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ArribaAbajo- XVIII -

Plácida determinó dar tiempo al tiempo, no hablar a Fernando palabra que se refiriese a dinero, y esperar a ver lo que él hacía; resuelta, por de contado, a seguir el consejo de don Manolito en lo tocante a no autorizarle para vender ni un pie de terreno, ni confiarle papel alguno que representase valor. De acuerdo con su madre siguió pagando inquilinato, servidumbre, mesa, ropas, y cuanto habían menester en la casa.

Fernando continuaba dominado por el juego: como nada gastaba en su propio hogar, con atrasos un día, con ganancias otro, el naipe le producía lo bastante para pagar la mezcla de capricho sensual y vanidad satisfecha que le tenía sujeto a Luisa, cuya elegancia y cuyo lujo comenzaron a dar envidia a las de su clase. En su aspereza respecto de Plácida varió algo, comprendiendo que si enviudase antes de ser padre habría perdido por completo la partida. Lo que le convenía era amansarse y dulcificarse, hasta que el alumbramiento le diese mayor autoridad. Ella sufría calladamente, aparentaba haberse olvidado de las injusticias y vejámenes pasados; pero de día en día se le iba acreciendo la antipatía con que ya le miraba. Así llegó una época en que él, pretextando guardarle consideraciones y miramientos de cierta índole por el estado en que se hallaba, evitó por completo toda intimidad matrimonial, con lo que Plácida, en vez de dolerse por tan ostensible desvío, se alegró del apartamiento. Su resignación rayaba en humildad: lo que no podía era fingir pasión, ni plegarse a pagar deseos de que no participaba, porque hasta en su modo de concebir las caricias había cierta pudorosa delicadeza, absurda e increíble para el hombre acostumbrado a convertir el amor en vicio. No hubo día ni momento preciso en que pactasen aquel divorcio íntimo y secreto de sus cuerpos, reflejo del que ya separaba sus almas; pero luego que él dejó de acercarse a ella, no se consideró olvidada, sino libre. De haber sido poseída por su marido, le quedaron dos impresiones distintas; una, la revelación de todos los secretos del amor material; y otra, el convencimiento de que aquellos goces hubieran ejercido diverso influjo en su vida a estar ella realmente enamorada y ser él hombre que supiera merecerla. Cuando el mal no tenía ya remedio, fue cuando advirtió quo había confundido el impulso de los sentidos con el verdadero amor. Mas por cima de la aversión con que, a causa de todo esto, miraba a Fernando, ponía ella el empeño de ir acostumbrándole a pensar en lo que había de nacer.

Vencido el sexto mes del embarazo, y estando él una tarde con el sombrero puesto para salir, le dijo Plácida:

-Hazme el favor de venir un momento a la sala.

-¿Para qué?

-Ven y lo sabrás.

-Es que tengo prisa.

-Cinco minutos -añadió, y empujando la puerta le llevó cogido de la mano.

La sala estaba casi a oscuras, con los balcones entornados, los abrió, y, pasando al través de los ricos cortinajes blancos, entró la claridad de pronto, reflejándose con violencia en los espejos, arrancando destellos a las molduras doradas de los cuadros, quebrándose en los pliegues de las sedas, y resbalando suavemente en las anchas y puntiagudas hojas de las plantas que descollaban sobre la jardinera.

Las sillas estaban alineadas en dos filas, como las colocan los chicos cuando juegan a las comedias, y los asientos casi ocultos por multitud de blancas y pequeñas ropitas cuidadosamente planchadas. Prendidos con alfileres a los respaldos de los sillones había mantillas y pañales de ricas telas; encima del sofá se veían arrolladas muchas fajas de lienzo; una de las butacas quedaba cubierta por una magnífica falda de cristianar adornada con preciosos encajes; el mármol del velador central desaparecía bajo una colección de cuerpecitos y jubones; dos sillas puestas aparte sostenían una gran capa de finísima lana forrada de algodones, y en lo alto de los tubos de las lámparas, en los cuatro candeleros del piano y en las estatuillas de bronce había colgados muchos gorritos, unos lisos, otros adornados con profusión de cintas rizadas. De aquellas minúsculas prendas, que semejaban vestuario de muñeca, unas estaban ideadas para comodidad y abrigo, otras eran de lujo, imaginadas con orgullo de madre ansiosa de envolver a su pequeñuelo en lo mejor, más caro y bonito que encontrara. La habitación parecía despacho de lencera o modista primorosa: todo estaba expuesto y presentado con exquisito gusto. Plácida empleó toda la mañana en disponerlo.

Luego que abrió los balcones se detuvo junto al piano, cogió uno de los gorritos que había colgados de los candelabros, lo alzó cuidadosamente sobre las puntas de los dedos, y mostrándoselo a su marido, le preguntó:

-¿Qué te parece?

-¿Y qué es esto? -preguntó él a su vez, hurgándose los bolsillos para sacar la fosforera. Ella, entonces, le puso el gorrito delante de los ojos. -¡Ah!, sí..., ya caigo. ¡Qué pequeñito es todo! Chica..., si parece el guardarropa de una mona... Vaya... abur.

Encendió el puro, dio media vuelta, y, esquivando prolongar la conversación, se fue sin preguntar quién, cómo, ni cuándo había dirigido todo aquello. Ni siquiera se le ocurrió averiguar a cuánto ascendió ni quién pagó el gasto. Plácida no intentó detenerle, ni desplegó los labios. Luego que oyó el portazo, señal de haber él salido a la escalera, comenzó a recogerlo y guardarlo todo en grandes cajas de cartón, restregándose de cuando en cuando los ojos para que sus lágrimas no cayeran sobre las ropitas recién planchadas.

Tan hondo pesar recibió de aquella brutal indiferencia, que delante de Fernando no volvió a decir palabra de las molestias que sentía, ocultando los dolorosos anuncios de la maternidad, como si fuesen consecuencia de un delito.

En los días que precedieron al parto, todo su empeño consistió en indicar a Susana que no había de asistirla Perico, pretextando que no quería médico joven. Por fin, pasados dos meses de aquella escena, parió un niño.

Fernando lo supo una tarde al volver del Círculo, y asomándose a la puerta de la alcoba, donde no dormía hacía cuatro meses, preguntó tranquilamente:

-¿Que tal, qué tal? ¿Es él o ella?

Susana le empujó con suavidad hacia la cama donde Plácida estaba acostada con el niño al lado.

-¡A ver, a ver! -dijo aproximándose al lecho. Alzó un poco el embozo, miró a la criatura, cuyo menudo rostro aparecía blanducho, rubicundo, con los ojillos cerrados, y exclamó riendo: -Señores, ¡qué barbaridad!, ¡qué cosa más rara!, ¡parece un bicho!, ¡qué feo es!

-Pero, hombre, bésale -dijo Susana.

Él, entonces, inclinó el cuerpo hacia el lecho y besó al chiquitín en la frente, experimentando, sin ocultarla, cierta repugnancia al poner los labios en aquella carne tierna, tibia, y tan blanda, que parecía pastosa.

Luego, mientras Plácida guardó cama, se asomó cada dos o tres días a la puerta de la alcoba, sin que se le ocurriera quedarse una noche al lado de su mujer.

Susana no pudo menos de conformarse con que Perico no asistiese a Plácida; pero como estaba encariñadísima con él y temió que se ofendiera por no haberle llamado, le repitió hasta la saciedad que no sabía si se dedicaba a tales casos, procurando evitar que se enfadase a fuerza de innecesaria finura.

Una tarde se quedó Plácida adormilada en la cama; Susana estaba en el gabinete inmediato. De pronto entró la doncella.

-Señora: el señor médico está abajo en su casa de usted.

-Pues que haga el favor de subir.

Obedeció Perico, y ella le recibió diciendo:

-Ven, ven; el médico, entra por todas partes.

Le guió hasta la entrada de la alcoba, explicándole punto por punto cuanto su hija sentía, y concluyó diciendo:

-Mírala, está como amodorrada: hablaremos bajito.

Perico se apoyó de codos en la barandilla de la cama, hacia la parte de los pies, y permaneció unos instantes callado contemplando a Plácida, cuyo pelo mal recogido destacaba por oscuro sobre la blancura de la almohada. Como venía de un lugar más claro, no pudo al principio distinguir otra cosa: luego, poco a poco, vio dibujarse en la penumbra las facciones y la postura de Plácida: tenía un brazo fuera del embozo y caído sobre la sábana, y en la muñeca relucía el oro de una pulsera que Perico reconoció en seguida: era su regalo de boda. Entonces, sin poder contenerse, por un movimiento casi independiente de su voluntad, alargó el bastón, y mostrando el brazalete a Susana hizo un gesto como si dijera: «Ya me acuerdo». Susana, con la mayor naturalidad, ignorante de la importancia que tenía su respuesta, contestó:

-Sí, es la tuya: como pesa poco y tiene el nombre de su padre, no se la quita nunca, pero nunca.

Perico la oyó entre turbado y satisfecho: al atraer hacia sí el bastón tropezó en los barrotes de bronce de la cama, y Plácida, despertada con el ruido, abrió los ojos: vio la figura de un hombre apoyado en la cama: no pudo por la escasez de luz conocer quién era, y muy sorprendida de la novedad que imaginaba, dijo:

-Mamá, ¿es Fernando? ¡Qué milagro, hombre!; ¿tú por aquí? Mira, mira el niño.

-Es Perico -repuso Susana:- ha venido, y por no dejarte sola le mandé subir. Los médicos entran por todas partes.

Plácida le saludó y habló cariñosamente; pero recibió desagradable impresión.

Así que él se fue, estuvo largo rato muy cavilosa. ¿Qué le importaba que Perico la viese? ¿Era exceso de pudor? Harto comprendía que no. Era que se asustaba de sus propios pensamientos. Aunque Perico no se había atrevido a decirle nada que entrañase exceso de simpatía, ella le leía ya el amor en las miradas, y sentía miedo; pero no ese miedo producido por lo que se ve o se oye, sino ese otro pavor incontrastable y misterioso que agita el alma cuando en ella brotan ideas que la conciencia rechaza.




ArribaAbajo- XIX -

Se empeñó Plácida en amamantar al chiquitín y quiso que, como su abuelo, se llamara Carlos: si hubiese Fernando manifestado deseo de ponerle otro nombre, el suyo, por ejemplo, ella habría seguramente accedido; pero no se le ocurrió. Susana y don Manolito fueron a cristianarle: su padre lo supo pasados dos días, como pudo saberlo al cabo de dos meses: oyó hablar de Carlitos a los criados, y comprendió que se referían al niño. Rara vez le acariciaba y sólo a instancias de Susana solía besarle. Respecto de Plácida, aun era mayor el despego de Fernando: vivía como si no tuviera mujer, de lo cual ella casi se alegraba; pues desde que vio su indiferencia para con el niño, comenzó a cobrarle invencible antipatía. Si hubiera pretendido solicitarla, aproximarse amorosamente a ella, de fijo que hallara mal disimulada resistencia, o, al menos, fría pasividad. Fernando, lejos de pensar en reconciliarse con ella, estaba cada día más enamorado de Luisa. A fuerza de ruegos, y, sobre todo, de gastos llegó a suplantar al senador, prescindiendo casi en absoluto de su propia familia y erigiéndose en único dueño de la pecadora. Pasaba los días y la mayor parte de las noches, no en su casa de la Castellana, sino en el hotel de la calle de Ferraz, donde hacía que le dirigiesen la correspondencia, citaba a los amigos y recibía las ropas que le enviaban el camisero y el sastre. Hasta llegó a presentarse descaradamente en público con Luisa. Quiso ésta en cierta ocasión que la acompañara a una tienda de guantes, y al preguntarle el dependiente su nombre y domicilio para mandárselos, dijo Fernando:

-Señora de Lebriza: calle de Ferraz, número...

Luisa, menos pervertida, le interrumpió sin empacho, diciendo:

-Quita de ahí, so tipo -y dirigiéndose al hortera añadió: -ponga usted: señorita Luisa.

Cuando salieron a la calle le llenó de improperios, acabando con estas palabras:

-Mira, el que yo esté liada contigo no tié ná que ver pa que metas a tu mujer en nuestras cosas, ¿estás? A mí ella no me ha faltao, y yo soy... pero muy señora.

La vida de Plácida era verdaderamente triste. Ni aun gozándose en el niño hallaba alegría completa, pues, no había dicha que no se le acibarase con la amargura de sus pensamientos. ¿Quién se desvelaría por educarle e instruirle, ni qué sustitución podría darse a la solicitud que su propio padre le negaba? Agorándolo todo negro y anticipándose con la imaginación al tiempo, se aterrorizaba ante la idea de tener un hijo medio abandonado a sí mismo, crecido sin consejo, maleado por el ejemplo, y acaso fatal e instintivamente heredero de los defectos de quien le engendró. Otras veces se alegraba de que fuese varón, considerando que con tal padre todavía fuera más incierto y pavoroso el porvenir de una niña.

En lo relativo al dinero, todas las cargas de la casa seguían pesando sobre Plácida ayudada de su madre; dándose ambas por satisfechas con que Fernando no hablase de intervenir en el manejo de las rentas. Comprendían, sin embargo, que esto necesariamente ocurriría de un momento a otro, pues consumida -según les dijo don Manolito- la suma que Fernando depositó en

el Banco, debía de estar pagando sus caprichos y placeres con sólo el producto del juego, inseguro origen de renta, que faltaría cuando menos se esperase. Estaban seguras de que la cuestión de intereses surgiría de repente, creando un verdadero conflicto conyugal.

Hacía tiempo que Fernando hubiera, por su gusto, intentado alzarse con la administración de los bienes de su mujer; pero, sorprendido de la tenaz y callada mansedumbre de Plácida, recelaba que, llegado el momento de resistir a las exigencias de su codicia, desplegase igual energía. ¿Qué sucedería entonces? De parte de ella estaban la moral, la razón y el interés de la familia; en cambió a él le favorecían las leyes.

Así transcurrió un año y entró el niño en la edad de las primeras gracias y monadas sin que su padre lo notara, ni cesase en su alejamiento del hogar; antes al contrario, originando con esto varias ocasiones de grave disgusto para Plácida.

Por aquella época se le antojó a Luisa aprender a tocar el piano. Como es frecuente entre las chicas del pueblo bajo madrileño, de donde procedía, tenía muy buen oído y excelente memoria musical. Mientras creció a puerta de calle, silbaba como un muchacho y canturreaba cuantos aires eran o se hacían populares; y luego de encumbrada por su belleza, no asistió a concierto, ópera, ni zarzuela de que no saliese, recordando y tarareando algo con pasmosa facilidad y afinación. Una tarde, en casa de otra tal de su misma vida, se sentó ante un piano y comenzó a teclear, sacando trozos y principios de canciones en boga, valses de organillo y coplas de revistas. La alegría que de ella se apoderó al cerciorarse de su habilidad fue grandísima, y se tradujo en el imperioso deseo de aprender seriamente, exigiendo de Fernando que le pusiera maestro y le comprase piano, a lo cual accedió él en seguida.

El maestro no suponía más que unos cuantos duros de gasto mensual; pero el piano exigiría mayor desembolso. Además, con arreglo al mueblaje del hotel, donde todo era rico, no podía regalarle piano barato, sino que había de ser lujoso y caro. Si por aquellos días le hubiera favorecido la suerte con alguna ganancia importante, no habría titubeado en comprar el mejor que hallara; mas como le pasaba lo contrario, se le ocurrió la más ruin idea que pueda imaginarse. -«Lo que esa necesita -se dijo- es un piano de gran espectáculo que llene medio gabinete..., como el de mi casa... ¡Calla!, ¡pues es verdad!... ¿Qué inconveniente hay? Desde que tiene chiquillo no lo abre... ¡Pues el mismo!»- Y decidió regalar a Luisa el Erard de su mujer.

Al día siguiente, cuando Plácida volvía de paseo con su madre y el niño, le dijo la doncella:

-Han venido cuatro mozos a buscar el piano; pero como yo no tenía orden, no lo he dejado sacar de casa.

-No puede ser: vendrían equivocados.

-No, no: era de parte del señor y con una tarjeta suya para la señorita.

-Chica, tú estás tonta.

-Digo que no, señora. El señor mandaba en la tarjeta que la señorita entregara el piano sin dificultad, y que luego hablaría con usted. En fin, los hombres han quedado en volver.

-No lo entiendo -repuso Plácida, incapaz de adivinar la verdad del caso.

Pasadas dos horas, volvieron los mozos, y la doncella entregó a Plácida la consabida tarjeta, en cuyo dorso había Fernando escrito estas palabras: «Entrega sin dificultad el piano a los mozos que llevan ésta. Repito que no te opongas. Luego te explicaré el porqué, y te alegrarás.» Plácida lo leyó y releyó asombrada: después pasó la tarjeta a su madre, diciendo:

-¿Qué será? Madre, ¿tú entiendes esto?

-Como no sea que tenga ocasión de cambiarlo por otro mejor... en una almoneda, por ejemplo.

-¡Quia!, ¡de ningún modo! -repuso ella. - Ni a él se le ocurre eso, ni aunque me dieran uno de oro macizo: ¡si éste me lo regaló papá! -Y añadió: -Voy a hablar con los mozos.

Salió al recibimiento y preguntó al que le pareció más listo:

-¿Quién les ha buscado a ustedes para esto?

El mocetón alto y robusto, especie de Hércules gallego, todo vestido de un paño pardo rojizo que llaman paño poderoso, repuso:

-Somus de un almacén de musicas: y hubo de venir un cunserje de un casino de señores, y dio encargu al amo con esa tarjeta diciendu que si la señora no quería, dijésemos que lo dejase llevar, que a la noche hablaría el señor con ustez. Non sabemus más.

-¿Pero usted no ha visto a ese señor?

El mozo calló como turbado: Susana dijo por lo bajo a su hija:

-¿Será un timo?

Plácida, notando la confusión del mozo, prosiguió:

-¿Dónde lo van ustedes a llevar?

El gallego no desplegó los labios; Plácida repitió en balde la pregunta, y por fin, obrando astutamente, le dijo:

-Venga usted.

El mozo, creyendo que iban a llevarse el piano, hizo seña a sus compañeros para que le siguieran, pero ella añadió:

-No; usted solo.

Obedeciola el hombre: entraron hasta el centro de la sala, y allí, en presencia de Susana, Plácida, mostrando un duro, volvió a preguntar:

-¿Dónde llevan ustedes el piano?

El mozo no vaciló, y deletreando en un mugriento cuaderno, que sacó de entre los pliegues de la ancha y encarnada faja, dijo:

-Habemus de llevarlo... calle de Ferraz... último hotel, donde vive el señor de Lebriza, y si él no está preguntemus por la señora Luisa.

Plácida, disimulando la ira, le entregó la moneda diciéndole:

-Está bien: pues diga en el almacén que aquí, la señora de Lebriza, que soy yo, no ha querido dar el piano... y vayan ustedes con Dios.

Retirose el mozo contento y, observando la emoción de Plácida, balbució al marcharse:

-Dispense la señora: nusotros somus mandados.

Cuando se quedaron solas, Plácida rompió en llanto y frases de enojo:

-¿Pero ves, madre, qué canalla? -Y luego, con inexpresable energía: -¡Pues, suceda lo que suceda, el piano no va a casa de esa mujer!

Toda la tarde, y de sobremesa, estuvieron comentando tristemente la indignidad: a las once se bajó Susana a su cuarto, recomendando a su hija la mayor prudencia. A las dos de la mañana llegó Fernando, quien por el conserje del círculo sabía todo lo ocurrido, menos lo de la propina y turbación del mozo. Al entrar, en vez de dirigirse a su cuarto pasó al de Plácida, que estaba acostada con el niño, y abriendo la puerta con señales de gran irritación, preguntó:

-¿Qué ha pasado esta tarde? Vamos a ver: ¿por qué no has dejado llevar el trasto?

-Habla bajo, por el niño.

-No me da la gana. ¡Contesta!

-Porque me lo dio mi padre y quiero conservarlo.

-Cuando yo lo he dispuesto, por algo será.

-Pues te ruego que me lo dejes.

-¿Y quién manda aquí?

-Tú; pero el piano es mío.

-Pues yo estoy cansado de ser un monote en esta casa.

-Por eso paras tan poco en ella... y vas a otra.

-Voy donde me da la gana.

-No grites, que le vas a despertar y llorará. (Por el niño.)

-Se le dan cuatro azotes, y calla... Y ya lo sabes, vendrán por el piano, lo darás, y si no, ¡veremos!

-No, no, y ¡no! -repuso ella con audacia.

Fernando la miró furioso y dio suelta a su ira.

-Se hará lo que yo mando. ¿No tengo aquí autoridad ni para cambiar un mueble? Pues ya que ha llegado la ocasión, has de saber que me voy a encargar de todo el gobierno de la casa. Estoy puesto en ridículo. Desde el mes que viene cobraré y pagaré y haré lo que me dé la gana. ¿Crees que me voy a dejar administrar por mi suegra?

Plácida, disgustada por la ocasión y la hora a que surgía el conflicto, hizo propósito de callar; pero Fernando comenzó a ensartar ternos y palabrotas que acabaron de exasperarla. Procurando, sin embargo, dominarse, porque aún mamaba el niño, y en perjuicio suyo redundaría cualquier emoción que ella sufriese, se tiró de la cama dejando el pequeñín bien arropado, echose una bata y rogó a su marido que saliese al gabinete, donde Fernando, como quien reprime a duras penas la ira, se sentó en una butaca, y juntó las manos comenzando a dar vueltas a los pulgares uno en torno del otro. Ella, mirándole severamente, le habló así:

-Esperaba esto... y lo temía; pero estoy resuelta a arrostrarlo todo. Ha llegado el momento de hablar claro. Nos hemos equivocado al casarnos. Ni me quieres ni puedes quererme: no soy para ti. Si no fuera más que esto, todo lo aguantaría. A los dos meses de casada empezaste a hacerme sufrir: ¿y qué he hecho? ¡Responde! Callar y resignarme. Ni me has querido... ni siquiera te gusto como mujer. ¿Crees que no lo conozco? Me has engañado: el porqué tú lo sabrás... Siento hablarte de estas cosas, pero es preciso. Si fueses desgraciado en negocios, en tus trabajos, en algo en que te ocupases, por falta de suerte, o por cualquier otra causa, nada te diría. Pero ¿soy ciega? ¿No veo cómo vives? ¿No ves tú cómo hemos venido viviendo desde que volvimos del viaje? ¿Qué me has dado para los gastos de la casa? Ni te he pedido ni te pediré. Allá tú con lo tuyo; juégatelo y dáselo a... quien quieras, como has hecho con lo de las casas. No me importa que me hayas engañado de cierto modo, ¿entiendes? Lo que siento es que me hayas robado todas mis ilusiones, que has pisoteado todas mis esperanzas... que ya no te puedo querer...

Fernando se echó a reír irónica y forzadamente. El gabinete, alumbrado por una sola bujía, estaba casi a oscuras. Plácida hablaba con calor, pero conteniendo la voz por no despertar al niño; el cabello le caía en desorden sobre los hombros, y las palabras le salían de los labios, ya premiosas y entorpecidas por el miedo de decir algo demasiado ofensivo, ya rápidas y aceradas obedeciendo al empuje de la ira.

-¡Que me va a pegar la parienta! -decía él en tono de burla.

-Lo que te digo ahora es que tengo hijo, ¿sabes?, y que lo mío ya no es mío, sino suyo. Antes te lo hubiera dejado jugar y tirar. ¡Ahora, no! Vive como Dios te dé a entender; para el niño me basto sola. ¡Pero de lo que ha de pertenecerle el día de mañana... lo que es eso, no se lo das a las bribonas!

Estaba muy pálida y con los ojos preñados de lágrimas. A un tiempo sentía valor para rebuscar en los senos de su pensamiento lo que quería decir, y miedo de que Fernando cometiese algún brutal atropello. Él esperaba una escena borrascosa, pero no tan grave. Aparentó calma y repuso fríamente:

-Basta de sandeces y desvergüenzas. Se hará lo que yo mande; si quieres, por buenas, y si no, ¡Por fuerza! No haberte casado. Compraré y venderé como se me antoje... por lo mismo que tenemos hijo.

-¡Tiene gracia que hables del niño! No has pensado en él hasta que te ha convenido. Ahora eres padre... ¡para dejarle sin zapatos!

Fernando se levantó furioso, avanzando amenazador hacia ella, que tuvo miedo y retrocedió murmurando:

-¡Puede que fueras capaz...!

No se atrevió a pegarle; mas cogiéndola por una muñeca, la zarandeó fuertemente, gritando colérico:

-¡Mire usted la mosquita muerta cómo se deslengua! Pues, prepárate, porque aunque te reviente a disgustos, desde hoy mando yo. ¡Ni que me hubiera casado con la hija de un Creso!... Doña Cursi, pava, ¿dónde están esos millones?

-Para que te lo juegues es poco, para mi hijo... tiene de sobra. Veremos quién puede más.

-¡A callar! -Y volviendo a cogerla la sacudió con fuerza tirándola hacia atrás. Afortunadamente fue a caer sobre el sofá, sin recibir más daño que el susto de perder pie al verse arrojada como un fardo. Él salió del gabinete iracundo, sin mirarla, y dio un portazo que, haciendo retemblar la habitación, despertó llorando al niño; levantose ella presurosa, cogió la palmatoria y se precipitó en la alcoba, procurando acallarle con la teta.

Mientras el niño mamaba, a la madre se le movía el pecho alterado por la respiración entrecortada y fatigosa: después, se echó a llorar, y apartó la boca del pequeñuelo diciéndole como si la pudiese entender:

-¡Quita, vida, que te va a hacer daño!

La criatura rompió también en llanto.