, o remedaba a lo lejos la borrasca los ayes de un moribundo. Desgraciadamente para los tres navegantes se convirtieron los truenos en deshecha lluvia, y por todas partes los inundaba el agua calando sus vestidos y remojando sus cabezas sin piedad. Dioles consuelo Dolfos con decirles que no distaban ya un tiro de arcabuz del sitio donde debían desembarcar, y que no podían menos de divisarse ya los árboles bajo los cuales aguardaba la dolorida señora. Al oír esto Gil, le dio un vuelco el corazón, juzgándose pronto a exhalar el último aliento, bien seguro de que a él no le esperarían doncella ni dueña alguna, por más docenas que tuviese la dama de quien trataban.

Saltó Vellido Dolfos a la ribera, y atando el bote con una soga al tronco de un árbol, se puso a mirar a todas partes como quien busca con los ojos algún objeto. El caballero del Armiño, lleno de la confianza propia de las grandes almas, y acompañado de su marcial denuedo, puso los pies en la mojada yerba seguido del desgraciado Gil Díaz que le miraba de mal ojo, temblando de que se acercase el momento crítico de desenlazar aquel drama. Luego que todos tres hubieron abandonado el batel, ya metido en una alameda de altos y copados árboles, dijo Vellido en alta voz:

-Salid, hermosa señora, que aquí os traigo el valiente caballero del Armiño más manso que un cordero, el cual viene a ponerse de hinojos ante vuestra soberana presencia, y a acorreros con la fuerza y el valor de sus robustos y vedijosos brazos.

Aún no había dado fin a estas palabras, cuando de aquí, de allá y de todos lados principiaron a salir tantos árabes como si se abriera la tierra, y en vez de metales arrojara hombres. El caballero antes se sintió sin armas y aherrojadas las manos con una pesada cadena de hierro, que advirtió tan negra traición. En vano retó a los traidores y los amenazó con la venganza del ejército cristiano y con la de Dios que es más terrible; sus voces se perdían en la ribera, y los descreídos perros le contestaban con sendas carcajadas y alborozados gritos que manifestaban la alegría que habían recibido con su prisión. Reinó de repente el silencio, y adelantándose con amenazadores ojos y fiero ademán el infame Abenxafa, detuvo la planta frente al incógnito, y mirándole con despreciador continente, le dijo:

-Ahora pagarás, mastín cristiano, tu indigna victoria. ¿Pensabas tú que podría sostenerse mucho tiempo sobre los hombros la cabeza que se jactara de haber triunfado de Abenxafa? Cuando mi alfanje tuviera tan poco poder que no alcanzara a poder cercenar desde aquí las gargantas del campamento cristiano, vive Alá, que hubiera conjurado al infierno para que vomitando su humo por las entrañas de la tierra te ahogara con él.

-Solo un cobarde -respondió despechado el incógnito- se vale de los medios que tú has empleado para prender a un valeroso contrario. ¿Quién te ha dicho, hombre vil, que yo, en las más oscuras mazmorras, no podré siempre gloriarme de mi triunfo, y que tú sentado en un trono que ya bambolea, serás siempre un traidor vencido por el caballero del Armiño? Tiembla de derramar mi sangre, que clamará por el desagravio, y encenderá los corazones de mis denodados compañeros.

-¿Y qué me importa -gritó el árabe de esos perros, ni aún de mi existencia, si satisfago mi venganza, si río un instante contemplando en mis manos tu cabeza destilando sangre? ¡Ah bárbaro!, con mil muertes no pagarías a Abenxafa los dolores que le cuesta tu miserable existencia. Tú le has arrancado una palma que formaba las delicias de su vida; antes que tú no palpitaba en el orbe corazón alguno que pudiese henchirse con la gloria de haberle vencido. Tú le has robado el alma de una cristiana que le tiene hechizado, y que por ti paga con odio el amor que le tributa; cruel nazareno, las volcánicas cenizas que lanza el abismo no son tan fatales a los sembrados como tu aliento a las venturas de Abenxafa. Si no temiera manchar mis manos con tu impura sangre, yo holgaría de arrancarte el corazón; pero a mis ministros toca tan execrable oficio.

El mahometano no quiso oír ya la voz del castellano, porque sus acentos le sacaban de quicio, produciendo tal despecho en su mezquina ánima, que parecía un furioso que ha roto la jaula donde yacía encadenado. El incógnito, por el contrario, satisfecho de sí mismo, y con la tranquilidad que goza siempre la inocencia, permanecía resignado, y esperando la última hora con la indiferencia que un hombre que tiene la vida en poco precio. Abenxafa dio órdenes a su guardia y el infeliz caballero cercado de fieros soldados y recibiendo a cada paso un insulto, fue conducido a la ciudad y sepultado en el panteón de los reyes moros, que era reputado por el edificio más fuerte y seguro de la ciudad, a excepción de los palacios. El malvado jefe de los árabes no había hecho levantar la visera al caballero quizás por la repugnancia que le inspiraría ver el rostro de su víctima, rostro donde juzgara que había de leer el desprecio de un vencedor para con el hombre que ha vencido y humillado a todo su talante.

Cuando los musulmanes, abalanzándose al del Armiño, le amarraron para privarle de la defensa, Gil Díaz se dio a entender que era aquella una señal de degüello, y por si podría pasar plaza de muerto, se dejó caer en tierra con increíble ligereza. Pero Vellido que le estaba mirando, se acercó y le dijo:

-Levanta, hermano Gil, que aquí no valen arcaduces, y por el siglo de tu madre que te he de poner como nuevo, en pago y trueco de las flores que me has dicho cuando me comí tu cena a la orilla del mar. Yo te enseñaré cómo se trata a Vellido Dolfos: ¿que no hay más que decirme en mis barbas que he de morir en levantado sitio? Juro a tal, que he de henchir las alforjas del deslenguado de tal suerte, que no vuelva a hacer el buche y a macear las ajenas opiniones por más que le venga a mano, y aunque le venga a pie.

Levantó en seguida al escudero que temblaba como un azogado, y dirigiéndose a Abenxafa, le pidió que le concediera por esclavo a aquel mancebo que había cautivado en el campo enemigo, gracia que no titubeó en concederle el árabe. Tras esto, tornó a Díaz, y añadió:

-Ya eres siervo mío; vete disponiendo para recibir la primer mano de azotes que pienso darte aquí mismo por vía de ensayo.

-No suponga su merced en cuentas con nadie -contestó Gil-, que no es de ánimos generosos el sopetear y acocear a un pobre diablo que maldito el agravio que le ha hecho. Ni nosotros hemos tenido batalla alguna, ni yo he vencido a su merced, ni hago la rueda a ninguna garrida moza suya, ni tengo barruntos de hacérsela, aunque viva más años que Matusalén, que tantos pienso vivir en la buena paz y compañía de su merced. ¡Jesús, mil veces, y qué mal entendió su merced lo del morir en alto lugar! Quise decir, que las prendas y valentías del señor Vellido Dolfos merecían encumbrarle a la rueda de la fortuna, y sentarle en alto puesto como en un trono; esta fue mi intención y puedo asegurar que huelgo de ser su esclavo, y que en mí tendrá su merced un libro de qué quieres boca.

-Esa te pido que cierres -gritó Dolfos-, que a perro viejo no hay tus tus. Son por demás las maulas y embustes que tan a pelo has encajado porque ni el diablo que tentó a Eva con saber tanto, no te había de librar de mis manos.

Entonces dio una voz a dos árabes, y entre los tres desnudaron bonitamente a Gil Díaz, lo ataron al tronco de un árbol, y con el cinto de baqueta que sujetaba el gabán del mismo criado, le visitaron sendamente las posaderas a guisa de esbirros. El mísero escudero hacía resonar en vano sus broncos gritos porque hasta haberle calentado bien, no cesaron los sayones de descargar descomunales azotes. Y cansados ya de holgar a costa del pobre criado, le condujeron a Valencia a casa de Dolfos, de quien quedó hecho esclavo sin que lágrimas ni ruegos le sacasen de aquel infortunio.




ArribaAbajoCapítulo VI

Un presente de sangre


Las pasiones humanas, dice un poeta de Oriente, forman un carro cuyas ruedas son el amor y la venganza; y el hombre conducido toda la vida por tan crueles alimañas, corre de precipicio en precipicio a despeñarse. Cuando Abenxafa quedó vencido por el caballero del Armiño, faltó poco para que perdiese la vida de despecho, porque aquel carácter impetuoso, soberbio y feroz cifraba su delicia en los encantos de la gloria militar que le había encumbrado al solio que lo ocupaba. La idea del vencimiento de tal suerte despedazaba su corazón que solo podía compararse al dolor que le causaron los continuos y punzantes desdenes de la hija del Cid. Empero, cuando de todo punto le faltó la calma, cuando pálido de cólera no acertó a mover la helada planta, fue al oír de boca de una esclava los amores de doña Elvira con su vencedor. Parose: las venas de su frente parecieron hinchadas cual si hubiera cesado de circular la sangre que las llenaba, limpió con la mano el sudor frío que bañaba sus sienes, llamó a Vellido Dolfos, y entre los dos trazaron la negra traición tan felizmente ejecutada. Buscaron un rubí en un todo igual al que llevaba Elvira, y que por su hermosura llamara la atención del caballero; y la indómita pujanza del paladín cayó en los lazos que el ingenio, las hazañerías y la falacia de Dolfos le habían tendido.

Hallábase al presente Abenxafa en su alcázar, sediento de venganza y revolviendo en su mente los más crueles pensamientos con que acordaba atormentar a la donosa cristiana. Hizo venir a su presencia al favorito Hamete, y le dijo:

-Ya sabes que el panteón de mis antecesores sepulta al soberbio paladín del nazareno ejército que con inaudito arrojo y sobrehumanos bríos osó tenderme en la liza en singular y furibunda batalla. Corre, Hamete, y tráeme en la punta de su lanza clavada su cabeza, para que pueda presentarla en ofrenda a esa orgullosa cristiana que altera la paz de mi corazón.

Hamete, oída la orden, hizo a su amo una profunda reverencia a estilo oriental, y salió de la estancia sin desplegar los labios. Era este un anciano vigoroso, suelto y circunspecto, que a pesar de la diferencia de edades, había procurado granjearse la confianza de Abenxafa. Sin embargo del favor que gozaba, nadie viera asomar la risa a sus labios ni la alegría a sus ojos; parecía siempre meditabunda y triste, sin hablar a persona alguna, y respondiendo por monosílabos a las preguntas que le dirigían. Melancólico, pues, y lleno de gravedad, dirigió sus plantas al abovedado panteón dos horas después de haber oído la sentencia de muerte pronunciada por el tirano contra el prisionero.

Yacía el caballero del Armiño sentado en la lúgubre morada de los que no existen, descansando su espalda sobre una losa a la que estaba amarrada la cadena que sujetaba su cuerpo, ciñéndolo. Con la cabeza inclinada y la visera caída, parecía abismado en los funestos pensamientos que asaltaban su mente, sin lograr abatir el marcial espíritu que le animaba. Tal vez, al creerse cercano a exhalar su último aliento vital, traía a su memoria las caricias de una madre idolatrada que no podía regar con sus lágrimas la tumba de su dulce hijo; o quizá las espinas de los celos se clavaban en su corazón en tan acerbo instante. Porque si el rubí era de doña Elvira, lo que el caballero no dudaba, ¿por qué azar había dado en manos del traidor soldado que le había seducido y arrastrado a los brazos de su vil contrario? Mas estas dudas, semejantes a las tempestades de verano, se desvanecían con la misma presteza que se habían formado, pues antes recelara el del Armiño de sí propio que osara empañar con torcidas y siniestras sospechas el puro y brillante sol de la soberana hermosura que avasallaba su alma.

Crujen, empero, los cerrojos de la mezquina puerta; alza el caballero la cabeza, y hieren súbito sus ojos los reflejos de un hacha alumbrando aquel pavoroso sitio. Hamete penetra a ella con sosegados y medidos pasos, párase frente del prisionero, fija la vista en él, y después de un momento de dudoso silencio que aumenta el terror de aquella escena, exclama:

-Es la desgracia como el invierno, triste y desapacible; pero a sus aguas se deben las mieses del verano y los frutos del otoño. Alá te guarde, nazareno; el grande Abenxafa me manda a por tu cabeza, y sus mandatos son como el rayo: prontos y terribles.

-¡Bárbaro! -respondió el del Armiño-. ¿Así atropella los derechos de la humanidad y huella las leyes del honor?

-¡Vagos sonidos! -le atajó Hamete can más prontitud de la que podía esperarse de su reposado continente-. El capricho es la ley del que manda, las pasiones sus consejeros, y el gusto su honor. Zumban en sus oídos los gritos de la razón, y él los escucha con la misma indiferencia que el rugido de la cascada o el murmullo de la selva; hieren sus ojos las desgracias de sus súbditos, y entonces los alza al cielo a admirar un meteoro que los lisonjeros le muestran para que no se detenga en el infortunio ajeno. Pero ¡ay del tirano!, pasan sus días tempestuosos como los vendavales de enero, destruyendo los árboles y azotándose a sí mismos con el polvo que levantan; cree el mísero que va a apurar la copa de los placeres, y no hace más que acercarla a sus labios, cuando prueba todo el acíbar de su engañoso licor. Brilla por último su hora y semejante en su ocaso al trueno aterrador, retumba, se deshace y desaparece.

-Ministro de Abenxafa -gritó con resolución el caballero-, ejecuta sus sangrientas órdenes, y no insultes los últimos momentos de un desgraciado con verdades que en tu boca respiran el acíbar de la ironía. Aquí tienes mi cuello, hombre vil.

-Escrito está -repuso Hamete con más sosiego y pausada voz-: no hieras al perro que ladra, sino halágale por el contrario, y dale un pedazo de pan. ¿Quién penetra, nazareno, los arcanos de Alá, o lee los pliegues del humano corazón? Esa audacia que muestras, ese desprecio de la muerte que sale de tu boca interesan el alma de Hamete. ¿Puedo serte útil? ¿No conoces que quien habla como yo no es por lo común un perverso?

-No sé por qué -contestó el paladín en tono más suave-, no sé por qué vuestras palabras me conmueven; me siento agitado y aunque me deslumbre, no temo aseguraros que os reputo digno de confiar a vuestro honor mis últimos encargos. ¿Qué prueba podéis darme de que no me equivoco y de que respetaréis mis secretos?

-Mira mis ojos -respondió el viejo Hamete, sentándose al lado del de Armiño- y advierte en ellos la llama del honor. Pero no basta esa prueba, aquí está mi diestra, yo te ofrezco fidelidad en nombre de la caballería, cuya orden profeso. ¿Te admiras? ¿No puede también un sarraceno haber merecido por sus hazañas este honor?

-Me doy por satisfecho -añadió el caballero- y no puedo menos de pensar que sois algún misterioso ser distinto de lo que parecéis. Tomad, pues, esta media sortija y entregadla en el campamento cristiano al valiente Rodrigo de Vivar y a don Diego Ordóñez de Lara; decidles que reciban el ofrecido don del caballero del Armiño; que manden pregonar mi muerte, y que cuando la fama publique mi verdadero nombre hagan por consolar a mi desgraciada madre. Vos no sabéis la ternura con que me ama y el despecho que se apoderará de su alma cuando llegue a sus oídos el vil sitio donde ha expirado su hijo. ¡Oh dulce madre mía!, el cielo conoce el tormento que acibara mis postreros instantes, no por temor de una muerte, que es el término de las humanas desgracias y que tantas veces he menospreciado, sino por el sentimiento de no volver a estrecharos contra mi seno, de no sentir palpitar ya vuestro corazón. Y tú, hermosa mitad del alma mía, soberano dueño de ella, recibe el agradecimiento de este tu caballero que pronunciará tu nombre por última vez.

Volviose luego a Hamete y le rogó que cumpliera la orden de Abenxafa, y no dilatara los padecimientos prolongando su agonía. Mas el anciano estaba pálido y trémulo; asomaban las lágrimas a sus mejillas, y no osaba mover los labios. Alzó en esto los ojos y las manos, y con un acento desesperado y patético, dijo:

-¡Tales serían también tus preces al morir, amado hijo de mis entrañas! Pero eran de mármol los sayones que te escuchaban, y tornaron a embotar en tu pecho sus agudas lanzas.

Abrazó entonces, todo conmovido, al incógnito, tomole la mano, y limpiando las lágrimas que abundantemente corrían por su rostro; le- dijo:

-Ya no debo, arrojado mancebo tenerte suspenso más tiempo ni emplear contigo el lenguaje oriental. Ni soy Hamete, ni estos vestidos que me cubren corresponden a mi clase, ni a mi culto. El anciano que tienes presente adora la santa cruz, y vistió un día como tú en las erizadas cumbres de los asturianos montes el reluciente peto, el casco de bronce y las espuelas de plata. Ardía en mis venas el entusiasmo de la noble caballería del mismo modo que inflama ahora las tuyas: el relincho del caballo y el son del guerrero clarín eran más dulces a mis oídos que el canto matutino del ruiseñor y que la armonía del universo. Pero viene la edad de la nieve, y la sangre se hiela, y el brazo pierde los quilates de su valor; entonces feliz el padre que puede entregar la espada de los combates a su hijo, y decirle: «Consérvala en su prístino brillo, conserva su honor tan puro y terso, que pueda al expirar mirarme en él.» Esta dicha gocé yo y ansioso de encontrar en las ciencias las delicias que había disfrutado en el campo de los laureles, me vestí el traje musulmán y comencé a recorrer las playas orientales aprendiendo de los sabios árabes que las habitan la física, la agricultura y la medicina. Quería reservarme el placer de hacer felices a mis compatriotas de Asturias, comunicándoles los conocimientos que había adquirido en estas costas bajo el nombre de El-Hakim Hamete. Respiraba a la sazón el aire puro de esta hermosa ciudad, cuando hirió mis oídos la funesta nueva de que mí hijo había perecido a los golpes del acero de Abenxafa, defendiendo a mi ilustre prima Jimena. Corrí al lugar de la refriega, y ya los vecinos aldeanos habían sepultado los cadáveres de los que gloriosamente perecieron en la pelea. Todavía encontré removida la tierra que ocultaba a mi hijo; mis lágrimas la amalgamaron, y planté un nogal para que el viajero descanse a su sombra. Pero ¿qué logran los humanos lamentos? Consideré que en el orden actual de los sucesos mi presencia podía ser útil en esta ciudad a mi prima, y que podía contribuir por mil caminos a acelerar la ruina del asesino de mi hijo. Y aquí tenéis al padre de Martín Peláez, convertido en El-Hakim Hamete; hecho ministro del verdugo de su sangre y cargado con el odioso nombre de favorito de un tirano.

-Por la santa cruz -exclamó el caballero del Armiño- que apenas puedo dar crédito a lo que veo. ¿Vois sois Pelayo? ¿Vois sois el digno padre de Martín, del valiente guerrero que eclipsaba las mejores lanzas del ejército del Campeador? ¡Ah! ¡Que no pueda abrazaros!

-Pronto podrás, hijo mío -contestó el noble Pelayo-. Cuando he recibido la orden de cercenar la garganta de un paladín cristiano, cuyos famosos hechos de armas le habían adquirido renombre, me he dirigido a la morada de un moribundo esclavo mío; y apenas ha exhalado el último suspiro, he cortado a cercén su cabeza para sustituirla a la tuya. Desnúdate el casco para colocarlo en ella y presentarla al tirano antes de que mi tardanza despierte sospechas en su fiero pecho. Volveré después, y con vestido de mi esclavo podrás vivir en compañía mía hasta que el cielo haga brillar el dichoso día de nuestra ventura, librando a Valencia del cruel Abenxafa.

-Señor -gritó el caballero fuera de sí con el entusiasmo de la gratitud-, ¿con qué podré recompensaros tanta generosidad?

-No soy yo quien te libra -le interrumpió Pelayo con gravedad-, sino Dios, que me inspiró el deseo de permanecer en Edeta. Estaba escrito en las celestes bóvedas tu destino: ¿qué importa que sea esta o aquella la ruano que riegue el árbol, si está resuelto que ha de florecer y colmarse de frutos? ¡Dichosa madre!, tú no llorarás ya recostada sobre la tumba de tu hijo, porque la diestra de Jehová ha suspendido el rayo que le había de pulverizar; pero ¡ay del anciano, que verá crecer el nogal con el polvo del suyo!

-¿Quién podrá, generoso Pelayo -dijo el del Armiño-, daros consuelo? Yo me lanzaría con firme corazón y resuelto ánimo a las filas enemigas si pudiese con mi muerte comprar la vida de vuestro Peláez.

-¿Quién puede consolarme? -murmuró el anciano-. La virtud: ella difunde por mi alma un placer cien veces más delicioso que amargo es el dolor de los infortunios; ella es como el sol que alegra la árida selva despojada de su hermosa cabellera.

Púsose en pie Pelayo, miró con ternura al paladín que se había desnudado el casco para encajarle en la cabeza del esclavo ocultando el rostro con la visera, y le preguntó al incógnito

-¿Ha visto Abenxafa alguna vez tus facciones?

-Nunca -contestó el del Armiño-. Cuándo me batí con él llevaba caída la visera, y cuando me prendieron tampoco la alcé; he conservado en todas partes el incógnito, porque interesaba a mi honor que fuesen mis hazañas las que me diesen a conocer, y no mi nombre.

-Valiente eres -añadió Pelayo- y no puedes ocultar tu elevada cuna. Queda en paz mientras cumplo el terrible ministerio; volveré luego a romper tus cadenas, y haré cuenta que recobro en ti a mi perdido hijo.

El anciano salió del panteón con la misma gravedad con que había entrado; crujieron segunda vez los cerrojos de la puerta, y el denodado joven, ocupado de más alegres pensamientos; reclinó la cabeza sobre la inmediata losa para aguardar a su libertador con más reposo; la oscuridad se apoderó de la lúgubre estancia, a medida que se alejaba Pelayo con el hacha en la mano; y cesaron de resonar a lo lejos sus pisadas.

Hamete, o por mejor decir, Pelayo, imprimió sus huellas en el aposento de Abenxafa que le aguardaba con impaciencia, recelando de su tardanza algún azaroso suceso, y dejando sobre una robusta mesa de nogal la ensangrentada cabeza, dijo:

-Cuando retumba el trueno se desprende la centella de la nube, y abrasa al impío que no se postra ante el gran Alá; cuando suena la voz del ilustre Abenxafa cae la cuchilla de su fiel servidor y rueda por tierra la cabeza de su enemigo; ya estáis obedecido.

El corazón del tirano se estremeció al escuchar la última frase, porque los delitos son como las venenosas plantas que se ofrecen a la vista verdes y lozanas en el monte; pero que probadas producen rabiosos dolores y prolongadas agonías. Pasó los ojos de corrida por el rostro de El-Hakin, y hallándolo sereno y tranquilo, casi se avergonzó del estremecimiento que le causaron sus acentos; y dándole las gracias por su exacta obediencia, le mandó retirar. Mirole Hamete al despedirse y advirtió en el color blanco de sus labios, en la palidez de las facciones, y en lo erizado de sus cabellos, la infernal lucha de los remordimientos que despedazaban su alma.

«¡Ved ahí -pronunció en voz baja- las venturas de un tirano! Labra con el ajeno su propio infortunio: y cada minuto de paz que roba a sus súbditos, cada gota de felicidad de que les priva se convierte y trueca en una sierpe que roe su pecho.»

Abenxafa tomó en su mano la cabeza que reputaba ser del caballero del Armiño; intentó alzar la visera y recrearse con el espectáculo de una tez deslustrada por la muerte; de unos borrados rasgos que tendrían su mérito en concepto del musulmán cuando habían conseguido imprimirse en la imaginación de la bella Elvira. Tornó a poner sobre la mesa el sangriento trofeo, acercó una luz, y cuando iba a levantar su diestra para satisfacer su bárbaro deseo, la halló inmóvil; habíale faltado de todo punto el valor y tuvo necesidad de sentarse en un escaño para cobrar aliento. Dilatábase el anchuroso aposento a larga distancia y estaba iluminado por una sola luz; el menor movimiento resonaba a lo lejos con el silencio de la noche. Adornaban el salón informes estatuas de los reyes moros que labrara tosco cincel, y que no disfrutando los débiles reflejos de la luz por estar colocadas al extremo opuesto, semejaban, abultadas por las tinieblas, negros tumbos; caprichosos relieves engalanaban el elevado techo representando las huríes del paraíso del Profeta, danzando muellemente con los adoradores de Mahoma.

Avergonzose Abenxafa de su propia flaqueza, y levantándose con prontitud, corrió a descubrir la tez de su víctima; pero al ir a tocar la visera cae súbito el casco cual si se agitara la degollada cabeza o se hubiera mecido sobre el nogal donde descansaba, y aquel héroe que desafiaba a la muerte en el campo de batalla lanza un grito de horror, y huye despavorido de la malhadada estancia. Al estruendo y grito de los guardias acude Hamete temeroso de algún desmán, y da de ojos con Abenxafa en la espaciosa puerta.

-¿Dónde se dirige tan aceleradamente vuestra planta, señor? -preguntó El-Hakim.

-La cabeza del cristiano -respondió Abenxafa casi ahogado por el susto está hechizada; entra, y la verás saltar por la mesa, cual si viviera todavía.

-El hechizo -repuso con gravedad don Pelayo -no existe en ese despojo, sino en el corazón del grande Abenxafa. No hay encantos poderosos a hacer mover lo que ya no es; las ramas del cortado árbol no reverdecen después que el hacha lo ha derribado; pero hay acciones que llevan consigo un tósigo tan funesto que trastorna la mente del hombre.

-Dices bien, Hamete; el violento choque de las pasiones que me agitan han fascinado mi imaginación; sin duda al acercarme ha caído el casco con algún imprevisto movimiento mío; y era tanta mi agitación, que el más despreciable acaso bastaba a aterrarme. Pero, no, no ha sido nada; sin embargo, mientras me recobro, cuéntame si ha muerto con valor ese soberbio caballero.

¿Para qué, señor? -exclamó el anciano-. ¿Para qué queréis ahondar una llaga que os martiriza? El humo del abismo no es más funesto que los punzantes remordimientos que asaltan el pecho del rey que da oídos a sus pasiones. La envidia y los celos levantaron en vuestra mente, generoso monarca, una tempestad de cuyos rayos ha sido blanco el desgraciado caballero; pero las nubes pasan, y el sol de la verdad ilumina también los tronos. ¡Infeliz de aquel que desde la cumbre del poder solo divisa a sus pies muertes y ruinas!

-Hamete -gritó enfurecido Abenxafa-, sal de mi aposento, y no vuelvas a mi presencia sin que yo te llame.

Obedeció El-Hakim después de haber hecho una respetuosa cortesía; y el agitado árabe, en cuyo semblante se leía el tormento que le devoraba, añadió:

-Pero no, anciano Hamete, no te vayas. Háblame del sitio que se atreven a ponerme los perros nazarenos, y si quieres conservarte en mi gracia no me reprendas segunda vez la muerte de mi indigno enemigo.

-Señor -le atajó Pelayo-, el número de los cristianos es muy corto comparado con nuestro ejército; y no dudo que a la primer salida que verifiquen nuestros valerosos soldados huirán cobardemente los adoradores de la cruz.

-Y el Cid, ese campeón sin par, cuyo nombre es aclamado en Europa y en África, ¿huirá también?

-Pienso que sí; porque el filo de la espada de Alá penetra igualmente el pecho del siervo y el del señor.

-¿Y su hija, la ingrata y cruel Elvira? Hamete, llama a un esclavo, y retírate.

Habíanse encendido los ojos de Abenxafa al pronunciar las últimas palabras, y en sus pálidas facciones, animadas de repente, hacían adivinar la revolución que el recuerdo de Elvira obrara entonces en su espíritu. Mandó al esclavo ocultar bajo su túnica la cabeza a la que Hamete había vuelto a encajar el casco, y con inciertos pasos y labios balbuceantes se dirigió a la parte del palacio que ocupaba la familia del Cid.

Hamete, aprovechando ocasión tan favorable, descendió al panteón en busca del caballero del Armiño, y rompiendo las cadenas que lo oprimían, le vistió el traje mahometano para que pasase plaza de esclavo suyo. Palpitaba de agradecimiento el corazón generoso del incógnito con las mercedes que recibía de Pelayo, a quien prodigaba los más cariñosos nombres. El anciano por su parte lo estrechaba entre su pecho, diciéndole que había recobrado en su persona al muerto Peláez y que desde aquel día le sería más suave el aire que respiraba y más dulce su morada en los elíseos campos de Edeta. Tales eran las sabrosas delicias que la virtud escanciaba a manos llenas a estos nobles cristianos, mientras el carcomedor desasosiego atormentaba el alma de Abenxafa penetrando a la estancia de sus prisioneras.

Las heroicas hazañas de su padre y esposo entretenían en agradable plática a doña Jimena y a su hija Elvira, recordando aquellos tiempos de bienandanza en que las damas de Burgos miraban con envidia a la feliz hermosura que había conseguido la mano del primer paladín de Europa. Referíale la matrona a Elvira los famosos torneos en que sacara a plaza su agilidad y destreza el impávido Campeador en los floridos años de su mocedad, rompiendo lanzas con los caballeros de más nombradía y mereciendo con su heroísmo que las primeras bellezas de la Corte mendigasen sus miradas, contándose tal vez entre ellas apuestas infantas que por su gallardía y donosura debieran triunfar de reales corazones. Mas a tan plácidos recuerdos y a la suave conmoción que naturalmente experimentamos con ellos, siguió una escena bien diferente, como a las serenas y rosadas auroras del otoño sucede la tormenta más deshecha. Turbó su reposo Abenxafa temblando de cólera, y sentándose en un escaño junto a las señoras con fiero continente; asomaba a sus labios la blanca espuma del frenesí, y los músculos amoratados, los apretados dientes y la frente estirada por la hinchazón retrataban demasiadamente su despecho. Miró a Elvira, y la angelical dulzura de aquel apacible y risueño rostro, suavizó un tanto su desesperación, a la manera que los rayos del sol vuelven el calor a las ramas de los árboles abrumados de helado rocío.

-Elvira -dijo-, vengo a presentarte una ofrenda que tendrás en mucho precio-. Mientras habló así pasó la mano por su tez para ocultar la turbación que le poseía y añadió:

-Alá ha puesto en mi poder a un soberbio castellano de vuestro ejército que tuvo la osadía de alzar los ojos al dulce señuelo donde yo los había fijado, y sabiendo que holgabas tú de contemplar a un paladín de tanto nombre afinojado ante tu soberana beldad, te ofrezco su cabeza para que goces la delicia de mirarle, y leas en la suya la suerte de los que osan contravenir a los deseos de Abenxafa. ¡Hola, esclavo!

Pálidas como el último rayo de la luna las cristianas, echáronle una mirada de desprecio al verle colocar a sus pies la sangrienta cabeza; temblaba Jimena de que fuese la de su caro esposo, no habiendo podido entender las palabras de Abenxafa; y Elvira por su parte, sin dudar de la verdad, adivinaba el fatal misterio. El bruñido casco del caballero del Armiño y el color de sus plumas sacáronla bien pronto de dudas, y retirando los ojos de tan atroz presente los fijaron en los tapices que ornaban la estancia, permaneciendo mudas y frías como dos estatuas de un jardín. Y por más espinas que aquel golpe mortal clavara en el corazón de la doncella, no daba con el rostro señal alguna de angustia, porque corría por sus venas la arrogante sangre del Cid, y ninguno de cuantos pertenecían a esta familia había jamás convenido en que duele el dolor. De suerte que al verla aparentemente tan tranquila Abenxafa, que esperaba de la castellana los arrebatos y desenfrenadas maneras de una dama oriental, tuvo para sí que eran falsos los amores de los dos cristianos; y en más sosegado tono siguió diciendo:

-Las rocas que coronan el Atlas burlándose de los siglos que pasan no son más firmes que tú, hermosa cristiana ¡si llegaras a conocer cuánto te ama este árabe! ¿Nunca le mirarás de buen grado? Responde: tus palabras dilatan las alas de mi corazón, como las perlas que vierte el alba entreabren una flor con cada una de ellas.

-Si queréis que os hable -respondió la hija del Cid con desdén, sin separar la vista de los tapices- mandad quitar de mi presencia ese bárbaro despojo: pues aunque no repugna al vital brío que me anima el más sangriento espectáculo, mi natural ternura y el saber que es de un cristiano ese trofeo, me inspiran horror; compasión, no.

Abenxafa mandó al esclavo llevarse la cabeza y entregarla a Hamete con orden de que la expusiese al público en el siguiente día concediéndole sepultura después; tras esto acercó más su escaño a las matronas castellanas, y exclamó:

-¡Por qué no hemos de poner fin a la guerra que va a devastar los elíseos campos de esta ciudad, y a las rencillas que nos malquistan! ¡Vos, amable Jimena, tornaríais a los brazos de vuestro esposo cargada de los presentes de mi liberalidad, y Elvira, sentada sobre mi trono, podría hacer cuantas mercedes le pluguiese a sus padres! ¿Por qué no ha de rayar ese día?

-¡Miserable! -contestó Jimena, arrojándole un mirada de desprecio que lo dejó yerto-. Los tronos que tú pudieras ofrecernos son nada en comparación del esplendor de nuestro nombre y de las cívicas virtudes que sirven de timbres a nuestra familia. Un cetro se gana en una batalla, pero la gloria y la inmortalidad son dones de más quilates; son la recompensa del heroísmo, el resultado de muchos años de valor, de ingenio y de virtud. ¿Con qué méritos te atreves a encumbrar tu pensamiento a la altura que ocupa Rodrigo de Vivar? Todos consisten en un solio, fruto de cien crímenes y tinto con la sangre de Hiaya; los condes de Castilla ni aun por escuderos admiten a reyes moros.

-Orgullosa esclava -gritó Abenxafa levantándose de su asiento-. ¿Has olvidado que estás en mi poder? Yo haré marcar tu frente con el clavo de la servidumbre y poner cadenas a tus manos; yo destinaré a las soberbias hijas de los condes de Castilla a tener a recaudo mis caballos; yo..., vive Alá, que son inútiles la dulcedumbre y la suavidad con vosotras; la fuerza logrará lo que no han podido el amor y la generosidad, y envilecidas y deshonradas os pondré en público mercado, mandaré a mis esclavos que sacien en vosotras su brutal apetito, y que os entreguen luego a los cristianos con una soga al cuello.

El furioso y despechado tono con que pronunció el africano estas amenazas, no causó impresión alguna en el pecho de aquellas heroínas resueltas a morir mil veces antes que deslustrar la brillante gloria del Cid. Elvira, cuyo feliz ingenio era superior a todo encarecimiento, no creyó oportuno exasperar aún más a su tirano, y llena de majestad y de decoro le dirigió la voz en estos términos.

-Extraño que los naturales sentimientos de unas ilustres cristianas, cualquiera que sea su suerte, despierten en voz los ímpetus de la cólera. Nunca los ojos del oprimido miran con placer al opresor por más que la necesidad arranque una sonrisa a sus labios; en habernos tratado con el miramiento debido a nuestra cuna no habéis hecho más que honraros a vos mismo, porque no fuera muy decoroso a un monarca el que publicara la fama que trataba a los vencidos con saña, cuando la suerte de la guerra puede también entregar a este mismo monarca a las armas de sus enemigos. Creedme, Abenxafa: la hija del Cid preferirá siempre la muerte a recibir esposo que no sea por mano de su noble padre; poned, pues, los pensamientos en más fácil hermosura y dejad que las almas decidan qué ha de ser de estas desgraciadas.

La aparente calma y resuelto tono de Elvira subieron de punto el furor del musulmán y loco y frenético salió de la estancia con ánimo de emplear el rigor y la crueldad para mortificar la soberbia de las arrogantes prisioneras.



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