Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[80]→     —81→  

ArribaAbajoActo III

 

La misma decoración del acto I.

 

ArribaAbajoEscena I

 

LORENZA, arreglando la habitación; RUFINA, que entra por el fondo, con sombrero y traje de calle.

 

RUFINA.-   ¡Qué animación, qué alegría!... ¡Cómo esta de gente esa plaza, y todo el prado de San Roque, y la calzada de Lantigua hasta el santuario.

LORENZA.-   Sí, sí: pocos años se ha vista tan concurrida como este la romería de Nuestra Señora del Mar. ¡Ay, mi 15 de Agosto, fiesta grande de Ficóbriga, quién te conoció en aquellos tiempos!... Hoy, todo se vuelve bullangas, borracheras, comilonas, mucha gente de tierra adentro y de mar afuera... pero devoción... lo que se llama devoción... eso que no lo busquen, porque no lo hay... Y qué... ¿llegaron las señoritas hasta la ermita?

RUFINA.-   Trabajillo nos costó romper por entre la muchedumbre... ¡Qué oleaje, qué remolinos!... Pero al fin llegamos, y ofrecimos a la Santísima Virgen los tres ramos de flores, los dos nuestros, y el tuyo.  (Inquieta, mirando a la derecha.)  Pero esta Rosario...

LORENZA.-   ¿No entró contigo?

RUFINA.-   No; yo creí que había llegado antes.

LORENZA.-   No la he visto entrar.

RUFINA.-   En el prado de San Roque me entretuvieron, charla que charla, las niñas de Lantigua. ¡Ay, qué picoteras! Cuando de ellas pude zafarme, Rosario no   —82→   estaba al lado mío... La busqué por los puestos y barracas de la feria, y nada. La señora Duquesa de San Quintín, sin parecer por parte alguna... Creí que se habría adelantado y que la encontraría aquí.

LORENZA.-    (Alarmada.)  ¿Se habrá perdido entre el barullo de gente, y no sabrá volver a casa?

RUFINA.-   ¡Quia!... ¿Esa? Sabe llegar a donde quiere. No se pierde, no.

LORENZA.-   ¿Pero qué mala hierba ha pisado mi señora la Duquesa?... Ya no madruga, ya no trabaja; se pasa las mañanas cogiendo florecillas silvestres, y las noches haciéndole cucamonas a la luna, y contando las estrellas por ver si alguna se ha perdido.

RUFINA.-   Rarezas de su carácter.

LORENZA.-   Rareza es, y de las gordas, poner esa cara de entierro, teniendo motivo para estar más contenta que unas pascuas.

RUFINA.-   ¡Bah!... ¿Ya empiezas?

LORENZA.-   Sí... Que estamos acá poco enterados... Si en el pueblo no se habla de otra cosa.

RUFINA.-   ¿Qué... qué dicen?

LORENZA.-   Que pronto serás hijastra de una excelentísima señora.

RUFINA.-   Quita, quita. No digas desatinos. ¿Tú qué sabes...?

LORENZA.-   Más que tú.

RUFINA.-   Lo ocurrido en casa, tú no lo entiendes, ni puedes entenderlo.

LORENZA.-    (Por sí misma.)   A fe que es tonta la niña.  (Con misterio.)  Desde el día de la revolución de casa...

RUFINA.-   Cállate, no me lo recuerdes...

LORENZA.-   Desde el día en que repudiaron al señorito Víctor, dejándomelo en la clase de pueblo soberano, ¡ay! en la casa de Buendía están pasando cosas muy raras. ¡Pobre joven! Cuando ya le íbamos tomando cariño, resultó que...

  —83→  

RUFINA.-    (Melancólica.)  Que no es mi hermano. Para mí lo será siempre. Como a hermano le miré desde que vino a casa, y por tal le tendré mientras viva. Cuando sea monjita, y cada día me atrae más la vida religiosa... rezaré por la mañana y tarde, pidiendo al Señor que le conceda alguna felicidad... de la poquita que anda por esos mundos.

LORENZA.-   Bien se lo merece, ¡ángel de Dios! Nunca me olvidaré de aquella tarde en que lo vi salir de casa para no volver más... Y no creas que iba caídito y con los humos aplacados... Lo que dije: para pueblo, paréceme demasiado altanero.

RUFINA.-    (Con interés.)  ¿No has vuelto a verle?

LORENZA.-   No.

RUFINA.-   Dime la verdad.

LORENZA.-   Te juro que no.

RUFINA.-   ¿Y no has sabido nada de él?

LORENZA.-   Ni esto. Yo pregunto a cuantos obreros conozco, y ninguno me da razón.

RUFINA.-   ¡Cosa más rara!

LORENZA.-   Se habrá ido por esos mundos...

RUFINA.-   No, no. Está aquí. Canseco debe saber dónde, porque el abuelito y papá le han dado el encargo... esto me consta: lo he oído yo... han dado a ese señor notario, tan diligente como oficioso, el encargo de proponerle...

LORENZA.-   ¿Cómo?... ¿qué?

RUFINA.-   Verás. Yo le pedí por Dios al abuelo que no abandonara al pobre Víctor, y él... ¿a que no me aciertas lo que ha discurrido nuestro adorado patriarca? Pues... regalarle la Joven Rufina, que ya está lista para darse a la vela, bien cargadita de mineral, y con víveres para dos meses. Anoche le dijo al capitán que abriera registro para Boston o Filadelfia,   —84→   con cargamento a la orden. Le dan el barco a Víctor, con escritura en regla, a condición de partir inmediatamente. La nave y cuanto contiene es suyo, y al llegar a los Estados Unidos puede venderlo, y comprar terrenos en Oeste, y hacer unas fincas muy grandes, muy grandes...

LORENZA.-   ¡Ay, qué señor! ¡Qué manera de estar en todo, y darle a cada uno su por qué! Es la mismísima Providencia. Y el otro, ¿acepta?

RUFINA.-   Pronto hemos de saberlo, porque el capitán de la fragata quiere salir en la pleamar de mañana.

LORENZA.-    (Apuntando una idea.)   ¡Ay! ¿Estará D. Víctor a bordo?

RUFINA.-    (Vivamente.)   ¡Oh!... pues no se me había ocurrido... Hay que averiguarlo, pronto, pronto.

LORENZA.-   Sí; por mi sobrino Juan, el contramaestre.  (Va hacia el foro.)  

RUFINA.-   Oye. ¿Sabes que me inquieta la tardanza de Rosario?

LORENZA.-   Mandaré a Rafaela en su busca. (Mirando por el fondo.)   ¡Ah! si ya está aquí.  

(Entra ROSARIO por el foro. LORENZA se detiene al verla, como queriendo entablar conversación.)

 

¿Buen paseíto, señora Duquesa...?

RUFINA.-   Anda, anda a lo que te encargué, y déjanos.



ArribaAbajoEscena II

 

ROSARIO, RUFINA.

 

RUFINA.-   ¡Gracias a Dios! ¿Pero dónde te metiste?

ROSARIO.-    (Desasosegada.)   No me perdí, no... Es que...  (Con gran viveza.)   Dime, ¿sabes algo?

RUFINA.-   Nada, hija.

ROSARIO.-   Y esa Lorenza, que todo lo sabe, y en todo se mete, ¿no ha podido averiguar...?

RUFINA.-   Todavía no.

ROSARIO.-    (Inquietísima.)   ¡Qué ansiedad! Desde aquel día... que no olvidaré nunca, no hemos vuelto a verle ni a saber   —85→   de él. ¿Por qué se esconde?¿Es que huye de mí?

RUFINA.-   ¡Oh, no!

ROSARIO.-   Sería mudanza inexplicable. Sus últimas palabras, al despedirse de mí y de esta casa, fueron de apasionada ternura, de cristiana entereza. No sé qué me llegó más al alma, si el cariño que me mostraba, o la fiera arrogancia con que afrontar quería la adversidad... Pero después... ahora... esta desaparición... esta fuga, si en efecto ha partido... No sé qué pensar. ¡Si vieras qué cosas se me ocurren!...

RUFINA.-   ¿Qué?

ROSARIO.-   Que al encontrarse solo, su espíritu ha caído en el marasmo, en esa pereza que ahoga los sentimientos nobles, dejando crecer la desconfianza, la malicia, el rencor.

RUFINA.-   ¡Oh, no creas eso!

ROSARIO.-   Bien pudiera ser que el amor que le inspiré haya sido ahogado por el sentimiento del mal que le hice.

RUFINA.-   Quita, quita: eso no puede ser. Más bien me inclino a creer que hayan torcido su voluntad las voces absurdas que corren por el pueblo.

ROSARIO.-   Que yo me caso con tu papá... ¡Ridícula invención!

RUFINA.-   De ello me hablaron esta tarde mis amiguitas, y cuantas personas encontré al volver a casa. Claro; si Víctor da en creer también...

ROSARIO.-   No puede, no debe creerlo... ¡Qué afán, Dios mío! ¡Si al menos tuviera la seguridad de que llegó a sus manos la carta que ayer le escribí!

RUFINA.-   Se la di al carretero de la fábrica, que de fijo revuelve toda la villa y sus alrededores por encontrarle.

ROSARIO.-   ¡Quiéralo Dios!... Esta tarde, ¿por qué crees que me separé de ti en San Roque, cuando charlabas con tus amigas? Fue que me pareció ver entre el gentío de la feria...

  —86→  

RUFINA.-   ¿A Víctor?

ROSARIO.-   Habría jurado que era él. Corrí tras aquel rostro que se me apareció un instante en las oscilaciones de la multitud... No era, no. Movida de un impulso irresistible, me lancé a recorrer toda la feria, con la idea, con el presentimiento de que había de encontrarle. Entre el bullicio loco, en medio de aquel tumulto mareante, yo me deslizaba ligerísima, entra por aquí, sale por allá... Aquí bailaban, allá comían. Todos, viejos y niños, hombres y mujeres, respiraban el contento del vivir, esa alegría franca que no conocemos los que hemos nacido y vivido en un mundo artificioso, todo sequedad y formas afectadas... que se sostienen con alambres... Yo no hacía más que mirar, mirar, mirar, toda el alma en los ojos, revolviendo con ellos el sin fin de caras de aquella muchedumbre hirviente de vida, humanidad fresca, con sangre, con músculos, con alma... Vi rostros atezados de marineros, con todo el ceño de la mar en sus ojos, caras de obreros, marcadas con el sello del carbón... vi aldeanos, trajinantes, diversa gente... pero ¡ay! entre tantas caras no vi la que buscaba. ¡Y yo confiada ciegamente en que la Virgen me concedería lo que le pedí!... ya ves... le pedí bien poca cosa... He sido muy desgraciada... he vivido en la aridez de la vida elegante... Le pedía que me concediera volver a ver al único hombre que ha sabido entrar en mi corazón... y quedarse dentro.

RUFINA.-   ¡Oh, bien puede concedértelo! Es que te equivocaste de ruta. En vez de ir al prado, debiste bajar hacia el puerto.

ROSARIO.-   Si fui, tonta. Bajeme a la ría, y la recorrí desde la machina del mineral hasta la rampa de los pescadores...   —87→   Vi tres, cuatro, muchas lanchas que llegaban de la otra orilla, los palos engalanados con banderas, follaje y enormes matas de arbustos preciosísimos; venían llenas de peregrinos, todos con ramas de laurel y guirnaldas de flores para ofrecerlas a la Virgen... ¡Tampoco, tampoco allí!... Y aquella gente que desembarcaba gozosa, como si al poner el pie en tierra creyera descubrir un mundo, pasaba junto a mi pena inmensa sin advertirla. ¡Oh, mi pena, qué pequeña, qué diminuta, qué invisible para los demás, para el mundo entero... para mí qué grande!...

RUFINA.-   Tranquilízate. De hoy no pasa que sepamos... Por Dios, ten paciencia.

ROSARIO.-   Eso es lo que no puedo tener. Recomiéndame todas las virtudes; pero la paciencia no.

RUFINA.-   Cuidado... Papá y el abuelito.



ArribaAbajoEscena III

 

Dichas; DON CÉSAR, dando el brazo a DON JOSÉ.

 

DON JOSÉ.-   ¡Ah, picaronas! ¿habéis estado en la feria?

ROSARIO.-  Sí, señor; y hemos llevado flores a la Virgen.

RUFINA.-   Y le hemos pedido que os dé a los dos muchísima salud.

DON CÉSAR.-   ¿A mí también? ¿Han rezado por mí?

ROSARIO.-   Sí señor... también por usted.

DON CÉSAR.-   Gracias. Pero hasta ahora, la Virgen no le ha hecho a usted maldito caso, porque hoy no me siento mejor que ayer.

ROSARIO.-   Es que Nuestra Señora del Mar, este año, no está muy benigna que digamos... No concede nada de lo que se le pide.

DON JOSÉ.-   ¿Van esta noche al baile del Casino?

  —88→  

ROSARIO.-   Yo no.

RUFINA.-   Y si quisiéramos ir, ¿nos dejarías, abuelito?

DON JOSÉ.-   ¡Ah, hijas mías, ya no soy el que manda aquí! ¿Sabéis la resolución que he tomado?

RUFINA Y ROSARIO.-   ¿Qué?

DON JOSÉ.-   Pues... considerando que mi querido hijo tiene en poco la autoridad que ejerzo en esta casa desde hace más de medio siglo, considerando que se empeña en ir por caminos que no son de mi gusto. Nos... abdicamos.  (Se sienta.) 

ROSARIO.-   ¿Es de veras?

DON JOSÉ.-    (Con seriedad.)   Sí. Y algo muy importante que yo debía decirte hoy, él te lo dirá. Allá os entendáis vosotros.

 

(DON CÉSAR habla aparte con ROSARIO; DON JOSÉ con RUFINA.)

 

Él quiere perderse, y se perderá.

ROSARIO.-   Pero D. César, ¿todavía insiste usted?

DON CÉSAR.-   ¿Cómo no? La constancia es mi único mérito. Insisto, sí.

ROSARIO.-   ¿A pesar de la reyerta desagradable del otro día?

DON CÉSAR.-   A pesar de todas las reyertas pasadas, presentes y futuras.

ROSARIO.-   Creí que me guardaría usted rencor.

DON CÉSAR.-   ¿Por qué? ¡Ah! por haberme revelado... Al contrario... si debo agradecerlo... Con intención o fines que no comprendo bien, usted me libró de un error afrentoso... Al herirme, me hirió con la verdad; y la verdad, dígase lo que se quiera, siempre se agradece... Ya ve usted que soy claro. Imíteme en la claridad, y dígame...

ROSARIO.-    (Disgustada.)   Si le parece, dejemos para otra ocasión ese asunto. Tengo que escribir a mi familia... Estoy muy holgazana.

DON CÉSAR.-   ¡Ingratuela! Siempre huyendo de mí.

ROSARIO.-   Hasta luego.  (A RUFINA.)   ¿Vienes?

 

(Vanse por la derecha.)

 

  —89→  

ArribaAbajoEscena IV

 

DON JOSÉ, DON CÉSAR.

 

DON JOSÉ.-   Por lo que veo, sus desdenes no te curan de tu loca inclinación.

DON CÉSAR.-   Usted lo ha dicho: inclinación ciega, locura... No puedo remediarlo. Es mi temperamento, es mi carácter que se embravece con los obstáculos, mayormente cuando conoce que son más artificiosos que sinceros. Rabiando, rabiando está ella por amasar su nobleza sin jugo con la vulgaridad substanciosa de la casa de Buendía. Sólo que con habilidad suma regatea su consentimiento para obtener las mayores ventajas.

DON JOSÉ.-    (Levantándose airado.)   Repito que...

DON CÉSAR.-    (Flemático.)   Pero, padre, abdica usted, ¿sí o no?

DON JOSÉ.-    (Sentándose.)  ¡Ah, ya no me acordaba!... Haz lo que quieras... No digo nada. Me he metido en Yuste, y desde mi humilde monasterio, asistiendo a mis propios funerales, veo cómo te las gobiernas solo.

DON CÉSAR.-   Me las gobernaré como pueda...

DON JOSÉ.-   Ya no intervengo más que para hacer cumplir una de las últimas disposiciones de mi reinado. Di: ¿vendrá pronto el amigo Canseco?

DON CÉSAR.-   Le espero de un momento a otro.

DON JOSÉ.-   Y nos dirá si ese pobre joven acepta o no...

DON CÉSAR.-   ¿Pero usted lo duda?... ¿Qué más puede desear?... Pues no sé... Le damos, por su linda cara, un barco magnífico...

DON JOSÉ.-   Sí, con todas las maderas podridas... Está como nosotros. En fin, sepamos si ese diligente notario...

DON CÉSAR.-    (Que se acerca al foro como para dar órdenes.)   En nombrando al ruin de Roma... Aquí está ya.


  —90→  

ArribaAbajoEscena V

 

Dichos; CANSECO.

 

DON CÉSAR.-   ¿Qué hay?

CANSECO.-    (Enfáticamente.)   Grande, estupenda novedad.

DON CÉSAR.-   A ver...

CANSECO.-   Entre paréntesis...  (Estrechando con efusión la mano de DON CÉSAR.)  Sea mil y mil veces enhorabuena, mi queridísimo D. César.

DON CÉSAR.-   ¿Por qué?

CANSECO.-   Si en el pueblo no se habla de otra cosa... ¡Y cuán dichoso será para todos los habitantes de Ficóbriga el día en que vengamos a felicitar al excelentísimo señor Duque de San Quintín!...

DON CÉSAR.-   ¡Oh... no hay nada todavía!... Podría ser... pero... En fin, amigo mío, ¿qué hay de...?

DON JOSÉ.-   ¿Le ha visto?

CANSECO.-   Sí señor.

DON CÉSAR.-   ¿Dónde vive?

CANSECO.-   Pásmense ustedes.  (Expectación.)  ¿Se han pasmado ya?

DON CÉSAR.-   Sí; pero sepamos...

DON JOSÉ.-   ¿Dónde está?

CANSECO.-   En la Virgen del Mar.

DON JOSÉ.-   ¿En el santuario?

CANSECO.-   En la rectoral, en la casa del cura.

DON CÉSAR.-   ¿Don Florencio?

CANSECO.-   Sí; ahora resulta que son muy amigos.

RUFINA.-    (Asomada a la puerta de la derecha, oye las últimas frases.)   ¡Ah!...

 

(Vuelve a entrar en la habitación de ROSARIO.)

 

DON JOSÉ.-   ¿Habló usted con él?

CANSECO.-   Sí señor. Más de media hora.

  —91→  

DON CÉSAR.-   Por de contado, admite el socorro, y se embarcará inmediatamente.

CANSECO.-   Pues no me ha declarado de un modo explícito su conformidad.

DON CÉSAR.-   ¿Que no?

DON JOSÉ.-   Pues...

CANSECO.-   Vamos por partes. Me contó que, al día siguiente de su salida de esta casa, fue a Socartes, llamado por un ingeniero belga, amigo suyo, y camarada de la escuela de Lieja.

DON CÉSAR.-   ¡Ah, sí... Trainard, que es aquí cónsul de Bélgica!

CANSECO.-   Acompañado de su amigo y de la señora de su amigo, regresó aquí esta mañana.

DON CÉSAR.-   ¿Y qué más?

CANSECO.-   Pues nada... Pretende que ustedes le concedan una audiencia, y en su nombre vengo a solicitarla.

DON JOSÉ.-   ¡Audiencia, aquí!

DON CÉSAR.-   No, no: aquí no tiene que poner los pies. No faltaba más... Dígale usted que no, que no.

CANSECO.-   Según me indicó el interfecto, tiene que manifestar a ustedes cosas de la mayor importancia...

DON CÉSAR.-   ¡Bah, bah!... Que nos deje en paz.

CANSECO.-   Presumo... no es que yo sepa... presumo que será algo referente a la triste revelación hecha por la señora Duquesa... Y, entre paréntesis, ya que hablo de la ilustre dama...

DON CÉSAR.-   ¿Qué?

CANSECO.-    (Con misterio.)   Pues... cuando en el curso de nuestra conversación, salió a relucir el nombre de la señora Duquesa, noté en el rostro del Víctor una turbación, un sobresalto... vamos... al momento comprendí... ¿Para qué quiero yo esta perspicacia que me ha dado Dios?... Claro, como la nobilísima pariente de los señores de Buendía fue quien rectificó   —92→   aquel gravísimo error de familia, es perfectamente lógico que el interfecto, víctima inocente de la manifestación de la declarante, haya cobrado a esta un odio mortal... Conviene que estén ustedes prevenidos.

DON CÉSAR.-   Pero qué... ¿se atrevería...?

DON JOSÉ.-   No creo...

CANSECO.-   A Segura llevan preso. Adelantémonos con sabia previsión a cualquier trama diabólica que pudiera imaginar el deseo de venganza.

DON CÉSAR.-   ¡Oh! es imposible...

CANSECO.-   Yo no afirmo... sospecho... Pesimismos de curial que ha visto muchas picardías... Y, entre paréntesis, ¿qué contesto a la petición?

DON JOSÉ.-   Eso tú.

DON CÉSAR.-   Ya he dicho que no; resueltamente no.



ArribaAbajoEscena VI

 

Dichos; ROSARIO, RUFINA por la derecha.

 

ROSARIO.-    (Desde la puerta.)   ¿Es secreto lo que se habla?

DON CÉSAR.-   No... pasen.

CANSECO.-    (Adelantándose a saludarla.)   Excelentísima señora...  (Con misterio y oficiosamente.)  No tenga usted miedo.

ROSARIO.-   ¡Miedo!

CANSECO.-   Está usted segura... No hay cuidado. Aquí estamos todos para velar por su preciosa existencia... La única precaución que puede usted tomar es no salir de casa hasta que...

DON CÉSAR.-   Pero si de una manera o de otra, el interfecto, como usted dice, ha de salir pronto de Ficóbriga... ¡Pues no faltaba más!...

ROSARIO.-   ¡Ah!... ya sé de quién hablan.

DON CÉSAR.-   Y ahora sale con la ridícula pretensión de que le concedamos una entrevista.

  —93→  

CANSECO.-   Una audiencia... aquí.

DON JOSÉ.-   Pretenderá un auxilio más positivo.

RUFINA.-   Concédeselo, abuelito.

DON JOSÉ.-   Yo no mando... Ese dispondrá...

DON CÉSAR.-   ¡Recibirle aquí! ¡En mi casa!

RUFINA.-   Papá... recíbele... ¿Qué te importa?...  (A CANSECO.)  ¿Dónde está?

CANSECO.-   Bien cerca de aquí. Vino conmigo hasta la puerta, y en los pórticos de la plaza está aguardando la resolución de los señores.

ROSARIO.-    (Aparte a RUFINA.)   (Corre, llámale).

 

(Vase RUFINA por el fondo.)

 

Por deber de conciencia, Sr. D. César, y recordando la parte principal que tuvo en un suceso... lamentable, estoy obligada a interceder por el desgraciado interfecto... Los señores de Buendía, tan hidalgos y generosos, deben... por lo menos oírle y enterarse de lo que pretende.

DON CÉSAR.-    (Excusándose.)  Rosario, yo siento mucho...

RUFINA.-    (Presurosa por el fondo.)  Ya está aquí.

ROSARIO.-   Que pase...

DON CÉSAR.-   ¿Usted lo manda?

ROSARIO.-   Y usted lo aprueba.

DON CÉSAR.-   Sea.



ArribaEscena VII

 

DON JOSÉ, DON CÉSAR, ROSARIO, RUFINA, CANSECO, VÍCTOR. Siéntanse todos, DON JOSÉ a la derecha, teniendo a su derecha a RUFINA, a su izquierda a ROSARIO; enfrente DON CÉSAR, y CANSECO a su lado. Queda despejado el centro de la escena. Aparece VÍCTOR en la puerta del foro, vestido de caballero, decentemente sin afectación ninguna. Permanece un instante en la puerta, esperando que le manden pasar.

 

DON JOSÉ.-   Pasa.

 

(VÍCTOR no se mueve.)

 
  —94→  

RUFINA.-   Dice el abuelito que pases.

 

(Adelántase VÍCTOR, y saluda a los dos grupos con grave reverencia.)

 

ROSARIO.-   (¡Dios mío, qué emoción! No sé cómo componer mi rostro).

CANSECO.-   Ya ve usted. Los señores de Buendía, accediendo a mis instancias, han tenido la bondad de recibir a usted en esta casa.

VÍCTOR.-   Bondad que agradezco infinito. Corresponderé a ella abreviando esta visita todo lo posible, porque mi presencia, lo reconozco, no puede ser agradable a todos los individuos de esta digna familia.

RUFINA.-    (A VÍCTOR en voz baja.)  Siéntate...

VÍCTOR.-   No... gracias.

DON CÉSAR.-    (Alarmado.)   ¿Qué ha dicho?

VÍCTOR.-   Su hija de usted me invitaba a sentarme, y he respondido que no me canso de estar en pie.

DON CÉSAR.-   Bien. Pues si tú deseas la brevedad, más la deseo yo. Me adelanto a tus manifestaciones diciéndote que si el socorro que pretendes, además del barco, es razonable...

VÍCTOR.-   ¡Oh! no pretendo socorro, no. Ni lo necesito. Solo en el mundo, pobre, sin nombre, sabré encontrar un manantial de vida en medio del páramo que me rodea. Señores de Buendía, ni ustedes pueden darme auxilio, ni yo puedo aceptarlo. Un error nos unió. La verdad, o una apariencia de verdad, nos ha separado para siempre, D. César, corto con usted toda clase de relaciones, dejando sólo la gratitud, pues a usted debo mi educación, lo poco que sé, lo poco que valgo.

DON JOSÉ.-    (A ROSARIO.)   No está mal.

ROSARIO.-   Ya lo creo.

DON CÉSAR.-   Entonces...

  —95→  

CANSECO.-    (Aparte a DON CÉSAR.)   (No quiere auxilio. ¿Le digo que se siente?).

DON CÉSAR.-   (No...). ¿Pues qué quieres? No entiendo. Acaba, que tu presencia es tormento indecible para mí. Tienes el triste privilegio de sumergir mi alma en un estupor insano. Eres inocente del mal que me has hecho, y no puedo amarte; eres mi desilusión, y no puedo aborrecerte. Para curarme de este malestar horrible, es preciso que huyas de mí...  (Levántase.)  pero lejos, lejos, al último confín del mundo.

CANSECO.-    (Obligándole a sentarse.)  (Calma, amigo mío... No excitarse sin motivo... Yo seguiré por usted).  (A VÍCTOR.)   Lo que importa, caballerito, es que usted se ausente de Ficóbriga, y de España... y de Europa. Para eso, los generosos señores en cuyo nombre hablo, le regalan a usted un barco magnífico.

DON JOSÉ.-   Eh... ahora entro yo. Eso es de mi reinado. Víctor, di pronto si estás dispuesto a embarcarte para los Estados Unidos en la nave que te doy.

CANSECO.-   Eso.

VÍCTOR.-   Agradezco con toda el alma la donación del venerable patriarca, y el interés que se toma por mí. Pero no acepto, no puedo aceptar.

 

(Estupor en todos.)

 

ROSARIO.-    (Aparte, con entusiasmo.)   (¡Oh, qué noble orgullo! Así te quiero).

DON JOSÉ.-   ¿Pero de veras...? ¿Qué razones...?

RUFINA.-   (Mejor. Que se quede).

ROSARIO.-   Es natural. Víctor no quiere privar al comercio de una embarcación tan hermosa, tan gallarda y tan segura.

VÍCTOR.-   La principal razón es que antes moriré que recibir de esta familia, que respeto, ni el valor de un alfiler.

  —96→  

CANSECO.-   Hola, hola...

DON CÉSAR.-   (¿Qué es esto?).

DON JOSÉ.-   Entonces... ¿qué quieres de nosotros? ¿A qué has venido?

VÍCTOR.-   A dirigir una pregunta a D. César.

DON CÉSAR.-   ¡A mí!

ROSARIO.-   (¡Ahora es ella!).

VÍCTOR.-   Desde que el Sr. D. César desmienta o confirme... lo que me ha dicho el señor notario aquí presente... noticia, además, que corre de boca en boca por todo el pueblo.

CANSECO.-   (Ya sé...).

DON CÉSAR.-   ¿Qué?

DON JOSÉ.-   ¿Qué?

VÍCTOR.-    (A DON CÉSAR.)   Deseo saber si es cierto que usted ha hecho proposiciones de casamiento a la señora Duquesa de San Quintín.

DON JOSÉ.-   ¡Atrevimiento igual!

DON CÉSAR.-   ¡Pero tú...!

VÍCTOR.-   Yo, yo. Pregunto a usted si son ciertas sus pretensiones, por que, sépanlo todos, ¡me opongo a ellas!

DON CÉSAR Y DON JOSÉ.-   ¡Tú!

VÍCTOR.-   Yo, con toda la energía de mi voluntad, tan soberana como otra cualquiera, me opongo. La razón es bien clara. Amo a Rosario.  (Estupor y sobresalto. DON JOSÉ y DON CÉSAR se levantan bruscamente.)  

DON JOSÉ.-   ¡Jesús!

RUFINA.-   (¡Ay, Dios mío!).

DON CÉSAR.-   ¡Oh, qué ignominia! Calla, miserable. (Mirando a ROSARIO y a VÍCTOR con desvarío.)  ¡Rosario, Víctor!... ¡Horrible, horrible! ¡Y usted calla, usted no protesta...!

  —97→  

DON JOSÉ.-    (A ROSARIO, volviendo a sentarse.)   Pero tú...

DON CÉSAR.-   Fuera de aquí. Rosario, confúndale usted con su desprecio.

DON JOSÉ.-   Pero habla, hija.

RUFINA.-    (Pasando al lado de ROSARIO.)   Contesta, mujer.

 

(ROSARIO continúa sentada, inmóvil y silenciosa.)

 

DON CÉSAR.-   Pero usted... al menos... ¿no se indigna de que ese desdichado...?  (Asaltado de una horrible sospecha.)   ¡Acaso...! ¡Dios, lo que pienso!  (Aterrado de su idea.)   Díganos usted que esta idea que ha fulminado aquí  (En la mente.)  es absurda... díganoslo pronto, pronto.

RUFINA.-   Habla.

VÍCTOR.-    (Suplicante.)   Hable usted, por Cristo...

DON JOSÉ.-   A ver... di...

ROSARIO.-    (Se levanta. Expectación en todos. Pausa. Con solemne acento pronuncia las palabras que siguen.)   Soy noble, nací en la más alta esfera social. De niña, enseñáronme a pronunciar nombres de magnates, de príncipes, de reyes, que ilustraron con virtudes heroicas la historia de mi raza... Pues bien, mi nobleza, la nobleza heredada, ese lazo espiritual que une mi humildad presente con las grandezas de mis antepasados, me obliga a proceder en todas las ocasiones de la vida conforme a la ley eterna del honor, de la justicia, de la conciencia. Yo privé a este hombre de todos los bienes de la tierra. Él cree que mi mano es la única compensación de su infortunio, y oy se la doy, y con ella el alma y la vida.  (Pasa al lado de VÍCTOR.)  

DON CÉSAR.-    (Transtornado.)   ¡A él! ¡Amarle a él...! ¡Mentira!

VÍCTOR.-    (Con entusiasmo.)  A mí, a mí solo.

DON JOSÉ.-    (Rezando.)  En el nombre del Padre...

DON CÉSAR.-    (Abrumado, cae en el sillón.)   Yo estoy loco. El mundo se desquicia, el universo se rompe en pedazos mil...   —98→   ¡Oh, oh! ¡La descendiente de reyes... el hijo anónimo de Sarah!... ¡Inaudita fusión, amasijo repugnante en que veo la mano de Lucifer!... ¡Oh, no...! ¡Díganme que es sueño, mentira...!

CANSECO.-   Calma, serenidad, mi querido D. César.

VÍCTOR.-   Perdóneme usted... No es culpa mía...

DON CÉSAR.-   Déjame. Has invadido mi casa, has entrado a saquearme, a llevarte mi dicha, mi esperanza. ¡Qué bien ha hecho Dios en demostrarme que no eres mi hijo!

 

(CANSECO trata de calmar a DON CÉSAR.)

 

DON JOSÉ.-    (Severamente, cogiendo a ROSARIO por una mano.) Perturbadora de mi casa, si la demencia de mi hijo merece este desengaño, la tuya merece un manicomio.

ROSARIO.-   Sí; mi señor patriarca. Víctor y yo somos dos locos que nos lanzamos a la increíble aventura de buscar la vida y la felicidad en nosotros mismos.

DON CÉSAR.-    (A CANSECO, con ansiedad.)  (¿Qué dicen, qué hablan?).

CANSECO.-   (Ella misma reconoce que está loca perdida).

DON CÉSAR.-    (Alto.)   ¡Y arroja al lodo su ducal corona!

ROSARIO.-   ¡Mi ducal corona! El oro de que estaba forjada se me convirtió en harina sutil, casi impalpable. La amasé con el jugo de la verdad, y de aquella masa delicada y sabrosa he hecho el pan de mi vida.

DON JOSÉ.-   Y ahora, Víctor... puesto que no vas a América...

VÍCTOR.-   Sí que voy.

DON JOSÉ Y RUFINA.-   ¿Y tú?

ROSARIO.-   Yo también. Para completar su existencia, le falta una familia, un hogar ordenado y tranquilo, el cariño y la compañía de una mujer... y esa mujer seré yo, aquí, o en el último rincón del mundo.

VÍCTOR.-    (Abrazándola.)   Que será un Cielo para mí.

DON JOSÉ.-   ¡Alabada sea la infinita misericordia...!

VÍCTOR.-   Sí; pida usted el favor del Cielo para estos pobres emigrantes.

  —99→  

DON CÉSAR.-    (A CANSECO.)   ¿De qué tratan?

CANSECO.-   Nada... que, según parece, se van juntos al otro mundo.

 

(DON CÉSAR presta atención a lo que sigue.)

 

VÍCTOR.-   Por mediación de un ingeniero belga, amigo mío, voy a una comarca industrial del estado de Pensilvania, en calidad de emigrante. Exígenme que lleve una familia, y ya la tengo. Nos embarcamos en el vapor de la Mala Real, que hace escala en este puerto.

RUFINA.-   Llega esta noche.

VÍCTOR.-   Y parte mañana.

DON CÉSAR.-    (Con desvarío.)   ¡Huye con él... le ama!... el Infierno arriba, en el zenit; el Cielo abajo, en los profundos abismos.

DON JOSÉ.-   No podéis partir así.

RUFINA.-   No tenéis tiempo de casaros.

DON JOSÉ.-   Espérate, y...

ROSARIO.-   Después de lo ocurrido, no puedo permanecer aquí ni un momento.

RUFINA.-   ¿Y a dónde vas?

VÍCTOR.-   El cónsul de Bélgica y su digna esposa nos albergan, y apadrinarán nuestra boda.

ROSARIO.-   ¡Oh, sí!

VÍCTOR.-    (Con entusiasmo, llevándose a ROSARIO.)   Ven, mi vida, mi ilusión, mi idea.

CANSECO.-    (Pasando al grupo del centro.)   Urge que se retiren...

ROSARIO.-    (Despidiéndose de DON JOSÉ.)   Adiós.

DON JOSÉ.-    (Abatido.)  Adiós, hija mía.

 

(ROSARIO y RUFINA, en el centro de la escena, se besan cariñosamente, permaneciendo un rato abrazadas. Después RUFINA se despide de VÍCTOR, el cual la abraza. En el transcurso de esta escena muda, DON JOSÉ, tomando la mano a CANSECO le dice.)

 

¡Ay, qué desolación en mi familia! Mi hijo medio loco; mi nieta será monja cuando yo falte... Así concluye esta poderosa casa.

  —100→  

CANSECO.-   De poco le ha valido a usted tanta administración.

DON JOSÉ.-    (A RUFINA, que, después de la despedida, vuelve a su lado llorando.)   ¿Lloras?

RUFINA.-   Sí... les quiero a los dos.

DON JOSÉ.-   ¡Mi hijo... César...!

DON CÉSAR.-    (Levántase airado.)  Acábese esta pesadilla horrible...  (A ROSARIO y VÍCTOR.)  Marchaos de aquí...  (Como buscando consuelo al lado de su padre.)  Padre, soy hombre concluido, sin ninguna ilusión, sin más esperanza que la muerte.

DON JOSÉ.-   Ven acá.  (Echa un brazo a RUFINA y otro a DON CÉSAR, formando estrecho grupo.)   Agrupémonos, para que nuestra soledad sea menos triste.

RUFINA.-   ¡Se van para siempre!

VÍCTOR.-   ¡A la mar, a un mundo nuevo!

ROSARIO.-   Volvamos la espalda a las ruinas de este.

 

(Dirígense a la puerta del foro; se vuelven, abrazados, hacia la escena, y extendiendo el brazo que les queda libre saludan con entusiasmo y alegría.)

 

ROSARIO Y VÍCTOR.-    (Al unísono, con voz clara y vigorosa.)   ¡¡Adiós!!

DON CÉSAR.-   Se van... Es un mundo que muere.

DON JOSÉ.-   No, hijos míos; es un mundo que nace.

 

(Telón.)

 




 
 
FIN DE LA COMEDIA