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ArribaAbajo- XXXII -

El Congreso de la Poesía y la Academia de los Poetas


El famoso y nunca bien ponderado Congreso de la Poesía fracasó, por fin, definitivamente.

A lo que parece, una de las circunstancias sine qua non para que esta gran Asamblea de jilgueros tuviese verificativo, era que se celebrase en Valencia, «la ciudad de las flores».

Hemos convenido desde hace mucho tiempo en que el escenario forzoso de la poesía ha de estar compuesto de flores, pájaros y mujeres bonitas.

¿Por qué?

Nadie acertaría a decirlo. Acaso porque el lugar común es el barco que más anclas echa en el mar de nuestro pobre espíritu, moldeado por las convenciones.

¿Qué necesidad tiene la Poesía de colorines, de telones de boca y de fondo, cuando ella misma lleva consigo todo el vestuario?

Ponedla en los yermos árticos o antárticos, y allí cantará. Envolvedla en noches, en brumas; vestidla de desolación, y así cantará.

Pero el clisé triunfó en esta vez y además del clisé había el deseo de añadir a las fiestas valencianas, con motivo de la clausura del certamen, una nota gaya.

El Congreso, por tanto, debía irrevocablemente celebrarse en Valencia.

De allí que se transfiriese nada menos que cuatro veces, en el espacio de poco más de un año.

De allí que se transfiriese, sí, porque aun cuando a ustedes les escandalice la enunciación de un hecho, este hecho es todavía de una verdad incontrovertible: los poetas en plena mañana del siglo XX, por lo general no tienen dinero. Bien sé yo que los poetas sajones y aun los franceses sí suelen ser ricos; pero en España y en nuestras Américas, quien se desposa con la Poesía debe estar inflamado por un amor semejante al que nuestro seráfico Padre San Francisco experimentaba por la pobreza.

El activo, el enérgico, el infatigable Mariano Miguel de Val se percató pronto de esta imposibilidad pecuniaria y arregló las cosas de manera que los poetas pudiesen ir a Valencia por muy poco dinero.

Ya que el Pegaso, alirroto probablemente, o poco avezado a los caminos de la tierra, se negaba a prestarles el modesto servicio de un viaje gratuito a la bella ciudad que conquistó el Cid, los insípidos y lentos ferrocarriles disminuirían para ellos sus tarifas... Pero ni aun así -¡oh dioses- podía ir, no digo la totalidad, sino la mayoría de los poetas!

Sin embargo, contando con los que hay en Valencia (que son muchos) y con los menos desfavorecidos de la fortuna -españoles e hispanoamericanos (que son pocos)- había un número suficiente para que la Asamblea se efectuase con decoro.

Sólo que una de las condiciones que los poetas imponían para el Congreso, era que lo presidiesen los Reyes: la Reina sobre todo. Entiendo que en esto, los que me leáis estaréis de acuerdo con los poetas españoles.

Cuando se tiene una reina tan guapa como la reina Victoria -una de las más bellas soberanas de Europa- rubia como un mediodía de Madrid, de tez más suave que el más suave jazmín sevillano, ella y sólo ella debe presidir una gaya junta.

Pero tal presidencia no fue posible.

Además, el Rey, cuya intención era permanecer cuatro días en Valencia, tuvo que reducirlos, a última hora, a tres.

La Junta organizadora de los festejos valencianos, naturalmente, hizo esfuerzos enormes para que todos los actos del programa se verificasen en esos tres días.

Y, naturalmente también, al pobre Congreso de la Poesía le tocaba el tiempo más justo posible. Fue desposeído por las demás Corporaciones, al grado de que apenas lo quedaran una o dos horas... Ya sabemos de antiguo que cuando se trata de reparto los poetas llegan siempre tarde. Y si por casualidad llegan temprano, no por eso se les da más.

La ración que el repartidor encuentra congrua para ellos, es invariablemente mínima.

Mas en esta ocasión los poetas protestaron y, cortés pero enérgicamente, dijeron a la Junta de festejos: aut César aut nihil.

Como no era posible, por otra parte, darles más tiempo, pues que todo el mundo se había repartido febrilmente las setenta y dos horas de los tres días de marras, el Congreso no se celebró.

*  *  *

Pero Mariano Val no es hombre que retroceda por tan poco. Si el Congreso de los Poetas (que, como dije a usted, había de ser preliminar para la fundación de la Academia de la Poesía) no se celebraba, la Academia famosa se fundaría quand même.

La infanta doña Paz presidiría la sesión inaugural de esta Academia, sesión que habría de efectuarse en el Ateneo.

Y así fue, como verá usted por la siguiente breve crónica que copio de un diario importante:

«La solemnidad celebrada ayer tarde (4 de noviembre) en el Ateneo, constituye el preliminar para establecer en España una «Academia de la Poesía».

»Realizará, entre otros laudables fines, la «Academia de Poesía española» una protección resuelta a los poetas que carezcan de recursos para publicar sus obras, que son casi todos los poetas desde que en el mundo se versifica. Si vamos a juzgar de los vates actuales y venideros por el número que suscitan ciertos concursos, es indudable que la Corporación naciente tendrá una horrenda tarea seleccionadora.

»La infanta Paz, exquisita cultivadora de las letras, así en prosa como en verso, presidió el acto de ayer, que dio principio con un breve y razonado discurso del señor Val, exponiendo las ideas que habrán de presidir a las ocupaciones de la Academia. El señor Val dedicó a la infanta ilustre elogios merecidísimos.

»A excepción de la señora doña Blanca de los Ríos, afortunadísima investigadora de nuestra literatura clásica, que leyó un hermoso estudio acerca de la poesía en la Historia, y de la sentidísima impresión de la infanta Paz sobre La poesía del hogar, que fue aplaudidísima, todos los demás trabajos que se leyeron estaban escritos en verso.

»Francisco Villaespesa leyó briosamente nueve sonetos excelentes.

»El tema La poesía del pueblo sirvió a Manuel Machado para concentrar en intensos versos el alma compleja de aquel a quien con razón se ha llamado el «primer poeta». Enrique de Mesa condensó en preciosas cuartetas de corte clásico La poesía de la Sierra. Los hermanos Quintero contribuyeron a la fiesta con un panegírico al poeta de las Rimas. Antonio Zayas leyó una composición vibrante, digna de figurar entre las mejores de entre las suyas, y don Ángel Avilés cantó en dos buenos sonetos La poesía de la patria.

»La fiesta, en suma, resultó muy grata y de buen augurio para el designio que persigue».

Este designio no tardó en cristalizarse, como verá usted, asimismo, por la siguiente crónica que también me permito reproducir:

«LA ACADEMIA DE LA POESÍA ESPAÑOLA

»En la secretaría del Ateneo de Madrid se ha celebrado, bajo la presidencia de don Salvador Rueda, una reunión para la aprobación de los estatutos de la naciente Academia de la Poesía.

»Asistieron las señoras condesa de Castellá, doña Blanca de los Ríos, doña Sofía Casanova y los señores Rueda, Martínez Sierra, Villaespesa, Machado, Ortega Morejón, Val, Mesa y Brun. Los señores Vicenti, Zozaya, Avilés, Fernández Shaw, Répide, Godoy y Zayas enviaron sus delegados a fin de adherirse a los acuerdos que se adoptaran.

»Por unanimidad fueron elegidos académicos de número, los 33 señores siguientes:

»Don Joaquín Álvarez Quintero, D. Serafín Álvarez Quintero, D. Ángel Avilés, D. Jacinto Benavente, D. Luis Brun, D. Emilio Carrere, doña Sofía Casanova, D. Cristóbal de Castro, D. Ricardo J. Catarineu, D. Carlos Fernández Shaw, D. Ramón de Godoy, D. José Joaquín Herrero, D. José Jurado de la Parra, D. Juan Ramón Jiménez, D. José López Silva, D. Antonio Machado, D. Manuel Machado, D. Eduardo Marquina, D. Gregorio Martínez Sierra, D. Enrique de Mesa, D. José María Ortega Morejón, D. Antonio Palomero, D. Ramón Pérez de Ayala, D. Pedro de Répide, doña Blanca de los Ríos, D. Francisco Rodríguez Marín, D. Salvador Rueda, D. Mariano Miguel de Val, D. Ramón del Valle Inclán, D. Alfredo Vicenti, D. Francisco Villaespesa, D. Antonio de Zayas y D. Antonio Zozaya.

»La Comisión Administrativa quedó constituida en la siguiente forma:

»Presidente, D. Alfredo Vicenti.

»Vicepresidentes: D. Ángel Avilés, D. Jacinto Benavente, D. José Joaquín Herrero y D. Francisco Rodríguez Marín.

«Vocales: D. Eduardo Marquina, D. Salvador Rueda, D. Ramón del Valle Inclán y D. Francisco Villaespesa.

»Bibliotecario: D. Gregorio Martínez Sierra.

»Archivero: D. Manuel Machado.

»Secretario: D. Mariano Miguel del Val.

»Vicesecretarios: D. Enrique Mesa y D. Luis Brun.

»Aprobáronse y firmáronse los estatutos que, en cumplimiento de los preceptos legales, ya han sido presentados al gobernador civil.

»En las primeras sesiones que se celebren se ultimarán las listas de académicos honorarios y colaboradores.

»Quedaron nombrados académicos correspondientes fundadores todos los adheridos al Congreso Universal de Poesía, declarándose exentos de abonar la cuota de entrada y los derechos expedidos de título.

»Dentro de pocos días aparecerá el primer libro de la Academia. Contendrá todos los trabajos leídos en la solemne sesión del día 4, celebrada en el Ateneo de Madrid bajo la presidencia de la infanta doña Paz de Borbón; contendrá además los estatutos y la lista general de académicos.

»Inmediata labor de la Academia será la formación del Libro de oro Libro de la Poesía, para el que se cuenta con los más valiosos originales.

»Pero antes que nada se harán las gestiones relativas al domicilio de la nueva Corporación que se instalará pronto en uno de los sitios más céntricos de Madrid».

*  *  *

Ni un solo nombre de poeta hispanoamericano en esa lista de 33 académicos.

¿Por qué? Porque los señores Machado, Marquina y Martínez Sierra (tres emes... meticulosas) se opusieron terminantemente a que se nos considerase a los poetas hispanoamericanos como poetas españoles.

¿Acaso porque escribimos en un dialecto especial?

Puede ser, por más que en ese dialecto hayan pensado Díaz Mirón, Rubén Darío, Justo Sierra, Luis G. Urbina y Leopoldo Lugones, poniendo en sus versos la totalidad del ritmo y de la magia del español.

El criterio reciente no era ese, sin embargo, en España.

Al poeta no lo nacionaliza la tierra donde nació: lo nacionaliza el idioma en que compone, ya que es el idioma el instrumento por excelencia de la Poesía. Se puede ser pintor argentino, mexicano, español; pero no se es más que poeta castellano o de lengua castellana.

A Rubén Darío y a mí se nos ha repetido esto muchas veces en Madrid.

Y la razón debe ser segura y convincente, cuando sabemos, por ejemplo, que a don José María de Heredia, criollo cubano, hijo de español, nacido en la Isla cuando ésta dependía de la Península, es decir, cuando era tierra española, jamás, que yo sepa, se lo ha considerado como poeta español.

¿Por qué? Pues, sencillamente, porque componía en francés.

Poeta francés fue, en cambio, sin que a nadie se le ocurriese negarle tal calidad, y la Academia francesa confirmó esta nacionalidad, no sólo legal, sino literaria, abriéndole sus puertas.

Me apresuraré a decir que los señores Marquina, Machado y Martínez Sierra han procedido, en mi concepto, guiados por un criterio sincero (lamentable quizá sólo para las futuras relaciones intelectuales entre España y América, que habíamos convenido en estrechar y que diz que debían favorecer a la unidad de nuestro común idioma).

Tan sincero es su criterio, que están, según sé, por completo de acuerdo en que a algunos poetas americanos (muy pocos, pero de seguro que entre ellos no faltará Rubén Darío) se les nombre «colaboradores».

Yo criticaría la Academia. Diría que si tiene éxito, los poetas que la forman acabarán por academizarse, y que ésta es la peor cosa que puede sucederle a un poeta.

Pero, una de dos: o yo soy nombrado colaborador (parece que sí) o no lo soy.

Si soy nombrado colaborador (y vaya si colaboraré al Congreso), se diría que critico ingratamente a quien me distingue; y si no soy nombrado colaborador, se diría que siento despecho.

Y como, en realidad, en mi sincero amor a España yo no siento más que lo que he sentido siempre: un gran deseo de que en ella vuelva a ser grande todo, hasta los poetas, me limito, señor ministro, a informar a usted, como es mi deber, acerca del Congreso de la Poesía, para el cual, por cierto, usted tuvo la amabilidad de nombrarme representante de nuestra muy amada México.