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ArribaAbajo- XX -

Tan desazonadas y nerviosas pasaron el día siguiente Susana y Plácida, que la primera, aun a riesgo de enojar a su hija, mandó llamar a Perico, cuyo consejo no pudo ser de más fácil ejecución. Opinó que, a todo trance y en beneficio del niño, evitasen escenas análogas, y que para lograrlo se marcharan al pueblo, ofreciéndoles que buscaría ama de cría, teniéndola dispuesta para partir a Orejuela, si el estado de Plácida lo exigía. Ambas aceptaron gustosas la proposición, acordando cumplirla en esta forma: Susana, a la sazón más fuerte que su hija, partiría primero con una doncella para preparar las habitaciones, porque habiendo de alojarse cinco personas, esto es, ellas, dos criadas y la cocinera, no lo permitía, sin previo arreglo, el estado de la casa; y al cabo de tres o cuatro días avisaría a Plácida. Ésta, temerosa de que Fernando dispusiera de ellos, mandó bajar al cuarto de su madre el piano y unos cuantos objetos con que estaba encariñada, y Susana marchó a Orejuela poseída de profunda amargura, reconociéndose culpable de cuanto allí ocurría, cierta de haber labrado la desdicha de su hija. Al despedirse de ella la besó como jamás la había besado, y juntas lloraron estrechamente abrazadas, diciendo Plácida:

-No tengas miedo, arréglalo todo pronto; el cuarto grande de junto al comedor para mí y el niño; la sala para ti. Lo principal es salir de aquí cuanto antes, evitar disputas y, sobre todo, ver si podemos pasar sin ama.

*  *  *

Susana, antes de partir, contó a Perico la escena habida entre Plácida y su marido, ocasionada por el frustrado regalo del piano, y le encargó que, vista la gravedad de las circunstancias, averiguase la verdadera situación de Fernando en lo tocante a dinero.

-Mira -añadió. -Lo de menos es que nos haya engañado y no tenga nada; lo intolerable es que la martirice y que ella le dé al chico una mala teta. Hasta soy capaz de buscar un arreglo señalándole una cantidad mensual; por eso quiero saber lo que tiene... y que nos deje en paz.

-Eso es inocente, señora: ¿cómo quiere usted que por unos cuantos miles de reales renuncie a administrar, es decir, a comerse todo lo que tiene Plácida?

-Bueno -repitió ella con mujeril obstinación: -tú entérate de lo que te digo.

Lo que Perico hubiera hecho de mejor gana, habría sido ahogarle entre los brazos. Toda una noche pasó cavilando, a modo de autor que planea un drama, en si no valía más buscarle, tropezarle intencionadamente, discutir con él ofendiéndole, o provocar una cuestión de juego, algo, en fin, que le obligase a batirse. A todo estaba resuelto, y tan llena tenía el alma del amor de Plácida, que no le importaba arriesgar por ella la vida. Su vehemente arrojo de hombre honrado le hacía desvariar, antojándosele a ratos útil, y hasta justo, que así como en el campo se exterminan las alimañas que destruyen los frutos, también en la vida social debían existir medios lícitos de suprimir aquellos hombres que por su condición y costumbres son dañinos. A juicio suyo, no había Iglesia ni ley, sacramento ni contrato que disculparan la existencia de un caso semejante. ¿Qué voluntad humana ni divina podía sancionar, sin mancharse de iniquidad, aquel infame contubernio del vicio con la virtud, aquel doloroso maridaje de la brutalidad con la resignación? Sobre todo, fuera de leyes, costumbres y miramientos, ¿había él de consentir que Plácida sufriese de tal modo? El verdadero obstáculo para todo arreglo estribaba en ser ella sobrado buena. Perico la suponía capaz de separarse de Fernando, mas no de tener amores con otro hombre. Aun así, había momentos en que, quebrados sus antiguos escrúpulos por la fuerza del amor y el cariz de los acontecimientos, imaginaba decirle: «Rompe por todo y vente conmigo, yo serviré de padre a tu hijo. En otras circunstancias, este desprecio de las costumbres sería insulto a la virtud; en este caso, no. Las gentes nos conocen y también a tu marido; pasará tiempo, se verá cómo vive él y cómo vivimos nosotros: ¿quién será capaz de tirarnos la primera piedra?»

Llena la cabeza de estas ideas, llegó Perico una noche al círculo frecuentado por Fernando, donde él también tenía amigos que le enterasen de lo que ansiaba saber Susana. Precisamente se acordó de uno, muchacho elegante, guapo, listo, el cual, sin ser un perdido, hacía vida alegre y debía estar al corriente de las aventuras de Lebriza y del dinero con que las pagase. Tuvo la suerte de dar con él, sentáronse juntos en un diván, al extremo de un salón, y luego que Perico, con toda la franqueza que su amistad consentía, le hubo dicho el propósito con que le buscaba, repuso el joven:

-Conque Fernandito Lebriza, ¿eh? Pues un canalla completo. Heredó bastante, se lo jugó...

-Todo eso lo sé. Lo que me importa, es saber de qué vive hoy.

¡Pues, muy sencillo; de lo que tiene su mujer. Se casó con una hija de aquel señor Jarilla, académico, que tenía muy buenos cuartos.

-Sí; pero esa mujer, que es una santa, se le ha cuadrado y, hasta ahora, por lo menos, no le deja tocar al dinero.

-Quita de ahí, hombre; sí sé yo que ha vendido casas a un concejal; y además, bien se conoce que haces vida de hombre honrado y no sabes lo que son estos señoritos cuando se malean: Lebriza está enredado con una chica muy guapa, que llaman la Rubia, a quien mantiene con lujo. No lo juraría, pero me parece haber oído que le había regalado el hotel donde ella vive en la calle de Ferraz y que lo estaba pagando a plazos.

-¡Qué barbaridad!

-Lo bárbaro es el modo que tiene de jugar. Con la misma frescura pierde que gana. A lo mejor baja esas escaleras a saltos, se va ahí enfrente y empeña el reloj y las sortijas. Cuando aquí le va mal, se larga al círculo político de la esquina, que es un garito lujoso, y allí varía de juego. Nadie sabe cómo se las compone, pero siempre está jugando; cuando pierde, paga; si pide prestado, lo devuelve, y si gana, lo derrocha. El mejor día perderá más de lo que pueda pagar, y se irá por esos mundos de Dios o se levantará la tapa de los sesos.

-Amén. Y ella, ¿qué tal es?

-¿La mujer?: no la conozco.

-Esa es una santa: la otra.

-¿La Luisa? Una bestia hermosísima, y no es mala ni tiene mal corazón; el tipo vulgar de las que se echan a esa vida sin perversidad, sólo por no trabajar. Va por ahí elegantísima.

-¿De modo que Lebriza vive única y exclusivamente del juego?

-El juego no basta; digo, si bastara, ¡cómo se pondría uno el cuerpo! Lo que hace Fernando es tomar dinero a cualquier precio.

-¿Y cómo hay quien se lo dé?

-Dándoselo, hombre, dándoselo. ¿No ves que su mujer es rica, y eso se sabe? Aquí el que no encuentra dinero es el que trabaja o quiere establecer una industria; pero a estos perdidos nunca les falta. Con decirte que hay en Madrid una Sociedad de cuatro o seis señorones de muchas campanillas que están haciendo el negocio de prestar a menores... ¡Figúrate! Les hacen firmar hasta escrituras de depósito, y luego... ¡Suponte tú lo que serán capaces de hacer un padre o una madre a quienes se amenaza con echarles un chico a presidio! ¿Qué han de hacer sino pagar aunque se lo saquen del alma? Bueno, esto no tiene nada que ver con Lebriza; a éste quien le da el dinero es un usurero muy listo a quien conozco... por desgracia.

-¿Puedes averiguar todo lo que haya tomado y lo que deba; en fin, su verdadera situación?

-Lo sabré mañana y te pondré cuatro letras. Entretanto, si se trata de algún negocio que tengas con Lebriza, no lo olvides: aquí tiene fama de ser capaz de todo; es de los que en un día de apuro roban, estafan, falsifican... todo.

-¡Pobre mujer! -exclamó Perico, acordándose de Plácida.

-¡Ah, vamos! -prosiguió el amigo- hay mujer de por medio. ¿Quién es ella?

-La suya.

-Entonces, no te quepa duda; aunque esa señora haga los imposibles, la dejará por puerta. Tienen un chico y ella es rica, ¿verdad?

-Sí.

-Pues el usurero le dará el dinero con más o menos precauciones, pero se lo dará.

-Repito que no lo entiendo.

-Legalmente, Fernando no puede vender fincas, ni nada, sin anuencia de su mujer; pero, en primer lugar, figúrate lo que es capaz de hacer un hombre como él para obligar a una mujer; y sobre todo esos prestamistas tienen miles de recursos. Lo que dije antes, por ejemplo. Supón que le hace firmar una escritura de depósito y que luego no le paga; pues se va a ver a la mujer, y ella se lo suelta duro sobre duro: ¿va a dejar que encausen criminalmente al padre de su hijo?

Quedaron en que el amigo escribiría a Perico lo que averiguase, y se separaron. Al otro día recibió Mora esta carta:

«Querido doctorcillo: el caballerete de quien hablamos, lleva tomados del funesto personaje (léase prestamista) la friolera de catorce mil y pico de duros. Ha firmado, no una, dos o tres escrituras de depósito. Con tal de tomar dinero no se para en barras. El usurero sabe mejor que el mismo interesado cuánto tiene la mujer, y hasta la suegra a quien ha de heredar la hija, y luego el niño de ésta, que es de poco más de un año. El mozo sigue con su avío, la misma señora que te dije. Lo de comprarle el hotel era cierto; lleva pagados dos plazos de a dos mil duretes. Pero su verdadero vicio está aquí, en la sala del crimen. Si averiguo algo más te avisaré. Tuyo,

PEPE.»

Mora, después de meditarlo mucho y deseoso principalmente de evitar una entrevista con Plácida, decidió ver a don Manolito y contarle lo que ocurría, por ser la persona de mayor confianza para ella y quien mejor podía aconsejarla.

Cuando don Manolito oyó a Perico, leyó la carta del amigo y supo el nombre del usurero, hizo un gesto de profunda contrariedad, y meneando la cabeza, dijo sin presumir el alcance de sus palabras:

-Esa pobre muchacha está perdida. Vamos, yo no puedo acostumbrarme a estas cosas. Diga usted, doctor, ¿no valdría más que cualquier hombre de corazón se llevara a esa mujer y la hiciera feliz? Como en el caso contrario, si el marido fuese hombre de bien y ella la hubiese salido... aquello, ¿no sería mejor que legalmente tirase cada uno por su lado? Pero, sobre todo, en estas circunstancias, ¿no están disculpadas, justificadas de antemano cuantas locuras haga ella?

Perico se limitó a responder:

-Habla usted a un convencido.

-Hombre, yo fui íntimo amigo de su padre, la quiero mucho y, claro está, ¿quién va a decir esas cosas a una señora? Pero, créame usted, no se puede exigir a una mujer de veintitantos años que viva con ese canalla.

-Bueno, ¿y qué va usted a hacer?

-¿Yo? Aconsejarle la separación.

-No consentirá.

Pues antes de dos años no tiene qué comer.

Quedose don Manolito pensativo un momento, sonrió ante la idea que se le ocurría y prosiguió:

-Vea usted, amigo doctor, lo que son las cosas de la vida: tachamos de inverosímiles los lances que se ven en el teatro y las comedias y las novelas; pues bien: razón tenia Quevedo al decir que los escribanos somos el diablo: suponga usted que un hermano, un amante cualquiera comprase esas escrituras de depósito, y ya teníamos atado a Fernandito de pies y manos. Estoy casi seguro de lo que digo; apostaría las orejas, sobre todo conociendo al usurero.

-No le entiendo a usted.

-Me explicaré. Cuando esos prestamistas dan dinero en cantidades respetables a pillos como ése se resguardan con toda clase de precauciones y atan todos los cabos, de suerte que quien toma el dinero no tiene más que una obligación: pagar; ellos, en cambio, sobre todo en esas escrituras de depósito, se reservan siempre el medio de proceder criminalmente contra el acreedor. ¿Me entiende usted ahora? Pues, claro está que quien tuviera un papelito de ésos firmado por Lebriza, podría decirle: «En el momento que maltrate usted a su mujer le empapelo a usted»; porque esos pillos se las ingenian de modo que quien deja de pagarles no aparece sólo como deudor insolvente, sino que queda convertido en estafador, o comete abuso de confianza. En algún caso parecido puede que esté Lebriza. No crea usted que sería imposible amenazarle con la cárcel y hasta meterle en ella.

-Esos son sueños, don Manuel; usted lo ha dicho antes: cosa de teatro.

-Teatro, ¿eh? -repuso algo picado don Manolito. -Amigo mío, usted sabrá de tomar el pulso, pero yo soy escribano, y escribano viejo. Diga usted que esa pobre chica tuviese hermano o amante, y vería usted lo que era bueno. Como Lebriza haya pecado de ligero por tomar fondos, con un usurero como ése, hasta puede que se haya abierto la puerta de presidio.

A Perico se le quedaron estas palabras grabadas en el alma, y como antes sonrió el viejo al concebir la idea que acababa de expresar, sonrió él al escucharla formulada. Se despidió en seguida, y salió diciendo a don Manolito:

-Usted ya sabe lo que quería comunicarle; ahora aconseje usted a Plácida lo que crea oportuno.

Al bajar la escalera pensaba: -«¡Tiene gracia! He venido a que este hombre pusiese remedio al mal, y sin sospecharlo me ha dicho lo que es preciso hacer. ¡Pues lo haré!»

Don Manolito escribió aquella tarde a Plácida pidiéndole que fuese a verle, y ella obedeció sin tardanza.

En vano procuró tranquilizarla con frases cariñosas.

-No me engañe usted -decía la infeliz; - cuando usted me llama, algo muy grave pasa. Ya no puedo más; ya he determinado destetar al niño: tiene catorce meses y le voy a matar con esta leche de rabietas que le estoy dando.

Don Manolito contó a Plácida todo lo que Perico le refirió y cuanto él sabía acerca de Fernando; sus despilfarros, sus enormes gastos con Luisa, el regalo del hotel y sus compromisos con el usurero. Ella le contó lo del piano y su propósito de irse a Orejuela, donde ya estaba Susana.

-Hacéis bien en marcharos. Yo veré a tu marido; primero le hablaré al alma, será inútil, y luego, si te parece, le amenazo con la separación.

-¡No por Dios!

-Entonces, ¿te conformas con tu suerte?

Se quedó un momento pensativa frunciendo el lindo entrecejo, y de pronto exclamó:

-Se me ocurre una cosa: comprar a esa mujer.

-¿Qué quieres decir con eso?

-Llamarla, buscarla, y darle dinero para que despida a mi marido.

Don Manolito no pudo contener la risa.

-Hija, no sabes lo que dices-. Y él, que hablando con Perico incurrió en pensamientos análogos, añadió: -Ése es un recurso de comedia, y, además, ¿vas tú a dar a esa bribona el mismo dinero que no quieres que le dé tu marido.

-Crea usted que no es tan disparatado. ¿No van esas mujeres derechas a su negocio? Pues un trato; mil, dos mil, lo que sea, y que nos deje en paz. Lo intentaré.

-Vas a ponerte en ridículo.

-Lo que voy a hacer es ver si rescato a mi marido.

-Una señora como tú no puede hacer eso.

-Desengáñese usted, no hay señorío que valga: cuando las cosas nos llegan al alma, somos iguales las que llevamos buena ropa y las que venden verduras por la calle.

Una hora de discutir y razonar le costó al pobre señor convencerla de que aquello era una tontuna. Ella, sin embargo, salió de allí encariñada con su idea.

A poco de llegar a su casa, estando en el gabinete poniéndose una bata, oyó que el criado y la doncella disputaban en alta voz, de esta suerte:

(Él.) -Lo mejor es pedir la cuenta Y largarnos sin decir ná.

(Ella.) -¿Y si nos echan la culpa? Mejor es contárselo a la señorita.

(Él.) -Verás la escandalera que se arma. ¡Vaya un cabayero! Esto no es señor, es un rata.

(Ella) -En buen lío nos va a meter.

(Él.) -Pues díselo a la señorita, y vámonos.

(Ella.) -Ahora mismito.

La doncella, con el rostro alterado, entró al gabinete y el chico se quedó en la puerta; la primera habló así:

-Señora, éste y yo nos vamos porque aquí pasan cosas mu gordas.

Imaginando Plácida que se trataba de un disgusto entre criados, prestaba poca atención. La muchacha siguió diciendo:

-Mientras la señorita estaba fuera...

-¿Qué?

-Ha venido el señor y...

-Acaba, mujer.

-Pues me ha preguntado que dónde tenía la señorita el dinero, y yo le he dicho que no sabía.

Plácida, segura ya de que el asunto era grave, escuchó con interés.

-Bueno; luego anduvo como loco por ahí, y cuando vio que se habían llevado el piano a casa de la mamá de la señorita, se puso a echar demonios por la boca, y después... me llamó otra vez y me preguntó que dónde tenía la señorita las...

-¿Las qué?

-¡Díselo de una vez! -exclamó el criado desde la puerta.

Y como la doncella callase turbada, adelantó cuatro pasos y añadió:

-Las alhajas, señora, las alhajas. El amo se fue a la despensa donde está la caja de las herramientas, cogió un formón y... mire usted cómo ha dejado el armario del gabinete grande.

Plácida corrió a verlo. El hermoso mueble tenía casi partido por junto a la cerradura el marco del espejo, y la luna estaba rajada de alto a bajo. Había sido bárbaramente descerrajado. Plácida revolvió febrilmente los cajones, hurgó en las tablas y se quedó espantada, lívida de vergüenza y coraje, diciendo al mismo tiempo que se cubría el rostro con las manos:

-¡Por Dios, no se lo contéis a nadie!

-Se ha llevado cinco o seis estuches; unos de piel, otros de terciopelo.

Ella, buscando cosas que no encontraba, echó de menos dos ricas pulseras, un medallón con una gruesa perla, tres sortijas y un par de pendientes de brillantes. Siguió rebuscando con grandes señales de impaciencia y, por fin, dijo, disgustadísima:

-¡También se los ha llevado!

Acababa de notar que le faltaban tres botones de pechera antiguos, formados por otros tantos gruesos brillantes engarzados en plata, que fueron de su padre, y a los que profesaba particular cariño. Entonces comenzó a tirarlo y desbaratarlo todo para adquirir plena certidumbre de que no estaban allí; y luego, segura de que habían desaparecido, poseída de la mayor indignación, se dejó caer en una butaca murmurando: -«¡Qué vergüenza!, ¡qué vergüenza!, ¡qué vergüenza!» De repente se levantó como alocada hablando sola:

-Ahora sí que voy! ¡Suceda lo que suceda!

En seguida, dando a pesar de la ira espacio a la reflexión, se dijo: -«¿Cuándo? ¿A qué hora? Esas mujeres se levantarán tarde... ¿de noche? No, que estará él allí. Bueno, aunque me mate... mejor. ¿Ahora por la tarde, que estará él en el círculo? Que se queden con lo demás, no me importa; pero lo que es los botones de mi padre... vaya si me los devuelve. ¡Infames! No, ella no tiene la culpa... se lo dan y toma».

Agitada, casi convulsa, cogió un traje muy obscuro y las llaves del cuarto de su madre, bajando a vestirse al principal, temerosa de que Fernando viniese y tuvieran una escena horrible.

Después de dispuesta para salir, aún esperó largo rato calculando la hora en que su marido tenía costumbre de estar seguramente en el círculo. Por fin, salió. En la Castellana le pareció que, como si estuviese ebria, giraban en torno suyo las casas y los árboles; ofuscada por la ira, seca la garganta, y conteniendo el llanto por esfuerzo increíble de la voluntad, fue a pie hasta Recoletos y tomó un coche, del que veinte minutos después se apeaba, al final de la calle de Ferraz. Ignoraba dónde vivía Luisa, pero estaba resuelta a averiguarlo. Preguntó en una carbonería y a un mozo de cuerda que no pudieron darle razón. Por fin, en una tienda de ultramarinos, le dijo un mancebo:

-¡Ah!, sí, ya sé lo que quiere usted decir. Unas prógimas muy guapas, un hotel donde antes venían muchos señores y ahora viene mucho uno solo, alto, guapo... allí es.- Y extendiendo el brazo señaló el hotel que habitaban la Revoltosa y la Rubia.




ArribaAbajo- XXI -

Miró el portero con extrañeza a Plácida, quien le pareció por las trazas verdadera señora, y sin acertar con lo que debió de hacer llamó a una criada. Plácida, procurando calmarse, espero en el jardinillo. Al presentarse la doncella le puso dos duros en la mano, diciendo:

-Hágame usted el favor de decir a su ama que hay aquí una señora que desea hablarle.

-No sé... pero, en fin, venga la señorita conmigo.

Siguiola Plácida, subieron la escalera, cubierta por una tira de alfombra, adornada por tiestos de agradable verdor, y entraron en un gabinete del primer piso ricamente amueblado.

Pasó la doncella a otras habitaciones, y Plácida, sin atreverse a sentarse, tendió en torno suyo la mirada.

Todo era lujoso, pero extravagante, recargado, escogido sin tino y dispuesto sin gracia: al lado de un mueble carísimo una silla vieja, rota y manchada; los cortinajes preciosos, los visillos sucios; haciendo juego con un magnífico reloj de bronce, dos floreros de grosera loza con monjiles ramos de trapo. En las paredes alternaban espejos biselados con marcos de dorada hojarasca y cromos de a dos reales. Un grabado representaba al Santo Ángel de la Guarda; en una serie de litografías iluminadas, del año 40, se reproducían los amores de Hernán Cortés y la india mejicana. Allí donde, al parecer, todo debiera ser sensual, había matices románticos impregnados de misticismo. En el testero principal de la estancia, bajo cristal y molduras, cenaban tranquilamente los Apóstoles, sin ver que sobre el sofá colocado por bajo del cuadro que les retrataba se hallaba tirado un par de enaguas recién planchadas y un vestido de mujer todo blanco, del que se desprendía cierto olorcillo de exuberancia juvenil. Encima de un velador se veían unos zapatos de raso negro bordados de azabache, y entre ellos una jícara ordinaria, sin asa, con restos de tinta, una pluma y varios plieguecillos de papel lujosamente timbrado con un membrete que decía: Luisa. Era el recado de escribir que usaba la pecadora.

Sobre una mesilla una petaca con iniciales de plata; Plácida la conoció en seguida: era de Fernando.

Estaba arrepentida de haber ido; ¿qué iba a decir? ¿Cómo empezar? ¿Qué pasaría? ¿La insultarían? ¡Quiá! De fijo que aquella mujer no la trataría peor que su marido... Se oyó el crujir de una falda, rechinó una puerta y apareció Luisa, a medio peinar, envuelta en una bata toda roja adornada de galones tejidos con hilillos de oro y tan corta por delante que descubría los pies calzados con medias de seda negra y pantuflas encarnadas a lo Luis XV. Venía sin corsé, y bajo la flexible tela se le movían las caderas y le temblaba el pecho. De toda su persona se desprendía aroma intenso de perfumes caros. Era hermosa, estúpidamente hermosa, sin gracia ni expresión. Parecía el triunfo de la carne consagrada al amor vicioso. Sus ojos grandes y serenos no carecían de dulzura. Plácida pensó: -«Vale más que él.»

La primera impresión que recibió la cortesana al encontrarse con aquella señora que la esperaba en pie, erguida y seria, fue de miedo, y retrocedió un paso; pero la dama sonrió tristemente, y entonces Luisa se adelantó confiada, quitó las prendas que había sobre el sofá y se sentó poniendo semblante risueño:

-Usted dirá en qué puedo servirla.- Y esperó, porque Plácida no se atrevía a desplegar los labios. Por fin, dijo tímidamente:

-¿Sabe usted quién soy? ¿Me conoce usted?

-Una vez en el teatro... sí..., es usted la mujer de Fernando.

-La señora de Lebriza.

-Vaya por el señorío.

-No vengo a insultarla a usted.

-Me lo figuro.

Callaron ambas un momento. Plácida estaba agitadísima, sin saber por dónde empezar. De improviso, Luisa se levantó, tocó un timbre con movimiento de gran señora, como había visto hacer en las comedias, y al acudir la doncella dijo:

-Si viene el señorito, que he salido; en fin, que no entre aquí de ningún modo. Cierra esas puertas y llévate esos trapos (por las ropas).- Y volviéndose hacia Plácida continuó:

-Hable usted, señora, que me vuelvo toda orejas.

Se expresaba con cierto descoco y retintín; pero fingidos; de distinto modo, estaba también turbada y encogida. Comenzó Plácida:

-Pues bien; mi esposo...

-¡Buen pez!

-Yo tenía... de mi padre. Mi esposo ha debido traerle a usted esta mañana y regalarle unas alhajas mías...

-Sí, me ha traído unas cosillas; ya decía yo que eran usadas.

-Son mías.

-Y ahora mías.

-No me importa; ya he dicho que no vengo a molestar ni ofender a usted. No se las disputo a usted; pero entre esas alhajas hay unos botones de pechera, de hombre, antiguos, de mi padre...

-¿Y qué?

-Pídame usted lo que quiera a cambio de ellos, doble de lo que valgan; deseo conservarlos.

Luisa sonrió mostrando lástima y orgullo juntamente; Plácida no pudo contener el llanto, y a sus párpados se asomaron dos lágrimas que le rodaron por las mejillas mientras repetía:

-Lo que usted quiera, el doble; eran de mi padre...

¿Fue arranque de orgullo, bondadoso impulso del alma? ¿Entrambas cosas a la vez? Luisa miró a Plácida con cierta nobleza, y levantándose se dirigió a la puerta al mismo tiempo que decía:

-Señora, yo no soy prendera, voy a dárselos a usted ahora mismo.- Y según iba andando murmuraba: -«¡Pobre mujer!»

Cuando al cabo de unos minutos volvió a la sala, Plácida estaba en la butaca con la cabeza echada hacia atrás, caídos los brazos a lo largo del cuerpo, espantablemente pálida y privada de sentido.

Le pareció tan grande aquella humillación, el rasgo de Luisa entre orgulloso y compasivo le produjo tal impresión, que rompió a llorar con fuerza, se le atravesó el hiposo sollozar en la garganta, se le fue la vista y quedó atontada, como si hubiera recibido un gran golpe en la nuca.

-Esto faltaba -exclamó Luisa al verla;- que vengan las señoras honrás a desmayarse a mi casa.

Llamó a la doncella y mandó que hicieran inmediatamente una taza de tila.

Al recobrar Plácida el sentido, estaba la criada enfriando la tisana con la cucharilla, y Luisa, alargando el estuche de tafilete antiguo y verdoso, decía:

-Guárdeselos usted, señora, y no tiene que pensar en darme nada: a mí me sobra quien me compre pedruscos.

Plácida, descolorida y temblorosa, no sabía si experimentaba vergüenza o gratitud. Miró sin rencor, casi con simpatía a la Rubia, y dijo reflejando sinceramente lo que en aquel instante sentía:

-¡Qué lástima que viva usted así!

-Pues, ¿qué quiere usted, señora? ¿Que viva como he vivido hasta los deciséis años, ganando una mala peseta, comiendo un día sí y otro no? ¿Pa qué están los hombres? ¡Anda y que lo paguen, ya que les gusta!

Plácida se puso, en pie, arreglose el velo, guardó el estuche y echó a andar. De pronto se volvió, como animada por lo que aquella mujer acababa de hacer, y le dijo:

-Usted no es mala... ¿Quiere usted hacer un trato conmigo?

-¿Cuálo?

-¿Qué puedo yo hacer en obsequio de usted a cambio de que... vamos, con tal, que despida usted a mi marido y no vuelvan ustedes a verse? ¡No por mí, por mi hijo!

-¡Ay, señora; usté está mala! ¿Si creerá usté que soy yo la que le come la guita? ¡Tié gracia! La que cuesta caro no soy yo. Son las cuatro sotas, señora. ¿Usté cree que too lo que hay aquí me lo ha dao él? Estamos juntos, ¿qué sé yo?, porque es muy chulo y le tengo ley. En fin, que se le quiten a usted esas cosas de la cabeza.- Dicho lo cual, haciendo un saludo lo más severo y digno que pudo y supo, se metió por una puerta del pasillo dejando a Plácida con la palabra en la boca.

Plácida salió. El aire fresco del jardinito le hizo mucho bien. Se detuvo un instante asombrada de su propilo atrevimiento y, en seguida, apretando nerviosamente con la mano dentro del bolsillo el estuche tantas veces tocado por su padre, echó a andar, sintió crujir la arena bajo sus pies y traspuso la verja.

Luisa y la Revoltosa, que atraída por la curiosidad se levantó medio en camisa, la vieron alejarse ocultas tras las tablillas de una persiana, hablando de este modo:

-¿Sabes, chica, lo que te digo? -comenzó Luisa-. Que son los hombres muy sucios y muy poco cabayeros. Pa ellos a cualquier hora están tocando a portarse mal.

-Anda y no te quejes, que de esas charranadas vivimos.

-Y la pobre mujer es guapa.

-Guapa, no; muy señora es lo que parece.




ArribaAbajo- XXII -

Quedó Luisa satisfecha de sí misma, y armó a su amante una marimorena tremenda por haber dado margen a que hiciera su mujer lo que hizo, diciendo en su lenguaje chulesco y libre verdades como puños, de que él a tener delicadeza se hubiese avergonzado. Sus últimas palabras fueron éstas:

-Oye, conmigo te gastas el dinero, ¿estás?; pero no me vuelvas a traer cosas que no sean tuyas, ni me metas en líos. Si tu mujer hubiá sido de otra pasta, hoy nos arrancamos el moño. Gracias a que ella debe de ser muy señora... y yo también.

Quien pagó las resultas de los improperios e insultos con que la Rubia obsequió a Fernando fue la desgraciada Plácida. Entre marido y mujer ocurrió después una escena tristísima.

Habían pasado dos días y era la una de la madrugada. Plácida, después de haber estado llorando toda la noche, con la cabeza ardorosa por la índole de los pensamientos que la trabajaban y el estómago débil de no haber querido comer, se sentó ante una mesilla y, comenzó a escribir a su madre. La lámpara iluminaba su rostro enflaquecido y marchito. Tenía los párpados rojos a fuerza de enjugarse el llanto, y el peinado en completo desorden. En la delantera del vestido le colgaba una tira de encaje completamente rasgada. De cuando en cuando, sin soltar la pluma, se frotaba los ojos con el revés de la mano; otras veces se quedaba pensativa mordiendo el mango de la pluma, dudosa de expresar bien lo que sentía.

La carta que escribió decía así:

«Madrid, 15 de Julio de 188...

»Querida mamá: Arréglalo todo pronto y avísame. No puedo más. ¡Qué día, madre, qué día! Por fin me ha pegado, y ya le tengo miedo. En mi breve carta de ayer te conté la ligereza, tontería, imprudencia (llámala como quieras), que cometí yendo a ver a esa mujer, y la humillación que pasé. De lo que no te puedes formar idea es de lo que aquí sucedió luego, es decir, esta mañana, porque ayer no vino a dormir a casa.

»Estaba yo peinándome y el niño dormido en el sofá chico sobre unos almohadones, cuando entró él hecho un león. No hay carretero que eche por la boca las cosas que me dijo. Ya sabes cómo habla. Le dije que no me importaba lo de las alhajas y que estaba arrepentida, pero que por los botones de papá no me había podido contener. Me dijo que lo había puesto en ridículo, que se habían reído de él; en fin, furioso; y, lo de siempre, repitió que no habíamos de mandar más que él. Luego me llamó pava, estúpida, y dijo que si se iba con otras era porque valían más que yo. ¿Querrás creer que por haberme quedado así de criar al niño me dijo que parecía una cabra? Figúrate qué me importa tener el pecho bonito o feo. Le rogué que se fuera y me dejase en paz. Entonces se descompuso por completo, me llamó bribona y dijo que no era él quien se marcharía de casa, sino yo, y que si seguía metiéndome en lo que él hacia, se quedaría con el niño y me echaría de aquí. Mira, madre, creí que me volvía loca y le dije horrores. Yo me estaba peinando; se vino hacia mí, me agarró por el pelo y me dio un tirón espantoso. Yo me levanté acobardada para coger al niño y encerrarme en la alcoba; él gritaba: «¡Te voy a cortar la cara! No pude más, y le dije que nos separaríamos. ¡Pues no te llevarás el chico!, gritó, y me agarró por un hombro y me sacudió y me tiró contra el sofá donde estaba el niño. Caí materialmente sentada sobre el angelito y no sé cómo no lo aplasté. Gracias a que pude agarrarme al ángulo de la chimenea y paré algo el golpe, pero caí en falso y tengo en la espalda un dolor muy grande. Luego se marchó amenazándome.

»La tarde ha sido, si cabe, peor que la mañana. Ha estado Pepa; lo que ha ocurrido entre nosotras no es para escrito. No basta que sufra lo que estoy sufriendo. Aún hay más; pero ya te lo contaré despacio. Pepa me ha dicho lo peor que se puede decir a una mujer. Al anochecer vino Perico; pero después de lo que me había dicho Pepa, no quise recibirle. Sentiré con toda mi alma que se ofenda, pero no debo verle. Ya te lo explicaré todo. No puedo sufrir más. Tú, madre de mi alma, tú que me has casado, tú que tienes la culpa de cuanto pasa, ayúdame a salir de esta situación. Si no tuviera hijo sería capaz de tirarme por un balcón. Don Manolito dice que si me decido a separarme él lo arreglará todo. Hay ratos en que pienso que esto sería lo mejor, pero nunca tendré valor para ello. ¿Qué es una mujer separada de su marido? ¿Qué respeto merece? ¿Cómo puede decirse a todo el mundo la causa de la separación? Sobre todo, ¿qué le diré a mi hijo el día de mañana? ¿Que su padre fue un malvado de quien tuve que alejarme? ¿Y le dejaré creer que fui yo la culpable? ¿Qué le daré, mal padre, o mala madre? Si hay Dios y es justo, ¿por qué soy yo tan desgraciada? Pasado mañana me voy contigo. Aunque no estén listos los cuartos, no importa. Aquí tengo miedo a muchas cosas. Iré por el tren de la mañana. Mamá, por Dios, piensa en que tú me casaste; ayúdame ahora. Adiós. Tu desgraciada hija,

PLÁCIDA.

»No dejes de mandar el coche a la estación. El niño, monísimo.»