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- XXX -

La noticia de la sentencia de Eduardo y Margarita y de su triste suerte, se esparció bien pronto por todo Nápoles. Por una de esas reacciones tan frecuentes en el espíritu público, todos lamentaron su desgracia, todos compadecieron á aquellos dos jóvenes próximos á hundirse, con sobra de vida, en los abismos de la eternidad. La pena de muerte concluye siempre por rodear de cierta aureola á sus víctimas. El hombre conoce que desde el punto en que el criminal ha pasado los dinteles de la eternidad, su juicio pertenece á Dios, y parece como que quiere dulcificar la tremenda pena, lavando con torrentes de lágrimas y de compasión la sangre vertida en el cadalso. Y, en efecto, la sociedad se olvida del crimen para compadecer al criminal, hasta que, cuando ha caído la fatal cuchilla, cuando la sangre se ha borrado, cuando los restos del infeliz han sido depositados en la tierra, la conciencia pública se olvida del criminal y del crimen. Yo lo creo firmemente: un criminal ajusticiado parece una víctima digna de compasión, mientras un criminal sufriendo su digno castigo será siempre un remordimiento que avise á la conciencia pública de lo horrible y triste que es el crimen.

Pues bien: Nápoles se encontraba, respecto á los dos jóvenes, en esos instantes de general simpatía y compasión. La noticia se espació como un rayo; la noticia llegó por fin á oídos de Angela. Ya no había remedio: era necesario salvarlos á toda costa. Si precisaba ir á ver al Conde, iría Angela á ver al Conde. Le asustó por un instante esta decisión; pero... ¿qué no haría por Eduardo? Se decidió á conceder al Conde todo cuanto le rogara, en cambio de la vida de los dos jóvenes víctimas, con tal que fuese justo y honesto. Si era necesario un sacrificio, Angela no dudaba en sacrificarse, en vivir desgraciada y morir también, si era necesario, por salvar al que fué su amante, y cuya felicidad la preocupaba como en los días felices de su primer amor. Su deseo por la felicidad de Eduardo fué siempre el alma de su amor, porque aquel amor nada tenía en Angela de egoísmo.

Mientras la suerte de Eduardo y Margarita no estaba decidida, Angela pudo dudar, pudo sentir en dar este paso decisivo; pero ya publicada su sentencia fatal, le parecía un crimen toda incertidumbre, toda duda. Conocía que ella había sido implacable con el Conde, y que el Conde tenía derecho á ser con ella implacable. Conocía que ir á demandar la vida de un enemigo á un corazón a quien ella habla dado muerte, y muerte moral, era muy triste. Pero, en fin, se decidió con ese arrojo que para los grandes trances de la vida sólo conoce la mujer, y que será siempre el ideal misterioso de todas las sublimes pasiones. Angela se vistió como un día en que el Conde habló, con ella; coquetería muy propia del carácter siempre artístico de la mujer. Llevaba un traje negro y una mantilla española. Este traje, tan propio de la mujer, realzaba su hermosura: al través del espeso velo que cuidadosamente le ocultaba el rostro, lucían, como dos luceros entre sombras, sus hermosísimos ojos. Angela ya no lloraba. Sabía que iba á consumar un gran sacrificio, y lo consumaba con resignación heroica.

Era de noche.

Atravesó las calles de Nápoles á pie, con una celeridad increíble.

El Conde se encontraba con gran numero de amigos que departían con él, especie de turba de cortesanos que rodean siempre el poder, la gloria y la fortuna, y que suelen ser el más tremendo escollo de la vida. Cuando más embebidos estaban en su conversación, entro un criado á decir que á la puerta se encontraba una dama cubierta que quería hablar inmediatamente con el Conde. Los amigos celebraron mucho la ocurrencia; el Conde les mandó salir, y levantándose, salió con natural impaciencia á ver quién era la dama. En efecto: Angela no se había levantado el velo cuando entró en el salón. Miró á todas partes con interés y curiosidad, y el Conde dijo, después de haberla saludado profundamente:

-No hay nadie, señora; ¿qué me queréis? Angela, levantándose el velo, preguntó:

-¿Me conocéis, Conde?

El Conde dió un grito de sorpresa y de entusiasmo al ver aquel rostro. Sus ojos chispearon y se encendieron en súbita alegría; un relámpago de vida cruzó por su pálido rostro, y acercándose á Angela, la cogió una mano, la estrechó contra su corazón y dijo:

-¿Si os conozco me preguntáis, Angela, si os conozco? No sé decir si sois la mujer que yo tengo aquí, dentro del pecho, ó si sois Angela realmente. No puedo creer que seáis vos. Me parece que Dios, condolido de mi desgracia, ha dado cuerpo, y alma, y vida á este tormento que yo tengo aquí dentro del pecho, á esta idea que llena toda mi conciencia, á este amor tan grande, tan intenso, tan profundo; tanto más grande, tanto más intenso, tanto más profundo, cuanto que no tiene ni descubre vislumbre de esperanza.

-Conde -dijo Angela-, no hablemos más de eso.

-¿Que no hablemos? Yo no sé hablar de otra cosa. A mis amigos, á mi familia, al Rey, á mi madre, á todo el mundo, le hablo siempre de lo mismo. Si la palabra es la forma de la idea, mi única palabra debe ser vuestro nombre, porque mi única idea es siempre vuestra imagen. Si pudiera abrir el pecho, sacar el corazón y ponerlo ante vuestros ojos, veríais cómo estabais allí, presente siempre en mis sentimientos y en mi vida; pasión que me enloquece, pasión que me atormenta, pasión que es mi angustia; pero pasión que no quiero perder porque es preferible el tormento al triste olvido.

-Conde, os repetiré lo que muchas veces os he dicho. Yo no puedo, yo no debo amar. Mi conciencia me dice que sois muy digno de ser amado, pero mi corazón no puede amaros.

-¡Ah! Esa palabra me taladra el alma. ¿Vos no habéis amado nunca? Vos, tan hermosa, ¿no habéis sentido nunca que tenéis un alma? Vos, que con el canto despertáis una nueva vida en los corazones y les abrís el cielo, ¿vos seréis insensible, como la lira, que produce el sonido sin conciencia? ¿Os habrá dado Dios todas las virtudes, os habrá concedido todos sus dones, os habrá hecho hermosa, os habrá dado una voz celeste, una inspiración divina, y después, para que no fuerais un ángel en la tierra, os habrá negado el amor?

-¡Ah señor Conde! No queráis acercaros al abismo del corazón; no pretendáis saber todo lo que pasa aquí dentro del pecho. Las pasiones humanas tienen aspectos tan varios, caen sobre ellas desgracias tan enormes y tan grandes, que pretender medirlas por un rasero es imposible. Yo no creo que pueda vivir nadie en el mundo sin amar ó sin haber amado.

-¿Luego vos habéis amado; luego vos amáis á algún ser afortunado? ¡Oh, Angela! Yo quiero ver, quiero mirar á ese hombre, quiero saber quién ha sido el mortal capaz de levantarse hasta el cielo.

-Conde..., ¡empeño vano! Os he dicho que no se puede vivir sin amar ó sin haber amado.

-¿Habéis amado, y os abandonó, y murió? ¿Habéis amado y no podéis volver otra vez á amar?

-¡Nunca, nunca, nunca!

-¡Desgraciado de mí -exclamó el Conde, cubriéndose el rostro con las manos.

-Señor Conde, otros más importantes motivo! me traen aquí.

-¡Más importantes! Nada me importa sin vuestro amor.

-¿Ni la vida de vuestros semejantes?

-No me importa mi vida...

-Mas... una desgracia ajena debe importaros, señor Conde.

-No sé de qué habláis, Angela.

-Hablo de un proceso...

-¿De Eduardo y Margarita?

-Son dos infelices que van á morir, dos almas que se van á apagar en la tierra. En la flor de su vida, cuando se aman tiernamente (Angela, al decir estas palabras, se ahogaba), señor Conde, la muerte de esos infelices, de esos dos desgraciados seres, ¡ay! es horrible. Vos, tan bueno; vos, tan magnánimo; vos, con tan grandes pasiones, no la debéis, no la podéis consentir. No, no, señor Conde, no, ¡por el cielo!

-Angela, vos no comprendéis bien lo que me pedís; no lo comprendéis. Sobre esos dos seres ha caído mi sangre, y, por consiguiente, debe caer el peso, todo el peso de la justicia humana. Arrebatándoles la vida, arrebato á la sociedad, al inundo, á la tierra, dos grandes criminales que pueden emponzoñar la vida á muchos seres, que pueden dejar en la tierra muchos rastros de sangre. Por lo mismo no me pidáis su vida.

-Señor Conde, no trato de excusar su crimen; pero tampoco excuso vuestra venganza. No trato de enaltecerlos; pero vos aparecéis rebajado a mis ojos. Triste es ser el blanco de un crimen, pero es más triste aun ser el generador de una gran venganza. Vos señor Conde, podéis estar más satisfecho en vuestro amor propio castigándolos; pero Dios estará más satisfecho de vos si los perdonáis. ¡Perdonadlos, perdonadlos!

-No puede ser, no puede ser. Han puesto asechanzas horribles á mi existencia; me han perseguido, me han acosado, han ido á meditar un asesinato horrible, horrible; me han herido en el pecho, y serán siempre, hoy como ayer, y mañana como hoy, los eternos enemigos de mi poder.

-Nunca creí que la venganza pudiera cegar de esa suerte á los hombres. Había creído ver en vuestro corazón más grandeza; había creído que erais superior á los que os rodean. Me he engañado, y siento haberme engañado. Vos persistís en vuestros odios, en vuestras venganzas, cuando yo os pido de rodillas, deshecha en lágrimas, la vida, sí, la vida de dos seres: la vida de Margarita y Eduardo.

-Y ¿quién me da á mí la vida? Vos pedís para ellos la vida material, la vida del cuerpo; ¿quién me da, quien puede darme la vida espiritual, la vida del corazón? Ellos expirarán en un cadalso en un instante, en un instante que pasa como un relámpago, y yo viviré en un potro eternamente, viéndome morir, y no muriendo, mirando cómo se evapora y se pierde mi alma, sí, mi alma, para la cual pido vida, luz, aire, amor.

-Nunca he dudado, señor Conde, nunca, de que sois desgraciado. He visto vuestras desgracias y las he compadecido. Mas permitidme que dude que seáis desgraciado cuando os veo así, de esa suerte, cebaros en el infortunio, en la desgracia. Nadie tiene menos derecho á hacer desgraciados que el desgraciado; nadie debe producir menos infortunios que el infeliz. Creedlo así, y puesto que sois desgraciado, curad la desgracia ajena.

-De suerte que yo soy la concentración de todos los deberes. Yo debo perdonar, yo debo resignarme, yo debo ser desgraciado, yo debo olvidaros, yo debo reprimir mis pasiones, yo debo no quejarme. Yo lo debo todo. ¡Oh! Me pesa demasiado la cadena de tantos y tan graves deberes.

-Y, sin embargo, nada hay que exalte al hombre como la ley del deber; nada hay tan hermoso como tener muchos lazos espirituales que nos liguen, que nos unan á la tierra.

-¡Ah! Pues casualmente de eso me quejo yo, Angela. De que no hay un lazo, de que no existe un lazo que me una á la tierra. Cuando mi pobre madre se muera, ¿qué va a ser de mí? No tendré adónde convertir los ojos más que á esa inmensa turba de aduladores que rodean é importunan siempre; siempre, al poderoso. Esa es mi vida. ¿Os parece una vida grata?

-Hablamos demasiado de nosotros mismos, Conde, y nos hemos olvidado de esos dos infelices. ¡Eduardo!...

-Callad, callad; dejadme que recapacite. Ya, ya, ya, Eduardo; entiendo.

-¿Qué? -dijo Angela, mirando con anhelo, con ansiedad, al Conde.

-Entiendo, señora, vuestras súplicas. Vos, vos habéis amado, tal vez amáis á Eduardo -dijo el Conde.

Angela se llevó las manos á la frente horrorizada, y se dejó caer en un sillón porque le faltaban las fuerzas.

-Recuerdo que Margarita se jactaba de que os había disputado y os había arrancado ese corazón; lo recuerdo.

-Conde, ya sabéis que mí vida es pura como el cielo,

-Sí, Angela, sí: nadie puede dudarlo. Pero vos habéis amado á ese hombre: ¡decidlo!

-No hay para qué ocultarlo; le he amado, lo confieso; le amé un tiempo; fué mi primer amor. Ya no le amo; pero aquel amor será el último.

-¡Maldición, maldición! -exclamó el Conde-. Un hombre que conoce el cielo y lo desprecia; un hombre que merece ser amado de vos; un hombre que ha tenido esa felicidad, esa felicidad que yo anhelo, debe morir, debe ser precipitado en los infiernos. Ni ahora ni nunca habrá compasión para él en mi alma; ni ahora ni nunca, entendedlo bien; pensadlo bien; no puede ser.

-¡Oh, piedad, piedad para él! -exclamó Angela, cayendo desolada á las plantas del Conde.

-Pedís piedad con el acento de la pasión, del amor. Le amáis, y ¿queréis que yo perdone a un hombre que vos amáis, que vos habéis amado? Nunca, nunca; debe morir. Pero va á morir en este mismo instante. Antes que salgáis de este gabinete sabréis la noticia de su muerte.

-¡Oh! No, no. Yo no lo creo, yo no lo puedo creer. No sois una fiera.

-Es verdad, no lo soy. No he visto gemir á ningún corazón sin compadecerlo; no he visto obscurecerse ningún alma sin amarla; no he visto llorar nunca sin apresurarme á consolar al que lloraba.

Y el Conde sollozaba triste y amarguísimamente.

-Bien, bien, Conde -dijo Angela levantándose-. Demostrad ahora eso; seguid los instintos de vuestro corazón.

-Ahora no.

-¿Por qué?

-Porque la virtud tiene también su línea, tiene también su límite. Yo no lo puedo pasar; yo no lo debo pasar; yo no lo pasaré. Yo no perdono, ni ahora ni nunca, al hombre que vos habéis amado. No le perdono, tenedlo entendido. No le mata su crimen ni la sociedad secreta; no le mata nada de eso, no; le mata vuestro amor. Vos sois, Angela, vos, su verdugo.

Angela, al oír estas palabras, creyó volverse loca. Daba vueltas por la sala como herida de un vértigo, como si le faltase tierra donde fijar las plantas. Su pecho lanzaba gemidos agudísimos. Su corazón latía con tal fuerza, que amenazaba salírsele del pecho. Todo su cuerpo temblaba como si una gran corriente eléctrica lo sacudiera. Era su padecimiento inexplicable, horrible, espantoso, tremendo.

El Conde la seguía con la vista. Sus muestras de dolor, lejos de compadecerle, herían más profundamente su alma. Apoyada una mano en un sillón, puesta la otra sobre su herida, que se resentía, mirando con ojos encendidos por la pasión á la joven, y riéndose con una risa epiléptica, el Conde parecía también demente. Eran aquellas dos almas ¡ay! dos almas encendidas por grandes pasiones; eran dos almas agitadas por terribles tempestades.

-¡Por mí! -decía Angela como fuera de sí-. ¡Por mí morir! Yo, que pretendía salvarle, yo le he asesinado. ¡Oh! ¡Oh! ¡Santo cielo, santo cielo! ¡No lo consintáis, Dios mío, no lo consintáis! ¡Va á morir tan joven! ¡Qué desgraciado! ¡Y yo, yo le mato, yo soy su verdugo! ¡Ay! ¡Me ahogo, me muero! ¡Sí, yo no sobreviviré á este golpe! ¡El remordimiento, el remordimiento helará la sangre en mis venas y se apagará mi vida!

-Mirad cómo le ama -decía el Conde.

-¡Oh! Yo por un recuerdo así, por excitar un pensamiento como ese, por verla por mi causa fuera de sí, por hacerla derramar una lágrima, me encerraría en el calabozo de Eduardo, y ese calabozo sería á mis ojos un palacio, recibiría la cuchilla del verdugo, y esa cuchilla me parecería tan grata como un beso de amorosos labios.

-¡Oh! Y ¿podréis decretar su muerte con esa frialdad? -decía Angela.

-Su muerte está decretada por vos.

-¡No, no! Yo no me voy de aquí hasta conseguir su perdón.

-Entonces -dijo el Conde sonriéndose y calmándose un poco-, no le decretaré para que estéis aquí siempre.

-Parece imposible que aun juguéis con la muerte, y que en este instante supremo os acordéis de esas muestras de estudiada galantería.

-¡Galantería decís! ¡Galantería!

-Sí.

-Palabra bien frívola es para expresar una pasión en que se abrasa mi alma, una pasión que me trastorna el pensamiento, una pasión que ha sido mi gran infortunio. ¡Oh, Angela! Sólo desearía que por un instante sufrierais mi suerte.

-¿Creéis que no la comprendo? Yo he amado como vos, y como vos he amado sin ser amada.

-¡Infeliz! Y ¿no me compadecéis?

-Os compadezco.

-Y ¿no me amáis?

-No puedo amaros.

-Y, sin embargo, amáis á ese hombre...

-Ese hombre está unido á otra mujer. Ese hombre es el esposo de Margarita. Por consiguiente, entre ese hombre y yo hay un abismo, un abismo eterno, que no se puede salvar. No me preguntéis, Conde, lo que yo no puedo, lo que yo no quiero deciros; lo que vos sabéis, si me estimáis en mi verdadero valor.

-Angela, de mí no podréis conseguir nunca el perdón de Eduardo.

-¿Nunca?

-Nunca.

-¡Infeliz!

-Morirá, si, morirá, y yo me gozaré en verle morir, ya que os ha inspirado esa frenética pasión.

-¡Santo cielo! ¡Dios santo!

-Morirá, porque no debe estar conmigo en la tierra un hombre que ha alcanzado una felicidad por mí ideada como la felicidad suprema.

-¡Oh! ¡Yo le mato, yo!... -decía Angela.

-Morirá, para que ese recuerdo vivo de vuestro amor muera y pueda nacer en vuestro pecho otro amor.

-¡Oh! ¡Eso es horrible!

-Sí, morirá.

-Señor Conde -exclamó Angela como inspirada-, había creído en la grandeza de vuestra pasión; había creído que ese amor que me pintabais podía acrisolar vuestras acciones é inspiraros grandes sentimientos; había creído que seria en vuestra alma una voz del cielo, un presentimiento de otra vida mejor; había creído que en las sombras de vuestra inteligencia, ese amor sería como una estrella, como un aura dulce y suave, bastante á calmar todas vuestras alteradas pasiones; lo había creído, y me he engañado.

-¿Cómo? ¿Qué decís?

-Digo que es una pasión vulgar, que es el delirio del sentido, que es un fuego voraz en que arden y se arrastran bajos, muy bajos sentimientos: el odio, la venganza; que es, en una palabra, una pasión despreciable.

-¡Angela! Me estáis atenaceando el corazón.

-¿Queréis que os vea encendido por el odio, gozándoos en la desgracia de seres infelices, y que os estime? No puede ser, Conde.

-Luego vos queréis que aquí en la tierra nuestra naturaleza humana se transfigure; exigís sea el alma una luz del cielo.

-Eso, eso exijo. La vida es un instante transitorio, y debemos apercibirnos, prepararnos para la eternidad. Y si esto no fuera así, hermosear nuestra vida es un deber, y un deber inquebrantable y sublime.

-¡Perdonad, perdonad!

Angela comprendió que el camino que había escogido de la súplica, de la amenaza, era embarazoso y difícil, y si bien con harta repugnancia, se decidió á escoger, aunque fuera mintiendo sentimientos no probados, el camino de dar alguna esperanza al Conde. Éste meditaba silencioso. Angela se acercó á un piano que había abierto, se sentó y comenzó á cantar á media voz el aria de la Sonámbula.

-¡Qué recuerdo! -dijo el Conde-. Me volvéis la vida; respiro mejor; circula por mis venas con mayor libertad la sangre. ¡Que dulce recuerdo!

-Sí, recuerdo feliz, que prueba que en el mundo lo último que debe, que puede perderse, lo ultimo es la esperanza.

-¿Qué decís? -exclamó el Conde acercándose a donde estaba Angela-. Repetidlo, repetidlo.

-Os decía que en el mundo, mientras la vida lata en el corazón, no debe nunca, nunca, perderse la dulce, la celestial, la consoladora esperanza.

-Y yo, yo, miserable reptil escondido en el polvo, en el lodo, ¿yo puedo transformarme por el amor en un ser digno de habitar el cielo?

Angela, haciendo un esfuerzo sobre sí misma, exclamo:

-Podéis, podéis hacerlo; podéis, señor Conde.

-¡Oh! ¿Qué he oído? ¡Una esperanza en esta negra noche; un aura tranquila en este mar alborotado, una esperanza! Me volvéis la vida, me dais el alma, el ser.

-Todo se puede alcanzar de un corazón, todo.

-Sí, sí; yo no debo desesperarme.

-Pero hay dos clases de amores, Conde: el amor liviano y transitorio del sentido, amor que pasa como un relámpago, y el amor puro, divino, del espíritu; amor que siempre queda en el corazón, como la luz del sol en el mundo.

-Con ese, amor he soñado yo.

-Pues bien, Conde: ese amor, más alto que todas las cosas terrenales; ese amor, tan puro, tan inmortal como nuestra misma alma; ese amor sólo puede inspirarlo un corazón donde puedan caber las grandes pasiones.

-Sí, sí.

-Porque el amor del alma no muere, como la hermosura de las formas, que se acaba; como el placer, que pasa; como la riqueza, como el poder, como la gloria, como todo eso que tanto halaga á la mayoría de las gentes; el amor del alma es mucho más duradero que el tiempo y que todos los seres que mueren; mira con preferencia el interior, la satisfacción del espíritu, la tranquilidad del corazón, la vida pura y transparente que refleja el cielo, y, sobre todo, esas grandes pasiones, puras pasiones, que son como el Tabor, donde se transfigura y engrandece nuestra existencia.

-Es verdad, es cierto.

-Mas la grandeza del alma no puede conocerse, Conde, por ese estado solitario y triste en que se aísla el alma en sí misma y desprecia el mundo. La grandeza del alma se conoce por grandes hechos, por grandes lecciones de moralidad, por grandes y sobrehumanos sacrificios; porque, al fin, seguir la corriente de los hechos vulgares, de los pensamientos vulgares, de las ideas, de las acciones vulgares, seguir esa corriente es muy fácil. Lo difícil es levantarse al cielo, cincelar el espíritu con la virtud, y esa dificultad podéis vos superarla y vencerla.

-Y ¿cómo? Decidme cómo; estoy dispuesto á todo.

-Oidme: ¿cómo queréis que se vea el alma?

-El alma sólo se puede ver en sus acciones.

-Es verdad, eso es. Luego si el alma sólo se ve en sus acciones, ¿cómo queréis amor para vuestra alma, si la presentáis a mis ojos negra, vengativa, manchada de sangre?

-¡Oh! Angela, Angela: me abrís los ojos á la luz del cielo.

-Si cuando yo trate de mirar ese alma veo al par de ella dos cadáveres sacrificados á una de sus más bajas pasiones, ¿cómo queréis, Conde, que yo la ame?

-Es verdad, es verdad.

-Levantaos, pues, sobre vos mismo; perdonad.

-Mas ¿no puedo entrever ninguna esperanza?

-Sí sí.

-¡Oh! ¿Qué esperanza?

-Mi amistad.

-No la quiero, la rechazo. Prefiero vuestro odio; y como prefiero vuestro odio, voy á mandarlos ahora mismo, sí, ahora mismo á la muerte; ahora mismo, señora, si para que me aborrezcáis, Angela; para que me aborrezcáis, porque yo necesito inspiraros una pasión tan violenta como la que me habéis inspirado á mí.

Y el Conde se dirigió a una mesa, sentóse y se puso á escribir una orden.

-Conde, Conde -dijo Angela, cayendo de rodillas á su lado.

-Ya os oigo.

-Conde, oidme, oidme un instante.

-Yo no perdono á mi rival.

-Conde -dijo Angela levantándose-, parece imposible que os cieguen vuestras bastardas pasiones hasta el punto de insultar á una mujer. De Eduardo me separa un abismo que no me separa de vos -dijo Angela, dulcificando con arte estas últimas palabras.

-¿Qué decís? -dijo el Conde, soltando la pluma y levantándose.

-Digo que de Eduardo me separa un abismo que no me puede separar de vos. Entre Eduardo Y yo hay un abismo, sí, un abismo hondísimo é insuperable, pero no así entre nosotros dos.

-¡Oh! Me enseñáis el cielo para precipitarme en el infierno.

-El amor no puede nacer de súbito.

-Sí, sí, de pronto nació en mi alma.

-Es verdad; puede inspirarlo una pasión generosa.

-¿Nacida del fondo del alma?

-Puede inspirarlo un rasgo heroico.

-¿Hijo de la voluntad?

-Un gran sacrificio.

-¿Superior á nuestra naturaleza

-Eso es, Conde, eso es; la naturaleza que se vence, se salva.

-Pues salvémonos.

-Sí. Os salváis á los ojos de Dios.

-¿Sólo á los ojos de Dios?

-Y á los míos también.

-¿Puedo llegar á inspiraros una pasión?

-Que será más grande según sea vuestro heroísmo.

-¿Una pasión decís? Angela, repetidlo.

-Sí. Yo, que creía imposible para mí el amor, veo que puede inspirármelo un alma tan grande como la vuestra, un alma que olvida sus heridas, un alma que se sobrepone á su sed de venganza, un alma que se purifica y transfigura, y que purifica y transfigura la mía; un alma, en fin, que olvida perdona á sus enemigos.

-El alma que perdona, ama.

-Vos lo habéis dicho.

-Pero el alma que ama, ¿no es digna de ser amada?

-Y ¿lo podéis dudar?

-Luego yo...

-Sois digno de mi amor -dijo Angela cubriendose el rostro con ambas manos.

-Y ¿lo obtendré, lo obtendré algún día?

-Conde, os voy á abrir mi corazón. Yo no puedo ser ya sino de Dios del cielo, ó de vos en la tierra; yo os pido, en cambio de esta confesión de mi alma, os pido que perdonéis.

-¡Oh! ¡Aun puede ser mía, aún! ¡Cielo santo! ¿qué he oído?

-Aun; porque el hombre, por su misericordia, se aproxima á Dios, y el hombre que se aproxima á Dios puede obrar muchos, muchísimos milagros.

-¿Hasta el milagro de inspiraros amor?

-Hasta ese milagro.

-¡Oh! Verse amado por vos es verse en el cielo, es adivinar otra vida, y por tan gran premio bien puede hacerse un gran sacrificio.

-¡Un sacrificio perdonar! Mejor dijerais que el verdadero sacrificio estaba en castigarlos. Os quiero más digno de vos.

-¡Oh! Yo nada puedo negaros; mi voluntad os sigue.

-Perdonadlos.

-Pero ¿me prometéis amor, amor?

-Si, amor intenso, amor eterno; pero perdonadlos.

-¡Oh! ¿Qué he oído, qué he oído? Si, sí; perdón, perdón; le perdono; esa palabra sólo, haber oído esa palabra es un gozo tal, que bien merece ser celebrado con el perdón de un criminal.

Y el Conde se dirigió a la mesa, y sin sentarse escribió una orden.

Angela, dirigiéndose á un Crucifijo que había en la pared colgado, y plegando las manos, murmuró entre dientes con gran emoción estas palabras:

-Señor, yo solamente puedo ser tuya en la tierra, solamente tuya, Señor.

El Conde concluyó de escribir la orden, y dirigiéndose á Angela, dijo:

-Tomad, corred. Es la salvación de Eduardo. Corred; le quedan pocos momentos de vida.

-¿Y la de Margarita?

-Esa victima no me la robéis.

-Entonces, tomad; no quiero el perdón de Eduardo. Los dos deben salvarse, ó deben morir los dos.

-Tomad, tomad la salvación de Margarita; tomad mujer ideal, mujer sublime; tomad la salvación y el perdón también de Margarita.

-El cielo os premiará -dijo Angela saliendo.

-El cielo sólo puede premiarme concediéndome vuestro divino amor.




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- XXXI -

La última hora se acercaba para los dos infelices reos. Eduardo, en el fondo de su calabozo, se había reconciliado con Dios y se había preparado para morir. La última hora era inevitable, fatal, y estaba ya designada. A las doce de la noche debía morir; pero sin ruido, sin estrepito, en el silencio de aquel torreón. Por más que Eduardo había pedido ver á Margarita, no le habían otorgado este último consuelo; por más que había en varias ocasiones, con repetidísimas instancias, demandado hablar, ver á algunos amigos, todo, todo le había sido negado. Esto, naturalmente, había sublevado su ánimo en la hora fatal en que necesitaba más recogimiento.

Por mera fórmula, á las doce de la noche anterior le habían comunicado que debía morir á las doce de la noche siguiente, y le habían concedido los auxilios espirituales necesarios para este tan tremendo y amargo trance. Desde este punto quedó Eduardo solo para meditar en la eternidad y en el paso horrible y negro de la vida á la. muerte. Preguntó qué había sido de Margarita, y le contestaron que debía correr la misma triste suerte y sufrir la misma horrible sentencia.

Eduardo se enterneció y lloró mucho. Lloró la desgracia de la mujer á quien se había unido, á quien había amado. Después, desde el dintel de la eternidad, convirtió los ojos á toda su vida pasada, absolutamente a toda. Cruzaron como á través de un negro vidrio los días de su niñez, los salones del castillo de sus padres, la amorosa sonrisa de su madre, el recuerdo tranquilo y feliz de su perdida inocencia, de ese estado del espíritu, que es el verdadero cielo, el verdadero paraíso en la tierra.

Pasaron las risueñas campiñas de Nápoles, su cielo siempre alegre, sus horizontes inundados de luz, sus recuerdos clásicos, la tumba de Virgilio, el laurel de Petrarca, las ruinas de Pompeya, el Vesubio, las azules y hermosas grutas de aquel mar azul y hermoso, que, á través de sus diáfanas ondas, parece mostrar aún el blanco seno de las ninfas y nereidas coronadas de algas y de perlas.

Pero en este instante su, recuerdo se detuvo en un punto, en las orillas del mar, en la campiña feracísima y hermosa donde había conocido á la hermosa Angela. Allí se le apareció el campo sembrado de flores, la fuente que corría abundosa por la pradera, los melancólicos sauces mecidos blandamente por las brisas del mar, y Angela, Ángela, mirando el horizonte para descubrir la barca en que iba su amado.

Al llegar á este instante de su vida, comprendió Eduardo que había llegado á la estrella de oro que le señalaba el rumbo de su existencia; comprendió que había llegado á la edad feliz de su alma; comprendió que habla llegado á la hora de su existencia que debía haber durado para su felicidad eternidades. «¿Quien me la arrebató? ¡Yo, yo!», exclamaba. Y caía en un dolor tan profundo é intenso, que le desgarraba el alma y le partía el corazón.

Angela le hubiera enseñado el camino del cielo. La vida á su lado hubiera sido como un sueño feliz, como un hermoso instante que pasa entre recuerdos dulcísimos y dulcísimas esperanzas. Pero él, con aleve mano, había destruido, había borrado aquella fuente de su dicha, fuente de que podía haber corrido su vida como un claro arroyo que retrata en su linfa todos los matices del cielo.

Eduardo, después, volvió los ojos á los bailes, á los salones, á la vida de la corte. Desde este momento su alma, su vida, revueltas con el cieno del mundo, se perdieron para siempre, para no volver á recobrar aquella inocencia de la niñez, aquella prístina pureza de la juventud que se consagra á un amor espiritual y santo, á un amor celeste, á un amor eterno, que lleva en sí el sello de la bondad y de la verdad divinas.

Después de haber corrido todo este penoso camino, el instante de su muerte se apareció a sus ojos. Había derramado sangre. Sólo a través de un velo de sangre podía vislumbrar la eternidad. Así es que se acongojó y padeció muchísimo, y fueron estos instantes de su vida el verdadero castigo de sus faltas, la verdadera redención de su entristecido, amargado y turbadísimo espíritu, presa de negros colores.

Su juventud, las fuerzas que aun le quedaban, la vida que había en su seno, las esperanzas, su misma imaginación ardorosa, su deseo de vivir, ese deseo tan natural en todos los seres; el horror que aun á las más valerosas almas causa la muerte, tan terrible y tan temida, todo esto llevaba al infeliz Eduardo á un mar de negros pensamientos, en que se perdía y se anegaba su espíritu.

Morir en la flor de su juventud; morir cuando todo sonríe, cuando están las pasiones en su apogeo, cuando en el espacio que separa, la cuna del sepulcro se ven brotar tantas flores; morir en esta edad dichosísima, y morir bajo el hacha de un verdugo, apagada violentamente la existencia, es una de las desgracias más grandes, más tristes, más crueles que puede imaginar el espíritu.

Eduardo contaba por instantes su vida; cada vez que se inclinaba hacia el abismo de la eternidad para sondear sus inmensas profundidades, le sobrecogía un vértigo. Parecíale que veía á Dios inclinado sobre el abismo, señalándole el eterno castigo, y su alma cayendo como una gota de plomo derretido en la eternidad, para formar y componer aquel mar inmenso de dolores, de penas y de angustias eternas.

No sentía esa aspiración á lo eterno, á lo infinito, ese amor á Dios, que es el gran descanso y la gran felicidad del alma próxima á salir de la tierra.

Sentía, por el contrario, un temor indecible, una incertidumbre inmensa, una angustia, la angustia del que ignora, ó cuando menos vacila, en el conocimiento de su destino. ¡Feliz aquel que al volver los ojos á la eternidad, al abismarse en sus profundidades, sabe y conoce cuál ha de ser el centro verdadero de su alma! Conforme se acercaba su última hora, crecía la angustia, el dolor de Eduardo.

Cada hora que pasaba se llevaba consigo una lágrima, un suspiro, un dolor; pero la intensidad del dolor, no.

A pesar de ser un desvarío, no osaba desesperar de su destino ni de su suerte. Parecíale que en algunos momentos la Providencia había de extender su poderosísima y protectora mano sobre la frente de aquel hijo desgraciado, de aquel hijo que recurría á su amparo en los últimos instantes de su vida. Mas el tiempo transcurría, y conforme transcurría, un sudor frío, una extrema languidez desmayaba al desgraciado Eduardo.

Por fin sonaron las once de la noche. Ya no había remedio; iba á morir. Eduardo se paseaba como un loco por su cárcel. Sus ojos, inyectados en sangre, le saltaban de sus órbitas; una respiración fatigosísima, como el ronquido de un moribundo, le partía en mil pedazos el pecho; todo era angustia y dolor en aquella hora triste de su larga, de su triste, de su zozobrosa agonía. Volvía los ojos por todas partes, y no descubría, no vislumbraba ni un rayo, ni un reflejo de esperanza.

Dieron las once y media. Eduardo se hincó de rodillas y comenzó á orar. Dios, y sólo Dios, era y podía ser su refugio, su amparo, su esperanza. Había pasado ya tanto, que ni fuerzas tenía para sentir más, ni pensamiento para imaginar, levantado y en aquella línea imperceptible que lo separaba de la eternidad, para imaginar cuál había de ser su porvenir y suerte, cuál la transformación inevitable de su vida. «Yo no muero, decía Eduardo; yo siento que no muero. Mi vida se va á exaltar, no se va á destruir. Va á salir, á desbordarse de este vaso que la contiene. Recíbela tu, Señor.»

En este instante se abrió la puerta de la prisión.

Dos hombres vestidos de negro traían un gran tajo. Otro, que era el verdugo, una gran cuchilla. Detrás venia un sacerdote. Eduardo extendió sus brazos al sacerdote, que lo estrechó contra su corazón. Se reconcilió con Dios en un lado del calabozo. Sus piernas flaqueaban; pero sus ojos parecían penetrar en el denso velo de la eternidad y descubrir los arreboles de la gloria. En esto se oyó un ruido sordo. Era el ruido del reloj, que señalaba la última, la postrera hora de Eduardo. El tiempo, el tiempo iba á pronunciar la sentencia de muerte. El ruido de aquel reloj hizo temblar á Eduardo. Le parecía las puertas de la eternidad que giraban sobre sus goznes. La hora fatal hirió los vientos. Eduardo cayó de rodillas y cerró los ojos. Cada una de aquellas terribles campanadas le parecían un martillazo dado en su cerebro. Una antorcha lució en el calabozo, extendiendo lívidos resplandores. El joven entreabrió los ojos. Dos de los esbirros le cortaron el cabello. El frío de las tijeras le hacía temblar. Otro levantaba la losa que cubría el sumidero para que corriera la sangre. El verdugo manejaba el hacha fatal que iba á cortar su cabeza. Aquel hacha, herida por la antorcha, destellaba reflejos horribles y siniestros. El sacerdote murmuraba las oraciones de los agonizantes, y su palabra era el consuelo que sobre aquel mar de dolores flotaba. Por fin, se acercó de rodillas al tajo. Le ataron las manos, y cuando había dejado caer la cabeza sobre el tajo esperando el golpe, se sintió un grito horrible; una mujer penetró en el calabozo, y dijo con una expresión sublime de horror: «¡El perdón, el perdón!» El sacerdote abrazó al reo con efusión, el verdugo dejó el hacha, y Eduardo cayó sin sentido en el seno del sacerdote, mientras Angela, de rodillas, daba gracias al cielo por haber llegado en aquel supremo instante.




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- XXXII -

Momentos después, y cuando Eduardo hubo recobrado los sentidos, saliéronse del calabozo el sacerdote y los esbirros, y los dos jóvenes se quedaron solos. El sacerdote iba á dar á Margarita, que debía ser ajusticiada dos horas después, la feliz nueva de su salvación. Angela, así que vió que se había quedado sola con Eduardo, se dirigió a la puerta para dejarle solo; pero Eduardo, interponiéndose y cortándole el paso, exclamó:

-¡Ah! Angela, Angela; una palabra.

-¿Qué me queréis?

-¡Angela, perdón, perdón!

-No os entiendo.

-Angela, me habéis devuelto la vida cuando yo os había dado la muerte, Angela.

-He hecho por vos lo que era de mi deber.

-Nada me debíais, sino el olvido.

-Os debía la protección y el consuelo que debemos á todos nuestros semejantes.

-Y ¿no ha habido otro móvil en ese corazón?

-No puedo deciros nada de lo que siento.

-¡Oh! Ni aun recuerdo de aquellos días.

-He venido á salvaros; lo he cumplido, y me voy.

-Angela, por piedad, detente: escucha un instante, un instante no más, á Eduardo.

-¡Caballero! ¿Quien os ha autorizado para usar conmigo ese lenguaje?

-El recuerdo de aquellos días de bendición en que tu alma y mi alma se penetraban, y se confundían, y se perdían como el aroma de dos flores.

-Parece imposible, Eduardo, que aun te goces en mi bárbaro martirio; parece imposible que aun recuerdes tú esos días. Demasiado presentes se hallan en mi memoria. Yo miraba al mar, y no venías; aplicaba el oído á las brisas, y no oía tu canto; y todo era en mí dolor y angustia. Llegué á creer que te había tragado el mar. A veces les preguntaba, en mi desvarío, noticias de ti á las. ondas. Creí que te habían tragado. ¡Ah! No podía yo nunca imaginarme que existiera un mar más hondo, el triste mar del olvido.

-Es verdad, Angela; falte á todos mis juramentos.

-El amor que me habías jurado se extinguió en tu alma. Mi imagen se borró de tu memoria; mientras yo lloraba, tu reías; mientras yo corría en pos de tus brazos por las calles de Nápoles, afligida y llorosa, tú, tú, en brazos del placer, olvidabas á esta infeliz, á quien hiciste eternamente desgraciada.

-Yo, yo, Angela, yo te he amado siempre.

-¡Oh! ¡Qué desvarío, qué desvarío! Vos -dijo Angela-, vos pertenecéis a otra mujer. Esos recuerdos han sido el delirio de un instante. No, no; yo no recuerdo nada, absolutamente nada. Todo ha huído de mi mente, y todo se ha borrado de mi corazón. La infancia, el recuerdo, la excitación en que estaba, las emociones, todo eso me ha trastornado un instante; yo no recuerdo ya nada; me sois indiferente; os he olvidado, aunque nunca, nunca pueda aborreceros.

-Yo reconozco, yo confieso mi crimen; crimen horrible, crimen negro, que me persigue y me acosa, y es el gran tormento de mi vida. Si yo he buscado el placer, lo he buscado por huir del recuerdo de mi crimen; si yo he cometido un crimen, lo he cometido por ahogar ese recuerdo en sangre. Y ahora mismo, á la hora de morir, pasaba ante mis ojos como una sombra, y era lo único, lo puedo jurar, lo único que yo veía y ennegrecía y atormentaba los últimos instantes de mi vida.

-Siento que seáis tan desgraciado y con mi propia sangre lavarla esa desgracia.

-¡Oh, Angela! ¡Pensar que el ángel de mi inocencia padecía por mí, pensar que lloraba!

-Eso, Eduardo, eso no lo habéis pensado nunca.

-Cuán severamente me tratáis.

-No tanto, en verdad, como debiera.

-Me dais la vida y me robáis la calma.

-Eduardo, me voy; mas antes, oidme.

-Hablad, hablad.

-Sed virtuoso.

-¡Ah! No puedo serlo, Angela, porque el genio del bien no está á mi lado.

-Callad, Eduardo. Tenéis una esposa, y es preciso que la améis. Mas para amarla no olvidéis que sois hombre, que no debéis dejaros arrastrar por sus pasiones. Yo, que no debía volver a veros, que os he dado pruebas de que no me sois indiferente, os ruego rendidamente que busquéis el recto camino de la vida, y no esas tortuosísimas sendas que sólo conducen á un abismo. Adiós.

-¡Angela, Angela, por piedad, un instante; deteneos!

-No puede ser. Estos instantes son fatales; traen recuerdos muy tristes á mi memoria.

-¿Os acordáis aún de aquella tarde en que yo me ahogaba?

-Sí, sí -dijo Angela, olvidada de todo lo presente-. Y tu esquife se perdía, y te gritaban que te volvieras á Nápoles, y tú no querías. Y cuando te viste perdido, abandonaste tu barquichuelo, que se estrello y se perdió, y á nado arribaste á la orilla, y traías en una mano un ramo de violetas que habías cogido para mí, y las salvaste y me las diste como si hubieras venido tranquilamente. Y llevamos aquellas violetas, salvadas por tu arrojo, después de haberlas regado con nuestras lágrimas, al pequeño altar de aquella Virgen milagrosa que invocan todos los marineros de la comarca. Y... pero ¿qué digo, qué digo? ¡Ah! Me había olvidado. Caballero, caballero, yo he olvidado todo eso; no, no me creáis.

-No, no te arrepientas, Angela, de dar rienda suelta á tu corazón. Yo te amo, te amo aún. No importa que un negro vapor se haya levantado de los abismos para encubrirme la verdad de lo que pasaba en mi pecho; no importa que el perfume de los placeres materiales me haya embriagado hasta el punto de borrar de mí tu imagen; no: Dios, Dios, al verme indigno de ti, me separó de ti; pero ahora que me he acercado al abismo de la eternidad; ahora que con un pie puesto en el dintel de la tumba he podido ver, mirar, examinar mi alma, ahora te digo que he conocido que tu amor fué siempre el aroma de esta vida, amor empañado sólo por mi corrosivo aliento.

-¡Eduardo! Calla, calla; estamos ofendiendo á Dios. Cada una de esas palabras es una acusación tremenda contra nosotros mismos. Dios, que nos oye, debe maldecirnos. Si me amas, si es verdad que me amas, si es cierto que has conocido cuán grande fué tu error al abandonarme, ocúltalo en lo más profundo de tu corazón y guárdate esa idea en lo más hondo de tu conciencia. Entre nosotros dos hay un abismo más hondo que la misma eternidad.

-¡Un abismo! ¿Quién puede impedir nuestra ventura?

-Tu esposa; Margarita.

-¡Santo cielo! Me había olvidado de ella. ¡Justo cielo!

-Ya lo sabes, Eduardo. Nada hay en el mundo que pueda unirnos, nada. La muerte misma nos separa. Tú debes dormir el sueno de la muerte en el mismo sepulcro que tu esposa; debes vivir la vida de la eternidad á su lado.

-¡Es verdad, es verdad!

-De mí no te acuerdes, no te acuerdes. Encierra mi nombre, mi imagen, mi recuerdo, en lo más profundo de tu memoria.

-¡Santo cielo! Y ¿no podemos ya amarnos?

-No. Esta misma conversación, nacida de lo extraordinario de las circunstancias, es una ofensa al cielo.

-¡Ofender al cielo por amarte! ¡Ofender al cielo por decirte todo cuanto pasa en mi corazón! ¡Ofender al cielo con este amor tan puro como el alma de un niño, por este fuego, en que se acrisola y se purifica mi alma! ¿Se puede ofender así al cielo?

-Sí, porque todos estos sentimientos, todas estas ideas, debes guardarlas para tu mujer, para Margarita.

-¡Oh! Siempre martirizándome con ese recuerdo. Déjame un instante la gloria del olvido; déjame volver, con el corazón inundado de alegría y el pecho rebosando felicidad, á los tiempos tranquilos en que el campo, lleno de flores y mariposas, no estaba tan hermoso ni tan tranquilo como mi corazón, lleno de las ilusiones de tu amor. Déjame que me pierda en aquellos recuerdos, que me desvanezca en aquel mar de inefables delicias, que me embriague con este tu aliento, que derrama una fragancia deliciosa en los aires.

-¡Ah, Eduardo! También mi alma vuelve siempre hacia aquellos tiempos los ojos. Todo cuanto en mi arte ha habido de grande, de inspirado, todo ha salido del seno de aquellos tiempos tranquilos y dichosos. El recuerdo de las ilusiones que entonces agitaban con sus alas mis sienes, la vista de aquel mar tan risueño como mi conciencia, todo cuanto pasó entonces á nuestros ojos, todo guardaba tesoros de inspiración. Mas ¡cuánto he padecido! No puedo decirtelo.

-¡Has padecido!

-Mis ojos se secaron de llorar; mi memoria, siempre fija en un punto, fué siempre para ti, siempre para ti. Fue el santuario de tu nombre. Mas ¡ay! me atormentaba mucho recordarte y no verte. Mi corazón no podía abrirse a ningún sentimiento. Tu eras todo su amor. Mas ¡ay! sentía mucho, y cuanto más sentía, más me atormentaba el sentimiento. Creí volverme loca: daba mi voz al viento á todas horas llamándote; palideció mi rostro y se nublaron mis ojos. Creí volverme loca.

-¡Maldición sobre mí, que he podido saber lo que era amor y lo he despreciado; maldición sobre mí!

-Pero que, ¿te he dicho que te amaba? No lo creas, no lo creas. No te amo, no te amo. Me olvidé al instante de ti; supe que amabas á otra mujer y te olvide. Porque al fin, ¡oh! al fin, al fin... No se lo que digo. Adiós, Eduardo; adiós para siempre. Salvarte me cuesta un sacrificio, pero lo haré.

-¡Sacrificarte por mí, que te he sacrificado también á mis caprichos!

-He prometido solemnemente al conde Asthur mi corazón en cambio de tu vida.

-¿Qué oigo, Angela, qué me has dicho?

-El cielo ha oído mi juramento.

-¿Tu juramento?

-Sí. Sólo á este precio he podido salvarte.

-¡Oh! ¡Y creía que me salvaba!

-¿No te he salvado?

-De la muerte, si; pero no de un tormento más terrible que la muerte.

-¿De qué tormento?

-De los celos.

-¡Eduardo!

-¡Tú en brazos de otro hombre, y de otro hombre mi enemigo! ¡Angela, Angela! Valiera más que hubieras consentido que el verdugo hubiera cortado mi cabeza; valiera más que me hubieses pateado mil veces las entrañas, y hubieras reducido á polvo mi corazón, que no, Angela, venir á salvarme rindiendote á mi enemigo, entregándole ese alma que era mía.

-Mi alma, después de tu casamiento es libre.

-Libre delante del mundo.

-Sí.

-Pero no libre delante de Dios.

-¿Por qué?

-Porque tú me amas.

-¡Yo!

-Y el amor es un lazo que une a dos seres en presencia de Dios; el amor es la confusión de las almas; el amor es la verdadera esencia del juramento que en el altar se presta.

-Según eso, tú amabas á Margarita.

-Angela, no miremos ahora eso. Yo he faltado, mas mi falta no autoriza la tuya.

-Tienes razón, Eduardo. Dios me ha destinado siempre á ser víctima. Amada por ti, y amándote, y de ti separada; amada por el Conde, y no pudiendo apagar ese amor, me he decidido á un gran sacrificio, á separarme del mundo, á refugiarme en el seno de Dios. Para mí ya no puede haber ni dicha ni alegría.

-Yo, yo, Angela, he faltado á todo cuanto te debía; yo he arrojado esa gran desgracia en tu vida; yo te he hecho infeliz, sí infelicísima; yo soy tu sombra, tu eterno tormento; yo debo ser castigado por el cielo; pero te amo. Sea cualquiera mi suerte hoy, Angela, aquí en mi corazón vives como el primer día. Mi alma te ama, mi alma se recrea en contemplarte, mi alma se extasía en presencia de tu bendita imagen, que guardo fielmente dentro de mi pecho.

-¡Oh, Eduardo! Yo debo partirme de aquí. Siento dejarte. Esta despedida es tan triste como el último día que nos vimos. Voy á meditar en mi destino. Un instante ha podido cegarnos. Tú me has revelado y yo te he revelado lo que pasaba en el corazón. Mas estas palabras no deben volver a salir de nuestros labios. ¡Que caigan sobre el alma y que la abrasen! ¡Que devoren, si es posible, nuestra vida! Pero que no salgan nunca, nunca, á los labios. Te lo ruego por todo cuanto puede haber de sagrado en la tierra. Adiós, ¡oh, Eduardo! Yo no puedo oír vuestras palabras. Me voy para siempre. Yo rogaré á Dios que os haga feliz, que haga feliz á Margarita. Ya que os habéis unido al pie de los altares, que el cielo bendiga vuestra unión. Yo sólo quiero vuestra felicidad; ese es todo mi deseo; ese es todo mi anhelo; esa es toda mi dulce aspiración aquí en la tierra. Adiós, Eduardo, adiós. No puedo, no debo estar un instante, ni un solo instante mas aquí. Adiós, Eduardo.

Y Angela salió del calabozo llorando á todo llorar. Eduardo se quedó en él como herido por un rayo. No hacía más que pasarse la mano por la frente á ver si era ilusión, si era sueño, si era engendro falaz de su fantasía aquella terrible noche. La eternidad abierta, á sus plantas; el ángel de su amor saliendo de ese negro abismo; su dicha desvanecida; su vida recobrada; todo le parecía ilusión; todo, todo le parecía mentira, falaz engaño de su mente.

Cuando más embebido estaba su pensamiento, se abrió la puerta del calabozo y aparecióse Margarita llevando una linterna en la mano. Estaba pálida, como de haber sufrido largo martirio; mas una alegría inexplicable centelleaba en sus ojos.

-Ya somos libres; vámonos, vámonos.

-Acaso esa libertad sea un dón fatal dijo Eduardo con indiferencia.

-¿No te complace verme, Eduardo, cuando habías acaso desesperado de volver á verme? ¿No te complace respirar el aura purísima de la vida? El verdugo ha huido, han huido los esbirros; estamos solos en este frío calabozo. Vámonos, vámonos.

-Y ¿sabes, Margarita, á quien debemos la vida, lo sabes?

-No.

-Se la debemos á Angela.

¡Ah!

-Sí, á Angela.

-Eduardo, conozco que de tu corazón no ha salido nunca el amor á esa mujer.

-A ese ángel, dijeras, y dirías mejor; a ese ángel, cuyo nombre no se caerá de mis labios, cuyo recuerdo no se caerá jamás de mi memoria.

-¡Eduardo! ¿De que sirve la vida que nos han dado si la emponzoñas con esas palabras?

-Por lo mismo te decía, Margarita, que la vida, esa vida que nos han concedido, acaso sea un dón funesto.

-¡Oh! No. Debámosla á quien la debamos, es siempre un dón precioso.

-¡Ay! Acaso si ahora durmiera yo en la eternidad, todo recuerdo de la vida se hubiera en mí extinguido, ó en leve polvo convertido, en ese leve polvo que arrastra el viento; acaso no tendría este inmenso torcedor en mi conciencia.

-Eduardo, ¡que así envenenes tu felicidad!

-¿Crees que en la vida se falta alguna vez a la ley moral sin sentirse todas las consecuencias de esa falta? ¿Crees que es posible vivir cuando una sombra, un remordimiento acompaña, sigue y persigue siempre nuestra vida? ¡Oh! El hacha del verdugo hubiera destrozado en un instante mi cabeza; pero este recuerdo, este hachazo continuo de hoy, de ayer, de mañana de siempre, es más cruel, sí, mucho más cruel que la terrible hacha del verdugo.

-¡Ah! ¿Te has vuelto loco?

-Lo estoy, lo estoy, Margarita. La he visto aquí en la obscuridad como un ángel; la he visto cegando el abismo de la eternidad, devolviéndome la vida; la he visto llorar y recordarme mi crimen; la he visto arriesgarlo todo para hacer feliz al mismo que la ha hecho desgraciada. Se necesita tener corazón de hierro, corazón de hiena, para no sentirse dolorido de haber causado la infelicidad de un ángel, infelicidad tristísima, cruel, irreparable.

-¡Ay! ¿Y mi felicidad?

-¿Tu felicidad? No la invoques aquí. Tu felicidad ha sido su desgracia.

-¿Me aborreces?

-Te debo aborrecer.

-Soy tu esposa.

-Unión nefanda, que empezó por el vicio, se cimentó en un perjurio y ha concluído con un crimen.

-Me insultas, Eduardo; insultas á tu esposa.

-¡Calla, calla; no me lo recuerdes; no me lo digas!

-¡Cielo santo! Me aborrece.

-Sí te aborrezco. Yo solo á ella puedo amar, sólo á ella.

-Ámala en buen hora. Eduardo, adiós; adiós para siempre, adiós. Me has herido en lo más profundo del alma.

Y Margarita salió del calabozo y del torreón, cuya puerta estaba entornada, y se dió a vagar por las calles, sin saber dónde ir. El alba comenzaba, á despejarse por los horizontes. Margarita se olvidó un instante de sus penas al ver el alba y al respirar libremente el aire. Por fin llegó á la Puerta de su casa, llamó y fue recibida por sus criados con transportes de verdadera alegría.




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- XXXIII -

Al día siguiente de estas escenas que acabamos de referir, el Conde escribió la carta siguiente á Angela:

«Angela: Os acabo de dar una de las mayores pruebas de lo que es para vos mi corazón. Yo, vengativo, he abandonado mi venganza á un solo mandato de vuestros labios. ¿Persistiréis en ser ingrata? Angela: cuando la palabra de una mujer tiene este mágico influjo en el alma, es porque en esa palabra va envuelta para el alma la vida. Os lo digo como lo siento. La vida para mí, sin vuestro amor, es imposible. Este amor ha creado una segunda alma en mi alma, un nuevo pensamiento en mi pensamiento. Yo, como no me olvido de mí, no me olvido nunca de vos. No, me he engañado. En sueños me olvido de mí, pero nunca de vuestra imagen. Sería ofender á Dios creer que me había inspirado esta pasión para mi mal, para mi tormento. Dios no manda ángeles al mundo sino para dar consuelos, para derramar á manos llenas sus tesoros. Por eso yo os pido un rayo de vuestra mirada, un suspiro de vuestro pecho. ¡Ay, Angela, Angela! El cielo se cerraría á mi esperanza si vos me abandonarais. Dios, permitidme esta arrogancia, al crearos debió tener presente mi alma. Sólo así puedo explicarme esta pasión infinita, este amor celeste, divino. Es el alma que sube, como el fuego al cielo; es la vida que me rodea como una atmósfera; es la divina luz de todas mis obras, el norte de todas mis acciones; todo esto y mucho más, ¡ay! es la pasión infinita que, siento por vos. Aun recuerdo el primer día que os vi transfigurada por vuestro canto, por vuestro arte, como si alzarais el vuelo á otras regiones más limpias y serenas. Mi alma comenzó por dejarse, llevar de aquella armonía a la manera que la hoja del árbol que cae en la corriente de un arroyo. Cuando concluisteis, mi alma se había perdido en vuestra alma, como la gota de lluvia en el mar.

»Yo, desde entonces, no me hallo en mí. Busco mi pensamiento, y mi pensamiento es vuestra imagen. Busco mi corazón, y mi corazón es vuestro recuerdo. Me busco á mi, y no me encuentro, no estoy, en mí. Sin duda mi alma ha volado á ese alma; se ha perdido mi sér en vuestro sér. Dios me ha robado la vida, porque no es mía, no; es vuestra. Amor es, Angela, este que siento, exaltado. Hay muchos instantes en que desearía olvidaros. Me lo propongo como un fin; pero al querer olvidar, os recuerdo con más intensidad. Por eso deseo olvidaros, por teneros más presente. Vivís aquí. Yo no tengo sentimiento sino para amaros, ni fantasía sino para imaginaros amante, ni voluntad sino para seguiros, ni idea ni memoria sino para pensar en vos y recordar mi pensamiento. Sí, Angela; si vierais mi alma, os compadeceríais de ella. Me acerco á vos fatigado y anhelante. Mis ojos están secos de llorar vuestros rigores. Mi corazón está sin sentimiento de puro sentir, sin vida de puro vivir. Yo no puedo ser consolado. La Naturaleza me parece inerte y fría. Sólo me gusta ver el cielo que se refleja en vuestros ojos, y recibir la luz que proviene de vuestra lánguida mirada. ¡Oh! Creedme, creedme. Cuando una pasión ha echado tan profundas raíces en el corazón, esa pasión no se acaba sino con la vida. ¿Qué digo la vida? Más allá de este mundo pasará con mi alma esta idea, este sentimiento. Cuando pienso en que no puedo concebir esperanza, caigo en una tristeza infinita. Todo me sobra, todo. Mi vida me es pesada, el corazón inútil é inútil el pensamiento. En estos días, la muerte podría venir hasta mí, segarme impunemente la garganta con su guadaña. No la sentaría; en tan horrible estupidez ha caído mi alma. ¡Oh, Angela! Mi vida esta en vuestras manos, en vuestra voluntad. Yo no soy dueño de mí. No puedo dejar de escribiros. En cuanto hago no soy libre. Una fuerza me domina, me arrastra; una fuerza de que no puedo libertarme, de que no puedo desasirme. Es vuestra voluntad, vuestra alma, vuestro sér, toda mi vida. Si pudiera abrirse el pecho, sacar el corazón y mostraroslo, veríais acaso el fuego de esta pasión en que me abraso. Quizá compadecieran vuestros ojos lo que no compadece vuestra alma. Cada una de estas palabras es como el pedazo de lava que arroja un volcán. El hervidero de mi pasión queda siempre en el fondo del alma, de este alma dolorida, desgarrada, enferma. No me matéis, Angela; no matéis al CONDE ASTHUR».




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- XXXIV -

Es necesario para saber las consecuencias de esta carta volver los ojos a Margarita. A pesar de los varios afectos del día y de la noche, Margarita se durmió profundamente, muy profundamente. Después despertó, y llamo a su doncella favorita.

-¿No ha venido el señor?

-No, señora.

-¡Me ha abandonado! -dijo Margarita, retorciéndose los brazos de dolor.

-Señora, pensad en que habéis sido salvada de la muerte.

-Es verdad, es verdad. No sé lo que ha pasado por mí.

-Ya estáis entre nosotros.

-Pero se lo debo á Angela.

-Ciertamente. Dicen que se va á, casar con el conde Asthur.

-¡Que oigo! ¿Con el Conde?

-Sí, con el Conde, que está por ella casi loco.

-¡Oh! Eso es terrible, y debe evitarse toda costa.

-Y ¿cómo lo vais á evitar?

-Se me ha ocurrido un pensamiento.

-¿Cuál?

-Voy á vengarme de los dos.

¿A vengaros?

-Si, á vengarme.

-Señora, pensad en vuestra libertad.

¡Oh! No, yo no abandono mi venganza, mi terrible venganza.

-¡Señora, por Dios!

-He pasado días terribles en la prisión.

-Me vengaré de mi verdugo. Me ha abandonado mi marido: me vengaré de mi marido. Se ha interpuesto Angela en mi camino: me vengaré de Angela.

-Desechad esos pensamientos.

-No puedo, no debo. Cuando el corazón chorrea sangre, la sangre sólo se estanca, sólo, con la venganza.

-¡Ay, señora; presiento nuevos males!

-¡Ah! le diré al Conde que Angela ama á Eduardo; le diré que Eduardo me ha abandonado por Angela. Esto taladrará su corazón, y ya me he vengado de él con más certera puñalada. Haré que ese matrimonio se acabe, y me he vengado de Angela; desataré las iras del Conde sobre mi esposo, y me vengaré de mi esposo.

-Por Dios, meditad en las consecuencias de ese paso fatal.

-Lo he meditado. Llevo en mi frente la señal de mis insultos. Yo lavaré esos insultos, yo, con mi propia mano. Me han pisado.

-Acordaos de que os han salvado.

-Sí, para herirme en el corazón. ¡Malvados!

-Señora, pensad en vos.

-Ó vencida, ó vengada.

Margarita temblaba fuertemente. Su acción era vil hasta lo sumo. Su decisión era consecuente con toda su exaltada vida, de exaltadas y terribles pasiones. Se sentó delante de una mesa como azogada. Sus ojos despedían horrible rabia. Cogió la pluma como si cogiera un puñal. La fijó en el papel con alegría feroz, y riendose con una carcajada epiléptica, escribió aquellos infernales renglones. Después, como un asesino que, perpetrado el crimen, arroja el puñal, dejó la pluma, y sonando su timbre, dijo al criado que entró al instante:

-Esto á casa del conde Asthur. ¡Ah! Estoy ya vengada; no sabía yo que era tan fácil mi venganza.




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- XXXV -

Mientras Margarita escribía esta carta asesina y traidora, que debía ir a parar á manos del Conde, Angela le escribía también la siguiente carta:

«Señor Conde: He recibido vuestra carta. No dudo de ese amor que tanto me encarecéis. Lo siento, y lo compadezco. Bien sé que una promesa formal me une a vos; bien sé que el perdón generoso otorgado á Margarita y Eduardo es una prenda y una satisfacción que os realza mucho, muchísimo, á mis ojos. Mas ya sabéis cuán rebelde es á la voluntad el corazón humano. Yo estoy cansada de esta vida que á nadie aprovecha, de esta vida que se pierde y se evapora. Por eso, señor Conde, en mi ánimo vuela una idea que voy á consultar con vos, una idea que me atormenta hace tiempo. No servir para nada, para nadie en el mundo, es el mayor de los males. Volvemos los ojos atrás, y nos encontramos con que hemos cruzado por un desierto, sin que de nosotros quede ni rastro, ni huella, ni memoria. De nosotros en la tierra sólo sobrevive el bien, y el bien debe ser un gran mensajero en la vida inmortal que tras el sepulcro nos aguarda. En la imposibilidad de hacer el bien, todo el bien que anhelo, he decidido consagrarme á Dios. Mas para consagrarme á Dios no quiero pasar una vida estéril, entregada á la meditación y á las oraciones. Tal género de vida, en cuya eficacia y santidad no entro ahora, ha sido siempre contrario á mi voluntad, a mi carácter y á la idea que yo tengo de la posible perfección en la tierra. Para ser perfecto es necesario luchar, y luchar con fe y con gran constancia, y derramar el bien á manos llenas aun sobre la tierra dura e ingrata.

»Conozco que todo esto será para vos muy largo y muy pesado. Mas perdonadme, Conde. Os quiero como á un amigo, y os confío mis secretos. Vais á saber todo lo que pasa en mi corazón, vais á juzgar, vais á aconsejarme. Continúo, pues, con vuestra venia. Una idea cruza por mi mente, quiero ser á toda costa Hermana de la Caridad. No hay vida, en mi sentir, tan exaltada, tan virtuosa, tan digna de Dios y del cielo.

»No vivir para sí, y vivir para los demás; llorar con todos los que lloran; sufrir con todos los que sufren; inclinarse sobre la cabeza del enfermo y aliviarle en sus males; orar al lado del moribundo y recoger su último suspiro; ir á los campos de batalla, donde todo es odio, á verter el amor, la caridad, la vida; enseñar al huérfano sus deberes; aparecer en todas partes como un mensaje de la Providencia, como un iris de paz y de consuelo, es un destino que me parece más hermoso, más grande que todas las coronas del arte, que lucen un instante y se apagan luego, sin dejar tras sí nada más que el fosfórico fuego fatuo, el recuerdo del placer.

»Yo lo confieso, Conde: he amado mucho, he amado con todo mi corazón, y ahora me persuado de que no he amado un objeto sino por la exaltación de mi amor hacia toda la humanidad. Mi amor, y os hablo con entera franqueza, mi amor es demasiado grande, demasiado intenso, para fijarse en un solo hombre. Es el amor que me posee, señor Conde, como el alma de mi alma, que ya no cabe en mi cerebro, y estalla y lo rompe; que ya no cabe en mi corazón, y lo desgarra. Siento un anhelo vivo, vivísimo, de sacrificarme; sí, de sacrificarme por mis hermanos. Yo no quiero, ni mis triunfos fáciles en el teatro, ni mis amistades del mundo. Quiero dejar de mi alma una huella inextinguible; la única huella que el alma deja en la tierra, es la virtud. Considerad vos mismo que va á ser de mí sin esta decisión suprema. Tal vez mañana Dios aparte de mi lado á mi madre. Mi corazón se ha cerrado completamente al amor. Cuando yo no amo á un sér como vos, tan digno de ser amado, es porque Dios no ha querido concederme el dón divino del amor. Sola, sin familia, destinada á distraer el fácil oído de gentes frívolas, de elegantes insensibles, de cortesanos corrompidos mi porvenir es tristísimo, mi vida es inútil. Recurriendo ahora a esta decisión suprema, recurro al único puente que me resta para pasar tranquilamente de esta vida á la eternidad. Me despido de mis coronas artísticas como de un peso abrumador. Abandono la gloria, los aplausos, como si abandonara la candente atmósfera de una gran tempestad. Huyo del mundo como el prisionero de una cárcel.

»Cierro mis labios, y apago mi voz como si apagara un gran lamento. Me parece que voy á entrar en la eternidad. Hasta ahora mi alma ha revoloteado por la vida como el ave entre las ráfagas de las grandes tempestades y de los horribles huracanes. Desde hoy me parece que he encontrado el árbol donde puedo respirar, aguardando tranquilamente la muerte. Creedlo: os lo digo con toda la ingenuidad de mi carácter, con toda la sincera espontaneidad de mi alma. Levantada en el dintel de otra vida; volviendo anhelante los ojos al tiempo que dejo tras de mí; resuelta ya y decidida a subir el ultimo escalón de mi destino, sólo un recuerdo me enternece; vuestro recuerdo: sólo un sér me arranca una lágrima; vos, vos, señor Conde, porque yo os hubiera amado si no fuera tan infeliz, tan desgraciada. Me ahogo de dolor. Adiós. -ANGELA.»

El Conde recibió esta carta, la leyó, y se sintió poseído de una desesperación inexplicable. Perder á Angela era una sentencia de muerte para el Conde. Su dolor, en tan supremo instante, fué tanto mayor, cuanto que alguna vez quiso vislumbrar, entrever un destello, un relámpago de esperanza, de esas esperanzas fugaces que nunca abandonan al desgraciado.

Su dolor en este trance fué intensísimo. Lejos de tomar ese aspecto de horrible desesperación, tremendo más pasajero, tomó el aspecto de una tristeza infinita, de una de esas tristezas que no asoman al rostro y apagan poco á poco la luz de la vida con un soplo. Volvió el Conde los ojos á todos lados, y no encontró ningún consuelo, ninguno. Dejó caer la cabeza sobre el pecho y empezó a murmurar estas palabras:

-¡Oh! Ha llorado por mi. Sí yo pudiera beberme esas lágrimas... Me abandona á mi dolor, á mi desesperación; ángel puro, ángel divino. Creo que me moriré. He llegado á concebir esa esperanza. Sí, si; me moriré, me moriré. ¡Qué felicidad! Ya estoy tranquilo; respiro mal, toso mucho, siento una calentura lenta; Dios se ha compadecido de mí, y me envía la muerte. En este fuego acrisolaré todas las manchas de mi vida. Yo me muero de amor, y el que se muere de amor debe encontrar misericordia en Dios. ¡Ah! Yo imagino á Angela pisando estrellas en el cielo, resplandeciente de hermosura, entre los coros de los ángeles, entonando el cántico de la bienaventuranza. Yo, si no puedo conseguir su amor en la tierra lo conseguiré sin duda alguna en el cielo. Sí, sí, porque me muero.

Cuando el Conde estaba embebido en estas reflexiones, apareció su criado Frank.

-Señor Conde,

-¿Qué quieres?

-Una carta.

-¿Por qué has entrado á interrumpirme?

-¡Ah! Me han dicho que era urgentísima.

-Bien: déjala ahí.

Frank la dejó y salió.

El Conde cogió distraído la carta, y fijó la atención en el sobre.

-Es letra de Margarita -dijo-. Será dar gracias por el perdón. Bien está -dijo-, y la dejó caer sobre la mesa.

Después dió dos ó tres paseos por el gabinete embebido en su idea, que nunca le abandonaba. Maquinalmente cogió la carta, la abrió y comenzó á leerla. Conforme leía se contraían sus facciones, se saltaban de las órbitas sus ojos, temblaba todo su cuerpo. Veamos qué decía esta carta fatal:

«Señor Conde: Sé que os debo la vida. Mas por lo mismo, creo de mi deber revelaros un secreto que pesa gravísimamente sobre mi conciencia. Angela os ha engañado. Angela ha querido salvar á mi esposo, al que era su amante, al que lo es hoy, pues me ha robado su amor. Allí, en el obscuro fondo de aquel mismo calabozo, he oído yo, yo, sus ósculos de amor, que han sido una grave, gravísima injuria contra mí. Ya veis que os engañáis en el juicio que sin duda habéis formado de Angela. Desde el momento en que descendió al calabozo Angela, yo no he vuelto á ver á Eduardo. Andan, sin duda, entregados á ese amor, si, á ese amor criminal que vos habéis protegido, que vos habéis alentado con vuestro generosísimo perdón. Creo de mi deber en este instante pagaros vuestro perdón con esta carta, y para que conozcáis todos los abismos, todos los corazones que os rodean. Si deseáis saber cuál ha sido el móvil de mis acciones, de todas mis acciones en este supremo instante, recordad, recordad que os debo la vida, y que esta gratitud me lleva á revelaros secretos que pesan con inmensa pesadumbre sobre mi conciencia. Adiós. -MARGARITA.»

El Conde, en el primer instante, después de haber leído la carta, la estrujó como para arrojarla en el suelo. La rabia, la pasión, le cegaron. Los celos se despertaron atropelladamente en su corazón. Recordó que Angela le había hablado de sus amores con Eduardo. Aquel recuerdo, como una puñalada, le taladró el corazón; le hirió profunda y amarguísimamente.

Mas bien pronto la reflexión dominó al sentimiento. El recuerdo purísimo de Angela se deslizó como una estrella sobre las alteradas ondas de sus pasiones, sobre el rumor horrible de sus celos. Era imposible que Angela, aquella mujer tan virtuosa, tan buena, tan ideal, manchara en el lodo las blancas, las hermosas alas de su alma, la pureza de su corazón y de sus sentimientos.

El amor que el Conde profesaba á Angela, era un amor puro, un amor verdadero. Más que la pasión tempestuosa y pasajera del sentido, era la pasión intensa, profunda, del alma. Así, sus celos pronto cobraron serenidad, sus dudas se desvanecieron, y el amor á Angela, vivo en su corazón, ardiente, exaltado, pero ingenuo y puro, ese amor le convenció de que Angela era pura como el pensamiento que inspiraba á su mente y el casto afecto que inspiraba á su corazón. Después, el Conde conocía de antiguo á Margarita, sus rencorosas pasiones, sus venganzas, su innoble corazón, sus perversísimos sentimientos, y sabia hasta qué punto se dejaba llevar, arrastrar de sus pasiones, y cómo sus pasiones la cegaban hasta no ver nunca, nunca, cuando se encontraba en este periodo de delirio, ni la verdad, ni la virtud, ni la justicia.

Así, tomó el Conde una decisión que nosotros no calificaremos, pero que sirvió mucho para acelerar de una manera triste el desenlace de esta triste historia. Inmediatamente que recibió esta carta, que pensó en la maldad de Margarita, que se persuadió de que no era, no podía ser cierta la infame acusación de Angela, aquella acusación que el genio del mal había querido escupir á la frente de la mujer que él amaba, se decidió á mandar esta carta de Margarita á Eduardo, con estas terribles palabras:

«Ahí tenéis, Eduardo; ahí tenéis una imagen fiel de la maldad de vuestra esposa.»




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- XXXVI -

Casualmente, Eduardo en todos aquellos días no había intentado más que ver á Angela. Deseaba postrarse ante el ángel que se le había aparecido en el calabozo, al dintel mismo de la eternidad, y lo había apartado del borde horrible del sepulcro.

Mas Angela, con esa virtud severa, verdadero distintivo de su vida y de su genio, se había negado á toda suerte de entrevista. Una tarde, al anochecer, salía Angela á, sus visitas cotidianas, a la casa del pobre, del desvalido, á repartir el pedazo de pan que le sobraba, y ese otro pan más sabroso aun, el consuelo del espíritu. Eduardo se le acercó.

-Angela -dijo.

-Caballero, no os conozco.

-Por Dios, Angela, óyeme.

-Ya sabéis, caballero, que no puedo escuchar vuestras palabras.

-Tengo que pediros un consejo -dijo Eduardo ya ofendido.

-Pedídmelo por escrito, pero no me habléis. Idos, idos, por Dios.

Eduardo se fué, entristecido de ver la actitud de Angela.

Al día siguiente la escribió esta carta:

«Angela: Me he separado de Margarita. Desde que se reveló toda mi vida pasada á mis ojos atónitos, he decidido volver á acercarme á los tiempos en que mi alma era inocente. Para volver á esos tiempos necesito olvidar á mi mujer, que me ha precipitado en hondos abismos. He tomado este partido después de muy meditado. Mas como á mis ojos se ocultan muchas veces manchas que vos veis; como necesito una inspiración, un consejo en este instante supremo, recurro á vos para que me digáis en conciencia qué debo hacer. Yo no puedo absolutamente vivir unido a Margarita. Esa unión me volvería á perder. También conozco que separarme es dar pábulo á la maledicencia de las gentes y estar mal mirado en la sociedad. Pero no hay remedio, no puedo vivir con Margarita. Su alma es más honda y más obscura que la prisión de que me habéis libertado. Sus palabras son una cuchilla más afilada y más fría que la horrible cuchilla que preparaba el verdugo para segar mi garganta. Por lo mismo, poco importa haberme libertado de la muerte del cuerpo si he de ir á dar en la muerte moral, en la muerte del alma. Vos habéis querido, Angela, que no recuerde aquellos tiempos, que son hoy mi delicia y mi tormento; no los recordaré. No queréis que recuerde lo que vos erais para mi, lo que era yo para vos; no lo recordaré tampoco. Pero, Angela, dadme, por Dios, un consejo.»

Angela contestó á Eduardo de esta suerte:

«Hacéis bien, Eduardo, en tratarme como si nunca nos hubiéramos conocido. La pasión, que era la fuente de todas nuestras acciones, se ha emponzoñado y puede ser causa de nuestra perdición. Guardémosla, pues, en el fondo del alma: que no salga nunca á los labios, que no se asome á los ojos, que no aparezca ni aun allá en la región misteriosa y sagrada del pensamiento. Es necesario que este fuego nos consuma, nos devore, antes mil veces que dejarlo escapar de nuestro sér, de nuestra alma. No hablemos ya más de esto. Olvidémoslo completamente. Me pedís un consejo: no tengo inconveniente ninguno en deciros mi sentir. Creo que hacéis mal, muy mal, en separaros de Margarita. Creo que faltáis completamente á vuestro deber. Tengo por inmoral, por indigno de un hombre, por reprobable á todas luces, eso de estar desunido, separado de la mujer á quien libremente habéis entregado vuestra honra, vuestra alma; de la mujer á quien os ha unido la Providencia.

»Por lo mismo, os ruego que no os separéis de Margarita. Sé que muchas veces sus consejos, sus palabras os han arrastrado al mal; pero esto, lejos de disculparos, agrava más y más vuestra falta. Margarita es mujer, y mujer apasionada; los afectos de amor y odio toman en ella cierta disculpable violencia. Mas vos, su esposo; vos, hombre, más reflexivo y más frío, debisteis, ya que erais su compañero, refrenar con avidez esas pasiones instintivas, y ser en la vida como la fría razón de Margarita. El hombre debe estar siempre deferente y obligado á la mujer que elige por compañera; mas cuando encuentre en ella instintos contrarios á la razón ó a la justicia, debe combatirlos á toda costa, mucho más si se considera que las faltas de la mujer son siempre, siempre, de mucha más grave trascendencia en la sociedad y en la familia, que las faltas del hombre.

»Por eso la sociedad, en cuyos menores actos hay siempre un gran instinto de justicia, ha querido que la mujer sea fiel, fidelísimo guardián de la vida moral de la familia, y ha hecho su honor mucho más quebradizo que el honor del hombre, para que lo guarde con más celo, con más religiosidad, con más cuidado.

»Queréis de mí un consejo, y os le voy á dar en estas palabras. Debéis vencer todos los malos instintos de Margarita; debéis corregir y refrenar sus pasiones. Mas nunca, en ningún tiempo, ni por ninguna causa, ni por ningún motivo, nunca debéis, Eduardo, nunca, separaros de ella. Es una parte de vuestro ser y la mitad de vuestra alma. A su lado debéis esperar la muerte; a su lado debéis reposar en el sepulcro; á su lado debéis vivir en la eternidad. Adiós.»




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- XXXVII -

Eduardo recibió esta carta de Angela al mismo tiempo que recibía la carta feroz que Margarita había mandado al Conde. Al ver tanta perfidia de parte de Margarita, tanto odio, un corazón tan pervertido, una inteligencia tan depravada, una intención tan manifiestamente criminal, Eduardo se indignó de tal suerte, que concibió el proyecto de hacer pagar para su mujer aquella ofensa. Encaminóse á su casa. Desde el día terrible en que fué puesto en libertad no había vuelto á ver á Margarita. Entró en su palacio, siendo muy acatado por los criados. Preguntó por su mujer, y le guiaron á un gabinete apartado. Entró en él con paso tardo y ademán amenazador y sombrío. Margarita estaba hojeando un libro con interés. Era una de esas novelas inmorales y obscenísimas escritas en italiano.

-¡Margarita! -dijo el joven.

-¡Eduardo, Eduardo! ¿Tu aquí?

-Yo aquí, Margarita; yo, que vengo aquí como la Providencia.

-Creí que estarías con Angela.

-¡Calla, infame; sella ese torpe labio!

-¿Qué mucho, si desde que la viste en la prisión has abandonado tu casa, tus deberes?

-Es verdad: he abandonado esta casa, que ha sido mi perdición; he abandonado estos deberes, que han sido mi cadena.

-Y ¿ahora lo sabes?

-Ahora. La proximidad á la muerte, á ese instante sublime en que la vida se aclara y se presenta á nuestros ojos en toda su realidad, me ha revelado todas mis faltas, todos mis crímenes; y mis faltas y mis crímenes han nacido aquí, en este recinto, y han sido inspirados por tu venenoso aliento.

-Me agrada, en verdad, Eduardo, la apología que haces de ti mismo; confieso que me agrada.

-¡Ah! ¡Ah!

Y Eduardo temblaba como epiléptico.

-Me agrada, sí, porque veo, veo tu dignidad de hombre.

-Margarita, la he perdido por ti.

-Eduardo, esa es tu mayor acusación; esa es tu sentencia inapelable.

-Sí, por ti.

-¿Y eres hombre, y no tenías la libertad a bastante á sobreponerte á mi capricho; y eres hombre, y no tenías voluntad bastante á contrastar mi voluntad; y detestabas el crimen, y te avenías con dejarte llevar al crimen? ¡Ah!

-Sí, sí, eso me sucedía.

-Pues si te sucedía eso, eres más que criminal, eres despreciable.

-¡Margarita!

-Criminal, serías grande; al menos tendrías la responsabilidad de tus actos. Juguete de otra voluntad, eres despreciable, eres como el asesino pagado...

Eduardo hizo un gesto de horror.

-O, si te parece muy duro -añadió Margarita-, como el veneno, como el puñal, que sin conciencia mata.

-¡Y tú, tú me echas en cara mis crímenes; tú, el único sér acaso que en la tierra pudiera disculparlos; tú, que sabes de qué medios tan rateros, tan víles, tan infames, te valiste para inspirarme una pasión criminal, la pasión loca y reprobable del sentido!

-¿Dices que yo debiera disculpar tus crímenes? Nadie mejor que yo conoce su causa; nadie, por lo mismo, puede más profundamente despreciar tu carácter. Hombre de impresiones, te dejas llevar de un instante, de un amor, de una sensación, como la débil hoja de la planta caída en la corriente.

-Sí, temo mi carácter, y quiero aprovecharme de este instante supremo, en que mi voluntad reina sobre mí, para castigarte cual mereces.

Margarita se levantó despavorida para huir. Eduardo había cerrado la puerta; Margarita conoció que era imposible huir, y exclamó:

-¿Qué pretendes?

-Que te sientes.

-¡Eduardo! ¡Eduardo!

-Margarita, estás en mi poder.

-¡Ah! Conozco que son terribles los caracteres como el tuyo. Hoy las impresiones del momento hablan contra mi en tu corazón. ¿Quién sabe si te arrepentirás mañana?

-¡Me conoces bastante! No sabes aun de lo que soy capaz. Este instante, en que el corazón me habla contra ti, lo aprovecharé, Margarita, y pagarás todas tus culpas.

-¡Santo cielo! ¿Qué vas á hacer?

-A emplear contra ti todos los medios que tú me has enseñado, toda la vileza que te debo. La serpiente que has abrigado te morderá el seno.

-¿Qué oigo?

-Sí, sí, Margarita: soy la Providencia.

-¡La Providencial ¡Orgullo terrible!

-Orgullo fundado.

-¿En qué?

-En la idea de justicia.

-¡Justicia injusta!

-Justicia del cielo.

-¡Tú, tu!

-Yo, yo soy el instrumento de la justicia del cielo...

-Eduardo, vuelve en ti.

-En mí estoy.

-Acuérdate de que soy yo...

-La serpiente que se ha enroscado á mi cuello.

-Acuérdate de que me has amado.

-¡Amor nefando, que maldice el cielo!

-Acuérdate que estás unido á mí por un juramento.

-¿Tú, tú invocas los juramentos?... ¡Tú, perjura!

-Eduardo, ¿qué piensas?

-Pienso castigarte.

-¡Perdón, perdón! -dijo Margarita cayendo de rodillas.

-No hay perdón.

-¡Perdóname, por Dios!

-No puedo, no debo.

-¿Qué te he hecho?

-Levántate del suelo.

-Eduardo, ¡por nuestro amor! Cálmate.

-Levántate y lee.

Eduardo sacó la carta que Margarita había escrito al Conde.

-Lee, lee.

Margarita cogió horrorizada la carta, y leyó en efecto.

-La he escrito yo -dijo lanzando un sordo gemido.

-¿La has escrito?

-Sí, la he escrito yo.

-¿La has escrito?

-No te lo niego.

-Y ¿qué merece esta carta?

-Merece tu amor.

-¡Mi amor! Mejor dijeras mi eterna maldición, mi eterno odio.

-¿No sabes lo que son celos?

-Lo sé.

-¡Pues bien! Celos tan sólo han dictado esta carta.

-¡Celos!

-Sí, celos, te lo juro.

-No: la ha dictado un sentimiento de maldad innato en tu alma.

-¡Ay!

-Está escrita con el veneno que guardas en ti.

-No, con mi amor.

-Y el amor, que hace á todos los seres virtuosos, ¡te hace á ti más perversa, más inicua, más malvada!

-¡Qué palabras á una débil mujer!

-¡Débil mujer la que maneja esas armas!

-Débil mujer, en quien está depositada tu honra.

-¿Y me lo recuerdas?

-¿Por qué no?

-Pues ¿no sabes que ese recuerdo puede darte la muerte?

-¡La muerte!

-Sí, sí, lo que mereces.

-¡Intentas matar á tu esposa!

-Mi esposa no, mi deshonra.

-Eduardo, sólo el cielo puede desatar el lazo que nos une.

-Y la muerte.

-¿Quieres matarme para unirte con Angela?

-¡Calla, calla, infame!

-Aleja, Eduardo, ese pensamiento de ti,

-¿Quieres que lo aleje cuando te veo y oigo?

-¡Dios mio, estoy perdida!

-Sí, perdida para siempre.

-Llamaré.

-Nadie te escuchará.

-Me defenderé contra ti.

-Prueba.

-Tú no puedes matarme.

-Debo.

-¿Vas á manchar tus manos con mi sangre?

-Sí.

-¿Lo has meditado bien?

-Lo he meditado.

-Y ¿lo dices así impasible?

-Impasible.

-¡Cielos!

-Nadie te puede socorrer aquí. Lee las palabras que me escribía Angela; leelas, y avergüénzate de ti misma.

-¿Qué? ¿De qué me hablas?

-De una carta de Angela.

-Dámela.

-Toma, toma y lee.

Margarita cogió con mano convulsiva la carta, la leyó y la dejó caer con menosprecio.

-Compara -dijo Eduardo recogiendo la carta-, compara tu lenguaje con ese lenguaje.

-Gazmoñería...

-Eso dice siempre el vicio de la virtud.

-La virtud; no creo en las virtudes que así desean lucir á los ojos del mundo.

-En la virtud que te ha salvado de la muerte.

-No debo agradecer esa salvación.

-¿También ingrata?

-No debo agradecerla, digo.

-¿Por qué?

-Porque no me salvo por mí, sino por salvarte á ti, por salvar á su amante.

-Margarita -dijo Eduardo con tono solemne-, sólo tú en el mundo has insultado á Angela.

-Porque yo sola conozco el corazón humano.

-Y lo juzgas por el tuyo.

-Lo juzgo por sus flaquezas.

-¡También escéptica!

-He notado, Eduardo, que echas mucho de ver mis faltas.

-Tú las muestras.

-Más las mostraba en otro tiempo, y no las velas tanto.

-¡La embriaguez de la pasión!

-Que ha pasado, ¿no es verdad? por otra embriaguez. Estás provocando mi justicia.

-¡Tu justicia!

-Sí.

-Y ¿que derecho tiene sobre mí tu justicia?

-El que me ha delegado la Providencia.

-Y ¿quién te castigará a ti?

-Dios.

-Y ¿á mí tú?

-Sí, yo

-De suerte que para que nuestros deberes sean recíprocos y nuestros derechos también, yo tengo el derecho de castigarte -dijo Margarita en són de burla.

-Y ¿te parece poco castigada mi falta por ti? El tenerte por esposa es una de las grandes desgracias de mi vida, es mi torcedor, es mi tormento.

-Desgracia, torcedor, tormento que no has sentido hasta que no bajó Angela á tu calabozo.

-¡Infame!

-Esto es histórico.

-Y ¿de ahí deduces lo que has dicho en la carta al Conde?

-Sí, sí, lo repito, y lo repetirla delante de la muerte.

-¡Margarita! Has pronunciado tu sentencia.

-La verdad me sentencia.

-No, esa lengua infernal, ese corazón depravado.

-No tan miserable como el tuyo.

-Dios se ha cansado ya de sufrirte.

-Siempre invocando á Dios, cobarde.

-Lo soy cuando todavía no he realizado mi intento; lo soy cuando vives.

-¿Quieres escudarte también con que Dios te ha inspirado el nuevo crimen que intentas?

-Las pruebas de ese crimen están aquí.

Y Eduardo señalaba las cartas.

-Es verdad: el crimen de haberte amado es terrible, es imperdonable.

-Yo te lo perdono, yo que soy la víctima.

-¡Generosidad excusada!

-Mas lo que no te perdono nunca, lo que no te perdonare jamás, es...

-¿Que?

-Esa carta.

-Como que ha herido á la mujer que adoras, á tu amante.

-¡Infame! ¿Así insultas á la virtud acrisolada, la pureza inmaculada y divina?

-¡Virtud, pureza, nombres vanos!

-Para ti lo serán siempre.

-Yo creo en la virtud que se manifiesta en la vida.

-Y ¿no crees en la virtud de Angela?

-No.

-¿Por qué?

-Porque yo he oído vuestro beso de amor en el calabozo.

-¡Oh! Esa calumnia vil, esa infamia, sólo puede pagarse con la vida.,

-¿Que oigo?

-Sí, vas á morir.

-¡Cielos!

-A morir; prepárate á morir.

-¡Oh, no! A tu esposa

-No es mi esposa, no puede serlo, mujer que así piensa, mujer que así procede.

-¡Eduardo, piedad!

-No te escucho.

-¡Perdón!

-No hay remedio.

-Y ¿no puedo llamar?

-No; estás condenada.

-¡Qué horror!

-Condenada á morir.

-Y ¿para eso me has libertado del verdugo?

-No conocía todo lo horrible, todo lo negro de tu alma.

-Eduardo, ¡piedad, piedad!

-Yo sólo oigo la voz de mi conciencia.

-¿Tendrás valor?

-Sí.

-¿Para asesinar á tu mujer?

-No eres mi mujer.

-Acuérdate de tu juramento.

-Sólo me acuerdo de esta carta.

-¡Ah! Te ha embriagado el amor, el amor hacia Angela.

-¡Ah!

-Maldita sea.

-¿Qué oigo?

Y Eduardo sacó un puñal. Al verse amenazada, se horrorizó la joven. Un sudor frío bañó su frente; una angustia mortal la poseía. Cubrióse el rostro con las manos, y comenzó á gritar:

-¡Dios mío, amparadme!

-Dios no te oye.

-¡Salvadme de este monstruo!

-Sólo te acuerdas de Dios en los grandes trances de la vida.

-¡Oh! No me matarás.

-¿Crees que aun soy débil?

-No me matarás.

-Lo he dicho.

-Me defenderé.

Y dirigiéndose á un estuche saco un puñal que empuñó con furia, blandiéndolo de manera que parecía el aguijón de una serpiente herida.

-Margarita, antes que en matar, piensa en reconciliarte con Dios.

-Yo, yo...

-Arrepiéntete de lo que has dicho.

-Nunca.

-Arrepiéntete.

-Y ¿me perdonas?

-No.

-¡Ah! Pues bien: yo creo que eres un malvado.

-En verdad, soy tu esposo.

-Creo que tu gazmoña amante quiere que vuestro amor, vuestra falta cometida en el obscuro calabozo, sea velada por un respeto aparente á la moral; y quiere unirse á ti, y para eso yo soy un obstáculo; y por eso la infame, la fementida, me mata por tu mano, víbora que yo aplastaré.

Eduardo no pudo sufrir más; cogió con rabia á Margarita del brazo, la sacudió fuertemente, y levantando el puñal, sin misericordia ninguna, ciego de ira, de rabia, se lo clavó en el pecho. Margarita dió un grito agudísimo, espantoso; un grito horrible. La sangre brotó de la herida, y cayó exánime en el suelo. Eduardo salió de aquel gabinete, despavorido, horrorizado: bajó, tomó la puerta de la calle, y huyó á, todo huir de su casa como un loco.




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- XXXVIII -

Después de estas escenas que acabamos de describir, suceden grandes acontecimientos para los personajes que forman el alma de nuestra narración. Eduardo se ha partido, huyendo de la justicia, al Africa, á sentar plaza en el ejercito francés. Margarita no muere de la puñalada que le asestó su marido en la última noche en que se vieron; pero perdidos todos sus bienes, confiscadas todas sus propiedades, separada del mundo, reducida a la miseria que puede imaginarse, en una casa solitaria, sin amigos, sin nadie, enferma, completamente enferma, pasa la vida más triste y angustiosa que puede imaginarse. ¡Tremendo castigo el que la Providencia prepara y hace sufrir á tan desgraciada, á tan infeliz mujer! Había educado un hombre para el crimen, y aquel hombre hiere sus entrañas. Lo había sacrificado todo al poder, y cae despeñada en gran envilecimiento. Había sólo estimado la riqueza, y se encuentra reducida á la ultima miseria. Había corrido tras las adulaciones de los cortesanos, y se ve sola y sin amigos. Había amado el placer, y se encuentra en la flor de su edad, cuando la vida debía serle más grata, cuando la felicidad debía desplegar sus alas sobre su frente, se encuentra enferma, sin poder respirar, sin poder apenas vivir. Sólo una infeliz mujer del pueblo se atrevió á recogerla. Sus amigos habían huido todos de su presencia como de la peste. Aquella mujer infeliz padecía todos los tormentos y todos los castigos que más podían humillarla, que más podían hacerla sufrir, que más la martirizaban. La Providencia, siempre justa; la Providencia, que da á cada uno su merecido; la Providencia había mostrado una vez más su poder en la tierra, su incontrastable poder.

Las confiscaciones; las deudas, nacidas de lo mucho que había prodigado sus rentas; el abandono de sus propiedades y de su riqueza, todo esto fué la causa de la perdición total de Margarita. Un día se vió arrojada de sus palacios, de sus jardines; vió vender públicamente sus joyas, sus dorados muebles, todo el ajuar de su casa; vió sus grandes propiedades vendidas para pagar sus deudas. Las pocas joyas que había sacado de su casa las fué vendiendo para comer en una casa de huéspedes. Mas como su herida la había dejado muy malparada, necesitaba gastar mucho en medicamentos, mucho, todo lo que reclama una larga enfermedad. Después la echaron de la casa de huéspedes ignominiosamente, porque no tenía con qué pagar su hospedaje. Una noche se encontró sola en las calles de Nápoles. Un pobre traje la cubría las carnes. Hacía muchísimo frío. Su herida la atormentaba; sus pies pisaban casi el barro, pues apenas bastaban á cubrírselos sus rotos zapatos; sus cabellos estaban como muertos, y por una inclemencia del cielo, desusada en estos hermosos climas del Mediodía, copos de nieve se deprendían de la atmósfera, y todo era horror en aquella espesísima y atroz noche.

Margarita, herida, pálida, enferma, recordaba con horror las noches en que ella paseaba aquellas largas calles reclinada muellemente en su carretela, acompañada de sus adoradores. Entonces, á su solo nombre se abrían todas las puertas; ahora todo estaba para ella cerrado: entonces su casa era el gran festín de Nápoles, y ahora no tenía siquiera un pedazo de pan que llevar á la boca. Y el frío de la noche arreciaba, y arreciaba el horror de Margarita; y la nieve caía sobre ella, y sus miembros estaban yertos, tan yertos como su alma; y todo era angustia, tristeza, horror. No había una ventana abierta, no había un recurso, no había una esperanza. Iba á morir sin remedio. Margarita, altiva como siempre, como siempre llena de grandes pasiones, pero con un temor invencible á la muerte, se sentó sobre un montón de mojadas piedras. Estaba allí meditando qué haría, a qué recurso apelaría. No contaba un amigo; no tenía adónde volver los ojos en tal trance.

Ni una persona siquiera le quedaba fiel, le quedaba amiga en la adversidad. Todos los horizontes se habían cerrado á sus ojos. Entonces comenzó a llorar, sí, á llorar amargamente su terrible suerte.

Cuando estaba así perdida, abandonada, una sombra se apareció á Margarita. Esta gemía.

-¿Quién llora?-preguntó la sombra con voz femenil.

-Una desgraciada.

-¿Quién sois?

-Una infeliz enferma sin amparo en el mundo.

La sombra se acercó, y á la luz del farol miró el rostro de Margarita, y lanzando un grito, dijo:

-¡¡¡Margarita!!!

-¡Angela! -gritó á su vez Margarita.

-¡Vos aquí en esta obscuridad, en este abandono!

-Yo, yo, sí. Y ¿vos me lo preguntáis?

-Venid conmigo.

-¡Nunca, nunca!

-¿Por qué?

-Porque estas heridas que llevo en el pecho, y que me atormentan, son vuestra obra.

-Margarita, ¿y lo creéis vos?

-¡Que si lo creo! Si las fuerzas no me faltaran, si no estuviese moribunda y aterida de frío, ¿creéis que viviríais?

-Por Dios, no os entreguéis á esas violentas pasiones.

-No tan violentas, en verdad, cual mi desgracia.

-Calmaos.

-Idos.

-Sin salvaros no me voy.

-Señora, idos de aquí.

-Margarita, seguidme. Os alojaré en mi casa, os cuidaré mucho; todo lo que merece vuestro estado.

-Después que vos me habéis herido...

-¡Yo! Ese es desvarío de vuestra mente.

-Hace más de seis meses que padezco esta herida en el pecho.

-¡Infeliz!

-Más de seis meses que me hirió mi marido, y no le he vuelto a ver; y no tengo hogar, ni amigos, ni familia, ni nadie en el mundo.

-¡Triste suerte!

-Tristísima. Pero ¿quien la ha causado, quién?

-¡Oh!

-No seáis gazmoña, Angela. Vos habéis sido la causa principal de todos mis dolores.

-¡Yo! Infeliz de mí.

-Vos, vos.

-Pues bien: si he sido, perdonadme.

-Nunca.

-Perdonadme, y venid conmigo, y seguidme.

-No puede ser, no debe ser.

-¿Por que?

-Porque la víctima rechaza á su verdugo.

-Os cuidaré.

-No quiero ni la salud de vos.

-Por Dios, Margarita...

-¿Qué habéis hecho de Eduardo, Angela, qué habéis hecho?

-Lo menos hace seis meses que nada he sabido de él.

-¡Mentira!

-Os lo aseguro.

-Vos me lo arrebatasteis.

-No es verdad, Margarita. Vuestro enojo, os trastorna el seso.

-¡Aun me insultáis!...

-Os digo que hace mucho tiempo que no he visto a Eduardo.

-Y ¿por qué se ha ido?

-No se ha ido por mi consejo.

-Y ¿por qué me ha abandonado?

-No os ha abandonado tampoco por mi consejo.

-No me digáis eso.

-Os digo la verdad, toda la verdad.

-Y yo, sola; y yo, pobre; y yo, muriéndome por esas calles de Nápoles, sin abrigo, sin casa.

-Tomad, tomad mi abrigo -dijo Angela, desciñéndose el que llevaba.

-Ya os he dicho que nada quiero de vos.

-¿Por qué?

-Porque de vos sólo quiero y sólo debo tomar una cruel venganza.

-¡En estos instantes pensáis en vengaros!

-Me faltan fuerzas, pero no voluntad.

-Pensad en Dios.

-Dejadme de gazmoñerías.

-Dios, que es el único, el eterno consuelo del infeliz.

-Yo no tengo consuelo en nada ni en nadie.

-Os rebeláis contra Dios.

-¡Ja, ja, ja!

Y Margarita lanzó una carcajada.

-Sí, contra Dios, porque os envía el consuelo por mi mano, y no queréis aceptarlo.

-No, no, nunca.

-Porque os socorre, os envía el pan, y vos envenenáis sus presentes.

-Dejadme: estáis atormentándome.

-No me puedo resignar á dejaros aquí sola.

-Pues me estáis matando.

-Margarita, por Dios, seguidme.

-No, mil veces no.

Y Margarita se levantó como herida, y miró á todas partes como delirando, y exclamó:

-¿Cómo me libertaré de esta mujer? Adiós.

Y como sacando fuerzas de flaqueza, se perdió en una obscura encrucijada.




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- XXXIX -

Angela se fué con el corazón oprimido y los ojos llenos de lágrimas. Había salido de su casa á repartir con mano generosa en las sombras de la noche el consuelo al desgraciado, el pan al hambriento. Ella, ardiendo siempre en caridad, en amor por todos los infelices, había querido consolar á Margarita, y Margarita había rechazado sus consuelos. Así, se fué á su casa toda congojosa, y angustiada, y triste.

Margarita se dejó llevar de su instinto. Huir de Angela, huir de aquella mujer á quien atribuía todos sus males, era su principal instinto. Margarita, apasionada como siempre, no podía ver en su presencia aquella beldad, que le recordaba á Eduardo; aquella, mujer, que había ejercido una decisiva influencia en su vida. Mas la noche se espesaba, crecía el frío, la nieve caía en abundancia, las calles eran como un desierto, y Margarita imaginaba que debía ser aquella la última noche de su vida.

¿Dónde ir? ¿Qué hacer? Todo se obscurecía á, sus ojos, todo. En aquel mundo inmenso no encontraba un asilo. Era más desgraciada que el último reptil de la Naturaleza; más desgraciada que los seres que se movían bajo sus plantas, que los mil insectos desparramados por el campo. Volvió á sentarse sobre una piedra, y la nieve materialmente la llenaba, y parecía que iba á enterrarla bajo sus copos, y el frío sacudía todo su cuerpo.

Cuando ya se creía próxima á morir, Dios le reveló un pensamiento; llevó á su memoria un recuerdo. Se acordó que allí, cerca del sitio donde estaba, vivía una pobre mujer que había estado en otro tiempo á su servicio. Aquella mujer había recibido de ella algunos beneficios, y podía acordarse de esos beneficios. Una duda le asaltaba en aquel instante. ¡Cuántas y cuántas personas habían asistido á sus bailes, á sus fiestas, y ninguna, absolutamente ninguna, se acordaba de Margarita! ¡Ah! Si la desgraciada hubiera creído más en Dios y en su Providencia, hubiera visto que ese mal, ese placer, ó muere instantáneamente, ó da, tarde ó temprano, de sí el dolor, al paso que el bien y la virtud producen siempre, siempre, grandes bienes, divinas é inextinguibles virtudes.

Margarita, por fin, se encaminó á la casa donde había pensado ir, á la casa de la pobreza, donde tal vez encontraría el asilo que le negaba la casa del poderoso. Dió con ella, y llamó repetidas veces. Dormían, y la pobre mujer se levantó, como quien se ve interrumpido en el primer sueño, maldiciendo y renegando. Abrió una ventana, y al pronto no conoció á Margarita. Mas así que se cercioró de que era su antigua señorita, salió á abrir la puerta, la abrazó, encendió lumbre para que se calentara, la coció unas sopas, la rebujó bien con un ropón suyo, la acarició mucho, casi llorando, al ver aquella grande y enorme desgracia, y por fin le cedió su lecho. ¡Merecida lección de la Providencia, tremenda, como todas las que da la Providencia!

Aquella mujer orgullosa iba á bajar su altiva frente en la choza de un pobre; aquella mujer, que despreciaba los palacios, tenía que recurrir á las cabañas; aquella mujer, que llevaba en pos de sí una corte de aduladores, se veía sola y abandonada; aquella mujer, que había tantas veces dudado de la Providencia, sólo fue salvada por la Providencia en aquella tremenda y horrible noche. ¡Lecciones merecidas que da la Providencia! No me cansaré nunca de inculcar en el ánimo de mis lectores algunas máximas que creo salvadoras. Debemos amar el bien, por ser bien; debemos apartarnos del mal, por ser mal. Ningún interés debe llevarnos á las buenas acciones, ni debemos separarnos de las malas por temor al castigo. Desde el instante en que un principio, un sentimiento de utilidad se mezcla á una buena acción, pierde todo su esplendor, toda su grandeza, todo su brillo. Desde el momento en que sólo el temor de un castigo cierto nos retrae de cometer una mala acción, moralmente es como si la hubiéramos cometido. Pero, á pesar de todo esto, no debemos olvidar que así como una verdad encierra una larga serie de verdades, el bien, la buena acción, contiene muchas buenas acciones, y el mal, las malas acciones, contienen muchas acciones de su mismo género; y que al fin el bien, como consecuencia de nuestra naturaleza, nos enaltece, y el mal, como contrario á nuestro espíritu, nos degrada, nos rebaja y engendra el mal.




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- XL -

Angela había ya decidido de su suerte; se había abrazado á su vocación; á ser, con todo el entusiasmo propio de su gran alma, Hermana de la Caridad. El teatro, que había sido para ella tan glorioso; el arte, que había circundado de tantas y tan espléndidas coronas su frente, le repugnaban; parecíale que la virtud, y solamente la virtud, era hermosa, y grande, y perdurable. Todo lo demás del mundo era á sus ojos como si no fuese. El consuelo del afligido, la salud del enfermo, el amparo del huérfano, todo eso ser, todo eso debía ser Angela. En la noche en que encontró á la infeliz Margarita, después de haber largo tiempo combatido con su corazón, que le inclinaba á ir en pos de Margarita, se retiró á su casa. Estaba en vísperas de abrazar su nueva carrera, de consagrarse á Dios. Algunas veces había luchado contra esta tendencia de su corazón. No se crea que Angela había llegado á esta decisión suprema de su alma sin luchas y sin combates; no se crea esto.

Muchas veces la hermosura del mundo la hubiera distraído de su pensamiento; muchas veces, al verse en los grandes bailes, en los magníficos salones al calor de aquella atmósfera, se había despertado en su alma el deseo de anegarse, de perderse en aquel mar de sensuales delicias; pero la voz poderosísima de su virtud, la pureza de su alma, su mismo desgraciado amor, habían sido bastante á salvarla en el obscuro borde de los abismos.

Otras veces, cuando oía los aplausos que la acompañaban en el teatro; cuando el entusiasmo enardecía los corazones; cuando mil flores calan á sus pies y una corona de laurel ceñíase á su frente, aquella tempestad de entusiasmo, tan propio para despertar en el ánimo grandes ambiciones, la llevaba á creerse feliz; felicidad engañosa, que caía deshojada como una flor, y que se derramaba por los aires como un suspiro.

Pronto volvía en sí de su entusiasmo, y pronto echaba de ver la nada de aquellos triunfos. En esta noche llegó á su casa. Estaba profundamente conmovida, y abrió la ventana de su habitación. Se veía el mar y el Vesubio, que exhalaba una especie de sonrosado vapor, parecido á los primeros albores de la mañana. La blanca nieve cubría el suelo y los tejados; y la luna, habiendo podido herir con su tenue rayo las nubes rielaba, aun que fugazmente, en las aguas y en la nieve.

Cuando á través de un nublado de obscuridad densa llega el alma á ver un pedazo de cielo, se regocija, como cuando en la desgracia y en el abandono ve un amigo. Angela sentía cierto placer en este instante; parecíale que aquel espectáculo de la Naturaleza convidaba al amor. Una especie de sensación voluptuosa la hacía aspirar las emanaciones de la Naturaleza, el soplo de las brisas, como si fueran los besos de un amante. El deseo de vivir, y hasta el deseo de gozar, se despertaban en su alma, ó mejor dicho, en sus sentidos. Hay en la naturaleza meridional cierta voluptuosidad que embriaga. El mar en calma; el cielo que se aparece á través de gasas que huyen; el rayo de la luna, que ora brilla, ora se esconde; los copos de la nieve, apenas prendidos á los árboles, prontos á deshacerse á un beso de fuego; el Vesubio hirviendo: todo esto debía despertar el deseo en el ánimo de Angela.

En esto se oyó una música voluptuosísima también. Parecía la voz de la Naturaleza, que convidaba al amor. Era una serenata, una serenata á Angela, una serenata que le daba el Conde. No parecía sino que el mundo había querido escuchar la aspiración de Angela, y que la luna, las brisas, los campos y las ondas entonaban un cántico para ofrecerle la dorada copa del placer.

Una canción de amor, una dulce canción de Bellini, hirió los aires. No ha habido en el mundo poeta que haya expresado el amor como Bellini en sus cánticos. Y en el silencio de la noche, bajo el cielo de Italia, á la luz pálida de la luna, en presencia del azulado Mediterráneo, al pie de la ventana de una hermosura que palpita con el pecho rebosando amor, una canción de Bellini entonada por la voz de un amante, y de un amante que delira, y de un amante que es desgraciado; una canción de Bellini debe ser como el canto del amor en su esencia, como el acento inimitable de todos los grandes dolores y exaltadas pasiones del alma.

Angela sintió toda la triste melancolía de aquel canto. El corazón latió con fuerza en el pecho. Todo el amor de su corazón, todas sus grandes pasiones se despertaron en su alma. El deseo de vivir, de amar, se apoderó completamente de su ánimo. Sintió en un instante todo lo que se oculta de hermoso, de grande, en la Naturaleza, en la creación, en la sociedad, en el arte. Su sangre joven hervía con el calor de la juventud al abrasado soplo de las ardientes pasiones. Sacó la cabeza para respirar las auras, las brisas húmedas de la noche; los rizos de su cabellera le cubrieron el rostro, y un rayo de luna que atravesó las nubes, rodeó de una hermosísima aureola aquella artística y hermosísima cabeza. Renunciar á todos los placeres de la vida, á los aplausos de un público entusiasmado, á los goces de la familia, á la esperanza de un nuevo amor, á todos esos afectos y pasiones que encantan la vida, es un tristísimo, un cruento sacrificio. Y cuando la vida late con todo el entusiasmo de los primeros amores; cuando la sangre corre por el cuerpo como exuberante savia; cuando la imaginación abre sus pintadas alas llenas de mil ilusiones, matizadas de mil colores; cuando el espíritu aspira á lo infinito y se pierde en sueños, delicias, imágenes, sentimientos; cuando sucede todo esto en ciertas edades felices de la vida, separarse del mundo, separarse de la sociedad, es superior propósito á la débil naturaleza; y así, Angela, embriagado su corazón por todo lo que presenciaba, por todo lo que veía y oía, se olvidó por algunos instantes de su juramento, y pensó vivir, y vivir en la sociedad, en el mundo.

Hubo un instante en que creyó que iba á amar; un instante en que creyó que el Conde había tocado en su corazón: el espectáculo de la Naturaleza, el olor de la violetas que en un jarro tenía en su ventana, a luz de la luna, las brisas del mar, el eco de aquella voz enamorada, el acento de aquella música voluptuosa, todo, todo esto habló en su ánimo con su irresistible elocuencia y enardeció la sangre de su corazón.

Pero entonces el rayo de la luz de la luna iluminó una alta cruz que se levantaba sobre un campanario. El signo de la redención humana, destacándose del obscuro fondo de las negras nubes, relució como un lábaro santo á sus ojos, como la divinización del dolor y de la tristeza. Entonces las alas de las pasiones terrenas, que se habían apoderado de su espíritu, quedaron quemadas en aquel fuego de amor divino, y un mar de lágrimas inundó su rostro. «El sacrificio, el sacrificio y decía Angela, es necesario; el sacrificio á toda costa. Vivir para el arte, para el teatro, es vivir para el placer de los felices; vivir para el hospital, para el campo de batalla, es vivir para el consuelo de los desgraciados. Hermosa, muy hermosa es la corona de diamantes que el poderoso arroja como un dón á las plantas del artista; pero es más hermosa esa otra corona ideal que las lágrimas de los infelices, cuajadas en invisibles perlas, ciñen á la frente de la Hermana de la Caridad. Triunfar con el canto, con el arte, en un hermoso teatro, inundado de luz, resplandeciente de hermosura, lleno de beldades que laten de amor, de placer, á los ecos divinos de aquellos cantares, puede ser muy hermoso, muy bello; pero es sublime, verdaderamente sublime, bajar á los tristes hospitales, á los campos de batalla, á las negras chozas, á las casas miserables, al lecho infeliz del moribundo, á sostener en su combate la virtud, á exaltarla al cielo, á recoger el último soplo del moribundo, á guiar su alma á la bienaventuranza, á orar sobre su cadáver inanimado y frío, á seguir el vuelo de su alma, purificada por el martirio y el dolor, hacia Dios. En esta sociedad de egoísmo frío; en esta sociedad que aísla á cada sér en sí, en su casa, en su propia vida; en esta sociedad positiva, un sér que se sacrifica por sus hermanos, que busca el dolor, las lágrimas, los quejidos; que se goza en derramar por doquier consuelos; que vive para dar vida á todos los que sufren; un sér consagrado á la heroicidad más alta, á la heroicidad moral, es indudablemente un ideal de virtud que brilla como el astro, como la estrella, entre las espesas tinieblas de la noche.»




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- XLI -

Un día antes de que Angela abrazara su nuevo estado, el conde Asthur fué á verla á su casa. Estaba más hermosa que nunca. La tranquilidad de su alma se reflejaba en su mirar y en su frente. Estaba vestida de blanco; sus cabellos lo caían en dos gruesas trenzas, descuidadamente, sobre sus espaldas. Su hermosura, decíamos, resplandecía como nunca. Era como el ultimo rayo del sol cuando se balancea sobre el ocaso, que parece á nuestros ojos más puro, más limpio y más hermoso.

El Conde le dirigió al entrar estas palabras:

-¿No hay remedio?

-No le hay.

-¿Mañana?

-Mañana.

-¡Terrible día!

-El día más hermoso de mi vida.

-¡Angela! Sois muy cruel.

-¿Por qué?

-Porque vais á abandonar por la religión de la caridad, la dulce religión del arte.

-No lo siento.

-Porque vais á abandonar á vuestros amigos, y estáis alegre.

-Señor Conde, sólo por algunos amigos siento abandonar la sociedad.

-¿Por mí? ¿Acaso por mí?

-Acaso por vos.

-Soy feliz.

-¡Ah!

-Soy feliz, porque he logrado inspiraros algún sentimiento.

-Siempre me habéis inspirado una acendrada, una verdadera amistad.

-¿Nunca amor?

-Nunca.

-¡Y vamos á separarnos!

-Para siempre.

-Angela, en mi vida no puede haber ya tranquilidad.

-Rogaré á Dios por vos.

-¡Una oración!

-También una oración.

-¿Ningún otro recuerdo?

-Ninguno.

-Yo no puedo vivir en el mundo.

-No creo tal.

-No me resigno á vivir en un mundo de que vos habéis huído.

-Nada más fácil que encontrar consuelo.

-¡Ah! No, no lo hay para mi herido corazón.

-No parece, Conde, sino que soy yo sola en el mundo.

-Para mi, sola.

-Otras mujeres...

-No, no.

-¡Conde!

-No puede ser.

-Consolaos.

-No puedo consolarme.

-¡La vida es tan espinosa!

-Pero esta muerte anticipada es tan triste...

-No puede ser muerte la consagración á la caridad

-Para mi corazón es la muerte de la esperanza.

-Y ¿por vuestro corazón medís el mundo?

-Sí.

-Y ¿por vuestro corazón medís el cielo?

-Sí.

-Os engaña ese vuestro duro egoísmo.

-¿Egoísmo á un amor que me abrasa el alma?

-Será egoísmo de dos, pero al fin es egoísmo.

-Y ¿no podré veros?

-No: mi vivienda será el campo de batalla, el hospital y la choza del pobre moribundo.

-¿Vos, que habíais nacido para el arte...

-Sí, es verdad, para el arte; pero no para ese arte que vos encarecéis.

-¿Queréis negar á Dios hasta la grandeza del dón del canto que os ha concedido?

-No, en verdad.

-Pues ¿cómo renegáis del arte?

-Hay un arte más grande y más difícil que el arte que encarecéis á mis ojos.

-¿Cuál es?

-El arte de la vida.

-Y ¿no podíais vivir bien aquí en el mundo? ¿No podíais ser feliz, vos, la primera artista de Italia?

-Más feliz me creo siendo su última Hermana de la Caridad.

-Me partís el pecho.

-Creedme, creedme.

-Me desgarráis el alma.

-Conde, hermosear el. alma es nuestro destino.

-Y el alma, ¿no es hermosa cuando lleva su lira, cuando entona un dulcísimo canto?

-No es tan hermosa como en los instantes supremos en que se acerca á un desgraciado y consuela á un afligido.

-Mas para eso, ¿era por ventura necesario que fueseis Hermana de la Caridad?

-Lo era.

-Pues no advierto la causa.

-Lo era.

-¿Por qué?

-Porque yo no me contentaba con dedicar un instante á mis hermanos, instante que les regateaba el arte y el mundo.

-Angela, ¿y para hacer felices á tantos se res me hacéis á mí infeliz?

-Vuestra infelicidad no podía yo consolarla.

-Es cierto. Hermana de la Caridad, vais á consagraros á curar enfermedades, á socorrer infelices, á serenar tempestades y desgracias: y ¿no podéis curar esta gran enfermedad de mi alma? ¿De qué sirve, pues, vuestra ardiente caridad?

-¿Y la enfermedad de mi alma?

-Esa enfermedad la puede curar vuestra razón.

-No, ni la misma muerte. Atravesaré el tiempo que me separa de la eternidad, y al entrar en la eternidad llevare conmigo este dolor inmenso, infinito, esta incurable desesperación, que es, que ha sido, que será mi eterna desgracia.

-Aun así os podéis consolar.

-¿Cómo, cuándo, de que manera?

-Mucho desconfiáis de Dios.

-¡Ah! ¿No veis impresa en mi frente la indeleble huella de su justicia?

-¿Por qué, por qué os quejáis así?

-¡Y me lo preguntáis vos, Angela!

-El mundo, nuevos amores, ofrecen consuelo.

-El mundo para mí está vacío, el amor me es imposible sin vos.

-¡Conde! Ya os he dicho que Dios me ha negado el amor.

-¡El amor para mí!

-El amor mío sólo puede ser ya el fuego de la caridad.

-¿Conque al fin me abandonáis?

-Sí, Conde. Esta debe ser nuestra última entrevista; éstas nuestras últimas palabras.

-¡Ah! Se me oprime el alma.

-También sobre mis ojos cae como una niebla.

-Sentís...

-Siento este instante.

-¡Oh! ¡No volvernos á ver!

-No.

-¿Nunca?

-Nunca. La virgen consagrada al Señor, en su ardiente caridad, debe desceñirse de todos los lazos materiales, quebrar todas las cadenas, el amor, la amistad; ser solamente para sus hermanos.

-Yo no puedo ya ver el mundo; me parece un mundo sin sol. Separado de vos, de mi amor, yo no puedo vivir.

-Conde, cerrad vuestro labio á esas palabras.

-¡Oh! La verdad pura como el cielo, como la inmaculada luz, no puede ser nunca, nunca, un crimen. Dios no puede castigar la verdad.

-Señor conde...

-Dios no puede castigar esta pasión que, en medio de su gran desgracia, me ha enseñado el camino de la virtud, el camino del cielo.

-Pues bien, seguidlo hasta el fin; seguidlo, y me daréis una prueba de que no olvidáis mi nombre.

-En este mismo instante abandono el poder.

-Tenéis razón; hay un poder más alto, que es el poder de hacer bien.

-Abandono la corte.

-¡Conde!

-Y en un retiro, en el campo, pasaré mi vida, para que el mundo no me distraiga de mi pensamiento.

-Pero una vida abandonada á la soledad es una vida estéril.

-Vos lo habéis dicho; no pienso esterilizar mi vida.

-Empleadla en aliviar á vuestros hermanos en sus males.

-Voy á reunir á mi alrededor una pequeña colonia de trabajadores.

-Justo, justo.

-Les enseñaré sus derechos y sus deberes; les hablaré de Dios; haré que sea su vida feliz en el trabajo.

-Eso debéis hacer.

-¿Quién sabe si de aquellos pobres infelices nacerán buenos hijos de Italia?

-¡Oh! En el mundo moral, como en el mundo físico, cada cosa produce sus semejantes. La semilla de la virtud dará de sí grandes virtudes.

-Y entonces no habrá sido estéril mi vida. Yo recordaré en el silencio de mi retiro que vos habéis sido la estrella de mi vida, que vuestro nombre y vuestra alma me han guiado á la virtud.

-Comprenderéis un amor más sublime que este amor.

-Todos los días, al salir el sol, os bendeciré, porque vos habéis sido el sol de mi vida y de mi alma.

-Me enternecéis.

-Recordaré que yo estaba sumido en el polvo de las bajas pasiones, en la venganza, en la sed hidrópica de riqueza y de poder.

-Justo, justo.

-Y recordaré también que vuestra voz, esa dulce celestial reclamo, despertándome a mi vida, ha abierto en mi ánimo los horizontes infinitos de la virtud.

-¡Oh, señor Conde! Me reconciliáis con la vida.

-Mi primera oración será para vos; mi última palabra para vos. Dios me admitirá en la eternidad porque llevaré vuestro recuerdo.

-No, porque llevaréis la virtud.

-Mi virtud, mi virtud, la fuerza misteriosa de mi alma, es vuestro amor. Conde, debemos separarnos. Suena la hora...

-Separémonos, pues.

-No me, olvidéis.

-¡Yo, yo!...

Y el Conde se ahogaba de dolor.

-Pensad en Dios.

-Pensaré en vos.

-Orad por mí.

-¿Y vos?

-Yo rogaré al cielo que seáis feliz.

-Mi felicidad sería...

-¿Qué?

-Un recuerdo vuestro.

-Le tendréis.

-¡Oh!

-Sí, le tendréis.

-Dadme vuestra bendición -dijo el Conde hincando la rodilla en tierra. Angela puso sus dos manos sobre la cabeza del Conde y murmuró una religiosa plegaria. El Conde se levantó y dijo estas palabras:

-Ya estoy más animado para este tremendo trance. Adiós.

Dos grandes sollozos se mezclaron en los aires, al mismo tiempo que aquellos dos seres se separaban.




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- XLII -

Era una hermosa mañana. A la puerta de la iglesia de Nápoles se reunía gran multitud, que aguardaba un extraordinario acontecimiento. Muchos coches, ricamente engalanados, llenaban las avenidas, mostrando con su lujo y sus preseas que todas las clases igualmente se interesaban en aquella religiosa ceremonia. La curiosidad se pintaba en todos los semblantes, afecto que se trasluce y transparenta de una manera admirable. Y en verdad, el acontecimiento no era para menos. La mujer cuya voz había sido la delicia de la corte, el ángel del arte, la reina de la moda en Nápoles, había menospreciado sus triunfos, había desoído sus aplausos, había roto sus refulgentes coronas, y se abrazaba á la Cruz, y hacia el gran sacrificio de condenarse á arrastrar su gloriosa vida por los hospitales, por los campos de batalla, por las chozas de los enfermos, por todos los tristes hogares donde llora y sufre la triste humanidad.

Era ésta una gran lección dada al mundo, un gran ejemplo dado á la sociedad. Las que andan tras los adoradores, las mujeres que sólo viven oyendo el engañoso rumor de la lisonja, veían una mujer, de tantos idolatrada, abrazarse á su única tabla en el gran naufragio de la vida, á la virtud, al sacrificio. Los seres que sólo gustan de los aplausos, que viven respirando ese aroma que pasa y se desvanece y se disipa como el humo, velan á la mujer aplaudida, a la mujer coronada, hollar sus coronas, y en vez del grito de entusiasmo escapado del pecho herido por el arte, buscar el ¡ay! desgarrador del moribundo y del enfermo. Los que no creen en la virtud, seres desgraciados que imaginan la sociedad un centro de vicios y el corazón humano sepulcro lleno de miserias, en aquella mujer ideal veían un ángel que llevaba en sus sienes la aureola más preciada que puede alcanzarse en la tierra, la rica aureola de la perfección moral. Así, nunca el triunfo de Angela había sido más grande, más esplendoroso; nunca su voz le había granjeado tantos aplausos; nunca en el teatro, vestida deslumbradoramente, llena de perlas y diamantes, se había mostrado tan hermosa como en aquel supremo día de su vida, cuando iba á vestir el tosco sayal y la humilde toca.

Sin duda reconoce el mundo, ese mundo tan injustamente tratado por muchos moralistas, que la belleza más bella, y la sublimidad más sublime, es la virtud; reconoce el mundo que la perfección moral se refleja con un tinte sonrosado en el rostro, y hermosea todo nuestro ser, y lo engrandece, y lo exalta, y lo transfigura, pues siempre el mundo tiene para la virtud gloria y respeto.

Así es que toda aquella muchedumbre que se agolpaba á la puerta, que iba allí á ver á la mujer extraordinaria, en realidad, de aquel espectáculo aprendía una enseñanza moral mucho más alta y provechosa que las pláticas de muchos libros y de muchos sermones de muy severos y graves moralistas. No hay ideal de virtud tan bello como el que ven los ojos; no hay enseñanza tan grande como la enseñanza práctica. Así, el ser virtuoso es á un tiempo mismo la idea Y el hecho, la lección y el ejemplo, la teoría y la práctica, la enseñanza y el modelo, la voz que excita la virtud y la fuerza que separa los grandes obstáculos de que el camino de la virtud se halla sembrado, mostrando en la hermosura de su vida y en la grandeza de su alma nortes á do convertir la mirada en las grandes tempestades y en los amargos trances á que esta sujeta nuestra dolorosa existencia. Por eso Angela se presentaba en esta ocasión tan grande, y ninguno de sus triunfos igualaba á este triunfo, y ninguna de sus glorias igualaba á esta gloria. Después de todo, el arte más difícil es el arte que consiste en hermosear nuestra vida; el objeto más bello á que podemos consagrarnos, es á iluminar con la virtud nuestra alma. La virtud es un deber; pero es un deber muy hermoso, muy grato. El camino de la virtud está sembrado de flores. La tranquilidad del ánimo, la luz en la conciencia, la esperanza en el corazón, son dones riquísimos del cielo, dones que no apreciamos en todo su valor sino cuando no los tenemos, cuando nos aflige el agudo y penoso remordimiento.

La iglesia se presentaba como para una fiesta. El altar mayor está cuajado de flores y de luces. La Virgen, Madre de Dios, se levanta en el ara, cubierta de rosas. Los ángeles la rodean, y la miran como arrebatados de amor. El incienso sube en espirales al cielo; el canto sagrado resuena solemne y acompasadamente bajo las sagradas bóvedas. La gran cantora, el ornamento del teatro, va á ceñir el tosco sayal de Hermana de la Caridad. A un lado del altar se ven las damas de la corte, cargadas de pedrería: el mundo que va á dejar Angela. A otro lado del altar se ven las Hermanas de la Caridad con sus toscos sayales: el mundo que va á elegir Angela. Allí se ve bien manifiestamente lo que es la vida, lo que es la virtud. Aunque unas aparecen más lujosas, las otras llevan sobre su frente una aureola más preciada, más luminosa. Todos los concurrentes, sin embargo, se entregan á profundas meditaciones. ¡Qué enseñanzas tan sublimes no dan los grandes hechos que pasan á nuestra vista!

Aquella pobre muchacha que anduvo un día cantando Por las calles de Nápoles, fué realzada á reina de los salones y de la moda por la corte. Aquella mujer, desde el alto asiento á que la alzara la Providencia, va á ser, por su propia elección, Hermana de la Caridad. Muchas, la mayor parte de aquellas, damas, no pueden comprender, ni explicar. el sacrificio de Angela. Una mujer que abandona ricos brocados por un sayal, los salones por los hospitales, á la mayor parte de aquella frívola gente de corte le parecía asunto más para una novela que para la vida real.

Angela es el único sér que no se maravilla. Su acción le parece tan natural, que ni siquiera la extraña, ni siquiera considera el trance en que se encuentra. Va á abrazarse á la Cruz, a seguirla en el mundo. Desde lo alto de aquella Cruz sabe que puede, transformada, bendecida, regenerada, levantarse como un hermoso ángel á los cielos.

Así, Angela no miraba, ni aquellas cabezas que se apiñaban para contemplarla, ni aquellos preparativos, ni el mundo que tras de sí iba a dejar. Sólo miraba con verdadero entusiasmo aquellas sus hermanas, sencillamente religiosas, con las señales de su martirio, de sus luchas, de sus sacrificios, en la frente, como estrellas que guían á la eternidad.

Sus amigas la abrazaban, y en algunos instantes sentía abandonarlas. Mas cuando algún asomo de duda ó de incertidumbre pasaba por su animo, volvía los ojos á sus hermanas, á sus compañeras en el sacrificio, y sentía un nuevo aliento en su pecho, una nueva y más esplendida inspiración en su conciencia.

Llegó el instante de separarse de su anciana madre. En tan supremo instante se le partía el corazón en mil pedazos. Su valor era sombrío, triste, como esas tempestades que nunca pueden resolverse en lluvia. Un gemido sordo se escapó de su pecho; sus rodillas temblaban y cayó de hinojos, y su madre la dió su bendición, que la animó para proseguir en su calvario.

Angela dejaba á su madre muy bien, con grandes rentas para vivir en compañía de unos parientes á quienes ella amaba mucho. Mas la separación era dolorosa y triste; y como se prolongase mucho aquella escena de angustia y de dolor, se levantó, y fué despidiendose una á una de todas sus amigas, de todas las que le habían acompañado en la corte de Nápoles. Por fin, parecía que era aquel ya el último tránsito de una vida á otra vida, el adiós de un mundo á otro mundo, el abandono completo de la sociedad, y la exaltación a otra sociedad, donde el dolor es el mayor timbre, la mejor prenda del alma, donde se mide la vida por sus buenas acciones, por sus buenas obras.

En un momento, el recuerdo del mundo que dejaba se apareció á los ojos de Angela. Cuando llegaba en su despedida al grupo donde estaban sus amigos, salió de entre ellos el Conde.

-¡Angela!

-Adiós.

-Mi última plegaria.

-No es oída.

-¡Por Dios!

-Dios me llama al cielo.

-El amor.

-Sólo el amor de Dios me llama.

-Oidme.

-No puede ser.

-La ingratitud

-Conde... adiós.

-Angela, me matáis.

-Fío en Dios que os ha de consolar.

-Hoy mismo salgo para mi retiro.

-Que seáis feliz.

-¡Angela!

-No puedo oiros.

En esto volvió á presencia de su madre.

Todos los espectadores respetaban aquella escena y aquel dolor sublime.

-¡Hija mía!

-¡Madre!

Un prolongado sollozo volvió á interrumpir sus palabras.

-Me parece cada momento más triste nuestra separación.

-¡Madre mía!

-Piensa bien, Angela, lo que vas á hacer.

-Lo he pensado.

-Los dolores que te aguardan.

-Hemos nacido para padecer.

-Las tristezas que han de rodearte.

-Esas tristezas no serán tan grandes como la que yo llevo dentro del pecho.

-Las fuerzas que necesitas.

-Hasta la muerte puedo llevar mis fuerzas.

-Los grandes males y las grandes miserias...

-¡Oh! Males y miserias que me abrirán el camino á otra vida mejor.

-Tu madre, tu anciana madre...

Angela no pudo sufrir esta elocuente palabra, y cayó á los pies de su madre anegada en lágrimas.

-No me necesitáis...

-Una madre necesita siempre de sus hijos.

Y la pobre mujer se ahogaba de angustia, de pesar.

Angela conoció que necesitaba consolarla.

-¿Nos veremos todos los días?...

-Sí, sí, madre.

-¿Nos veremos?

-Todos los días, madre mía.

Y Angela, no pudiendo sufrir más, se levantó y siguió por aquella larga calle de amargura. En un lado encontró el ermitaño á quien fué á ver en cierta ocasión para comunicarle sus grandes angustias y dolores.

-¿Me conocéis? -le dijo.

-Sí.

-¿Os acordáis de mí?

-Me acuerdo.

-¿Os habéis decidido á este gran sacrificio?

-Con todo mi corazón.

-¡Infeliz!

-¿Me compadecéis?

-Sí.

-Me creí digna de envidia.

-Os compadezco, porque quizá nadie de los que os rodean os comprende.

-¿Y vos?

-Yo comprendo que vos habéis nacido para la sociedad.

-Es cierto.

-Que vos amabais la gloria.

-Es verdad.

-Que vos habéis deseado mil veces los goces tranquilos de la familia.

-Sí, sí.

-Que vos habéis amado mucho.

-Mucho.

-Y que, sin embargo, os decidís á este cruento sacrificio.

-Sacrificio que es mi única salvación.

-Pero sacrificio en cuya ara habéis derramado todas vuestras lagrimas, toda la sangre de vuestro corazón.

-Sí, sí.

-Mártir del Señor, entrad por las puertas eternales de su gloria.

Angela se levantó transfigurada y se acercó al hermoso altar.

Angela oyó una breve plática de labios del sacerdote. Éste le pintó lo escabroso de la senda que iba á recorrer, y lo grande é inmenso de las fuerzas que necesitaba para recorrerla; el aliento que un pecho femenil había menester para lanzarse en ese mar de dolores. «El enfermo, le decía, huele mal; en sus delirios suele olvidar hasta las leyes de la decencia; en sus males suele renegar hasta de lo más santo; vuestra caridad ha de ser tan pura, tan desinteresada, que sabiendo todo esto, y aun mucho más, que de triste ofrece la negra y fría realidad, ha de seguir al enfermo hasta el pie mismo de su sepulcro si muere, y hasta su completa convalecencia si sana.

»No han de repugnaros, ni las llagas, ni la lepra, ni las mil asquerosas enfermedades á que la humanidad está sujeta, decía el sacerdote. Cuando la muerte extienda sus negras alas sobre un campo de batalla, entonces debéis aparecer allí vos, interponiéndoos entre enemigo y enemigo curando á todos los heridos, aun á los que hayan caído por causa contraria á la de vuestra patria ó á la de vuestra fe. Ni el clima ardiente ni el clima frío debe impresionaros, ni detener vuestro paso las olas del mar, ni impedir vuestra obligación sagrada los lazos de la familia, de la amistad ó del sentimiento. Vuestro hogar, desde hoy, va á ser el pobre tugurio donde habita el pobre enfermo, la choza, el hospital; vuestra familia, todos los que sufren, todos los que lloran, todos los que padecen. Muchas veces encontrareis la ingratitud; el mismo corazón que habéis socorrido, la misma sangre que habéis restañado, se sublevará contra vos, olvidará vuestros sacrificios, vuestros desvelos y vuestras angustias. No debe importaros. Vos debéis hacer el bien por ser bien. Dios, que vive en medio del dolor y de la desgracia, agradecerá siempre vuestro sacrificio. La sangre que restañéis, es como su sangre; la herida que cerréis, como si fuera su herida. Lo dijo en su Evangelio, en esa palabra divina que permanecerá siempre aun cuando se apague el sol y se caiga el cielo, y lo que en su Evangelio dijo se cumplirá.

»Ya veis cuántos caracteres divinos tiene una religión que comienza por haceros ver en un enfermo, á pesar de su palidez, de su dolor y de su miseria, al mismo Dios, que resplandece con gloria inmortal sobre miríadas y miríadas de mundos y soles. Meditadle, bien, hija mía: si el mundo que abandonáis, los aplausos que oís, las mil adulaciones que en la vida os han tributado, han de aparecer á vuestros ojos después turbando vuestro reposo, abierto tenéis el camino; aun está abierto; podéis volveros; podéis elegir en tan supremo instante entre las obras del arte y las obras de caridad; entre el enfermo y el desvalido y la corte; entre el hospital y el teatro.

»Pensad lo que allí dejáis y lo que aquí venís á recoger. Allí dejáis un público que oye frenético vuestra voz; triunfos, aplausos, coronas, todo el falso ruido de que está acompañada la gloria del mundo; aquí venís á recoger lágrimas, suspiros; aquí no oiréis más aplausos que el quejido del moribundo; aquí no aguardéis más recompensa que la tranquilidad de vuestra conciencia y la esperanza en Dios. Este es el mundo que venís á abrazar, y ese el mundo que vais á dejar. Miradlos surgir á los dos; miradlos con los ojos del alma; elegid aquel á que más se inclina vuestra voluntad, la voluntad, que siempre se inclina, por su desgracia, al placer. Meditad, meditad. Que Dios ilumine vuestra conciencia.»

Un silencio augusto y solemne siguió á estas palabras. Todo el mundo detenía el aliento para escuchar. La voz del orador, resonando augusta en el seno del templo, había mostrado á los ojos de Angela todos los halagos y encantos de la vida que dejaba, todas las penalidades y tristezas de la nueva vida en que iba á entrar. Angela no quiso contestar en el mismo instante en que fué de aquella manera invocada la rectitud de su corazón y de su conciencia. Si hubiera contestado confusamente, hubiéramos dicho que, irreflexiva y apasionada, se arrojaba en aquel estado y vida, como el infeliz desesperado que cierra los ojos y en un vértigo se arroja y se despeña en una sima. Así, el silencio de la joven parecía una tregua; su prolongación, una retirada. Todos se miraban, todos. A todos les parecía que iba á dar de mano á todas las ideas que la habían llevado al pie del ara, á levantarse y á volver á dotar al mundo con los acentos de su divina voz. Los mil apasionados que tenía, apasionados de su genio, apasionados de su voz, apasionados de aquella estrella del arte, que relucía en la memoria de las gentes sobre todos los genios que habían hasta entonces brillado en la escena, recobraban alguna esperanza. Mas bien pronto se disiparon estas dudas, cesó esta incertidumbre. Angela, con voz firme, inteligible y clara, dijo:

-Quiero ser para siempre Hermana de la Caridad.

Y prestó su juramento e hizo su voto.

Un inmenso agudo grito de dolor salió de todos los pechos, de todos los corazones. Unos veían irse, desaparecer, la gran cantora; otros la inolvidable amiga; todos sentían y admiraban á un tiempo aquel desenlace de una vida tan grande, tan virtuosa, tan sublime, tan heroica; vida que había sido un continuo sacrificio, que se remataba por un grandioso sacrificio también. El conde Asthur, apoyado en una columna, pálido, fuera de sí, miraba con ojos desencajados aquella blanca y hermosa figura que se destacaba al pie del altar como un ángel enviado por Dios desde las alturas del cielo, como el hermoso ideal de la virtud y del heroico sufrimiento.

Toda su esperanza huía, toda. Es tan loco el deseo humano, que no se da por vencido ni aun delante de la fría invencible realidad. El Conde, hasta aquel instante, como si las palabras de Angela hubieran sido inventadas, sentía algún consuelo, algún alivio á su imponderable dolor, á su aflicción sin límites; pero desde que la oyó jurar, cayó como negra espesísima noche sobre su triste conturbado espíritu. Sus ojos se nublaron de lágrimas; el corazón se le quería salir del pecho; le faltaba la respiración, y hasta la tierra huía bajo sus plantas: que no hay enfermedad tan aguda y tan triste como la honda, la profunda enfermedad moral del corazón.

Angela se retiró. Fué á desceñirse los vestidos que llevaba y á vestir el saco de Hermana de la Caridad. Los pliegues de su traje, muy ceñido, dibujaban, como las vestiduras de las estatuas griegas, sus esbeltas formas; su blanca pura toca parecía como una alba nube del cielo, que circundaba de inmaculada pureza sus sienes.




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- XLIII -

Por fin Angela abrazó su cruz. La separación de sus amigas y de su familia fue para ella dolorosa; pero la paz de aquella mansión le pareció santa. Inmediatamente que entró, consagróse con todas sus fuerzas al trabajo. No había labor que no comprendiera y no acabara con sin igual constancia; no había trabajo que la hiciera flaquear; no había desgracia que no socorriese, ni enfermedad que no aliviase con ese heroísmo, con esa constancia propia de su carácter, dulce y fuerte al mismo tiempo. Desde que entró en el convento, parcela que su vida se había serenado, que su salud había vuelto á recobrar las perdidas fuerzas. En su rostro, en su frente, se reflejaba la serenidad interior del espíritu, la dulce y serena paz del corazón. Era así su vida como un suspiro, como una placida alegría, como un instante feliz, que no se concluía nunca. Es verdad que había hecho grandes sacrificios; pero todo cuanto había perdido lo olvidaba para recordar tan sólo aquello que había deseado. Sus hermanas la querían mucho; los niños cuya educación tenía á su cargo, la idolatraban; los enfermos decían que aquella mujer era su providencia. No solamente curaba las enfermedades del cuerpo con esa solicitud que era, y no podía menos de ser, timbre de su carácter: curaba también las enfermedades del alma con sus consejos, con su dulce palabra, con su buen ejemplo. Cuando se inclinaba sobre el lecho de algún enfermo para darle la medicina, le devolvía la tranquilidad con su sonrisa, con su gracia, con su dulce alegría. Nunca acongojaba ni se acongojaba; nunca se mostraba inquieta; nunca hacía desesperar el ánimo del enfermo. Al mismo tiempo parecía su actividad infinita. Se encontraba en todas partes, asistía á todas sus obligaciones, y aun le sobraba tiempo para ejercer por sí la espontánea caridad de su alma. Su vida, su alma, eran como un fuego purísimo, como una llama en que se purificaban muchas vidas y muchas almas. Hablando siempre de Dios, de su infinita misericordia y bondad, sosteniendo á los débiles, aliviando á los afligidos, siendo la providencia de los menesterosos, llena de energía, de actividad, soñando con un ideal divino, que se traducía en todas sus obras, en todas sus acciones, Angela era como una artista de la caridad; pues la caridad, como si fuera su creación, resplandecía sobre su frente. Su alma hermosa, hermosísima; su virtud, semejante á una estrella sin ocaso, aunque cuidadosamente oculta, resplandecía á los ojos de todo el mundo. No había mujer del pueblo que no la tuviera por santa; no había alma elevada que no la viera, desprendida ya de la tierra, vagar en el dorado éter del firmamento, en los arreboles de la bienaventuranza. Esos seres virtuosos y buenos son un gran consuelo para el alma, y un gran ejemplo y una gran enseñanza moral. Cuando se ve en la vida uno de esos seres, no hay duda de la realidad de la virtud. El corazón más turbado y más empedernido cede á la evidencia, y cree y confiesa que la virtud, con todos sus hermosos resplandores, existe viva y pura en la tierra. Por eso el hombre debe ser virtuoso. Cuando una existencia se corrompe, no se corrompe nunca sola. El ponzoñoso hálito que exhala trasciende á todos los seres, corrompe y envenena toda la atmósfera. El mal ejemplo es como nube que empaña el cielo, al paso que el buen ejemplo es como una estrella perenne y fija siempre en la bóveda celeste. Los que se extravían, cuando ven la hermosura que la virtud presta, dejándose el mal camino, vuelven fiel y tranquilamente á la virtud con el corazón rebosando alegría. No hay nada más bello, nada más grande, nada más hermoso que el cumplimiento del deber, el ejercicio de la libertad, y hasta el sacrificio, para conseguir aquello que creemos un bien.

Así, Angela era en la vida un ideal que hería los ojos de todos los descreídos, una enseñanza que aleccionaba á todos los desesperados, un norte a que dirigían sus pasos muchas almas que, sin ese gran ejemplo de alta moralidad y virtud, acaso, acaso se hubieran perdido para siempre en los intrincados laberintos del mundo. La vida de Angela era un continuo trabajo para el bien. A las cinco de la mañana, cuando apenas en ciertas estaciones del año comenzaban á disiparse las sombras, abandonaba su lecho y pasaba algunos instantes en su tocado. Su traje era un sayal negro. Una blanca toca adornaba sus sienes. Un ligero velo negro caía sobre su espalda. Con este traje parecía más hermosa. En seguida, si no había pasado la noche en vela, se dirigía á prestar sus atenciones á sus enfermos. Después bajaba al templo á cumplir sus deberes religiosos. Subía á su celda y hablaba algunos instantes con su madre, á quien vela sin falta alguna todos los días. En seguida reunía á cinco niñas pobres que tenía á su cuidado, y les enseñaba la moral y la religión cristiana con esa elocuencia maternal, clara y sencilla, que sólo posee el corazón de la mujer. Volvía después á sus enfermos, y á la cabecera del lecho del dolor pasaba sus días y sus noches, hasta que el cansancio la rendía y la obligaba á conciliar el sueño para recobrar las perdidas fuerzas.

Había días, extraordinarios, en que iba á visitar las cárceles de mujeres, á llevar limosna á la choza del pobre. Tenía tal acierto para repartir la limosna, tal conocimiento de las necesidades y faltas de las familias pobres, que se puede asegurar que la llamaban la limosnera general de Nápoles. En efecto: las almas caritativas que necesitaban hacer alguna limosna, acudían á Angela y depositaban los donativos en sus manos, y dejaban á su discreción el repartirlos. Así iba siempre haciendo bien, siempre derramando consuelos. Al hambriento le daba pan, al enfermo la salud, al descarriado el ejemplo, al niño la luz de la educación, y entre todos repartía la esencia purísima de su alma.

Su modestia, su virtud tranquila y pura, el cuidado con que guardaba sus buenas acciones, su palabra dulcísima, su voz encantadora, su carácter blando y sencillo, su exaltada caridad, todas sus prendas hacían de esta mujer extraordinaria un ángel purísimo, un mensajero de Dios enviado del cielo para hermosear la tierra.

Y, sin embargo, esta joven tan buena padecía mucho, muchísimo. La llaga de su amor no se había curado. El recuerdo de Eduardo no se había extinguido en su memoria. Aun se aparecía á sus ojos con toda su belleza el sauce, la fuente, el mar, la barca en que Eduardo cortaba las olas; aun resonaba en sus oídos la dulce voz de su amado.

Ninguna de las grandes transformaciones de su existencia había sido bastante poderosa para aliviarla del grave peso de este recuerdo, ninguna. Huyó de los patrios campos, y fué á Nápoles. Allí se le aparecía Eduardo. Volvió otra vez á su antigua vivienda. Allí veía en todas partes la imagen de Eduardo. Llegó á la gloria: allí, en medio de los aplausos que oía, entre el entusiasmo del público, en la cumbre de la fama, sus ojos sólo acertaban á ver la imagen de Eduardo. Ni el olvido ni la ingratitud pudieron ser parte á borrar en su corazón este recuerdo que la atormentaba, y que era al mismo tiempo el secreto de su vida, la esencia misteriosa de su alma.

Entró en el convento, y en la soledad del claustro veía siempre la misma imagen, y hasta al pie del altar se le aparecía Eduardo. Su dolor era inmenso, inexplicable. Era el dolor infinito de un alma que huía del mundo y que ha perdido el mayor bien del mundo: la esperanza.

Así, en vano había recurrido a los mil medios de que podía disponer para borrar aquella pasión de su exaltado pecho. Todos habían sido inútiles, completamente inútiles todos. Puro su amor, pero vivo como el primer día, llenaba toda su alma. El recuerdo de Eduardo era la principal idea de su mente. En vano se había herido, se había martirizado en vano; de los dolores de su alma, de las maceraciones de su cuerpo, salía más refulgente aún la gran pasión de su alma, la verdadera lumbre de su vida, el espíritu que animaba todo su sér y embellecía toda su existencia.

Así es que aquella pasión, después de todo, era lo que más vivo había en su corazón. Sólo su voluntad de hierro podía contrastar aquella tendencia de su corazón; sólo ese amor á la virtud, más grande aún que su amor á Eduardo, pudo sacarle á salvo en aquella deshecha tempestad de su vida. Por eso necesitaba vivir en medio de una atmósfera candente, respirar el aliento de grandes huracanes, sentir vivas pasiones, inspirarse en el seno de una vida sobresaltada; por eso buscaba el sacrificio, la penitencia, el dolor; por eso iba en pos de los desvalidos, de los enfermos, sí, porque de esa suerte el espectáculo de grandes miserias, el dolor, las pasiones que rodaban como un torbellino á su alrededor, el costoso sacrificio que hacía de todas sus glorias, la sustentaban en tan tremenda como peligrosa lucha, y hasta calmaban un poco el dolor de su corazón. ¡Pobre mártir! Había hecho de la tierra un ara, y en ese ara se entregaba de grado al sacrificio. Su alma subía al cielo como el torbellino de humo que subía del ara de los altares antiguos. Víctima inocente, padecía, lloraba mucho, porque la infeliz había también amado mucho. Y su vida, tan pura y tan hermosa, era como una flor arrebatada por la corriente de una inmensa pasión.




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- XLIV -

Un día estaba Angela entregada a sus labores, cuando se oyó una voz de una mujer del pueblo, que decía:

-Necesito de una Hermana de la Caridad.

-¿Para qué? -le preguntaba la portera del convento.

-Para favorecer á una infeliz señora que se está muriendo.

-Creo que hoy sólo Angela estará libre.

-Pues bien: que venga Angela, que venga por piedad.

Angela apareció á la puerta.

-Iré, iré después de pedir permiso á mi Superiora, por si dispone de mí para otra cosa.

Salieron Angela y la pobre mujer, que iba amargamente llorando; cruzaron callejones y encrucijadas, corrieron calles muy estrechas, esas calles que en las hermosas ciudades aun parecen y son más tristes y más feas, y dieron por fin con la casa donde iban, de pobre y mezquino aspecto, verdadero templo del dolor y de la miseria.

Abrese la puertecilla merced al empuje de la mujer; aparece una escalera estrecha de caracol, se lanza por ella Angela con rapidez, como un ángel que sube al cielo y entra en una estancia ennegrecida, sala y cocina de aquella vivienda, donde sólo se velan algunas sillas rotas, dos ó tres pucheros en un rincón, y en otro un colchón de paja tendido en el suelo, y en el colchón una mujer pálida como la muerte.

Angela se lanzó con prontitud al colchón á, ver la enferma, y le cogió la mano con efusión. Mas apenas la había estrechado contra su pecho, cuando por un movimiento involuntario la retiró horrorizada, dando un grito.

-¿Qué tenéis? -dijo la mujer.

La enferma abrió los ojos; Angela se volvió de espaldas, como quien se oculta.

-¿Qué tenéis, sor...

-¡Chis! -dijo Angela.

-Os habéis puesto muy pálida.

-Es verdad.

-¿Qué os ha sucedido?

-Callad.

-Y se llevó á la mujer á la ventana,

-Es necesario sacarla de aquí.

-¿De veras?

-El aire que aquí se respira es malo.

-Ciertamente.

-La cama es incómoda.

-¡Ah!

-El ruido que se siente es mucho.

-Sí, sí.

-Vos no podéis cuidarla.

-No.

-Y vuestros hijos tienen que estar aquí.

-Sí.

-¿Según esta?

-Sí.

-Por lo mismo, no hay medio de que se quede donde está.

-Lo conozco.

-¿Lo sentís?

-Mucho.

-¡Pobre mujer! Fiad en Dios, que os recompensará.

-Y ¿decís que será necesario sacarla?

-Inmediatamente.

-Como vos queráis.

-¿No habéis adivinado lo que padece?

-Padece de una herida

-No, padece de una enfermedad más profunda.

-¿De qué?

-Se muere de verse aquí.

-¿Lo creéis?

-Sí, lo creo.

-Esa señora es una gran señora.

-Lo habéis adivinado.

-Ha sido de lo más opulento de Nápoles.

-Justamente.

-Y hoy se ve reducida á esta miseria.

-Es verdad.

-No tenía ni una casa donde albergarse.

-Es cierto. Y vos la habéis recogido.

-Yo, yo.

-Y a pesar de eso se muere.

-Delira de una manera...

-Y ¿cómo la sacamos de aquí? Expira, creedlo.

-¡Ah! Tienen razón en llamaros santa. Lo sabéis todo.

-¡Calla, infeliz! No hay aquí nada de sobrenatural ni extraordinario.

-Algo debe haber cuando todo lo sabéis. ¿La conocéis?

-La conozco.

-¿Sabéis su desgracia?

-La sé.

-¿Que su marido la abandonó?

-Vamos, callad; lo sé,

-¿Ignoráis que le dió una puñalada?

-No lo ignoro; callad.

-¿Por qué?

-Porque esa historia la sé, y es inútil que la contéis.

-Si vierais desde entonces cuánto ha sufrido...

-¡Infeliz!

-Abandonada en una casa de huéspedes primero...

-¡Oh!

-Arrojada por la noche de esa casa...

-Lo se.

-Sin tener donde ir, ella que había tenido palacios.

-¡Desgraciada!

-Próxima...

-A helarse en la única noche que, después de mucho tiempo, ha nevado en Nápoles.

-¿También sabéis eso?

-También lo sé; pero ignoro lo que sigue.

-Vino aquí...

-¡Y se ahogaría en esta vivienda!

-Se moría.

-Lo concibo y lo veo.

-Materialmente se moría.

-Y ¿qué hicisteis?

-Nuestros cuidados la volvieron la vida.

-Mas la tristeza...

-La tristeza la tiene así, como la veis, sin sentido, expirante.

-No soy médico, pero conozco esa enfermedad y me prometo curarla.

-Bien es verdad que aquí nada podíamos hacer por ella. Ha tenido frío, y no podíamos abrigarla; ha tenido hambre, y no podíamos darle pan. Yo me quitaba de la boca hasta el que debía dar á mis hijos. Ha tenido una sola camisa, y ésa hecha pedazos, y no he podido darle otra. He salido muchas noches á la calle á pedir limosna para ella.

-¡Pobre Margarita! -dijo Angela llorando amargamente.

-¿También sabéis su nombre?

-También lo sé.

-Sí, es verdad. Se llama realmente Margarita.

-Pues bien: es necesario ocurrir á su curación.

-Como queráis.

-Es necesario á toda costa.

-Bien, bien.

-Pero hay que usar medios extraordinarios.

-Y para ello...

-Trataré yo de todo, de todo. Mirad, dentro de poco vendrán por ella en una litera, en una rica silla de manos.

-Bien, bien.

-Acompañadla. La llevarán á un hermoso palacio.

-¡A un palacio!

-Sí, á un palacio. La entrarán en una alcoba forrada de seda.

-¡Qué cambio!

-Aquella alcoba dará á un jardín.

-¡También jardín! Por eso estaba suspirando siempre.

-En aquella alcoba tendrá un hermoso peinador blanco y todas las ropas necesarias para vestir.

-¡Oh!

-Habrá un piano.

-¡Un piano!

-Sí, y todo lo necesario para su convalecencia.

-¿Sois una maga... ó un ángel?

-Callad; que no nos oiga.

-¡Santo cielo!

-A vuestros hijos...

-Es verdad, no me puedo ir; mis pequeñuelos...

-Mandadlos á mi convento.

-¿De veras?

-Sí; allí cuidaré yo de ellos.

-¡Cielos!

-Cuidaré, sí.

-Como queráis.

-Nada les faltará.

-Sois un ángel.

-Nada absolutamente.

-¡Oh! Sois un ángel.

-Es necesario salvarla.

- ¡Salvarla, sí!

-A toda costa.

-Como queráis.

-A toda costa.

-¡Cuánto ha padecido, cuánto!

-Mas una sola cosa os ruego.

-¿Qué?

-Que ocultéis mi nombre.

-¿Por qué?

-Porque no debe saber mi nombre.

- ¡Qué pena!

-No, no debe saberlo.

-Señorita Angela...

-Nada.

-Y ¿va á gozar de todo esto sin saber...

-Quien se lo ha proporcionado.

-Eso es una crueldad.

-Es necesario.

-Mas lo sentirá.

-No lo sentirá.

-¡Cielos!

-Lo ruego.

-No, no puede ser.

-Lo exijo.

-No, no.

-Lo exijo.

-Yo le he de decir algo.

-Lo mando.

-Si lo mandáis...

-Mucho sigilo.

-Bien.

-Mucho silencio.

-Por supuesto.

-Mucho cuidado.

-Bien, bien.

-Nada de emociones.

-Así lo haré.

-Que se encuentre allí como si estuviera otra vez en su casa.

-¡Ah! Pero la ausencia de su marido...

-Su marido volverá.

-¿Volverá?...

-Volverá.

-No puedo creerlo. ¿Sabéis vos dónde está?

-Yo lo sé.

-¡Ay, señorita!

-Yo lo sé.

-¡Qué ilusiones se forja vuestra caridad!

-Ya os he dicho tengáis mucho cuidado.

-Lo tendré.

-Es necesario irla despertando de ese letargo.

-Justo.

-De esa estupidez en que está sumida.

-Cierto.

-De esa, especie de paralización del sentido y de la vida.

-Tenéis razón.

-Y para esto se necesitan los medios que os he propuesto.

-¡Angela!

-Callad, que no oiga mi nombre.

-Sois un ángel.

-Adiós.

-¿Vendrán pronto?

-Antes de dos horas. Pronto, sí, la habré salvado.

Angela dirigió una mirada al mismo lecho donde yacía Margarita; lloró, y se partió con gran prisa á su convento.

Angela cogió la pluma al llegar á su convento, y escribió á la madre del conde Asthur la siguiente carta:

«Señora: Os distinguís en el mundo por vuestra ardiente caridad. Mil veces me habéis dicho que teníais por el mayor placer del mundo hacer bien á los infelices, a los desgraciados; y cuanto mayor es la desgracia, mayor debe ser la compasión. Yo os pido, por lo mismo, que no desatendáis una súplica mía, que no dejéis de vuestra mano á una infeliz. Necesito el pabellón de vuestro jardín para alojar allí una persona desgraciada; necesito allí todo un hermoso y elegante ajuar de prendas para una joven distinguida y hermosa. Sólo á este precio puedo salvarla de la muerte, y me he acordado de vos. Es necesario, muy necesario, ocurrir a esta necesidad con toda la solicitud de corazones encendidos en amor y entusiasmo por sus hermanos. Os ruego que no me preguntéis el nombre de la infeliz, y que, si estáis dispuesta á, la buena obra que os pido, al anochecer me enviéis á la puerta del convento un coche con librea. Es necesario guardar una esposa para su esposo, y hacer tal vez por medio del agradecimiento una buena madre de familia. -ANGELA.»




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- XLV -

En efecto: á la hora prefijada, el coche estaba á la puerta del convento. Angela había dado todas las instrucciones, había ocurrido á todas las necesidades de aquella portentosa obra de caridad. Comenzó por arreglar una bata riquísima, blanca, y adornarla con lazos azules, y la envió en el coche para que vistieran á Margarita. En efecto: la pobre mujer á cuyo cuidado estaba la altiva Margarita, la vistió, sin que ella echase de ver apenas aquel súbito cambio: tan enferma estaba. Bajáronla con sumo cuidado, y la colocaron en el coche. El coche comenzó á rodar por calles y calles, hasta que llegó á la puerta de un jardín. Abríeronse las puertas y entró el coche en un hermoso paraíso. Bosques, de naranjos, palmeras, cipreses; arroyuelos destrenzándose por la verde grama, surtidores subiendo graciosamente á los aires; mil pajarillos de cien colores, ya por la tarde escondidos en la enramada, pero piando al ver entrar alguna persona en el jardín; grutas cubiertas de yedra, y en medio un pequeño pero hermosísimo pabellón de mármol blanco, rematado por una preciosísima estatua.

Así que llegó el carruaje á la puerta del pabellón, dos hermosas jóvenes aparecieron y ayudaron á subir el casi inanimado cuerpo de Margarita á su estancia. Su habitación era un hermoso gabinete. Las paredes estaban forradas de raso azul celeste con estrellas de plata. Mesas de mármol blanco lucían hermosos jarrones de porcelana, y en los jarrones rarísimas y hermosas flores. Cortinas blancas de raso encubrían las puertas, y en una pequeña pero hermosa alcoba había una cama dorada.

Desnudaron a la pobre Margarita, y con mucho cuidado la pusieron en la mullida cama. Un médico preparado de antemano la pulsó, la recetó algunas bebidas, y rogó á la pobre mujer que nunca la abandonaba, á, María, pues así se llamaba, que velara muy especialmente en aquella noche el sueño de Margarita, para darle noticias al día siguiente. María, maravillada y confusa, de todo cuanto á su alrededor sucedía, se quedó sentada á, la cabecera del lecho de Margarita. Nada faltaba en aquella casa. A la hora en que pudiera creerse que acostumbraba á cenar, apareció una de las jóvenes que las habían recibido á la puerta, y encaminó á María al comedor, mientras ella se quedaba velando á Margarita. María, pobre mujer, acostumbrada á larga miseria, se quedó extática ante aquella mesa profusamente adornada. María satisfizo cumplidamente su hambre sin mostrar glotonería, y volvióse á velar á Margarita.

Esta, que todas las noches anteriores, casi acostada en el suelo, respirando el humo de paja que salía de aquella negra chimenea y llenaba la estancia, atormentada por los juegos y los lloros de quejidos y risas de los niños, no había conciliado ni un instante el sueño, presa de horribles delirios, azotada por sacudimientos nerviosos, así que estuvo depositada en aquella estancia, sin haber echado de ver el tránsito y el cambio, pues padecía como de un prolongado y penoso letargo, durmió dulce y blandamente; sueño reparador que volvía sin duda á equilibrar su vida. Este sueño pudo también, en un magnifico y cómodo sillón, reconciliarlo María, y las dos durmieron largamente en aquella feliz noche.

A la mañana siguiente abrió temprano el médico la puerta. Preguntó si había dormido la enferma; Y como le dijesen que sí, aseguró que aquel día se desarrollaría en ella una fuerte calentura, signo evidente de una salvadora crisis. Al poco tiempo, en efecto, la calentura comenzó á desarrollarse con gran fuerza.

Poco á poco se fué mejorando Margarita. Su salud, herida y quebrantada, se fué recobrando á medida que el cuidado y el aumento le devolvían las fuerzas. Parecíale un extraño encantamiento lo que á su alrededor sucedía y pasaba. Aun no levantaba la cabeza de la almohada, y ya tenía allí ricos y elegantes vestidos. A un lado de la estancia, un piano; á otro, libros; la puerta abierta para bajar al jardín; criados que se inclinaban en su presencia; todo cuanto podía halagar el orgullo de una mujer de suyo orgullosa y altiva. Mas Margarita, lo que en realidad quería era escudriñar el motivo de su dicha, la causa de su felicidad. En vano interrogaba á los criados que la asistían ninguno le contestaba; en vano se dirigía á su misma pobre bienhechora, á María; María callaba. Allí, entre las flores, entre los alegres pajarillos, al manso rumor del agua de las fuentes y mirando el cielo azul y el mar, alojada regiamente, pasaba el tiempo de una manera dulce y rápida, recobrando las perdidas fuerzas. Su felicidad presente, borrando muchos dolores de su pecho, muchos tristes recuerdos de la memoria, iba endulzando su corazón y su carácter. Mujer de alteradas pasiones, una larga calma podía acostumbrarla á la paz, y aun abrir en su alma el dormido sentimiento religioso, que nunca se extingue por completo en el corazón de una mujer, aunque esa mujer sea Margarita. Casi, casi había visto prácticamente la Providencia, de cuyo amparo dudaba toda su vida; casi, casi en el fondo de su desgracia había encontrado el néctar delicioso de la felicidad, no bien creída ni imaginada la próspera fortuna; había encontrado seres que se desvelaban por aliviar su triste suerte.

Su vida corría tranquila. Se levantaba temprano, se vestía su blanco traje con lazos celestes, que había sido su traje favorito de casa en los días de prosperidad, y bajaba al jardín después de un corto pero sabroso y bien servido desayuno. Allí con esa poesía que nunca abandona el corazón de la mujer,entrelazaba una corona de flores, acariciaba á los pajarillos, corría, saltaba, se divertía, bien jugando con el agua de los arroyuelos, bien haciendo saltar las fuentes y los surtidores; y así pasaba las primeras horas de la mañana, hasta que el sol la obligaba con su calor á volverse á su pabellón, donde se daba á labores propias de su sexo, ó bien a tocar el piano, ó á leer, ó coser, y aquello, en fin, que mas ocupaba su atención y la distraía.

Por las tardes volvía á bajar, paseaba por un gran parque, se metía en un obscuro bosque, allí se sentaba, y vivía tranquila y contenta. Por las noches, el piano era toda su vida, y toda su delicia el piano y el canto. Allí recordaba los primeros días felices y los alborotados días de su opulencia. Después leía hasta la hora en que le entraba sueno. Esta vida tranquila, desnuda de cuidados, vestida de encantos, le había vuelto la salud. Sus ojos cobraban su prístina luz, sus mejillas carmín, su frente aquel fuego que en ella reflejaba siempre una centellante y ardorosa idea. Mas lo que no cobraba, lo que no podía cobrar, era la salud y la paz del alma. ¿Qué casa era aquélla? No la conocía. ¿Qué genio tutelar la salvaba de la miseria? No lo sabía. ¿Quién estaba así velando por su tranquilidad? No lo adivinaba. Y lo peor era que había adivinado que la pobre María estaba de todo al cabo, y así, ni á sol ni á sombra la dejaba para que la dijese el secreto de aquel enigma. Una joven inteligente y ansiosa de saber un secreto, y una mujer, aunque no lerda, ganosa de revelarlo, no habían de luchar, en verdad, por mucho tiempo. Así es que cuando aparecía un traje nuevo, flores raras, cuadros, libros hermosos y otras sorpresas, ora en la casa, ora en el jardín, María se esforzaba muchísimo, hasta la violencia, para no revelarle á Margarita el genio misterioso que así trataba de divertir y endulzar las ajenas desgracias.

Una tarde, al pasear Margarita por el jardín, se encontró con una infinidad de pajareras, en que había parleras aves de mil colores; con blancas domesticadas palomas, que la seguían como corderillos; con varios juegos de agua no esperados y vistosos. En presencia de esta solicitud, lágrimas de gratitud vinieron á sus ojos, y comenzó á hablar de esta suerte con María:

-¿No sabes quién se desvela por mí?

-Ya lo sabréis algún día...

-Pero todo este agradecimiento del corazón, que estéril se está perdiendo...

-Guardadlo, que os ha de faltar si, cual merece, pagáis á vuestra protectora su amor.

-¡Protectora has dicho! Luego ¿es mujer?

-Sí.

-Luego ¿tú sabes quién es?

-Lo sé, acabemos; lo sé.

-Y ¿no me lo dices?

-Me han encargado el secreto.

-Rómpelo por mí.

-No puedo.

-Por mi salud.

-No debo.

-Eres asaz ingrata.

-Señora...

-Me ves padecer...

-Señora...

-Y te empeñas en atormentarme.

-Pero, señora...

-Yo me pondré otra vez mala.

-¿Cómo?

-Me moriré.

-¡Por Dios!

-Sí, de curiosidad.

-¡Santo cielo!

-Sí, me moriré.

-¡Por Dios!

-Yo no puedo estar aquí.

-¿Por qué?

-Porque yo no puedo estar en una casa cuyo dueño ignoro.

-Y ¿qué falta os hace?

-Mucha, muchísima.

-Pero si es una promesa...

-Mira: ó me dices quién es el dueño de esta casa, o me voy; elige.

-¿Qué hacer?

-Lo que te digo.

-Preguntadlo á los criados.

-Nada me han dicho.

-Yo no puedo.

-¿Lo dices?

-No, señorita.

-Pues me iré.

-¡Ay!

-Vámonos.

-¿Dónde?

-Vámonos.

-Esperad.

-¿Que?

-¿Me prometéis el secreto?

-Sí.

-¿No decir nada?

-Nada.

-¿No cambiar en nada?

-En nada.

-¿Seguir como hasta aquí?

-Como hasta aquí.

-¿Olvidarlo si es preciso?

-Olvidarlo.

-Hacer...

-¡Oh! Me desesperas con tantos preámbulos.

-Pues bien: vuestra protectora...

Y María se quedó con la palabra suspensa.

-Acaba.

-Es...

-Acaba, digo.

-Es Angela.

Margarita dió un grito terrible. Se cubrió el rostro con ambas manos y cayó sin fuerzas en un banco del jardín.

-¡Oh, cuán desgraciada soy!

-¿Por qué, señorita?

-Vámonos.

-¿Adónde hemos de ir?

-Lejos, muy lejos de aquí; vámonos pronto, muy pronto, ahora mismo.

-Señora, por Dios.

-El aire de estos jardines me sofoca; la luz que aquí veo hiere y ofende mi vista; todo me envenena.

-¿Queréis decirme de todo esto la causa?

-Antes vámonos á nuestro humilde retiro, á, otro más oculto; pero huyamos de aquí.

-¿Por qué, señora, esa tenacísima porfía?

-Porque esta casa es de mi infame rival.

-¿De vuestra rival?

-¿Quién nos ha traído aquí, quién?

-Angela.

-Tú misma lo dices.

-¡Angela vuestra rival!

-Sí.

-¿La Hermana de la Caridad.?

-La Hermana de la Caridad...

-¿La mujer mas virtuosa de Nápoles?

-Esa mujer...

-No lo creo.

-Ella dirigió contra mi pecho el puñal que en mi pecho se ha clavado; ella embriagó con su loco amor á mi esposo.

-Callad, señora, callad.

-No callo. ¡Huyamos de este sombrío y obscuro recinto; huyamos pronto!

-¡Obscuro, sombrío este jardín tan hermoso!

-Es la prisión de mi alma.

-Pero pensad en lo que va á sucederos.

-Ya lo he pensado.

-En el hambre, en la miseria, en la aflicción.

-Todo lo arrostro.

-En esa enfermedad de melancolía que os mata.

-Prefiero la muerte a estar aquí.

-En mí misma.

-Quedate aquí.

-En el hambre que van á pasar mis hijuelos.

-Nada atiendo.

-¡Señora, por piedad!

-No puedo tener piedad; vámonos.

-Y ¿rehusáis todo el bien?

-Todo.

-Sabed que á este jardín debéis la vida.

-¡Vida ponzoñosa y desgraciada!

-Y ¿rehusáis la vida?

-Todo, todo.

-No seáis tan cruel.

-Sí, quieren conservar mi vida, mi existencia, con un mal fin.

-¡Con un mal fin! Si la hubierais visto llorar...

-Sí, sería el lloro del cocodrilo.

-Puras lágrimas, que han hecho brotar flores á vuestras plantas.

-Flores que tienen veneno en su cáliz.

-¡Desdichada!

-Sí, lo soy. Quieren conservar mi vida porque mi vida la necesitan.

-¿Para qué?

-Para atormentarme.

-¿Para atormentaros?

-Sí.

-No lo creáis.

-Ama á Eduardo; es de Eduardo amada.

-Es una virgen del Señor, pura como un ángel.

-Quiere que yo viva porque, muerta yo, su amor no tendría ya el gran placer de mi tormento.

-Horrible pensamiento.

-Aun he concebido otro más atroz.

-¡Señora!

-Esta es la verdad de lo que pasa entre ellos.

-Vuestro esposo esta en Africa.

-Mentira.

-Todo Nápoles lo sabe;

-Mi esposo esta aquí, sí, aquí, amando en secreto á Angela.

-¡Qué horrible y espantosa blasfemia!

-Y yo tengo un pensamiento, sí, un pensamiento que he acariciado en la soledad.

-¿Cuál? ¿Que pensamiento?

-El de matar a Angela.

-¡Cielos!...

-Esa virtud usurpada...

-Virtud que brilla como el sol.

-Lo he dicho y lo haré.

-¿Estáis loca?

-No sé; pero vámonos.

-Señora...

-Ahora mismo.

-Por Dios.

-Quédate. Yo me iré.

-No en mis días.

-Quédate.

-¡Cielos!

-Yo me voy.

-¿Cuándo, ahora mismo?

-Yo, así que venga la noche.




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- XLVI -

Y, en efecto, cuando la noche extendió sus velos, Margarita y María salieron de aquella casa y se internaron por las calles de Nápoles para volver á su humildísimo tugurio. Con el hervir de la sangre, con la salud, con la vida, Margarita había recobrado todas sus exaltadas y tempestuosas pasiones.

Aquellas dos mujeres salieron, después de algunos momentos de haber anochecido, precipitadamente para su antigua casa. Margarita se salió de su albergue sin más que la bata blanca con lazos azules y un abrigo. La infeliz María se despidió casi llorando de aquellos objetos donde había encontrado algunos instantes de pasajera felicidad. Por fin llegaron á su casa. ¡Que diferencia! Los árboles, fuentes, flores, el cielo puro, azul, sereno, el lujo de aquella naturaleza, se había trocado en una casa negra, ahumada, llena de polvo, de telarañas, obscura, en un cuarto donde apenas entraba ni el sol ni el aire, en un verdadero calabozo desmantelado, sucio, frío y pavorosamente triste. Así que llegaron, Margarita se dejó caer en el colchón de paja donde había pasado su larga enfermedad.

No lloraba. Su dolor había tomado una faz más triste y más solemne. Era un dolor seco, tempestuoso, sombrío. Algunos gemidos hondos y amargos salían de su pecho; algunos relámpagos de odio iluminaban sus ojos y su rostro. Fuertes convulsiones, convulsiones horribles, sacudían todo su cuerpo, presa de crueles dolores. Su idea de matar á Angela, de hacer correr su sangre, se le aparecía como una esperanza deleitosa. En su delirio, se veía á sí misma con los ojos desencajados, el cabello suelto, sardónica risa en los labios, negra furia en los ojos, un puñal en la diestra, y arrastrando á la infeliz Angela hasta sus plantas, y clavándole el puñal hasta el mismo corazón, y viendo salir con gozo, con alegría salvaje, de la entreabierta herida, un arroyo de sangre. En su sobrexcitación, estas continuas visiones, estos terribles sacudimientos, su exaltación, su fuego, el dolor que había en su alma, todo esto, por necesidad, sobrexcitó á Margarita, y la hizo caer en una calentura terrible, que fué toda la noche un puro delirio; pero un delirio que se bailaba gozoso en mares de sangre.

Así pasó toda la noche aquella mujer desventurada. Muy temprano se levantó María, y Margarita se levantó también.

-¿No ha muerto aún? -decía.

-¿Quién?

-Angela.

-Desechad esos pensamientos.

-La he asesinado.

-Volved en vos.

-Mirad, mirad cómo corre la sangre.

-No deliréis.

-Ya estoy satisfecha; ya ha pagado todas sus culpas; ya su sangre empapa la tierra; ya su alma se precipita en los infiernos.

-¡Pobre señora! Todo cuanto hemos hecho por su salvación ha sido inútil.

-Ahí, ahí arderás como la resina; ahí, en el infierno. Como los hipócritas, llevarás en el infierno, sobre tus espaldas, un manto de plomo derretido, que te abrasará sin quemarte; manto de plomo tan pesado como mis maldiciones.

-¡Señora, señora!

-Déjame gozarme en contemplarla con su corona de llamas en la cabeza. Las flores que ceñía en el teatro se han tornado serpientes, sí, serpientes que le chupan la sangre; y cuanta más beben, más hay en sus alteradas sienes.

-¡Qué horror!

-Yo, yo la he precipitado al infierno; yo, con. este puñal. Me robó mis riquezas y mi esposo, el alma, y la tierra, y el cielo, y todo me lo robó, todo; ¡infame! paga tu culpa. Sí, págala mira qué cara pone:¡ay, qué cara! ¿Padeces? Pues mas he padecido yo por tu causa. Mucho más. No, no te rías; no te rías, que me haces reir. ¡Ja, ja, ja!...

Y la infeliz lanzó una terrible, epiléptica carcajada, que parecía que se iba á quebrar su pecho y su garganta. Por fin, merced á mil medios á que apeló María, pudo aquietarse y se durmió un poco; sueño fatigoso, hijo más bien de su horrible calentura que de su naturaleza. ¡Espantoso cuadro!

Decir todo lo que sufrió Margarita después de haber salido de aquel hermoso jardín, después de haberse encontrado en aquella tristísima vivienda, es punto menos que imposible. Pasaba sus días en una calentura lenta, que la iba consumiendo; sus noches, en un eterno delirio. Aquella estancia terrible, ahumada, negra, la ahogaba, y allí se perdía, se descoloraba su vida. No tenía ni ropa para abrigarse, ni muchas veces pan para satisfacer su hambre.

El trabajo de María no alcanzaba nunca á cubrir sus necesidades. Una mañana se levantó más tranquila y hasta más contenta.

-¿Estáis mejor, señorita? -le preguntó María.

-Sí, me parece que estoy mejor.

María lloraba, aunque iba devorando sus lágrimas.

-Parece que tengo gana -dijo Margarita.

María lanzó un profundo suspiro.

-¡Oh! Suspiras...

-No, no.

-¿Qué te sucede?

- Señora, habladme de vuestra mejoría.

-Sí, tengo gana.

María lanzó otro sollozo.

-¿Que sucede, qué pasa?

-Hoy no tenemos ni un pedazo de pan.

-¡Santo cielo!

-¡Qué desgraciadas somos!

-Lo somos en verdad. Yo no puedo estar aquí más tiempo.

-¿Por que?

-No, no puedo, porque te arrebato el pan de tus hijos.

-¡Por Dios, señora!

-Sí, el pan de tus hijos.

-¡Por Dios!

-Y no tenemos nada que empeñar.

-Nada.

-Mi bata.

-Se empeñó ayer.

-Pues bien: nos moriremos aquí de hambre.

-¡Oh! Por vos lo siento.

-Y tengo hambre.

-¡Dios mío!

-Sí, mucha hambre.

-Calmaos un poco; saldré a pedir una limosna.

-¿Y por mí vas á hacer eso?

-Sí, lo haré por vos.

-No, no, me moriré.

-Me voy, señora.

-No lo consiento.

-La Providencia me guiará.

-¡La Providencia! ¡Ja, ja, ja!

Y Margarita lanzó una carcajada sardonica.

-Dios no abandona á los suyos.

-Nosotros no somos de Dios según nos abandona.

-Toda mi vida he sido pobre, pero aun no me he muerto de hambre.

-¡Vaya un consuelo!

-Estáis desencajada.

-Sí.

-Se conoce que tenéis hambre.

-Es verdad.

-Habéis dormido mal.

-He dormido un poco.

-¡Oh! No acostumbrabais á dormir en estas pajas.

-Es verdad.

-¡Tan duras!

-Es cierto.

-Pues adiós, señorita.

-No te vayas.

-Vuelvo.

-¡Oh!

-Sí, al instante.

-¡Por mí vas a pasar esa vergüenza!

-No temáis; más pasó por todos Nuestro Señor Jesucristo.

-¡María!

-Señora.

-¿Cómo te he de pagar esto?

-Con vuestro cariño.

-Poco es.

-Es demasiado. Adiós, hasta ahora mismo.

-¡Oh! No vayas, no vayas.

-Por todos los santos, dejadme.

-Me acongoja pensar...

-¿Qué?

-Tu humillación.

-¡Ca! Peor es robar.

-¡Qué vida!

-Consolaos.

-No puedo.

-Adiós. Vuelvo.

Y María se fué llorando.



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