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La de los tristes destinos

Benito Pérez Galdós





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ArribaAbajo- I -

Madrid, 1866.- Mañana de Julio seca y luminosa. Amanecer displicente, malhumorado, como el de los que madrugan sin haber dormido...

Entonces, como ahora, el sol hacía su presentación por el campo desolado de Abroñigal, y sus primeros rayos pasaban con movimiento de guadaña, rapando los árboles del Retiro, después los tejados de la Villa Coronada... de abrojos. Cinco de aquellos rayos primeros, enfilando oblicuamente los cinco huecos de la Puerta de Alcalá como espadas llameantes, iluminaron a trechos la vulgar fachada del cuartel de Ingenieros y las cabezas de un pelotón desgarrado de plebe que se movía en la calle alta de Alcalá, llamada también del Pósito. Tan pronto el vago gentío se abalanzaba con impulso de curiosidad hacia el cuartel; tan pronto reculaba hasta dar con la verja del Retiro, empujado por la policía y algunos civiles de a   —6→   caballo... El buen pueblo de Madrid quería ver, poniendo en ello todo su gusto y su compasión, a los sargentos de San Gil (22 de Junio) sentenciados a muerte por el Consejo de Guerra. La primera tanda de aquellos tristes mártires sin gloria se componía de diez y seis nombres, que fueron brevemente despachados de Consejo, Sentencia y Capilla en el cuartel de Ingenieros, y en la mañana de referencia salían ya para el lugar donde habían de morir a tiros; heroica medicina contra las enfermedades del Principio de Autoridad, que por aquellos días y en otros muchos días de la historia patria padecía crónicos achaques y terribles accesos agudos... Pues los pobres salieron de dos en dos, y conforme traspasaban la puerta eran metidos en simones. Tranquilamente desfilaban estos uno tras otro, como si llevaran convidados a una fiesta. Y verdaderamente convidados eran a morir... y en lugar próximo a la Plaza de Toros, centro de todo bullicio y alegría.

Que en aquella plebe descollaban por el número y el vocerío las hembras, no hay para qué decirlo. Compasión y curiosidad son sentimientos femeninos, y por esto en los actos patibularios le cuadra tan bien a la Tragedia el nombre de mujer. Las más visibles en el coro de señoras eran dos bellezas públicas y repasadas, Rafaela y Generosa Hermosilla, más conocidas por el mote de las Zorreras, del oficio y granjería de su padre, que figuró en la Revolución del   —7→   54, después de haber dado notable impulso a la industria de zorros. Las dos hermanas, llorosas y sobrecogidas, se abrían paso a fuerza de codos para llegar a las filas delanteras, de donde pudieran ver de cerca los fúnebres simones, cada uno con su pareja de víctimas. Pasaron los primeros... Casi todos los reos iban serenos y resignados; algunos esquivando las miradas de la multitud, otros requiriéndola con melancólica expresión de un adiós postrero a Madrid y a la existencia. Era en verdad un espectáculo de los más lúgubres y congojosos que se podrían imaginar... Al paso del quinto coche, una de las Zorreras, la mayor y menos lozana de las dos, aunque en rigor la más bella, echó de su boca un ¡ay! terrorífico seguido de estas cortadas voces: «Simón, Simón mío... adiós... Allá me esperes...».

Al decirlo se desplomó, y habría caído al suelo si no la sostuvieran, más que los brazos de su hermana, los cuerpos del apretado gentío. Este se arremolinó y abrió un hueco para que la desvanecida hembra pudiera ser sacada a sitio más claro, y pudieran darle aire y algún consuelo de palabras, que también en tales casos son aire que dan las lenguas haciendo de abanicos. En su retirada fue a parar la Zorrera a la verja del Retiro bajo, y en el retallo curvo del zócalo de piedra quedó medio sentada, asistida de su hermana y amigos. Dábale aire Generosa con un pañuelo, y una matrona lacia   —8→   y descaradota, reliquia de una belleza popular a quien allá por el 50 dieron el mote de Pepa Jumos, la consolaba con estas graves razones, de un sentido esencialmente hispánico: «No te desmayes, mujer; ten corazón fuerte, corazón de 2 de Mayo, como quien dice. ¡Bien por Simón Paternina! Bien por los hombres valientes, que van al matadero con semblante dizno, como diciendo: 'para lo que me han de dar en este mundo perro, mejor estoy en el otro'. Bien le hemos visto... cara de color de cera, guapísima... como el San Juanito de la Pasión... Iba fumándose un puro, echando el humo fuera del coche, y con el humo las miradas de compasión... para los que nos quedamos en este pastelero valle de lágrimas...».

Apoyó estas manifestaciones Erasmo Gamoneda, también revolucionario y barricadista del 54. Arrimose a la Zorrera, y echándole los brazos con fraternal gesto de amparo, dijo, entre otras cosas muy consoladoras, que el cigarro que fumaba el sargento, camino del patíbulo, no era de estanco, sino de los que llaman brevas de Cabañas; que de este rico tabaco proveyeron generosamente a los reos los señores de la Paz y Caridad... Él estaba en la puerta del cuartel cuando entraron los ordenanzas con la cena para los sargentos, que fue suculenta: bisteques con unas patatas sopladas muy ricas, pescado frito con cachitos de limón, y postre de flanes y de bizcochos borrachos, a escoger...   —9→   Luego café a pasto, hasta que no quisieron más, y puros en cajas, que iban cogiendo y fumaban encendiendo uno en otro y viceversa, quiere decirse, sucesivamente...

Tomó de nuevo la palabra Pepa Jumos elevando sus consuelos al orden espiritual, lo que no era para ella difícil, pues tenía sus puntadas de mística y sus hilvanes de filósofa. Ved lo que dijo: «Yo sé por Ibraim, el curángano de tropa, que todos los reos han estado en la capilla muy enteros, y como ninguno Simón Paternina, que no perdió en toda la noche el despejo, ni aquel ángel con que sabe hablar a todo el mundo. Se confesó como un borrego de Dios y encomendose a la Virgen, para morir como caballero cristiano... Su cara bonita y pálida, y aquella caída de ojos, tan triste, y el humo del cigarro subiendo al cielo, nos han dicho que en el morir no ve ya más que un cerrar y abrir de ojos... Va bien confesado; va con el alma tan limpia como los tuétanos del oro, y Dios le dirá: «Ven a mi lado, hijo mío; siéntate...». Por eso, Rafaela, yo que tú, no me afligiría tanto... lloraría, sí, porque natural es que una se descomponga cuando le quitan el hombre que quiere; pero diría para entre mí: «Adiós, Simón Paternina; Dios es bueno y me llevará contigo a la Gloria...».

No quedó la maja satisfecha de esta exhortación a la dulce conformidad religiosa, ni el alma de la Zorrera se contentaba con tan lejanos alivios de su dolor. Suspiraban las   —10→   amigas con el escepticismo de plañideras circunstanciales, mientras la Hermosilla, apretando contra sus ojos el pañuelo hecho ya pelota humedecida por las lágrimas, sostenía con el silencio el decoro de su dolor... Seguían pasando coches... pasó el último. La multitud no pudo escoltar la fúnebre procesión, porque los civiles impidieron el paso por la Puerta de Alcalá... El rechazo de la curiosidad compasiva llenó la calle de protestas bulliciosas, de imprecaciones, en variedad de estilos callejeros... En este punto rompió su torvo silencio Rafaela, diciendo: «Ya sé, ya sé que el pobrecito Simón se irá derecho al Cielo... Yo le conozco: no era de estos que reniegan de Dios y de la Virgen... Sus padres, que fueron carlistas, le habían enseñado muy bien todo lo de la religión... ¿Pero a mí, que soy tan pecadora, me querrá Dios llevar a donde él está?... Lo digo, porque cuando una se hace cuenta de no pecar, viene el demonio y lo enreda...».

A estos escrúpulos opuso la Jumos con profunda sabiduría la idea de que si queremos ser buenos, bien sea en la hora de la muerte, bien en otra hora cualquiera, la fe nos da ocasión de mandar a paseo al demonio y a toda su casta. Muy confortada la Zorrera con tal idea, siguió diciendo: «Lloro a Simón y le lloraré toda mi vida, porque era muy bueno... Un año hace que le conocí en la plazuela de Santa Cruz... De allí nos fuimos al baile del Elíseo... fue el día de San Pedro... bien me acuerdo... y a los   —11→   tres de hablar con él ya le quería. Aunque me esté mal el decirlo, muchos hombres he conocido, muchos... ninguno como Simón Paternina. ¡Qué decencia la suya!... Caballeros he tratado: a todos daba quince y raya mi Simón. Por eso me decía Don Frenético... ya sabéis, don Federico Nieto, aquel señor tan bien hablado... Pues un día, en casa... no sé cómo salió la conversación... Dijo, dice: «Parece mentira que un mero sargento sea tan fino...». Y si era el primero en la finura y en el garbo del uniforme, a valiente ¿quién le ganaba? Si mandando tropas metía miedo por su bravura, conmigo era un borrego... ¡Ay, Simón mío, yo que pensé verte un día de general, y ahora...! Bien te dije: «Simón, no te tires». Pero él... perdía el tino en cuanto le hablaban de Prim, que era como decirle Libertad... Pues ahora, toma Libertad, toma Prim... ¡Ay, Dios mío de mi alma, qué pena tan grande!... Yo confiaba... ¿verdad, Generosa?, confiábamos en que la Isabel perdonaría... Para perdonar la tenemos... ¡Bien la perdonamos a ella, Cristo! ¡Y ahora nos sale con esta!... Pues esta no te la pasa Dios, ¡mal rayo!... A un general sublevado le das cruces, y a un pobre sargento, pum... Tu justicia me da asco».

-No hables mal de ella -dijo la Pepa con alarde de sensatez-, que si no perdona, es porque no la deja el zancarrón de O'Donnell, o porque la Patrocinio, que es como culebra, se le enrosca en el corazón...

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En este punto rasgó el aire un formidable estruendo, un tronicio graneado de tiros sin concierto. Con estremecimiento y congoja, con ayes y greguería, respondió toda la plebe a la descarga, y la Zorrera lanzó un grito desgarrador. La Jumos exclamó con cierta unción: consumatomés; algunos del grupo se persignaron, y otros formularon airadas protestas. El ruido desgranado de la descarga daba la visión del temblor de manos de los pobres soldados en el acto terrible de matar a sus compañeros... Aunque la Zorrera pareció acometida de un violento patatús, resbalándose del inclinado asiento en que apoyaba sus nalgas, pronto se rehízo, estirando el cuerpo, irguiéndose, trocándose repentinamente de afligida en iracunda y de callada en vocinglera. Las maldiciones que echó por aquella boca no pueden ser reproducidas por el punzón de esta Clío familiar, que escribe en la calle, sentada en un banco, o donde se tercia, apoyando sus tabletas en la rodilla...




ArribaAbajo- II -

«A casa, a casa -dijo la Generosa cogiendo del brazo a su hermana y llevándosela calle abajo, rodeada de los amigos-. Yo no quería venir, bien lo sabes... Nos habríamos ahorrado esta sofoquina». Y la Jumos, con   —13→   austera suficiencia, soltó la opinión contraria. «Debemos verlo todo, digo yo. Así se templa una y se carga de coraje». Después proclamó resueltamente la doctrina de Zenón el Estoico, asegurando que el dolor no es cosa mala. Volviose Rafaela de súbito hacia los que la seguían, que era considerable grupo, y alzando las manos convulsas sobre las cabezas circunstantes, gritó: «¡Viva Prim!... ¡Muera la...!». Su hermana y Gamoneda acudieron a taparle la boca, cortando en flor la exclamación irreverente. Ambas Zorreras y su séquito continuaron rezongando, y al pasar frente a la Cibeles, se les unió un sujeto que por su facha y modos se revelaba como del honorable cuerpo de la policía secreta. Valentín Malrecado no gastaba uniforme; pero mejor que este declaraban su oficio la raída levita del Rastro, el pantalón número único, el abollado sombrero, la cara famélica no afeitada en seis días, y el aire mixto de autoridad y miseria, propio de tales tipos en España y en aquellos tiempos. Agregado a la compañía, habló con sosegadas amistosas razones, pues a las Zorreras trataba con ancha confianza, y de Gamoneda había sido socio en la magna explotación de Obleas, lacre y fósforos, instalada en Cuchilleros.

«Ya te vi arrimadita a la verja -dijo a la dolorida mujer-; pero no quise acercarme a ti porque estabas furiosa y algo subversiva. Es natural... te compadezco... Te doy el pésame... Cosas de la vida son estas...   —14→   Hoy les toca morir a estos, mañana a los otros. Es la Historia de España que va corriendo, corriendo... Es un río de sangre, como dice don Toro Godo... Sangre por el Orden, sangre por la Libertad. Las venas de nuestra Nación se están vaciando siempre; pero pronto vuelven a llenarse... Este pueblo heroico y mal comido saca su sangre de sus desgracias, del amor, del odio... y de las sopas de ajo. No lo digo yo; lo dice el primer sabio de España, Juanito Confusio».

Iban las dos hermanas despeinadas, ojerosas, como quien no ha probado desayuno después de una noche de angustioso desvelo. Llevolas Malrecado a una taberna de la calle del Turco, de la cual era parroquiano constante. Allí la partida se componía de las Hermosillas, la Jumos, Erasmo Gamoneda y una joven costurera llamada Torcuata, que llevaba en brazos a un niño, a quien había dado la teta viendo pasar los coches con los desgraciados sargentos... Sentáronse las señoras en negros banquillos, y se les sirvió vino blanco, que según el policía era bálsamo para las congojas y el mejor alivio de pesadumbres. Rafaela, que estaba desfallecida, dio tregua a la emisión de suspiros para beberse el primer vaso, apurándolo de un trago. Ella y su hermana repitieron hasta tres veces; Torcuata prefirió el Cariñena, y se atizó varias copas por estar criando; el chiquillo se le había dormido. Requirieron la Jumos y Gamoneda el aguardiente blanco, que por añeja costumbre era   —15→   la reparación más eficaz y consoladora en sus maduros años. A una pregunta de Rafaela, contestó Malrecado: «La segunda ristra de sargentos saldrá pasado mañana. Diez y ocho individuos van en ella. La verdad, esto pone los pelos de punta... Pero lo que digo: es la Historia de España que sale de paseo... Debemos suspirar y quitarnos el sombrero cuando la veamos pasar... Luego vendrán otros días... Y si quiere venir la Revolución, mejor... Don Manuel Becerra, que es amigo, se ha de acordar de mí... Pues como iba diciendo, quedará la tercera cuerda de sargentos para la semana que entra, si el Consejo de Guerra los despacha... Son muchas muertes... Don Leopoldo hace bueno a Narváez... y no digo más, que soy o debo ser ministerial... un ministerial de cinco mil reales... ¡Cinco mil reales!, que venga Dios y diga si hay país en el mundo donde sea más barato el Orden...».

-Para lo que hacéis -dijo la Rafaela, reanimada ya con la bebida-, bien pagados estáis... Anda, que algo coméis también de la Libertad... Buenos napoleones te ha dado don Ricardo Muñiz. Y ese pantalón, ¿no es el que se quitó Lagunero cuando tuvo que escapar disfrazado?

-No negará -dijo la Torcuata zumbona- que Chaves le dio tres vestidos de niño... yo lo vi; yo trabajaba en su casa... Tus sobrinos, los hijos de Pilar Angosto, los lucen los días de fiesta...

-Confiesa que comes con todos, Malrecado,   —16→   y no te abochornes -observó la Jumos poniéndose en la realidad-. Vele ahí la Historia de España por la otra punta. En comer de esta olla y de la otra no hay ningún desmerecimiento. Cuando vamos para viejos, traemos a casa todos los rábanos que pasan.

-Malrecadillo, esa levita que llevas, ¿de qué difunto era? ¿No te la dio la Villaescusa, cuando ibas todos los días a limpiarle las botas a Leal?

-Te mandaban vigilar a los progresistas, y tú comías en la cocina de don Pascual Madoz.

-Cobrabas del Gobierno por seguir los pasos a Moriones, y le contabas a Sagasta los pasos del Gobernador.

Así le toreaban, así le escarnecían aquellas malas pécoras, sin ningún respeto de su autoridad y sin pizca de agradecimiento por el espléndido convite de vino con que el policía las obsequiaba. Pero Malrecado se sacudía las pulgas con flemático cinismo, y al contestarles no perdía su benevolencia. «Callad, pobres mujeres, más deslenguadas que desorejadas -les decía-. Sois lo que llamamos el bello sexo, y un hombre decente no debe insultar a las señoras, aunque sean tan perdidas como vosotras. Callad; idos a vuestra casa, y no os metáis en la cosa pública, de la que entendéis tanto como yo de castrar mosquitos. Y tú, Rafaela, dime: ¿te parece bien que estando, como estás, de duelo y luto riguroso, te pongas a despotricar   —17→   contra este buen amigo, que te ha favorecido en lo que pudo y te avisó con tiempo del mal que a Simón le vendría por meterse en aquellos dibujos? Vete a tu casa y recógete por unos días, y antes, ahora mismo, vete a oír misa en San Sebastián, o en otra iglesia que cojas al paso...».

«De todo me enseñarás, Malrecado -replicó la Zorrera con grave continente y estilo, levantándose para salir-; pero no de lo que tengo que hacer tocante a religión, que aquí donde me ves, conciencia no me falta, aunque me falten otras cosas... la vergüenza, pongo por caso. Pero a ti, que eres un hereje, te digo que sin vergüenza se puede vivir, pero sin conciencia no, ya lo sabes. No iré hoy a oír la misa, sino a encargarla, para que me la digan mañana, y a este respective1 llevo aquí medio duro. ¿Lo ves? (Sacándolo de su faltriquera y mostrándolo a todos.) Y no es este medio duro del dinero que yo suelo ganar con el aquel de mi mala vida, sino que lo he ganado honradamente en un trabajo que me encargó la sastra de curas, Andrea Samaniego, y fue el planchado, plegado y rizado del roquete de un señor capellán de Palacio... labor fina para la que tengo buenas manos, porque desde chiquita lo aprendí de mi madre, que me enseñó el rizado fino con plancha, palillos y la uña. ¿Te enteras? Pues con mi medio duro bien ganado iré, no a San Sebastián, sino a Santa Cruz, porque en aquella plazuela fue donde conocí a Simón, que allí me salió una tarde,   —18→   viniendo yo de la verbena de San Pedro... Con que la misa se dirá en Santa Cruz... Ya lo sabes, por si quieres oírla. Iré yo con mi mantón negro, y mi hermana y todas las amigas que pueda recoger... Ya lo sabes, Pepona, y tú, Norberta... No me faltaréis... Que no se diga que solamente las almas de los ricos tienen naufragios, sufragios, o como eso se llame, para salir pronto del Purgatorio. Yo le pago una misa a mi Simón, y él, que era bueno y no tuvo parte en la matanza de los oficiales, irá pronto a la presencia de Dios, y le dirá: 'Señor Santísimo, mire cómo me han puesto, cómo me han acribillado. En la mano traigo mis sesos. Esta es la Historia de España que están haciendo allá la Isabel y el Diablo, la Patrocinio y O'Donnell, y los malditos moderados... que no parece sino que Vuestra Divina Majestad ha echado mil maldiciones sobre aquella tierra...'. Esto dirá Simón, y yo en la misa de mañana diré lo mismo a Dios y a la Virgen para que se enteren de lo que aquí está pasando... Isabel, ponte en guardia, que si tus amenes llegan al Cielo, los míos también... Con que vámonos, que es tarde». A instancias de Malrecado dieron todos otro tiento al peleón por despedida, y salieron a medios pelos.



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ArribaAbajo- III -

Malrecado no tenía hijos, ni mujer que se los diera conforme a Sacramento. Era solo y cínico; de su empleo había hecho una granjería sorda, que sin ruido le daba para vivir desahogadamente, ocultando su bienestar debajo de una mala capa y de ropas que ya eran viejas cuando pasaron de ajenos cuerpos al suyo desgarbado. Su mano sucia no cesaba de recoger esta y la otra ofrenda, y su astuta labia ablandaba las voluntades de los robados como la de los ladrones. En la política brutalmente antagónica de aquellos tiempos, hallaba campo doble para espigar con fruto. De lo lícito y de lo vedado, de lo legal y de lo subversivo, sacaba el hombre para la bucólica y para la alcancía, para el presente claro y el mañana obscuro, y guardando con escrúpulo sus apariencias de pobre, señuelo de incautos, era un redomado alcabalero que, de guardia en su garita policiaca, cobraba el tributo a toda debilidad humana que pasaba para una parte u otra. Hombre sin ninguna instrucción, de su talento natural había sacado el cinismo útil y la filosofía parda y reproductiva.

Como se ha dicho, salió de la taberna con las prójimas, a las que acompañó hasta Santa Cruz, y desde allí se fue solo a Palacio,   —20→   subió por la escalera de Cáceres, internose en los pasillos del piso más alto. Allá solía ir casi diariamente, pues amistad o parentesco tenía con planchadoras, mozos y casilleres... Ocho días después de lo referido, media hora antes de que se alegrara la plaza de la Armería con el militar bullicio del relevo de la guardia, subió Malrecado por la misma escalera y se detuvo en el piso segundo, donde vivían los servidores de más categoría. En el ángulo de Armería y Oriente llegose a una puerta, y antes que tirara del cordón de la campanilla, aquella se abrió para dar paso a don Guillermo de Aransis, gallardo de apostura, fresco de rostro, vestido de mañana y poniéndose los guantes. La belleza varonil del linajudo caballero se hallaba en el cenit, como diría un escritor de la época, en ese esplendor estacionario, distante aún de la declinación. Aransis no salía de visita; no vivía en aquella casa... salía para irse a la suya.

«No podía usted llegar más a tiempo, Malrecado -dijo al policía-. Dejo una carta para Beramendi. Entre usted y recójala».

-Y aquí traigo yo otra del señor de Tarfe, que pone: urgentísimo. Me ha dicho que espere contestación.

Leída rápidamente la esquela de su amigo, dijo Guillermo al mensajero: «Antes de llevar la carta para Beramendi, vaya usted a casa de Manolo y dígale que iré a verle en seguida. Dentro de media hora estaré allá».

Y no pasó más. Con estos recados y comisiones   —21→   urgentes se relacionaba la visita que Manolo Tarfe hizo a Palacio y a Su Majestad, después de pedir audiencia por mediación de la Villares de Tajo. El ingenioso y decidido caballero celebró previa conferencia con su amiga en una estancia no muy clara, con rejas a la galería; recinto de apacible misterio, semejante al de las Meninas de Velázquez, aunque decorado con menos austeridad. En él parecían residir como en su propio nido los cuchicheos de voces femeninas y afeminadas, y los rumores de almidonadas faldamentas. Breve y nerviosa fue la conversación de Tarfe y Eufrasia.

«¡Crisis! ¿Pero es eso creíble?... Anoche corrió ese rumor en el Casino. Nadie hacía caso. Yo, que de algún tiempo acá rindo culto al absurdo, me dije: 'Cuando la cosa no tiene sentido común, debe de ser cierta... Para salir de dudas, acudamos a la fuente de los hechos históricos, que es la Reina. El caño de esa fuente arroja su agua primera sobre el cántaro de ese alma de ídem que se llama Guillermo de Aransis'. Acudo a él hace un rato, le interrogo; me contesta con equívocos y sonrisitas que confirman el desatinado rumor... ¡Ay, Eufrasia!, en este horrible desconcierto lógico, viendo que la mentira es verdad y el absurdo razón, el hermoso Aransis me pareció un patán feísimo, zafio, grotesco... Le hubiera dado veinte patadas... En fin, amiga mía, dígame usted la verdad o la parte de verdad que usted sepa».

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-Sólo sé que hay gran presión sobre la Señora para que cambie de Gobierno; pero aún no ha resuelto nada. La cosa es dura y la ocasión diabólica.

-O'Donnell acaba de sofocar una insurrección formidable; ha obtenido de las Cortes siete autorizaciones económicas y políticas, y de añadidura la suspensión de garantías. Ha fusilado a sesenta y seis sargentos. ¿Acaso les parece poco fusilar?

-No por Dios, no es eso.

-¿Por ventura se ha fusilado demasiado?

-Tampoco es eso, Manolo. Puesto que dentro de un rato hablará usted con Su Majestad, pregúntele a ella... o trate de adivinar su pensamiento...

-No me hablará de política, ni yo, que sé tratar con Reyes, he de salirme de la casilla de mi asunto.

-¿Se puede saber...?

-No es ningún secreto. Vengo a pedir a doña Isabel que interceda por dos infelices paisanos detenidos el 22 de Junio, y que no tuvieron arte ni parte en la sublevación. Los llevaron a Leganés, y allí están esperando cuerda para Melilla o Fernando Poo...

-Pues hace usted bien en darse prisa, porque mañana o pasado podría encarecerse tanto la clemencia, que costaría Dios y ayuda obtener un pedacito de ella... Y dígame otra cosa, alma inocente: ¿viene usted a la petición solito y a palo seco, fiado en su propia influencia y simpatía?

-No, señora, que si tal hiciera sería tonto   —23→   de capirote. Mi prima, que estaba en el convento de San Pascual de Aranjuez, anda ahora por San Sebastián jugando a la fundación de monasterios. Pues por ella he conseguido una carta de la Madre, de la excelsa, seráfica y milagrosa Madre. ¿Quiere usted ver la carta? Aquí la traigo... En ella se da fe de la religiosidad y honradez de mis dos protegidos, y se pide sean puestos inmediatamente en libertad.

-Bien, Manolo. Falta saber si la carta trae la contraseña que pone la Madre para dar valor y eficacia a lo que escribe...

-Trae todos los requisitos, Eufrasia. Ya he tenido buen cuidado de hacerla examinar por las señoras y algún caballero de la Camarilla.

-Pero...

-Ya entiendo... eso no basta. Por encima de la Camarilla de la Reina está el Supremo Camarillón Ecuménico, que funciona en el cuarto del Rey... Yo me encomiendo a usted, Eufrasia...

-¡Dale con las dichosas camarillas!... Los hombres de más talento no se libran de pagar su tributo a la vulgaridad.

-La opinión se hincha con la verdad, así como con la mentira. ¿Quién es capaz de separarlas? Loco sería el que en pleno huracán intentase separar el viento del polvo.

-Una frase ingeniosa no resuelve nada, Manolo. A los ingeniosos y chistosos les desterraría yo a una isla desierta... Pero con estas tonterías deja usted correr el tiempo, y   —24→   si se descuida, se le pasará la vez... Váyase a la Saleta, que ya habrán empezado las audiencias.

-Cuento con la impuntualidad de la Señora... Pero, en fin, allá me voy. ¿Podré ver a usted después?

Quedó la Villares de Tajo en recibirle en su casa por la tarde, y nada más hablaron... En la Saleta aguardó el caballero más de media hora la ocasión feliz de pasar a la presencia de Su Majestad.

«Estás hecho un perdido, Tarfe... Me tienes muy olvidada... Mil años hace que no vienes a verme». A estas primeras palabras de la Reina, contestó el caballero con finísimas disculpas cortesanas. Vestía doña Isabel un vaporoso traje de crespón de seda azul con volantes y adorno de encajes negros. Su peinado bajo achaparraba su cabeza, haciéndola más aburguesada de lo que era realmente. Por haber transcurrido unos dos años sin verla de cerca, fijose el caballero en la creciente gordura de la Reina. Las formas abultadas y algo fofas iban embotando su esbeltez y agarbanzando su realeza... Aquel día no se hallaba la Señora de buen talante. Parecía distraída, inquieta, y sus ojos de un azul húmedo y claro, sus párpados ligeramente enrojecidos, más expresaban el cansancio que el contento de la vida... Eran los ojos del absoluto desengaño, los ojos de un alma que ha venido a parar en el conocimiento enciclopédico de cuantos estímulos están vedados a la inocencia.

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Apenas despachó Tarfe sus cortesanías y fórmulas de respeto, entró en materia, exponiendo a la Reina su petición humanitaria... Pedía la libertad de dos hombres inocentes; reforzaba su demanda con una carta de la santa Madre; si la Soberana piadosa se condolía de aquellos desgraciados y quería salvarles de una bárbara deportación, bastaría que escribiese dos letras al General Hoyos... Pero no se limitara a una fría recomendación; habría de pedir o mandar con todo el calor que su corazón atesoraba para los móviles de clemencia, de amor a los españoles.

«Pues mira, voy a complacerte -dijo la Reina sin perder la seriedad con que aquel día enmascaraba su gracia festiva, a veces zumbona-. Eso para que digan que no perdono, que no soy generosa... Dime los nombres y escribiré ahora mismo la carta. Y la pondré bien expresiva para que Hoyos no tenga más remedio que bajar la cabeza».

Leída con rápido pasar de ojos la carta de la Madre, Isabel se sentó a escribir, tiró de papel y pluma, repitiendo: «Dime los nombres».

-Uno de los presos es Leoncio Ansúrez, armero habilísimo, que estuvo en la guerra de África. Todos los generales de África le aprecian mucho. Es un hombre excelente, que nunca se ha metido en revoluciones ni cosa tal... ¡Pero si Vuestra Majestad le conoce, o al menos tiene de él noticia!... Claro, no es fácil que se acuerde... Yo, Señora, y   —26→   mi prima Carolina Monteorgaz le contamos a Vuestra Majestad una noche, años ha, el caso de aquel herrerito que entró a componer las cerraduras en casa de la hija de don Serafín del Socobio, Virginia...

-¡Ah!, sí... recién casada con el chico de Rementería.

-Y en vez de componer la cerradura, ¿qué hizo el hombre?, pues descerrajar el corazón de Virginia... Con pocas palabras y hechos atrevidos la enamoró y cautivó, llevándosela consigo...

-Y en el campo vivieron largo tiempo, libres y felices... Ya me acuerdo... ¡Pobres muchachos! Alguna vez pensé yo en ellos... La verdad, fue un caso graciosísimo... Y no hay que culpar a Virginia, sino a sus padres, que la casaron con un hombre afeminado y bobalicón, sin maldita gracia para el matrimonio... Todo les está bien merecido. Luego hablan... Hay que ponerse en lo natural... De los tres personajes de ese drama de familia, no conozco más que a Ernestito... ¡Qué modales ridículos, qué voz de tiple acatarrada!

Por primera vez en aquella mañana, una franca alegría iluminó los ojos claros de la Reina, y la sonrisa picaresca retozó en sus labios. Con nerviosa mano trazó algunos renglones en la carta, diciendo, sin apartar los ojos del papel: «¿Y quién es el otro?».

-El otro es un jovencillo de apenas veinte años, llamado Santiago Ibero, arrogante, guapísimo y muy inteligente.

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-No le prenderían por su mucho talento y su guapeza.

-Le prendieron no más que por haberle visto en la calle con un tal Moriones... ¡Pobre chico! El acompañar a Moriones fue cosa accidental... No se lo cuento a Vuestra Majestad por no fatigarla... Pero le aseguro que Iberito no anduvo jamás en líos revolucionarios, ni sabe nada de eso. Añadiré tan sólo que es de una gran familia, y que su padre, el coronel D. Santiago Ibero, ha sido uno de los valientes defensores del Trono de Vuestra Majestad.

-Santiago... Ibero... -murmuró la Reina mordisqueando el nacarado mango de la pluma-. Tengo la idea de haber firmado algo referente a ese Coronel... Tal vez una cruz... Lo recuerdo porque me chocó el nombre y apellido, que juntos resultan lo más español del mundo...

-A españolismo neto nadie gana a este chico que han preso injustamente, señora. Es valiente, es aventurero, es enamorado...

-Tú, como tu amigo Beramendi, no pedís favor más que para los enamorados... ¡Buen par de perdidos estáis! -dijo Isabel con más seriedad en el tono que en el concepto-. Ahí tienes la carta. Me parece que va fuertecita. Hoyos no podrá negarme lo que le pido.

Extremó el buen Tarfe sus demostraciones de gratitud, y como al despedirse dijese que no pasaría el próximo día sin presentarse a Hoyos con la carta, saltó la Reina   —28→   inquieta, algo nerviosa, diciéndole: «No, Manolo; no esperes a mañana: despacha ese asunto esta misma tarde».

Las prisas de la Reina, que como buena española siempre fue perezosa y mañanista, llenaron de confusión a Tarfe. Pero disimulando su sorpresa, se acomodó a la soberana voluntad. Y como la despedida le ofreciera una feliz coyuntura para hablar de O'Donnell, la aprovechó al instante, diciendo que le había visto la noche anterior muy caviloso por la gravedad de las cosas políticas, muy atareado con los trabajos preparatorios para plantear las autorizaciones... A esto, doña Isabel, retirando de su rostro toda inflexión que pudiera dejar traslucir el pensamiento, sólo dijo: «Yo quiero mucho a O'Donnell», y lo repitió hasta tres veces. Con este breve y expresivo concepto, que cortaba el paso a otras manifestaciones, Tarfe se sintió despedido, suavemente empujado fuera de la Cámara Real. Salió de Palacio entre alegre y triste, o más bien perplejo, atormentado por confusiones. Acudió por la tarde a la diligencia de libertar a los dos presos por quienes se interesaba, y luego visitó a Eufrasia en su casa, con ánimo de sonsacarle alguna información de los escondidos designios de la Camarilla. La dama no se recató para pronosticarle el próximo cambio de Gobierno, que era como pronosticar nieves en verano e insolaciones en invierno. El absurdo imperaba, y la lógica política era una ciencia definida por los orates.

  —29→  

Con estos desagradables pronósticos fue Tarfe a Buenavista; comió en familia con don Leopoldo: nada dijo en la mesa; pero más tarde, cuando llegaron a la tertulia los mejores amigos del de Tetuán y los diputados más adictos a su política, se planteó por todos la temida cuestión: «Mi General, que está usted vendido... Mi General, que la zancadilla está preparada... Mi General, que Narváez...». A estas manifestaciones de Ayala, Mantilla, Navarro y Rodrigo, añadió Tarfe sus informes, bebidos en el propio manantial de las intrigas. O'Donnell, que con toda su experiencia y sus lauros militares era un niño muy grande, no daba crédito a lo que conceptuaba chismes y chanzas recogidos en los cafés. Abroquelaba su incredulidad con el sentido común, con la lógica; concluía por incomodarse, por mandar callar a sus fieles amigos... Uno de los mejores, Ortiz de Pinedo, entró y soltó esta bomba: «He llegado esta mañana de San Juan de Luz. Allí he visto a González Bravo...».

-¿Y qué?

-Habrá salido hoy; llegará mañana. Viene a formar Ministerio con Narváez.

Aún se resistía don Leopoldo a dar crédito a los anuncios de su caída. El gran niño no quería comprender que reducir a una camarilla, o librarse de sus invisibles asechanzas y silenciosos tiros, es más difícil que la expugnación y conquista de Tetuán. Con todo, el pesimismo de los amigos invadía   —30→   suavemente su ánimo, y aquella noche no fue su sueño muy tranquilo. A la mañana siguiente, después de despachar una larga firma de Guerra, se dispuso a ir a Palacio a la hora de costumbre; y anhelando despejar sin demora la incógnita, llevó a Su Majestad la promoción de senadores, que ya conocía la Reina, pues algunos nombres de la lista habían sido propuestos por ella... Y la Historia callejera y cafetera, anticipándose a lo que había de decir la Historia grave, refirió aquella tarde que el despacho con la Soberana fue breve y cortante. Presentada la lista de senadores, Isabel negó seca y agriamente su firma. A tal desaire no podía contestar O'Donnell más que con su dimisión, tan seca y áspera como el veto de doña Isabel... Saludos, adioses de mentirosa afabilidad, sonrisas que se cruzaron como rayos mortíferos, deglución de saliva, inclinación del largo cuerpo del Primer Ministro, como chopo azotado del viento... y hasta el Valle de Josafat.

En Buenavista esperaban a O'Donnell sus amigos, algunos ministros y generales, y no pocos diputados, ansiosos de conocer la sentencia de vida o muerte. Buen disimulador era don Leopoldo; pero aquel día su desconcertada voluntad no pudo impedir que saliera al rostro la ira que le abrasaba. Apoyándose de lado en la mesa central del salón, se quitó los guantes, y arrojándolos con violencia sobre el mármol, el vencedor de África dijo: «Me ha despedido como   —31→   despedirían ustedes al último de sus criados».

Levantose en el concurso de amigos y sectarios un murmullo de sorpresa, que pronto lo fue de espanto, de ira; vocerío de recriminaciones, de protestas y amenazas. «Mi General -dijo uno de los más fogosos, de procedencia progresista y revolucionaria-, a los dos días de lo de San Gil, acordó la Camarilla el cambio de Gobierno. Don Miguel Tenorio y don Alejandro Mon han sido los correveidiles entre Palacio y Narváez. ¿Por qué se ha tardado tanto en hacer efectiva la crisis?». Y Ayala respondió: «Porque al desaire querían añadir una burla trágica. Narváez no tenía prisa. Era más cómodo para él que nosotros fusiláramos a los sargentos. Así podía venir el tigre más descansado y con aires de clemencia». O'Donnell, sin añadir una palabra a este comentario de tan horrible veracidad, pasó con el General Serrano y algunos otros a la estancia próxima. En el salón quedó vociferando el grupo más inquieto y levantisco. Entre el tiroteo de frases acerbas y de burlescos dicharachos, descolló la voz declamante y altísona de Adelardo Ayala, gritando: «Esa señora es imposible».



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ArribaAbajo- IV -

Con gana cogieron la libertad Ibero y Leoncio Ansúrez. Mentira les pareció que se veían en la calle, después de dos semanas de horrible incertidumbre, temerosos de perder la vida o de ser mandados a un lejano y mortífero destierro. Locos de alegría y ávidos de correr para desentumecerse y activar la circulación de la sangre, desde el depósito de Leganés emprendieron la marcha hacia Madrid, hablando poco y sólo para felicitarse, para cantar su dicha con expresiones breves que parecían giros musicales. ¡Qué suerte la suya! ¡Eterna gratitud debían a don Manolo Tarfe y al Marqués de Beramendi! De milagro habían escapado, porque en rigor de verdad no eran inocentes, aunque otra cosa dijese el buen Tarfe a doña Isabel para captar la Real clemencia. Uno y otro se habían batido en la calle de la Luna, después de haber empleado todo el día 21 en la preparación de armas para el paisanaje. Su trato, iniciado pocos días antes de la tragedia de San Gil, se estrechó con el compañerismo guerrero, y la común desgracia y prisión lo trocaron en fraternal amistad.

«Mira, chico -dijo Ansúrez cuando pasaban el Puente de Toledo-, tú te vienes conmigo   —33→   a mi casa. No permitiré que andes rodando por posadas o casas de dormir, donde no faltarían soplones que te dieran otro susto. Ya que de esta hemos salido, no caigamos en otra. A mi casa tú. Donde comen tres, comen cuatro... Además, no tienes guita, y a mí nunca me falta un duro. Nada más grato que comer con un amigo en familia, recordando las fatigas que hemos pasado juntos... No te quiero decir cómo se quedarán mi mujer y mis chiquillos cuando me vean entrar... Aunque el Marqués les habrá dado esperanzas, no creerán que sea tan pronto... Apretemos el paso, Santiago, que los minutos se me hacen horas... Virginia no me espera. De fijo, cuando me vea, se echará a llorar; los chicos, en el primer momento, me mirarán asustadicos; luego romperán a reír y a darme besos... ¡Quiera Dios que a todos los encuentre buenos! Hace dos días, según la carta que recibí de mi hermana Lucila, no había novedad en casa. Pero hoy, quién sabe. A lo mejor se te pone malo un chico; se agrava en horas... y en minutos se te muere... Estoy en ascuas, Santiago... ¿Sabes que es largo este maldito Paseo de los Ocho Hilos?... Y aún nos falta la calle de Toledo. ¡Dios!... ¿Para qué harían la Corte de España en este vertedero?... En fin, ánimo y adelante».

Calló Ansúrez, para no quitar ni un aliento al trabajo pulmonar de la subida. Menos locuaz que su compañero, Santiago también a ratos hablaba, por amenizar la   —34→   penosa caminata. «Pues te agradezco la fineza de llevarme contigo, Leoncio, y acepto tu hospitalidad. ¿A dónde voy yo con mis bolsillos demasiado limpios y con este cuerpo que ya no puede con tantas hambres y trabajos?... En tu casa me arreglaré la máquina y volveré a salir por esos mundos... ya sabes que mi destino es correr, navegar por mares y caminos, y salir al encuentro de las cosas grandes que vienen... si es que quieren venir... no sabemos de dónde».

-Yo -dijo Leoncio, apechugando ya con la calle de Toledo- te envidio el vivir corriendo de un lado para otro. Si yo pudiera llevar conmigo en un carrito a mi mujer y mis hijos, como esos húngaros errantes que van por toda Europa componiendo calderos, lo haría, créelo. Es un gusto ver cada día cosas y personas distintas. Pero la familia le impone a uno la quietud... y la sociedad, que es una gran perezosa, no mira con buenos ojos a los que se atan al mundo con una cuerda demasiado larga.

-Poco tiempo he de estar contigo. El señor Muñiz, que a Francia me llevó y de Francia me mandó acá, dispondrá lo que tengo que hacer ahora... Eso si don Ricardo está en Madrid, que bien podría suceder que le hayan mandado a Filipinas o al quinto infierno.

-No hagamos cálculos... que las cosas han de pasar según el gusto de las mismas cosas, que disponen su propio acontecimiento, ¿me entiendes?, y no al gusto nuestro...   —35→   La voluntad del hombre apunta, y otra voluntad más grande dispara; pero rara vez va el tiro a donde uno pone la puntería... ¿me entiendes?

-¿Cómo no entenderte si eso que dices de apuntar yo y disparar para otro lado la Providencia, o como se llame, me ha pasado a mí muchas veces? Últimamente, ya lo sabes, busqué a mi mujer, o digamos novia, en Vitoria, y resultó que estaba en Madrid. Llego a Madrid; indago la vivienda; escribo a Saloma valiéndome de una vieja prendera y corredora; me contesta Saloma citándome para tal día y tal noche en una casa, digo, en el jardinillo trasero de una casa del callejón de Malpica... Voy allá, como puedes suponer, loco de alegría, creyendo que ya tento en la mano mi felicidad, y... en vez de salirme al encuentro mi felicidad, me sale don Baldomero Galán con una escopeta y me suelta un tiro... Por fortuna no me dio... El hombre temblaba de ira y parecía loco... Escapé saltando una tapia; fui a caer en la Cuesta de Ramón. Después supe por mi corredora que doña Salomé, mi suegra, estaba enferma de muerte, y que don Baldomero padecía la demencia de ver a todas horas y en todas partes ladrones de su hija... Esto pasó el 20 de Junio. Después vinieron los horrores de San Gil, mi prisión... esta pesadilla horrible, de la cual hoy despierto.

Con esta y otras conversaciones se les aligeró el tiempo y se les abrevió la caminata.   —36→   Recorrieron todo el diámetro de Madrid de Sur a Norte, hasta llegar a la casa de Leoncio, situada en la calle de Daoíz, a espaldas de la iglesia de Maravillas y frente al Parque viejo de Artillería, el barrio chispero, escenario ardiente del Dos de Mayo. Anochecía cuando el armero vio su morada, que era un principalito con tres balcones. Dos de estos estaban abiertos, protegidos del calor por luengas cortinas de lona listada: en uno de ellos había un botijo sobre su peana; en otro, una jaula con jilgueros, que ya dormían el primer sueño. Sorprendido y algo asustado Ansúrez de no ver a nadie en los balcones a la hora de tomar el fresco, se plantó en medio de la calle, y haciendo bocina con sus manos, gritó fuertemente: «¡Mita!... ¡Mita!». Al segundo llamamiento apareció Virginia en el balcón, y con un abrir y cerrar de brazos, juntando luego las manos, expresó su sorpresa y alegría.

No hay que decir que Leoncio subió de un vuelo la corta escalera, seguido de Santiago. Quédese sin describir la tiernísima escena, primero silenciosa, después alborotada con rápidas preguntas y chillidos de júbilo. Leoncio cogió a sus dos chicos, uno en cada brazo, y les dijo mil tonterías amorosas en lenguaje infantil, y les zarandeó y estrujó un buen rato. Luego, presentando a su amigo, que por unos días había de ser su huésped, le colmó de alabanzas. Ibero mostrose humilde, agradecido; sus ojos negros, sus palabras tímidas, transparentaban su   —37→   buen natural. Poco tardó en sentirse ligado a la familia de Leoncio por un lazo fraternal. La cena comedida, gustosa, nuevo lazo de afecto y confianza, acabó de embelesarle y de rendir absolutamente su voluntad. De sobremesa, charlando con franca alegría y bebiendo un claro vinito de Méntrida, Leoncio dijo a su huésped: «Mañana conocerás a mi hermana Lucila. De ella se ha dicho que era la mujer más hermosa de España».

-Y de cara todavía lo es -afirmó Mita-. Se ha casado dos veces, ha tenido siete hijos... Su cuerpo de estatua ya va desmereciendo.

-Y conocerás también a su hijo mayor, Vicentito Halconero. ¡Qué talento de chico! Delira por las guerras, y su alma es el alma de un Napoleón o de un Hernán Cortés... ¡Pobrecillo! Quedó cojo de una caída, y no puede ser militar.

-Es un dolor verle, es un dolor oírle... No se han visto nunca cuerpo y alma tan desavenidos.

Hablaron luego de Rodrigo Ansúrez, el portentoso violinista a quien Ibero conoció años atrás en la casa de huéspedes de María Luisa Milagro, viuda de un bajo profundo. Declinaba, languidecía la conversación, desvirtuada por el cansancio, y Virginia dio la voz de recogerse. Durmió Ibero en cama limpia y blanda, que no agradeció poco su pobre cuerpo tronzado y dolorido.

Vivían Mita y Ley en holgada medianía. La corta pensión que Virginia recibía de su   —38→   madre, y las lucidas ganancias de Leoncio en su taller de armero, daban al matrimonio una posición desahogadísima, que ya quisieran muchas familias encasilladas en la burocracia, y que solían vivir con humo en la cabeza y los estómagos vacíos. A mayor abundamiento, la feliz pareja recibía de Lucila frecuentes regalos de fruta, hortaliza, legumbres, aves, corderos y miel... A la generosa campesina vio Santiago al día siguiente. ¡Qué tal sería la señora, que aun algo descompuesta y desbaratada de cuerpo, vestida con poco arte y ninguna presunción, dejaba poco menos que sin sentido a los que por primera vez la contemplaban! Cara tan perfecta, cara que con tan acabada conjunción y síntesis reuniera la gravedad, la belleza y la gracia, no había visto Ibero más que en estampas finísimas representando alguna de las Musas, la diosa Ceres, o nuestra madre Eva acabadita de crear...

Tanto como el rostro sin par, encantaron a Santiago la voz y el agrado de la celtíbera, que se despidió con esta frase de puro estilo paleto: «Vaya, me alegro mucho de haberle conocido». Y acto continuo echó el brazo al cuello de Vicentito, que a su lado estaba, y empujándole hacia Ibero, dijo a este: «Dispénseme si le dejo aquí a mi hijo, que ha de hacer con usted buenas migas. Algunas jaquecas le dará. El chico es muy aficionado a historias de batallas y conquistas. Le escondemos los libros para que no se caliente demasiado la cabeza. En cuanto le   —39→   contó Leoncio lo que usted ha hecho y lo que ha pasado, volvióseme loco el pobre hijo. «Madre, llévame... Madre, vamos pronto. Madre, que llegaremos tarde... El Ibero habrá salido, y sabe Dios cuándo volverá...». «Con que... adiós, mi cojito. Comerás aquí. Hasta la noche». Y salió dejando frente a frente a los que habían de ser grandes amigos a los pocos minutos de conocerse. Acompañola Virginia hasta la puerta, y allí repitieron extensamente lo que ya se habían dicho en la visita, resabio característico de las señoras apaletadas.

Desde que Vicentito Halconero se vio ante el misterioso amigo de su tío Leoncio, sentados ambos junto a la mesa del comedor, vació toda su alma en expresiones de confianza. Los ojos de Ibero, resplandecientes de benevolencia, acogieron el alma infantil, que se escapaba de la cárcel de un cuerpo doliente para correr hacia la luz y el ideal. A borbotones salieron de la boca del cojito estas ardorosas palabras: «Me ha dicho el tío Leoncio que tú has estado con Prim; que tú has hablado con Prim, como yo hablo ahora contigo; que quisiste ir con él a Méjico y no te dejaron... que tú estuviste preso, y te escapaste tirándote de un monte a una playa... que tú te has ahogado; no, no, que tú mataste a uno que quiso ahogarte... Me ha dicho que te sublevaste con la caballería de Aranjuez... que trajiste a Madrid las órdenes de Prim; que eres el gran amigo de uno que llaman Moriones; que tu padre defendió   —40→   la Libertad contra el faccioso; que has navegado por todos los mares, y has recorrido a pie toda España de punta a punta; que te mantienes días y días, si a mano viene, con un higo pasado y un mendrugo de pan, y que eres guerrero, anacoreta y qué sé yo qué... Me ha dicho que tienes una novia muy guapa, y que la robarás para casarte con ella sin permiso de los padres, que al parecer son muy brutos... Me ha dicho que de niño te fugaste de la casa de un tío cura, y que te echaste al mundo para hacer cosas por ti mismo... y que has hecho ya cosas y has de hacerlas muy sonadas. Yo también las haría si esta pata coja no me estorbara para todo. ¡Ay, Santiago!, si tú fueras cojo, no habrías hecho nada: habrías hecho lo que yo, leer, leer lo que otros hicieron. Es muy triste ser cojo, ¿verdad que sí?».

Asintió Ibero a lo que dijo su amigo de los inconvenientes de la cojera, y de lo que perjudica este defecto a la acción humana. En lo referente a sus propias acciones respondió con modestia, atenuando sus méritos, que agigantaba la ardorosa fantasía de Vicente. Este representaba edad inferior a sus trece años, por el menguado desarrollo a que le condenó la falta de ejercicio. La mitad superior de su rostro, frente, ojos y nariz, eran de la madre; la boca y barba declaraban la tosca hechura de Halconero. El conjunto era dulce, interesante, melancólico. A fuerza de cuidados vivía; a fuerza de método y aparatos, su cojera no era de las   —41→   que exigen muletas: sentaba en el suelo los dos pies; pero la flojedad de la pierna impedía el ritmo de la perfecta andadura humana. Se auxiliaba de un recio bastón, que era como pierna auxiliar, y por más que el pobre chico disimulaba su defecto, no lograba que sus tres pies dieran un andar suelto y gallardo, sin el cual no hay figura humana que pueda realizar la epopeya...

Aturdido quedó Ibero ante la precoz erudición que su amigo echó sobre él apenas rompieron a charlar. Desde que se dio aquel atracón de lecturas en la biblioteca de don Tadeo Baranda, Santiago había tenido poco roce con libros y papeles impresos; la vida de acción, de necesidades que había de satisfacer por su propio esfuerzo, no le dejaban sosiego ni rato libre para el pegajoso trato con las letras de molde. En cambio, Vicentito, niño rico y mimado, a quien su madre permitía el goce de la libre lectura, apartándole por razones de salud de todo estudio sistemático, devoraba libros, principalmente de Historia de España. Su ciencia superficial y fragmentaria, portentosa para un cerebro de tan corta edad, fue la admiración del amigo, incapaz de igualarle en aquel terreno. No podía contener Vicente el raudal de su adorable pedantería; en su boca resplandecían como piedras preciosas las grandezas épicas, los hechos militares más altos y las aventuras temerarias del valor hispánico...

«Para mí -decía- la mayor grandeza de   —42→   España está en el reinado del Emperador Carlos V. ¡Vaya un tío! Rey a los diez y siete años, Emperador a los diez y nueve... y con medio mundo en aquellas manos tan tiernas... ¿Has leído tú la batalla de Pavía? Yo me la sé casi de memoria, y me parece que estoy viendo al Rey de Francia prisionero de Juan de Urbieta, y entregando a Lannoy su espada. ¿Y de la expedición a Túnez, qué me dices?... ¿Pues y la campaña de Alemania?... ¡Mulberg!... ¡Alba y el Elector de Sajonia!... Con lo que no estoy conforme es con que el buen señor se encerrara en un convento, cuando aún no era muy viejo y podía gobernar los mundos de Europa y América». Con gravedad asintió Ibero a estas opiniones, mostrándose singularmente contrario a la abdicación y monaquismo del hijo de doña Juana la Loca.

Y el niño Halconero siguió así: «Felipe II no me gusta tanto como su padre, por ser muy arrimado a la Inquisición y al tostadero de herejes; pero también es grande... Mira que la Liga contra el turco y la batalla de Lepanto le quitan a uno el sentido... ¿Pues y de San Quintín, qué me dices?... Mi madre me llevó a ver El Escorial... allí tienes pintadas en la pared de una sala todas las batallas... ¡qué cosas!... La Infantería española es la primera del mundo. ¿No lo crees tú así? (Grandes cabezadas de Ibero apoyando la opinión de su amigo.) Y quien dice la Infantería, dice la Caballería y la Artillería... También soy de parecer que no   —43→   hay marinos como los españoles. ¿Has leído la batalla de Trafalgar? Yo la he leído en tres libros distintos. Fuimos vencidos por la impericia del francés aliado; pero aquellos héroes, aquel Churruca, aquel Gravina, aquel Alcalá Galiano, ¿no valen tanto como la victoria? Víctimas son esas que todas las naciones nos envidian». Y con este ardiente estilo y convicción siguió derramando su saber, que al propio tiempo era enseñanza y deleite para el gran Ibero.

La simpatía cordial que entre ambos se estableció al primer trato, se explica por el estrecho parentesco de sus almas. El uno era la Historia libresca; el otro la Historia vivida, ambas incipientes, balbucientes, en la época de la dentición.




ArribaAbajo- V -

Este capítulo debiera titularse: De los sabrosos razonamientos que pasaron entre los inocentes historiadores Iberito y Vicentito, con otros sucesos. Autorizado por su madre, fue de paseo una tarde el cojito con Santiago Ibero, saliendo por la Era del Mico, esparciéndose luego por el Campo del Tío Mereje, y subiendo lentamente hasta el Campo de Guardias, donde requirieron el descanso en unos sillares colocados como para alivio de paseantes; y comiendo piñones y cacahuetes   —44→   que habían comprado a una vieja, entablaron el palique que fielmente se copia:

«¿Qué sabes tú de Prim, Santiago? -preguntó la Historia libresca a la Historia vivida-. No te hagas el reservado conmigo, que yo sé guardar un secreto. Bien enterado estás de todo: no me lo niegues. Tú andas, tú has andado estos días con los que conspiran... Lo ha dicho Leoncio... Con que... claréate: ¿dónde está Prim, y por dónde ha de venir cuando venga?...».

-Yo no puedo decirte nada de fundamento -replicó Ibero parapetado en su modestia-, porque dos veces he tratado de ver a mi amigo el señor Muñiz. En su casa no vive. ¿En dónde estará escondido? Cualquiera lo averigua. A otro amigo mío, don José Chaves, que anduvo en las trapisondas de San Gil, sí que le he visto: me le encontré la otra noche en Puerta de Moros; salía él de una botica, y aunque se ha quitado las barbas, rapándose a lo clérigo, le conocí por el andar y la mirada. Nos metimos en una iglesia, que pienso es la de San Andrés, donde había rosario, y allí, fingiendo que rezábamos, hablamos todo lo que quisimos. Pues te diré que Castelar, Becerra y otro que llaman Martos, han escapado a Francia disfrazados no sé si de fogoneros o de curas. Les acompañaban amigos unionistas... Sabrás lo que son unionistas... Pues han huido también Pierrad, Hidalgo y otros, protegidos por la embajada de los Estados Unidos... Aquí está todavía Sagasta... ¿conoces a Sagasta?...   —45→   y don Joaquín Aguirre... Pues esos no han salido porque hay tratos, Vicente... Andan otra vez en composturas... ya me entiendes.

-No entiendo nada, Santiago.

-Narváez, que no quiso coger el mando hasta que acabara O'Donnell de fusilarle los sargentos, ahora que está en el poder hace cucamonas a Prim y a sus amigos para que se dejen de revoluciones y entren por el aro. Pero eso no será. ¡Estaría bueno que ahora don Juan nos resultase grilla! Toda España quiere revolución. ¿Verdad que sí?

-Libertad queremos... para todos... y fuera privilegios...

-Igualdad, Fraternidad... no olvidar esto.

-En fin, ¿dices o no dónde está Prim?

-Puedo decírtelo con reserva. Como ese tuno de Napoleón no le deja vivir en Francia, ha tenido que irse a Bruselas, que es, como sabes, la capital de Bélgica.

-Baja la voz, Ibero... ¡Cuidado! -dijo con alarma Vicentito, fijando sus miradas en una figura humana no muy distante-. ¿Ves? La vieja que nos vendió los piñones y cacahuetes se ha venido tras de nosotros, y en aquella piedra está sentada sin quitarnos los ojos.

-Nos acecha, esperando que le compremos más.

-No te fíes... Habla bajito, y sigue... ¿Crees tú que triunfará la revolución?

-Triunfará; pero créelo, Vicente, porque yo te lo digo... la estrella de la Libertad está   —46→   aún tan lejos, que apenas podemos divisarla con anteojos de muy larga vista.

Con esta enigmática respuesta quiso el bueno de Ibero darse alguna importancia, pues la Historia vivida, no pudiendo afirmar hechos futuros, resultaba en inferioridad insípida frente a la Historia literaria. Vicente suspiró, miró al cielo... ¿Quién le daría un anteojo del alcance necesario para divisar la estrella? Tras melancólica pausa, volviose al amigo que hacía la Historia, y le pidió mayor claridad.

«Yo sé muy poco. Lo que hay es que, como he visto mucho y he vivido cerca de los trabajadores en revolución, puedo formar juicio, Santiago; y de lo que pasó, saco la idea, saco el sentido de lo que pasará».

-Pues cuéntame todo lo que piensas y lo que tienes adivinado -dijo Vicentito, con mayor inquietud de la que antes sintió-. Pero aquí no hablemos más. Nos vigilan. ¿Ves? Un hombre malcarado se acerca a la vieja de los cacahuetes, y los dos nos miran... cuchichean. Disimulemos, Santiago, y siguiendo nuestro paseo como si tal cosa, demos vuelta a esa tapia, y al lado de allá, si vemos que no hay nadie, hablaremos con toda libertad.

Siguieron, y como a los cincuenta pasos, llegaron a un rastrojo seco y solitario, con tres árboles muertos y una noria en ruinas. Ni hombres ni animales se veían por allí. Las tapias y casuchas más próximas estaban a una distancia que había de ser infranqueable   —47→   para los oídos más sutiles. Rompió el silencio Halconero con estas razones: «Aquí puedes decirme lo que quieras. Tú, que has amasado con tus manos un poco de Historia de España, sabes, por lo pasado, lo que pasará. ¿Por dónde ha de venir la revolución, y qué cosas ha de traernos?».

Tardó Ibero en contestar, mirando el desplomado esqueleto de la noria. Pensó que para no quedar mal como creador de hechos ante el erudito de la Historia pretérita, necesitaba anticiparse a los sucesos futuros, adivinándolos, o inventándolos, que es la forma hipotética de la adivinación. Con esta idea respondió gravemente al amigo: «La revolución vendrá; pero tardará mucho, porque necesita ahondar, remover... ¿No me entiendes? La revolución, aunque no lo quiera, tendrá que destronar a doña Isabel».

-¡Jesús! Santiago, ¿qué me dices? ¿Eso han decidido? ¿Lo sabes tú?

-Cualquiera lo sabe... Basta tener oídos... Tú pon atención a lo que se habla. No se abre una boca española que no diga: «Esa señora es imposible».

-Verdad que así lo dicen. Pero yo me acuerdo de la Historia que he leído, y ella no dice que los españoles hayan destronado a ningún rey.

-Así será -replicó Ibero algo desconcertado-; pero la Historia... Ahora me acuerdo de lo que me dijo ayer un amigo mío. ¿Conoces tú a Confusio?

-Llámale Juanito Santiuste, que es su   —48→   nombre verdadero. Le conozco desde el año en que murió mi padre. Tuvo mucho entendimiento, y ahora está trastornado.

-Trastornado, creo yo, de la fuerza de su talento. Pues ayer, hablando de esto mismo, me dijo: «La Historia no es un ser muerto, sino un ser vivo, y como ser vivo, engendra cada año, con los hechos viejos, hechos nuevos. Si continuamente reproduce, también inventa. De forma y manera que si en siglos no destronó, en una hora destrona, y si en siglos durmió con los reyes, un día despierta en la cama del pueblo».

-Pues si es así -dijo Vicentito con notoria gravedad de acento y actitud, parándose y cogiendo la solapa a la Historia vivida-, yo propongo que proclamemos Rey al Príncipe Alfonso, que es valiente, simpático y estudia muy bien sus lecciones, según ha dicho en mi casa don Isidro Losa.

-Rey será, naturalmente, con el nombre de Alfonso Doceno, pues si no estoy equivocado, Onceno fue el último Alfonso.

-Así es. Le llamaron el Justiciero... gran Monarca en la guerra y en la paz... murió joven frente a Gibraltar, después de haber ganado a los moros la ciudad de Algeciras. Este Alfonsito que ahora tenemos me parece que ha de ser también un Rey muy glorioso. ¿Será un Carlos I que conquiste muchos pueblos, o un Carlos III que nos ponga buena Administración, Sociedades Económicas de Amigos del País, obras públicas y demás cosas de riqueza y fomento?   —49→   Vamos, hombre, adivina un poco más, y dime cómo será este nuevo Rey.

No pudiendo Ibero sobre aquel punto concreto lanzarse a soltar vaticinios, replicó que Alfonso parecía despiertillo y de buen natural. El tiempo diría algo más... Y como el cojito le pidiese explicación de los medios que habían de emplear Prim y el Progreso para una empresa tan difícil como la destitución de la Reina, pronunció Santiago estas sibilíticas palabras: «Difícil cosa es; pero posible si la necesidad hace amigos a los enemigos. ¿Sabes lo que ayer me dijo Confusio, que para mí es más profeta que loco y más sabio que poeta? Pues dijo esto: 'Los hijos de O'Donnell se abrazarán con los de Prim'. Estos hijos son los unionistas y progresistas».

-¡Bah... bah!... -exclamó Halconero, cogiendo el brazo de su amigo, y llevándole por caminos polvorientos a dar la vuelta de Chamberí-. Confusio habrá visto en sueños esos abrazos de los que fueron enemigos, y otras cosas desatinadas. Si fuéramos a hacer caso de sueños, yo creería en los míos, pues, aquí donde me ves, de tanto leer y de pensar en lo que leo, soy un tremendo soñador, y no hay noche que no tenga mis entrevistas con las cosas del otro mundo, algunas agradables, otras feísimas... Cuando uno cojea y no puede hacer vida de actividad, sueña. Yo he visto, como te estoy viendo a ti, a don Alfonso el Sabio... Le he visto entrar en España y decir: «A ver, ¿qué leyes   —50→   son esas?... Será menester que yo las haga otra vez, y os enseñe a cumplirlas...». He visto a don Pedro el Cruel venir con la cara fosca, diciendo: «Habéis olvidado lo que es escarmiento duro y pronto. Pues yo os lo enseñaré... Menos curia, señores, y más justicia...». Veo que no te ríes, como se ríe mi madre cuando le cuento yo estos desatinos.

-No me río -dijo Ibero-, porque yo creo que las almas de los fenecidos, aunque estén en un mundo separado del nuestro, tienen facultad para venir junto a nosotros y hablarnos, siempre que sepamos nosotros entenderlas.

-¿Pero de veras crees eso?

-Lo creo, sí... Pienso que no se debe tomar a chacota lo que soñamos, y que el sueño es... ¿cómo lo diré?... en algunos viene a ser una especie de sala intermedia... abierta por acá a nuestra vida, por allá a la otra.

-Me dejas pasmado con lo que dices -manifestó Vicente cuando su estupefacción le permitió el uso de la palabra-. A mí me han dado algunos sueños míos muy malos ratos... No hace muchas noches se me presentó el Empecinado. ¡Qué cosas me dijo!... Fue la noche del día en que fusilaron la primera tanda de sargentos... Mientras Juan Martín hablaba conmigo, iban pasando los pobres sargentos por el foro... pues aquello era como un teatro... El Empecinado me decía: «Tendremos que volver a pelear por la Libertad...». Los sargentos desfilaban de dos en dos, ensangrentados, pero vivos, los   —51→   más callados como en misa, otros risueños y charloteando en voz baja... Ni el Empecinado les veía, ni ellos a él, o si le veían no hacían maldito caso... Yo estuve muy triste todo el día, y para distraerme me puse a leer el Descubrimiento de América.

Dijo a esto Ibero que no convenía buscar a las imágenes del sueño una explicación difícil de encontrar, pues los seres idos viven en un medio lógico y moral distinto del nuestro, que con este quizás no tiene ningún punto de semejanza. Añadió que para conocer de estas cosas es menester aprender métodos sutiles de comunicación con lo que está distante de nuestros sentidos. Comprendiendo el agudo Vicente2 que su nuevo amigo, la Historia viva, podía enseñarle admirables cosas, se lamentó de que el Destino los separase tan pronto. «Tú no sabes a dónde irás; yo de seguro voy a San Sebastián, porque mi madre quiere que tome los baños de mar, que el año pasado me probaron muy bien».

Replicó Iberito que estaba obligado a ir a Samaniego, su pueblo natal, y quizás al mismo San Sebastián, pues también su madre y hermanos tomaban en verano el baño de ola. Era, pues, seguro que se verían en el mes de Agosto. Y hablando de esto avivaron el paso, porque declinaba la tarde y habían de ir a cenar a la casa de Vicente, situada en lo alto de la calle de Segovia, como a media legua de los lugares por donde a la sazón los dos vagos y amenos historiadores   —52→   paseaban. Conviene advertir que Santiago había podido rescatar el modesto equipaje que dejó en la posada donde vivía cuando le sorprendió la prisión, y aunque no recobró sin mermas su pobre ajuar, pues le fueron sustraídas diferentes piezas de ropa, tuvo lo bastante para presentarse adecentado y limpio en la mesa de doña Lucila y de su segundo esposo el señor don Ángel Cordero.

Llegaron, pues, los dos jóvenes algo presurosos y fatigados, con retraso de diez minutos sobre la hora fijada por Lucila. Esta les riñó amablemente, y se fue a ultimar la cena, trasteando en la cocina, pues era de estas señoras caseras que gustan de estar en todo. Vestía la celtíbera un traje de Cambray, color bayo con adorno negro, atrasadillo de moda y de un corte algo provinciano; pero la belleza personal todo lo disimulaba y absolvía. Los hermanitos de Vicente, Pilar, Bonifacio y Manolo, vestían con más elegancia que la madre, y el pequeñuelo, del segundo matrimonio, andaba todavía en enagüillas al cuidado de una zagala con refajo verde. Del señor don Ángel Cordero debe decirse que era un paleto ilustrado, mixtura gris de lo urbano y lo silvestre, cuarentón, de rostro trigueño, con ojos claros y corto bigote rubio; carácter y figura en que no se advertía ningún tono enérgico, sino la incoloración de las cosas desteñidas. Sus padres, lugareños de riñón bien cubierto, se vanagloriaron de juntar en   —53→   él la riqueza y la cultura. Siguió, pues, el tal la carrera de abogado en Madrid, con lo que empenachó cumplidamente su personalidad; tomó gusto a la Economía Política, estudiola superficialmente, haciendo acopio de cuantos libros de aquella socorrida ciencia se escribieron. Con este caudal siguió siendo lugareño, y vivía la mayor parte del año en sus tierras, cultivándolas por los métodos rutinarios, y llevando con exquisita nimiedad la cuenta y razón de aquellos pingües intereses... Completan la figura su honradez parda, su opaca virtud, y aquel reposo de su espíritu, que nada concedía jamás a la imprevisión, nada a la fantasía, y era la exactitud, la medida justa de todas las cosas del cuerpo y del alma.




ArribaAbajo- VI -

No hay para qué decir que la cena fue abundante y castiza; que a cada plato, de los muchos y substanciosos que desfilaron, doña Lucila sirvió a Santiago raciones de padre y muy señor mío, instándole a no dejar nada; que a todos atendía la señora, y que por sentarse a la mesa la familia menuda, salvo el nene, no cesaba el ir y venir de platos, al compás de la infantil cháchara; dígase también que no había etiquetas, porque los   —54→   señores no solían gastarlas, ni ellas habrían sido pertinentes con un convidado de tan modesta categoría. Era, pues, una familia que, contraviniendo el régimen constante de la burguesía matritense, daba poco a la vanidad, mucho al vivir interno, obscuro, y al comer nutritivo y abundante. Reunidos los patrimonios de Halconero y Cordero, resultaba una riqueza considerable, con la cual podían permitirse algún lujo de relumbrón; pero tanto don Ángel como Lucila continuaban siendo paletos. En Madrid, donde tenían casa propia para pasar el invierno, hacían vida modesta y provinciana, sin permitirse otra disipación que la de ir al teatro algunas noches en días de fiesta.

Cordero carecía de vicios; no frecuentaba casinos; permanecía en el café cortos ratos, en compañía de sujetos de buena posición aficionados a la caza; en el campo tenía caballo y coche, en Madrid no; vestía sin pretensiones de elegancia; no conocía más que un lujo, y este era el de poseer buenos paraguas; escogía y compraba los mejores, preciándose de conocer bien su mecanismo y la calidad de las telas. Era también muy entendido en la manera de poner a secar los tales artefactos, para que escurriese bien el agua. Sabía cuándo estaban a punto para ser abiertos, y en qué condiciones se debían envolver y enfundar. Usábalos de distinto tipo, según fueran para chaparrón, lluvia persistente, llovizna; y los que en Madrid habían cumplido su misión en recias campañas   —55→   invernales, pasaban a la reserva en el servicio del campo y pueblos.

Clío Familiar desmentiría su fama y oficio si pasara en silencio que los señores de Cordero y su comensal hablaron de política. Hablar de política era en aquellos tiempos cosa tan corriente como el comer, y aun como el respirar. Salieron a la colada los desvaríos de la Corte, comidilla sabrosa para todas las bocas, aun para las que los repetían negándolos o poniéndolos en cuarentena. Lucila, indulgente, disculpaba a doña Isabel, cargando la ignominia política y privada a la cuenta de sus allegados y consejeros. Ibero hizo vagos pronósticos; Vicentito evocó memorias revolucionarias.

Resumió mansamente los distintos pareceres don Ángel Cordero, inclinándose a lo razonable y sensato. Según él, todos los males de la patria provenían del matrimonio de la Reina. Habría sido muy acertado casarla con Montpensier, que era un gran príncipe, un político de talento, y el hombre más ordenado y administrativo que teníamos en las Españas. Todas las cuentas de su caudal y hacienda las llevaba por Debe y Haber; no dejaba salir nada para vanidades o cosas superfluas, y metía en casa todo lo que representaba utilidad. «Los que le critican -añadía- por vender las naranjas de los jardines de San Telmo, son esos perdidos manirrotos que no saben mirar al día de mañana, y viviendo sólo en el hoy dan con sus huesos en un asilo. Si viniera una revolución   —56→   gorda y hubiera que cambiar de monarca, ninguno como ese para hacernos andar derechos y ajustarnos las cuentas; créanlo, ninguno como ese Monpensier». A la española pronunciaba Cordero este nombre, porque aunque era abogado no sabía francés, u olvidado había lo poco que le enseñaron en el Instituto.

Algo más se habría dicho de las turbaciones presentes y mudanzas probables, si no entrara inopinadamente Leoncio, y si en el rostro suyo, más que en sus concisas expresiones, no advirtieran todos algo extraño, alarma, disgusto... Ya habían concluido de cenar; ya los chicos menores requerían la cama; Pilarita permanecía en la mesa, atenta a lo que se hablaba. La conversación ante Leoncio, mudo o enigmático, se fragmentó, se deshizo en cláusulas rotas que flotaron sobre las cabezas. En aquel instante, truenos lejanos anunciaban tormenta. Mientras Cordero al balcón se acercaba para mirar el cielo, Lucila dijo a su hermano: «Tú traes algo; suéltalo de una vez». Y Leoncio soltó su embuchado en esta forma: «Vengo a decirte, Santiago, que a poco de salir tú de paseo con Vicente, estuvo en casa la policía para prenderte».

-¿Y a ti no?...

-Hasta ahora parece que no se acuerdan de mí. Pero no me fío, y desde esta noche dormiré fuera de casa... Ya te dije que con la subida de Narváez, ni los gorriones están seguros en Madrid.

  —57→  

-Con el estado de sitio y la suspensión de garantías no se juega -indicó sesudamente Cordero-. Y este general Pezuela tiene la mano dura.

-¡Ay, cuidado con él! -exclamó Lucila indignada-, que es de la camada absolutista. Esos, esos nos han trastornado a la pobre Señora.

-Bueno -dijo Ibero serenamente, mirando a todos-. ¿Y ahora qué tengo que hacer?

«Quedarte aquí. Te esconderemos en casa», afirmó con ímpetu nervioso Vicente, echando el brazo sobre los hombros de su amigo. Los truenos retumbaban cercanos. La tormenta se venía encima... Y los ojos de Lucila, piadosos, iluminaron con un noble asentimiento la proposición del cojito. Pero fue un relámpago no más. A los pocos segundos, con mirada distinta interrogó a su esposo, el cual, echando por delante un preámbulo de tosecillas, emitió estas prudentes razones: «Poco a poco. Esconderle aquí es peligroso para él y arriesgadillo para nosotros... En su pueblo, al abrigo de su familia, estará más seguro».

Según manifestó inmediatamente Leoncio, que venía de hablar del caso con don Manuel de Tarfe, no se podía contar con el señor Marqués de Beramendi, que se había ido a Fuenterrabía días antes. Pero el buen Tarfe, aunque no podía tener relaciones con Pezuela y González Bravo, ni con ningún otro sátrapa de la situación, se valdría de su amistad con gente de la policía y con   —58→   empleados altos y bajos del Ferrocarril del Norte para facilitar la fuga de Ibero y Ansúrez, si vinieran también contra este, como era de temer. Añadió Leoncio que él no se iba al extranjero sino llevándose a toda su familia, y que por de pronto en Madrid se quedaba, ocultándose como pudiera y solicitando la protección del señor Gutiérrez de la Vega y de los generales Echagüe y Ros, para quienes había hecho trabajos de armería muy estimados... No hallándose el amigo Ibero en estas ventajosas condiciones, opinaba Leoncio que debía salir para Francia sin pérdida de tiempo.

«¿Esta noche? -dijo angustiado Vicentín, a quien faltaba poco para echarse a llorar. Se le iba la Historia viva, y a solas con la suya, la muerta y embalsamada en los libros, había de quedarse muy triste».

-Ya no puede ser hasta mañana -aseguró Leoncio-. Y pues hay tiempo para elegir, mejor y más seguro irá en el Express de las tres de la tarde que en el Correo de las ocho y media de la noche.

Tras un silencio de vaga inquietud, en que unos ponían su atención en los conflictos humanos, otros en la tormenta que ya descargaba sobre Madrid azotaina furiosa de viento y lluvia, el armero creyó llegado el caso de las resoluciones urgentes, y lo manifestó así: «Tenemos que preparar tu salida, Santiago, y ello no es cosa que puede dejarse para mañana. Despídete, y echemos a correr».

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«¿Pero qué prisa...? Déjale que respire, pobre muchacho...». Así habló la sin par Lucila, poniendo cara de Dolorosa. Y su hijo, balbuciente, trémulo de ansiedad, agregó: «Ahora no podéis salir... Mirad cómo llueve».

-Razón habrá para esas prisas -dijo Cordero-. En cosas tan delicadas como la fuga con disfraz, conviene prepararse bien... Sí, sí, Leoncio y Santiago: no perdáis tiempo... Los minutos son preciosos... Y no hagáis caso de la lluvia... Esto es nube de verano. Pasará pronto...

Corrió don Ángel hacia el interior de la casa, y en el breve tiempo que duró su ausencia, hubo Lucila de atender amorosamente a calmar a su hijo, atribulado por la deserción de la Historia viva. «No te aflijas, Vicente... Se va porque es preciso... se va por su bien... figúrate que le meten preso... En la frontera de Francia estará más seguro... Yo te llevaré a Bayona si fuese menester...». Volvió en seguida don Ángel con un voluminoso paraguas, que ofreció a los que ya se disponían a salir. «No perdáis un momento -les dijo-, ni hagáis caso de la tempestad, que no es más que un poco de ruido. Llevad este paraguas... Es de algodón, pero de mucho vuelo, y podéis guareceros los dos... Ten cuidado, Leoncio, que el varillaje está un poco gastado... Al cerrar, ponlo de modo que escurra bien... Y no te olvides   —60→   de traérmelo mañana. Con que adiós, hijos míos... Que no tengáis ningún tropiezo... Ibero, ¡ánimo y a Francia!».

La despedida tuvo, por la parte de Lucila y Vicente, sus notas de ternura. «Adiós, hijo: buena suerte -dijo la celtíbera abrazándole-. La Virgen le acompañe... Si va usted a su casa, dele mis recuerdos a su mamá... Me alegraría de conocerla... ¡Cuánto sufrirá la pobre con estas cosas!».

-Que me escribas todo lo que te pase -dijo Vicente, y abrazó con fraternal apretón al amigo, resignándose a una ausencia inevitable-. Mañana espero carta; no, pasado, o al otro... Y a Prim, si le ves, tantas cosas... Que venga pronto... Aquí no decimos más que «Prim... Libertad...». Adiós... Hasta la Isla de los Faisanes.

Ninguno de los presentes sabía qué isla era aquella. «Vamos, Vicente -le dijo el padrastro acariciándole-, no desatines. Ten juicio, y te compraré todo el César Cantú». Y al fin salió Ibero con el corazón oprimido. Detrás de él algunas lágrimas brillaron: un triste vacío taciturno quedaba en la casa. Aquella noche, cuando Vicente se acostó, acompañole la madre largo rato, calmando su excitación con palabras dulces, ofreciéndole anticipar el viaje al Norte, y pasar la frontera y visitar a los emigrados, que en aquella parte de Francia lloraban su destierro... Durmiose al fin el cojito: fue su sueño intranquilo, tenebroso... Viose perseguido por conspirador revolucionario, metido   —61→   en cárceles, abrumado de procesos; viose fugitivo, disfrazado con tiznajos de fogonero o sotana de cura; viose al fin en tierra extranjera trabajando con Prim por la redención de esta infeliz España.

En el portal, un hombre risueño y mal vestido saludó a los dos jóvenes. Leoncio le presentó a Ibero con esta frase circunstancial: «Don Valentín Malrecado, que esta noche y mañana será nuestro amigo». Y tras un corto rato de espera, visto que el temporal amainaba por momentos, se pusieron en marcha, guareciéndose dos bajo la negra bóveda del paraguas, y el tercero arrimadito a la pared. Así pasaron Puerta Cerrada y Cuchilleros, hasta la Escalerilla, donde ya ni el agua ni el paralluvias les molestaron más, pues el escondite a donde el discreto agente de la autoridad les llevaba tenía su ingreso por los portales de la Plaza Mayor.

Minutos después acometían una escalera de pesadilla, sucia, enroscada, tenebrosa, y alumbrándose con fósforos llegaron a una vivienda de aspecto carcelario, en la cual fueron recibidos por una mujer embarazada y un hombre que también lo estaba de la espalda, pues en ella tenía una gran joroba, o sea embarazo de toda la vida. Marido y mujer, que tal parecían, mostráronse amables con los jóvenes, y pronto se vio claro que Ibero tendría hospedaje seguro en aquella casa hasta que bajara a tomar el tren.

«Mi señora -dijo el corcovado-, está ya fuera de cuenta, y de un momento a otro   —62→   caerá en la cama, por lo que esta noche no podrá atender a este caballero como se merece. Pero la prima bajará del segundo...». Dicho esto, la barriguda mujer cogió la lámpara de petróleo, de tubo ahumado y apestoso, y fue a mostrar a Ibero el cuarto mísero y el derrengado lecho en que había de dormir, que era sin duda el de Procusto, a cada momento citado por los escritores en la prensa política. Todo le pareció bien a Santiago, que acostumbrado estaba a peores acomodos. Lo importante para él se trató en conferencia rápida entre los sujetos presentes, y ello fue sintetizado por el policía en estas sensatas manifestaciones: «El señor no tiene que moverse de aquí, ni apurarse, ni estar con cuidado... Del señor y de su seguridad me cuido yo, que vivo en el tercero. En el segundo está mi prima Pilar Angosto, que es de toda confianza, y aquí tenemos a este cuñado mío, que fue escribiente en el Juzgado de la Inclusa, y ahora lo es en la Vicaría, persona de cuya lealtad y hombría de bien respondo como de la mía propia. (Designó con gesto fraternal al jorobeta, que hizo una reverencia.) El disfraz que hemos de poner al sujeto para llevarle a la estación nos lo dirá el señor de Tarfe, que quedó en hablar esta tarde con don Ernesto y don Fernando Polack, dos caballeros franceses, que llevan la batuta en el Ferrocarril del Norte».

A esto dijo Leoncio que él había quedado en ver a don Manuel aquella misma noche;   —63→   pero el policía expuso el deseo de que le dejasen esta y las demás diligencias del caso, pues él lo haría todo. En su activa oficiosidad, reclamaba el conjunto del servicio para redondear el precio y la recompensa. Ibero entonces trató con él de un punto delicadísimo que particularmente le interesaba. «Puesto que no debo salir de aquí -le dijo-, ¿podría usted traerme a una dueña corredora y prendera que vive en la casa de al lado, y se llama o la llaman la Galinda, y es tratante en alhajas para señoras y en citas para caballeros?».

-Bien podría traerla, señor -dijo Malrecado sonriente-; pero aquí no vendrá, por dos razones: primera, porque es muy bocona y podría comprometernos; segunda, porque no hace ninguna falta, si usted la requiere para el cuento de saber las incumbencias de don Baldomero Galán; que de este señor podré informarle yo todo lo que guste, mejor que esa vieja ladrona.

Pasmado quedó Ibero de que el diabólico policía, a quien veía por primera vez aquella noche, tuviera conocimiento de su interés por la familia Galán. Al asombro del joven puso comentario Valentín en esta forma: «Crea usted, señor mío, que si estuviéramos bien pagados, seríamos la mejor policía del mundo... Pues, para su gobierno, sepa que doña Salomé pasó a mejor vida el día de San Juan por la tarde, y que don Baldomero y su hija, que entre paréntesis es preciosa, salieron por el Norte hace bastantes   —64→   días, en compañía de dos curas vascongados y una religiosa francesa... Los curas iban a Vitoria; don Baldomero, la niña y la monja entiendo que iban a San Juan de Luz... Por cierto que en el mismo tren que ellos, marcharon disfrazados Castelar, Becerra y Martos».

Estas noticias, de cuya veracidad no dudaba, fueron felicísimas para Ibero, que ya tenía un motivo más para congratularse de su salida de la Corte con rumbo a Francia. ¡Francia! ¡Cuántas alegrías, cuántas esperanzas le brindaba este nombre, y cómo reverdecían los marchitos ideales ante la visión geográfica del país vecino! Y para completar la dicha del aventurero, las órdenes que transmitió por la mañana el buen Tarfe eran halagüeñas, absolutamente tranquilizadoras. No necesitaba más disfraz que el chaquetón usual de los empleados inferiores del Norte. El señor Polack cuidaría de proporcionarle una gorra galonada... Saldría prestando servicio de mozo en el furgón de equipajes del Express de las tres.




ArribaAbajo- VII -

¡Oh, Ferrocarril del Norte, venturoso escape hacia el mundo europeo, divina brecha para la civilización!... Bendito sea mil veces el oro de judíos y protestantes franceses que te dio la existencia; benditos los ingeniosos   —65→   artífices que te abrieron en la costra de la vieja España, hacinando tierras y pedruscos, taladrando los montes bravíos, y franqueando con gigantesco paso las aguas impetuosas. Por tu herrada senda corre un día y otro el mensajero incansable, cuyo resoplido causa espanto a hombres y fieras, alma dinámica, corazón de fuego... Él lleva y trae la vida, el pensamiento, la materia pesada y la ilusión aérea; conduce los negocios, la diplomacia, las almas inquietas de los laborantes políticos, y las almas sedientas de los recién casados; comunica lo viejo con lo nuevo; transporta el afán artístico y la curiosidad arqueológica; a los españoles lleva gozosos a refrigerarse en el aire mundial, y a los europeos trae a nuestro ambiente seco, ardoroso, apasionado. Por mil razones te alabamos, ferrocarril del Norte; y si no fuiste perfecto en tu organización, y en cada viaje de ida o regreso veíamos faltas y negligencias, todo se te perdona por los inmensos beneficios que nos trajiste, ¡oh grande amigo y servidor nuestro, puerta del tráfico, llave de la industria, abertura de la ventilación universal, y respiradero por donde escapan los densos humos que aún flotan en el hispano cerebro!

Entraron a Ibero por la portería, al extremo sudeste de la barraca que servía de estación. Faltaba una hora para la salida del Express, que ya estaban formando con coches de primera. Vestía el fugitivo traje apropiado a las funciones de mozo de tren   —66→   que había de desempeñar. Un empleado le dio la gorra con galón, y poco después fue presentado al conductor, que le recibió con agrado. Era el tal regordete, risueño y coloradote, de mediana edad: Ibero le había visto y tratado en alguna parte; pero no recordaba el lugar ni ocasión de aquel conocimiento. Hallábase Santiago en el furgón enterándose de lo que había de hacer, cuando vio al señor de Tarfe que hablaba con don Fernando Polack. Pasaron minutos; llamole Tarfe, y llevándole al extremo del andén le dijo que fuera descuidado, que ni en la estación ni en el viaje correría ningún riesgo. Después le dio una cartera de cuero ordinario, que contenía tres cartas sin sobrescrito. Cada una llevaba un número, y en un papelito aparte que Ibero guardaría en el seno, iban las tres direcciones precedidas de números correspondientes a los de las cartas. Las entregaría en Bayona a don Salvador Damato, a don Jesús Clavería y al Marqués de Albaida. De todo se enteró el chico rápidamente. La cartera debía ser confiada al conductor, que ya estaba en el ajo, y este se la devolvería en Irún.

Volvió Ibero al furgón de cabecera, donde le dijo el conductor que una vez pasado el Escorial podría trasladarse al furgón de cola, donde iba el guardafreno, y allí dormiría si necesitaba algún descanso. Buena falta le hacía echar un sueño, porque la noche anterior, en la casa donde le escondió Malrecado, había sido enteramente toledana, por las   —67→   graves razones que ahora se dicen. Y fue que apenas se acostó el muchacho en el lecho titulado por buen nombre de Procusto, la señora Ricarda, que así se llamaba la hermana de Malrecado, empezó a sentir los dolores de parto, y en un grito estuvo tres horas consecutivas, implorando el auxilio de santos y demonios para que la sacaran del terrible lance. Los chillidos de la parturienta, el entrar y salir de vecinas, el habla hombruna de la comadrona, y otros ruidos inherentes al gran suceso, desvelaron al huésped, que al fin se levantó, sintiéndose más descansado en pie y vestido que en el abominable camastro. Disponíase ya a ofrecer su cooperación a las comadres y vecinas, cuando entró regocijado el jorobeta y le dijo que ya tenía un criado más que le sirviera. Dio las gracias Ibero, y viendo la rubicunda aurora colándose ya por las ventanas que daban a la calle de la Sal, renunció a dormir; sirviéronle chocolate, lo tomó, y entretuvo el tiempo hasta que llegaran las nuevas que trajo Leoncio. Este y Malrecado le llevaron a la estación.

Pues, señor, ya no faltaban más que veinte minutos para la salida del Express, y el andén se iba llenando de gente. El calor, cada día más molesto, decretaba la desbandada: damas elegantes y sueltas requerían el reservado de señoras; caballeros afanosos, rodeados de familia, se acogían al fuero de su importancia, que en algunos era ilusoria, para obtener el privilegio de un coche abonado.   —68→   Muchos que tenían billetes gratuitos por obra de la adulación o del favoritismo burocrático, querían medio tren para ellos solos. Don Fernando Polack se veía y se deseaba para repartir su amabilidad entre tantos pedigüeños y gorrones; medio locos estaban ya los vigilantes con la adjudicación de berlinas-camas, de limitado número. Y a última hora, más viajeros, más apuros y porfía por los puestos privilegiados.

Recorriendo el andén desde uno a otro furgón, vio Ibero al ingenioso Malrecado que con otro de su ralea prestaba servicio en la estación. Saludáronse los tres con sonrisas de inteligencia... Damas bellas y elegantes vio el fugitivo, a las cuales no conocía: eran la Belvís de la Jara, la Monteorgaz y la Navalcarazo, acompañadas de caballeros jóvenes o ancianos, de niños preciosos y criadas bien puestas. Parte de aquella interesante multitud se apearía en Zumárraga para invadir los balnearios de moda. Otras familias iban directamente a la Bella Easo, y no pocas a las playas francesas. Vio también las bandadas de señoras y galanes que iban a despedir, y formaban infranqueable pelotón frente a las portezuelas de los departamentos atestados de personas, de sacos de viaje y cajas de sombreros... La cháchara, el cotorreo de los que se iban y de los que se quedaban, difundía por toda la estación ruido de pajarera.

De improviso, cuando ya sólo faltaban cinco minutos para la salida del tren y sonaba   —69→   ya el golpe de las portezuelas vigorosamente cerradas, entró en el andén una dama, una mujer elegante, cargadita de cajas, neceseres y requilorios, seguida de una doméstica igualmente agobiada de sacos y líos. Tras ellas apareció renqueando un vejete de traza enfermiza y aristocrática, el cual con cascada voz requirió a un vigilante reclamando su berlina-cama, pedida con la conveniente antelación. El vigilante sacó un papel, leyó... «Señor Marqués de la Sagra; berlina», y sin perder segundos abrió el departamento, dentro del cual se precipitaron la dama y su doncella, metiendo a toda prisa el enredoso bagaje. Mientras el vejete pagaba el suplemento, asomose la dama a la ventanilla; Ibero la miró. ¡Oh estupor, oh increíbles jugarretas del Destino! Era Teresa Villaescusa.

Teresa le conoció al instante; él siguió hacia donde su obligación le llamaba. Ignorante de los variados episodios de la vida social, Historia para él inédita, Ibero no sabía que la sutil tramposa doña Manuela Pez, agobiada de privaciones deprimentes, había vendido los aún cotizables pedazos de su hija al Marqués de la Sagra, aristócrata veterano de innumerables guerras amorosas, y tan caduco ya que alguien le llamó cadáver galvanizado por el vicio. La presencia de Teresa y del viejecillo fue gran escándalo en la estación, por dominar en esta el personal aristocrático a que el degradado prócer pertenecía. Pero este, cegado   —70→   ya por su cinismo senil, nada veía, y apenas se daba cuenta de su humillación. Teresa se mostró indiferente ante la silba muda con que la saludaron al entrar: más que desprecio de la muchedumbre linajuda, temía su propio desprecio por prestarse a una farsa de amor con semejante estafermo. Reflexiones parecidas a estas hizo Ibero a cuenta de la pobre Teresa, cuando el tren hacia las agujas avanzaba majestuoso, pisoteando con metálico estruendo las placas giratorias.

Corría el Express hacia el Escorial. En el corto hueco que dejaban los apilados baúles, preparó el conductor su descanso, extendiendo la manta sobre unas cajas. En sitio conveniente puso la cartera con las hojas de ruta, y el breve lío de su ropa y efectos particulares; después encendió la pipa, y ordenando a Ibero que frente a él y en el baúl más próximo se sentase, le habló con esta cordial franqueza: «Dices que no recuerdas cuándo y dónde me conociste. Pues yo te avivaré la memoria. Fue en San Sebastián. Te trajo al tren el capitán Lagier, que es mi amigo... Fuimos amigos antes que tú nacieras. Él es de Elche, yo de Torrevieja. Miguel Polop, para servirte. Mi padre era también capitán de barco, y yo empecé a ganarme la vida embarcando sal... pero esto no hace al caso... Como decía, vino Ramón contigo; te tomó billete para Miranda, y me encargó que cuidase de ti porque eras algo alocado y no sabías andar en trenes».

  —71→  

-Ya, ya me acuerdo -dijo gozoso Santiago-. Y usted en Miranda me tomó el billete para Cenicero... A mi pueblo iba yo... Hoy también iría; pero el maldito Gobierno ha dado en perseguirme... En Madrid no está nadie seguro...

-La seguridad empieza en este camino, joven. Estos raíles ya no son España, sino Francia. Por aquí va saliendo la revolución a trabajar fuera, y por aquí la traeremos triunfante... Y ahora que nadie nos oye, como no sean los conejos que andan en esos matojos, gritemos: «¡Abajo todo lo existente, todo, todo!...». ¿Verdad, joven, que esto está perdido? Dentro de España y fuera de ella no oye uno más que... «Esa Señora es imposible...». Y yo digo: por aquí han de salir, huyendo de la quema, todos los españoles que valen... ¡eso! No hace muchos días que sacamos a Sagasta. ¿Sabes tú cómo? Pues entró a las dos por la portería, acompañado de don Ernesto Polack. Llevaba gorra de ingeniero... Se le metió en el breck... La máquina enganchó el breck, y se hizo una maniobra para ponerlo a la cabecera... Total: que salió el hombre casi sin ningún tapujo. Con él iban dos... La policía no se metió con nadie... y yo, que iba en mi furgón como voy ahora, al salir de agujas grité: ¡viva la Libertad!... También ahora lo grito, para que el viento y los conejos se enteren: «¡Viva Prim! ¡Gobierno de España, camarilla de Isabel, fastidiaros y jeringaros!, ¡eso!».

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El hombre echaba chispas de sus ojos saltones, y el rostro colorado se le animaba y encendía más a cada grito subversivo que su boca soltaba. Por el mismo lado corrían los gritos y el humo de la máquina. Luego contó la salida de don Joaquín Aguirre, más dramática que la de Sagasta. El buen señor, que había tenido conferencias con González Bravo y don Alejandro Castro para tratar de una componenda solicitada por Palacio, creyó que podía partir tranquilo, como cualquier español que no fuera presidente del comité revolucionario. Tomó sus billetes y se metió en una berlina con su familia, sin el menor disimulo ni precaución. Súpolo el general Pezuela y telegrafió a la autoridad militar de Irún para que al confiado señor detuviera, reexpidiéndole para Madrid. «Pero Pezuela se tuvo que jorobar, ¡eso! -dijo Polop terminando el cuento-, porque alguien en Madrid avisó a González Bravo, y González Bravo, que es más neo que Dios, pero no tiene mala entraña, telegrafió al Gobernador de Vitoria, y este escamoteó al señor Aguirre y le puso en lugar seguro. Total: que en Irún encontraron la berlina vacía... ¡jorobarse!, y don Joaquín pasó la frontera en el Mixto del día siguiente disfrazado por nosotros... Porque nosotros respiramos por la revolución; nosotros somos Francia y España dándose la mano, ¡eso!, y gritando: ¡Viva el Progreso, la Constitución del 12 y la Unión Ibérica!».

Más allá del Escorial, cuando el tren acometía   —73→   con pujanza y ardiente resuello las abruptas moles de la divisoria, redobló Polop sus patrióticas invectivas, acalorando su ánimo con sorbos frecuentes de un generoso coñac que llevaba. «Aquí no nos oye nadie, joven. Aquí puedo desahogarme a mi gusto, para que se enteren los aires y los pinos, y estas peñas españolas y estas crestas serranas. Aquí me planto y digo: 'Me joroba Narváez, me joroba doña Isabel y Sor Patrocinio... y don Francisco y el padre Clarinete'. Oídme, rocas, jaras, retamas y chaparros: '¡Viva Prim, viva la Libertad!...'. Óiganme, lobos, zorros, galápagos, culebras, que también sois españoles, aunque animales: '¡Abajo las quintas!... ¡Viva el liberalismo y el desestanco de todo lo estancado!'». Así gritaba el extremado Polop a la salvaje naturaleza, gozoso de poder hacer públicas, en el estruendo de un tren en marcha, sus furibundas opiniones.

Con las extravagancias donosas de su jefe accidental, iba Santiago entretenidísimo. Deseando, por gratitud, prestar a la Compañía servicio de más empeño que la descarga de baúles, se ofreció a subir a la garita de la cola o del centro para dar freno cuando el maquinista lo mandase; pero Polop no accedió a ello. Le consentiría únicamente, después de media noche, cantar las estaciones y llamar a los viajeros al tren. En Navalperal, donde el Express hubo de parar bastante esperando el cruce del Mixto ascendente, fue Ibero con un recado de Polop   —74→   la cantina, y hallándose en esta, sintió que le tocaban en el brazo. Era la criada de Teresa, Patricia, que sin más preámbulos le dijo: «Mi señorita quiere saber si es usted del tren». Negó de pronto Santiago; después afirmó, recordando su comprometida situación como viajero... Y prosiguió la moza: «Pues si es usted del tren, oiga: en la berlina donde va mi señorita hay un cristal que no corre. Lo bajamos, y ahora no podemos subirlo... Es la berlina tercera, empezando a contar por aquí». Dio Ibero algunos pasos; mas la doméstica le detuvo risueña con estas desconcertadas razones: «No, no: la señorita no quiere que vaya usted ahora a componer la vidriera, sino después, en la parada de Ávila, que es de treinta minutos para comer... Aguarde, señor, que aún no he concluido... En la parada de Ávila, mi señorita, que está con jaqueca, no comerá en la fonda de la estación... Bajará solo el señor Marqués...».

-Y sola la señorita, entraré yo... ¿Es un vidrio que bajó y no quiere subir?

-No, señor: me equivoqué. Lo subimos, y ahora no hay quien lo baje... Venga por aquí... ¿Le digo a la señorita que irá usted?... Desde que le vio, la pobre no sosiega, no vive... Esta es la berlina... No sé si el señor Marqués ha despertado... Por si acaso, mire con disimulo.

Sin ningún disimulo, más bien descaradamente, miró Santiago, y vio el rostro de Teresa casi pegado al cristal... pero cuidando   —75→   de no chafarse la nariz. Era como una bella estampa en su marco. Destacábase la hermosura de sus ojos, que ofendidos, reconvenían; amorosos, perdonaban... En un segundo recriminaron, imploraron... Ibero vio además en los labios de Teresa modulación rápida de palabras... Pero no pudo descifrar lo que su amiga quería decirle, porque entró el Mixto por el otro lado, y el Express pitó anunciando su salida. ¡Señores, al tren...!




ArribaAbajo- VIII -

¡Ávila al fin!... ¡Alegre parada de veinticinco minutos! Hacia la fonda se precipitaron caballeros y damas, atraídos del vaho de una sopa caliente, turbia y aguanosa... Después de acechar la entrada del vejete en el comedero, acudió Santiago a la cita, llevando herramientas que le dio el buen Polop. Salió Patricia cuando él entraba en la berlina... Teresa le cortó el saludo con rápida frase y fuertes manotazos, que dieron con el cuerpo de él sobre los cojines. «¡Ingrato, ingrato, bandido, perverso, mal hombre!... Al fin has caído en mis manos... ¿Qué?, ¿te avergüenzas de verme? ¿La conciencia no te dice nada?». A este aluvión de palabras, que a despecho de su sentido literal eran intensamente cariñosas, Ibero contestó: «Déjeme   —76→   que le explique... No alcanzo qué quejas puede tener usted de mí». Y ella, temblorosa, húmedos los ojos de un llanto discreto, le echó mano al pescuezo, diciéndole: «Tutéame, bandido, tutéame, o te ahogo, te mato ahora mismo. ¿Ya no te acuerdas de la noche de Urda?... Habíamos convenido en ser amigos, en que te dejarías guiar y proteger por mí, y a la madrugada, cuando yo dormía, echaste a correr sin despedirte... ¿Merecía yo ese desprecio?».

-No fue desprecio, Teresa; desprecio no.

-Pues fuera lo que fuese, ya has vuelto a mí, Santiago. El Destino, la Providencia, o los espíritus que andan al cuidado mío, al cuidado tuyo, nos han juntado en este camino, en este tren que vuela... Dime pronto, pronto, pues hay que aprovechar los minutos: ¿a dónde vas?, ¿estás empleado en el tren?... Me parece que no. Dímelo, cuéntame todo.

Con rápida frase, como el caso requería, la informó Ibero de su situación en el tren. Iba a Francia fugitivo, disfrazado... «Ya... -dijo Teresa-. ¿Crees que no te vi con Moriones una noche... antes del 22 de Junio? Bandido, ¿por qué no fuiste a que yo te escondiera, a que yo te aconsejara, a que los dos juntitos gritáramos: 'Prim... Libertad'?».

-Porque... no puedo decirlo en pocas palabras, Teresa... Sosiéguese usted... digo, tú... Sosiégate... Ya hablaremos.

-¿Cuándo, fementido; cuándo, pirata   —77→   cruel y sanguinario? -gritó Teresa en un estado, más que nervioso, epiléptico-. Pues si tú vas a Francia, yo me voy contigo. ¿Tú emigrado?... Emigradita yo.

Confuso y aturdido el pobre muchacho, no supo qué contestar.

«Piensa lo que haces, Teresa» indicó al fin por no estar mudo.

-¡Pensar!... ¿Y qué sacamos de pensar, tonto?... Hagamos lo que nos manda el corazón, que es el amo. Los pensamientos, ¿qué son más que unos pobres criados suyos?... ¡Ay, Santiago, amigo del alma!, si tuviera yo tiempo de contarte... sabrías lo desgraciada que soy, y me tendrías lástima... (Llorando con pena honda y sincera.), me tendrías mucha lástima... Y si después de saber lo desgraciada que soy, no tuvieras tú ni siquiera lástima de mí, no podría vivir, créelo, no podría vivir.

-Ya me contarás -dijo Santiago, compartiendo con alma piadosa la emoción de su amiga-. Me lo contarás... Ya veremos dónde.

-Tú sigues a Francia; yo pararé en Zumárraga para tomar el coche de Arechavaleta... No necesito yo esos baños... es él, es don Simplicio quien ha de tomarlos... Después iremos a San Sebastián... Pero yo puedo disponer que vayamos a otra parte. Nada... me pongo malita, pido aguas de Cambo, barros de Dax, y amenazo con morirme si a Francia no me llevan... Santiago, ¡qué tonta soy poniéndome a llorar... cuando debiera   —78→   estar contentísima! (Secando sus lágrimas.) Tanto como deseaba verte, y ahora... ¿Verdad que ya no seré desgraciada? ¿Verdad que tú...? Pero explícame bien. Vas disfrazado de mozo de la estación... ¿Prestas algún servicio?

-Yo propuse al conductor que me dejase subir a la garita para dar freno; pero no ha querido. Lo único que haré, después de media noche, será cantar: Señores viajeros, al treeen...

-¡Ay, qué bonito! Ya estaré yo con cuidado para oírte. No dormiré en toda la noche... Haz cuenta que estoy oyéndote, y cántalo por mí, para mí sola...

-Y en Zumárraga volveremos a vernos.

-Antes... En Miranda me has de ver. ¿Qué crees tú?, ¿que no sabré yo hacer cualquier diablura para que podamos hablarnos siquiera dos minutos? Allí pararemos bastante tiempo para tomar el desayuno... Accede a llevarme contigo a Francia, y verás qué pronto resuelvo yo la parte que me toca.

-Teresa, juicio... No vas sola... Algún lazo de afecto, de gratitud, o siquiera de interés, tienes con ese caballero anciano tan respetable...

-Todos los lazos quedan rotos cuanto tú quieras, y al anciano estafermo respetable le dejo yo plantado en cualquiera estación, y me voy tan fresca, con mi conciencia bien tranquila... Más te digo: me iré orgullosa y sintiendo en mí la dignidad que ahora no   —79→   tengo, porque es digno, Santiago, es honroso para una mujer pasar de cosa vendible a persona que no se vende, se da... ¿Te asusta lo que digo? Yo doy mi corazón: lo doy a la pobreza, al vivir íntimo... No me digas que no lo comprendes, que no lo estimas, vagabundo mío, bandido mío... Ya que eres tú de los que piensan mucho estas cosas para decidirse, piénsalo de aquí a Miranda...

-No sería noble en mí darte una respuesta desdeñosa, Teresa -dijo Ibero, que en su aturdimiento veía ya clara la obligación de ser galante-. Tú mandas, Teresa; yo... obedezco como amigo y como caballero... Pero tengo que decirte, tengo que explicarte...

-Ahora no... -replicó vivamente Teresa, que atisbaba por la ventanilla-. Patricia, que está de guardia, me avisa que ya... Sal por la otra portezuela. Hasta Miranda.

Despidiéronse con apretones de manos y con un ligero estrujón, que fue como bosquejo de un abrazo. De las tres herramientas que Ibero llevaba, y que naturalmente no había usado, Teresa le quitó una, la llave inglesa, diciéndole: «Esta te la dejas olvidada. Vienes por ella después de amanecer y antes de llegar a Miranda. Fíjate bien... Adiós, locura mía... adiós...».

De regreso al furgón, Ibero encontró a su jefe comiendo tranquilamente con los acomodos más primitivos: por mesa, un baúl; por mantel, un periódico... Ternera, merluza,   —80→   botella de vino. «Siéntate donde puedas, chico -le dijo el gran Polop-, y participa, que no se vive sólo de amor... ¿Con que tenemos enredito con señoras de la grandeza en la berlina?... Bien, bien. Dichoso tú, que estás en edad de merecer. Yo, aunque me esté mal el decirlo, también tuve mis veinte... y no me faltó una conquista de esas que recuerda uno toda la vida... Mil enhorabuenas... Bebamos ahora por la Libertad, porque sin libertad no hay conquistas, ni amor... Lo que yo digo: España para los españoles... y vivan las mujeres bonitas».

Con estas agradables expansiones, se les fue la prima noche. No tardó Ibero en trabar amistad con los demás sirvientes del Express, y pasada Medina, hizo ejercicios de gimnasia, recorriendo de un extremo a otro el tren en marcha, los pies en el largo estribo y las manos en los asideros de los coches. En la cantina de Valladolid conoció a un maquinista francés que le ofreció hospedaje barato en Bayona, y en la fonda de Venta de Baños le convidó a un café un revisor, que resultó protegido del Marqués de Beramendi, a quien debía su destino. Iba, pues, el muchacho contentísimo, y no tenía poca parte en su gozo la singular aventura Teresiana, que consideraba como un fugaz triunfo juvenil sin consecuencias graves en su vida ulterior. Y más interesado en aquel enredo con su imaginación que con otras partes del alma, después de media noche actuó de trovador, cantándole a su dama,   —81→   al pie de la berlina, ya que no de la torre, la endecha quejumbrosa de Señores viajeros, al treeen... En ello ponía un sentimiento dulce y toda su voz potente y bien timbrada, que se había fortalecido cantando en los sublimes conciertos del viento y la mar.

Teresa en tanto, despabilada por el ardimiento cerebral y afectivo en que la puso el hallazgo de Ibero, no hacía más que mirar al cielo estrellado, y esperar de una estación a otra la cantinela del amante trovador, en quien cifraba la ventura de una nueva vida, más soñada que real. Y cuando en el paso por la Bureba, la claridad del nuevo día despuntó sobre las cumbres pedregosas, iluminando pálidamente lo distante y lo próximo, la pecadora sacó de su cabás un lapicito y papel, ansiosa de fijar con vaga escritura sus arrebatados sentimientos. Se sentía en soledad plácida, porque el Marqués y Patricia dormían profundamente. Ved lo que escribía en cláusulas sueltas, en truncados rengloncitos, a los que sólo faltaba el ritmo para ser versos:

«¡Qué bien ha cantado mi ladroncito bonito!... ¿A que no me adivinas lo que estoy pensando? Pienso que eres mi niño, un niño que yo he criado... Pillastre, déjame que te dé azotes y que te bese los ojos... ¿Sabes una cosa? Que a mi parecer estoy loca perdida. Loca era yo, loca triste, y ahora soy loca alegre, porque Dios me ha dejado encontrar al loquero de mi alma... No te escapas   —82→   ahora: ven a tu cárcel, ven a mi corazón, donde nos cargaremos de cadenas amorosas. Yo seré tu carcelera, tú mi esclavitud... Ya es de día: canta, canta otra vez, y vuelve a pasar por debajo de este vidrio para que yo te vea... Aciértame ahora lo que pienso... Pues la luz del día me ha despejado la cabeza; ya veo claro que tienes razón cuando me recomiendas prudencia y juicio. No me robes con escándalo, ni con escándalo me iré yo contigo... Tú sigues a Francia, yo a donde me lleva este cataplasma... Espérame en Bayona. ¿Dónde te escribo? ¿A la lista del Correo? Pero si vas emigrado y perseguido, tendrás que cambiar de nombre. ¡Ay, Virgen del Carmen, qué contrariedad!... Bandolero mío, por todo el Universo, y por la salvación de todos los espíritus vagantes en los aires, dime dónde y con qué nombre te escribo... dímelo en Miranda... Bajaremos a la fonda. De algún modo te facilitaré yo que puedas hablarme... San Antonio bendito, ¿qué inventaré?».

En Pancorbo visitó Ibero discretamente la berlina para recoger la herramienta olvidada. Al ruido de la portezuela y a la bocanada de aire fresco, remusgó el Marqués desembozándose de la manta de viaje. Pero esto no fue obstáculo para que Teresa diese a Santiago, con la llave inglesa, el papelito que escrito había. En la soledad del furgón leyó el joven aventurero lo que le decía su ferviente señora. Las delirantes expresiones trazadas por el lápiz eran signo cierto de la   —83→   extremada exaltación del ánimo de Teresa. Y quedó además el pobre chico en gran perplejidad por no saber qué señas darle de su residencia en Bayona, donde tenía que vivir con nombre supuesto. De estas dudas le sacó el bueno de Polop, con quien consultó el caso, recomendándole un hospedaje barato y seguro, donde podría confiar sin ningún peligro su verdadero nombre a la patrona más española, más liberal y discreta que en aquella fronteriza ciudad existía. Ya en la estación de Miranda, apuntó Ibero en un papel: La Guipuzcoane. Rue des Basques, y satisfecho de llevar a Teresa una solución lisonjera, entró en la fonda, donde los viajeros, extenuados por la mala noche, la emprendían con los tazones de leche caliente y de café recalentado. Imposible ponerse al habla con Teresa, porque a su lado estaba el que ella en su libre y nervioso estilo había llamado cataplasma. Pero en sus ojos puso la enamorada mujer, mirándole de lejos, tal fuerza de expresión, que Ibero se dio por informado del pensamiento de ella. Comprendió que Patricia le esperaba en la berlina. Allá fue... No se había equivocado. Recogido el papelejo por la muchacha, esta le dijo: «Mi señorita quiere que en la estación de Zumárraga se coloque usted donde ella le vea bien... vamos, que se ponga en el furgón de cola y nos eche muchos adioses... a mí no, a mi señorita, que está dislocada por usted...».

Y era verdad que Teresa padecía en grado   —84→   máximo la dolencia de amor, para la cual no hay otra medicina que el amor mismo. A la salida de Miranda no faltó el flecheo de noviazgo entre furgón y berlina, y Santiago se dio el gusto de recorrer todo el tren por el estribo, que era como medir la calle haciendo el oso, y una vez y otra pasó rozando con la ventanilla tras de la cual penaba la dama cautiva... Y en Zumárraga infringieron tan descaradamente los novios o amantes las reglas del disimulo, que su muda despedida patética, con adioses mímicos a distancia, fue notada y reída por algunos viajeros y empleados del tren; que estas tonterías de amor siempre causan regocijo a los que ya no las gozan, o a los que las quisieran para sí... No se sabe cómo se las arregló la muy pícara para escribir en un margen de periódico las tiernísimas notas de la despedida. Ello fue hacia Vitoria, aprovechando una dormidita del cansado viejo. Patricia entregó la apuntación, que así decía, en Zumárraga, donde hubo tiempo para todo por la mucha descarga de baúles, y corriendo hacia Ormáiztegui leyó el galán estos frenéticos renglones: «Salvaje mío, me conozco y no tendré paciencia, ni prudencia, ni juicio... El mejor juicio es la locura... Yo pierdo el tino... me precipitaré, me perderé pronto. Benditos sean estos carriles que me llevarán a donde brillan tus ojos... Permita Dios que estos hierros se vuelvan oro... Tus ojos son el sol... y yo la luna de tus ojos... No me esperarás muchos   —85→   días... Quien ha esperado una vida entera, no se detiene por una hora... Ya no estoy en mí... Prontísimo estará en ti tu... Teresa».

Camino de la frontera iba Santiago enteramente poseído de las inquietudes y mentales goces de aquella sin igual aventura. Si por una parte se sentía contagiado del amoroso desvarío de Teresa, y vencido de su hermosura y tentadores hechizos, por otra temía la interposición de aquel suceso en el camino del ideal a que consagraba su existencia. Cierto que no había de extremar su devoción al ideal hasta el punto en que la llevara don Quijote, sacrificando todo comercio de amor al respeto y fidelidad de la siempre lejana y apenas vista Dulcinea; pero tampoco debía entretenerse demasiado en el oasis que el azar le presentaba en su camino, porque corría el riesgo de no poder salir de él cuando compromisos y fines más altos se lo ordenasen...

Reflexionando en ello, vino a tranquilizarse con esta idea: «Bien haré en tomar el recreo del alma y de los sentidos que ahora me depara la suerte. Teresa inspira ternura, lástima; es hermosa y amante; es débil, es desgraciada; venga, venga pronto, y su soledad y la mía se consolarán una con otra. No veo ningún peligro para el porvenir, porque ello ha de ser breve. Estas mujeres tan corridas aman con arrebato, pero varían como las veletas... No pueden vivir sin lujo... Bien sabe Teresa que soy pobre,   —86→   que de mis padres poco puedo esperar por ahora... Ya veo a mi conquista dando media vuelta en busca de la nueva ilusión...».

Entretenido con estos pensamientos, que llegaron a cautivarle más que los de la política, pasó la frontera sin tropiezo alguno, y poco después dio con su cuerpo en la hospitalaria Bayona, que era para muchos como una penetración de España dentro del suelo francés... y para que todo fuera buena suerte en aquel viaje, apenas puso Ibero el pie en la estación, le salió un amigo...




ArribaAbajo- IX -

El amigo era Isidro el Pollero, así nombrado en Madrid entre los conspiradores y revolucionarios de armas tomar. Conociole Ibero en casa de Chaves haciendo la lista para la distribución de armas; se habían batido juntos en la barricada de la calle de la Luna. Iba a la estación Isidro a encontrar a Chaves, creyendo que en aquel tren llegaba. Díjole Santiago que no le había visto en el tren; en Madrid sí, días antes. Quizás vendría en el Correo, si había logrado proporcionarse el viaje en condiciones de seguridad, lo que cada día era más difícil. Apenas salieron Isidro y Santiago de la estación, encontraron a otro emigrado, sargento   —87→   de Artillería, y en el paso por Saint-Esprit a otros dos, uno de ellos sargento del Príncipe. En el puente y en las calles de la vieja ciudad fueron tropezando con españoles que dirigían al Pollero un saludo triste. Con algunos hablaron brevemente: en los vagos coloquios, las añoranzas de la patria distante iban a parar por natural desviación lógica a los rosados ensueños de la ojalatería.

Hablaron de alojamiento; pero Santiago no aceptó el que el Pollero le ofrecía, porque ya venía encaminado a determinada casa por un amigo del tren. «Sí -dijo Isidro-; calle de los Vascos. Esa es la Pequeña Guipuzcoana; hay otra, la Grande, que aloja señores y damas de alto copete... Ven, y te enseñaré la casa. Tu patrona es una que llaman Juana Goiri, que habla un endiablado pisto, francés y español revueltos con vascuence. Pero es buena mujer: en su casa verás algunos emigrados y muchos contrabandistas». Poco después de oír estas referencias, quedó Ibero instalado. Su cuarto era humilde, la casa ruidosa, la comida ordinaria, atropellado el servicio, la patrona bigotuda, varonil, bondadosa, y de un léxico fantástico. Dos días necesitó Ibero para llegar a entenderla y a comunicarle el artificio de su falso nombre, Carlos de Castro, dándole a conocer el verdadero... porque recibiría cartas reservadas de una señora, cartas también de su familia.

La primera diligencia de Santiago fue   —88→   escribir a su padre, exponiéndole su triste situación y pidiéndole algunos dineros para... reblandecer el duro pan del destierro. Cumplido este deber, o llámese necesidad, puso toda su mente en aquel honesto ideal amoroso que era norte y luminar de su vida. No atreviéndose a ir a San Juan de Luz por temor a la policía francesa, trató de adquirir por sus compañeros de hospedaje alguna noticia del bárbaro Galán y de la bella Saloma. Ninguna luz obtuvo de las primeras investigaciones; mas al cabo de dos días un guipuzcoano apodado Chori, que iba y venía casi diariamente llevando géneros a la frontera, le aseguró que el fiero coronel, con su hija y una monja francesa, se habían ido a Pau y de allí a Olorón. Entendía el tal Chori que Galán no estaba emigrado, o que se había puesto a las órdenes del Comandante general de Jaca, para vigilar a los españoles que conspiraban en la frontera. Con esto, vio Santiago alejada, desleída en opacas brumas su más cara ilusión, y se desalentó enormemente. La vida se le desorganizaba; el Destino le entorpecía con enormes piedras la derecha vía, allanándole los senderos tortuosos conducentes a lo desconocido. En tal estado de ánimo, la imagen de Teresa asaltó su mente con ímpetu, posesionándose de ella como sitiador que penetra en una plaza de la cual huyen sus defensores.

Por cierto que le sorprendía la tardanza en recibir el anunciado aviso de la bella   —89→   pecadora. Tantas prisas en el tren, y tanto allá voy, allá iré, y luego nada. ¡Señor!, ¿habría cambiado de cuadrante, y sus locas pasiones, movidas del viento, miraban a otro punto? ¡Oh inconstancia de la mujer! ¿Quién fía en el vuelo de estas destornilladas avecillas? Y como la privación, o el incumplimiento de las promesas femeninas, aviva el deseo, el pobre Iberito no pensaba más que en Teresa, y en contar las lentas horas de su tardanza... Triste era su vida, al octavo día de residir en Bayona. Por distraerse, trató de poner interés en la política, y pasaba algunos ratos en el café Farnier, lugar de cita y del gran mosconeo de los emigrados, que siempre zumbaban la misma cantinela.

En Farnier tuvo Ibero el gusto de encontrar una noche al gran Chaves, recién llegado: era siempre el conspirador temerario, incansable, dispuesto a sacrificar su vida cien veces por la bella y fantástica Libertad. Díjole que en Madrid imperaba la furiosa reacción, y que España sería pronto un presidio, no suelto, sino atado, si no se levantaban hasta las piedras contra tan asquerosa tiranía; mostró y repartió papeles clandestinos que había traído, injuriosos versos, aleluyas indecentes, caricaturas en que aparecían las personas reales en infernal zarabanda con monjas y obispos... Como le dijese Santiago que no había podido entregar las tres cartas que trajo, por haberse ausentado don Salvador Damato y don Jesús Clavería,   —90→   y no conocer la residencia del Marqués de Albaida, encargose Chaves de aquella comisión, añadiendo: «Sé dónde vive el Marqués; Clavería y Damato están en París: pronto volverán. Dame las cartas que te dio don Manolo Tarfe por encargo de Muñiz, y yo respondo de que llegarán a su destino; que para estas cosas, cuando tú vas, pobre chico, yo estoy de vuelta». Hablaron luego del fusilamiento de los infelices oficiales Mas y Ventura en Barcelona, señal evidente de la ferocidad reaccionaria. Al comentar el trágico suceso, los emigrados se despojaban de toda sensibilidad, y antes que compadecer a las víctimas celebraban su sacrificio, porque el riego de sangre, según ellos, fecundaba el surco de la Libertad. ¡Víctimas, víctimas, que de ellas tomaba la Revolución su coraje!

Siempre que Ibero entraba en su casa, hacía la invariable pregunta: «¿hay carta?» y la patrona cuadrada y bigotuda respondía en su jerga trilingüe: «Cartaric no haber pour toi».

Pero un día, el décimo de Bayona según la cuenta de Clío Familiar, la guipuzcoana respondió afirmativamente. Había llegado carta con doble sobre. ¡Oh alegría del mundo! ¡Por fin Teresa...! Su carta era brevísima: «Salvaje mío, ladrón de mi existencia: no he ido a ti, porque este pobre don Simplicio se ha puesto muy malo. Imposible dejarle en esta situación... Ayer le han sacramentado... Espérame siempre... ¿Cuándo?   —91→   No lo sabe tu alma en pena. Sólo sabe que pena por ti».

Calmáronse con esto las tristezas de Santiago; pero como luego transcurriesen más días sin traerle carta ni la persona de la exaltada mujer, volvió a caer en sus murrias, que aplacaba o adormecía con largos paseos por las Alamedas marinas en las risueñas orillas del Adour. Una tarde, cuando de regreso entraba en la Plaza de la Comedia, vio a Chaves que hacia él venía gozoso, restregándose las manos. «Grandes novedades, Iberillo. ¡Venga un abrazo! ¿No sabes?... En Ostende se han reunido las cabezas de la Revolución, los progresistas y demócratas condenados a muerte en garrote vil por el Gobierno de la Camarilla... Pues han acordado tirar patas arriba todo lo existente, y convocar Cortes Constituyentes para que decidan lo que ha de venir después... El único voto en contra fue el de don Juan Contreras, que dijo: 'en ningún caso admitiré rey extranjero'. Se nombró un triunvirato que dirija los trabajos, Prim, Aguirre, Becerra, y se hace un llamamiento a los ricos del partido para que aflojen la mosca y podamos ir formando el tesoro de la Revolución. La cuota es diez mil reales: esa cantidad se le pide a todo progresista, a todo demócrata que la tenga y quiera darla... Esto no va conmigo, pues por la Libertad he perdido cuanto tenía, y sólo puedo dar mi sangre. Tú, niño de casa noble y rica, escríbele a tu padre que apronte los diez mil...».

  —92→  

Rehusó Ibero acompañarle al café, y se fue a su casa, pues habían pasado muchas horas sin hacer la consabida pregunta: ¿hay carta? Resultó que aquella tarde la hubo; mas no era de Teresa, sino de don Santiago Ibero, y en ella el enojado padre, anunciándole el envío de veinticinco duros, se los amargaba de antemano echándole una brava peluca por haber intervenido en la brutal tragedia del 22 de Junio. Con el sermón paterno y la parvedad del dinero que se le ofrecía, abatiose el ánimo de Santiago, y llegó a lo más intenso el amargor de sus melancolías. Notaba en sí un fenómeno extraño, una disminución considerable, ya que no total pérdida, de su voluntad. El efecto de esto en su espíritu era como el que se produciría en un cuerpo que se quedara exangüe. Y al par que notaba el vacío de su ser, lloraba la voluntad fugitiva, esforzándose en atraparla y en meterla de nuevo en sí. Echaba de menos el mar, donde adquirido había tanta fortaleza moral y física; al capitán Lagier, su maestro en la acción; a Prim, que le daba la norma de los grandes hechos; a los amigos fuertes y tozudos, como Clavería y Moriones, y por fin, hasta la imagen de Vicentito Halconero traía como fortificante a su pensamiento, porque también el cojito amigo era un nervio de vida, por su saber primoroso y aquel entusiasmo angelical.

La noche fue dura, insana. Ahogábase en el mezquino aposento; escotero se lanzó fuera   —93→   de la casa y de la ciudad, y en las Alamedas marinas explayó su alma hasta el amanecer. La contemplación de los astros le llevó al recuerdo de los espíritus que en otro tiempo habían sido sus amigos y consejeros, y antes que los evocara fue por ellos visitado. En sus oídos susurraron, en su mente repercutieron, sugiriendo pensamientos extraños, de un sentido, más que exótico, ultramundial. Fatigado de andar a la ventura, se sentó al arrimo de un muro, defensa o pretil del Adour sereno. La noche era calmosa, perfumada, mística. El viento Sur ardiente y espeso, ondeando con rachas locas, traía efluvios de España, ecos y vislumbres de seres o de cosas de allá... traía visión de catedrales, de ojos negros y manos blancas, olor de cabellos perfumados, sonrisas, naranjas, cantar de grillos, aroma de claveles, y el dulce silabear del habla castellana... Pasado un rato no corto en un estado entre la somnolencia y la alucinación, Ibero entró plenamente en esta. Los espíritus enemigos se alejaban y los amigos venían a su lado: no tenían rostro y sonreían; no tenían voz y hablaban. El paso de ellos por el corazón de Santiago pesaba enormemente, cortándole la respiración. Pesaba también en su cerebro, donde todos ponían el nombre de Teresa, sin sonido, sin letras; un nombre no representado por ninguno de los signos propios del mundo físico. Los espíritus lo introducían en el cráneo de Ibero, el cual era como una urna que nunca se llenaba   —94→   de nombres de Teresa, por muchos millones de estos que en aquella cavidad entraran.

Apuntaba ya el claro día cuando Santiago se puso en pie. Dio algunos pasos inseguros hacia el puente Mayou. Un espíritu apegado a la persona del joven vagabundo suspiró al lado de este. Ibero le dijo: «Mi fuerza no he perdido... mi fuerza me habéis devuelto». Y el espíritu sin rostro y sin voz afirmó. Detúvose Ibero y dijo: «Esa mujer, esa Teresa... ¡siempre Teresa!... se me ha metido en el alma y no puedo echarla. Mientras más tarda en venir a mi lado, más honda la siento dentro de mí. ¿Por qué es esto?». El espíritu, que no tenía hombros, expresó con un movimiento inequívoco su incompetencia para contestar a tal pregunta. Era un enigma, tal vez un misterio que los seres incorpóreos no podían penetrar... Atormentado por sus dudas, Ibero interrogó de nuevo al buen espíritu, el cual, aunque no tenía dedos ni labios, impuso silencio... Entendió Santiago la indirecta, y no preguntó más.

Otras noches y días pasó en estos singulares éxtasis, hasta que una tarde, paseándose en el claustro de la catedral, sintió de improviso grande inquietud y deseos tan vivos de ir a su casa, que al instante hubo de satisfacerlos. Indudablemente había carta. Llegó... interrogó... Carta no había; pero sí una señora que acababa de llegar de la estación y que en el humilde cuartito le esperaba... «¡Teresa!... ¡Ladrón!... ¡Al fin!...   —95→   ¿Has rabiado un poquito?... ¡Qué hermosa estás!». No fue corto el espacio concedido a las naturales ternezas y alegrías, y ya sosegados, explicó Teresa los motivos de su tardanza. Al primer baño cayó enfermo el pobre don Simplicio. Era la descomposición general de una vieja máquina, un agotamiento súbito de todo el ser... Al primer acceso quedó medio perlático; al segundo, no tuvo ya palabra más que para pedir los Sacramentos. Había pecado mucho, y quería poner en orden las cuentas del alma... No podía ella abandonarle en tal desventura. Era ante todo cristiana, y sabía lo que es humanidad, caridad. Aunque a los siete días del primer arrechucho mejoró el consumido señor, recobrando la palabra y pudiendo valerse de sus remos, se avisó a la familia. Su sobrina, la de Yébenes, telegrafió desde San Sebastián que no iría mientras estuviera en Arechavaleta esa mujer... Esa mujer aguardó la llegada del Marqués de Itálica, sobrino del enfermo, y persona corriente y razonable, que se hacía cargo de las cosas. Por fin, halló Teresa la ocasión de hacer entrega del enfermo y de los objetos de su pertenencia, y sin más despedidas ni requilorios, ¡aire!, un cochecito y a Zumárraga. Allí expidió a Patricia para Madrid y ella se vino a Bayona, donde se juntaba con su salvaje, realizando el más ardiente anhelo de su vida. Y pues él y ella eran felices, no se hablara más de lo pasado, sino de lo presente y un poquito del porvenir.

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Ni corta ni perezosa, aquella misma noche alquiló Teresa un carruaje para irse a Cambo con su ladrón, al día siguiente tempranito. Anochecieron en santa paz, inquieta y amorosa... y amanecieron en paz más inefable, con sosiego, adoración mutua y anhelo de cantar un himno al sol, al verde de los campos, al azul del cielo y a la soberana libertad. Ya les esperaba el coche en la puerta, ya se disponían a partir, cuando los dos, asaltados de un mismo pensamiento, acordaron hacer balance y arqueo de sus recursos. «Seamos prácticos -dijo Teresa-. ¿Cuánto dinero tienes?».

-Tengo los quinientos reales de mi padre -replicó Santiago-. Los otros quinientos que de occultis me mandó mi madre, los gasté en comprarme ropa interior y este trajecito.

-Pues yo -dijo Teresa, que, sentada con su saquito en la falda, contaba su dinero- tengo tres mil novecientos reales... casi cuatro mil... Con lo tuyo y lo mío juntos, somos riquísimos. Además, mis alhajas, que llevo aquí, valen algo. Las fundiremos cuando no haya otra cosa. Seremos económicos; ¿verdad, pirata mío, que seremos económicos y arregladitos? Pues con arreglo, podremos vivir largo tiempo en un pueblecito bonito y retirado... Reúne tú todo el dinero y guárdalo, que al marido le corresponde administrar los bienes matrimoniales. Vámonos, huyamos... ocultémonos donde no tengamos más compañía que nuestra felicidad.

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Entraron en el coche, y rebosando de gozo, admirados de cuanto veían, llegaron a Cambo, donde comieron... Mas con ser aquel un lindo y ameno lugar, no les pareció bastante escondido, y en el mismo coche siguieron risueños, gorjeando, hasta una aldeíta llamada Itsatsou... Allí se posaron; allí eligieron una rama para su nido los pobres pájaros emigrantes. En aquella espesura nemorosa, no lejos del Paso de Roldán (Roncesvalles), les deja el discreto historiador.



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