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ArribaAbajo- VIII -

Pocos días antes de la boda estuvo Plácida a pique de desbaratarla, obedeciendo a una corazonada. No se disgustó con el novio, ni con su madre, ni experimentó la más leve contrariedad: sin saber por qué, se levantó una mañana extremadamente cavilosa, lleno el pensamiento de ideas negras, acobardado el ánimo, cual si presintiera grandes e irreparables daños. Después de peinarse permaneció un rato muy largo sola en su tocador, arreglando para distraerse cajas y arquillas de lazos, guantes y pañuelos; mas tan intranquila por aquella repentina mudanza, que en nada hallaba contento. Si de pronto hubiese entrado Fernando, de fijo le recibiera mal: acaso, franca y ásperamente, le dijese que renunciaba al matrimonio, comprendiendo que si no iba al altar con la pena de quien se deja a la espalda recuerdos de otros amores, tampoco veía color de rosa el porvenir. No se juzgaba profundamente enamorada, ni creía que él lo estuviera. En lo más íntimo del alma tenía arraigada la certeza de que el amor era sentimiento más hondo que el que sentía e inspiraba. Mientras estaban juntos, en tanto que sus palabras le caían como lenguaje de seducción en los oídos, imaginaba querer y ser querida; luego que él se alejaba, ni su corazón ni su pensamiento experimentaban la soledad que entristece al verdadero enamorado. No le aguardaba con impaciencia ni le veía llegar con regocijo: su influjo se limitaba a los instantes en que escuchándole se creía llamada por voces misteriosas a sensaciones nuevas; mas luego de ido quedábase impasible, fría; la influencia ejercida por Fernando sobre ella era puramente material, de hombre sobre mujer; y Plácida, sin darse cuenta exacta de ello, lo presentía con zozobra. Tales eran su incertidumbre y desasosiego, que la menor alteración en sí o en lo que la rodeaba era bastante a trastornar sus impresiones: tan pronto se le figuraban vanos y ridículos sus temores, como creía apreciar bien la realidad. De seguir su ánimo en estas fluctuaciones unas cuantas horas, hubiera fracasado el plan de Fernando. Un suceso, al parecer insignificante, las modificó por completo.

Aquella tarde salió Plácida con su madre a ultimar ciertas compras en una tienda de las llamadas de novedades, cuando a poco de entrar en ella y sentarse ambas junto al mostrador, de pronto y simultáneamente, vieron que entre las personas que hablaban al dueño del establecimiento estaba Fulánez. Plácida volvió la mirada hacia otra parte para no saludarle, y al desviar la cara observó que Susana se había quedado muy pálida y que se esforzaba inútilmente en serenarse: ella, entonces, se acordó de la breve escena ocurrida cuando contó a su madre la declaración de Fulánez, y sin que lo pudiese remediar se le vinieron al pensamiento aquellas ideas sombrías que otras veces la atormentaban. Fulánez se marchó en seguida, esquivando también el saludo, y Susana se tranquilizó; pero a Plácida no se le ocultó el enojo que recibió del encuentro. Por la noche estuvo con su novio más amable que nunca, cual si pretendiera estimularle, ansiosa de oír galanterías que la hiciesen olvidar aquello que la mortificaba. De esta suerte, por obra de un incidente casual, a trueque de no profundizar en lo que irreflexivamente rechazaba, vino a caer en el mismo amor que horas antes consideró mezquino.

A los ocho días se verificó la boda.

Susana, acompañada de don Manolito, fue madrina de su hija, experimentando profunda alegría, por imaginar que casándola quedaba conjurado el peligro de que Fulánez renovase sus pretensiones. En Fernando pensó poco: su quebradero de cabeza, su torcedor era el miedo a Fulánez, la idea de que su antiguo amante llegase a enamorar, y acaso a poseer, a su hija. La casó aprovechando la ocasión de verse Plácida por primera vez cortejada; y fue ayudada por el tardío despertar de los sentidos, que hizo a la joven confundir el amor con el amante.

El doctor, aunque invitado, no asistió; la cita en el templo era para las ocho de la mañana, y a esta hora no prescindía él de su visita al hospital. Además, pensó que aquella señorita podía casarse como quisiera, sin que él interviniese en semejante disparate.

Según tenía anunciado, Plácida se obstinó en no ir a la iglesia vestida de blanco, diciendo: -«No soy millonaria ni novia de teatro.» Se puso un magnífico traje negro de seda, guarnecido de encajes; a la cabeza mantilla, también negra, de rica blonda que le sombreaba suavemente el rostro, y prendido al pecho un ramito de azahar.

La ceremonia le pareció exenta de poesía y de grandeza. No había visto ninguna boda, e imaginaba que el acto debía de ser más solemne y estar más en armonía con la gravedad que entrañaba. La capilla reservada, churrigueresca, recargadísima de adornos; los sucios paños del altar, las imágenes sin sentimiento religioso, la impresionaron mal. Tan de priesa y con tal indiferencia leyó el cura la admirable epístola, que apenas la entendió. Casamiento y misa duraron veinticinco minutos.

A la salida se aglomeraron en torno de los padrinos, pidiendo y mendigando, monagos, sacristanes y pordioseros. A los tres cuartos de hora de haber salido de casa estaban todos de vuelta. Durante el almuerzo, a que asistieron dos o tres amigas de la madre, algún antiguo compañero de don Carlos, y dos íntimos de Fernando, se dijeron alusiones picarescas más o menos veladas, según la educación o el ingenio de cada cual, y llegada la tarde fueron marchándose los convidados; los hombres sonriendo al estrechar la mano del novio las mujeres besuqueando ruidosamente a Plácida, quien momentos antes les repartió algunas flores del azahar que llevó prendido al pecho. Pero fueron pocas las que dio, porque al entrar de regreso en casa se metió en su cuarto, y quitando al ramillete los mejores capullos los guardó en la caja donde conservaba las plumas con que escribía su padre y otros recuerdos análogos, como si pretendiera asociar la memoria del muerto a aquel suceso principal de su vida.

Por la rotunda negativa de Plácida a salir aquel día de Madrid, comprendió Fernando que las primeras horas de la noche constituían un problema difícil de resolver. ¿Qué hacer? Se le ocurrió comprar un palco e ir al teatro con su mujer y su suegra, y al volver, dejar a ésta en el principal, subiendo ellos a tomar posesión del segundo: Plácida rechazó la proposición, considerando indecoroso presentarse en público momentos antes de encerrarse a solas con un hombre, y hasta se le antojó poco delicada la idea de Fernando.

Se resistió obstinadamente a cuanto implicase fiesta o regocijo: el recuerdo de su padre se le había reavivado aquel día. Al fin decidieron pasear un rato por las alamedas de la Castellana, como venían haciendo desde algún tiempo atrás, y luego subirse a su casa dejando a Susana en el principal. Fernando se avino a todo, sin atreverse a decir que aquello le parecía el colmo de lo cursi.

El comienzo de la noche de boda no pudo ser más prosaico; hasta ocurrió un incidente en que Plácida echó sinceramente de menos la poesía. En una de las vueltas que dieron cogidos del brazo, pasaron junto a los faroles bajo los cuales él se paraba en los principios del amorío: ella, evocando memorias que la halagaban, miró dulcemente al que ya era su marido, y luego dirigió la vista hacia el balcón en que solía situarse para verle marchar. Fernando, al pronto, no la entendió, y se quedó mirándola estúpidamente; luego, de repente, exclamó:

-¡Ah!, sí, sí, ¡ya caigo!

No se le ocurrió otra cosa: Plácida imaginó que pudo estar más expresivo.

Luego anduvieron un rato muy largo durante el cual los tres sintieron deseo de recogerse sin atreverse a decirlo: Susana estaba rendida de cansancio, Fernando impaciente, Plácida entre solevantada y medrosa. A cada una de las vueltas se acercaban más al portal, cual si instintiva y tácitamente se hubieran puesto de acuerdo. Por fin, en una de ellas, los tres entraron en la casa al mismo tiempo. Fernando ofreció el brazo a Susana, quien cediéndoselo a Plácida subió delante hasta el principal; llamó, y al abrirse la puerta, penetró en el recibimiento parándose allí, resuelta a despedirse de ellos. Su hija quiso empujarla cariñosamente, pero ella resistió; Fernando permaneció inmóvil en la escalera, hasta que avergonzada Plácida por la presencia de la doncella, se arrojó llorosa al cuello de su madre cubriéndola de besos. En seguida volvió al descansillo, y apoyada en el brazo de Fernando subió al piso donde había de vivir.

Al entrar en la sala, iluminada por dos grandes lámparas puestas sobre la chimenea, Plácida se quitó el sombrero, colocó la manteleta en el respaldo de una silla y se sentó en una butaca, como si temiera ver llegar el momento de pasar a otras habitaciones: Fernando fue a sentarse a su lado, la miró con ternura, y cogiéndole las manos se las estrechó tanto, que por la extremada presión en las sortijas le lastimó algo los dedos. Su primera caricia se tradujo en dolor. Estaba contento, sonriente y sereno. Plácida, demudada y pálida, procuraba mostrarse afable, sin acertar con lo que debía de hacer, cual si reavivados en aquel instante los pasados temores se sobrepusieran a la excitación de los sentidos. Ni él ni ella tuvieron un impulso de verdadero amor: ni Plácida deseó el primer beso de la pasión santificada, ni Fernando pensó en dárselo: ninguno abrió al otro los brazos para estrecharle entre ellos.

A cada lado de la sala había un gabinete: la alcoba estaba contigua al de la izquierda, y hacia allí dirigía él de cuando en cuando las miradas sin atreverse a chistar, limitándose a seguir oprimiendo las manos de la recién casada. Otras veces fijaba la vista en los botones del cuerpo del vestido de Plácida, cuyo pecho se alzaba y deprimía a cada movimiento de la respiración. Así pasaron un rato, sin atreverse a hablar, avergonzados, él de su mutismo, ella de su turbación, hasta que de repente se levantó Fernando y dirigiéndose a uno de los balcones, lo abrió diciendo:

-¡Qué hermosa noche!... Mira qué hileras tan largas de faroles.

Plácida fue hacia donde él estaba: Fernando se acercó a su encuentro, la cogió por la cintura y la llevó al balcón sin soltarla, procurando que sus cuerpos estuvieran muy juntos.

Siguieron mudos; él estrechándola el talle, y ella sintiendo a cada presión que el calor del brazo que la ceñía se le desparramaba por el cuerpo a modo de fluido misterioso, como una oleada de vapor que le subía hasta los ojos enturbiándole la vista. Miraba a la calle y no distinguía más que los puntos amarillentos de los faroles del paseo, que parecían gotas de luz caídas en el fondo de un abismo; y si huyendo medrosa de aquella negrura esmaltada de fuego se volvía hacia Fernando, también se atemorizaba leyéndole en el semblante la justa y mal disimulada impaciencia. Cuanto más oprimida sentía la cintura más se agarraba al frío hierro de la barandilla. De pronto el brazo que la enlazaba la atrajo dulcemente, pero con fuerza, hacia dentro de la sala, y en su oído sonaron estas palabras dichas en voz baja, con falsa dulcedumbre, que a ella se le antojó infinita ternura:

-Tonta... Si ya eres mía; anda, ven.

Suplicante él, atraída ella, llegaron hasta el centro de la sala, donde quedaron iluminados por la luz de las lámparas. Transfigurada por la emoción y engalanada todavía con el traje de calle, parecía realmente hermosa.

Nunca hasta entonces había él notado, recibiendo de ello igual placer, que tuviese tan lindos los ojos, tan encendidos los labios, ni jamás le parecieron tan bellas las líneas de su cuerpo. Complaciéndose en ella la abrazó más estrechamente y la obligó a dar unos cuantos pasos que la acercasen al gabinete. Plácida ni se resistía ni resueltamente avanzaba: dejábase llevar diciendo entre suspiros contenidos que le ponían seca la garganta:

-¿Me quieres de veras, pero de veras?

-¿No lo ves?

-Sí, bien; pero antes háblame mucho, dime que seremos felices.

Él, con el aliento entrecortado y atrayéndosela enérgicamente, repetía:

-Ven, ven.

Lo que Plácida deseaba y pedía, sin acertar a formularlo, era una frase, una promesa de felicidad, un arranque de cariño, algo que la llegase al alma antes de sentirse poseída materialmente, algo que luego pudiera recordar todos los días de su vida; pero a Fernando ni frase ni promesa se le ocurrían.

-Aquí hace fresco -dijo de improviso soltándola; y dirigiéndose al balcón, lo cerró, apagó una de las lámparas, puso la otra en el velador del gabinete y en seguida tornó a estrechar a su mujer entre los brazos. Intentó ella sentarse y que él se pusiese a sus pies en un almohadón, pero no quiso. Por fin la besó en ambas mejillas, diciendo:

-¡Qué hermosa estás!

Entonces tembló como atercianada, y le preguntó balbuciente, sin pagarle los besos:

-¿Me querrás siempre?

Fernando la obligó a andar.

A un extremo del gabinete se veían las columnas que formaban la entrada de la alcoba. Los cortinajes recogidos parecían abrirles paso.




ArribaAbajo- IX -

Los dos meses siguientes a la boda fueron de continuo ajetreo. Por las mañanas salían con pretexto de compras para completar el ajuar de la casa, a la tarde de paseo, y después de comer al teatro o a los conciertos del Retiro, dándose el fenómeno de que ni uno ni otro manifestasen empeño en evitar la compañía de Susana. Frecuentemente se ponían a charlar suegra y yerno sin que Plácida sintiese deseo de estar sola con su marido. Al volver dejaban a mamá en el principal, y llegada la hora del silencio, propicia al amor, se recogían sin impaciencia. Únicamente entonces aparecía en Fernando el enamorado. Un día le dijo tímidamente Plácida:

-Eres más cariñoso de noche que de día.

Él repuso, sin sospechar que decía una grosería:

-Por algo se ha dicho luna de miel y no sol de miel.

Luego que la doncella, después de recoger el pelo a Plácida, se retiraba del gabinete, era cuando él se manifestaba más amante, antes que movido de verdadera pasión temeroso de parecer indiferente. Ella, lejos de rechazarle esquiva, le acogía benévola; pero imaginaba que aquella ternura, exclusivamente nocturna, no correspondía a la calma y frialdad que mostraba durante el día. Si hubiese tenido mayor malicia, habría considerado que los arrebatos que le acometían y la índole de sus caricias eran propias de quien gozase en casa extraña delicias hurtadas o pagadas; no de quien disfrutaba en la suya lo que legítimamente le pertenecía. Además, se había ya forjado distinta idea de ciertas interioridades de la existencia matrimonial. En el sentido menos puro de la palabra, no podía quejarse de falta de amor; pero iba adivinando que a esta exaltación de los sentidos no acompañaba la limpia y dulce placidez que lo sublima y purifica: tenía esposo apasionado y vehemente, sin estar cierta de que su pasión y vehemencia bastasen a fundar la dicha del hogar; calculando que el amor es semejante a las hogueras, cuyas primeras llamaradas regocijan inconsideradamente, y cuyo verdadero beneficio consiste en apacible calor que luego causan las ascuas y el rescoldo. Se abrasaba; mas comprendía que semejante fuego no podía ser durable, ni suficiente para la felicidad del alma.

Junto con estos temores le vinieron otros. En los detalles y pequeñeces de la vida doméstica, no debía de ser Fernando tan acomodaticio como pareció la época de novio y mientras los preparativos de la boda. En varias ocasiones usó lenguaje poco adecuado a hombre de su clase, y manifestó gustos contrarios a cierta elevación de ideas que ella consideraba natural. Sus bromas aun en presencia de gentes extrañas, eran demasiado libres.

El primer disgusto de Plácida tuvo la siguiente causa. Estaba satisfecha del aspecto de la casa: la sala era lujosa, sus dos gabinetes, elegantísimos; el comedor, el dormitorio y las piezas interiores, daban envidia. Una sola habitación no le agradaba: el despacho de su marido. No había en él más que una mesa, varias sillas y un pequeño estante, cuyas tablas estaban casi huérfanas de libros. Las pocas obras que se veían eran un tratado de cría caballar, otro de carreras, un vocabulario del Sport, el reglamento de las corridas de toros y media docena de novelas, no de las en que se estudian las costumbres; sino de aquellas enderezadas a buscar el éxito pintando descaradamente lo que es para dicho con la discreción más exquisita. Encima de una puerta había floretes, caretas de alambre y dos espadas de desafío, y en la pared un gran cromo donde estaban reproducidos los hierros y divisas de cuantas ganaderías de reses bravas existen en España. No se descubría en el cuarto nada que demostrase trabajo ni laboriosidad. Plácida, queriendo arreglar aquello de otro modo, dijo a su marido que pensaba escoger algunos buenos libros de los que fueron de su padre para colocarlos en el estante y buscar algunos grabados hermosos con que adornar los muros.

Fernando la oyó sonriendo burlonamente, y repuso estas palabras, que resonaron en los oídos de su mujer como una blasfemia:

-Vamos, quieres que las gentes piensen que soy un erudito de pega, como tu señor padre.

No contestó por no agriar la cuestión; pero recibió tanto enojo de la respuesta que no volvió a pensar en la reforma del cuarto.

De allí a pocos días hizo Fernando otra cosa que la mortificó mucho. Estaban concluyendo de almorzar, cuando llamaron a la puerta: la doncella fue a abrir, y volvió diciendo:

-Es una mujer que viene de abajo. Vende telas y otras cosas. La envía la señora por si la señorita desea ver algo de lo que trae.

Plácida quiso recibirla en el cuarto de la plancha; Fernando, por distraerse, dio orden de que pasara al comedor.

Era una entre prendera y corredora de alhajas, encajes y otras galas, a quien Susana, en anteriores ocasiones, había comprado ventajosamente. Venía vestida con ropas desechadas por las parroquianas: era pequeña, regordeta, ordinaria y parlanchina: más que prendera parecía carnicera endomingada.

-¡Hola, señorita! ¡Válgame Dios! Que sea noragüena. No sabía de que se había usted casao. Que sea por muchos años: ¡y qué reguapa que se ha puesto usted! ¡Vaya unas cosas que traigo!

Sin dejar de hablar, apoyó en una butaca el lío en que traía envueltas sus mercancías, lo desató, y fue sacando abanicos, trozos de encajes, un retal de raso, una mantilla de madroños, pañuelos de batista en pieza y ocho o diez estuches con alhajas.

Nada de aquello necesitaba Plácida; pero obedeciendo a la tentación que siente toda mujer ante las telas, compró los pañuelos de batista. Entretanto la prendera fue sacando joyas de los estuches. De pronto, Fernando, que andaba fumando de un lado para otro, se acercó a la butaca donde estaba el montón de géneros, y cogiendo un pequeño bulto sujeto con bonitas cintas, preguntó desatándolo:

-¿Qué es esto?

-Son medias de seda: cosa rica, señorito.

Desatado el paquete cayeron sobre el mantel las medias. No había mentido la prendera. Eran de seda y de la mejor clase: bordadas, caladas, con rayas, lunares y otros dibujos novísimos, pero todas de colores vistosos y exageradamente llamativos.

-¡Olé! Esto sí que es para hembras de gusto. ¡Vaya unas medias! -dijo Fernando levantando en alto unas de color de carne con dibujos negros.

-Quita, hombre, quita: ¿quién se pone eso?

La vendedora desplegó otros dos pares aún más subversivos, dando la explicación siguiente:

-Ya han visto los señores que yo no las enseñaba, vamos al decir, no son para señoras. Las piden para teatro... y mujeres de esas que andan por ahí..., ya me entenderá el señorito.

Fernando siguió admirando las medias, y exclamó:

¡Con esto sí que dan gloria las mujeres!

-Calla, hombre: ¿no has oído lo que te han dicho?

-Pues a mí me gustan, y las vas a comprar.

-Yo no me pongo eso.

Plácida se las quitó de la mano, dejándolas sobre la butaca y pagó a la vendedora, procurando que se marchara. Fernando las volvió a coger, y alzando una en cada mano las miró con agrado, como figurándoselas llenas por dos piernas bien formadas.

-Anda, chiquilla -decía,- no seas pazguata, que te las regala tu marido. Verás qué barbiana estás.

La prendera, creyendo que haría negocio, comenzó a desdoblar medias de pecadora: Plácida, enrojecida de vergüenza, se mordió los labios para no responder. Luego, viendo que él sacaba dinero con que pagarlas, no pudo menos de oponerse cariñosamente.

-No seas niño. ¿Qué voy a hacer yo con medias de teatro?

-¡Al cuerno! -dijo él tirándolas sobre la mesa: y añadió marchándose con mal talante: -¡Qué peste de señoritas que no tienen pizca de salero!

A los ojos de Plácida se asomaron las lágrimas traídas por la indignación y el rubor de verse así tratada. No fue el violento ademán de Fernando lo que la molestó, sino lo grosero del capricho. Deseosa, sin embargo, de no provocar un altercado grave, luego de irse la prendera fue al gabinete donde Fernando se había puesto a leer un periódico, y quitándoselo suavemente se le sentó en las rodillas, diciendo:

-No te enfades... Era tirar el dinero.

-No me enfado, pero ya sé que me he casado con una monja.

Después recogió del suelo el periódico, con ánimo de continuar leyendo, y ella se fue a otra habitación para ocultar su primer llanto de casada.

En muchos días no le pasó el disgusto, pero supo disimularlo tan bien, que no volvieron a cruzar por aquel motivo palabra desagradable. Su pena consistió en comprender que Fernando obedeció a un impulso espontáneo, y que lo cínico del antojo debió de ser cosa en él natural. Por fuerza estaba acostumbrado a tratar mujeres que con el regalo de las medias se hubieran puesto locas de contentas.

Pasados unos días pudo surgir otro incidente más grave y del cual, en gran parte, no se enteró ella, por las circunstancias que lo rodearon. El criado y la doncella que les servían eran novios, y ella bastante guapa. Un domingo que a la chica le tocaba salir, luego de vestida con cierta limpieza y coquetería, entró al gabinete antes de irse, preguntando si se podría marchar. Plácida no estaba allí porque, avisando a su marido, había bajado a casa de Susana, de modo que la doncella encontró solo a Fernando, el cual le dijo:

-Anda, diviértete, cuerpo bonito.

Al volverse la moza para irse, se movió con desenvoltura agradeciendo el requiebro; Fernando, seguro de que su mujer estaba lejos, se puso en pie para verla salir y mirándola con picardía hizo un guiño muy significativo y dio con la lengua un fuerte castañetazo, indicando que la muchacha le parecía de perlas. El criado, deseoso de saber si salía su novia, estaba espiándola en el pasillo, y desde allí lo presenció todo, resultando que al cabo de dos días se despidió de la casa, obligando a la doncella a tomar igual determinación. Ambos dijeron la causa a la cocinera, y ésta se la refirió a su ama. Plácida juzgó que todo ello sería chisme de gente baja; pero pensando luego que la chica era bonita, sintió no haber podido vigilarla. Es decir, aunque poniéndolo en duda, admitió la posibilidad de que su marido se fijara en el palmito de las criadas. La que tomó en sustitución de aquélla fue de extraordinaria fealdad.

Otro suceso, en apariencia insignificante, ocurrió pocos días después, que también produjo a Plácida desagradable impresión.

Nadie visitaba todavía a los recién casados; pero el doctor Mora, que fue invitado a la boda y no asistió, cayó en la cuenta de que si con arreglo a las costumbres no estaba obligado aún a visitarlos, debía al menos ir a casa de Susana a darle la enhorabuena. Lo sorprendente era que él, tan olvidadizo de cumplidos, pensase en semejante cosa. A pesar de esto, una tarde en que fue a ver a un enfermo por aquellos barrios, subió a saludar a Susana. Ella, desde dentro, le conoció por la voz, mientras hablaba en la puerta con la doncella, y salió hasta el recibimiento, diciendo:

-¿Tú por aquí? Pasa, pasa. ¡Cuánto se alegrará ésa de verte! La estoy esperando para salir. Oye, muchacha (a la doncella), sube y di a la señorita que está aquí el señorito Perico. ¡Pocas ganas que tiene ella de darte las gracias! ¡Ni que le hubieras regalado dos solitarios como dos nueces!

A los pocos minutos bajó Plácida vestida de calle, con exquisita elegancia, y no sin cierto rubor tendió la mano al amigo a quien después de casada veía por primera vez.

-Mira -le dijo mostrándole la pulsera que brillaba sobre el guante a medio abrochar: -la estrené antes de la boda y casi no me la quito. Nadie ha tenido pensamiento tan delicado.

Hablaron luego de cosas triviales; prometió ella presentarle a su marido, y le ofreció la casa, rogándole que no esperase para visitarles a recibir papeleta de parte de matrimonio.

-Ya sabéis -dijo él- que no hago más que visitas de médico. No tengo tiempo para nada.

-Lo que sé es que te estás haciendo rico.

-No me puedo quejar.

-Parece mentira -decía Susana- que seas el que venía de los Escolapios: estás hecho un señor doctor, y lo hermoso es que a nadie se lo debes.

Eso, no. Sin el pobre doctor Romana, que me protegió mucho, no habría conseguido tanto en tan pocos años; pero la verdad es que soy el médico joven que más trabaja en Madrid.

-¿De modo que tienes lo que llamáis una buena visita?

-Me levanto a las ocho, voy al hospital; luego, antes de almorzar, hago unas cuantas visitas: de dos a cuatro, consulta en casa; y después otra vez a subir escaleras.

-¡Quién lo había de decir! -exclamaba Susana. -Chico, no te enfades: me parece imposible que cures a la gente.

-Pues póngase usted mala y verá.

-No te diré que el mejor día no tenga que llamarte, porque el médico que nos asiste está muy viejecito.

Plácida no hablaba. Le había escuchado atentamente, calculando la satisfacción que experimentaría su compañero de infancia viéndose, tan joven, en tan envidiable situación: aquella era vida de trabajador, propia de hombre. Involuntariamente llegó a compararla con la que hacía su marido. Pero Fernando tenía disculpa: estaban aún en la luna de miel: ya trabajaría. Además, con cuidar de lo suyo tendría ocupación bastante. Ya llegaría época en que pudiese ella entrar en el despacho a sorprenderle y borrarle las cavilaciones a besos, como hacía con su padre.

Marchose Perico: no quiso salir Susana porque se les había hecho tarde, y al cabo de un rato se subió Plácida a su casa. Recorriendo las habitaciones en busca de su marido llegó hasta el despacho, y allí, involuntariamente, sin que hiciese nada por recordarlas, volvieron a su mente las ideas que se le ocurrieron oyendo a Pedro. Aquel cuarto lujoso, sin libros, sin papeles, sin nada que indicase laboriosidad, era estancia de hombre incapaz de encariñarse con la casa. Plácida pensó con miedo en lo que sería de ella cuando poco a poco se le calmase a su marido el entusiasmo de la luna de miel.