Escena I |
|
LORENZA, arreglando la
habitación;
RUFINA,
que entra por el fondo,
con sombrero y traje de calle.
|
RUFINA.-
¡Qué animación,
qué alegría!... ¡Cómo esta de gente esa plaza, y
todo el prado de San Roque, y la calzada de Lantigua hasta el santuario.
|
LORENZA.-
Sí, sí: pocos
años se ha vista tan concurrida como este la romería de Nuestra
Señora del Mar. ¡Ay, mi 15 de Agosto, fiesta grande de
Ficóbriga, quién te conoció en aquellos tiempos!... Hoy,
todo se vuelve bullangas, borracheras, comilonas, mucha gente de tierra adentro
y de mar afuera... pero devoción... lo que se llama devoción...
eso que no lo busquen, porque no lo hay... Y qué... ¿llegaron las
señoritas hasta la ermita?
|
RUFINA.-
Trabajillo nos costó romper por
entre la muchedumbre... ¡Qué oleaje, qué remolinos!... Pero
al fin llegamos, y ofrecimos a la Santísima Virgen los tres ramos de
flores, los dos nuestros, y el tuyo.
(Inquieta,
mirando a la derecha.) Pero esta Rosario...
|
LORENZA.-
¿No entró contigo?
|
RUFINA.-
No; yo creí que había
llegado antes.
|
LORENZA.-
No la he visto entrar.
|
RUFINA.-
En el prado de San Roque me
entretuvieron, charla que charla, las niñas de Lantigua. ¡Ay,
qué picoteras! Cuando de ellas pude zafarme, Rosario no
—82→
estaba al lado mío... La busqué por los puestos y barracas de la
feria, y nada. La señora Duquesa de San Quintín, sin parecer por
parte alguna... Creí que se habría adelantado y que la
encontraría aquí.
|
LORENZA.-
(Alarmada.) ¿Se habrá
perdido entre el barullo de gente, y no sabrá volver a casa?
|
RUFINA.-
¡Quia!... ¿Esa? Sabe
llegar a donde quiere. No se pierde, no.
|
LORENZA.-
¿Pero qué mala hierba ha
pisado mi señora la Duquesa?... Ya no madruga, ya no trabaja; se pasa
las mañanas cogiendo florecillas silvestres, y las noches
haciéndole cucamonas a la luna, y contando las estrellas por ver si
alguna se ha perdido.
|
RUFINA.-
Rarezas de su carácter.
|
LORENZA.-
Rareza es, y de las gordas, poner esa
cara de entierro, teniendo motivo para estar más contenta que unas
pascuas.
|
RUFINA.-
¡Bah!... ¿Ya
empiezas?
|
LORENZA.-
Sí... Que estamos acá
poco enterados... Si en el pueblo no se habla de otra cosa.
|
RUFINA.-
¿Qué... qué
dicen?
|
LORENZA.-
Que pronto serás hijastra de
una excelentísima señora.
|
RUFINA.-
Quita, quita. No digas desatinos.
¿Tú qué sabes...?
|
LORENZA.-
Más que tú.
|
RUFINA.-
Lo ocurrido en casa, tú no lo
entiendes, ni puedes entenderlo.
|
LORENZA.-
(Por sí misma.) A fe que es
tonta la niña.
(Con misterio.) Desde el día de la revolución de
casa...
|
RUFINA.-
Cállate, no me lo
recuerdes...
|
LORENZA.-
Desde el día en que repudiaron
al señorito Víctor, dejándomelo en la clase de pueblo
soberano, ¡ay! en la casa de Buendía están pasando cosas
muy raras. ¡Pobre joven! Cuando ya le íbamos tomando
cariño, resultó que...
|
—83→
|
RUFINA.-
(Melancólica.) Que no es mi
hermano. Para mí lo será siempre. Como a hermano le miré
desde que vino a casa, y por tal le tendré mientras viva. Cuando sea
monjita, y cada día me atrae más la vida religiosa...
rezaré por la mañana y tarde, pidiendo al Señor que le
conceda alguna felicidad... de la poquita que anda por esos mundos.
|
LORENZA.-
Bien se lo merece, ¡ángel
de Dios! Nunca me olvidaré de aquella tarde en que lo vi salir de casa
para no volver más... Y no creas que iba caídito y con los humos
aplacados... Lo que dije: para pueblo, paréceme demasiado altanero.
|
RUFINA.-
(Con interés.) ¿No
has vuelto a verle?
|
LORENZA.-
No.
|
RUFINA.-
Dime la verdad.
|
LORENZA.-
Te juro que no.
|
RUFINA.-
¿Y no has sabido nada de
él?
|
LORENZA.-
Ni esto. Yo pregunto a cuantos obreros
conozco, y ninguno me da razón.
|
RUFINA.-
¡Cosa más rara!
|
LORENZA.-
Se habrá ido por esos
mundos...
|
RUFINA.-
No, no. Está aquí.
Canseco debe saber dónde, porque el abuelito y papá le han dado
el encargo... esto me consta: lo he oído yo... han dado a ese
señor notario, tan diligente como oficioso, el encargo de
proponerle...
|
LORENZA.-
¿Cómo?...
¿qué?
|
RUFINA.-
Verás. Yo le pedí por
Dios al abuelo que no abandonara al pobre Víctor, y él...
¿a que no me aciertas lo que ha discurrido nuestro adorado patriarca?
Pues... regalarle la
Joven Rufina, que ya está lista para
darse a la vela, bien cargadita de mineral, y con víveres para dos
meses. Anoche le dijo al capitán que abriera registro para Boston o
Filadelfia,
—84→
con cargamento a la orden. Le dan el barco a
Víctor, con escritura en regla, a condición de partir
inmediatamente. La nave y cuanto contiene es suyo, y al llegar a los Estados
Unidos puede venderlo, y comprar terrenos en Oeste, y hacer unas fincas muy
grandes, muy grandes...
|
LORENZA.-
¡Ay, qué señor!
¡Qué manera de estar en todo, y darle a cada uno su por
qué! Es la mismísima Providencia. Y el otro, ¿acepta?
|
RUFINA.-
Pronto hemos de saberlo, porque el
capitán de la fragata quiere salir en la pleamar de mañana.
|
LORENZA.-
(Apuntando una idea.) ¡Ay!
¿Estará D. Víctor a bordo?
|
RUFINA.-
(Vivamente.) ¡Oh!... pues no
se me había ocurrido... Hay que averiguarlo, pronto, pronto.
|
LORENZA.-
Sí; por mi sobrino Juan, el
contramaestre.
(Va hacia el foro.)
|
RUFINA.-
Oye. ¿Sabes que me inquieta la
tardanza de Rosario?
|
LORENZA.-
Mandaré a Rafaela en su
busca. (Mirando por el fondo.) ¡Ah! si ya está aquí.
(Entra
ROSARIO por el foro.
LORENZA
se detiene al verla, como
queriendo entablar conversación.)
¿Buen paseíto, señora Duquesa...?
|
RUFINA.-
Anda, anda a lo que te
encargué, y déjanos.
|
Escena II |
|
ROSARIO, RUFINA.
|
RUFINA.-
¡Gracias a Dios! ¿Pero
dónde te metiste?
|
ROSARIO.-
(Desasosegada.) No me
perdí, no... Es que...
(Con gran viveza.) Dime, ¿sabes algo?
|
RUFINA.-
Nada, hija.
|
ROSARIO.-
Y esa Lorenza, que todo lo sabe, y en
todo se mete, ¿no ha podido averiguar...?
|
RUFINA.-
Todavía no.
|
ROSARIO.-
(Inquietísima.)
¡Qué ansiedad! Desde aquel día... que no olvidaré
nunca, no hemos vuelto a verle ni a saber
—85→
de él.
¿Por qué se esconde?¿Es que huye de mí?
|
RUFINA.-
¡Oh, no!
|
ROSARIO.-
Sería mudanza inexplicable. Sus
últimas palabras, al despedirse de mí y de esta casa, fueron de
apasionada ternura, de cristiana entereza. No sé qué me
llegó más al alma, si el cariño que me mostraba, o la
fiera arrogancia con que afrontar quería la adversidad... Pero
después... ahora... esta desaparición... esta fuga, si en efecto
ha partido... No sé qué pensar. ¡Si vieras qué cosas
se me ocurren!...
|
RUFINA.-
¿Qué?
|
ROSARIO.-
Que al encontrarse solo, su
espíritu ha caído en el marasmo, en esa pereza que ahoga los
sentimientos nobles, dejando crecer la desconfianza, la malicia, el rencor.
|
RUFINA.-
¡Oh, no creas eso!
|
ROSARIO.-
Bien pudiera ser que el amor que le
inspiré haya sido ahogado por el sentimiento del mal que le hice.
|
RUFINA.-
Quita, quita: eso no puede ser.
Más bien me inclino a creer que hayan torcido su voluntad las voces
absurdas que corren por el pueblo.
|
ROSARIO.-
Que yo me caso con tu papá...
¡Ridícula invención!
|
RUFINA.-
De ello me hablaron esta tarde mis
amiguitas, y cuantas personas encontré al volver a casa. Claro; si
Víctor da en creer también...
|
ROSARIO.-
No puede, no debe creerlo...
¡Qué afán, Dios mío! ¡Si al menos tuviera la
seguridad de que llegó a sus manos la carta que ayer le
escribí!
|
RUFINA.-
Se la di al carretero de la
fábrica, que de fijo revuelve toda la villa y sus alrededores por
encontrarle.
|
ROSARIO.-
¡Quiéralo Dios!... Esta
tarde, ¿por qué crees que me separé de ti en San Roque,
cuando charlabas con tus amigas? Fue que me pareció ver entre el
gentío de la feria...
|
—86→
|
RUFINA.-
¿A Víctor?
|
ROSARIO.-
Habría jurado que era
él. Corrí tras aquel rostro que se me apareció un instante
en las oscilaciones de la multitud... No era, no. Movida de un impulso
irresistible, me lancé a recorrer toda la feria, con la idea, con el
presentimiento de que había de encontrarle. Entre el bullicio loco, en
medio de aquel tumulto mareante, yo me deslizaba ligerísima, entra por
aquí, sale por allá... Aquí bailaban, allá
comían. Todos, viejos y niños, hombres y mujeres, respiraban el
contento del vivir, esa alegría franca que no conocemos los que hemos
nacido y vivido en un mundo artificioso, todo sequedad y formas afectadas...
que se sostienen con alambres... Yo no hacía más que mirar,
mirar, mirar, toda el alma en los ojos, revolviendo con ellos el sin fin de
caras de aquella muchedumbre hirviente de vida, humanidad fresca, con sangre,
con músculos, con alma... Vi rostros atezados de marineros, con todo el
ceño de la mar en sus ojos, caras de obreros, marcadas con el sello del
carbón... vi aldeanos, trajinantes, diversa gente... pero ¡ay!
entre tantas caras no vi la que buscaba. ¡Y yo confiada ciegamente en que
la Virgen me concedería lo que le pedí!... ya ves... le
pedí bien poca cosa... He sido muy desgraciada... he vivido en la aridez
de la vida elegante... Le pedía que me concediera volver a ver al
único hombre que ha sabido entrar en mi corazón... y quedarse
dentro.
|
RUFINA.-
¡Oh, bien puede
concedértelo! Es que te equivocaste de ruta. En vez de ir al prado,
debiste bajar hacia el puerto.
|
ROSARIO.-
Si fui, tonta. Bajeme a la ría,
y la recorrí desde la machina del mineral hasta la rampa de los
pescadores...
—87→
Vi tres, cuatro, muchas lanchas que llegaban de la
otra orilla, los palos engalanados con banderas, follaje y enormes matas de
arbustos preciosísimos; venían llenas de peregrinos, todos con
ramas de laurel y guirnaldas de flores para ofrecerlas a la Virgen...
¡Tampoco, tampoco allí!... Y aquella gente que desembarcaba
gozosa, como si al poner el pie en tierra creyera descubrir un mundo, pasaba
junto a mi pena inmensa sin advertirla. ¡Oh, mi pena, qué
pequeña, qué diminuta, qué invisible para los
demás, para el mundo entero... para mí qué grande!...
|
RUFINA.-
Tranquilízate. De hoy no pasa
que sepamos... Por Dios, ten paciencia.
|
ROSARIO.-
Eso es lo que no puedo tener.
Recomiéndame todas las virtudes; pero la paciencia no.
|
RUFINA.-
Cuidado... Papá y el
abuelito.
|
Escena III |
|
Dichas;
DON CÉSAR,
dando el brazo a
DON JOSÉ.
|
DON JOSÉ.-
¡Ah, picaronas!
¿habéis estado en la feria?
|
ROSARIO.-
Sí, señor; y hemos
llevado flores a la Virgen.
|
RUFINA.-
Y le hemos pedido que os dé a
los dos muchísima salud.
|
DON CÉSAR.-
¿A mí también?
¿Han rezado por mí?
|
ROSARIO.-
Sí señor...
también por usted.
|
DON CÉSAR.-
Gracias. Pero hasta ahora, la Virgen
no le ha hecho a usted maldito caso, porque hoy no me siento mejor que
ayer.
|
ROSARIO.-
Es que Nuestra Señora del Mar,
este año, no está muy benigna que digamos... No concede nada de
lo que se le pide.
|
DON JOSÉ.-
¿Van esta noche al baile del
Casino?
|
—88→
|
ROSARIO.-
Yo no.
|
RUFINA.-
Y si quisiéramos ir,
¿nos dejarías, abuelito?
|
DON JOSÉ.-
¡Ah, hijas mías, ya no
soy el que manda aquí! ¿Sabéis la resolución que he
tomado?
|
RUFINA Y ROSARIO.-
¿Qué?
|
DON JOSÉ.-
Pues... considerando que mi querido
hijo tiene en poco la autoridad que ejerzo en esta casa desde hace más
de medio siglo, considerando que se empeña en ir por caminos que no son
de mi gusto. Nos... abdicamos.
(Se sienta.)
|
ROSARIO.-
¿Es de veras?
|
DON JOSÉ.-
(Con seriedad.) Sí. Y algo
muy importante que yo debía decirte hoy, él te lo dirá.
Allá os entendáis vosotros.
(DON CÉSAR
habla aparte con
ROSARIO;
DON JOSÉ con
RUFINA.)
Él quiere perderse, y se
perderá.
|
ROSARIO.-
Pero D. César,
¿todavía insiste usted?
|
DON CÉSAR.-
¿Cómo no? La constancia
es mi único mérito. Insisto, sí.
|
ROSARIO.-
¿A pesar de la reyerta
desagradable del otro día?
|
DON CÉSAR.-
A pesar de todas las reyertas pasadas,
presentes y futuras.
|
ROSARIO.-
Creí que me guardaría
usted rencor.
|
DON CÉSAR.-
¿Por qué? ¡Ah! por
haberme revelado... Al contrario... si debo agradecerlo... Con intención
o fines que no comprendo bien, usted me libró de un error afrentoso...
Al herirme, me hirió con la verdad; y la verdad, dígase lo que se
quiera, siempre se agradece... Ya ve usted que soy claro. Imíteme en la
claridad, y dígame...
|
ROSARIO.-
(Disgustada.) Si le parece,
dejemos para otra ocasión ese asunto. Tengo que escribir a mi familia...
Estoy muy holgazana.
|
DON CÉSAR.-
¡Ingratuela! Siempre huyendo de
mí.
|
ROSARIO.-
Hasta luego.
(A
RUFINA.) ¿Vienes?
|
|
(Vanse por la
derecha.)
|
Escena V |
|
Dichos;
CANSECO.
|
DON CÉSAR.-
¿Qué hay?
|
CANSECO.-
(Enfáticamente.) Grande,
estupenda novedad.
|
DON CÉSAR.-
A ver...
|
CANSECO.-
Entre paréntesis...
(Estrechando con
efusión la mano de
DON CÉSAR.) Sea mil y mil veces
enhorabuena, mi queridísimo D. César.
|
DON CÉSAR.-
¿Por qué?
|
CANSECO.-
Si en el pueblo no se habla de otra
cosa... ¡Y cuán dichoso será para todos los habitantes de
Ficóbriga el día en que vengamos a felicitar al
excelentísimo señor Duque de San Quintín!...
|
DON CÉSAR.-
¡Oh... no hay nada
todavía!... Podría ser... pero... En fin, amigo mío,
¿qué hay de...?
|
DON JOSÉ.-
¿Le ha visto?
|
CANSECO.-
Sí señor.
|
DON CÉSAR.-
¿Dónde vive?
|
CANSECO.-
Pásmense ustedes.
(Expectación.) ¿Se
han pasmado ya?
|
DON CÉSAR.-
Sí; pero sepamos...
|
DON JOSÉ.-
¿Dónde está?
|
CANSECO.-
En la Virgen del Mar.
|
DON JOSÉ.-
¿En el santuario?
|
CANSECO.-
En la rectoral, en la casa del
cura.
|
DON CÉSAR.-
¿Don Florencio?
|
CANSECO.-
Sí; ahora resulta que son muy
amigos.
|
RUFINA.-
(Asomada a la puerta de la derecha, oye las
últimas frases.) ¡Ah!...
|
|
(Vuelve a entrar en la
habitación de
ROSARIO.)
|
DON JOSÉ.-
¿Habló usted con
él?
|
CANSECO.-
Sí señor. Más de
media hora.
|
—91→
|
DON CÉSAR.-
Por de contado, admite el socorro, y
se embarcará inmediatamente.
|
CANSECO.-
Pues no me ha declarado de un modo
explícito su conformidad.
|
DON CÉSAR.-
¿Que no?
|
DON JOSÉ.-
Pues...
|
CANSECO.-
Vamos por partes. Me contó que,
al día siguiente de su salida de esta casa, fue a Socartes, llamado por
un ingeniero belga, amigo suyo, y camarada de la escuela de Lieja.
|
DON CÉSAR.-
¡Ah, sí... Trainard, que
es aquí cónsul de Bélgica!
|
CANSECO.-
Acompañado de su amigo y de la
señora de su amigo, regresó aquí esta mañana.
|
DON CÉSAR.-
¿Y qué más?
|
CANSECO.-
Pues nada... Pretende que ustedes le
concedan una audiencia, y en su nombre vengo a solicitarla.
|
DON JOSÉ.-
¡Audiencia, aquí!
|
DON CÉSAR.-
No, no: aquí no tiene que poner
los pies. No faltaba más... Dígale usted que no, que no.
|
CANSECO.-
Según me indicó el
interfecto, tiene que manifestar a ustedes cosas de la mayor importancia...
|
DON CÉSAR.-
¡Bah, bah!... Que nos deje en
paz.
|
CANSECO.-
Presumo... no es que yo sepa...
presumo que será algo referente a la triste revelación hecha por
la señora Duquesa... Y, entre paréntesis, ya que hablo de la
ilustre dama...
|
DON CÉSAR.-
¿Qué?
|
CANSECO.-
(Con misterio.) Pues... cuando en
el curso de nuestra conversación, salió a relucir el nombre de la
señora Duquesa, noté en el rostro del Víctor una
turbación, un sobresalto... vamos... al momento comprendí...
¿Para qué quiero yo esta perspicacia que me ha dado Dios?...
Claro, como la nobilísima pariente de los señores de
Buendía fue quien rectificó
—92→
aquel gravísimo
error de familia, es perfectamente lógico que el interfecto,
víctima inocente de la manifestación de la declarante, haya
cobrado a esta un odio mortal... Conviene que estén ustedes
prevenidos.
|
DON CÉSAR.-
Pero qué... ¿se
atrevería...?
|
DON JOSÉ.-
No creo...
|
CANSECO.-
A Segura llevan preso.
Adelantémonos con sabia previsión a cualquier trama
diabólica que pudiera imaginar el deseo de venganza.
|
DON CÉSAR.-
¡Oh! es imposible...
|
CANSECO.-
Yo no afirmo... sospecho... Pesimismos
de curial que ha visto muchas picardías... Y, entre paréntesis,
¿qué contesto a la petición?
|
DON JOSÉ.-
Eso tú.
|
DON CÉSAR.-
Ya he dicho que no; resueltamente
no.
|
Escena VII |
|
DON JOSÉ,
DON CÉSAR, ROSARIO, RUFINA, CANSECO, VÍCTOR. Siéntanse todos,
DON JOSÉ
a la derecha,
teniendo a su derecha a
RUFINA,
a su izquierda a
ROSARIO; enfrente
DON CÉSAR,
y CANSECO
a su lado.
Queda despejado el centro de la escena.
Aparece
VÍCTOR
en la puerta del foro,
vestido de caballero, decentemente sin afectación ninguna.
Permanece un instante en la puerta,
esperando que le manden pasar.
|
DON JOSÉ.-
Pasa.
|
|
(VÍCTOR no se mueve.)
|
—94→
|
RUFINA.-
Dice el abuelito que pases.
|
|
(Adelántase
VÍCTOR, y saluda a los dos
grupos con grave reverencia.)
|
ROSARIO.-
(¡Dios mío, qué
emoción! No sé cómo componer mi rostro).
|
CANSECO.-
Ya ve usted. Los señores de
Buendía, accediendo a mis instancias, han tenido la bondad de recibir a
usted en esta casa.
|
VÍCTOR.-
Bondad que agradezco infinito.
Corresponderé a ella abreviando esta visita todo lo posible, porque mi
presencia, lo reconozco, no puede ser agradable a todos los individuos de esta
digna familia.
|
RUFINA.-
(A
VÍCTOR
en voz baja.)
Siéntate...
|
VÍCTOR.-
No... gracias.
|
DON CÉSAR.-
(Alarmado.) ¿Qué ha
dicho?
|
VÍCTOR.-
Su hija de usted me invitaba a
sentarme, y he respondido que no me canso de estar en pie.
|
DON CÉSAR.-
Bien. Pues si tú deseas la
brevedad, más la deseo yo. Me adelanto a tus manifestaciones
diciéndote que si el socorro que pretendes, además del barco, es
razonable...
|
VÍCTOR.-
¡Oh! no pretendo socorro, no. Ni
lo necesito. Solo en el mundo, pobre, sin nombre, sabré encontrar un
manantial de vida en medio del páramo que me rodea. Señores de
Buendía, ni ustedes pueden darme auxilio, ni yo puedo aceptarlo. Un
error nos unió. La verdad, o una apariencia de verdad, nos ha separado
para siempre, D. César, corto con usted toda clase de relaciones,
dejando sólo la gratitud, pues a usted debo mi educación, lo poco
que sé, lo poco que valgo.
|
DON JOSÉ.-
(A
ROSARIO.) No está mal.
|
ROSARIO.-
Ya lo creo.
|
DON CÉSAR.-
Entonces...
|
—95→
|
CANSECO.-
(Aparte a
DON CÉSAR.) (No quiere auxilio.
¿Le digo que se siente?).
|
DON CÉSAR.-
(No...). ¿Pues qué
quieres? No entiendo. Acaba, que tu presencia es tormento indecible para
mí. Tienes el triste privilegio de sumergir mi alma en un estupor
insano. Eres inocente del mal que me has hecho, y no puedo amarte; eres mi
desilusión, y no puedo aborrecerte. Para curarme de este malestar
horrible, es preciso que huyas de mí...
(Levántase.) pero lejos, lejos, al último confín del
mundo.
|
CANSECO.-
(Obligándole a sentarse.)
(Calma, amigo mío... No excitarse sin motivo... Yo
seguiré por usted).
(A
VÍCTOR.) Lo que importa,
caballerito, es que usted se ausente de Ficóbriga, y de España...
y de Europa. Para eso, los generosos señores en cuyo nombre hablo, le
regalan a usted un barco magnífico.
|
DON JOSÉ.-
Eh... ahora entro yo. Eso es de mi
reinado. Víctor, di pronto si estás dispuesto a embarcarte para
los Estados Unidos en la nave que te doy.
|
CANSECO.-
Eso.
|
VÍCTOR.-
Agradezco con toda el alma la
donación del venerable patriarca, y el interés que se toma por
mí. Pero no acepto, no puedo aceptar.
|
|
(Estupor en todos.)
|
ROSARIO.-
(Aparte,
con entusiasmo.)
(¡Oh, qué noble orgullo! Así te quiero).
|
DON JOSÉ.-
¿Pero de veras...?
¿Qué razones...?
|
RUFINA.-
(Mejor. Que se quede).
|
ROSARIO.-
Es natural. Víctor no quiere
privar al comercio de una embarcación tan hermosa, tan gallarda y tan
segura.
|
VÍCTOR.-
La principal razón es que antes
moriré que recibir de esta familia, que respeto, ni el valor de un
alfiler.
|
—96→
|
CANSECO.-
Hola, hola...
|
DON CÉSAR.-
(¿Qué es esto?).
|
DON JOSÉ.-
Entonces... ¿qué quieres
de nosotros? ¿A qué has venido?
|
VÍCTOR.-
A dirigir una pregunta a D.
César.
|
DON CÉSAR.-
¡A mí!
|
ROSARIO.-
(¡Ahora es ella!).
|
VÍCTOR.-
Desde que el Sr. D. César
desmienta o confirme... lo que me ha dicho el señor notario aquí
presente... noticia, además, que corre de boca en boca por todo el
pueblo.
|
CANSECO.-
(Ya sé...).
|
DON CÉSAR.-
¿Qué?
|
DON JOSÉ.-
¿Qué?
|
VÍCTOR.-
(A
DON CÉSAR.) Deseo saber si es
cierto que usted ha hecho proposiciones de casamiento a la señora
Duquesa de San Quintín.
|
DON JOSÉ.-
¡Atrevimiento igual!
|
DON CÉSAR.-
¡Pero tú...!
|
VÍCTOR.-
Yo, yo. Pregunto a usted si son
ciertas sus pretensiones, por que, sépanlo todos, ¡me opongo a
ellas!
|
DON CÉSAR Y DON JOSÉ.-
¡Tú!
|
VÍCTOR.-
Yo, con toda la energía de mi
voluntad, tan soberana como otra cualquiera, me opongo. La razón es bien
clara. Amo a Rosario.
(Estupor y
sobresalto.
DON JOSÉ y
DON CÉSAR
se levantan bruscamente.)
|
DON JOSÉ.-
¡Jesús!
|
RUFINA.-
(¡Ay, Dios mío!).
|
DON CÉSAR.-
¡Oh, qué ignominia!
Calla, miserable. (Mirando a
ROSARIO
y a
VÍCTOR
con desvarío.)
¡Rosario, Víctor!... ¡Horrible, horrible! ¡Y
usted calla, usted no protesta...!
|
—97→
|
DON JOSÉ.-
(A
ROSARIO, volviendo a
sentarse.) Pero tú...
|
DON CÉSAR.-
Fuera de aquí. Rosario,
confúndale usted con su desprecio.
|
DON JOSÉ.-
Pero habla, hija.
|
RUFINA.-
(Pasando al lado de
ROSARIO.) Contesta, mujer.
|
|
(ROSARIO
continúa sentada,
inmóvil y silenciosa.)
|
DON CÉSAR.-
Pero usted... al menos... ¿no
se indigna de que ese desdichado...?
(Asaltado de una horrible
sospecha.) ¡Acaso...! ¡Dios, lo
que pienso!
(Aterrado de su
idea.) Díganos usted que esta idea que
ha fulminado aquí
(En la mente.) es absurda...
díganoslo pronto, pronto.
|
RUFINA.-
Habla.
|
VÍCTOR.-
(Suplicante.) Hable usted, por
Cristo...
|
DON JOSÉ.-
A ver... di...
|
ROSARIO.-
(Se levanta. Expectación en todos.
Pausa.
Con solemne acento pronuncia las palabras que
siguen.) Soy noble, nací en la
más alta esfera social. De niña, enseñáronme a
pronunciar nombres de magnates, de príncipes, de reyes, que ilustraron
con virtudes heroicas la historia de mi raza... Pues bien, mi nobleza, la
nobleza heredada, ese lazo espiritual que une mi humildad presente con las
grandezas de mis antepasados, me obliga a proceder en todas las ocasiones de la
vida conforme a la ley eterna del honor, de la justicia, de la conciencia. Yo
privé a este hombre de todos los bienes de la tierra. Él cree que
mi mano es la única compensación de su infortunio, y oy se la
doy, y con ella el alma y la vida.
(Pasa al lado de
VÍCTOR.)
|
DON CÉSAR.-
(Transtornado.) ¡A
él! ¡Amarle a él...! ¡Mentira!
|
VÍCTOR.-
(Con entusiasmo.) A mí, a
mí solo.
|
DON JOSÉ.-
(Rezando.) En el nombre del
Padre...
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DON CÉSAR.-
(Abrumado, cae en el sillón.) Yo estoy loco. El mundo se desquicia, el universo se
rompe en pedazos mil...
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¡Oh, oh! ¡La descendiente de
reyes... el hijo anónimo de Sarah!... ¡Inaudita fusión,
amasijo repugnante en que veo la mano de Lucifer!... ¡Oh, no...!
¡Díganme que es sueño, mentira...!
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CANSECO.-
Calma, serenidad, mi querido D.
César.
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VÍCTOR.-
Perdóneme usted... No es culpa
mía...
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DON CÉSAR.-
Déjame. Has invadido mi casa,
has entrado a saquearme, a llevarte mi dicha, mi esperanza. ¡Qué
bien ha hecho Dios en demostrarme que no eres mi hijo!
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(CANSECO
trata de calmar a DON
CÉSAR.)
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DON JOSÉ.-
(Severamente,
cogiendo a
ROSARIO
por una mano.) Perturbadora de mi casa, si la demencia de mi hijo merece este
desengaño, la tuya merece un manicomio.
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ROSARIO.-
Sí; mi señor patriarca.
Víctor y yo somos dos locos que nos lanzamos a la increíble
aventura de buscar la vida y la felicidad en nosotros mismos.
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DON CÉSAR.-
(A
CANSECO,
con ansiedad.)
(¿Qué dicen, qué hablan?).
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CANSECO.-
(Ella misma reconoce que está
loca perdida).
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DON CÉSAR.-
(Alto.) ¡Y arroja al lodo su
ducal corona!
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ROSARIO.-
¡Mi ducal corona! El oro de que
estaba forjada se me convirtió en harina sutil, casi impalpable. La
amasé con el jugo de la verdad, y de aquella masa delicada y sabrosa he
hecho el pan de mi vida.
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DON JOSÉ.-
Y ahora, Víctor... puesto que
no vas a América...
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VÍCTOR.-
Sí que voy.
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DON JOSÉ Y RUFINA.-
¿Y tú?
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ROSARIO.-
Yo también. Para completar su
existencia, le falta una familia, un hogar ordenado y tranquilo, el
cariño y la compañía de una mujer... y esa mujer
seré yo, aquí, o en el último rincón del mundo.
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VÍCTOR.-
(Abrazándola.) Que
será un Cielo para mí.
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DON JOSÉ.-
¡Alabada sea la infinita
misericordia...!
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VÍCTOR.-
Sí; pida usted el favor del
Cielo para estos pobres emigrantes.
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—99→
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DON CÉSAR.-
(A
CANSECO.) ¿De qué
tratan?
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CANSECO.-
Nada... que, según parece, se
van juntos al otro mundo.
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(DON CÉSAR
presta atención a lo que sigue.)
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VÍCTOR.-
Por mediación de un ingeniero
belga, amigo mío, voy a una comarca industrial del estado de
Pensilvania, en calidad de emigrante. Exígenme que lleve una familia, y
ya la tengo. Nos embarcamos en el vapor de la
Mala Real, que hace escala en este
puerto.
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RUFINA.-
Llega esta noche.
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VÍCTOR.-
Y parte mañana.
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DON CÉSAR.-
(Con desvarío.) ¡Huye
con él... le ama!... el Infierno arriba, en el zenit; el Cielo abajo, en
los profundos abismos.
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DON JOSÉ.-
No podéis partir
así.
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RUFINA.-
No tenéis tiempo de
casaros.
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DON JOSÉ.-
Espérate, y...
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ROSARIO.-
Después de lo ocurrido, no
puedo permanecer aquí ni un momento.
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RUFINA.-
¿Y a dónde vas?
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VÍCTOR.-
El cónsul de Bélgica y
su digna esposa nos albergan, y apadrinarán nuestra boda.
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ROSARIO.-
¡Oh, sí!
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VÍCTOR.-
(Con entusiasmo,
llevándose a
ROSARIO.) Ven, mi vida, mi
ilusión, mi idea.
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CANSECO.-
(Pasando al grupo del centro.)
Urge que se retiren...
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ROSARIO.-
(Despidiéndose de
DON JOSÉ.) Adiós.
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DON JOSÉ.-
(Abatido.) Adiós, hija
mía.
(ROSARIO
y
RUFINA,
en el centro de la escena,
se besan cariñosamente,
permaneciendo un rato abrazadas.
Después
RUFINA
se despide de
VÍCTOR, el cual la
abraza.
En el transcurso de esta escena muda,
DON JOSÉ,
tomando la mano a
CANSECO
le dice.)
¡Ay, qué
desolación en mi familia! Mi hijo medio loco; mi nieta será monja
cuando yo falte... Así concluye esta poderosa casa.
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—100→
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CANSECO.-
De poco le ha valido a usted tanta
administración.
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DON JOSÉ.-
(A RUFINA,
que,
después de la despedida,
vuelve a su lado llorando.) ¿Lloras?
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RUFINA.-
Sí... les quiero a los dos.
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DON JOSÉ.-
¡Mi hijo... César...!
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DON CÉSAR.-
(Levántase airado.)
Acábese esta pesadilla horrible...
(A ROSARIO
y
VÍCTOR.) Marchaos de
aquí...
(Como buscando consuelo al lado de su
padre.) Padre, soy hombre concluido, sin
ninguna ilusión, sin más esperanza que la muerte.
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DON JOSÉ.-
Ven acá.
(Echa un brazo a
RUFINA y otro a DON CÉSAR, formando estrecho
grupo.) Agrupémonos, para que nuestra
soledad sea menos triste.
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RUFINA.-
¡Se van para siempre!
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VÍCTOR.-
¡A la mar, a un mundo nuevo!
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ROSARIO.-
Volvamos la espalda a las ruinas de
este.
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(Dirígense a la
puerta del foro;
se vuelven,
abrazados,
hacia la escena, y
extendiendo el brazo que les queda libre saludan con entusiasmo y
alegría.)
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ROSARIO Y VÍCTOR.-
(Al unísono, con voz clara y
vigorosa.) ¡¡Adiós!!
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DON CÉSAR.-
Se van... Es un mundo que muere.
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DON JOSÉ.-
No, hijos míos; es un mundo que
nace.
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(Telón.)
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