Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo- IV -

Fernando Lebriza fue una de las muchas personas que, a raíz del fallecimiento de don Carlos, acudieron a dar el pésame a Plácida y a doña Susana. Hacía mucho tiempo que no había estado a verlas, pero en aquella circunstancia le pareció mal dejar de ir. Además, también él llevaba luto por la muerte de su madre, acaecida dos meses antes, y no sabía dónde meterse de noche; así que, cuando se le ocurrió la idea de visitarlas, pensó matar dos pájaros de un tiro: pasaría el rato y quedaría bien con ellas.

Ambas le recibieron cortésmente; doña Susana, al parecer, mejor que Plácida, porque ésta, llena el alma del recuerdo de su padre, se quedaba horas enteras encerrada en su cuarto sin querer salir, en tanto que Susana, dando mayores muestras de resignación que de dolor, acogía con afabilidad a cuantos podían proporcionarla un momento de distracción. Para lograr esto, casi todas las tardes procuraba que se quedase alguien a comer con ellas: unas veces don Manolito, otras cualquier amiga; hasta pensó en invitar a Fulánez si la ocasión se presentaba propicia. A Fernando le convidó con tal insistencia, que aceptó.

Fernando llevaba vida de soltero y rico en toda la extensión de estas palabras. Desde que murió su madre, casi siempre comía fuera de casa, y por lo general de fonda; aquella tarde le gustó la comida, y a la semana siguiente volvió con intención de aceptar también el convite a la menor indicación.

Cuantas veces sucedió esto, otras tantas permaneció largo rato, después de la comida, conversando con Plácida y Susana, al parecer por hacerles galantemente compañía, en realidad porque, vedándole el luto ir a reuniones ni teatros, no sabía qué hacerse en las primeras horas de la noche. La mesa y la casa de Susana fueron para él un doble recurso: gracias a ellas esquivaba algunos días el comer de fonda, lo cual ya le iba cansando, y hallaba sitio agradable donde estar hasta la hora del baccara o del treinta y cuarenta.

Su padre, mal afamado funcionario de Hacienda en Cuba, y su madre, señora exageradamente económica, le dejaron una fortunita de cinco a seis mil duros de renta; pero, en cambio, le educaron mal y no pusieron gran cuidado en que se instruyese; además, fueron vanidosos, y esta estúpida pasión de la vanidad influyó poderosamente en el porvenir de su hijo.

Comenzaron enviándole a un colegio frecuentado por muchachos de la más pingorotuda nobleza; a los diecisiete años le abonaron en el Real a butaca; luego consintieron que montara caballos prestados y pasease en coche ajeno; y andando el tiempo le afearon que acompañase modistillas o señoritas pobres, mostrando la más ridícula satisfacción si alguien les decía haberle visto cortejando a la hija de un título, por tronado que estuviese. El mozo salió de perlas.

Estudió leyes, o dicho con mayor propiedad, llegó a ser licenciado en Derecho, y aun le costó trabajo, porque muchas veces le suspendieron en Junio y algunas le reprobaron en Septiembre. Al fin le fue preciso ir a licenciarse a una Universidad de provincia, porque en Madrid le tenían tirria los catedráticos. Luego logró su padre que le dieran un destinito, y entre algunos ratos de oficina y muchas horas de paseo, saraos, bailes y clubs, comenzó a vivir como pudiera el hijo de un potentado. Cada vez que un revistero de salones le llamaba elegante joven o distinguido sportman, su madre se bañaba en agua de rosas. En lo único en que la mal avisada señora prescindía de su amor al dinero era en lo tocante a procurar que su hijo fuese bien vestido y llevara siempre algunos duros en el bolsillo. La elegancia de que hablaban los periódicos al nombrarle, era pura verdad. Rara vez se le veía durante la tarde con traje de mañana, y en llegando la noche iba siempre de frac, aunque no fuese preciso. A los estrenos del Español, o a cualquier otro espectáculo nacional, no le importaba ir con camisa de color, hongo y americana; pero en viniendo compañía extranjera, de esas que se forman para Marruecos y España, por mala que fuese... frac.

Era alto, guapo mozo, medianamente robusto y moreno; llevaba la barba apuntada y el pelo muy corto; hablaba bien, y no le faltaba el ingenio y la gracia propios de casi todos los madrileños.

En cuanto a ilustración, estaba a la altura del camarero que le quitaba el gabán en el Casino. Aunque cursó Derecho, no las tenía todas consigo sobre si foro y fuero eran lo mismo, y estaba seguro de que las leyes de Toro eran para ganaderos; de historia conocía la que le echaron por bajo la puerta de su casa en novelas de a cuartillo de real la entrega, y algo de la regencia de Luis XV de Francia, según los folletines franceses, por supuesto traducidos, en artes no ignoraba que Rubens pintó rubias muy gordas, y decía que lo gótico acaba en punta.

Para las señoras era una alhaja, pues a más de galante y lisonjero poseía el irresistible atractivo de saber a tiempo y referir con gracejo y especialmente con malicia cuantas aventuras ocurrían en Madrid. Mujer casada que por costumbre oía misa de tres horas en iglesia de puertas a dos calles, señorón que entre el teatro y el círculo visitaba, de tapadillo, un entresuelito, y pecadora que lucía coche nuevo, podían estar seguros de que Fernando tardaría poco en saberlo y divulgarlo. Su lenguaje era extraña mezcla de grosería y finura; en las frases más galantes, en los dichos más cultos, intercalaba giros, palabras y modismos achulados. A una niña airosa y bonita la llamaba de buen trapío, a una dama guapa y corpulenta ¡buena mujer! y a la que se bromeaba con él sin empacho alguno, le decía ¡qué toreo se trae usted! Nadie, sin embargo, le tachaba de soez y atrevido; estos pequeños desmanes pasaban inadvertidos entre el inacabable repertorio de requiebros y agradables lindezas que sabía prodigar a cuantas le escuchaban.

A pesar de tales primores, que le hacían bien quisto en muchas casas, había en él algo por lo cual no inspiraba completa simpatía a los buenos observadores. Su mirada, cuando él intencionadamente no le imprimía la expresión que cuadraba a su deseo, era inexpresiva, fría, indescifrable; resultando inútil cuanto la sagacidad ajena se esforzase para adivinarle el pensamiento. En algunos momentos delataban sus ojos una impasibilidad que despertaba recelo: nunca revelaban, si él no quería, los afectos del alma; antes al contrario, observándole con cuidado, se veía vagamente reflejado en ellos cierto afán de que nadie escudriñase lo que discurría, cual si tuviera miedo de que la vista del prójimo buceara en el fondo de su ser. Eran ojos que traían a la memoria los de Felipe II en el retrato hecho por Pantoja.

Las visitas de Fernando a casa de Susana fueron al cabo de poco tiempo tan frecuentes, que no pudo ella menos de advertirlo, y comprendió que su asiduidad no debía de estar exclusivamente fundada en el deseo de hacerles compañía, mas no se atrevió a sospechar que fuese sólo por comer: esta última suposición le pareció absurda tratándose de un muchacho rico y que tenía abiertas las mejores casas de Madrid. Como desde la conquista de Fulánez no imaginaba Susana que le estuviese negado inspirar cierta clase de sentimientos, la primer idea que se le ocurrió fue un poco vanidosa; tuvo cierta analogía con una lisonja que a sí misma se hiciera de buena fe. En verdad que, a sus años, hubiese sido halagador enamorar al hijo de una compañera de colegio. Afortunadamente, antes de que estas ilusiones arraigasen en su corazón, comprendió que Fernando no iba a la casa por ella, sino por Plácida.

Un día llegó aquél al caer la tarde y, como hija y madre habían salido, entró a esperarlas al gabinete: volvieron al poco rato, y en seguida de saludarle fuéronse cada cual a su cuarto para quitarse las trajes de calle. Quien tornó primero al gabinete fue Plácida, la cual, después de hablar con él un momento de cosas sin importancia, se sentó al piano: él se acomodó en una butaca. Transcurridos unos minutos, acudió Susana al gabinete; mas antes de llegar se quedó parada en la habitación contigua, observando por la puerta entornada el cuadro que se le ofrecía a la vista.

Plácida continuaba tocando como si estuviera sola; Fernando, que se había puesto en pie, estaba apoyado en la chimenea, con los brazos caídos y el periódico en la mano, fijando en Plácida la mirada. Como ella le daba la espalda y él no sospechaba que nadie le espiase, no había el menor disimulo en la expresión de sus ojos, los cuales decían claramente que tenía puesto en ella el pensamiento. Así permanecieron los tres unos cuantos segundos: la hija engolfada en lo que tocaba, Fernando contemplándola avaramente y Susana convenciéndose de que aquel hombre estaba pensando en Plácida con toda la energía de su voluntad. A ser madre más amante, o mujer más observadora, hubiera también notado que aquella mirada no revelaba amor, que era simplemente mirada de hombre codicioso; pero ni movida de cariño, ni siquiera espoleada por la curiosidad, era capaz de profundizar tanto. En cuanto se persuadió de que Fernando iba allí atraído por Plácida, tosió ligeramente, y entró en el gabinete a tiempo que él doblaba y tiraba sobre la mesa el papel, como si, al verla acercarse dejase de leer por buena educación.

A partir de aquel día, Susana hizo cuanto decorosamente pudo a fin de atraer a Fernando, esmerándose en predisponer a Plácida para que acogiese favorablemente las pretensiones que en plazo más o menos próximo había él de formular. Dos móviles la impulsaron a esto con igual fuerza: el ignorar que Fernando había malgastado la mayor parte de su fortuna, y la esperanza de gozar mayor libertad en sus relaciones con Fulánez en cuanto se casase Plácida. Como madre, procuraba de buena fe para esposo de su hija un hombre que le parecía listo, de honorable familia, bien educado y rico; como enamorada, pues ella por tal se tenía, deseaba colocarse en situación más propicia y favorable para gozar libremente su amor. Casada Plácida y viuda ella, su independencia no tendría más límites que los impuestos por la prudencia y el temor al escándalo. ¿Y quién sabe si podría también regularizar su situación? ¡Qué asombro, qué envidia, los de sus amigas si la vieran casarse con Fulánez, que era mucho más joven!

Desde que concibió tales propósitos comenzó a pretender realizarlos con astucia suma y exquisita cautela: su instinto mujeril suplía con creces el entendimiento que le faltaba. Cuando permanecía sola en una habitación con Fernando, elogiaba a Plácida, aparentando censurarla: ya se dolía de que sus gustos fuesen demasiado caseros, ya se quejaba de que mostrase tan poco afán por las galas, con lo cual la chica quedaba indirectamente alabada de hacendosa y económica. De cuando en cuando le hacía preguntas relativas al estado de los fondos públicos o mostraba disgusto por no tenerlo todo en papel del Estado, dándole a entender que si su hija no era millonaria poseería lo bastante para vivir muy bien; y en algunas ocasiones, a fin de que barruntase su intención, censuraba la, conducta de las madres que, en asuntos de amor, tuercen o violentan la voluntad de sus hijas. No hizo cosa ni dijo palabra por donde Fernando pudiese colegir que le proponían boda; pero pronto se convenció él de que Susana no opondría obstáculo enérgico a sus pretensiones. Todo dependía de la habilidad que emplease; y esta habilidad había de estribar, principalmente, en que ambas ignorasen el mal estado de su fortuna.

Su táctica debía dividirse en dos propósitos: ser simpático a Plácida, cortejándola muy en serio, y hablar frecuentemente a la madre de lo mucho que sus padres le dejaron. Así lo hizo. Respecto de lo primero, comenzó a decir a la muchacha cosas agradables y a lanzarla miradas expresivas, obsequiándola a menudo con flores y regalitos de esos que jamás hace el hombre a humo de pajas. En cuanto a lo segundo, aunque las dos casas que heredó estaban ya en poder de usureros, y aunque sus huertos tenían más hipotecas que hortalizas, habló de todo ello como si conservase el caudal completo. En realidad, con orden y buena cabeza, todavía hubiera podido vivir desahogadamente; lo ya imposible era viajar a lo grande, tener las mismas queridas que los hijos de los poderosos y jugar fuerte en todo tiempo. Haciendo cálculos acerca de lo que pudiera tener Plácida, comprendía que su capital no constituía una gran fortuna. Entre las señoritas que él conocía, y cuya posesión le hubiese convenido, las había cien veces más ricas: lo problemático era que sus padres, y aun ellas mismas, le aceptasen. Tratándose de Plácida y Susana, el éxito era relativamente fácil. Pensándolo despacio se convenció de que no pretendía un imposible: suponía él que ambas debían considerarle como una buena proporción. Su triunfo dependía del tino con que hablase a Plácida y de que ni ésta ni su madre se enterasen de que estaba casi arruinado. Por supuesto, nada de aludir al dinero que ellas tuviesen, ni preguntar en qué lo invertían, ni quién les aconsejaba; y luego, si no era formalmente rechazado, ganar terreno poco a poco, no mostrar más impaciencia que la que es fruto del amor, y seguir así hasta que la velocidad adquirida le llevase al término deseado. Lo esencial era que no transcurriese, sin que él lograse algo, toda la duración del luto por don Carlos, aprovechando así la temporada en que, por estar de ordinario metidas en casa y recibir pocas visitas, había menos probabilidades de que supieran que su hacienda había mermado considerablemente. ¿Qué podía suceder? ¿Que Plácida le desengañara desde el primer momento? Pues a ningún hombre deshonra tal percance. Tenía treinta y tres años, estaba casi arruinado, no sabía ni quería trabajar; Plácida, a falta de otra, era para él una solución; así que, cuando comprendió que Susana no debía de serle hostil, decidió llevar adelante su proyecto.

Engolfado en estas ideas salía una noche de comer con la madre y la hija, cuando a los pocos pasos del portal volvió la cara al encender un cigarro y vio a Plácida asomada al balcón. Entonces, en lugar de seguir andando de prisa, se retiró despacio a mayor distancia, y fingiendo que procuraba ocultarse tras los árboles del paseo, miró varias veces al balcón, en cuyo fondo interiormente iluminado se destacaba la figura de Plácida. Oyó acercarse un tranvía y lo dejó pasar, cual si estuviese muy preocupado. Transcurrieron unos cuantos segundos, lanzó otras dos o tres miradas al balcón, y por fin echó a andar, mientras ella, apoyada de codos en la barandilla, sin acertar a comprender claramente lo que aquello significaba, le veía alejarse despacio bajo los faroles del paseo. Quedole, sin embargo, una sospecha vehementísima, porque en la casa no vivía mujer joven y bonita, ni en aquellos momentos pasaba nadie por la acera situada bajo los balcones; pero no siendo de las que fácilmente se envanecen vislumbrando esta clase de triunfos, y no acostumbrada a que los hombres diesen señales de admirarla, determinó tener calma hasta adquirir pleno conocimiento de la verdad.

La espera no fue larga. Aquella misma semana volvió Fernando a comer, permaneciendo allí hasta las once. Apenas se despidió, Plácida fue a colocarse tras la vidriera alzando uno de los visillos. Fernando hizo lo mismo que la vez pasada. Le vio perfectamente detenerse a los treinta o cuarenta pasos, mirar a los balcones, romper a andar despacio y alejarse como jovenzuelo enamorado que sale con pena de casa de la novia.

Lo primero que entonces experimentó Plácida fue la natural satisfacción del amor propio halagado; sabía que no hacía conquistas en los paseos ni en las calles, porque no era verdaderamente hermosa; pero ¿carecía por completo de atractivos para enamorar a un hombre que la tratase con relativa confianza? No saboreó la alegría de quien descubre una reciprocidad larga y ansiosamente esperada; mas tampoco se disgustó. Ni había motivo para ello, pues no conocía de Fernando sino las prendas y circunstancias aceptables; su finura, su ingenio y sus buenos modales. En el dinero no pensó. Aquella mujer de veintiún años, que nunca fue objeto de muchos galanteos, y en cuyos oídos habían resonado poquísimas lisonjas, acabó por sonreír con cierto disculpable orgullo. Harto comprendió que su sensación no era todavía de amor; acaso si lo fuera la guardase secreta, pero la impresión era tan poderosa, inesperada y viva, que pugnaba por subírsele del corazón a los labios. A vivirle su padre, hubiera ido corriendo al despacho para contárselo todo; a falta de él, se acercó a su madre, que tenía entre manos una labor de aguja, se sentó a sus pies en la alfombra, y quitándola el bordado de las manos le refirió la novedad, con lujo de pormenores y detalles, casi casi recreándose en la narración.

Doña Susana la escuchó sin chistar, sonrió bondadosamente, y repuso:

-Hacía tiempo que lo veía venir... y si he de serte franca, no me parece mal.




ArribaAbajo- V -

Resuelto también Fulánez a realizar el proyecto que había concebido, determinó acelerar su intento, comprendiendo que según pasaban los días, se hacía más prieto el lazo que le sujetaba a Susana. Sus cálculos eran sencillísimos. Dos cosas podían ocurrirle: que Plácida le acogiese favorablemente, o que desde el principio le desengañara, y ambos términos eran fin a su propósito, pues la madre había de enterarse. Si lo primero, como Plácida diera señales de oírle gustosa, no tendría Susana otro remedio que resignarse, porque no era creíble que para evitar la boda confesase a su propia hija el género de relaciones que con él mantenía, ni mucho menos que declarase haberlas contraído en vida de don Carlos; y si Plácida le rechazaba, tampoco debía importársele un ardite que lo supiera la madre. Iba, pues, a lograr mujer rica, o a quedar libre de querida pegajosa. Su línea de conducta era llana; mas debía poner extraordinario cuidado en que Susana no advirtiera nada hasta que él supiese fijamente a qué atenerse respecto de la actitud de Plácida.

Como desde el principio de sus amores con la madre había procurado hacerse simpático a la hija, la más rudimentaria astucia le aconsejaba empezar acentuando aquella galantería. Esto fue lo que hizo durante algún tiempo; pero estaba ya Plácida tan preocupada con la novedad de verse solicitada por Fernando, que no echó de ver aquella nueva red que iban tejiendo en torno suyo. En cuanto a Fulánez, ni frecuentaba la casa tanto como Fernando, ni podía dar rienda suelta a su deseo en presencia de Susana; de modo que pasaron algunas semanas sin que pudiese acometer el empeño claramente, limitándose a procurar ocasiones de hablar con Plácida. Esta le oía sin asomo de recelo, y si algo escuchaba que le pareciese lisonjero, no sentía ni mostraba sorpresa, imaginando que, lo mismo que le gustaba a Fernando, podía caer en gracia a los demás.

Por otra parte, lo que a Fulánez se le antojaba cautela era sencillamente lentitud: creía caminar con gran tiento, y no hacía sino andar despacio; temeroso de arriesgarse mucho, adelantaba poco; pretendía decir las cosas con precaución, y no las expresaba claras; sucediéndole a la postre lo que siempre ocurre a los vacilantes e indecisos: cuando determinó dar el primer paso fue más allá de lo discreto, y fracasó.

Por fin, una noche, se atrevió, padeciendo el error de suponer a Plácida convenientemente preparada, y como no lo estaba y experimentó gran sorpresa oyéndole, se le mostró enojada de la osadía.

Regresaban hija y madre de dar un paseo por las alamedas de la Castellana, después de comer y en compañía de dos amigas a quienes se habían encontrado, cuando Fulánez, que venía de dejarles una tarjeta por no haberlas encontrado, las vio a cierta distancia y se acercó a saludarlas. Las amigas eran ancianas y andaban despacio; Fulánez se colocó junto a Plácida, y sin que lo notara, poco a poco, se fue adelantando con ella para evitar que le oyesen.

-Hemos salido a dar una vuelta -decía Plácida. Por poco hace usted el viaje en balde.

-Ya me resignaba con la idea de no ver a ustedes; mucho lo sentía, pero, en fin, no había más que resignarse.

-¡Hombre! ¿Nada menos que resignarse?

Plácida hablaba con perfecta naturalidad; a Fulánez se le antojó que podía sacar partido de aquel principio de conversación.

-Sí, señora -dijo dando un suspirillo: -resignarme; esta es la palabra. ¿Le sorprende a usted?

¡ La verdad es que estamos tan lejos de todas partes...!

-No lo digo por la distancia. Cuando vengo a su casa de usted, no se me hace largo el camino..., es decir.., sí, me parece que no se acaba nunca.

No acertaba a expresar la galantería tal como la imaginó.

-¿En qué quedamos? -dijo ella bromeando.- ¿Se le hace a usted el camino corto o largo?

-Lo que yo quería decir es que vengo deseoso de verlas a ustedes, no para dar tarjetazo... Ya lo sabe usted. ¿No recuerda usted la copla popular de la cuesta abajo y la cuesta arriba?

-¡Ah! Eso quiere decir que tiene usted por aquí la novia.

-Tenerla, precisamente, no; pero por aquí vive quien me gusta.

-¿Vecina nuestra?

-Naturalmente.

Imaginaba que ella le iba facilitando modo de entrar de lleno en materia; Plácida, en realidad, no hacía sino seguir una broma inocente. Ni en la expresión de sus palabras, ni en el sentido de sus frases, había fundamento para sospechar otra cosa; pero él, que en la negrura del paseo no podía observar la indiferencia reflejada en su rostro, prosiguió con mayor audacia.

-Tan vecina, tan vecina... que no puede serlo más.

-¿Una de las de Tiétar, que viven en el hotel de enfrente?

-No; más cerca.

-Vamos, en la otra esquina; la de Zambrano.

-Más cerca.

-Pues, más cerca... ¿en nuestra misma casa?

En uno de los terceros vivía una muchacha tan fea, que Plácida no se atrevió a referirse a ella. Fulánez dijo:

-En la misma casa.

Plácida, entonces, pronunció el nombre:

-¿Manolita?

-Se está usted quemando; más cerca.

Vaya, pues no acierto. Por aquí no hay otras chicas solteras ni viudas guapas, y supongo que no se dedicará usted a otras.

-Pues hay más; ¡y se está usted abrasando viva!

Plácida iba serena, como que de aquello no se le importaba nada; Fulánez, por el contrario, animadísimo. Consistiera en vanidad o en torpeza, no tenía idea de su situación. Todo su afán era hablar bajo, con aire misterioso, y alargar el diálogo.

Al llegar a la casa se detuvieron en espera de Susana y de las dos señoras que venían despacio: la luz del mechero de gas que había en el portal les dio de lleno en la cara. Hasta allí nada pudo haber notado Plácida por la semiobscuridad del paseo; pero en aquella súbita y violenta claridad quedó sorprendida de la ternura con que Fulánez la miraba; parecía estar pendiente de sus labios, y su actitud era de hombre que espera oír la frase por largo tiempo deseada. Por fin, suponiendo que el asombro de Plácida era turbación, preguntó melosamente:

-¿No lo adivina usted? -Y como ella callase poniéndose muy seria, añadió: -¡Si usted supiera! ¡Si pudiéramos hablar!

-Pues venga usted cuando quiera y nos lo cuenta usted todo.

-No, eso no; a usted, a usted sola.

Plácida le miró fría y duramente; y queriendo ahorrarse la respuesta, hizo ademán de adelantarse al encuentro de su madre. Fulánez exclamó despechado:

-Ni por cortesía contesta usted.

Ella, entonces, se volvió rápidamente diciéndole:

-No es desprecio; pero ni de usted, ni de nadie, oigo a solas lo que no puedo oír delante de mi madre. Además, no debo escuchar a usted.

Y pronunció el no debo casi ufana, como mujer que hasta los veintiún años ha llegado en deplorable libertad y se ve ya colocada en situación de dar a entender gustosamente que tiene quien piense en ella.

Tan indudable y decisiva vio Fulánez su derrota, que no quiso subir a la casa: allí mismo se despidió, saludó a las amigas de Susana, que siguieron su paseo, y echó a andar por la acera abajo, mohíno y humillado, pensando: «¡Vaya, me han pateado la comedia! Ahora sólo falta que se lo cuente a la otra y ¡tableau!»

Lo que hija y madre tardaron en verse solas en el gabinete, eso tardó Plácida en dar a Susana la noticia.

-¡Señora madre! -dijo, al mismo tiempo que con gracioso movimiento alzaba los brazos para quitarse el sombrerillo, -¡Señora madre! Estamos en época de conquistas. ¿No me decías que vestiría imágenes. Pues hoy, esta misma noche, otro enamorado, otra declaración, por cierto muy cursi.

-Si no has hablado con nadie...

-Y Fulánez, ¿no es persona? No te puedes figurar lo mamarracho que ha estado.

Susana tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para disimular su angustia. Mientras Plácida le refirió la conversación pasada, en unos cuantos minutos pagó con creces su culpa. La sonrisa que se dibujó en sus labios fue más amarga que un mar de llanto. ¡Qué vergüenza y qué humillación! Cuanto mayor era el disimulo a que delante de su hija se veía obligada, mayor era también la intensidad de su ira. Quería hablar y no acertaba a decir palabra; sentía deseo de apurar toda la verdad, pre guntando detalles, y le faltaba valor. La hija iba narrando, entre seria y burlona, la escena del paseo: a la madre se le revolvía la soberbia en el pecho. Cuando Plácida llegó a repetir las palabras que cruzó en el portal con Fulánez, cuando imitándole se puso asombrada, abrió desmesuradamente los ojos y rompió a reír, aquella risa a su madre se le clavó en el alma. Luego también Susana rió; pero se quedó tan pálida, que su hija, aun sin comprender por entero la situación, presintió algo muy confuso, muy indeterminado, que su entendimiento no razonaba, que era instintivamente repelido por su sensibilidad exquisita, y que de pronto le trajo a la memoria el recuerdo adormecido y borroso de aquellas cosas que en sus ratos de insomnio la hicieron más de una vez pensar en su padre con recrudescencia de profundo cariño y en su madre con voluntario desvío.

Hubo un instante en que sintió la conciencia atraída por el innoble deseo de saber a ciencia cierta lo que vagamente sospechaba; mas de repente, experimentando honda vergüenza de sí misma, miró a su madre con dulzura y la besó con mayor ternura que nunca. Susana la besó también, diciendo:

-Mira no sea todo pura tontería y hayas ofendido a Fulánez, que es amigo.

Un momento después se quejó de que le dolía la cabeza, y se dirigió hacia su alcoba: Plácida acudió solícita a destrenzarla el pelo.

Los suaves dedos de la hija se le antojaron a la madre mazos de hierro, y en las sienes le latía la sangre con fuerza inusitada. Por fin, Plácida la acompañó a su alcoba, se dieron las buenas noches, volvieron a besarse, y en tanto que la hija cruzaba el pasillo, deteniéndose ante la puerta del despacho de su padre, Susana mordía las sábanas para que nadie oyese el hiposo sollozar que le subía del pecho.

Fulánez no volvió por allí. Cuándo Plácida pensaba en él sonreía sin que pudiera borrársele de la imaginación la cara que puso durante la escena del portal: Susana intentó verle por cuantos medios estaban a su alcance; hasta escribiéndole, imprudencia en que jamás había incurrido. Todo fue en vano; después de derrotado por la hija, resolvió esquivar el encuentro con la madre, y así lo hizo con, inquebrantable perseverancia. Casi no volvió a pensar seriamente en aquellas mujeres: sólo a los poco días, cuando supo que Fernando era novio de Plácida, se le ocurrió vengarse estorbando aquellas relaciones, para lo cual bastaba que cualquiera de ambas supiese lo jugador que era y lo arruinado que estaba; pero abortado su propio intento, ¿qué le importaba lo demás? La perspectiva de ver mal casada a Plácida sirvió de consuelo a su alma ruin, y acaso pensó también en que Fernando podía hacerle pagar cara la ingerencia en el asunto. «Lo mejor es no hacer nada -se dijo: -a ella, ni verla, y la chica que se case: ¡el otro me vengará!»