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ArribaAbajo- XII -

Acompañó a su madre a Orejuela, arregló las habitaciones que había de ocupar, y pasados dos días regresó a Madrid con su doncella, encargando a la de Susana lo que debía hacer en caso de que la señora se pusiese enferma. Si tal cosa sucediese había de avisar con dos telegramas, uno a Plácida y otro al doctor Mora; y enviar el coche a la estación, que distaba una legua.

Está situada Orejuela en una cañada que forman dos altos cerros, por entre cuyas faldas pasa el Jaramilla formando curvas y remansos que fertilizan sus riberas. La casa, antiguo convento comprado por don Carlos en una venta de bienes nacionales, se alza sobre un montículo apartado del pueblo, en lo más sano de la campiña, y, como todo edificio de origen frailuno, es anchurosa, y cómoda. Tiene espaciosas habitaciones, cuadras, cuartos para gañanes, gran cocina, bodega, candiotera, lagares, huerto plantado de frutales y un trozo de jardín muy descuidado. Las tierras del contorno son de pan llevar y algo de viñedo; pero desde la muerte de don Carlos rentan poco. Los arrendatarios pagan tarde y mal, pretextando, ya que faltó el agua del cielo, ya que la riada anegó los sembrados o que el granizo apedreó los racimos cuando empezaban a granar. Cercan la casa frondosas arboledas pobladas de innumerables pájaros, y a la orilla del río se dilatan algunos prados que según van estando lejos del agua se convierten en terrenos áridos cruzados por la carretera que lleva a la estación del ferrocarril. Para gente hecha a visitar pueblecillos de baños, donde todo se dispone con deseo de atraer gente cortesana, aquellos lugares cercanos a Orejuela son demasiado rústicos: a quien sólo busque la apacible y tranquila quietud del campo, le parecerán deliciosos. De noche se escucha el manso rumor del Jaramilla que choca con las piedrezuelas de sus orillas, y de día se oyen juntamente los cantares de los palurdos, el cencerreo de las bestias que van por la polvorienta carretera y el silbar de las locomotoras que pasan entre cerros cortados por taludes, dejando nubes de humo prendidas al suelo y rastreando entre las matas hasta que el viento las disipa. Merced a los árboles que rodean el caserón, hay en su derredor grandes manchas de sombra, y el huerto ofrece distracción a quien quiere cuidarse de las colmenas arrimadas a la tapia, de los frutales, de las aves que pululan en la inmediata corraliza, o de las flores que independientes y bravías invaden los paseos retoñando fuera de los recuadros.

Con todo esto se distrajo Susana, y con la variación de aires y modo de vida comenzó a reponerse rápidamente. La mejoría física influyó en su ánimo, y sus ideas cambiaron mucho. Juzgó abominable pesadilla el amor que creyó haber sentido; el adulterio apareció a sus ojos despojado de la ficticia poesía con que procuró adornarlo, y arrepintiéndose del engaño hecho al pobre muerto, se horrorizó ante la posibilidad de que su amante hubiera llegado a ser marido de su hija. En Fulánez no pensó sino como en hombre bajo y miserable, al cual era fortuna no mirarse sujeta. Cuando recordaba la escena que tuvo con él en la calle, sentía asco, como si aún le resonasen en los oídos sus groseras frases. Un solo germen de inquietud le quedaba en el alma: comprendía que el deseo de verse libre para amar a Fulánez y luego el terror de que éste enamorase a Plácida, contribuyeron a que, imprevisora y ligera, precipitase la boda de su hija; y comenzó a descorazonarse imaginando que acaso Fernando no fuese capaz de hacerla feliz. Si así sucediese, los resultados serían tristísimos y ella sola culpable.

No eran infundados sus temores. Ni Fernando quería a su mujer, ni ponía, empeño en aparentarlo. Se levantaba tan tarde, que con frecuencia tenía ella que almorzar sola; esquivaba acompañarla si salía, y, o no volvía a comer, o regresaba entrada la noche, marchándose precipitadamente apenas terminada la comida; se retiraba casi al amanecer, y su mal humor era constante. En un principio imaginó Plácida que con esperarle levantada para que la viese triste y soñolienta conseguiría que comprendiera su feo proceder; tuvo cuidado en no provocar riñas; pero él consideró estas señales de paciencia como censuras embozadas.

Una noche la sorprendió llorando y tuvieron una escena muy desagradable. Sufrió callada sus primeras palabras, y él, enojado de aquella mansedumbre, llegó a calificar de farsa su humildad, añadiendo que por haberse casado no había de renunciar a los amigos.

-No me enfado porque los veas -repuso ella: -ve donde quieras; supongo, que no irás donde me engañes; lo que me mortifica es que lejos de mí pases el tiempo a gusto.

-Es que si te enfadaras sería lo mismo.

-La respuesta es poco delicada. ¿Qué te digo para que contestes así?

-Contesto como me da la gana.

Eres injusto. Deseo verte a mi lado y te lo digo, o te espero, y nada más. ¿Merezco que me hables así? No parecemos casados desde hace tan poco.

-Eso, eso te escuece -dijo él crudamente. -No habiendo besuqueo y otras cosas, os parece que no hay matrimonio.

Plácida sintió que se ponía roja de vergüenza; pero le replicó sin aspereza:

-No es eso...; y aunque lo fuese, ¿qué? ¿No me has enseñado tú lo que es amor? Bien te gusta cogerme en brazos.- Se levantó de la butaca en que estaba sentada, y dirigiéndose hacia él con cara risueña, añadió: -No me convencerás de que te gusta el Casino más que yo... Dime lo que quieras, que cuando uno no quiere, dos no riñen.

Su afabilidad hacía imposible el enojo. Además, estaba muy bonita; había comenzado a destrenzarse el pelo y los rizos le caían sobre los hombros como esperando dedos que jugueteasen entre sus oscuras ondas.

En aquella ocasión venció y no hubo verdadera disputa, pero se sintió mortificada. Pensó que acaso otra vez no supiera dominarse, y además, aunque conocía el recurso de la evocación al amor, le repugnaba emplearlo de aquel modo. El amor era para ella flor que espontáneamente se abre a su hora, no remedio de discordias.

Una mañana le entregó el criado varios papeles caídos de un bolsillo de Fernando al limpiarle la ropa, entre los cuales había una tarjeta llena de números y rayas de colores; se quedó mirándola, ignorando para qué serviría, hasta que el criado la sacó de dudas diciendo:

-Es un marcador del Casino... del juego de los señores.

Plácida, sin contestarle, la dejó con los papeles y luego pasó la tarde llorando. Ya sabía por qué trasnochaba.

Las autoridades de Madrid anduvieron por entonces unos días sorprendiendo y cerrando garitos, siendo esta persecución algo más ruda que de ordinario: durante una semana se dejó de jugar hasta en los círculos aristocráticos.

Una tarde, cuando la cruzada era más recia, llegó Fernando a la puerta del que frecuentaba, encontrándose a un amigo que le dijo:

-No subas; hay gobernador nuevo y... justicia de Enero.

Decidieron irse de paseo, y engolfados en la conversación llegaron hasta el barrio de Argüelles, por donde hacía mucho que Fernando no iba. Al pasar cerca de la cuesta de Areneros se quedó mirando hacia un hotelito, y dijo a su acompañante:

-¿No era aquí donde vivía Luisa, la Rubia, la que estuvo con el Marquesito?

-Y antes contigo; ahí sigue: ahora vive con la Revoltosa.

-¡Vaya un par de mujeres!

Anduvieron algunos metros más, cuando al dar la vuelta, pasaron otra vez ante el hotel. La calle estaba casi desierta y la tarde hermosísima. La atmósfera era tan pura, que hacia la parte de la sierra se veían las cumbres del Guadarrama azuladas por la distancia y coronadas de nieve; por detrás de la Casa de Campo el horizonte aparecía abrasado en los resplandores del sol poniente.

De pronto ambos amigos vieron que en una victoria salían del hotel Luisa la Rubia y su compañera la Revoltosa, saludándoles afablemente y mostrando deseo de que se les acercasen. Acabó el coche de trasponer la verja, paró y se aproximaron ellos. El amigo habló por un lado con la Revoltosa, y Fernando por el otro entabló diálogo con la Rubia, cuyo sobrenombre estaba perfectamente justificado.

Era naturalmente blanca, sin ayuda de polvos ni otros afeites; tenía los ojos grandes, muy azules, y el cabello rubio precioso. Fernando y Luisa hablaron así:

-Hola, chiquilla.

-¿Conque te has casado? ¡Bolonio!

-Eso no quita para que me gustes.

-Oye... ¿y con quién?

-Pues con una señorita.

-Habrás tenido que hacerle el amor por lo fino. ¿Es guapa?

-Más eres tú. ¡Vaya un juego de boca que tienes!

-Será rica, porque tú sin guita no te embarcas.

-Regular.

-¡Conque casado...! Bien decía yo: cuando a ese no se le ve, es que le ha ocurrido alguna desgracia.

-La desgracia fue que me dejases por ese vejestorio que te echaste. ¡Anda, que parece la alegoría del Senado!

-Como que es senador.

-¡Qué ganga! Así tendrás libres las tardes.

-Y si hay sesión doble, las noches. Mira, ahora que están discutiendo los porsupuestos, apenas le veo.

-¿A que no me dejas que venga una noche a que discutamos nosotros?

-No querrás tú. Sería milagro, porque para nosotras, amigo casado amigo perdido; al menos durante un año.

-¿Apostamos a que vengo? ¡Cuidadito que estás guapa! Mira que ser senador y tenerte con este coche tan tronado... Si fuera yo, te ponía maceros.

-Guasón... Anda, ¿a que no vienes a verme? ¡Quiá!; faltas de tu casa y te arranca la suegra los bigotes.

-¿A que vengo? ¿A qué hora?

-A las once, Si está la verja cerrada es que la sesión es conmigo, y te largas: otro día, ¿eh? Si la ves abierta, sube. Yo lo arreglaré con la muchacha.

-¿Y si viene el achacoso?

-¡Anda! Desde que suene la campanilla de la verja hasta que suba, tiés tiempo de esconderte.

-¡Bonito papel!

-Otras veces lo has hecho: acuérdate de cuando yo me hablaba con el cónsul del extranjero. La fruta hay que cogerla sin que lo vea el guarda.

-Mira que subo...

-Sí, hombre, sí; consiento por gusto de ver si hay un recién casado capaz de hacer novillos.

-Pues a las once.

-A ver si resultas faltón.

Hasta las tres de la madrugada estuvo Plácida esperándole aquella noche: luego, temerosa de que se enojara, si la hallaba levantada, se acostó; pero siguió atento el oído, esperanzada en que de un momento a otro le oiría llamar al sereno. Casi al alborear se durmió, vencida del sueño, despertando al cabo de dos horas quejosa de no haber resistido más tiempo en vela. En medio de la oscuridad extendió un brazo, segura de tropezar con el cuerpo de Fernando, suponiendo que habría llegado a poco de dormirse ella. Su mano no palpó sino la blandura de las ropas. Estaba sola en la cama. Comprenderlo, tirarse abajo del lecho y encender luz, todo fue uno. En las almohadas no había marcada más presión que la de su cabeza. Llamó a la doncella, y, al verla peinada, exclamó:

-¿Pero qué hora es? ¿Y el señorito?

-¿No está aquí? No habrá venido...

-El traje más sencillo, el gris, pronto, y arréglate para salir conmigo, y el criado también.

En cinco minutos se lavó a chapuz la cara, se recogió el pelo de cualquier modo, y se vistió... ¡Por fuerza le había sucedido algo malo! ¡El pícaro, juego! Pudo estar en el círculo hasta las cuatro o las cinco, pero ¿y luego? Una disputa, un lance... ¿quién lo podía adivinar? Se le ocurrió ir al Gobierno civil, a las casas de socorro. ¿Habría cenado con amigos? No; no hay cena que dure hasta las siete de la mañana. En mayor grado sufrió el mismo tormento de la noche que pasó esperándole en el pueblecillo francés, y recordándolo se dijo: «¿Habrá estado con mujeres?»

Decidió no salir: ¿para qué?, ¿dónde iría?: ¿al círculo, para que acaso le dijesen que el señorito no había parecido por allí? ¡Qué Gobierno civil, ni qué disputa, ni qué lance! ¡Mujeres indudablemente! ¡Oh!, pero esta vez no se rebajaría ella a darle quejas. Harto sabía qué linaje de hembras le gustaban. ¿Celos? ¿Envidia? No: sino aflicción, dolor, tristeza mezclada de vergüenza por haberse equivocado. ¿Cómo pudo temblar de amor entre los brazos de aquel hombre? ¿Qué venda tuvo en los ojos puesta?

Estaba quitándose el velo cuando la doncella, que se había asomado al balcón, entró diciendo:

-Ahí viene.

Plácida se dejó caer sobre el sofá restregándose los ojos para ocultar el llanto, y resuelta a callar.

-¿Pero qué horas son éstas de salir ni dónde ibas? -dijo él, tirando el gabán.

No respondió.

-¡He dicho que dónde ibas!

-No lo sé...; a la calle. Creí que te pasaba algo: al círculo a preguntar.

¿A preguntar qué? A ponerme en ridículo. Que no se te vuelva a ocurrir semejante estupidez. ¿Entiendes?

Plácida no lograba reprimir los sollozos. Fernando añadió de muy mal modo:

-Y menos gimoteo. Para hacer de víctima te esperas al dos de Mayo. Que me arreglen la cama.

Ella, sin chistar, se fue al otro gabinete, y él se acostó.

Por aquellos días comenzaba a preocuparle la cuestión de dinero. Lo reunido al casarse debió de bastarle para vivir más tiempo; pero el juego le fue contrario. Pronto se vería obligado a buscar pretexto para empezar a gastar de lo de Plácida. Lo difícil era plantear la cuestión. Pensó que había hecho mal en hablarla con tal acritud y se durmió falsamente arrepentido de su dureza, calculando que no le convenía mostrarse tan violento y despegado.

Aquella semana siguió en suspenso el juego, según la prensa, y Fernando tuvo buen cuidado de decirlo a la hora de comer. Lo que no dijo fue que él y otros iban a jugar a casa de la Revoltosa.

Una noche ganó cerca de cuatro mil duros, y para celebrarlo se quedó otra vez hasta muy entrado el día con Luisa la Rubia. Plácida, sabiendo que en los casinos no se jugaba, se confirmó en la creencia de que no era el naipe su único enemigo. Propúsose, sin embargo, no decirle nada. Él, contento con la ganancia, viendo alejada la eventualidad de que le faltase dinero, estuvo más soez que nunca.

-Hoy no te da por hacer pucheros -le dijo al levantarse a las dos de la tarde.- Anoche me entretuve con unos amigos.

-Buenos amigos estarán -repuso suspirando.

-Sí señora: con amigos... o con quien me haya dado la gana.

-Si no te digo nada...

Tan claramente adivinaba la mentira, que, a pesar de su propósito de calma, el despecho se le venía a la boca en frases amargas.

-Ya te irás jasiendo.

De pronto, sin poderse contener, Plácida se levantó para irse, murmurando nerviosamente:

Amigos... amigos... como en los baños... alguna pindonga.

Él, que estaba desnudándose para acostarse, se volvió furioso contra ella.

-¿Qué has dicho?

Irritada por lo duro de su acento, repuso:

-Con alguna bribona sí que habrás estado.

-Pues fastidiarse: si te empeñas será verdad.

-Eso faltaba. Confiésalo y trátame como a una cualquiera.

-Te trato como mereces, por cargante: si me voy con otras consistirá en que no tengas tú salero ni gracia para evitarlo.

-¿Es posible que me trates así? Pero, Dios mío, ¿por qué es esto? -Y arrojándose sobre el borde de la cama rompió a llorar.

-¡Estúpida!, ¿no ves que me deshaces el catre?

Se incorporó sin contestar, y tragándose el llanto, refrenando el enojo, se dirigió a la puerta de la alcoba.

-Eso, eso: ponte romántica para acabar de aburrirme.

-No, si con las cosas que me dices voy a poner buena cara.

-Es que tienes tú el genio muy fúnebre y lo aprovechas todo para hacerte la desdichada. Si tuvieras, como otras, que ganarte el pan corriendo juergas, te morirías de carpanta.

No pudo aguantar más: se revolvió airada, le miró cara a cara, y con expresión de profundo desprecio, le dijo:

-¡Infame! ¿Qué mujer crees que soy?

Él, que se estaba quitando los tirantes, los alzó a modo de látigo, y, aunque no llegó a descargar el golpe, dejó ver claramente su brutal intención.

-¡Cobarde! -le gritó ella saliendo a la sala; dio dos pasos, y presa de una congoja cayó sobre la alfombra, junto al balcón a que estuvieron asomados la noche de la boda.

La doncella y el criado, que desde el pasillo habían visto parte de la escena, la acudieron y levantaron llevándola al otro gabinete. Cuando volvió en sí estaba sentada en una butaca, y la doncella le presentaba una taza de tila, diciendo:

-Señorita, está usted muy pálida, se va usted a poner mala. ¿Quiere usted que vaya el chico a buscar al señorito Perico?

-¡No, por Dios, que no venga! -repuso alarmadísima, sin sujetar su pensamiento. Y en seguida, con más calma, para desvirtuar aquel arranque de involuntaria sinceridad que le brotó del alma, añadió: -No quiero llamarle, porque no sepa mamá lo que ha ocurrido.




ArribaAbajo- XIII -

Fernando, al mes siguiente, tuvo una racha de ganar que le duró una semana, con lo cual se puso de tan buen humor que a Plácida le parecía otro hombre. Una de las manifestaciones de este contento consistió en llevar varias veces algunos amigos a comer. Una tarde llegó con un señor viejo, prototipo del solterón egoísta, que por no estar solo aceptaba cuantos convites se le hacían, pagándolos en conversación amena; otra vez invitó a un secretario de la Embajada francesa, arrogante mozo que al siguiente día envió a Plácida un soberbio ramo de flores. Después fue a visitarla con muestras de estar prendado, dándoselo a entender tan claramente, que sólo a fuerza de tiempo y severa dignidad logró ella hacerle comprender lo inútil de su empeño. Por fin se portó como caballero, le pidió mil perdones y se disculpó indicando que su atrevimiento estaba fundado en cierta conmiseración que le inspiró el verla tan menospreciada mereciendo mejor suerte.

Después del francés, Fernando llevó a comer varias veces a un amigo que tenía una hermana de poca más edad que Plácida, muy guapa, y, según decía, viuda; pero en realidad separada del marido. Era éste suramericano, la conoció estando en Madrid de cónsul, se casaron, fue luego él llamado a su patria, partieron ambos, y en América, por liviandades de ella, acordaron separarse amistosamente. Pepa -que así se llamaba- volvió a España enlutada, diciendo que había enviudado, y al llegar propuso a su hermano que viviesen juntos, a lo cual accedió gozoso sabiendo que traía dinero. Él hacía la misma vida que Fernando: ella era ligera, frívola, habladora y algo más que coqueta. La influencia de ambos hubiera sido desastrosa en casa de Plácida, a no evitarlo ésta con su sentido moral y su elevación de ideas.

Entre Fernando y Luis, el hermano de Pepa, se estableció una especie de convenio tácito, por el cual procuraron que ellas simpatizaran y se viesen con frecuencia para quedar así en libertad completa. El carácter de Fernando no era dado a tan sutiles precauciones; mas la fortuna que por entonces le favorecía, le infundió recelos para el porvenir, calculando que cuando el treinta y cuarenta o el bacarrat le fuesen adversos, habría de recurrir a los bienes de Plácida. Bueno era, por tanto, no violentar las cosas, amansarse algo, estar más afable, y ya que él no la acompañaba nunca, procurar que tuviese alguna amiga con quien pasear e ir al teatro. Si Plácida hubiese conocido los antecedentes de Pepa, habría esquivado cortésmente su trato: los ignoraba, y aceptó su amistad. Mas vinieron los sucesos de modo que no llegaron a inspirarse mutuo ni verdadero afecto. Luis, el hermano, aún le era menos simpático. Tenía un afán de ir a buscar a Fernando a horas en que no había de encontrarle, un modo de mirarla, y un empeño en hacerla intimar con Pepa, que no podían ser más sospechosos; algunas frases osadas la persuadieron de que no merecía aprecio ni confianza. A pesar de todo, Pepa y Luis influyeron indirectamente en el pensamiento de Plácida. Luis la convenció de que esposa olvidada es como fruta que sobresale del cercado, a la cual todos se atreven; Pepa, contribuyó a despertar en ella ideas turbadoras de su reposo, y hasta intentó hacer oficio de demonio tentador. Era de esas que la falta de pecado propio se deleitan con el ajeno, inventan y aconsejan solapadamente disculpas, y truecan la amistad en tercería para concluir pregonando aquella misma afrenta cuyo principio protegieron envolviéndolo en la poesía del misterio.

Antes de que Plácida tuviese motivos ciertos en que fundar tan desfavorable juicio acordó una tarde con Pepa que a la noche siguiente irían juntos al teatro Real, arreglando las cosas de este modo: Pepa, su hermano y una prima de ambos comerían en casa de Plácida, y después Fernando y Luis las acompañarían al teatro; acabada la función, Pepa y la prima tomarían un coche, y Fernando volvería al teatro para oír el último acto de la ópera y recoger a su mujer. La primera parte del plan se realizó sin alteración: al dar las ocho y media, Luis y Fernando las dejaban en la puerta del teatro.

Iban las tres elegantemente vestidas. El traje de Plácida era todo blanco y sobrio de adornos; en la abertura del escote llevaba prendidas, con artístico descuido, dos magníficas rosas; los guantes eran claros y muy altos, y el peinado sencillo, sujetas las oscuras ondas del cabello con diminutas horquillas de oro. Su única muestra de coquetería consistía en llevar la falda corta para lucir los pies pequeños y bien calzados. La expresión de su rostro era de apacible tristeza; el conjunto de su figura resultaba serio, esbelto y airoso. Parecía una deidad pagana vestida a la moderna.

Al cruzar el vestíbulo, los hombres se las quedaron mirando: uno, que estaba de espaldas, se apartó para dejar paso a otras señoras, y al retroceder pisó el borde del vestido de Plácida, quien instantáneamente se detuvo, doblando el cuerpo y mirando hacia atrás. El hombre que la había pisado era el doctor Mora, Perico, al cual no había visto desde que Susana se marchó al pueblo. La saludó disculpando su torpeza, y cruzaron algunas frases.

-¿Y mamá? -dijo él. -¿Has ido a verla? -Mucho mejor; voy todas las semanas. Pero, ¿qué milagro es que vengas tú al teatro?

-Sí que es milagro: hoy por el Lohengrin.

-Adiós, Perico.

Vaciló al responder, y cuando ya se había ella apartado dos pasos, contestó:

-Hasta luego, que subiré a verte.

Plácida fingió que no le oía: estaban sonando los timbres de aviso y se dirigió con sus amigas hacia una de las escaleras, pensando que había estado fría con él y que le debió de dar quejas por no haber ido a visitarla.

Él se entró a las butacas. Al ocupar el palco dijo Pepa asomándose al antepecho.

-¡Qué bien está hoy el teatro!

Sobre el fondo rojo de las butacas se mueven en hormiguear continuo los hombres, junto a cuyos trajes negros resaltan a trechos algunas notas de colores brillantes: el blanco de una falda, el carmín de unas plumas, el verde de unos lazos, o el tono amarillento de una seda. Las plateas y los entresuelos forman dos amplias curvas de mujeres, donde se ven todos los tipos y se muestran todas las edades femeninas: hay morenas de tez dorada y pelo negro, y rubias con rizos de oro; reminiscencias de cuantas razas se han mezclado a la raza española, beldades que aparecen arrancadas a un harén africano, y otras de ojos azules que pudieran haber nacido en tierras del Rhin; junto a las de facciones gitanescas están las que afectan languidez romántica; hay caras cansadas que acusan hastío de la vida, y miradas que denotan pureza; jovencitas que aún llevan en el rostro la picardía de la colegiala, y casadas en plena sazón de belleza; muchachas sanas como amasadas con rosas frescas, niñas enfermizas y escuálidas cuya tos seca rasga el aire, madres llenas de vida que disputan los triunfos a sus hijas, y solteronas marchitas consumidas en el lento fuego de la desesperanza. En los tocados que llevan se pueden observar todas las fases de la elegancia: desde los vestidos recargados y lujosos hechos a fuerza de dinero, hasta los ideados con astucia para realzar un género determinado de belleza; cuál va cargada de joyas, cuál sólo lleva flores. La índole de sus galas denuncia sus deseos. Junto a la que alardea de rica está la que prefiere ser alabada por bonita. Todas, al parecer, alegres, contentas, curiosas al mirar, satisfechas al ser miradas; porque por ellas, y para ellas y en su adoración viven los hombres, que las hablan, miran y rodean, dejando caer en sus oídos frases de súplicas, de celos, de despecho, de citas para cautivarlas y prenderlas con la lisonja, como se caza a las alondra, con el engaño de los espejuelos. Por ellas sufren, con ellas gozan, ellas les animan y exaltan o les descorazonan y abaten: suyo es el fruto del continuo trabajo y la perpetua tentación de buscar lucro a cualquier costa. Allí están, confundidos en promiscuidad repugnante, el probo y el ladrón, el que supo encumbrarse por mérito y el que medró deshonrándose, el que alcanzó la gloria batiéndose o estudiando, y el que a fuerza de adulaciones y bajezas subió al templo de la Fama por la escalera de servicio. Hombres y mujeres, unos a otros se señalan, refiriéndose en voz baja, satíricamente comentadas, las faltas de la vida privada y las apostasías de la vida pública: todo se sabe, todo se abulta, nada se respeta. Aquélla, sobre cuyo hermoso pecho centellean los brillantes, es la mujer de un político que comenzó siendo desarrapado agitador; aquél, de orgullosa mirada, llegó a Madrid con doce cuartos y se enriqueció en la guerra civil, vendiendo al ejército harina agusanada; aquélla, que se abanica sonriendo, fue redimida, de la pobreza por el hombre a quien hoy miserablemente traiciona, y el que a hurtadillas la mira debe al esposo vendido la carrera. Todos saben de dónde proceden y cuánto tienen los demás: nada se oculta a la envidia que aquilata los frutos de la herencia, y con el dedo señala el abono que se pagó empeñando un aderezo. Cada palco es un centro de murmuración, y cada familia tiene un mote puesto con esa gracia madrileña, quevedesca y mordaz que levanta roncha en el decoro y pone sombra de duda en el honor. Los hombres aguzan el ingenio para herir sin ofender; las mujeres, aun las más altas damas, hablan como manolas del sainete antiguo; su sátira despedaza sin que se libren de ella el general ordenancista que se puso un galón en cada pronunciamiento, ni el diputado de oposición que debe al Gobierno su distrito, ni el buen mozo que con su apellido zurció el honor maltrecho de una rica, ni el que redoró su escudo con dote de mostrador, ni el que quebró en falso convirtiendo en brillantes propios las lágrimas ajenas.

De cuando en cuando, los ojos descansan y el ánimo se apacigua viendo mujeres cuya riqueza es alivio del pobre, hombres que hicieron la carrera con el empuje del talento y la tenacidad de la honradez, o parejas invulnerables al ridículo unidas por un amor puro, semejante a esas piedras preciosas que con nada se empañan.

En las alturas el público varía: estudiantes, discípulos del Conservatorio, Aidas y Margaritas en capullo, tenores en agraz, mamás soñolientas con muestrarios de niñas cursis, tenorios de café, melomaníacos o que fingen serlo, y algunos pocos que van por puro sentimiento artístico, todos confundidos, sedientos y abrasados, siempre inquietos, apasionados, parciales, y hostiles a cuanto aplauden los de abajo.

Aquella sala con sus virtudes y sus vicios es reflejo de Madrid entero: allí están su hermosura, su vanidad, su oro, su elegancia, su amor a lo extranjero y su desprecio de lo nacional. Un ruido sordo de colmena turbada llena el ámbito del teatro; se oyen mezclados ruidos de pisadas, toses, chicheos, estallar de risas y crujir de sedas; hasta que de pronto las lámparas eléctricas, ocultas en globillos esmerilados como enormes perlas, brillan con mayor intensidad, se escuchan los golpecitos de la batuta en el atril, queda todo en silencio, y como movidos de secreto impulso se levantan a un tiempo los arcos de los violines, gimen los instrumentos de cuerda, gruñen los de madera, y trompetea el metal formando conjunto de armonías dulcísimas que se enseñorean de las almas y apaciguan pasajeramente los espíritus al modo que una voz del cielo podría calmar los miserables rencorcillos de la tierra. El telón se alza lenta y majestuosamente, descubriendo una fingida selva de añosos troncos: una bocanada de aire frío invade la sala, provocando toses y estornudos.

*  *  *

Apenas se acomodaron en el palco, luego de sentarse a gusto y sacar los gemelos habló Pepa:

-A ese que ha saludado usted abajo tenía yo ganas de conocerle: es Mora, el médico, ¿verdad? Dicen que gana un dineral. ¿Son ustedes muy amigos?

Plácida explicó brevemente el origen de aquella amistad.

-He oído hablar mucho de él -dijo Pepa- en casa de unas conocidas mías que tienen una amiga con quien ha estado para casarse.

-No lo sabía. Verdad es que no le había visto desde la enfermedad de mamá: hace cuatro meses.

-Pues por ese tiempo la dejó plantada. ¡Buen tonto!, porque ella es guapísima y muy rica.

-¿Y estaban ya tan adelantadas las cosas? -preguntó Plácida con la mayor naturalidad.

-Poco faltaba. Contaré lo que sé...

-Luego, en el entreacto; déjeme usted que oiga todo esto que Lohengrin le dice al cisne, que es precioso.

Acabado el acto pasaron las tres señoras unos minutos examinando con los anteojos a la gente y comentando algunos tocados. El motivo de la conversación parecía olvidado; Plácida ardía en deseos de oír la narración anunciada, y no queriendo preguntar claramente buscó un rodeo.

-Allí va el médico -dijo aludiendo a Mora que salía de las butacas.

-¡Ah!, sí; oiga usted. Bueno, pues ella es cubana, rica, y vive con un tío suyo. A Mora le protegió otro médico que estuvo en Cuba y a quien conocían muchas familia de allá; en fin, que como éste heredó la clientela, ahora se lo recomiendan unas a otras las familias cubanas; y se está haciendo de oro. La chica esa tuvo una pulmonía y, no sé por indicación de quién, le llamaron.

-¿A Perico?

-Sí; Mora la curó, y además de pagarle como pagan allá, le hicieron un gran regalo, quedaron muy amigos y él siguió yendo a la casa. Total: que la muchacha se enamoró de él y comenzó a coquetear, que aquello era una barbaridad. A lo mejor se le antojaba que lo convidasen a comer o hacía que se ponía mala, y el tío tenía que salir a buscarle; en fin, un horror.

-¿Y él?

-Al principio parece que no hizo caso. A una amiga mía le dijo que la chiquilla era guapa, pero que él no se casaba con mujer tan rica: debe de ser tonto. Dicen que es muy raro.

A Plácida no le pareció aquello tan mal como a su amiga. Ésta prosiguió:

-Luego varió algo; durante unos días la chica creyó que le había pescado. Estaba enamoradísima, hacía locuras. Una noche el tío la regañó, porque... verá usted lo que hizo. Al levantarse de comer la chiquilla, cogió una flor del ramo que había sobre la mesa, se la puso en la boca, luego en el pecho, y por último fue y se la plantificó a él en el ojal de la levita. ¡Figúrese usted qué escandalosa!

-Sí; más claro, agua.

-¡Qué poca vergüenza! -dijo la prima de Pepa.

-Como es tan bonita y con esas cosas, Mora empezó a ponerle buena cara. Ella contaba a las amigas que se fingía mala para que le llamasen; en fin, una ignominia.

-¿Y cómo acabó ello?

-Tiene la gracia de Dios. Con un chasco tremendo. De pronto un día no volvió a parecer. Ella hasta le escribió, y como si nada; se portó a lo cochero, como dicen los hombres cuando la dejan a una plantada.

Al llegar aquí terció nuevamente la prima en el diálogo:

-No; no es así, Pepa; estoy segura. En realidad no se había comprometido en lo más mínimo, y lo que hizo fue escribir al tío diciéndole que no podía ir porque tenía una enferma, viuda de un señor que le había conocido de pequeño, y que para asistirla se iba con ella a un pueblo de por aquí cerca.

-Figúrese usted -añadió Pepa;- una mentira.

-¿Y cuándo fue eso? -preguntó Plácida sin poder dominarse, aunque aparentando indiferencia.

La prima dijo una fecha; Plácida, fingiendo distraerse, recapacitó para acordarse fijamente de la época en que Susana estuvo mala. No le quedó duda: la enfermedad de su madre y la de la cubana fueron simultáneas. Perico debió de rechazar el amor de aquella joven hermosa, rica y enamorada, en los días en que iba a ver a Susana; acaso una de aquellas noches en que Plácida notó que estando sentados en el gabinete procuraba él mirarla ocultándose tras la pantalla de la lámpara. En seguida se acordó del modo que tuvo de despedirse, de aquella larga presión con que le sujetó las manos y de aquel «adiós, Plácida», dicho con voz apagada y trémula que pareció salirle del alma. Se horrorizó de lo que pensaba; pero siguió pensando con terca obstinación, y se quedó como ensimismada: teatro, voces, luces, todo estaba a cien leguas de su imaginación. Cuantas preguntas se proponía mentalmente para desvirtuar la emoción sufrida, quedaban ahogadas por una corazonada irresistible que le estaba convenciendo de lo mismo que se negaba a creer. ¿No la engañaría su vanidad? ¿Era prueba bastante la coincidencia de las fechas? Mas, ¿dónde mayor demostración que el no haber vuelto Perico a visitarla? Indudablemente era porque conociéndola no se atrevía. En aquellos mismos momentos lo estaba probando: en el vestíbulo prometió subir al palco, y no subía.

Pasó el segundo entreacto, no subió, y durante el acto tercero no estuvo en su butaca. Plácida no se atrevió a escudriñar la sala buscándole con los gemelos, pero al cabo de un rato le vio enfrente en un palco de hombres solos. Entonces apoyó el codo sobre el antepecho y la cara en la palma de la mano, para cerrar a las miradas el camino que querían seguir, y fingió escuchar con extraordinaria atención todas las escenas del grandioso drama musical. A quien no podía sujetar era a su propio pensamiento. La cosa estaba clara: Perico, falto de valor para ir a hablarle, se había ido con aquellos amigos para poder mirarla, y ella se adivinaba contemplada, como si entre aquellos ojos que la miraban y su propia imaginación se hubiese establecido una corriente misteriosa. Pero desde aquel mismo instante comenzaron a germinar en su alma dos sentimientos enteramente antagónicos y poderosísimos; satisfacción vivísima, casi orgullo, por el amor que inspiraba, y resolución inquebrantable de no pagarlo. No; nunca, por desdichada que fuese; ¡jamás!

Faltaba poco para terminar la ópera. Pepa comenzó a echar de menos a Fernando, temerosa de que si tardaba mucho le sería difícil hallar a la salida coche vacío. Guardó en el estuche los gemelos, descolgó los abrigos y los puso en la banqueta del antepalco, a mano, para irse en cuanto él asomara; antes no, porque no podían dejar a Plácida sola. Ésta, conociendo su mal disimulada impaciencia, dijo sin calcular lo que pudiera ocurrir:

-Mucho tarda ése; por ustedes lo siento.

-Es igual; lo malo es que luego faltan coches.

Pues, váyanse ustedes.

-De ningún modo.

-Sí; yo me quedo aquí, en el antepalco: nadie sabe si estoy o no.

-¡Quiá!, hija; ¡no faltaba otra cosa!

Porfiaron tibiamente; Pepa se quejó de haber tenido frío a la ida, de que estaba poco arropada y vivía lejos: sobre todo repitió que Fernando no podía tardar, y cuando Plácida le esperaba menos se dejó convencer, como si accediese a sus ruegos, la besó, se ciñó el abrigo al cuerpo y salió con la prima, diciendo:

-Verá usted cómo me encuentro a ese perdido en los pasillos y le envío más que a paso.

Al quedarse sola, y sorprendida de aquella falta de urbanidad, Plácida se sentó en la banqueta esperando a su marido por segundos; de pronto le asaltó la idea de que no fuese y quiso salir en seguimiento de las otras, pero ya era tarde para alcanzarlas.

El último acto estaba terminando y Fernando no llegaba. Ante el temor de que la función acabase, se olvidó de la conversación pasada, de Perico, de todo. ¡Qué calma! ¿Sería capaz de no acordarse? Abrió la puerta del palco, miró hacia el pasillo: nada. Se le ocurrió que podía estar en el teatro con amigos, en otro palco, y miró por entre las cortinas hacia el que tenían abonado los socios de su círculo: allí no estaba. Entonces, sin querer, vio que Perico la observaba desde enfrente con los gemelos. Sin duda había visto partir a Pepa y su prima dejándola sola, y conjeturó que Fernando no se hallaría lejos; pero según la representación adelantaba, por el desasosiego e intranquilidad de Plácida, adivinó que algo extraordinario le sucedía.

Muchas señoras comenzaban a irse y los acomodadores iban, recogiendo gemelos por las butacas. De repente sonaron aplausos y cayó lentamente el telón.

Plácida seguía de pie, inmóvil en el fondo del palco, con el abrigo puesto y la mano apoyada en el pestillo de la puerta. Perico, que desde enfrente la veía, no necesitó ser brujo para comprender su situación: aquella mujer estaba esperando a alguien que no llegaba. El teatro se iba quedando vacío, y por los pisos altos los acomodadores comenzaban a tender las percalinas grises sobre los antepechos. Entonces, sin aguardar más, cogió el gabán, salió, dio la vuelta y llegó al centro de la curva formada por el corredor, precisamente cuando Plácida abría la puerta del palco muy despacio, sola, pálida de coraje, tragándose las lágrimas, pero erguida y altiva como reina abandonada.

-¿Te vas sola? -dijo él al acercársele.

-Fernando debía venir, y... ya ves. Tomaré un coche.

Tenía la voz muy alterada, y para contener el llanto cerraba con frecuencia los ojos.

-Te acompañaré.

-¡De ningún modo! ¡No, por Dios!

-Hija, esto, no puede ser. Si quieres te dejaré en un coche; pero así, sola, no sales a la calle.

Ofreciole el brazo, y lo aceptó comprendiendo que no podía negarse. El alma al diablo hubiera ella dado entonces a trueque de que llegase Fernando y viese a lo que estaba expuesta. Bajaron las escaleras medio apagadas; ella, nerviosa y trémula; él, sintiendo el suave calor y el codiciable peso de aquella mujer a quien durante tantos años pudo acercarse libremente y que ahora consideraba como bien perdido. Plácida, sin pensar en arroparse, llevaba el abrigo mal sujeto y el cuello al descubierto. Al poner el pie en la calle de Carlos III una ráfaga de aire les azotó el rostro. Perico dijo, mirándole el escote:

-No seas loca, tápate.

Ella, entonces, dio a Perico el abanico y los gemelos para tener libres las manos y se abrochó el abrigo: al hacerlo, con el roce de las ropas, se desprendieron, cayendo al suelo, las dos rosas que llevaba en la abertura del escote. Perico se bajó y las cogió; Plácida dijo:

-Dámelas.

Se hizo el distraído, y conservando disimuladamente las flores en la mano, repuso.

-Cálmate, se habrá entretenido... Aquí habrá coches.

Ella fingió arroparse mejor y notar la falta de las rosas y repitió:

-Trae las flores.

-Las he tirado. Creí que no las querías... como estaban ajadas...

Comprendió ella que mentía, pero no insistió: cualquier explicación era más peligrosa que el aparentar indiferencia. Echaron a andar hacia la plaza de Isabel II. Como toda la gente había salido del teatro, el barrio parecía desierto. La noche estaba fría: en lo alto del cielo la luna abrillantaba los bordes de los nubarrones que volaban impelidos por el viento: los serenos y las parejas de guardias se habían refugiado en los huecos de las puertas: no se veía un solo coche desalquilado. Plácida y Perico se detuvieron junto al jardinillo, frente a la calle de la Escalinata.

-Tendremos que ir hasta la Puerta del Sol -dijo él mirando hacia la calle del Arenal.

No, por María Santísima...! ¡Si nos vieran!

-¿Y qué? ¿Tenemos la culpa de lo que pasa? Si no te hubiese encontrado yo, hubieras salido con otro amigo cualquiera.

Entonces le ocurrió a él subir por la calle de Campomanes hasta la Cuesta de Santo Domingo, donde seguramente hallarían carruaje, y juntos, muy juntos, brutalmente combatidos del viento, echaron a andar sin hablarse, embargados por una emoción honda y sincera. Pedro no pensaba en nada: ¿qué pensamiento le hubiera sido tan grato como el sentir el calor de su brazo, el contacto de su cuerpo y el roce de su falda? Plácida miraba sobresaltada hacia todas partes, temiendo que cada piedra del arroyo tuviera cien ojos y cien lenguas con que ver y pregonar que ella, la hija de su padre, andaba por la calle pasada la media noche, como una aventurera, con un hombre que no era su esposo ni su hermano. Cuanto poco antes oyó contar a Pepa, el desaire de Perico a la cubana, la coincidencia de las fechas, el silencio que él guardaba, la mentira en que acababa de incurrir para quedarse con las flores, todo lo iba revolviendo y barajando su pensamiento, poniendo por cima de ello aquel propósito firme, inquebrantable, de disimular y si era preciso de mostrarse arisca y ofendida para que comprendiese que nunca, nunca, aunque vivieran cien años, jamás consentiría en escucharle palabra de amor.

En la plaza de Santo Domingo hallaron tres coches. Pedro la acomodó en el más cercano, le devolvió el abanico y los gemelos, levantó los vidrios para que no tuviera frío, y se despidió diciendo al estrecharle la mano que ella llevaba desnuda del guante:

-Estás casi febril. ¿Quieres que vaya mañana a verte?

No se atrevió ella a pagar su galantería con una negativa, y repuso turbada:

-Como quieras. Adiós.

-Adiós.

Pedro pagó al cochero, le dijo las señas de la casa de Plácida y en seguida montó en otro de los coches, ordenando que siguiese al que iba delante. Así fueron hasta cerca de donde ella vivía: llegado a la distancia que consideró prudente, se apeó y la vio llamar al sereno y meterse en su portal. Después despidió a su simón y echó a andar por la Castellana, ansioso de moverse y de que el aire frío de la noche le calmase el ardor que sentía en la frente.

Ella hizo el trayecto espantada de cuanto acababa de sucederle, oyendo rodar el coche que iba detrás. No era culpable y volvía a casa como mala mujer que viniera de hacer y recibir caricias infamantes. «¡Y entretanto mi marido -pensaba- jugando, o sabe Dios dónde!»

Se acostó sin esperarle: al desnudarse se acordó de las rosas y sintió no haber tenido valor de reclamarlas con mayor imperio. ¿Para qué las querría él? Caviló mucho, repitiéndose hasta la saciedad que ella no se las dio, sino que él las recogió del suelo. Lo indudable era que la amaba y que jamás sería correspondido: mas entonces, ¿Por qué la agitación que sentía, y por qué recordaba con involuntaria delicia la presión de su brazo y la expresión de sus miradas? No; no era ilusión: si Perico la vio quedarse sola en el palco, fue porque estaba observándola... Y ella hizo mal, muy mal, en no rechazar su compañía.

Luego que la doncella le ayudó a desnudarse, se acostó, y, vuelto el rostro contra las almohadas, lloró. Su espíritu sufría una sacudida inexplicable, análoga a la que experimentó la noche de la boda mientras estaba agarrada a la barandilla del balcón y su marido le oprimía el talle; pero era una impresión menos material y más honda. Tuvo la visión interior de algo muy claro que iluminó las reconditeces de su alma, los senos más vírgenes de su pensamiento, y comprendió que amaba. La pasión llegaba tarde para su dicha; pero en su mano estaba ser honrada, y lo sería. El amor apareció a sus ojos como manantial de agua limpia que brota donde quiere y que nadie consigue soterrar de nuevo; lo que ella podía hacer, y haría, era cuidar de que su corriente no se encenagara jamás.