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ArribaAbajo- XIV -

Perico se retiró procurando analizar las impresiones que acababa de recibir. ¿Quién podía prever las consecuencias de lo sucedido? Lo único claro para él era que experimentaba hacia Plácida una inclinación imposible de disfrazar. No dejó de pensar en ella desde que asistió a Susana, y con mayor tenacidad desde la tarde que comieron solos: ni podían borrársele de la memoria los largos ratos que pasó a su lado con pretexto de la enferma.

Durante la época estudiantil tuvo pocos y pasajeros amores: una modistilla y una amiga de la patrona. Con la primera hizo papel de Tenorio en bailes cursis y cenas baratas; sus relaciones con la segunda fueron el eterno y vulgarísimo episodio de la mujer corrida que se deja conquistar cuando es ella quien seduce. No tuvo más aventuras, y éstas no le dieron idea del amor. Luego llevó vida de hombre trabajador, en cuyo camino no se atraviesa mujer capaz de hacerse querer. Las vengadoras y momentáneas, por finas y elegantes que fuesen, le inspiraban antipatía: no porque alardease de moral, sino porque en amor, como en todo, aborrecía lo artificioso y mentido. En cuanto a la cubanita, Pepa estaba en lo cierto: aquella niña le proporcionó la ocasión de convencerse de que estaba enamorado de Plácida. En el episodio de la flor no había exageración; pero ¡qué diferencia entre la frialdad de entonces y la emoción sentida al recoger del suelo y guardarse a lo ratero las rosas de Plácida...! Aunque dejó de ir largas temporadas a casa de don Carlos, tenía fresco el recuerdo de cómo le vio formar el corazón y el entendimiento de su hija. Era inútil soñar con ella. Acaso llegase a comprender su amor, pero estaba seguro de que no lo compartiría; y si tal cosa sucediera, ella se lo sofocaría calladamente en el alma con el sentimiento del deber y el heroísmo de la virtud, como se ahoga entre dos brazos vigorosos una bestezuela agresiva. Y de no ser así, si le hiciese caso, ¡qué desencanto! Ya no sería la Plácida soñada desde aquella tarde de la comida: si cediese sería una mujer vulgar. Aún iba más lejos su romanticismo. Lo que le sucedía se le antojó castigo providencial por no haber intentado desbaratar la boda. ¡Ah!, ¡si aquella mañana en que leyó el periódico se hubiese ido a ver a Susana...!

¿De qué le servían sus propósitos de alejamiento? La aventura del Real los quebrantó por completo. ¿Iría a su casa como ofreció al dejarla en el coche? No; ¿para qué? Por último, al entrar en su despacho, sacó del bolsillo las rosas que Plácida había llevado en el escote y las tiró con rabia en el fondo de un cajón, donde acaso cayeron sobre la carta en que ella le anunció su boda.

*  *  *

Fernando tuvo intención de ir al teatro a buscar a su mujer, pero se le atravesaron unas jugadas, se le pasó la hora, y ¡bah! Pepa y su prima la llevarían a casa; siguió jugando, perdió mucho y se retiró de madrugada, cuando empezaban a barrer las calles.

Al levantarse, al otro día, dijo a su mujer:

-Anoche te trajeron ésas ¿eh? Se me hizo tan tarde...

Plácida, aunque temerosa de una escena desagradable, contó lo ocurrido y terminó diciendo:

-Sí; hicieron la grosería de irse sin esperar a que llegaras, dejándome sola. Gracias a que un amigo me metió en un coche.

Sólo esto dijo, callando con segunda intención el nombre del acompañante, ansiosa de que su marido tratara de inquirirlo y se enojara. Fernando repuso con la mayor indiferencia:

-Eso le sucede a cualquiera; aunque uno tenga coche, si el cochero no va con puntualidad.

No preguntó nada, de lo cual quedó ella tan humillada y corrida, que estuvo a pique de referir todo, absolutamente todo lo sucedido, hasta lo de las flores, por ver si una vez siquiera le hacía sentir celos; pero calló temiendo que se echase a reír o dijese alguna desvergüenza.

Por aquellos días perdió él todo lo que llevaba ganado, y este descalabro produjo en la casa resultado opuesto al que se podía esperar. Porque mientras ganaba, juzgándose independiente, era grosero, violento y soez; las pérdidas, por el contrario, le hacían reflexionar que tendría que recurrir a los bienes de Plácida, y entonces se ponía fino y condescendiente; en una semana, en dos días, según su suerte, pasaba de irascible a cariñoso y de indiferente a brutal, con lo que ella se quedaba perpleja.

En una de estas crisis, cuando lo esperaba menos, varió por completo; pero con tal astucia y tan despacio, que Plácida, aunque notó la variación, no penetró sus móviles hasta después de engañada.

En el poco tiempo que llevaban casados comprendió Fernando que su mujer era paciente y dócil; mas de esta misma perseverante resignación llegó a inferir que acaso fuese también en igual grado tenaz y enérgica cuando se lo propusiera.

La razón de entregarse a estos pensamientos era la seguridad de que muy pronto tendría que hablar con ella de dinero. El tapete verde y Luisa la Rubia le estaban dejando por puertas: la suma que al contraer matrimonio destinó para el gasto de casa durante unos cuantos meses, estaba agotada. Pensó en decir que los colonos no le pagaban, en hablar de pérdidas de Bolsa, y sobre todo en suscitar una escena borrascosa; pero, ¿y si empeoraba las cosas y por no lograr dominarse la maltrataba y ella seguía una resolución extrema? Nada, de esto: la astucia le pareció mejor que la energía.

Como después de la pasada aspereza un cambio brusco hubiera sido sospechoso, comenzó por mostrarse menos frío con ella. Más de un mes pasó fingiendo tímidamente un recrudecimiento de cariño, sin atreverse a incurrir en exageraciones, pero haciendo cosas que habían de agradar a Plácida. Dejó de faltar a comer y por las noches se recogió más temprano, lo cual constituía para él grandísimo sacrificio.

-¡Qué temprano te vas! -solía decirle la Rubia; y él respondía:

-Voy a domesticar a mi parienta para que nos suelte guita.

Plácida, observando el cambio con mal disimulado regocijo, estaba con él más afable que nunca. Hasta se acusó de tener genio poco a propósito para cautivar a un hombre alegre y sintió remordimientos, recordando cómo había pensado en Perico. Tan deseosa se sentía de cariño lícito, que se forjó la ilusión de haber puesto en él el pensamiento por rabia y despecho al verse olvidada de Fernando: vislumbró la esperanza de ser feliz con éste; y la mala noche pasada en el pueblecillo de baños por culpa de las pecadoras, los desdenes, las disputas agrias, cuantas ofensas recibió, quedaron en su memoria como amortiguadas. Con la menor galantería o agasajo se ponía contentísima; los requiebros achulados, las frases libres, le parecieron un derroche de gracia, y juzgó que a fuerza de resignación había logrado aquella reconquista. Hubo en su engaño algo de voluntaria credulidad, cual si obligada su alma a escoger entre dos amores, se decidiese por el legítimo.

Una tarde, Fernando dijo a Plácida:

-Chiquilla, ponte maja y te saco de paseo.

Luego, mientras estaba vistiéndose, entró de puntillas en el tocador, la cogió por la espalda, y atrayéndola hacia sí la besó en la boca. La caricia fue algo brutal, como de animalucho que pretende amansarse; mas ella la recibió gozosa. Otro día la llevó al teatro, y por último, aprovechando la ocasión de haberse despedido la cocinera, como Plácida estuviese apurada, le dijo:

-¡A la fonda! y luego a un teatrillo.

En otras circunstancias, aquello le hubiese a ella parecido mal: entonces aceptó gustosa.

La llevó al entresuelo del restaurant más en boga y comieron solos en un cuartito reparado de otros parecidos por débiles tabiques de quita y pon, al través de los cuales se oían chocar de copas y rumor de risotadas.

Mientras les servían la sopa y destapaban las botellas, Plácida examinó la habitación; vio el diván indispensable en tales sitios, el espejo cubierto en su parte inferior de fechas y nombres de mujeres que lo habían arañado con los brillantes de las sortijas; escuchó los ruidos que venían de las estancias inmediatas, y aun pareciéndole todo indigno de ella, lo atenuó y disculpó, aferrada a la ilusión de que plegándose al gusto de su marido acabaría por enseñorearse de él, no para dominarle, sino para hacerse querer.

Durante la comida, el camarero dejaba abierta la puerta, según que iba más o menos cargado; luego de servirles el café la cerró, colocando la llave por la parte interior, y se retiró.

-¿Para qué hace eso? -preguntó Plácida.

-Es costumbre -repuso él.- Cuando viene una parejita, después de comer la dejan sola... ¡pues para que si han reñido, hagan las paces!

-¿Aquí? ¡Qué vergüenza! ¡Y qué poca delicadeza tenéis los hombres!

-¡Pues mira que ellas...!

-Yo había visto esto indicado en el teatro, pero creí que era mentira.

-¿Y qué va a hacer el que tiene un lío y no sabe dónde ir...? ¿O el marido que se queda sin cocinera? Pues venirse aquí con su mujercita.- Al decir esto dio un sorbo a su copa de coñac y sirvió otra a Plácida.

-¡Chico, esto es pólvora! -dijo ella, al llevársela a los labios.

-¡Qué sensitiva y qué finoli eres! Para estar en situación hay que alegrarse algo.

En seguida se acercó a ella, y con dos besos fuertes y sonoros le quitó de los labios el poco licor que en ellos le había quedado. Enrojecida de vergüenza se echó hacia atrás, diciendo:

-¡Quita, loco!

Pero él, que esperaba el movimiento, alargó los brazos y la oprimió fuertemente entre ellos, murmurándole al oído palabras melosas.

-¿Eres monjita, o eres mi mujer? ¿Te habías creído que no te quiero porque soy algo brusco? Ven, remilgada...; no te me escapes.

-Que te estés quieto.

-Anda, señorona; pareces una princesa que se ha metido aquí por equivocación.

Plácida, huyendo de su marido, corrió hacia el balcón y lo abrió.

-No le pongas ahí, que estás toda despeinada.

-Pide la cuenta y vámonos.

La mesa revuelta y lleno el mantel de manchas vinosas, la copa que le abrasó los labios, el aspecto equívoco del cuarto, las libres carcajadas femeninas que sonaban cercanas a la ausencia del mozo, que parecía favorecedora de algo ilícito, formaban un conjunto del que ella se sentía mortificada y como envuelta en una atmósfera de libertinaje que le repugnaba. Se puso el sombrero, y deseosa de no parecer esquiva, besó rápidamente a Fernando. Él, comprendiendo que Plácida no quería recibir allí caricias, dijo:

-Bueno, vamos; pero no al teatro. A casita, a casita; hoy no salgo.

Por el camino fue dudando si sería oportuno decir algo de lo que proyectaba, y no se atrevió. Al llegar a casa le dieron ganas de dejarla en la puerta y marcharse a ver a Luisa o al casino; por fin, se venció, subió, y dijo al criado:

-Si viene alguien, que no estamos.

Se recogieron temprano y estuvo tan cariñoso, que no parecía marido, sino amante.

Pocos días después resolvió dar principio a su intento.

Una noche, de sobremesa, hablaron así:

-Siento que no esté aquí tu madre; podríamos hacer un buen negocio.

-¿Por qué? ¿Qué tiene mamá que ver con eso?

-Muy sencillo. Los títulos de las casas que tenéis, o tiene, en la calle de Don Pedro, ¿a nombre de quién están?

-Al mío.

-Pues tanto mejor.

-No entiendo.

-Me he encontrado a uno que estudió conmigo y ahora es concejal, y me ha dicho que el Ayuntamiento abre una calle desde el viaducto hasta San Francisco, y para ello hay que expropiar fincas. Figúrate la jugada que haríamos si lográsemos que vuestras dos casas se encontraran en la línea de la calle nueva. Nada, una barbaridad: nos las pagarían doble de lo que valen.

-¿Y pueden hacerse esas cosas?

-Sí: dando parte de la ganancia a ese que me lo ha dicho.

-Bueno... si te parece que nos conviene.

-Ya ves: entre lo que te digo, y cobrar cuatro miserables alquileres...

-¿Y qué hay que hacer?

-Si las fincas están a tu nombre, muy poca cosa. Ir a casa de un escribano y hacer una escritura que llaman mancomunada: es decir, tú y yo juntos: tú como propietaria, yo como marido que administra los bienes de su mujer... y nada más.

-Pero ¿quién compra las casas?

-¡Toma! Luego yo me guardo la escritura, arreglo el asunto con ese amigo, y en llegando la oportunidad, ¡zas!, nos paga el Ayuntamiento o hacemos que el concejal las compre: aunque él saque más... ya, poco nos importa.

-¿Estás persuadido de que saldremos bien?

-Si las casas fueran mías, esta tarde hubiera entrado en tratos.

-Pues haz lo que te parezca. ¿No eres mi marido?: ¿qué delicadeza ni qué niño muerto?

-Bueno; yo hablaré con otros, y si lo veo claro, una mañana nos vamos al escribano.

-A don Manolito.

-Corriente.

Para no descubrir su impaciencia, demoró el intento una semana; por fin, dijo que era llegada la oportunidad, y, pretextando que no convenía enterar a don Manolito, llevó a Plácida a casa de otro escribano, ante el cual hicieron la escritura. Luego, como la cantidad consignada en el documento no especificaba la ganancia de que él habló, siguió mintiendo. Según sus explicaciones, uno era el precio escriturado y otro mayor el que había de recibir; pero esto no se podía decir claramente, ni podían pactar con el supuesto concejal, sino con un testaferro suyo. En realidad, lo que hizo Fernando fue vender las casas a un usurero por bastante menos de lo que valían, diciendo a Plácida que su importe quedaba depositado en el Banco hasta que pudiera. emplearlo ventajosamente. Además, deseoso de ir preparando las cosas para más adelante, añadió:

-Ese dinerillo nos va a venir muy bien.

-¿Por qué?

-Como el año es tan malo y los tíos que tienen arrendadas mis tierras no pagan... En fin, gastaremos de eso tuyo para la casa.

-¡Qué tuyo ni mío! Se gasta, y luego se repone para emplear la suma completa.

Con aquel dinero le fue bien en el juego; siguió afable con Plácida unos cuantos días y varió algo en su género de vida. En el Círculo se jugaba al bacarrat por las tardes, al treinta y cuarenta por las noches, y como él aborrecía el segundo de estos recreos, iba sólo por la tarde, empleando las primeras horas de la noche en visitas a la Rubia, mas no tan largas como quisiera, porque el senador la favorecía con las suyas desde las doce en adelante; así que, antes de esta hora, tenía que salir del hotelito, y no por la puerta principal, sino por una cochera situada a espaldas de la casa. Como era vanidoso se sentía humillado amando a hurto, a salto de mata; pero el tipo y carácter de Luisa eran tan de su gusto, que pensó en obligarla a romper con el senador, y desde que tuvo dinero comenzó a obsequiarla con mayor esplendidez. Por fin Luisa constituyó con el juego la partida mayor de su presupuesto, y según se fue embriagando de aquella pasión exclusivamente sensual, le fue cada vez más empalagoso y frío él amor limpio y sereno de Plácida.

-Chica -solía decir a la Rubia,- tú me pareces cosa mía y mi mujer me parece una visita: para darle un beso hay que encomendarse a Dios: ella es el amor al natural, así como el cocido diario; tú el amor con salsa picante.

También a Luisa le gustaba Fernando, porque la trataba con cierto imperio contra el cual ella fingía rebelarse, para luego ceder diciéndole:

-¡Qué flamenco eres, y qué señorío tienes para tratar mujeres!

A pesar de esta mutua inclinación que ambos sentían, Fernando seguía, por cálculo, relativamente cariñoso con Plácida; pero en sus expansiones con ella, aun en medio de las que parecían más sinceras, establecía mentalmente comparaciones, y teniéndola en brazos se acordaba de la otra, porque acababa de verla o porque meditaba ir a buscarla.




ArribaAbajo- XV -

Si bien Plácida no mostró claramente su enojo, desde la noche de lo del Real, estuvo algo fría con Pepa, y notándolo ésta habló de ello con su hermano.

Me fui por coger coche -decía.

-Pues se ha picado; como tuvo que salir sola...

-¡Vaya una ridiculez! Creería que se la iban a comer en los pasillos.

-No, mujer; pero como tú has vivido fuera, ya no te acuerdas de lo que son estas señoritas madrileñas, pazguatas y tontainas. Ella que presume de moral... ¡Las costumbres severas!

-Buena severidad te dé Dios; hasta que se presente uno de su gusto.

-No tengas mala lengua.

-¡Tonto! Con el marido que tiene... ¿va a ser santa?

-Nadie habla de ella.

-Como que lleva un año de casada... y además es sosa.

-¡Pero es elegantísima, y un tipo más fino, y una altivez!

-Ya le daría yo altivez... Si yo fuese hombre, ¡la habías de ver más mansa! Esas sosas, cuando el diablo sopla, arden... y tienen su alma en su armario.

-¡Ojalá me diese la llave!

-Tendría gracia que te enamorases.

-Eso no; pero me gusta mucho. Si no fuese mujer de un amigo...

-Sí; que el amigo te guardaría a ti consideraciones.

Ningún motivo concreto tenía Pepa para aborrecerla; mas era tal la diferencia de sus inclinaciones y gustos, que no podía entre ambas existir verdadero afecto: hubiera sido incapaz de causarle un ligero pinchazo ni otro daño material por leve que fuese; pero secretamente le iba cobrando esa antipatía insidiosa y sorda que siente la casada caída hacia la esposa impecable; y ya triunfase de ella su hermano u otro cualquier hombre, acogía gustosa la idea de verla faltar a su deber.

Luis no amaba a Plácida, pero le parecía fina, elegante, con atractivos suficientes para tener con ella una aventura de esas con que acredita un hombre su buen gusto: sobre todo, era bonita y estaba despreciada por su marido. Cuando menos lo pensase, en un momento de aburrimiento, en un arranque de despecho, podía caer en sus brazos. Ello fue que entre lo mucho que le gustaba y lo que Pepa solía espolearle, determinó intentar su conquista.

Se propuso hablarle sin testigos, y, como no era difícil, lo logró pronto.

*  *  *

Acababan de dar las diez de la noche. Fernando había comido en el Círculo, y sabiéndolo Luis, supuso que Plácida estaría sola. No se equivocó.

Estaba sentada ante el piano, distrayéndose en tocar trozos musicales de los que más le gustaban, pasando rápidamente de unos a otros sin concluirlos, recordando frases sueltas, temas distintos, fragmentos cuyas armonías tristes y melancólicas parecían acordarse al estado de su ánimo. Como sintiese ruido en la sala creyó que, aunque muy tarde, volvía Fernando a comer, y se levantó para recibirle. Al mismo tiempo el criado abrió la puerta de la sala dejando paso a Luis, que saludó diciendo:

-Sola, ¿eh?; como siempre: ¿no ha venido a comer?

-No.

-Vaya, vaya...; creí encontrarle aquí.

Hablaron un momento de cosas triviales, y luego, resuelto a emprender la campaña, dijo:

-La verdad, no comprendo esa manía de comer en el Círculo teniendo casa y mujer..., una mujer como usted.

-Le cansará la comida de casa... y además, cuando se le hace tarde... esto está muy lejos.

-No es eso: él siempre ha sido así. Resabios de soltero: como hizo esa vida tan... aturdida...

Plácida, sin responder, siguió jugueteando con los dedos sobre el teclado. Él estaba muy animoso; hubo un momento en que mentalmente se dijo: «¿Qué pasaría si yo ahora cogiese a esta mujer por la cintura y le plantase cuatro besos en mitad de la cara?». Pero no se atrevió, y siguió hablando:

Se aburrirá usted mucho, ¿verdad?

(Ella tecleando sin desviar la vista del papel de música): -No sé lo que es el aburrimiento.

-¡Gran fortuna, porque el aburrimiento... es triste, y ¡hace pensar tanto!

-Por eso no me aburro; quien piensa no está solo.

-¡Quisiera yo saber, sin indiscreción, en qué puede pensar una señora... como usted. Son ustedes ricos, viven sin chiquillos ni pleitos, se llevan ustedes bien... aunque ése a veces parece loco... Por cierto que yo no ceso de predicarle...

-Pues si usted le predica, tendrá que oír.

-Sí, señora. ¿Cree usted que no se debe aconsejar bien al amigo que teniendo una mujer como usted... no viene a comer? Por supuesto, que buen tonto es.

-¿Por qué?

-Lo primero, porque él se lo pierde: y luego, diga usted lo que quiera, la soledad es el aburrimiento, y es muy malo que una mujer se aburra. Yo, aun siendo hombre, en cuanto me aburro tengo malos pensamientos.

-Usted, podrá ser; pero yo, no -dijo ella con marcada severidad.

-No se ofenda usted. Harto sé que ciertas ideas no caben en esa cabecita. Lo decía porque exceptuando a usted, la mujer casada que se ve abandonada, la que habla poco con su marido, acaba por hablar con otro.

Plácida tocó muy fuerte y no contestó, fingiendo que con el ruido del piano no se había enterado de la frase; él siguió:

-Pero usted es una santa; si no, no aguantaría ciertas cosas.

No pudo reprimirse, y poniéndose en pie miró a Luis con enojo, diciendo:

-Me duele mucho la cabeza; me iba a acostar cuando usted entró.

Él prosiguió imperturbable:

-Hace usted mal en darse por ofendida; además, no es ofender a una señora dolerse de que su marido la abandone.

-Se equivoca usted; y aunque fuese verdad, yo no toleraría que nadie me lo viniese a contar.

Calló frunciendo el lindo entrecejo, anduvo unos cuantos pasos por el gabinete, y viendo que no se iba, volvió a sentarse al piano y se puso a tocar decidida a no contestarle. Él, afectando gran pesar, cogió el sombrero que había dejado sobre una silla, y dijo:

-Dispénseme usted; ha interpretado usted mal... ¡Bah!, siempre que quiere hacer uno un favor le salen así las cosas.

(Ella, muy airada): -¿Y qué favor puede usted hacerme?

Volvió a dejar el sombrero sobre el piano, se llevó la mano al pecho como quien alardea de sinceridad, y dio rienda suelta a su atrevimiento:

-Sí; favor grandísimo, porque me hace daño, me da pena, no puedo verla a usted sufrir. ¡Usted que merecía ser tan feliz!

-¡Y lo soy! En fin... ni debo ni quiero escucharle a usted. ¿Con qué derecho me habla usted así? ¿Qué he hecho yo que lo autorice?

-¿Feliz una mujer como usted, toda alma, toda poesía, con un hombre como ése?...

Le miró despreciativamente y en seguida se dirigió hacia el cordón de la campanilla, con ánimo de mandar al criado que le trajese el gabán. Él la detuvo, diciendo con la mayor audacia:

-No llame usted. En todo escándalo quien pierde es la mujer. Ya me voy. Algún día me dará usted la razón y comprenderá usted la rabia que... lo disculpable que esto es cuando se ve a una señora como usted, olvidada, postergada a una perdida, a una tía de la calle.

-¡Mentira!

-Sí, sí; verdad, verdad -repetía él en voz baja. Gracias a que no tienen ustedes hijos; si los tuvieran llegaría un día en que no podría usted darles de comer.

A la indignación que en ella despertó aquella villanía sucedió en seguida la curiosidad; pero no tuvo que preguntar nada: él siguió hablando:

-Sí; con una aventurera, Luisa la Rubia, la conoce todo Madrid. Yo se la enseñaré a usted en los conciertos del Retiro.

Trocada de pronto la ira en humillación, Plácida bajó los ojos y con la garganta seca por el sofoco, resuelta a no oír ni hablar más, le dijo:

-Bueno, será verdad; pero yo le ruego a usted que me deje...; me siento mala; además, en fin, a usted no le importa nada de esto.

-¿Que no me importa? -repuso Luis colocándose en postura de galán dramático. -¡Ingrata! Pues ¿por qué sufro?... Si usted supiera!... ¡Desde que la conozco a usted!...

Entonces le miró frente a frente, se irguió con un gesto de sublime desprecio, y contestó bajando la voz:

-¡Basta! Si Fernando lo supiera, le mataba a usted... ¡Y estando yo sola no vuelva usted a poner aquí los pies!

Tales fueron su actitud y su expresión que él, sin atreverse a continuar, salió diciendo:

-Ya sabe usted cuál es mi disculpa: el tiempo la convencerá de que no he mentido. Y sobre todo, pregúntele usted que con qué dinero paga los trajes de la bribona, y el abono del coche y todo lo demás.

Luis salió convencido de que nunca lograría nada de aquella mujer: ella, al quedarse sola, se arrojó llorando sobre el sofá

...No había mentido. Fernando la engañaba miserablemente. Sus halagos, su transformación, sus zalamerías eran una farsa indigna. ¿Qué debía de hacer? ¿Procurar en seguida una explicación con Fernando? ¿Y cómo decirle el medio por que supo el engaño sin hablar de la osadía de Luis? Mejor era callar. Además, ¿serían relaciones formales, o aventura pasajera? ¿Y si cometía la torpeza de irritarle el deseo por la contrariedad? La idea de que la querida le costase dinero le parecía cosa secundaria. ¡Ah!, otra cosa sería si tuviera hijos. Con lo que no estaba dispuesta a transigir, era con la perspectiva de la mentira perpetua y el adulterio consentido y denigrante, con el odioso engaño de las almas y el reparto asqueroso de los cuerpos. ¡No, y mil veces no! No compartiría con una mujerzuela las caricias de Fernando: no le importaba perderlas; pero no se resignaría a comer migajas de festín ajeno, ni a que su belleza sirviese, de término de comparación con otros encantos. Pensó que si ella fuese la culpable en vez de serlo Fernando, franca y sinceramente le diría: «No, no quiero ser de dos al mismo tiempo: tengo la lealtad de mi delito.» Y al dejar que así volara su imaginación, al admitir la posibilidad de la falta, un nombre se le vino al pensamiento, y sus ojos creyeron ver a un hombre como si le tuviese delante, y se tapó el rostro con las manos, turbada y trémula, antojándosele que su conciencia, de juez y acusador que estaba siendo, se acababa de trocar en criminal...

Cuando llegó Fernando le recibió quejándose de dolor de cabeza para explicar el aplanamiento que sentía, ocultando su pena, resuelta a disimular hasta que plenamente se convenciese él de su desdicha. Fernando se mostró aquella noche tan afectuoso, que ella estuvo a punto de confesarle su sufrimiento con lágrimas en los ojos y de pedirle que declarase no querer a otra mujer; mas al sentirse presa entre sus brazos y tocada por sus labios, se le antojó que recibía besos de desecho, restos de otro amor, y sin poderlo remediar, sintiendo torpe curiosidad le estrechó con ansia oliéndole, aspirando con avidez su calor, como queriendo descubrir algún perfume, algún aroma, algo que delatase el contacto de otro cuerpo. Luego le abrazó con más fuerza, y rompió a llorar convulsivamente, a modo de niña nerviosa a quien quitan un juguete.