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ArribaAbajo- XVI -

Fluctuando entre el despecho de verse postergada y la resignación a que por bondad nativa se inclinaba, dejó Plácida transcurrir algunas semanas, durante las cuales comenzó a sentirse enferma. Perdió las ganas de comer, experimentó en todo su ser un cambio extraño, el menor ejercicio le causaba extrema laxitud y fatiga, y por último se le acentuó tanto la dificultad en las digestiones, que no pasaba día sin vómitos ni noche tranquila. Al principio, creyó que tales molestias no eran sino consecuencia de lo que moralmente sufría, hasta que una tarde, al mes y medio de aquel persistente malestar, hallándose sola en su gabinete, comprendió que era otra la causa.

Imaginando traza de reformar un vestido, buscó un periódico francés de modas a que estaba suscrita, y no hallando el número que deseaba, empezó a calcular cuál era la fecha que le correspondía, teniendo para ello necesidad de recapacitar acerca de cuándo había recibido los últimos figurines. Permaneció un rato contando días por los dedos, cuando de pronto, por relación de ideas, se acordó de algo íntimo, personal privativo de sí misma: repentinamente se dirigió a una mesa, cogió un calendario y lo consultó con afán, volviendo a contar y recontar fechas, presa de una emoción indescriptible. Cuando soltó el calendario dejándole caer sobre un velador, estaba pálida y desencajada. El cómputo de fechas y la cuenta de días que con el pensamiento estaba haciendo, no se referían ya al número del periódico, sino a otra cosa que, de ser cierta, explicaba los vómitos, las malas digestiones, los vahídos, todo.

Se puso a pasear por el cuarto agitadísima, dominada por una idea, y al pasar ante el armario de luna, obedeciendo a la sospecha que acababa de alzarse en su alma, se miró al espejo y creyó verse variada, distinta de como siempre se veía. Estaba pálida, ojerosa, y tenía como caídos los carrillos. Volvió a coger el calendario, torno a contar días y fechas, se quedó unos segundos profundamente pensativa, y luego rompió a llorar sin saber si era pena o gozo, alegría o dolor, lo que sentía. Los días siguientes fueron de cruel incertidumbre; en vano esperó que se le corrigieran los desarreglos gástricos. Lo que en un principio fue sospecha acabó por convertirse en certeza. Por fin, pensó en hablar con un médico. Ocurrírsele esta idea y brotar en su imaginación el nombre de Perico, todo fue uno; pero sin reflexionar, instintivamente, se dijo: «No, de ningún modo: a él menos que a nadie.» Y poniéndose un traje muy sencillo salió con pretexto de hacer compras, resuelta a visitar al médico viejo que a ella y su madre les había asistido antes de que Mora volviese a frecuentar su trato.

Cuando tiró de la campanilla de casa de aquel hombre, el corazón le palpitaba con fuerza y llevaba bañada en sudor la frente. Tras media hora de espera en la sala, le tocó el turno y entró temblorosa sentándose, frente al doctor, que la recibió, diciendo:

-¿Qué es esto, Placidita? ¿Usted en mi consulta?

Procurando ser breve para oír pronto la respuesta que anhelaba, le refirió las incomodidades y molestias que desde hacía mes y medio experimentaba. El viejo la oyó sonriendo desde las primeras palabras, le hizo tres o cuatro preguntas, y luego dijo sin vacilar, con la autoridad de la experiencia y los años:

-Vaya, vaya... Esto, a Dios gracias, no es enfermedad, sino otra cosa muy natural.

-¿Cree usted? -preguntó ella avergonzada.

-Con seguridad. Ya puede usted empezar a hacer mantillas y pañales.

*  *  *

Todos sus temores y penas palidecieron ante aquella novedad que podía variar la faz de su vida. De regreso en casa aguardó a Fernando vagando por las habitaciones trémula, intranquila, en espera de oír sonar la campanilla. Cuando llegó le cogió cariñosamente de la mano, y olvidándose de cuanto la hizo sufrir, le guió hasta su gabinete, cerró las puertas, se le agarró al cuello y le dijo al oído una frase, mirándole en seguida a los ojos, ansiosa de descubrir la impresión que le habían causado sus palabras. Fernando no recibió la noticia tan alegremente como ella se la comunicaba: no mostró disgusto ni gozo. La compra de un mueble, el pago de una cuenta le hubiera conmovido más. Se echó a reír, y dijo:

-¿Rorro en puerta? Bueno; así tendrás entretenimiento.

-¿Es posible que no se te ocurra otra cosa?

-Pues ¿qué quieres?: ¿que salga de estampía a buscar ama?

-¡No!, que lo criaré yo.

-Eso me es igual; pero cada uno en su cuartito, ¿eh?: yo no aguanto lloriqueos de noche, ni canarios de alcoba.

Plácida calló, comprendiendo que si hablaba lo que se le venía a los labios habría de decirle algo muy duro y enfadoso. Ni la humillación a los dos meses de casada en el pueblo de baños, ni las frases injustas, ni la delación de Luis, nada le causó desencanto tan doloroso como aquella frescura con que Fernando acababa de oír y comentar la noticia. Guardó silencio, salió del gabinete, comió poco, vio marchar a Fernando sin preocuparse de dónde iría, y por vez primera le pareció que no se quedaba sola.

Después escribió a su madre de esta suerte;

«Querida mamá: He cumplido tus encargos. Ya están guardados con alcanfor y pimienta el abrigo de pieles y el manguito. Las enaguas que pides no te servirán ahí, porque son largas y exigen mucho planchado.

»Tengo grandes deseos de verte. ¡Si supieras! ¡No sé cómo hablo de encargos ni cómo tengo cabeza para pensar en ellos. He pasado unos días imposibles. Pero ¿cómo decirte lo que me pasa? No te asustes, estoy mejor, mil veces mejor. Los vómitos me molestan mucho: anteayer me dio un mareo que por poco me caigo; una cosa muy rara. En fin, que ayer me fui a ver al médico, a don Julián, porque me dio una vergüenza horrorosa llamar a Perico: le conté todo lo que sentía (al otro, ¿eh?), y sin dejarme acabar se echó a reír como se ríe aquel sátiro de bronce que a papá le gustaba tanto, y me dio la enhorabuena. ¿Vas entendiendo? En fin, me ha dicho que lo que tengo es consecuencia de mi estado. ¿Lo quieres más claro?

»Lo que pienso, lo que sufro, mi alegría salpicada de miedo, no se parece a nada. Cuando se lo dije a Fernando me oyó como quien oye llover. A pesar de todo, estoy resuelta a tener una explicación con él. No podemos seguir así. Tal vez sea mía la culpa por no saber inspirarle cariño; pero no me quiere. En fin, todo lo que te tengo que decir no es para escrito. Si estás fuerte y buena, ven; si no, iré yo. En esto que ahora me pasa está fundada mi última esperanza. Cuando pienso en ello me suben a la cara oleadas de calor, como cuando se corre mucho tiempo al sol y a cabeza descubierta. Vamos, transijo con que no me quiera; pero, ¿y a lo que venga?

»Dime pronto si vienes o si voy yo, y recibe muchos besos de tu hija

PLÁCIDA.»

«Sobre ciertos preparativos, ni sé lo que hay que hacer. Unas cosas las haré yo, bueno; pero otras ni sé cómo se hacen: de modo que de ropitas no dispongo nada hasta que vengas. Se me olvidaba: que me traigas tila recién cogida.»

*  *  *

Al otro día de recibir esta carta vino a Madrid Susana, avisando previamente a su hija para que bajase a recibirla en la estación.

En el poco tiempo que permaneció en Orejuela había variado mucho. Estaba más gruesa; su tez blanca y nacarada de señora flamenca, aparecía como dorada por el sol y velada por el paño que el aire vivo del campo pone en los rostros finos: diríase al verla que por ella habían pasado no unos cuantos meses, sino algunos años. En cambio se sentía tan fuerte, que al llegar mandó por delante a la doncella Y subió a pie con Plácida, andando todo el paseo del Botánico, el Prado, Recoletos y la Castellana. Su hija no quiso contrariarla, y juntas, hablando sin cesar, hicieron la caminata. Plácida le contó lo ocurrido durante su ausencia, dándose en esto un fenómeno inexplicable, porque mientras estuvo en el pueblo, aunque fue a verla, poco o nada aludió a lo que sufría; y ahora, como poseída de un deseo inmoderado de locuacidad y expansión, se lo refirió todo. Estaba ávida de consuelos en que cimentar esperanzas, y su sentimiento hallaba eco en el corazón de Susana. Esta mujer ligera y frívola escuchaba con atención, sentía como nunca sintió las penas de su hija, y se le ocurrían frases de ternura antes ignoradas de sus labios. Parecía otra.

Moralmente había sufrido gran transformación: el desengaño la hizo algo reflexiva, y la principal manifestación de sus quebraderos de cabeza era un vago remordimiento que, a modo de dolor sordo, la atormentaba de continuo. Estaba convencida de que las consecuencias de su falta habían sido horribles. En cuanto a sí misma, se engañó por completo: creyó rendir a un hombre, y se vio burlada e insultada; pero lo espantoso era el resultado de su infamia respecto de Plácida; porque la había casado sin conocer a fondo a su novio, sin aconsejarse de nadie, precipitando la boda de un modo indisculpable. Ella sola tendría la culpa de cuanto ocurriese.

De esta suerte, a un tiempo, se despertó en ambas, con caracteres diversos, el sentimiento de la maternidad. En Plácida surgía lógica y naturalmente cuando debía brotar; en Susana como resultado del desengaño, cual si fuese una forma del arrepentimiento.

Andando lentamente, apoyada en el brazo de Plácida, oyó la larga relación de su infortunio; y sus revelaciones, sus quejas, le hicieron comprender la gravedad de la situación, pareciéndole mientras las escuchaba que su propia conciencia las iba engrosando para que se empapase bien del daño que había causado. Cuando llegó a saber la transformación de Fernando, cómo se tornó de soez en afable, y cómo había agasajado y llevado a Plácida a comer de fonda por los días en que hizo la venta de las casas, sospechó el verdadero origen de todo, y admitió la posibilidad de que aquel hombre estuviese arruinado al casarse y de que la boda hubiera sido para él una tabla de salvación.

-¿Y qué ha hecho con el dinero? -preguntó.

-En el Banco está.

-Eso hay que verlo. ¿Cómo lo sabes? ¡Debe de ser mentira!

-¿Qué te figuras?

-¿De qué habéis vivido durante este tiempo?

-Ya lo sabes, puesto que de lo de papa nada te he pedido. Fernando me daba todos los meses para el gasto de casa, hasta que ocurrió eso de vender las casas.

-¿Y luego?

-Sigue dándome sin dificultad.

-¡Claro! como que te da de lo tuyo, de lo del chanchullo. ¡Ni en el Banco habrá tal dinero, ni Cristo que lo fundó! Es un infame..., nos ha engañado, y a ti te ha enloquecido, te ha llevado como a una comiquilla a comer de fonda y te ha engatusado con carocas unos cuantos días. Esta misma tarde vamos a casa de don Manolito: ¡él nos aconsejará!

-Como quieras; pero, mira, mamá, te voy a pedir un favor: si hay que tener una explicación con Fernando, no habéis de hablarle tú ni don Manolito, sino yo sola: no te enfades, pero el buen señor no es más que un extraño, y tú, al fin al cabo... la suegra.

Plácida no admitió en esto opinión contraria.

No se equivocaba. Cuando Fernando supo que Susana había llegado a Madrid, exclamó:

-Suegra... y chiquillo. Ya empezó Cristo a padecer.

-Eres injusto -repuso Plácida. -En primer lugar, mamá se vuelve al pueblo, y, además, ya sabes que nunca se ha metido en nuestras cosas.

Aquella misma tarde fueron ambas a casa de don Manolito, y celebraron con él una larga conferencia en la que le pusieron al corriente de todo.

El despacho de don Manolito era pequeño, de pobre aspecto y estaba lleno de estantes cargados de legajos. En el suelo había estera de cordelillo y en la pared, tras la mesa de trabajo, un gran calendario americano: ni más lujo ni más adorno. Sentadas ellas, cada una en una butaca y él en su gran sillón frailuno, hablaron largamente. Plácida hizo confesión general, no de culpas, sino de penas: hasta contó cómo Fernando hizo un día ademán de pegarle con los tirantes. Al acabar tenía la garganta seca, los ojos llorosos; la conciencia intranquila, porque de propósito había omitido cuanto se refería a Perico: ni una vez pronunció su nombre.

Don Manolito la dejó hablar sin interrumpirla, como hombre acostumbrado a oír relaciones de cosas que no le importan, y cuando, terminó dijo, haciendo un mohín de disgusto:

-Total, hablando en plata: que es un perdis: que por culpa tuya o ajena has hecho un mal negocio casándote; que tu marido juega, tiene queridas...

-Una, una querida -le interrumpió Plácida como atenuando la falta.

-Bueno, es igual. Hoy una, mañana otra... queridas. Además, no debe de tener un cuarto y te ha arrancado la firma de la escritura por sorpresa.

-¿Usted también piensa como mamá.

-Sí; no hago más que sospechar. Mañana, por un amigo que tengo en el Banco, me enteraré de si está allí el dinero. Pero, aunque así sea, siempre quedará en pie que es brusco, mal educado, que tiene su arreglito y que no te merece.

-En conclusión, ¿qué hago?

-¿Te digo francamente mi opinión?

-A eso vengo.

-Mucha calma, paciencia, resignación y dulzura; mientras estés como estás... por nada te alteres: lo primero es lo primero. Luego, ¿quién sabe? ¡Los chiquillos arreglan tantas cosas! Puede que el muñeco transforme radicalmente a tu marido. Respecto a lo del dinero..., no te opongas, ni podrías aunque quisieras, a que tu marido te pida y gaste para la casa toda la renta que tengas. Pero ya sabes que él no puede vender ni lo de Orejuela ni nada sin tu consentimiento: pues bien; ese consentimiento niégalo siempre, suceda lo que suceda.

¡Qué fácil es eso de decir!

-¡Mentira parece que hayamos llegado a esto! -añadió Susana.

Don Manolito continuó:

-Tales se podrían poner las cosas, que tuvierais que separaros.

-¡Nunca! -prorrumpió Plácida.

-¿Y si te pega otra vez?

-No me llegó a pegar.

-Vamos, le disculpas. Bueno, pues no te toca; yen cambio se juega hasta la cuna del chiquillo. Y tú, entonces, ¿qué haces?

-Es decir... ¿que no hay solución?

-Procurar amansarle como quien domestica a una fiera. Y en lo de negarte a ventas, mucha entereza.

Salieron de allí profundamente contristadas.

Aquella noche, como Susana, acostumbrada a la vida del campo se recogió temprano, Plácida se subió a su cuarto. Cuantos esfuerzos hizo por distraerse fueron inútiles: quiso leer y tuvo que dejar el libro, se puso al piano y aun las músicas más alegres la movían a melancolía y llanto. Se acostó, apagó la vela, y sin luz ante los ojos, como sin alegría en el alma, siguió cavilosa exprimiendo el jugo a las ideas e imaginando remedios a sus males.

En el tropel de pensamientos que la hostigaban, descollaba la convicción íntima y profunda de que no quería a su marido. Hasta entonces dudó: ahora, aquilatando los movimientos de su ánimo, comprendió que no le amaba. Las injusticias, los desaires, hirieron su amor propio; sintió la indignación de la esposa ultrajada; pero celos, pena de amor traicionado, no sabía lo que eran. Si tuvo momentos de desearle amante, si experimentó a su contacto algo que simulaba pasión, fue impulso ajeno a la voluntad: acaso grito de la juventud, vergonzoso llamamiento de la carne, o torpe instinto de la materia, donde a despecho del espíritu surge el deseo como planta ponzoñosa que brota en manantial limpio; pero nada de esto era amor.

Todo el día siguiente esperó en balde a don Manolito.




ArribaAbajo- XVII -

A las cuarenta y ocho horas de llegar a Madrid, dijo Susana que se ponía mala, -achacándolo al cansancio del camino y el cambio de alimentos; pero lo que en realidad tenía era el resultado de las impresiones sufridas, primero en su largo diálogo con Plácida y luego en la entrevista con don Manolito. En seguida de sentirse indispuesta mandó llamar a Perico.

-¿No valdría más avisar a don Julián? -preguntó Plácida.

-De ningún modo; no quiero viejos. Para mí no hay en el mundo más médico que Perico.

Plácida le escribió contra su voluntad una tarjeta rogándole que fuese a verlas, puso el sobre y llamó al criado para confiarle el encargo; mas de pronto, antes que nadie acudiese, rasgó el sobre y releyó lo que había escrito, dudando de si lo redactaría de otro modo.

Decía la tarjeta: «Querido Perico...», e instantáneamente, como si aquellas palabras adquiriesen a sus ojos apariencia de crimen, rompió la cartulina en muchos pedazos. -«¿Qué ridiculez es ésta? -se dijo en seguida, -¿no es un amigo de la infancia?: ¿qué mal hay en que yo le escriba? Pero... no: no quiero.» -Entró el criado, diole verbalmente la orden, y en cuanto se quedó sola recogió, sin dejar uno, los pedacitos de la tarjeta que habían quedado sobre la alfombra, y cual si procurarse destruir la prueba de un delito, abrió el balcón y los arrojó al aire, donde revolotearon dispersos, cayendo a la calle en tanto que ella, confusa y atemorizada, sentía vergüenza por aquel exceso de precaución con que pensaba en Pedro.

Después recordó que no se habían visto ni hablado desde la noche del teatro, lo cual era indicio de que él la esquivaba; hizo también memoria de que por la turbación de ambos no convinieron en lo que habían de decir respecto de lo sucedido entonces, y pensando en todo esto temió que hablase indiscretamente: hasta llegó a forjarse la quimera de que existía entre ambos complicidad, y se juzgó culpable echándose en cara como infamantes realidades los desvaríos de su imaginación. Estaba visto; voluntariamente no ponía el pensamiento en Perico; pero en cuanto había ocasión, se deleitaba en recordarle.

Aquella misma tarde, mientras Perico visitaba a Susana, llegó don Manolito a casa de Plácida: Fernando no estaba y pudieron hablar libremente. Las nuevas que le comunicó eran desconsoladoras. Fernando había colocado el dinero en el Banco, en cuenta corriente; pero luego empezó a retirar de la imposición cantidades considerables, y con tanta frecuencia, que sólo le quedaban unos cuantos miles de reales.

-Y no es esto sólo -añadió el viejo: -como el asunto era tan importante para ti, he averiguado cuanto he podido... La verdad, tu situación es muy seria.

-Cuéntemelo usted todo; de fijo sabré yo más que usted.

-Al pretenderte, no tenía tu marido más que unos cuantos miles de duros, lo que se gastó en casa, boda y regalos. Convengo en que te digo las cosas demasiado claras, pero...

-Adelante. ¿Y las tierras, los cortijos de su madre?

-Todo mentira. Es decir, los tuvo y se los jugó, como ahora está haciendo con el dinero de las casas.

-Pues no me explicó por qué ocultó que no tenía dinero.

-Pareces tonta. Si hubiera conservado la herencia de sus padres, tenía tanto o más que tú: como no tenía nada, tú para él eras rica. ¿Lo entiendes ahora?

-¡No importa! -exclamó Plácida alzando la cabeza y mirando con nobleza a don Manolito.- Con lo mío viviremos. Lo único que deseo es que sea cariñoso, que quiera a su hijo cuando lo tenga..., que se ocupe en algo, que trabaje.

Don Manolito calló. Había averiguado quién era Fernando, y no se forjaba ilusiones.

-Y yo, desgraciada de mí -decía Plácida,- ¿qué voy a hacer?, ¿qué me aconseja usted?

-¿Qué te he de decir? Estoy acostumbrado a vivir entre papeles sellados, que es vivir entre maldades; pues bien, para casi todas hay remedio: ésta, desgraciadamente, no lo tiene.

-De modo que mi marido puede hacer conmigo y con lo mío, que mañana será de su hijo, lo que quiera, y yo que he contribuido a crear casa y familia con mi amor, con la ilusión de mi amor, mejor dicho, y con el dinero que me dejó mi padre, ¡yo! no tengo ningún derecho; vamos a ver, ¿qué papel represento yo?

-Por mucho que digas no apurarás todas las razones que existen a tu favor. Pero no vamos a discutir esto, como en esos dramas que escriben ahora.

-Pues ¿qué más drama que éste? Bueno, yo no discuto: usted que sabe la ley, dígame usted lo que hago.

Don Manolito guardó silencio unos instantes, como quien no acierta con el modo de empezar, y luego dijo:

-Juega... malbarata... os quedaréis sin una peseta: es verdad; pero, ¿basta la costumbre de ir al Círculo, y la de jugar, y la mala sombra de perder, para que un juez le declare pródigo? ¿Cómo se demuestra que te está arruinando? ¿Tiene querida? Corriente. Mientras no pretenda traerla y meterla en tu propia casa obligándote a vivir con ella, no puedes hacer nada. ¿Es brusco, grosero y soez contigo? Acaso llegue a ponerte la mano encima... ¿Y qué vamos a hacer? ¿Sacar de testigos a los criados?

-¡Imposible! Además, no ha llegado a pegarme.

-Déjame acabar. Legalmente no se puede hacer nada mientras las cosas no se agraven...

-Sí; pero oiga usted: a ver si me explico -le interrumpió Plácida.- Si nuestra fortuna fuese cuantiosa, menos mal; podíamos esperar; empezaría a vender fincas y valores, y cuando hubiera perdido la mitad intervendríamos evitando que perdiese lo demás: ¿no es esto?

-Perfectamente.

-Pero no estamos en ese caso. Nuestra fortuna es modesta: unos cuantos títulos y valores, unas cuantas tierras, y pare usted de contar. Si se apodera de esto, ¿qué adelantamos con que luego no le dejen manejar otra cosa? ¡Si ya no tendremos nada! Paso porque me engañe y me pegue; pero, ¿y si tengo un hijo y nos deja sin comer? De lo mío, ¿eh?, porque él no tenía nada.

-Ni yo, ni la ley, ni el Rey Sabio, es capaz de responderte.

-En resumen, ¿qué hago?

-¿Qué te he de aconsejar? Sabes que soy hombre de ideas raras. Si te dijese todo lo que pienso acerca de éste y otros casos parecidos, porque éste es el pan nuestro de cada día, puede que te asustases. A mí no me cabe en la cabeza que por ley divina ni humana hayan de aguantar ciertas cosas la mujer o el marido. La Iglesia, y la ley, y lo que es peor, las costumbres, dicen que ¡paciencia y barajar! En fin, como amigo te aconsejo que hagas por llevarte bien con tu marido, cuanto puede hacer una mujer buena; y luego, como hombre de ley, según dicen los franceses, cuando no puedas más, si quieres, intentaremos la separación.

Plácida suspiró tristemente, y con un ademán no muy fino, pero si muy propio de madrileña, se posó las manos en la curva de su abultado regazo, y dijo:

-¡Si no fuera por esto... puede que me faltase la calma!

Caía la tarde, el gabinete iba quedando en sombra y el viejo estaba deseando marcharse; por fin se fue dejándola llorosa y desazonada.

Entretanto, en el piso de abajo seguía la entrevista de Perico y Susana. Ésta, sabiendo que su hija estaba con don Manolito, le envió dos recados para que bajase luego que él se fuera: Plácida contestó que no podía. Susana, con la insistencia de quien ignora el peligro de lo que pide, quiso mandar el tercer recado: Perico lo evitó, diciendo:

-Déjela usted: estará ocupada.

-Ocupada, no; lo que está es desesperada.

Y sin que él preguntara la causa le refirió minuciosamente lo que ocurría, hablándole como se habla con un antiguo y queridísimo amigo; porque para Susana, desde que Perico le curó el ataque a la cabeza, no había en el mundo hombre más listo ni de mejores condiciones. El chico a quien vio crecer, el colegial travieso, se había trocado para ella en el prototipo de la formalidad.

Perico la escuchó primero sin chistar, luego comentó lo que iba oyendo con frases astutas para obligarla a explayarse, por fin se dolió de no poder remediar nada, y salió de allí profundamente entristecido, como si la desgracia de Plácida fuese herida que acabaran de abrirle a él en el alma.

Viéndola dichosa acaso tomara su amor forma distinta; tal vez la hubiese deseado sólo por sus atractivos y encantos; pero considerándola infortunada, su intención se despojó de impureza y pensó en ella de distinto modo. Estaba convencido de que jamás podría establecerse entre ambos relación íntima: ni le era dado siquiera murmurar en su oído una frase de compasión, porque lo que a cualquier otra parecería consuelo, la palabra más inocente, ella la consideraría máscara encubridora de baja y criminal pasión. Plácida era para él esclava en poder ajeno, conforme y resignada a su cautividad, a modo de alhaja viva que no se dejaría robar ni consentiría jamás en ser poseída por otro que su legítimo dueño.

A la noche, dijo Susana a su hija:

-¿Por qué no has bajado mientras estaba aquí Perico? Chica, se lo he contado todo, y mira tú si es bueno: parecía que le daban ganas de llorar.

De esta suerte, al mismo tiempo que aceptaba resignada su triste porvenir pugnando por huir de Perico, las circunstancias comenzaban a ejercer sobre su ánimo presión en sentido contrario. Aquella tarde evitó verle; pero ¿podría lograrlo siempre? ¿No llegaría ocasión propicia a que simultáneamente estallaran en ella el despecho de la esposa humillada y en Perico el amor por largo tiempo contenido?...