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ArribaAbajo- XXIII -

Desde la noche del Real, y aun más desde la torpe intentona de Luis para obtener el amor de Plácida, las relaciones de ésta con Pepa se habían enfriado mucho. Plácida no le pagaba una sola visita y la recibía con estudiada sequedad, a pesar de lo cual, ella seguía yendo a verla de cuando en cuando, no por amistad, sino deseosa de mortificarla, como ávida de obligarla a un rompimiento que le ocasionase un disgusto con su marido, y, sobre todo, esperanzada siempre en verla pecar y caer; su virtud y resignación le parecían un insulto.

Tal era el estado de su ánimo cuando tuvo motivo para sospechar que un hombre había puesto en Plácida los ojos. El amigo con quien Perico habló en el círculo para que inquiriese la situación en que Fernando se encontraba, cometió la imprudencia de averiguar con poca cautela lo que deseaba saber, preguntó a muchos, se expresó con sobrada claridad, circuló la noticia, y de lenguas en oídos llegó hasta Luis. Saberlo éste y hacer conversación de ello con su hermana, todo fue uno.

-Pues no te quepa duda -le respondió Pepa. -Cuando el médico anda en ello, por algo será. Y ahora recuerdo yo con qué confianza se saludaron en el teatro, y luego él no subió al palco... ¡Claro, como estaba yo allí! ¿No te decía yo que ya caería? ¡Sabe Dios! ¡No, y yo también lo he de saber!

Aquella misma tarde fue Pepa a ver a Plácida, hallándola abatida y llorosa por estar reciente la escena que acababa de tener con su marido. La visita fue brevísima, y de ella se originaron algunas de las más amargas frases que Plácida escribió a su madre.

Cuando Pepa observó lo enrojecidos que su amiga tenía los párpados, le dijo con fingida compasión:

-Chiquita de mi alma, otro disgustillo ¿eh? Pues hija, no llore usted tanto, que nos ponemos feas y luego no encuentra una un hombre para un remedio.

-Si creerá usted que me importan algo los hombres ni quedarme fea. Nunca he presumido de bonita, y ahora ¡figúrese usted! Lloro por mi hijo, no por mi cara.

-Sí, eso es lo más triste...; los chicos son los que pagan. Y una misma, señor, porque la vuelven a una loca y la ponen en disposición de hacer cualquier barbaridad. ¡Gracias a que es usted una santa!

Plácida callaba; Pepa prosiguió:

-Algunas veces los maridos parecen brutos, y son memos. Figúrese usted, ¿con qué derecho se quejaría ese hombre de que el mejor día hiciese usted una locura?

Plácida se apartó el pañuelo del rostro y repuso severamente, mirándola de hito en hito con grandisímo enojo:

-No sabe usted lo que se dice. Cree usted que soy yo mujer capaz...

Pepa contestó riéndose:

-Ay, nenita, en ciertas ocasiones todas somos iguales.

-¡Yo no!

-Usted, si la humillan y la pisan... y por otro lado hay quien la solicite y la mime, hará lo que las demás. ¡Así que está una a nuestra edad para que la desprecien! Eso de resignarse es muy poético; pero tiene sus límites, hasta que una se harta y se venga. Cuanto más sufra usted ahora, peor. ¿Piensa usted que podrá pasarse así toda la vida?

-¡Siempre! -la interrumpió Plácida con gran energía.

-Al tiempo. Su marido de usted es un loco de atar... y está arriesgando mucho. Y nosotras, cuando se nos acaba la paciencia... Ya iremos viendo.

Plácida, rebosándole la indignación en los labios, sin disimular la repugnancia que aquellas palabras le causaban, dijo con el desenfado propio de la mujer honrada y ofendida:

-Si es usted amiga mía, le ruego que hablemos de otra cosa. A nadie reconozco el derecho de hablarme así.- Dicho lo cual se puso en pie, como dando por terminada la visita. Pepa se levantó también de la butaca que ocupaba aparentando sonreír compasivamente, pero en realidad muy mortificada, diciendo:

-Quiere decir que se enfada usted y poco menos que me echa.

-No, señora, yo no soy grosera con nadie; deseo que se respete mi situación y que no se me diga lo que, sólo pensado, me ofende.

-Ya es tarde, hijita -replicó Pepa arreglándose con gran calma los lazos del sombrero frente de un espejo. -Me hace usted un desaire, porque no soy hipócrita y hablo claro; bueno, pues me voy. Hace usted mal. Las mujeres somos débiles y debemos ayudarnos.

-¿Y qué ayuda supone usted que puedo necesitar?

-Vaya, vaya, Placidita, menos soberbia; que yo también tengo la lengua libre. ¿Cree usted que soy tonta? Sin echarla de virtud salvaje, sé tanto como usted.

Plácida escuchaba atónita. En el modo con que aquella mujer se expresaba había una segunda intención que no podía ser más ofensiva: cada frase era una reticencia.

-Basta, señora -dijo por fin; -suplico a usted que no me injurie; usted no puede saber nada que me saque los colores a la cara.

Entonces Pepa acentuó la risita falsa, y dirigiéndose hacia la puerta, lanzó a cara descubierta la ofensa que estaba premeditando:

-Efectivamente... hoy no sé nada. Es decir -añadió mirando con descaro a la atribulada Plácida, -algo sé... Sé que yo no ando bien, de salud y puedo verme precisada a llamar a un médico...; ¡tendría gracia que llamase al doctor Mora, y un día... por casualidad... casualmente... ¿eh?, viniera usted a verme y se encontrasen ustedes allí!... ¡Cómo lo sentirían ustedes!

Plácida se cubrió el rostro avergonzada, como si fuese culpable, y luego, con mayor amargura que indignación, exclamó:

-¡Qué infamia!

Vuelta pronto de su estupor alzó la cabeza para decir algo más; pero Pepa salía ya lentamente por el pasillo sonriendo muy satisfecha.

A esta visita, y a lo ocurrido en ella, se refería Plácida en la carta que escribió a su madre.




ArribaAbajo- XXIV -

Estaba la mañana fresca y apacible. Los álamos del huerto se movían blandamente, y confundido con el monótono son del roce de su ramaje se oía el canto de los pájaros. Una bandada de palomas revoloteaba en torno de la casa, y cuando el aire arreciaba un poco se percibía el rumor que, al doblegarse, producían los cañaverales cercanos al río. Susana, seguida de la doncella y recién terminado el almuerzo, salió al jardín con una canastilla de la que desbordaban dos o tres madejas de lanas de colores y unos largos ganchos de madera necesarios para la labor que traía entre manos. Pasó un rato mirando a un criado lugareño que con un escardillo iba limpiando el suelo de yerbas malas, y luego dijo a la doncella:

-Ponme la silla de tijera junto al emparrado del pozo.

Sonó a lo lejos el silbido de una locomotora, y un minuto después pasó el tren despidiendo humo por entre unos cerros que desde allí se veían.

-Ahí está el correo, muchacho. Salte a la carretera a ver si hay carta.

El mozo, soltando espuerta y herramienta, salió al camino.

Susana, en vez de quedarse haciendo labor, le aguardó impaciente paseándose al sol. Fue a ver las colmenas arrimadas al muro del huerto, inspeccionó un manzano que empezaba a madurar, y del gallinero de la corraliza sacó tres huevos recién puestos. Cuando volvió junto al brocal del pozo donde tenía colocada la silla, vio a lo lejos venir al mozo agitando un papel en la mano.

-Carta tenemos -dijo a la criada.

Llegó el muchacho, se la dio, rasgó ella tranquilamente el sobre, empezó a leer, y de repente, poniéndose muy pálida, entró en la planta baja de la casa, donde, sentada en una butaca del comedor y procurando calmarse, leyó despacio la carta de Plácida.

La impresión que recibió fue horrible. Lo estaba viendo y no podía creerlo. ¡Decirle su hija que ella tenía la culpa! ¿Acaso era niña al pretenderla Fernando? ¡Veintiún años! ¡Ya podía saber lo que se hacía! Si hubo engaño, ambas fueron burladas. ¡Todos nos engañarnos! ¿No había ella creído en el amor de Fulánez? Así argüía el enojo; mas luego la conciencia se irguió en su pensamiento justiciera y terrible. Hasta en los sesos parecía resonarle una voz implacable que decía: -«¡Sí, la culpa es tuya; tú la casaste por quedar libre para verte con él! ¡Acuérdate! Tú precipitaste la boda. Haz memoria de la alegría que sentiste el día que te quedaste sola creyéndote dueña y señora de emplear en él todas las horas del día.»

La conmoción cerebral fue espantosa. La flaquearon las piernas, se le puso roja la cara, se le anubló la vista y comenzaron a zumbarle los oídos, como si todas las abejas del colmenar y todos los insectos del campo chirriasen junto a sus orejas. Se empeñó en andar, y fue peor. Salió al huerto estrujando la carta entre las manos. De cuando en cuando la desarrugaba y releía fijándose en las frases de reproche que el dolor arrancó a Plácida, tratando de adivinar en toda su extensión la infamia que Pepa fue capaz de inventar o repetir..., ¿Por qué se negaría luego a recibir a Perico? ¿Qué relación existiría entre ambas cosas?... Y sin cuidarse del recio sol del medio día, que le daba de lleno en el cráneo, anduvo fuera de sí largo rato, paseando del huerto al jardín, del patio al zaguán, hasta dejarse caer rendida sobre una gran piedra de molino que, colocada en el centro de un cenador, servía de rústico asiento. Por los vanos del enrejado, que a modo de celosía formaba el cañizo del cenador, venían los ardientes rayos del sol a darle en la cabeza. Tuvo que levantarse; se abrasaba, y el zumbido de oídos le era cada instante más molesto. En las sienes sentía el golpetear de un martilleo incesante, y comenzó a decir entre dientes: -«Como la otra vez, como la otra vez.»- Experimentaba exactamente los mismos síntomas que en la calle Mayor el día de la escena con Fulánez; pero todos más intensos y amenazadores. Del susto le entró un temblor frío, análogo al que precede a las fiebres intermitentes, y medrosa de quedar allí sin socorro, anduvo, primero asida al varillaje del cenador, y después agarrándose de tronco en tronco, de arbusto en arbusto, deseando llegar hasta la casa. No podía gritar. -«¡Me ahogo!» -decía con la lengua estropajosa y la garganta seca. -«¡Muchachas!» -Junto al brocal del pozo se desplomó como fardo abandonado de golpe. Al caer chocó contra un enorme cubo que allí había, causándose una tremenda contusión en la cabeza que acabó de atontarla. Tendida en el suelo la encontró la doncella al cabo de un cuarto de hora. Parecía muerta. A duras penas, porque pesaba mucho, el jardinero la llevó en brazos hasta su cuarto, y la doncella, ayudada de otra chica, la acostó en seguida. Todos los mozos y criados entraron a verla movidos de fría curiosidad campesina.

-Está mu peor -decía uno.

-Ponela una yave en el cogote.

-¡Las lía! -exclamó otro.

Entre la servidumbre hubo divergencia de opiniones. La cocinera y el jardinero querían que se llamase al médico de Orejuela; la doncella les asustó, de intento, diciéndoles que como la habían hallado tendida en el jardín y al caer se había herido, quizá, con el médico, viniera el juez y les tomara declaración, con lo cual, pudiendo más en su ánimo el temor que la urgencia del remedio, diéronse por convencidos, y la doncella, acordándose de las instrucciones que recibió de Plácida la vez pasada que estuvo allí Susana, mandó al criado a la estación con encargo de dirigir dos partes telegráficos: uno a Plácida y otro a Perico. Entretanto, no supo qué hacer ni se le ocurrió más. La señora no volvía en sí.

A Perico le entregaron sus criados el telegrama a última hora de la misma tarde, cuando volvió a su casa para comer. Plácida, que salió después de comer a varias compras, recibió el suyo a las nueve y media de la noche, no siéndole posible aprovechar el último tren que era el de las ocho y cuarenta. Perico midió el tiempo, comió precipitadamente, se mudó de traje y bajó a la estación de Atocha, imaginando que Plácida habría recibido igual aviso y estaría allí, tal vez con su marido, dada la gravedad del caso. No la encontró, como esperaba; supuso que habría tal vez marchado por la tarde y partió solo, apeándose del tren en Orejuela al cabo de dos aburridísimas horas.

Enviado por la doncella, le aguardaba en la estación el criado más listo que había en la casa; el cual, conociéndole merced a las señas que su compañera le dio, se le acercó preguntándole:

-¿Es usted el señor médico de Madriz, que viene pa doña Susana?

-Yo soy. ¿Qué tiene?

-Mu mal, mu mal. Así como un golpe de alferecía, y se ha quedao medio perlática, y tan amodorrá, que ni oye, ni ve, ni entiende.

-¿Ha venido la señorita Plácida?

-Nosotros estábamos en que vendría ahora; se la ha avisao al mesmo tiempo que a usted. Pues si no viene por el aire, como las brujas, me paece que no halla con vida a la señora: ¡usted no sabe qué patatús que le ha dao!

Perico comprendió que se trataba de un nuevo ataque cerebral. Montaron caballero y mozo en el carricoche que el segundo traía aparejado y castigaron duramente al caballejo.

Era noche cerrada. La luna llena y rojiza surgía como ensangrentada tras la depresión de unos montículos que ponían término al horizonte; el aire se arrastraba manso y perezoso por los trigales tendidos a uno y otro lado del camino; ocultas entre los surcos producían las incansables cigarras sus chirridos. La augusta tranquilidad del campo infundía calma al espíritu. Los matorrales exhalaban intenso y penetrante aroma de flores silvestres, y al través de las medrosas umbrías se tamizaba el claror de la luna penetrando hasta lo más intrincado y vicioso del ramaje. A lo lejos se oía, debilitado por momentos, el traqueteo del tren que se alejaba, y a intervalos lanzaba un sapo la nota seca y metálica de su voz monótona.

En menos de media hora llegó el carricoche a la casa. La doncella, que esperaba con un velón en el zaguán, guió a Perico hasta la alcoba, refiriéndole sin pararse lo poco que sabía acerca de lo ocurrido.

-Sí, señor; almorzó bien, bajó al huerto, llegó el chico con la carta, y no sé más; luego la encontramos tirada como una saca de paja junto al pozo.

Entró Perico a la alcoba, se aproximó a la cama, y después de examinar rápidamente a Susana, con la seguridad de que no podía entenderle, se volvió hacia la doncella diciendo:

-Es cosa perdida; cuestión de horas. ¿A qué hora fue todo eso?

-Al mediodía.

-¿Han avisado ustedes a la señorita?

-Al mismo tiempo que a usted; me lo tenía encargado desde la otra vez que estuvo aquí la señora.

-Habrá perdido el tren.

-Pues ya no puede venir hasta las seis de la mañana.

Perico puso a Susana unos sinapismos y, sin esperar a que se llamase al barbero del pueblo, la sangró, lo cual pudo hacer gracias a la precaución de haber cogido la bolsa de instrumentos al salir de Madrid; pero se convenció en seguida de que ambos remedios eran estériles, tanto por lo tardíos, cuanto por la violencia del ataque. Después médico y criados pasaron la noche en vela. Él sacó del bolsillo dos periódicos de la tarde, que había comprado en la estación de Madrid, y se sentó a leer en la habitación contigua a la alcoba. De rato en rato se levantaba para ver a Susana. Todo era inútil. No había nada que hacer, sino esperar a la muerte.

La pobre señora deliró un momento; mas se calmó en seguida, volviendo a la pasada postración. Los labios se le quedaron espantosamente torcidos y todo el rostro demudado. La doncella se tumbó en un sofá a descabezar el sueño, y Perico empezó a pasear por las habitaciones profundamente preocupado, diciéndose: «El ataque le ha dado después de recibir la carta... la carta... tiene que ser cosa muy grave; algo referente a Plácida. ¿Qué podrá ser? ¿Qué habrá hecho aquel animal? Esto no puede acabar bien.»

La doncella se quedó dormida; Perico salió sin hacer ruido, buscó al jardinero y le pidió que le mostrase el sitio donde habían encontrado desmayada a la señora. Obedeció el lugareño, y el médico, a la luz de la luna, examinó con cuidado el suelo junto al pozo, en el paseíto del huerto hasta la entrada de la casa, en los alrededores del cenador: no encontró nada. Volvió al cuarto. En un rincón, tiradas sobre una butaca, estaban las ropas de Susana... ¿Se habría quedado la carta en algún bolsillo? ¿Qué diría aquel papel maldito? Fernando era capaz de cualquier barbaridad. Curiosidad... no, no era mera curiosidad, sino interés vivísimo.

En una de las veces que se aproximó a Susana, miró atentamente en torno de la cama: no había nada. Ya salía de la alcoba cuando a los pies de la cama, casi debajo de un armario ropero, vio dos papeles, uno mayor que otro y ambos arrugados: eran la carta y el sobre. Sin duda ella los guardó en el pecho, o los conservó estrujándolos en la mano al acometerle el accidente, y luego se le cayeron cuando la desnudaron. Perico los cogió con ansia, echó una ojeada hacia donde estaba la doncella, y no atreviéndose a leer allí se bajó al portalón de ingreso. El farolón, que pendía de una viga del techo, estaba agonizando. Por los rincones había arreos de mulas y aperos de labranza. Empujó la puerta y salió al camino. A la incierta y blanquecina luz del alba, trémulo de ira, leyó la carta. Era la segunda vez que veía letra de ella; la primera fue cuando le escribió dándole gracias por la pulsera. ¡Pobre Plácida! Hubo momentos en que rugió de cólera al fingírsela, con los abultadores ojos de la imaginación, infamemente maltratada. De improviso, su rostro varió de expresión, los labios se le entreabrieron con una sonrisa de orgullo nobilísimo y sus ojos se detuvieron a releer algunas frases, deleitándose en ellas:... «vino Perico, pero después de lo que me había dicho Pepa no quise recibirle. Sentiré con toda mi alma que se ofenda, pero no debo verle... Ya te lo explicaré todo...» Se quedó absorto, como pasmado. Era indudable que Plácida sabía a ciencia cierta que él la amaba. Sus propósitos de virtud estaban mezclados de alarma. No quería verle y le tenía miedo... Y aquella Pepa, ¿de qué hablaría con ella? Lo cierto era que iban a verse, pronto, allí mismo... Dobló la carta, guardola cuidadosamente y tornó a subir. La doncella seguía dormida. Susana, sin darse cuenta de ello, sufría ahogos crueles; la respiración comenzaba a ser estertorosa. A las cinco de la mañana, cuando ya el sol desparramaba su luz sobre los campos dorando los trigales y reverberando en las aguas del río y los vidrios del caserío lejano, la pobre señora lanzó tres o cuatro quejidos, se le dobló hacia un lado la cabeza cayendo fuera de la almohada, y quedó muerta.




ArribaAbajo- XXV -

Conjeturando Plácida que la doncella de su madre habría también avisado al doctor Mora, envió recado a casa de éste para salir de dudas, y la respuesta que dieron los criados confirmó su sospecha, tranquilizándola relativamente porque Perico debía estar ya a la cabecera de la enferma. En cambio, al pronto le desagradó sobremanera la idea de encontrársele en el pueblo y la necesidad de celebrar entrevistas con él; acaso tendrían que dormir bajo el mismo techo, o velar juntos largas horas...

Hubo un momento en que estuvo a punto de no moverse de Madrid. Pero, ¿y su madre? Además, ¿no estaba ella segura de sí misma? ¿Qué le podía importar verse obligada a hablar con él? Perico, tan noble, tan decente... ¡No!, a nada se atrevería; si las palabras de amor se le venían a los labios, se las tragaría... como ella sofocaba los pensamientos tentadores.

Después pasó toda la noche manoseando y releyendo el telegrama. Por fortuna, Fernando, que acaso le hubiese prohibido ir a Orejuela, no fue a dormir a casa.

A las cuatro de la mañana se vistió Plácida, y no estimando prudente separarse del niño, determinó llevarlo consigo. Mucho antes de que saliese el primer tren llegó a la estación de Atocha con el pequeñín y la doncella.

En Orejuela estaba esperándola con el carricoche el mismo criado que horas antes recibió a Perico, y por la cara compungida que puso el mozo al apearse del vagón su señorita, pudo ésta comprender que algo muy grave ocurría; ella, que tenía por segura la repetición del pasado ataque cerebral, le preguntó:

-¿Qué tiene? ¿Es cosa de la cabeza?

-Ahí está el señor médico desde anoche; se le avisó al mesmo tiempo que a usted. Hasta la ha sangrao; pero no ha servido de ná.

-¡Dime la verdad!

El criado calló y se puso a dar vueltas al ancho sombrero de pana entre las manos.

-¡Muerta! -gritó Plácida.

-Salú pa encomendarla a Dios -repuso el mozo sin levantar la vista del suelo.

Plácida no desplegó los labios. Salió del andén, acomodó a la doncella y al niño en el vehículo, montó también, y arreó el hombre a la bestia.

Durante todo el camino el sol bajo les fue dando de frente. Ella no pensaba más que en su madre; ya no se le volvió a ocurrir la idea de que iba a encontrarse forzosamente sola con Perico. Por fin llegaron. Al apearse la doncella, que llevaba en brazos al niño, vio éste unas gallinas que andaban picoteando el suelo y extendió hacia ellas las manitas.

En la puerta del caserón estaba Perico; Plácida echó pie a tierra sin esperar a que le diese la mano para bajar, y sin preguntarle nada se dirigió al arranque de la escalera. Él, cerrándole el paso, dijo tristemente:

-No subas.

-¡Déjame!

-¿Para qué? -No seas loca... Ten valor.

Entonces, sintiéndose desfallecer, se apoyó en una jamba de la puerta; Perico, al verla vacilante, avanzó a sostenerla, y ella, con la despreocupación propia de las grandes tristezas de la vida, se abrazó a él, y reclinando en su pecho la cabeza rompió a llorar silenciosamente. Sus lágrimas le cayeron sobre las manos y, al través de las ropas, percibió el calor del pecho de Plácida; mas sólo experimentó ternura, piedad dulcísima, algo inefable que le acarició el alma sin pasar por los sentidos. La sostuvo cariñoso sin oprimirla amante.

Los criados y gañanes les rodeaban mudos. El niño prorrumpió en gritos de alegría viendo el caballo que, ya desenganchado, se iba solo hacia la cuadra. Luego Plácida, desprendiéndose de los brazos del médico, se obstinó en subir. Rogó, suplicó, mostró enojo, y hubo que dejarla.

Arrodillada junto al lecho, permaneció largo rato llorando hilo a hilo, sin que Perico tratase de arrancarla de allí, hasta que entre ruegos y tirones la sacó de la alcoba, temeroso de que se le acrecentase la angustia.

En el comedor acordaron lo necesario en tan amargo trance. Ella indicó la idea de trasladar a Madrid el cadáver, pero no había medio de embalsamarlo y hubo de resignarse a que fuese enterrado en Orejuela. Quiso velar toda la noche junto al lecho mortuorio y él se opuso inventando pre textos y mentiras por ahorrarle aquellas horas de pesadumbre.

-No puede ser, eso es absurdo -decía; -hace muchas horas que está muerta. No puedo consentir que estés ahí... Esta tarde, a la puesta del sol, en el cementerio del pueblo: no hay otro remedio.

Tras un rato de porfía cedió Plácida.

-Otra cosa -añadió él. -Avisa inmediatamente a tu marido. Estando yo aquí... digo... me parece.

A ella le salieron los colores al rostro, miró a Perico sonriendo de un modo extraño y repuso turbada:

-Sí, sí, en seguida, ponle tú un telegrama; pero, ¡quiá!... ¿Si le conoceré yo?: no viene.- Después de una breve pausa agregó: -Si no, márchate tú.

-¿Y lo de esta tarde? (aludiendo al entierro). Yo no te dejo sola.

-Pues yo no salgo de aquí hasta que esté todo terminado.

-¿Y qué hacemos?

-Avísale, avísale, y luego, él hará lo que estime oportuno.

Los recelos que sentían, su temor al juicio de las gentes les molestaban mucho. Cada uno calculó lo que el otro discurría, penetrándose ambos perfectamente de lo anómalo de la situación. Estaban solos, sin más testigos que los criados; veían clara la posibilidad de ser calumniados con circunstancias que hiciesen verosímil y creíble toda infamia. El miedo les aguzaba la malicia. Quedáronse un momento mirándose francamente, cara a cara, hasta que Plácida, dando por sabido todo aquello que sin decírselo pensaban, exclamó:

-¿Y qué? ¡No me importa! Esta tarde... lo más tarde que se pueda... vas tú; yo no tengo valor. (Al hablar de nuevo del entierro rompió otra vez a llorar.) -Bueno se acaba todo; a las nueve al tren. Yo no paso aquí la noche.

-De ninguna manera.

-Y al llegar a Madrid, me acompañas hasta mi misma casa.

Al medio día se llenó la casa de gentes vecinas. Acudieron palurdos con la vara metida en la faja por la espalda, lugareños de lenguaje tosco que decían todo género de dislates, mujeres de tez cobriza curtida por la intemperie, con pañuelos de florones al talle y burdos zapatones que asomaban bajo los refajos amarillos; y una turba de chicos harapientos que en pernetas, con los mocos colgando y riéndose alegremente, venían dando saltos y brincos por las enlodadas cunetas del camino. También llegaron el alcalde de Orejuela con bastón de borlas, el boticario, el cura, un posadero que tenía en arrendamiento tierras de Susana y un hombre joven mejor vestido que los demás, que era el médico del partido, deseoso de conocer al doctor Mora, cuyo nombre había cien veces leído en los periódicos.

El cura venía algo amoscado, porque no le llamaron con tiempo para administrar a la difunta; pero Perico le amansó fácilmente diciéndole primero que el ataque fue fulminante, y después esperanzándole con la promesa de muchas misas; así que el clérigo, depuesto el enojo, se subió a rezar a la alcoba.

Luego, entre ambos médicos, lo dispusieron todo. Al cabo de una hora, vino del pueblo un mocetón guiando un pollino que, atravesado sobre la albarda, traía un ataúd de pino recubierto de percalina negra y ribeteado con cintas amarillas que formaban una cruz sobre la tapa. No lo había en Orejuela más lujoso.

Plácida no probó bocado. Al niño le dieron leche de cabra que bebió con delicia. A Perico se le quiso llevar el médico para agasajarle en su casa, pero él no lo consintió.

A las seis de la tarde, Plácida, que aborreciendo la casa se bajó al huerto con el niño, observó que cuantas personas la rodeaban se iban alejando con diversos pretextos, y presumiendo el motivo cogió en brazos al pequeñín y se precipitó hacia el zaguán.

El humilde cortejo, más triste cuanto más abigarrado, había salido del portón y llevaba andados unos cuantos metros de carretera. Delante marchaba una docena de chiquillos con velas que les habían repartido y a las que iban arrancando las escurriduras de la cera. Dos guardas, un mozo del lugar y el hortelano llevaban a hombros el féretro. Seguían el alcalde, que procuraba caminar con un paso de delantera, el cura, el médico del pueblo y Perico; y tras ellos, en confuso tropel, la gente comarcana formando multicolor conjunto de chaquetas pardas, refajos de matices chillones, mangas blancas de camisa, pañuelos de yerbas, sombreros de pana y moños de picaporte. Algunas viejas rezaban, otras refunfuñaban, los zagalones miraban a las mozas, los hombres más entrados en años iban inspeccionando con codiciosa mirada el estado del campo, y todos con su ligero andar alzaban una nube de polvo que el sol poniente iluminaba. Al paso de la comitiva los cerdos se ahuyentaban gruñendo, los arrieros detenían a las bestias y los trajinantes paraban a un lado las carretas. A lo lejos se oía el pausado y lento doblar de las campanas de Orejuela.

Desviáronse luego del camino y por una senda abierta entre una era y unos rastrojos quemados llegaron al pobre cementerio. Tras sus terrosas tapias se erguía un solo ciprés, negruzco, alto y endeble, cuyo vértice se movía mecido por el airecillo de la tarde. Los rayos del sol, próximo al horizonte, parecían arrastrarse por los surcos tendiendo a larga distancia las sombras de cosas y personas, y la esquila de la capilla sonaba a rajada.

Al penetrar en el recinto de la tierra del sueño eterno, todos se descubrieron, y los chicos, movidos de curiosidad, apretaron a correr para tornar puesto a los lados de la fosa. Se abrió la caja, cantó el cura un responso, y el hortelano, cerrando el ataúd, entregó la llave a Perico, quien no se movió de allí hasta que los enterradores rellenaron la hoya igualándola con el nivel del piso.

Cesó la campana de tocar, a punto que se ocultaba el sol, y chicos y grandes echaron a la desbandada cuesta abajo; los grandes riendo, pasada ya la fugitiva impresión de la muerte, y los chicos jugando a pedrada limpia por la extensión del llano.

Plácida, que se subió con el niño al piso segundo de la casa, permaneció asomada a un ventanón, mirando desde allí tristemente cuanto le permitieron la distancia y las lágrimas. A poco de dispersarse la comitiva, vio venir a Perico por la carretera con el médico, el cura y el alcalde; luego se separaron y avanzó solo, mientras ella, abrazando al niño, se quedaba pensativa...

¡Cuán loca y caprichosamente suceden las cosas de la vida! ¿Quién le había de decir años atrás que aquel hombre enterraría a su madre? ¿Con qué y cómo le pagaría lo que estaba haciendo? Pero harto sabía que no necesitaba pagárselo; la medrosidad con que él le hablaba, la expresión de sus ojos se lo decían claramente. No había cruzado una palabra ambigua, una frase de doble sentido, y sin embargo, ambos sabían todo, absolutamente todo lo que pensaban y sentían. Y lo que ella experimentaba no era gratitud, sino algo más grande y poderoso, más avasallador del ánimo, pero inconfesable: un sentimiento que jamás saldría en palabras de sus labios... ¡Qué felices podían haber sido! ¡Ciegos, ciegos y tontos; que habían vivido casi juntos sin conocerse!... De improviso volvía su pensamiento hacia la muerte. ¡Pobre madre! ¡Cuántos recuerdos! Y ahora... cuatro tablas, ella inmóvil, inanimada, fría, encima mucha tierra, y la noche eterna! ¿Habría otra vida? Los seres que aquí se han querido, ¿volverán a encontrarse en un mundo mejor, o será el alma como estela que se borra y sonido que se extingue?... ¡Cuán necio es pretender adivinar lo incognoscible que está al otro lado de la muerte!

Perico se acercaba andando de prisa por la carretera. Plácida lloró a un tiempo mismo y sin consuelo la madre muerta y el amor imposible.

En vano fue el criado a la llegada de todos los trenes; de ninguno se apeó Fernando. Cada vez que ella veía volver al mozo con el carricoche de vacío, exclamaba:

-¡Ya lo sabia yo!

Plácida y Perico comieron juntos, o mejor dicho, se sentaron a la misma mesa porque ella no quiso tomar nada. Después se levantó con pretexto de evitar que la doncella tuviese al niño en el jardín. Quería estar sola, pero la imagen de Pedro iba inseparable de sus ojos; parecía que le llevaba dentro de ellos: cerraba los párpados y seguía viéndole.

Se hizo de noche. Perico, la doncella, el niño y Plácida montaron en el cochecillo. Eran demasiada carga para el cansado caballejo y caminaban despacio. La línea gris y polvorienta de la carretera les pareció interminable. El cielo se tachonó de estrellas. En la semioscuridad que dentro del coche les envolvía, vio el niño relucir la cadena del reloj de Perico, y alargó las manitas diciendo, como en las pocas veces que veía a su padre: -«Senor, un senor».- Plácida sintió al oírle que se le enrojecía el rostro, y miró hacia el campo. Tras las tapias del cementerio se alzaba la luna, y a lo lejos se veía el miserable caserío de Orejuela, entre cuyo negro conjunto brillaban algunas ventanas interiormente iluminadas.

Por fin llegaron a la estación y penetraron al andén que estaba mezquinamente alumbrado con un farol puesto en la pared, junto al reloj reglamentario.

La doncella comenzó a pasear de acá para allá con el pequeñuelo en brazos procurando dormirle; ellos dos permanecieron en pie, quietos, mirando hacia una curva por donde tenía que asomar el tren. Faltaba un cuarto de hora. Al lado opuesto a la estación había grandes montones de carbón de piedra, rimeros de traviesas, y, montada en un alto armazón de hierro, una enorme cuba para que las locomotoras se abrevasen. En primer término, los rieles pulimentados por el roce continuo de las ruedas brillaban entre las escorias y el polvillo caído de los hogares de las máquinas. De un lado para otro solía cruzar un hombre con una linterna, y a lo lejos se veía la luz roja de la entrada en agujas. El viento manso y apacible gemía entre los alambres del telégrafo.

-Toma, Plácida -dijo Perico en voz muy baja, acercándose a ella y alargando la mano.

-¿Qué es esto?

Era la llave del ataúd de su madre, y como ella sollozase al recibirla, él añadió:

-Otra cosa... Toma también tu carta... la carta que escribiste a tu madre y que me he encontrado caída en el suelo de la alcoba.

Ella, entonces, recordó rapidísimamente cuanto había escrito, hizo memoria sobre todo de las frases alusivas a la visita de Pepa relacionadas con Perico, y esquivando mirarle quedó un punto silenciosa y como avergonzada. En seguida exclamó:

¡Gracias!

Tomó la carta, rompiola lentamente en muchos pedazos y los arrojó al suelo, donde, impelidos por el viento, corrieron hacia la vía revoloteando como enjambre de mariposas blancas. Él quiso hablar, mas no acertó al pronto con lo que quería decir, y tras un largo silencio pronunció estas palabras que ella escuchó confusa:

-Plácida..., ten valor para todo, ¿entiendes? Y si algún día lo crees conveniente para ti o para tu hijo... prométeme que me llamarás.

Entonces aquella pobre mujer, sofocando los impulsos de su corazón y traicionando todos los anhelos de su alma, hizo un esfuerzo sobrehumano, alzó la cabeza, miró a Perico como una diosa ofendida y repuso violentamente:

-¡No lo esperes!

En seguida, como si aquella frase le abrasara los labios, se apartó de él y fue llorando a sentarse sobre unos cajones vacíos que había a la entrada de una puerta.

Pocos minutos después rasgó los aires un silbido prolongado y estridente, oyose cercano ruido de herrajes removidos, sintiose trepidar la tierra, y en la curva formada por los rieles aparecieron de pronto los fuegos rojos del tren, que venía lanzando resoplidos y acortando el andar como un monstruo cansado.

Durante el camino hasta Madrid apenas hablaron. Llegados a la estación de Atocha, pareciéndoles por demás incómodo montar en un coche la doncella, el niño, Plácida y Perico, se despidió éste besando al pequeñín, y luego, apartándose a un lado con ella, le dijo:

-Ya sabes que yo no puedo ofenderte... Acuérdate de lo que te he dicho.

*  *  *

Cuando Plácida llegó a casa, los criados que en ella habían quedado le dijeron que el señor estuvo a mudarse de ropa a cosa de las cuatro de la tarde; que entonces le dieron un telegrama que para él se había recibido (el puesto por Perico en Orejuela), y que en seguida de leerlo se vistió tranquilamente, no de viaje, sino de levita, y se fue a la calle; de lo cual infirió ella que tardaría muchas horas en volver. Lo que los sirvientes no se atrevieron a contar fue que Fernando, después de leer sin emoción el telegrama, lo arrojó sobre una mesa murmurando:

-¡Vaya, las lió!... ¡y qué de repente! Pero lo que es yo, no viajo para enterrar suegras.

La noche fue para Plácida de angustia y llanto; pero tenía tan hecha el alma al sufrimiento, que discurría serenamente acerca de aquella nueva fase de su situación. No se le ocultaba que su marido tardaría poco en exigir que se le diese cuenta de lo que Susana hubiera dejado, pretendiendo de fijo recibirlo en seguida para manejarlo. Por este lado había de venir la lucha. En cuanto a las tierras de Orejuela, demás bienes inmuebles y determinados valores nominales, acaso podría impedirse que se apoderase de ellos; pero Susana tenía también valores al portador, papeles que representaban dinero fácilmente cobrable, algo en billetes del Banco, resguardos del mismo y por último muchas y buenas alhajas; todo lo cual convenía evitar que cayese en sus manos. ¿Qué resistencia podría ella oponer si Fernando llegaba de pronto, exigiendo que bajasen a registrar los muebles de Susana?

Eran las dos de la madrugada. No vaciló un instante, encendió una palmatoria, y, sin miedo a penetrar en el cuarto de su madre, tomó las llaves que ésta le confiara al partir a Orejuela, ¡llaves que ya nunca tocaría!, y bajó al principal.

Atravesó impávida varias habitaciones y llegó al gabinete. La bujía iluminaba débilmente la estancia, arrojando contra el techo y los muros las movibles sombras de las cosas. El reloj de la chimenea estaba parado, las sillas enfundadas, todo ordenado y recogido como en casa cuyo dueño ha de permanecer ausente una temporada larga. -«¡Y tan larga!» -pensó Plácida.

A un extremo del cuarto había una taquilla japonesa maqueada, donde la muerta sólo guardaba adornos, cintas y guantes; al lado opuesto se veía un mueble francés de los llamados secrétaire, formado de recios tablones de caoba maciza y con cerradura de triple vuelta. Plácida buscó la llave en el rnanojo de las que llevaba y lo abrió, sonando rápidos y secos tres choques metálicos que turbaron el silencio de aquella medrosa soledad. Cayó la pesada tabla que servía de puerta, y Plácida rebuscó en su interior, revolviendo cuanto había en los cajones, y escudriñando minuciosamente los secretos, hasta que halló un pequeño fajo de billetes del Banco, dos resguardos de títulos de la Deuda depositados en el mismo, y un papel en que decía: Numeración de las acciones y obligaciones que están en poder de don Manolito. Lo lió todo lo mejor que pudo y se lo guardó, parte en el pecho, y parte en el bolsillo. Después, sin titubear, abrió otro cajón, sacó varios estuches, los metió en una caja, atándola fuertemente con una trencilla de corsé que halló a mano, y se subió de puntillas a su casa sin que nadie la oyera ni la viese. Al entrar en su gabinete, pensaba: -«¡Dios mío, qué miedos deben de pasar los ladrones!»- y el corazón le latía con fuerza. En seguida, segura de que nadie podía verla, tendió en torno la mirada. ¿Dónde lo escondería? Primero se le ocurrió la idea de ocultar los papeles bajo la tabla tapizada de un paño bordado que cubría el mármol de la chimenea... Luego miró los cuadros que pendían de las paredes... No podía ser. Por fin, se dirigió a un rincón donde había un pesado tocador antiguo, con espejo veneciano rodeado de figurillas de Sajonia, y moviéndolo a duras penas se arrodilló en el suelo; tiró del pliegue que formaba la alfombra entre dos clavos hasta que saltase uno de ellos, y en el hueco metió todos los papeles, pisándolos para que se aplastaran. Finalmente, lo arregló todo como antes estaba, colocó en su lugar el mueble, y sudando, rendida y llorosa, murmuró: -«Mañana se lo llevo a don Manolito. ¡Dios mío, que tenga yo que hacer estas cosas! ¡Va a ser imposible vivir así!»

Luego se acostó junto al niño. No podía dormir. En su imaginación se agitaban confusa y desordenadamente ideas, recuerdos, memorias y reminiscencias de toda su vida pasada... Días de la niñez, caricias, gustos y caprichos concedidos o negados, ¡qué lejos estaban!, episodios de la adolescencia, regaños maternales, disputas, señales de indiferencia o de cariño, ¡cómo aparecía todo poetizado por la idea de la muerte y purificado por la piedad filial! Y luego el día de la despedida, sus últimas palabras: «Ten calma, cuídate...» ¡Quién había de sospechar que fuesen las postreras que le oyese! Después, Orejuela... el cadáver... el entierro por medio de aquellos campos secos y amarillentos... y lo bien que se había portado Perico; y por cima de todo, como un peligro dulcísimo, como una punzada constante, a modo de obsesión producida por un demonio tentador, el recuerdo de aquella frase que pronunció en la estación del pueblo: «Ten valor -había dicho,- y si algún día lo crees conveniente para ti o para tu hijo, prométeme que me llamarás...» ¡Sí; éstas habían sido sus palabras, en las cuales iba cifrada la promesa de un porvenir donde aparecerían mezclados la dicha y el oprobio, la deshonra y la felicidad!... Al revolverse en la cama tropezó con el niño, enlazándose con los brazos a su menudo cuerpo, lloró murmurando: -«¡Nunca! ¡nunca!»- Y al mismo tiempo sentía la muñeca de la mano izquierda acariciada por el roce de la pulsera que Perico le regaló con ocasión de la boda.