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ArribaAbajo- XXVII -

Una propaganda simpática


Si hay una manera efectiva y afectiva diligente y práctica de propagar una lengua, es sin duda la empleada por monsieur Maurice Damour en la Luisiana.

Monsieur Maurice Damour, diputado por el primer distrito de Mont-de-Marsan, acaba de embarcarse en el Havre para América. Va a continuar una tarea por todo extremo simpática, emprendida hace algunos años.

Era monsieur Damour vicecónsul en Nueva Orleans, y a fuerza de percibir a cada paso la palpitación del espíritu galo que anida aún en aquella tierra, descubierta en el siglo XVII por franceses y habitada aún por descendientes de los primeros pobladores, vínole la idea de aumentar la influencia intelectual de Francia y con ella los intereses franceses en toda la Luisiana.

Para que su carrera consular no le impidiese realizar sus deseos, pidió al ministro de Relaciones que lo dejase en disponibilidad, y al propio tiempo logró que el ministro de Instrucción pública le confiase la misión de renovar la lengua francesa en la Luisiana.

¡Cuántos esfuerzos hechos desde entonces con la más afectuosa tenacidad por monsieur Damour!

Pero los resultados fueron tales, que tienen por fuerza que halagar en sumo grado el ímpetu generoso del propagandista.

Después de muchas reuniones y conferencias; después de una campaña perenne llevada a cabo con la palabra y con la pluma, monsieur Damour ha logrado agrupar a los descendientes de franceses, que habitan la Luisiana, y organizar con su ayuda desinteresada, solamente en las escuelas públicas de Nueva Orleans, 50 clases donde, se enseña la lengua francesa, que es para la mayor parte de los habitantes la lengua materna, la lengua de los abuelos.

El año pasado, el Gobierno francés, reconociendo los inmensos servicios hechos a la causa nacional por Damour, le votó, a propuesta de Paul Deschanel y con cargo al presupuesto de Relaciones Exteriores, una subvención de diez mil francos «para estimularlo a continuar su labor patriótica».

Recientemente, monsieur Damour fue electo diputado por Mont-de-Marsan, conforme me expresé arriba, y con este mandato la índole de sus labores tenía que tomar, otros rumbos. Pero tanto el ministro de Instrucción pública, monsieur Doumergue, como el de Relaciones Exteriores, monsieur Pichon, apelaron a su patriotismo, pidiéndole que no abandonase, a pesar de su puesto legislativo, la obra emprendida en la Luisiana.

Monsieur Damour se embarcó, pues, de nuevo para aquella que fue tierra francesa, con el propósito de extender su propaganda a todas las ciudades y a todos los pueblos de la Luisiana, y de buscar un hombre abnegado e inteligente que le reemplace.

Como el impulso capital está dado, la obra continuará creciendo y acabará por hacer una de las más bellas porciones del territorio americano, gracias a la libertad de las leyes de la gran República, una colonia mental de Francia.

Y ya sabemos que quien dice mental acaba por decir económica.

Se empieza por aprender bien el idioma de Francia, y se acaba por venir a París, por gustar la cocina francesa, por consumir los productos franceses, por ser, en fin, «parroquiano» de Francia.

Los alemanes, que tienen un admirable sentido práctico, comienzan siempre por fundar escuelas de alemán en los países que quieren conquistar económicamente. En España misma hay excelentes escuelas alemanas donde se instruyen muchos niños españoles que aprenden a estimar a Germania y que acabarán por ser consumidores de sus productos.

No se compra ni se vende sino hablando, y mientras mejor se habla, mejor se compra y se vende.

Esto ya lo sabía sin duda monsieur de la Palice, pero parece que lo ignoran aún muchas gentes que desdeñan la difusión de su propio idioma.

Si hay idiomas comerciales es porque antes ha habido idiomas literarios. El idioma se difunde esencialmente por medios literarios, llámense cátedra, conferencia, libro, revista o diario.

*  *  *

Los españoles colonizadores de México, según me hacía notar con justicia un amable corresponsal anónimo, al cual me he referido ya dos veces en estos informes, no se preocuparon en lo general mucho que digamos de la correcta difusión de su idioma. Así se veía -y se ve- que el hijo de un español que habla bien regularmente el castellano, hable mal el mismo con deficiencia de términos y mayor deficiencia prosódica aún, sin que a su padre le choque ni mucho ni poco esto.

Siempre encontrarán padre e hijo la manera de entenderse.

La verdadera difusión del bien hablar es, pues, reciente en México; tan reciente como la renovación de nuestros sistemas de enseñanza, y si nuestra lengua se depura y embellece lo deberá exclusivamente a los procedimientos literarios que se empleen.

El ideal sería que todo libro de enseñanza, así como va siendo un primor de impresión, un primor de ilustración, un primor de método, un primor de pedagogía actualísima, fuese un primor literario: que antes de declararse texto una obra, por elemental que fuese, se viera si además de estar bien metodizada y bien informada, estaba bien escrita, sencilla pero limpiamente escrita.

De esta suerte, el libro que le lleva al niño indígena el pan científico, le llevaría el pan literario al propio tiempo.

Aprendería el indio muchas cosas, sí, pero además aprendería a expresarlas.

Los barbarismos de una obrita elemental, por pedagógica que ésta sea, dañan enormemente. Están destinados a fijarse en memorias frescas y a un uso activo en el indispensable ejercicio de la lengua.

Por tanto, hay que evitar, a todo trance, estos barbarismos.

Sentiría yo mucho que cuando digo la palabra literaria alguien entendiese retórica!

Yo no quiero -líbreme Dios mil veces- obritas de texto retóricas o pedantes.

Yo quiero que el estilo docente sea siempre sencillo, pero que sea estilo; que el maestro que va a tratar no importa qué ramo de enseñanza, la historia de México, por ejemplo, conozca a fondo este ramo, sepa desmigajarlo bien, según la categoría mental de la clase de alumnos a quienes se dirige, y además sepa escribir su idioma.

Yo no sé el valor pedagógico que se les dará a los libritos de historia elemental del maestro Sierra (a mí me parece lo tienen grande); pero sí puedo decir que es un encanto leerlos. Pasa con ellos lo que con el teatro para los niños que soñaba Benavente: que instruyen a los chicos y encantan a los grandes (a veces también instruyen a los grandes...).

Pues ¿por qué no se han de escribir, siguiendo ese alto ejemplo literario de don Justo Sierra, todos los libros que en México se destinan a las escuelas?

Así, la difusión del idioma, tal cual debe ser, alcanzará su máximum. Así, los niños, al propio tiempo que aprenden las innumerables cosas elementales que necesitan aprender, se forman un estilo, y cuando llegan a las clases de literatura, llevan ya en embrión una cosa preciosa: el gusto, y poseen una facultad mas preciosa aún: la de expresarse bien.

Pero observo que me he apartado un poco, sin querer, de monsieur Damour. Dejémosle por ahora en Nueva Orleans y felicitemos a Francia, que tiene cónsules de ese nivel patriótico y mental.