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En esto comenzó Fernando a quejarse del calor, diciendo que se ponía malo por infringir la costumbre de salir de Madrid durante el verano: comprendió Plácida que deseaba hacer el viaje a que ella se negó a raíz de la boda y, como no existían las razones en que fundó la anterior negativa, declaró que viajaría de grado. Por su gusto hubiera ido a pasar una temporada en cualquiera de las fincas de su marido, o a la casa de labor que ella y su madre tenían en Orejuela; pero Fernando dio a entender que aborrecía el campo, sobre todo el de España, para no tener que hablar de sus haciendas. Por último, Plácida se avino a pasar un mes recorriendo los Pirineos franceses y a detenerse, al volver, en San Sebastián. Aquella semana salieron de Madrid. Susana no les acompañó a la estación porque la tarde de su partida amenazaba tormenta, y Plácida se despidió de ella con la misma emoción que si emprendiese el viaje minutos después de la boda contribuyendo a este reverdecimiento de ternura filial la circunstancia de que en los dos meses transcurridos se le disiparon casi por completo las sospechas pasadas acerca del grado de amistad que pudiese unir a su madre con Fulánez: en primer lugar, porque no volvió a verle; luego observando que su madre no salía sola, y en último término, porque instintivamente deseaba haberse equivocado, prefiriendo ser rencorosa consigo por sus malos pensamientos, antes que fallar contra su madre.

Durante el viaje se convenció de que sus gustos eran más modestos y sencillos que los de Fernando: ella quería albergarse cómodamente; él con ostentación y lujo. Su empeño de ir siempre a los hoteles más caros les llevó en Luchón a uno donde la situación del cuarto en que se alojaron facilitó que Plácida se enterase de una gran picardía de su marido, con ocasión de la cual tuvo el primer disgusto serio.

Había delante de la fonda un jardinillo formado de arbustos, adornado con macetas y lleno de sillas, bancos con toldo y veladores de hierro. El cuarto que ocupaban estaba en el entresuelo y sus balcones daban frente a la puerta de la verja. No era posible entrar ni salir de la casa, sin ser visto desde ellos.

Un, día, hallándose cansada, no quiso Plácida salir después de comer, y prefirió sentarse en el jardinillo a saborear el café, distrayéndose en ver pasar a los demás huéspedes, muchos de los cuales estaban también allí gozando del fresco. Entre ellos llamaban la atención dos mujeres de picante hermosura, esbeltas, graciosas, engalanadas con llamativa elegancia y aun mejor calzadas que vestidas. Sus, trajes parecían cortados con el solo propósito de que lucieran bien lo airoso del talle y lo levantado del pecho; mas esto, que todas procuran, estaba en ellas llevado a la exageración, cual si desearan que quien las mirase abarcara de una sola ojeada todos sus encantos. Llevaban el pelo teñido de rubio, algún toquecillo de pintura en el rostro, y por donde pasaban iban dejando rastro de perfumes intensos. Los hombres que estaban solos las miraban codiciosamente; los acompañados de sus familias las examinaban a hurtadillas, temerosos de reprimenda de esposa o madre; las señoras fingían no verlas. Aquella tarde, recién terminada la comida, salieron al jardinillo y pidieron café con dos copitas de chartreuse. Luego llegaron Plácida y Fernando, quienes se sentaron ante uno de los veladores situado frente al que ellas ocupaban: Plácida las miró sin descaro; Fernando hizo como si no las viera; pero luego sacó del bolsillo un periódico, y desplegándolo lo interpuso entre su cuerpo y Plácida para examinarlas a su gusto. A una de ellas la conoció en otro viaje y conservaba buen recuerdo de ella. Al cabo de unos instantes dobló el papel y lo guardó. Ellas permanecían quietas, muy modosas, bebiendo a sorbitos el café y las copitas de licor, y, sobre todo, gozándose en la impresión que causaban, pues con más o menos disimulo nadie había que dejara de admirar su elegancia y belleza. Las señoras comentaban en voz baja lo bonito de sus trajes, y las más hermosas, que no temían comparaciones, hasta confesaban que eran guapas. Los hombres se las comían con los ojos. Fernando volvió a convertir el periódico en pantalla para mirar a su antigua conocida. Vinieron en esto unos músicos ambulantes, saboyanos, con violines y arpas, y estuvieron largo rato tocando; con lo cual la gente siguió allí sentada hasta cerca de las diez, hora en que la demasía del relente trocó el fresco en poco menos que frío. Entonces fueron marchándose los huéspedes, unos al Casino, donde se bailaba y jugaba, y otros a sus habitaciones. Las dos jóvenes guapas subieron a su cuarto, y Plácida y Fernando al suyo. Al irse los músicos, un mozo cerró la puerta de la verja y apagó todos los faroles menos uno, quedando el ingreso de la fonda débilmente iluminado. Sobre la arena se dibujaban las inquietas sombras del ramaje movido por el viento, y hacia lo interior de la casa se escuchaba el traqueteo de los platos removidos en la cocina.

Al cabo de un rato de estar en su cuarto, Fernando cogió el gabán, encendió un puro, y dijo a Plácida:

-Pichona, me voy al Casino para andar un rato; aquí no hago bien la digestión.

-SÍ; hace calor; como hemos tenido cerrado todo el día... No tardes.

Ahora vuelvo.

-Plácida se echó sobre los hombros una pañoleta, abrió un balcón, y apoyándose en la barandilla se dispuso esperarle, respirando el aire fresco que cargado de aromas venía de los montes cercanos.

El jardinillo de la entrada estaba desierto y la noche hermosa. Las estrellas centelleaban con vivos resplandores. Fue cesando el ruido de platos removidos, y comenzaron a sonar polcas y valses tocados por una señorita inglesa que estaba casi todo el día manoteando en el piano. Plácida seguía asomada, mirando hacia el sitio donde poco antes estuvo sentada con su marido. De pronto pensó que Fernando había tenido ya tiempo sobrado de salir. ¿Cómo tardaba tanto en bajar? ¿Habría salido sin que le viese? Esto no era posible, porque estaba situada frente por frente a la verja; además, la puerta tenía una campanilla automática que no había sonado. ¿Qué era aquello? ¿Dónde estaría? Pasaron unos cuantos minutos y siguió desierto el jardinillo. Sólo el perro de guarda paseaba por el suelo enarenado. ¿Dónde diablos podía estar su marido? ¿Se habría detenido con alguien en los pasillos? Permaneció esperando, transcurrió un cuarto de hora, veinte minutos, media hora... y nada. El vientecillo comenzaba a serle molesto: ya se le descomponían con la humedad los rizos, y aún persistía en continuar allí, ansiosa de saber, todavía por mera curiosidad, si Fernando habría o no salido. De allí a poco, sintiendo frío, trocó la endeble pañoleta por el abrigo de viaje, se envolvió la cabeza en una toquilla, y tornó al balcón. Los huéspedes comenzaban a retirarse, y según ella les veía acercarse, cada bulto se le antojaba Fernando. Vio llegar a un matrimonio con dos hijas altas, flacas y escuchimizadas; luego a un señor belga que la miraba mucho en la mesa, a otro caballero viejo, emigrado español y carlista, a otros muchos huéspedes: sólo Fernando no venía. Comenzó a inquietarse. ¿Le habría pasado algo? Mas ¿qué le había de suceder si estaba cierta de que no salió?

De pronto se oyeron a lo lejos grandes carcajadas y el alegre tecleo de un piano que indicaba una canción chulesca, madrileña legítima; entonces, por la dirección de donde venían la música y las risas, se fijó en dos ventanas fuertemente iluminadas, que daban también al jardinillo, y recordó en seguida que en los días pasados había visto allí asomadas a las dos señoritas guapas, de honor dudoso, que vestían tan bien. Sus dudas se trocaron repentinamente en sospechas, y se dijo: «¿Estará con aquellas mujeres?... ¡Imposible! No es capaz.» Pero siguió esperando con gran desasosiego. En el reloj del vestíbulo dieron las doce, arreció el fresco, y, sin embargo, no quiso moverse. Las risas aumentaban, y como el silencio era mayor, se oía perfectamente la canción chulesca... ¿Estaría Fernando en el salón del piano oyendo tocar a alguna española? Tampoco podía ser esto: las luces del salón debían de estar apagadas, porque las ventanas no proyectaban claridad sobre el jardín. Plácida dejó de tener frío en el cuerpo para sentirlo en el alma. ¿Sería posible que hubiera ido en busca de aquellas mujeres hasta su misma habitación? ¿Para qué? La tristeza se enseñoreó de ella por completo. Un medio tenía de saber a qué atenerse: no quitar ojo de la verja de entrada. A nadie conocía Fernando en la fonda: de manera que estaba con ellas, o había salido, y en este caso, por la verja tenía que entrar. Decidió esperar, bien arrebujada en el abrigo; mas luego el frío se hizo tan vivo por la proximidad de la montaña, que no pudiendo soportarlo cerró, quedándose inmóvil y anhelante, pegado el rostro al vidrio. Así pasó dos horas. ¿Qué hombre era aquél, capaz de semejante acción? ¡Y tan pronto! ¿Valían más que ella aquellas dos mujeres? Físicamente, sí. Cualquiera de ambas era mucho más bonita; además, aunque no tenía gran experiencia de casada, adivinaba que aquellos tipos vistosos y descarados se armonizaban con el gusto de Fernando mejor que sus pobres encantos. Ella era agua de manantial limpio que calma la sed; las otras como bebida enloquecedora. Tuvo que violentarse para no llorar: el orgullo de la propia dignidad fue quien le atajó las lágrimas... ¿Sería posible que pasase así la noche?

Ya clareaba el día y aún tenía los ojos clavados en la verja, cuando de pronto oyó pasos en el corredor, volvió la cara y vio que Fernando, imaginando hallarla acostada, abría cautelosamente la puerta.

-Pero, ¿no te has acostado? -dijo al entrar.

-¿Sin ti?

-¡Claro! Hija, no lo he podido remediar. Yo..., que nunca juego..., no sé qué ocurrencia me dio...

Plácida vio que mentía con inconcebible aplomo, mas no quiso comunicarle su sospecha. La idea de una explicación borrascosa le infundió terror, y se limitó a decir:

-Vaya unas ganas de perder dinero en tonto.

No; si, aunque poco, he ganado: unos cuantos luises.

Se acostaron y Fernando se durmió en seguida, de espaldas a Plácida. Ella no logró conciliar el sueño, y vuelto el rostro contra la almohada, lloró calladamente.

Se levantó muy de mañana, y, despacito para no despertarle, sin más abrigo que la bata, se acercó a la cómoda sobre la que tenía él costumbre de vaciarse los bolsillos de la ropa. Allí estaban la cartera, el reloj, dos o tres papeles y la petaca. Plácida cogió la cartera y la abrió, obedeciendo a una idea madurada durante el insomnio.

La mañana anterior habían echado cuentas sobre lo que llevaban gastado: debía tener cuatro billetes de a mil francos, uno de quinientos y una letra sobre Bayona. Nada faltaba. Recordando que durante el día no había pagado más que gastos insignificantes, contó el montoncillo del dinero que llevó en el chaleco, y vio que tampoco faltaban más que unos cuantos francos. ¿Y los luises ganados? En vano los buscó. El juego y la ganancia eran mentira. Las sospechas se trocaron en certidumbre. Indudablemente estuvo con las pícaras, y, sin embargo, ¿cómo no le faltaba una sola moneda? ¿Serían antiguas conocidas y habría ido sólo a recordar aventuras pasadas? Entonces se acordó de que al anochecer, mientras estuvieron sentadas en el jardinillo, él se cubrió la cara varias veces con el periódico. Mas, ¿qué le importaba que hubiese dado algo a cualquiera de ambas ni que las conociera o no? Lo esencial era que fue a buscarlas. Acaso las carcajadas que oyó eran porque se burlaban de ella.

A la hora del almuerzo, dijo Plácida que no quería sentarse a la mesa redonda; pidió que les sirvieran en otra habitación; observó disimuladamente y notó que su marido siempre que podía miraba hacia la puerta. Luego salieron a tomar el café en el jardinillo, donde ya estaban ellas ante el mismo velador que la víspera. Fernando, como si repentinamente se acordase de algo, se levantó, fue al gabinete de lectura y volvió con un periódico, repitiendo el juego del día anterior para mirar a las pecadoras, una de las cuales sonreía con frecuencia.

El natural deseo de Plácida fue marcharse cuanto antes de aquel pueblo: luego pensó en si debía pedir celos o dar quejas, y ninguno de ambos recursos le pareció sensato. Aquello no podía ser más que un capricho pasajero, de mal presagio, pero al presente de escasa importancia. Lo mejor era recogerse en sí misma, dolerse a solas de lo sucedido, y callar. Fernando no volvió a dejarla por la noche, y esto la tranquilizó mucho. Por último, una tarde, al salir el ómnibus del hotel cargado de viajeros, Plácida vio marchar a las dos aventureras. Cuando miró alejarse el coche se le ensanchó el alma, y sin poderlo remediar, dejó escapar un suspiro que valía por cien reproches, murmurando:

¡Vayan benditas de Dios!

Fernando, que estaba a su lado y que adivinó por qué lo decía, quiso curarse en salud y dijo burlonamente:

-Se te antojan los dedos huéspedes. ¡Mira que tener celos de esas perdidas!

Plácida se encaró con él, y con una energía de que hasta entonces no había dado señales, repuso:

-¡Celos, no! ¡Para eso tendrías que buscar a quien valiese, por lo menos, tanto como yo!

No cambiaron en aquella ocasión una palabra más; pero, ella quedó persuadida de que Fernando no la quería lo bastante para que las demás mujeres le fuesen indiferentes, causándole mayor daño la mortificación del amor propio que el manifiesto olvido de su persona.

A los dos días, cuando al volver de paseo fueron a coger la llave del cuarto, hallaron en el casillero de las cartas un telegrama para Fernando. Plácida lo cogió y rasgó el cierre del papelito azul, muy alarmada, comprendiendo que sólo por algo relacionado con su madre y por motivo desagradable podían telegrafiarles. No se había equivocado. El telegrama era de don Manolito y decía así: «Ferdinand Lebriza: Hotel París. Luchon. -Mamá delicada. Doctor Mora dice conviene volváis Madrid. -Manuel.»

Aunque la redacción del despacho no era muy alarmante, se asustó mucho. En vano le repetía Fernando con el papel en la mano:

-Delicada: aquí no dice más que delicada.

-Por no angustiarme; pero no se le manda a uno volver por poca cosa; además, Mora no es nuestro médico, y el haberle llamado es mala señal.

-¿Por qué?

-Una de dos: o se ha puesto de repente tan mala que le han llamado en la seguridad de que acudiría antes que otro, o el nuestro ha pedido consulta con Mora; y en ambos casos está mala de veras.

-No caviles más: -hoy nos vamos.

Aquella noche emprendieron el regreso.

Plácida olvidó la amenaza que acababa de sufrir su dicha de casada para pensar sólo en su madre. Pero al anochecer del día siguiente, tumbada en el fondo del vagón, barajando ideas y temores, mientras el tren corría ya por tierras de Castilla, tuvo ideas que parecían embriones de pesares futuros. Se había casado hacía poco más de tres meses, estaba casi cierta de que su marido era capaz de poner los ojos en otra, ¡y qué otra!, y, sin embargo, al saber que su madre estaba enferma, la mala impresión de aquella certidumbre se le había disipado repentinamente: de modo que, a pesar de la luna de miel, tampoco ella tenía el alma tan llena de amor a su marido como debía tenerla. Dos desgracias adivinaba en lontananza: perder a su madre y no ser querida de su esposo, causándole la primera mayor pena que la segunda. ¿Por qué no le producía verdadero terror la posibilidad de que Fernando no la quisiera? ¿Sería porque tampoco ella le amaba? ¿Se habrían mutuamente engañado jurándose un afecto que no se inspiraban? ¿Qué experimentó al adquirir el convencimiento de que Fernando había pasado unas cuantas horas al lado de una aventurera? ¿Celos? No. Harto comprendió que no fue la dolorosa angustia de quien teme perder lo que adora, sino simplemente el escozor de la ofensa, análogo a la herida del desprecio. Pasó una mala noche, se consideró humillada; mas no paró mientes en que acaso la estuviesen robando una parte del tesoro de caricias que por derecho le pertenecía. Y de estos dos recelos, entre el de no inspirar amor y el de no sentirlo, aun le parecía más horrible el segundo; adivinando que si quien ama es en el matrimonio incapaz de flaqueza, quien está casado sin amor tiene abierto a todo peligro el corazón.

Las llanuras áridas, los peñascos escuetos que se veían desde las ventanillas del tren, eran un paraíso encantador y frondoso comparados con lo que podía ser su vida si llegase a convencerse de que no amaba. Sobrecogida de terror se arrimó a Fernando, y, valiéndose de que estaban solos en el vagón, se apretó contra él y reclinó sobre su pecho la cabeza, buscando calor con que contrarrestar el frío que le invadía el alma.

-No te aflijas -decía él: -tu madre estará mejor y tan cariñosa como siempre.

-Y tú, ¿me quieres? -repuso ella, mirándole con inefable ternura. Fue una mirada que sólo podía ser pagada con besos.

Fernando contestó fríamente:

-Pues claro que te quiero... Mira, no te me eches encima: recuéstate en el rincón: a ver si podemos dormirnos hasta Valladolid.




ArribaAbajo- XI -

Desde la noche en que Fulánez habló atrevidamente a Plácida, hizo Susana proyecto de tener con él una explicación, pensando que lo exigían sus fueros de amante y su dignidad de madre. Se contuvo mientras los recién casados estuvieron en Madrid, sospechando que la entrevista sería agria; mas apenas emprendieron el viaje determinó buscarle para echarle en cara su falsía y su infame deseo de solicitar a Plácida. Comprendiendo que era inútil llamarle ni pedirle citas, determinó cogerle por sorpresa. Sabía que estaba empleado en Gobernación y que vivía al fin de la calle Mayor: lo natural era, por tanto, que para ir a la oficina saliese de su casa entre once y doce de la mañana, y del Ministerio poco después de las cinco. Hubiera preferido verle bajo techado, a solas, donde algunas lágrimas vertidas a tiempo ayudasen a sus palabras; pero esto era imposible. En cambio, la calle tenía otras ventajas: podría decirle libremente cuanto quisiera, y él se vería obligado a callar. En lo más íntimo de su corazón bullía el deseo de la reconciliación; pero lo que principalmente quería era desahogarse, decir ella la última palabra, no quedar abandonada, despreciada, como una corista o una modistilla.

Una mañana llegó a la Puerta del Sol a las once, y desde junto a la fachada de Gobernación emprendió la caminata por la calle Mayor, tomando la acera de la izquierda por donde era racional que viniese: fue despacio hasta la entrada del viaducto de la calle de Segovia, tornó a la Puerta del Sol, por la acera opuesta, mirando continuamente hacia atrás, y no logró verle. A las cinco de la tarde volvió e hizo lo mismo en sentido contrario, echando a andar desde el viaducto, y también fue inútil su cansancio. Al día siguiente no fue, temerosa de que se hubiesen fijado en ella las gentes de las tiendas. Por fin, al otro día, le vio salir de su casa, le siguió de cerca, y cuando llegaba a uno de los soportales que dan paso a la Plaza Mayor, colocándose a su espalda, muy cerca, le llamó por su nombre: él, sin sospechar la que le esperaba, se volvió y topó con ella. No tuvo escape. La entrevista fue corta y humillante para la imprudente señora.

Hablaron fingiendo sonreír, como conocidos que por casualidad se encuentran, medrosos ambos de que los transeúntes oyeran lo que se decían:

-¿Creías tú que iban a quedar así las cosas? -preguntaba Susana.

-Supongo que no armarás escándalo.

-Haré lo que me dé la gana.

-Baja más la voz.

¿Qué te he hecho para que te portes tan suciamente?

-¿Eso es todo lo que tienes que decirme?

-¿Te parece poco? ¿Querías dejarme? Haberlo hecho... Me has perdido; por ti he sido mala... No lo mereces... Bien empleado me está. Lo canallesco, lo que no te perdono es lo que has hecho con mi hija.

-La chica ha visto visiones. Vanidad de tonta mimada.

-Lo que querías era su dinero.

-Habla de otro modo, o vete: estamos llamando la atención.

Aunque colérica, Susana acentuó la falsa sonrisa y siguió diciendo cuanto se le ocurría, todo lo que había pensado desde la boda de su hija.

-Hemos concluido, ¿lo sabes? No hay arreglo posible.- Y calló esperando con ansia la respuesta, anhelando que él procurase reanudar el lazo roto. Fulánez respondió:

-¿Se acabó? Pues ¡mejor! ¡Puede que creyeses que me tenías contratado!

Quiso echar a andar: Susana le detuvo y le dijo, tirándole de la levita:

-No me busques jamás. ¿Entiendes? ¡Sucio!

Él la miró burlonamente, y repuso:

-Pues se acabó el lío. Adiós, anciana: ¡que te alivies!

En seguida apretó el paso dejándola espantada de tamaña grosería; ella, fuera de sí, quiso gritar y no pudo: tenía la garganta seca por el sofoco y la ira. Permaneció un momento como clavada en el suelo, sin saber qué hacer ni dónde ir. Aquel diálogo de tres minutos, en que vio claramente toda la villanía de que su ex amante era capaz, trastornó todas sus ideas. ¿Era posible que por tal hombre hubiera caído tan bajo, que por granuja semejante se olvidara del propio decoro? «Canalla, canalla», murmuraba entre dientes. Al moverse le flaquearon las piernas y sintió tremenda pesadez de cabeza. La luz que reverberaba en los cristales de las tiendas le hacía gran daño en los ojos; luego sufrió en las sienes y la nuca una sensación dolorosa de peso repentino, cual si la sangre se le agolpase al cerebro en fuertes oleadas, y tuvo que esforzarse para no dar con su cuerpo en tierra. A corta distancia del lugar de la escena comprendió que se ponía mala, muy mala, y llamando en su auxilio a la voluntad, aceleró la marcha, dirigiéndose a una casa de la Plaza Mayor, donde tenía una amiga, no de gran confianza, pero sí la bastante para poder pasar allí unos momentos.

Subió la escalera, temblorosa, jadeante, y al tirar del cordón de la campanilla sufrió un principio de desvanecimiento. La criada que abrió la puerta, no hizo más que verla, pálida, agarrándose vacilante al pasamanos de la barandilla, y llamó con grandes voces a su ama:

-¡Señora!, ¡aquí está la madre de la señorita Plácida, y parece que viene mala!

Susana atravesó el recibimiento, llegó al gabinete, y antes de aproximarse a una butaca cayó redonda sobre la alfombra.

-¡Por Dios!, ¿qué es esto?, ¿qué tienes? -decía su amiga.

-No sé...

Balbuceó algunas palabras, que afortunadamente para ella no se entendieron, y perdió el sentido.

La amiga la quería bien; mas sobrecogida con lo inopinado del caso, y entrándole gran miedo de verla morir allí, mandó a la chica por un coche para que la llevaran a su casa. Hízose así: entre la doncella y la portera, que eran fornidas, la metieron en el carruaje; una de ellas subió al pescante, y en otro simón siguió la prudentísima señora.

Cuando llegaron a casa de Susana fue preciso subirla en brazos: no estaba en absoluto privada de sentido, mas tampoco era dueña de su voluntad. Le ardía la frente, tenía el pulso aceleradísimo, las mejillas flácidas y la boca torcida, como si hiciese muecas. Su doncella la acostó, y mandó en busca del médico que habitualmente la asistía; mas el criado volvió a la media hora, diciendo que el doctor estaba veraneando. Entonces se le ocurrió a la muchacha enviar otro recado a don Manolito, por ser el amigo íntimo de la familia, y don Manolito, al saber que no habían dado con el médico, ordenó al criado que fuese corriendo a casa del doctor Mora. Una hora después estaba Perico a la cabecera de Susana.

Verla y hacer un gesto de mal agüero, todo fue uno. Dispuso que trajeran hielo; le envolvió la cabeza en paños empapados de agua muy fría, y recetó cuánto juzgó conveniente. La enferma pasó la noche delirando e intentó varias veces tirarse de la cama, siendo preciso que la doncella y Perico no se apartaran de ella. Don Manolito, que acudió en cuanto pudo, disculpado por su edad y aconsejado de Perico, se retiró a media noche. Cuando salió le dijo el médico:

-De paso que se va usted ponga usted a la hija un parte inmediatamente, porque esto puede ser gravísimo, y nuestra responsabilidad muy grande.

La doncella se tumbó a dormir en una butaca, Susana siguió delirando muchos ratos y Perico la observó con el mayor cuidado. De cuando en cuando decía cosas incoherentes: otras veces pronunciaba claramente frases enteras; el médico comprendió que había tenido un gran disgusto, y hasta sorprendió que debió de ser por causa de un hombre.

*  *  *

A las treinta y seis horas entraban en la casa Plácida y Fernando.

-¿Qué ha sido?, ¿qué tiene? -preguntó ella, tirando sobre los muebles el saquillo de mano y el sombrero de viaje, encarándose con Perico y sin pararse a inquirir quién le había llamado.

-Perdóname el susto -repuso él,- pero mi deber era avisaros.

-Has hecho bien. ¿Qué tiene?

-Un vulgarísimo ataque cerebral, pero muy fuerte. Cuando la vi me alarmé mucho. Afortunadamente, creo que hemos conjurado el peligro.

Plácida, dejándole con la palabra en la boca, entró en la alcoba. Fernando saludó cortésmente a Perico, preguntándole:

-¿Cree usted que se repetirá?

-Se me figura que, por ahora, no; pero si sucediera sería cosa perdida.

De allí a un rato les explicó su presencia en la casa, llegó don Manolito, declarando ser él quien le mandó a buscar, y Plácida dijo:

-Mira, Perico, te ruego que sigas viniendo.

-Ya sabes que conmigo no hay que guardar cumplidos. Vendré mientras vuestro médico, esté fuera: luego... lo que tú dispongas.

Plácida permaneció todo el día junto a su madre. Fernando almorzó en el principal y se subió a descansar. Perico fue aquella noche y dos veces al otro día.

Cuando al siguiente, ya anochecido, entró en el dormitorio de la enferma la habitación estaba casi a oscuras: faltaba la luz del día y aún no la habían encendido artificial. Frente al hueco del balcón, en cuyos vidrios reverberaban los postreros rayos del sol poniente, estaba Plácida reclinada y adormilada en una butaca. Aunque la situación no era propicia a que nadie se fijase en mujeres, y menos un médico acostumbrado a tales trances, Perico contempló un instante a su antigua compañera de infancia. No parecía la misma de otros tiempos: el matrimonio había convertido a la joven en mujer enteramente formada. El reposo del sueño daba al rostro serenidad de imagen sagrada: los brazos, que tenía caídos y se veían desnudos hasta el codo por la anchura de las mangas, eran hermosísimos; dos botones, traidoramente sueltos, dejaban ver la blancura del cuello, cuyas líneas se ensanchaban y alzaban hacia abajo acusando un pecho precioso; el cabello, algo desordenado, formaba un nimbo irregular y obscuro, sobre el cual destacaba la cabeza, y por entre los labios, como dos pinceladas de grana, se veían los dientes menudos, blancos e iguales. La bata blanquecina que tenía puesta absorbía para el bulto de su figura los últimos resplandores del día; todo lo demás del cuarto era oscuridad; en ella sola había luz.

Perico la contempló un instante suspenso, admirado, sin pensar en nada; en seguida, haciendo preguntas a la doncella, que entró tras él, se dirigió hacia la alcoba de la enferma; mientras Plácida, despertada por el ruido, se levantó arreglándose el pelo y avergonzada de que la hubiese visto dormida. Susana seguía con fiebre más alta que la que se esperaba, pero sin delirio.

-Es el recargo de la tarde -dijo Perico. -Por lo que pueda ocurrir, volveré antes de retirarme.

Plácida, animada del natural deseo de ver allí al médico, valida de la confianza que con él tenía y segura, sobre todo, de que Fernando tardaría poco en venir a comer, le dijo:

-¿Quieres quedarte a comer con nosotros? ¿Puedes?

Vaciló un momento, sacó maquinalmente el reloj, que guardó sin mirarlo, y repuso:

-Por poder... sí: ¿puedes tú mandar un recado a mi casa para que si me avisan de alguna parte sepan dónde estoy?

-Sí; corriendo.

El criado fue a casa de Perico con el recado, y Plácida dispuso que se añadiese un cubierto en la mesa. Mientras esperaban a Fernando hablaron, como es natural, de la enfermedad de Susana, tratando él de tranquilizarla, mas sin comprometerse todavía a dar por inmediata y segura la curación. Pasó media hora, una, se hizo enteramente de noche, y Plácida comenzó a impacientarse viendo que su marido no llegaba. Al dar las nueve no pudo disimular la contrariedad por la tardanza, y dijo:

-¡Como no sabe que estás tú aquí! Cree que sólo le espera su mujer.

Él, sin malicia, por mera galantería, repuso:

-Pues si yo fuese tu marido y supiera que estabas sola, aun me daría más prisa.

-No; no es que me queje... Vendrá en seguida.

No cesaba de mirar al reloj, sintiéndose mortificada del retraso de Fernando, pero mucho más de que Perico notara el desvío que esto indicaba. ¿Sería posible que no fuese a comer? De repente, oyendo sonar a lo lejos el timbre de la puerta, exclamó:

-¡Ahí está!

Un instante después apareció la doncella, diciendo:

-Ha venido un camarero del Casino, y dice que el señorito no viene a comer, y que se le envíe el gabán de entretiempo.

Plácida recibió gran enojo con que una persona extraña se enterase de que, a los tres meses de casada, su marido la dejaba comer sola, cuando precisamente había de estar entristecida por la enfermedad de Susana; procuró, sin embargo, disimular el disgusto, y dijo:

-Bueno: él lo sentirá luego. Entregue usted el gabán al mozo, y que sirvan la sopa.

Lo primero que a Perico se le ocurrió fue marcharse; pero en seguida le pareció una ridiculez. ¿Qué tenía de particular que comiese con Plácida? ¿Cómo justificar la renuncia después de haber aceptado? ¿Porque estaba sola? ¿Acaso no argüía esto sobra de malicia? ¿De qué modo dar a entender que el mero hecho de quedarse era originado a torpes interpretaciones? Sólo el suponerlo implicaba exceso de amor propio y ofensa encubierta para ella. No podía decir: «Me voy porque no está bien que comamos solos.» Además, no era un desconocido, sino un amigo de la infancia, y sobre todo, el médico.

Quitose de la mesa el cubierto de Fernando, sentáronse ellos y comieron hablando casi exclusivamente del estado de Susana. Parecía que ambos ponían empeño en no variar de conversación. De cuando en cuando decía ella, aludiendo a la ausencia de su marido: «¡Cuánto lo va a sentir!» Y otras veces añadía: «Me has hecho un favor, porque hubiera comido sola.»

-Sí -respondía él- no hay cosa más aburrida que comer solo, como a mí me pasa.

-Pues si no quieres estar solo, cásate.

Esta sencilla frase le produjo indefinible impresión. Ella siguió hablando de su madre, del viaje a los Pirineos franceses, de la angustia causada por el telegrama. Perico no se fijaba en nada de lo que oía. Su imaginación, girando en torno de una idea evocada por aquella frase y favorecida por su situación en aquel instante, comenzó a fantasear cual si soñara despierto.

*  *  *

Un comedor pequeño ricamente amueblado; buena y bien servida mesa; anchos balcones que en verano dejasen paso al fresco, y en invierno gran lumbrada en la chimenea contra el frío; cómodo sillón para el descanso, y en todo tiempo, día y noche, mañana y tarde, mujer amante, compañera cariñosa, solícita de contentarle, pronta a borrar con sus sonrisas y sus besos el rastro que en el pensamiento le dejaran el espectáculo de las enfermedades y las tristezas de la muerte... Y en aquel ensueño semivoluntario, dominado un instante por el vuelo de la fantasía, que nadie puede evitar ni reprimir, se le antojó que aquella casa era su casa y aquella mujer su mujer, y miró a Plácida, y la vio hermosa con la incomparable hermosura del bien perdido, sin que en aquel momento fueran sus atractivos materiales los que ambicionase poseer: nada le dijeron el profundo mirar de sus ojos, ni la suave blancura de su tez, ni las líneas de su pecho, ni la deliciosa morbidez que mostraba el nacimiento de sus brazos torneados por Dios para sujetar al amor; lo que suspendió su ánimo fue aquella visión interior y rapidísima de una vida distinta y mejor que la suya, existencia de la cual era símbolo y cifra, no el cuerpo, sino el alma de la mujer.

*  *  *

¿Estás pensando en las musarañas, o es que te horripila eso de casarte?

Perico, arrepintiéndose de la galantería, antes de concluir la frase, repuso:

-Cuando encuentre una como...

Plácida adivinó el final no pronunciado; él se reprendió la ligereza; callaron ambos, y en sus cerebros surgieron ideas correlativas. «¿Por qué no habrá venido aquél?», pensó Plácida. «¿Por qué me habré quedado aquí?», pensó Perico. De allí en adelante estuvieron cohibidos, acabaron pronto y pasaron al gabinete contiguo al dormitorio de Susana. Perico la encontró mejor, tranquilizó a la hija, dispuso lo que había de hacerse durante la noche y se despidió hasta el día siguiente. Plácida se alegró de verle marchar, y él de irse. Fernando volvió muy tarde y la encontró dormitando en una silla, apoyada la cabeza sobre la cama de su madre,

-¿Quién se queda hoy aquí? ¿Tú o la doncella?

-Yo.

-Pues me voy a dormir.

-Oye, ¿sabes que no he comido sola?

Le refirió el convite hecho a Perico, por deseo de tenerlo allí más tiempo, confiada en que él no hubiera faltado, y acabó diciendo:

-¡Si hubiera sospechado que no ibas a venir...! -Ya ves, hemos comido solos.

-Bueno, mujer; ¿y qué tiene eso de particular? Abur, paloma; si quieres algo, mándame a llamar.

Plácida, reconviniéndose por haber partido de ligero, esperaba que su marido mostrara enojo por lo del convite; pensándolo bien, juzgaba que había cometido una imprudencia. Un hombre tan joven... amigo antiguo... Precisamente en atención a la intimidad pasada, se hubiese enfadado cualquier otro marido. Fernando se quedó tan fresco. Por lo visto no le importaba que su mujer hablara con quien quisiera. ¡Con qué indiferencia escuchó que otro hombre había comido allí! Ni siquiera en broma y por halagarla se fingió un poco celoso. Ni una leve amonestación, ni una censura cariñosa; nada que revelase interés. Pero ¿de qué se sorprendía, si a los dos meses de casada la dejó toda una noche en un cuarto de fonda para correr tras una perdida? Por cima de todo esto, con esa rectitud que resplandece en la conciencia cuando fríamente se la interroga, Plácida se dijo que tampoco ella sintió entonces los celos que ahora echaba de menos en su marido. En realidad, la indiferencia de que a la sazón se dolía era recíproca. Seguramente él cenó con las aventureras en mayor intimidad que ella acababa de comer con Pedro, y semejante suposición la dejaba fría. Por lo visto, su amor no era sino atracción mutua en determinados momentos, tras los cuales sus corazones quedaban absolutamente independientes. ¿Y habían de vivir siempre así? ¿Y era posible que tales ideas la asaltasen estando tan reciente su matrimonio? ¿Sería verdad, como alguna vez entrevió asustada, que en su alma se habían confundido el hombre y el amor? No... no podía ser: Fernando era poco impresionable y ella demasiado cavilosa.

Perico siguió asistiendo a Susana, que mejoraba lentamente. Por espacio de algunos días la visitó mañana y tarde; cuando se inició la convalecencia fue un momento cada noche, entre nueve y diez. Iba con ánimo de hacer visita de médico, y luego, sin saber cómo ni por qué, hablando con Plácida, se entretenía y pasaba allí dos o tres horas. La madre, aunque se hubiese levantado un rato durante el día, estaba ya acostada, y lo primero que Perico veía al entrar en el gabinete era la gentil figura de Plácida, haciendo labor o leyendo junto a una mesita. A Fernando nunca le encontraba: generalmente había salido ya o mandado a decir que no le esperasen a comer. Esto último, como si procurase ocultarlo, nunca lo declaraba Plácida; lo decía Susana, o Perico lo deducía de cualquier incidente del diálogo. Pasaban en silencio y sin mirarse ratos muy largos: diríase, viéndolos, que se alegraban de estar cerca uno de otro, pero que tenían miedo de hablar. Perico se situaba de modo que su rostro quedase en la penumbra producida por la pantalla, y valido de este ardid se deleitaba en mirar a Plácida. No era hermosa, pero tenía un aspecto de gracia y de bondad incomparables; y al hacer ciertos movimientos, al adoptar ciertas posturas, parecía realmente bella... De pronto sonaba el timbre del reloj de la chimenea dando las once o las doce, o Plácida dejaba caer soñolienta los hermosos y cansados párpados, y entonces Perico se ponía en pie, decía que tenía gran prisa, y se iba, costándole cada noche más trabajo marcharse.

Una de aquellas noches declaró que no volvería en tres o cuatro días, sin que ella manifestase deseo en contrario; pero a la siguiente salió de su casa con ánimo de dar una vuelta o de ir al café, y anduvo errante por las calles hasta que, infringiendo su propósito, acabó por llegar a casa de Susana y subir. El criado le dejó pasar sin reparo; Plácida no le esperaba, y cuando le vio aparecer en la puerta del gabinete, experimentó sorpresa mezclada de disgusto. ¿Por qué vendría habiendo dicho la víspera que tardaría dos o tres días en volver? Perico advirtió que tenía los ojos algo enrojecidos de haber llorado, y temiendo que Susana estuviese peor, preguntó:

-¿Qué tienes? ¿Hay novedad?

-Estoy como ayer, mejor -dijo la enferma desde el lecho: -ésa es quien está disgustada. Tonterías de recién casada. Que su marido viene tarde a comer o trasnocha.

Plácida varió el rumbo de la conversación y se quejó de que dormía mal; Perico creyó observar que esquivaba dirigirle la palabra, y para comprobar la sospecha se dirigió a ella dos o tres veces; las respuestas no fueron desabridas ni secas, pero sí muy lacónicas.

A la noche inmediata no fue. Plácida estuvo sentada frente a la puerta, en el sitio de costumbre, y cuantas veces la vio abrirse, supuso que sería él. Deseaba que no fuera, y, sin embargo, al menor ruido prestaba atención, lo mismo que si le aguardase.

En aquella semana no hizo más que una visita muy corta, durante la cual Plácida repitió en distintas ocasiones que su madre estaba mucho mejor; él contó que había llegado a Madrid el médico que antes las asistía, y que habiéndosele encontrado en una consulta, le refirió cómo y por qué fue llamado a curar a Susana, poniéndole al corriente de lo que padecía; añadió que aquel señor había prometido ir a verlas, y por último dijo:

-De modo que mañana hablaréis con él. Yo... si no mandáis otra cosa... como médico ya no hago falta.

Al marcharse, observando que Susana se había quedado adormecida, hizo una seña a Plácida llamándola hacia el opuesto extremo del gabinete: acudió ella y entonces le habló, refiriéndose al otro doctor.

-Le he dado cuenta de todo. De este ataque hemos salido bien; pero hay que evitar que se repita. Lo mejor será que, en cuanto recobre fuerzas, os la llevéis al campo una temporada.

Dicho esto, que ella escuchó con profundo disgusto, le acompañó hasta la sala, iluminada débilmente por la lámpara del gabinete, de suerte que no era posible que se viesen bien las caras. Ninguno pudo observar la desagradable impresión que el otro experimentaba; en cambio, al darse la mano, ambos notaron la turbación de que estaban poseídos: Perico estrechó entre las suyas la derecha de Plácida, mientras ella, expresándole gratitud antes con la entonación que con la frase, decía:

-Adiós... y ¡gracias por todo!

-Adiós, Plácida -repuso él con la voz alterada, y salió.

Después de verle desaparecer y oír el ruido que produjo al cerrar la puerta de la escalera, permaneció un instante inmóvil en el centro de la sala, sintiendo todavía en las manos la presión de las de Pedro, y en el alma confusión y vergüenza, no por el recuerdo de aquellas palabras dichas con mal velada tristeza, sino asombrada de su propia e indisculpable turbación.

Tenía convenido con Fernando que al retirarse de noche entrase a recogerla, ya que el estado de Susana hacía innecesario que la velasen. ¡Con qué ansia le esperó! Al verle entrar se dirigió a él dulce y cariñosa:

-¿Por qué vienes tan tarde? Mamá está durmiendo hace rato; anda, vámonos a nuestra casita.

Echole al cuello los brazos mirándole fijamente a los ojos y aguardó ver brillar en ellos una llamarada de amor: él la besó en las mejillas, sin entusiasmo, y ella, a pesar de haber con sinceridad solicitado la caricia, la recibió sin júbilo.

El médico viejo aprobó cuanto hizo Perico, asintió a su opinión de que Susana fuese a pasar una temporada al campo, y por fortuna para Fernando, dijo también que no era prudente llevarla a las fincas que éste poseía en Andalucía, lo cual hubiera exigido viaje largo, sino a la casa que ella heredó de don Carlos enclavada en tierras de Orejuela del Rey, a pocas leguas de Madrid. La traslación era un paseo: dos horas de tren y media de coche. Añadió que, como él estaba muy achacoso para viajar, si la convaleciente padecía alguna alteración, llamasen a Perico, lo cual Plácida oyó con disgusto. Parecía que las circunstancias favorecían cuanto pudiese contribuir a establecer aproximación entre ella y el antiguo protegido de su padre. Luego de despedirse el médico, quedó todo resuelto. Dejarían transcurrir otra semana, para que se afirmase la convalecencia; partirían madre e hija, las doncellas de ambas y un criado: Plácida permanecería en el campo hasta dejar acomodada a Susana, y regresaría con su doncella. Luego, como el viaje era corto, iría al pueblo siempre que quisiera. Por su gusto se habría quedado en Orejuela; pero ni Fernando consentiría en acompañarla ni a ella le parecía prudente dejarle solo en Madrid, acostumbrándose a la libertad que la separación originase. Una circunstancia había en todo esto que aceptó con regocijo: ausente Susana, iba a vivir sola con su marido, el cual se vería privado de dejarla en casa de su madre; ya no habría aquello de «bájate con mamá» o «yo te vendré a buscar». Supuso que de aquel dúo forzoso nacería una aproximación provechosa para su felicidad, cual si presumiéndola amenazada buscase instintivamente modo de asegurarla.