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ArribaAbajo- VI -

Cuanto más obligada se vio Susana a la serenidad y al disimulo, mayor fue su tormento. Unos ratos, la pena que sentía era tranquila amargura, cual si la desilusión tomase forma de melancolía; otras veces, ensoberbecida de ira y despecho, le daban ganas de buscarle para desahogarse llenándole de improperios. ¡Qué castigo... y qué hombre! El único que por haberla arrastrado al mal estaba moralmente incapacitado para arrojarla lodo a la frente era el que la castigaba, Y ¡de qué modo!: ¡solicitando a su hija, e imaginando que ella sería capaz de tolerar aquellos amores, o que se vería obligada a ceder y callar! Gracias a que Plácida le rechazó. En algunos momentos, aun contra su misma hija, volvió rabiosa el pensamiento; porque le asaltó la idea de lo que pudiera haber ocurrido a portarse Plácida de otro modo. ¿Era absurdo suponer que sintiese alegría al verse cortejada por Fulánez? Entre experimentar esta impresión y agradecerla mediaba muy poco. ¿Y qué sucedería si por cualquier eventualidad Plácida reñía con Fernando, y Fulánez insistía en sus pretensiones?

Esta última consideración convertida en miedo, un miedo indefinible a que Plácida llegase a quererle, a ser suya, acabó por influir en su ánimo de un modo decisivo. El solo medio de ahuyentar aquella terrible contingencia consistía en casarla pronto, apurando cuantos medios le sugiriese el ingenio.

El primer recurso que se le ocurrió fue oponerse fingidamente a las relaciones de Plácida y Fernando, con objeto de irritarles, para que de ellos mismos, viéndose contrariados, surgiesen por sus pasos contados la insubordinación, la resistencia, el ardimiento, y al fin la resolución de casarse contra viento y marea: buen cuidado tendría ella de ceder a tiempo. Mas ¿y si cualquiera de ambos carecía de firmeza para soportar la prueba? No; lo mejor era estimular la vanidad, de Fernando, herirle el amor propio, amenazarle con la perspectiva de que si andaba reacio le robarían la mano de Plácida. Así lo hizo, y por raro ejemplo de la complejidad de sentimientos de que es susceptible el corazón de la mujer, aquella misma madre, a veces alterada por los impulsos del odio y de los celos, procuraba persuadirse de que obraba bien, obstinándose en acelerar la boda, imaginando honradamente que con ello estorbaba el peligro. Todo le parecía aceptable, cualquier mal le parecía pequeño, ante la eventualidad de que llegara un día, una noche, en que se viese obligada a ver partir a Plácida vestida de novia y apoyada en el brazo de su antiguo amante. El horror que esto la inspiraba era sincero. Algo bueno le quedaba en el alma.

Adoptada aquella resolución no demoró su cumplimiento; y a la tarde siguiente, estando con Plácida y Fernando en el gabinete, dijo encarándose con él, y dando a sus palabras el tono propio de una madre a quien enorgullecen los triunfos de su hija:

-¿Te ha contado ésta su conquista? ¿Sabes que tienes un rival, como en las óperas?

-Calla, mamá; yo no quería decir nada.

-Habla, habla, -interrumpió él, dejando adivinar el desasosiego que le produjo la noticia.- ¿De modo que pensabas callarte? ¡Muy bonito!

-Total, nada: cuatro galanterías de Fulánez.

-Dime la verdad, porque yo no lo debo tolerar.

La inquietud que realmente experimentaba y el acento de disgusto que le pareció conveniente dar a sus palabras, le hicieron expresarse con calor. Plácida, halagada por aquella vehemencia, sonrió satisfecha, diciendo:

-Por supuesto, que ni remotamente sospechaba yo tal cosa, ni le he dado el menor motivo...

-¿Y qué le respondiste?

-Figúratelo, que no debía oírle... le di a entender... ¿Es que quieres que te halague el oído?

La desagradable impresión sufrida, y no disimulada por Fernando, probó a Susana que estaba en buen camino. Siempre que halló ocasión le habló entre burlas y bromas de Fulánez, y a solas con Plácida no perdió oportunidad de mostrar deseo de que se casara, ya maldiciendo de los noviazgos largos, siempre desfavorables a las muchachas, ya doliéndose de no realizar ganancias en los negocios por falta de hombre que continuamente les aconsejase, ya manifestando con medias palabras lo ridículo que sería quedar desairada, compuesta y sin novio.

Plácida, como sugestionada e influida, iba aceptando las mismas ideas.

-Hay algo en Fernando, un no sé qué -decía, sin embargo, algunas veces,- que no me acaba de gustar.

-Que te sientes superior a él, ¿verdad, hija mía? Dilo sin vanidad. Pues no hay cosa mejor: el que vale más y lo sabe, ese es el más feliz en el matrimonio.

Fernando, atento sólo a su propósito, coadyuvó perfectamente a los planes de Susana. Hasta aquellos días había galanteado a Plácida con cierta tibieza: desde entonces se mostró rendido y verdaderamente cariñoso.

Cada noche adelantaba la hora de ir y retrasaba la de marcharse; si la madre les perdía o fingía perderles de vista unos momentos, los aprovechaba mirando a la hija con mayor expresión o hablándola con más fuego. Él, aun representando el idilio, sentía algo de su encanto; ella iba experimentando sensaciones nuevas, tanto más intensas cuanto más tardías. Así llegaron al período de los pequeños atrevimientos y dulces libertades, sin los cuales parece que no hay pasión verdadera; con todo lo cual, en el alma de Plácida se fueron lentamente confundiendo y compenetrando dos especies distintas: el amor y el amante.

¿Le aguardaba con impaciencia porque le quería, o era su propia predisposición al amor la que le agitaba el alma? ¿Veía en aquel hombre el escogido de su corazón, o la imaginación se lo adornaba con los atributos del bien deseado? ¿Amaba, o creía amar?

Tenía veintiún años, y hasta entonces jamás escuchó dichas con suplicante insistencia ni pronunciadas con ardor ciertas frases; acaso al mismo tiempo que Fernando la envolvía en miradas que parecían caricias alzó en ella la Naturaleza su grito tentador, como a veces coinciden el abrirse del pimpollo y el paso del aire que le estremece las hojas. Lo cierto fue que aquella confusión entre el amante y el amor llegó a ser completa. Ciega o alucinada, comenzó a oír hablar de boda sin oponer resistencia; pasaron unos cuantos meses, arreció él en las finezas, no supo o no pudo ella contrarrestar los halagos con la frialdad de la razón, y poco a poco dejó entretejerse en torno suyo aquella red sutilísima que había de envolverla.

Por fin, seguro Fernando de no ser rechazado, dijo a Plácida que era preciso ir pensando en fijar plazo para la celebración del matrimonio, y proceder desde luego a los preparativos consiguientes. ¡Cuántas veces, andando el tiempo, recordó ella aquel momento!

Fernando había comido allí y estaban los tres de sobremesa; Susana se ausentó unos minutos del comedor, dejándolos solos, sentados frente a frente: él entonces la miró con cariño, y dijo:

-¡Solitos! Así estaremos dentro de poco; porque mira, nena, me parece que ya es hora: decídete, harto nos conocemos; ¿consientes?

-¿No te arrepentirás nunca de lo que dices?

Entonces él, sin quitar ojo de la puerta que enfilaba con el pasillo, se levantó, y aproximándose a Plácida, la cogió por la cintura e hizo ademán de atraerla hacia sí para besarla en la cara; mas ella, alargando los brazos le detuvo, y, mirándole con infinita ternura, le preguntó:

-¿No juras que me quieres?

Fernando la oprimió amorosamente el talle.

-Te lo juro -respondió.

Y ella, vencida, se dejó besar, contestando:

-Te creo, ¡quiero creerte!

Al soltarla la estrechó la mano con alarde de lealtad, bromeándose, dando por cerrado el trato, y diciendo, como en la Bolsa: «hecho».

Entró en seguida Susana, hablaron con ella, les interrumpió una visita, y reanudada la conversación a la noche, acordaron prepararlo todo. Convinieron en casarse de allí a dos meses; alquilar el cuarto segundo de la misma casa, con objeto de que Plácida no se separase, completa y bruscamente de su madre; celebrar la boda sin la menor ostentación, por la mañana, temprano, vestida ella de negro, y no convidar sino a aquellas personas de quienes no podían prescindir. Plácida sabía que llegado el momento no podría apartársele de la imaginación el recuerdo de su padre, y se negó a convertir la boda en fiesta. Serían padrinos Susana y don Manolito.

Cierto ya Fernando del logro de su deseo, puso gran cuidado en portarse de modo que no surgiese la menor desavenencia, y aceptó cuantas indicaciones le hicieron respecto a los preparativos. En todo accedía, a todo se allanaba, la opinión de ellas le parecía la mejor, y si sostenía algo en contrario era para doblegarse en seguida ante razones más acertadas que las propias. Cuidadoso además de parar el golpe si alguien hablaba a Susana del mal estado de su fortuna, determinó agotar todos sus recursos en deslumbrarlas y convencerlas de que era rico; y resolvió, con un esfuerzo inconcebible, no jugar fuerte en una temporada, calcular bien la cantidad de que podría disponer y distribuirla convenientemente.

Tres horas pasó una noche haciendo números y remirando documentos para averiguar con certeza lo que le quedaba. El resultado de aquella parodia de arqueo fue lastimoso. De las fincas, cuya conservación y mejora constituyeron durante tantos años la principal preocupación de su madre, y que él poseyó tan poco tiempo, sólo conservaba una casa en Carabanchel: las demás habían pasado a manos de prestamistas y usureros, mediante contratos leoninos que le hizo aceptar su desordenado amor al naipe. En valores públicos, y añadido un crédito de segura realización, podía reunir unos cuantos miles de duros: ni siquiera la quinta parte de lo que heredó. Pero tenía de sobra para lo que fraguaba; su propósito consistía en hacer las cosas de modo que Plácida y Susana se confirmaran en la idea de que era rico. Decidió gastar todo lo que pudiera en poner la casa: tres o cuatro mil duros en las joyas y en los trajes que había de regalar a Plácida, y guardar lo restante para el viaje de novios y comenzar la vida marital, hasta ir poco a poco entrando en posesión de la fortuna de su mujer y llegar acaso a manejar lo que tuviese Susana. Respecto al mueblaje de la casa, diría a Plácida: «Tanto tenemos, gástalo como quieras.» Los regalos consistían en un par de alhajas de muy buen gusto, ya que no podían ser muy ricas, y además iría quince días a París para traerle dos vestidos firmados por un buen modisto, y otros dos o tres, modestos, pero elegantísimos. Sobre todo, lo de ir a París en persona y sin dar importancia al viaje, era esencialísimo. A juicio suyo, no se podían hacer mejor las cosas. Con esto y hablar a menudo de las fincas, del empleo del dinero, de lo que en tal época ganó en la Bolsa o de lo que pensaba hacer en sus tierras, no había menester más. Bien persuadido estaba de que mentía sobre seguro, porque a su futura suegra le constaba que sus padres fueron ricos; y ni ella ni su novia, una por poco precavida y otra por desinteresada, eran capaces de exigirle los títulos de propiedad, ni cosa semejante.

Después de casado, al cabo de unos cuantos meses, hablaría de disgustos, contrariedades y malos negocios. ¿Quién podría echarle en cara que se arruinase?

Hija y madre aprobaron en conjunto aquel plan. El día en que se lo comunicó, cuando ellas se quedaron solas, Susana dijo a Plácida:

-Ya ves, ya ves, ¡cómo se conoce que tiene mucho y que está acostumbrado a gastarlo!

En algunos puntos, Plácida no pensaba lo mismo que Fernando. Bueno que al alhajasen cómoda y elegantemente la casa; pero quiso mermar algo el presupuesto de los muebles para aumentar el de la ropa blanca; vestidos, con tres tenía bastantes: así no pasarían de moda.

Una cosa hubo a la cual se manifestó contraria, y lo dijo rotundamente, con una energía de que no la creían capaz su madre ni su futuro: no quería hacer viaje de novios.

Ni por su edad ni por su educación podía hallarse Plácida en ese estado de absoluta inocencia de que suelen hablar los poetas líricos en madrigales y baladas, y en que es imposible que permanezca una señorita, dadas las costumbres de nuestra sociedad. Los libros, el teatro, los periódicos, las visitas, la práctica de la vida donde a cada paso se habla sin miramientos ni prudencia, le habían dejado adivinar, o enseñado a medias, cosas que una vez sospechadas estorban que sea perfecta la pureza de los pensamientos. No conocía del todo ni por entero lo meramente carnal que constituye la posesión; pero sí lo bastante de ello para calcular entre alarmas del pudor, conjeturas de la malicia y punzadas de deseo, que hay un momento en el cual lo más puro, sutil y delicado del amor se materializa y se bastardea, un punto donde el sentimiento se trueca en sensación, y que es necesario rodear de infinita poesía para que no pierda encanto: que el amor, en cuanto es privilegiado atributo del espíritu, ha de ser semejante a la luz que a toda impureza toca y a todo cenagal se asoma sin mancharse.

Plácida comprendía que aquel instante en que se dejara arrancar por mano de su esposo el ramillete de azahar que llevase al pecho era el instante supremo de su vida, y sentía repugnancia invencible a que sus últimas palabras de virgen ni sus primeros besos de casada resonasen en el vagón de un tren o en el cuarto de una fonda. La casa, que había de ser centro de su vida, objeto de sus afanes y asiento de la familia que crease, debía ser también nido de su iniciación al placer, para el cual pretendía casto y misterioso aislamiento, como para la flor más apreciada se busca el vaso más limpio y cristalino.

Cuanto Fernando hizo a fin de persuadirla fue inútil. Ni la perspectiva de Italia, cuyas viejas ciudades veía surgir de entre el recuerdo de las lecturas; ni la promesa del grandioso París, donde todo converge y se aúna para maravillar a la mujer; ni el admirable paraíso que forman los cármenes granadinos, hechos adrede para días de amor y noches de ternura: nada ejerció en ella la atracción que su propia casa. Únicamente accedió a hacer un viaje, como excursión de otoño, a los dos o tres meses de celebrada la boda; y a que antes de ésta, pues Fernando mostraba en ello gran empeño, fuese a París para comprar los vestidos y algunos muebles.

Por fin llegaron a ver casi arreglada la casa, y como se echase encima la época en que habían pensado, Fernando marchó a París. Pocos días después, dos revisteros de salones daban la noticia del matrimonio, con lo cual llegó para Plácida el período de los últimos temores y recelos. Ausente Fernando, entregada a sí misma, libre de la atmósfera de halagos tentadores en que la envolvía, vinieron las cavilaciones, el miedo de no haber acertado y las noches de insomnio, como aquella en que, después de conversar con Susana, entró en el despacho y lloró posando los labios en el retrato de su padre.




ArribaAbajo- VII -

Acababan de dar las ocho de la mañana y estaba dormitando el doctor Pedro de Mora, cuando entró a despertarle su criado, el cual, dirigiéndose hacia la claridad que brillaba en las rendijas de los balcones, los abrió diciendo:

-Señorito, es tarde y va a venir el coche.

El sol vivísimo de un día hermoso inundó de luz el dormitorio; el criado dejó sobre una butaca las ropas recién cepilladas que traía en la mano, echó agua limpia en la jofaina del lavabo y salió repitiendo:

-Que se va a hacer tarde. Aquí está la pizarra con los avisos que han traído.

El doctor se levantó en seguida; se lavó, afeitó y vistió, dando señales de ser limpio y cuidadoso de su persona, sin detalle alguno que acusara dandynismo o afeminamiento, y abrió las vidrieras del balcón para que, como antes la luz, entrase también en la estancia el aire puro de las primeras horas del día; después pasó al despacho, que estaba separado del dormitorio por un ancho pasillo, y sobre la mesa de trabajo, al mismo tiempo que hojeaba un libro, tomó una gran taza de café con leche, pan y manteca, servida por una criada vieja.

El doctor era joven y de buena estatura: tenía treinta y cuatro años y representaba más. Inducía a suponerle dotado de gran inteligencia, la abertura del ángulo facial, lo despejado de la frente, la viveza de los ojos, y cierta costumbre de fruncir el entrecejo al fijarse en cosas y personas, como si reconcentrando la mirada quisiera hacerla más potente para poder llegar al fondo de lo que examinaba. La voz dulce, aunque varonil, y el hablar franco y muy claro, permitían sospechar que fuese bondadoso. Llevaba bigote rubio oscuro, y en conjunto, por su traza de listo y vivo de genio, resultaba simpático. Vestía bien, y era un tipo enteramente opuesto al del hombre guapo, buen mozo y presuntuoso, que en calles, paseos y teatros, anda, mira y se mueve perdonando la vida a las mujeres.

Al doctor Pedro de Mora, le faltaba poco para ser feo; pero de esos feos que, cuando logran que les quiera una mujer, se enseñorean de ella para siempre a fuerza de hacerla comprender que la belleza masculina antes es atributo del entendimiento que del rostro.

Que era estudioso y entusiasta por su profesión lo decía, sin que de ello quedase duda, el aspecto del despacho. Los armarios de los libros estaban en ese desorden propio de toda biblioteca consultada a menudo; algunas obras de uso frecuente, dejadas por doquiera, tenían manoseadas las cubiertas, pliegos descosidos, páginas desprendidas, y en las márgenes muchas notas puestas con lápiz. Encima de la mesa, en otra más chica que servía de desahogo, y hasta en las sillas, se veían también libros nuevos en diversos idiomas, trabajos recién impresos, estadísticas de enfermedades, folletos, monografías y memorias. En una vitrina relucían amedrentando el ánimo de quien los miraba, varios instrumentos quirúrgicos, y a un extremo de la habitación había una gran butaca para reconocimientos. Los demás muebles eran de nogal, tallados y con cueros a la antigua. Lo que allí representaba más dinero era lo profesional: los libros. Debía de tener grande afición a las artes, porque en los espacios de pared que dejaban libres los estantes se veían colgados a buena luz algunos cuadros: pocos y bien escogidos. En lugar preferente, un retrato que a uno de sus abuelos hizo don Vicente López; luego esa imagen antigua de Santo o Virgen, heredada, que casi nunca falta en las casas españolas; un dibujo de Rosales, una figura de Sala, un paisaje de Gomar, un apunte de Pellicer, una mancha a la acuarela de Pradilla y varias fotografías de esculturas griegas. No tenía muebles costosos, tapices ni bronces; pero en entrando allí, se presentía al hombre estudioso y algo artista. Y si era observador quien examinara todo aquello, supondría fundadamente que el doctor, aunque consagrado a trabajos basados en cosa perecedera y mortal, como es el cuerpo, sabía también sentir lo bello de la poesía, porque entre libros de grandes escritores médicos nacionales y extranjeros, se veían comedias del siglo de oro español, leyendas de Zorrilla y otras lecturas análogas que de cuando en cuando ha menester, para refrescar el alma, quien vive de continuo entre el dolor y la fiebre. En suma, no era el cuarto de un médico muy rico, sino la habitación de un hombre trabajador y de buen gusto.

Sin embargo, la priesa con que el doctor se levantó a hora tan temprana, el anuncio del coche y los avisos apuntados en la pizarra, autorizaban la sospecha de que tuviese buena clientela:

Así debía de ser, porque cuando acabó de tomar el café, al guardarse en el bolsillo de la levita varios papeles de los que tenía sobre la mesa, estuvo algunos instantes mirando uno de ellos en que había una lista bastante larga: la de las visitas del día. Luego encendió un cigarro y salió.

El coche que le esperaba en la calle no era suyo, ni de los que se abonan por meses: era un simón limpio y con regular caballo; lo cual indicaba que si Mora no había llegado a cierto período de prosperidad, estaba en camino de lograrla.

-Primero al hospital -dijo al del pescante; y desdoblando un periódico que cogió al salir, comenzó a leer según iba corriendo el coche. Pocos momentos después veía, con gran sorpresa, el siguiente párrafo de una revista de la buena sociedad:

«Otra boda próxima a verificarse es la de la bellísima señorita doña Plácida Jarilla, hija del inolvidable académico, con el distinguido joven don Fernando Lebriza, tan conocido en los círculos elegantes.»

La forma del párrafo le hizo sonreír: la noticia le causó mala impresión, sin saber a punto fijo por qué, o mejor dicho, sin que él se lo explicara. ¡Pobre chica! ¿De quién sería la idea de casar a semejante mujer con un distinguido joven?

Plácida representaba para él todo el período de la adolescencia, y no podía menos de recordarla con cariño. Los padres de ambos fueron íntimos amigos. Cuando el de Pedro se retiró a un pueblecillo de Andalucía, dejando a su hijo en los Escolapios de Madrid, quedó don Carlos encargado de él. A Pedro no se le podía olvidar que don Carlos procuró disuadir a su padre de que le metiera en San Antón, donde tan malos ratos pasó, y por ello le guardaba agradecimiento. Mientras permaneció en poder de los frailes, don Carlos iba a buscarle todos los días de salida y se lo llevaba a su casa, tratándole como hubiera querido que tratasen a su hija si en caso análogo se viese. La Plácida de esta época era la que Pedro tenía en la memoria; es decir, una muchacha inteligente, viva de genio, delgaducha, bastante menor que él y cuyos encantos de niña iban transformándose en atractivos de mujer. Ya no quería jugar al escondite, ni pasear de bracete por los pasillos; afectaba aires de damisela y se ponía colorada cuando algún caballero la decía «señorita». Por entonces usó Plácida un vestido blanco con listas azules, adornado de avalorios blancos, que estuvieron muy en moda. Pedro lo recordaba perfectamente, y, sobre todo, aquellas dos trenzas rubias, obscuras, gruesas y prietas que le caían por la espalda. Nunca cruzaron frase manchada de malicia; pero como él estaba en la edad en que la mujer comienza a ser imán del pensamiento del hombre, más de una vez pensó en ella. Sin que fueran novios, ni mostraran mutua inclinación, ni trataran de despertársela las personas que les rodeaban, durante algún tiempo Plácida fue para él la mujer, porque era la única a quien se acercaba y trataba. Iba don Carlos a buscarle al colegio, comía al lado de ella, los llevaban juntos al teatro, vivían ocho o diez horas en plena confianza fraternal; y, sin embargo, cuando al otro día, durante el recreo, Perico oía decir a los mayores que habían visto a la prima o a la amiga de la hermana y charlaban de novias, o cuando un fraile les contaba la historia de Jacob y Raquel o la pasión de la romana Camila, por uno de los Curiáceos, entonces, sin que él lo evocara, sentía avivársele el recuerdo de Plácida. Con cualquier otra a quien hubiera tratado en aquella época, le habría pasado exactamente lo mismo: Plácida no fue para él una muchacha, sino la personificación de lo femenino, tal como se le apareció en los albores de la juventud. En aquellas memorias no había beso a hurtadillas, ni empujón sospechoso, ni siquiera expresivo apretón de manos, ni Plácidas escritas en las cubiertas de las gramáticas; mas Perico se acordaba de que alguna vez, al acostarse en el largo dormitorio de los Escolapios, después de haber pasado el día en casa de don Carlos, sentía flotar ante la vista la figura de Plácida, aún vestida de corto, pero ya en esa época en que la niña se arregla y recoge pudorosamente al sentarse los pliegues de la falda.

Terminada la segunda enseñanza, pasó Perico del poder de los frailes a casa de una pupilera, y don Carlos siguió encargado de entregarle mensualmente las cantidades que su padre remitía. En este período, que abarcaba toda la carrera, sus recuerdos eran de diversa índole. No frecuentó la casa de don Carlos con igual asiduidad: durante una larga temporada, su delicia consistió en vaguear con los compañeros gozando de la libertad, cosa para él nueva y preciosa, yendo al café, al paraíso del Real, a los ruidosos primeros estrenos de Echegaray, a los toros, a cualquier parte donde pudiera convencerse de que era libre, y, sobre todo, alardeando de gran trasnochador para pasar por calavera a los ojos de la patrona. Se hizo áspero, huraño, enemigo de visitas, y medroso de tratar señoras. No había para él más mundo que las mesas de disección, donde buscando un músculo, o un nervio, le parecía que había llegado a la plenitud de la seriedad humana; la puerta de San Carlos, donde entre clase y clase chicoleaba a chulas y modistillas, y la tertulia del café, donde todo se discutía. Entonces, cosa muy frecuente entre los estudiantes de medicina, cobró afición a la literatura, y fueron sus poetas favoritos Espronceda y Bécquer, cuyas rimas casi le hacían llorar, como si

en ellas creyese ver reflejadas sus propias y fantásticas desventuras; amargura caprichosa, voluntaria, sin fundamento, especie de válvula que dejaba escape a la ternura romántica de la juventud.

A casa de don Carlos iba de tarde en tarde y sin la confianza de antes: la conversación del buen señor le parecía propia del año del Estatuto y sus ideas anticuadas, porque no pasaba de progresista, y Perico soñaba con la federación universal, la solidaridad de los pueblos, la unión ibérica y el triunfo de la razón sobre todas las religiones. Era secretario de un congreso escolar constituido para contribuir al afianzamiento de todas las libertades; y durante aquellos años en que la juventud madrileña vivía de mitin en mitin, de motín en motín, iba por las tardes a hacer cola en la puerta del Congreso para oír a Pí y Margall o Castelar, y por las noches leía con ansia los periódicos republicanos, o asistía a un club patriótico, mezquino y miserable, que él con la imaginación ennoblecía y realzaba hasta antojársele que estaba en Lorencini o la Fontana, o en aquellas Asambleas de montañeses y girondinos con que tantas veces soñó viéndolas surgir entre líneas de las admirables páginas de Lamartine y Víctor Hugo. Nunca fue de los estudiantes aduladores que se sientan junto al catedrático, ni de los que se sorben pero no digieren los libros. Cuando más trabajaba era en la segunda mitad del curso, y con tal ahínco y tanta inteligencia, que en ningún examen fracasó.

Su vida era una especie de ordenado desorden que para todo le dejaba tiempo: casi la mitad de éste pertenecía a los amigos, al café y las aventuras callejeras; la otra mitad al estudio; comía y dormía de milagro. En medio de tal agitación se hizo hombre. A tener mala índole, sirviérale la libertad para encanallarse; era bueno, y la independencia contribuyó a enseñarle todo aquello que jamás aprende quien empieza la vida muy a lo señorito.

Terminada la carrera pasó algún tiempo con su padre en el pueblo, le asistió en su última enfermedad, y le vio morir, siendo ésta la primera gota de acíbar que le cayó en el alma. Su pena fue grande y sincera. En las clínicas había visto casos; sobre las mesas de disección, pedazos de cadáveres: hasta que vio sufrir a su padre ignoró lo que era el dolor: sólo al mirarle agonizar supo lo que es la muerte. Transcurridas unas cuantas semanas volvió a Madrid. Su fortuna consistía en una mediana renta, lo necesario para vivir modestamente. Entonces volvió a frecuentar la casa de don Carlos, y recomendado por éste al doctor Romana, uno de los médicos viejos más afamados de la corte, entró a servirle de ayudante. La inteligencia y seriedad del joven hermanaron estrechamente con la dulzura y experiencia del anciano, en quien Perico halló un verdadero protector. Tal base tuvo su porvenir, pues, por raro pero no imposible ejemplo, el doctor viejo acogió con simpatía y sin recelo la independencia de carácter y el talento del mozo; al paso que éste se le sometió, no con el servilismo de la adulación interesada, sino con la lealtad de quien antes busca enseñanza que provecho. Uno de los primeros resultados de esta amistad consistió en que, al cabo de dos o tres años, Perico hizo oposiciones a una plaza de médico del hospital y la ganó, en parte por su saber y en parte por aquella protección. Hubiera él querido debérselo absolutamente todo a sí propio, mas no le pesó la gratitud: sabía que mérito sin protección es ciego sin lazarillo.

Después, el doctor Romana se retiró, y una gran parte de su clientela aceptó a Perico por médico, con lo cual el problema de la vida, tan pavoroso para otros, se le presentó como perspectiva llana y risueña, con sólo una condición: el trabajo.

Durante este período de su existencia, volvió a pisar la casa de don Carlos, hallándola en gran manera transformada. Todos los individuos de la familia se le antojaron variados, como él debió de parecerles un Perico diferente del que estuvo en los Escolapios. Doña Susana salía mucho más a la calle y se vestía con mayor elegancia que antes, porque estaba en los albores de su aventura con Fulánez; don Carlos, casi continuamente encerrado en su despacho, malhumorado y tristón, se había hecho misántropo; y Plácida era la niña que él conoció, pero convertida en mujer, sin poderosos encantos para quien no la estudiase muy a fondo y exenta de esa coquetería propia de las señoritas acostumbradas al trato de muchas gentes: así él cuando la hablaba lo hacía siempre con cierto comedimiento, temeroso de que sus padres imaginaran que por haber jugado de chico con ella se permitiría demasiada libertad.

Indudablemente, si antes hubiera ido a la casa con asiduidad, las cualidades de Plácida se le habrían entrado al alma; pero la vio de tarde en tarde, en visitas casi de cumplido, hasta la postrera enfermedad de don Carlos. Entonces fue diariamente, le asistió, le vio morir, y de todo aquel conjunto de tristezas que la muerte esparce en torno suyo, y con las cuales él se había codeado tantas veces, la que más le impresionó fue el dolor mudo, tranquilo y hondo de Plácida: pocas lágrimas, una amargura indefinible en la mirada, y en todo su ser un descaecimiento grande, cual si se sintiera desfallecer ante la falta de un consejo, un brazo y un cariño que nadie podía reemplazar. A muchas mujeres vio quedar huérfanas; a ninguna dolerse tan acerbamente de la orfandad: y él, que quiso de veras a su padre, comprendió la pena de Plácida y conjeturó que debía de tener buenos sentimientos, viniendo en corroboración de esta idea los recuerdos de la infancia, y la educación, merced a la cual supo don Carlos formarla fuera del tipo frívolo y vulgar de la señorita madrileña. Respecto a detallar lo que pudiera valer físicamente considerada, no era aquella ocasión propicia. Tenía el rostro demacrado y pálido por las veladas que pasó junto a la cabecera del enfermo, los labios descoloridos por la debilidad del comer poco y a deshora, los ojos escaldados del continuo llanto: no estaba para que en ella se fijase nadie; así que todo lo que pensó Perico equivalía a esta sola exclamación: «¡Pobre muchacha!»

«¡Lástima de mujer!», fue también la única idea que le vino a las mientes aquella mañana, cuando, camino del hospital, leyó en el coche que Plácida se casaba con Fernando.

Perico no le trataba, ni sabía que estuviese casi arruinado; pero le constaba que era hombre sin grandes bienes de fortuna ni ocupación o trabajo conocidos, y cuya vida se limitaba a frecuentar casas donde se comía y bailaba, y círculos más o menos aristocráticos en que se jugaba fuerte. No necesitaba más para pensar que Plácida merecía mejor esposo.

Sin embargo de saber tan pocos antecedentes de Fernando, si don Carlos hubiera vivido, Perico no habría vacilado en avisarle, porque, a juicio suyo, semejante aviso fuera juntamente obligación de hombre honrado y deber de gratitud; pero muerto el padre, conociendo el carácter ligero de doña Susana y llegadas a tal punto las relaciones de aquellos cuya boda se anunciaba en un papel público, ¿era conveniente ni discreto inmiscuirse en tan grave asunto? ¿No parecería malévolo o por lo menos oficioso? Su hombría de bien le gritaba que lo hiciese, que su deber era hablar inmediatamente con la madre y ponerla sobre aviso. Tal resolución podría no ser discreta, correcta, como ahora se dice, mas sí provechosa. ¿Qué podía ocurrir y qué consecuencias acarrearle? Nada se le importaba de ellas. Hombre era capaz de contestar en el tono en que otro le hablase. Y aquí sonreía Perico como preguntándose que quién le metía a él en que Plácida casase con quien quisiera.

El simón seguía su camino por calles y plazas; el médico hacía sus visitas; de cuando en cuando se olvidaba de aquella familia, y luego, de pronto, sin saber por qué, volvía a coger el periódico del suelo del coche y tornaban a caer sus ojos sobre el mismo condenado párrafo que anunciaba la boda, hasta que, a vueltas de pesar el pro y el contra de cuanto se le ocurría, concluyó por preocuparse seriamente, juzgando que aquel era uno de los mil problemas con que tropieza el hombre honrado en el trato de la vida social.

La conciencia, sin vacilaciones ni distingos, le decía que hablara; el sentido práctico, el egoísmo, las conveniencias, le aconsejaban que callase. Era una fase de la lucha eterna, más o menos grandiosa, cuyos caracteres varían, cuya esencia es siempre la misma. Lo bueno estaba reñido con lo prudente; la razón divorciada de las costumbres. ¿Qué cara pondría a Susana, a la misma Plácida, si aquélla imaginaba casar bien a su hija y ésta se sentía enamorada del novio? ¿Qué derecho le asistía para intervenir en asunto tan grave y de índole tan privada? Además, lo lógico era, dada la altura a que habían llegado las cosas, que su intervención fuese estéril. Más valía callar. Sobre todo, ¿qué le importaba el porvenir de Plácida? ¿Acaso latía en el fondo de sus dudas otro sentimiento? ¿Quién era aquella señorita? La hija de un antiguo amigo de su padre, una chiquilla con quien había jugado e ido de muchacho unas cuantas tardes al teatro. ¿Don Carlos le había favorecido? Pues con hacer un regalo a la novia, punto concluido. Así acabó el monólogo.

Aquel día el doctor examinó de priesa y de mala gana a los enfermos del hospital, yen las casas no estuvo tan afable como de costumbre.

También el regalo le dio mucho que pensar. Al fin decidió encargar una pulsera de oro lisa, que tuviera grabados y enlazados los nombres del padre y de la hija. Ya que no pudiera apartarse de lo vulgar por la cuantía del obsequio, la idea resultaría original.

Plácida consideró tan delicado el recuerdo de su padre, y recibió de él tanto agrado, que escribió a Perico dándole las gracias y prometiendo avisarle la fecha de la boda. La carta estuvo algún tiempo sobre la mesa del médico, rodando, como vulgarmente se dice, hasta que él un día, harto de tropezar con ella, sin saber por qué, maquinalmente, en vez de romperla, la echó dentro de un cajón.