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- VII -

     CUENTAN las historias de aquellos felices tiempos, en que las verdades del Islam eran todavía reconocidas y proclamadas en Al-Andalus, y en que todo parecía por disposición suprema del misericordioso Señor de ambos mundos (�ensalzado sea!), preparado para resucitar el poderío de los siervos de Mahoma, a quien Allah bendiga, renovando las glorias del poderoso Omeyya An-Nassir, vencedor de los cristianos en tantos y tan reñidos combates,-que jamás el sol, desde que allá por las regiones del Oriente asoma derramando salud, vida y alegría, hasta que se oculta en los profundos senos del mar de las tinieblas por el Occidente, alumbró complaciente felicidad más completa que la que inundaba los corazones de Aixa y del soberano Amir de los muslimes granadinos, ni que la luna misteriosa, como pupila vigilante del Omnipotente, y lámpara encendida delante de su templo celestial, sorprendió ventura más verdadera que la gozada por aquellos seres, nacidos en esferas tan distintas, y destinados desde su cuna por la mano del Sustentador de las criaturas, a ser el uno del otro en este mundo y en el reservado a los buenos musulmanes.

     De las informaciones hechas por el cadhí respecto de aquellos servidores de la sultana que habían osado atentar contra el pudor y la vida de Aixa, claro y patente resultaba que Seti-Mariem no tenía participación alguna en aquel acto, y que sus intenciones por consiguiente al contribuir al secuestro de la joven, no habían sido tales, pues habrían entonces destruido sus proyectos. Las gestiones hechas en busca de la madre de Aixa por el Príncipe, aunque repetidas con singular insistencia, no alcanzaron igual fortuna; pues mientras recibían por orden del cadhí aquellos desalmados el merecido castigo, no habían los emisarios del Príncipe tropezado con huella alguna merced a la cual les fuera posible descubrir la persona a quien buscaban sin descanso por todas partes.

     La luna de Xagual tocaba a su término: las brisas que enviaba por las mañanas Chebel-ax-Xolair, eran cada vez más frescas, y como promesa de bienaventuranza para el labrador, las nubes habían ya varias veces abierto sus senos, derramando sobre la ciudad y sobre su hermosa vega abundantes raudales de agua, con los cuales llevaba el Darro su caudal crecido, y difundía a su paso la vida por los campos agostados a causa del calor sofocante del estío.

     Todas las tardes, en la hora indecisa en que cierra el sol sus párpados para entregarse al reposo, la bella enamorada del Amir aguardaba asomada al mirador más alto de su casa la llegada del ave mensajera que le enviaba aquél, y que era portadora de inefables delicias para entrambos.

     �Qué alegría inundaba su corazón, cuando por entre las copas de los árboles distinguía confusamente primero las blancas alas de la fiel emisaria, y qué agitación tan grande se apoderaba de ella, cuando la veía detenerse sobre la balaustrada, para de allí saltar a sus hombros y acariciarla con su pico!...

     Si era inmenso el amor que sentía Aixa por el Sultán, no era menor ciertamente el que Abd-ul-Lah la profesaba... Como atraído por misterioso imán irresistible, esperaba con viva ansiedad desde una de las torres que caen al bosque sobre el Darro, el regreso por las tardes de la paloma mensajera; y después, cuando cerraba la noche, sin dar a nadie conocimiento de ello, aunque seguido siempre por sus dos fieles servidores que no le abandonaban a despecho suyo, embozado en los amplios pliegues de su alquicel seguía por la orilla del río y llegaba a las puertas de la morada de su amante, donde era introducido al momento.

     La inacción de la sultana Seti-Mariem, a pesar de las noticias en un principio comunicadas por Aixa, había llegado a borrar en él toda sombra de sospecha; y confiado en su propia estrella y en su valor, no juzgando capaces a sus enemigos de su muerte, se lanzaba en aquella aventura en que gozaba deleites desconocidos e inagotables, como apenas pasada la tormenta, se lanza el ave en el espacio, ganosa de disfrutar en él placeres nuevos.

     Una de aquellas tardes, y en el momento en que la joven se disponía como de costumbre a subir a la azotea de su casa para recibir allí el alado emisario del príncipe, viose de repente sorprendida por la presencia inesperada de la sultana Seti-Mariem, en el mismo aposento en que tantas veces le había a sus plantas Abd-ul-Lah jurado amor eterno.

     Era el último día de Xagual(10), día triste por cierto, en que parecía como que la naturaleza, presintiendo ya la proximidad de la invernal estación cercana, se preparaba al largo y gestador letargo del que por voluntad excelsa del Creador Inmutable debía despertar llena de vida y galas, esplendorosa y bella, en el continuo e incesante laborar del mundo.

     La lluvia benéfica, don precioso de Allah, que fecunda los campos y que espera con ansiedad el labrador, había estado cayendo todo el día: el cielo, opaco, ceniciento, como una coraza empañada; el viento, fuerte, desencadenado en turbonadas que hacían gemir los añosos álamos y tronchaban los jóvenes; el Darro había crecido, y sus aguas negras, precipitadas en vertiginosa corriente, formaban espumosos remolinos aprisionados en el cauce, del cual se disponían a libertarse para esparcirse a uno y otro lado, y sobre las espaldas de la corriente flotaban algunas ramas de árboles desgajados por el vendaval, que azotaba sin piedad a intervalos irregulares las murallas del recinto fortificado de la ciudad, cual si amenazara destruirlas, y que como una exhalación se lanzaba por las estrechas calles encajonado, arrebatando colérico los toldos y las cortinas de las tiendas en el Zacatín y en la Al-caicería principalmente.

     De vez en cuando, el tableteo medroso del trueno, que reproducían los ecos de la colina roja y del Generalife, de Sierra Elbira y del Cerro del Sol, montes cuyos contornos borraba la masa de agua que en diagonales estrías cruzaba el espacio, interrumpía el mortal silencio que reinaba en Granada, y todo hacía semblante de anunciar que aquella noche, cuando las negras sombras que avanzaban semejantes a un tropel de caballos desbocados, impelidas por los golpes del viento cubriesen el horizonte, el horror acrecería sin duda, en especial si el Darro, a juzgar por los indicios, salvaba con sus aguas turbias el pretil que a duras penas lo contenía, inundando la población sorprendida en medio del sueño.

     A la escasa luz que penetraba incierta por la entrecruzada celosía, Aixa reconoció a la sultana en lo arrogante de su apostura y lo majestuoso de su andar; parecía una sombra evocada, más bien que un ser viviente, y lo que más confundía a la joven, era que Seti-Mariem para penetrar en aquel aposento, no había entrado por la puerta, que permanecía cerrada, pues ignoraba la existencia de la comunicación secreta de que aquella solía servirse, y disimulaba la yesería de los muros.

     -�Te sorprende mi presencia a estas horas y en este sitio, no es cierto?-dijo la sultana, comprendiendo lo que pasaba por la niña.

     -Oh señora mía,-replicó ésta,-nada puede ya en realidad sorprenderme viniendo de ti... Aquí a tus órdenes me tienes como siempre, ya que la voluntad suprema de Allah así lo tiene decretado!

     -Pues bien, en ese caso, tomemos asiento, que es largo lo que tenemos que hablar, y los momentos urgen.

     Sentáronse en efecto la una al lado de la otra, y mientras Seti-Mariem se disponía a tomar la palabra, Aixa llena de extrañeza, reparaba en que las ropas de aquella mujer no conservaban huella alguna de la persistente lluvia, que no había cesado un instante.

     -No podrás por Allah, quejarte de mí,-exclamó al cabo la dama.-La luna de Xagual va a desaparecer dentro de breves horas, y durante toda ella, ni te he importunado con mi presencia, ni te he impuesto acto alguno, ni te he privado de ninguno de los goces que el amor del Príncipe te ha proporcionado todas las noches... Libre has sido de hacer de tu persona lo que deseares, y yo no he intervenido para nada... �Es verdad cuanto digo?...

     -Cierto es, señora, y yo no tendría motivo de queja alguna, si no me hubieses privado de mi albedrío...

     -Todas las noches, los buenos genios, tus protectores, han derramado sobre ti benévolos y complacientes, como imagen de la vida futura, los sueños más agradables, y en ellos te han sonreído todas las venturas... Si tú, desventurada muchacha, hubieses recobrado esa libertad que tanto pregonas �habrías nunca podido disfrutar placeres semejantes?... �Habrías llegado jamás a conocer al Sultán?... �Habrías con tus míseros harapos atraído su amor?... Confiesa, así Allah me salve, que de tu fortuna presente sólo a mí eres deudora.

     -Todos los beneficios que recibimos, proceden de Allah, �ensalzado sea!

     -�Ensalzado sea!-repitió la sultana.

     Las sombras habían ido espesándose entre tanto, y como sin duda alguna Seti-Mariem deseaba conocer el efecto que sus palabras producían en Aixa, lo cual impedía la oscuridad en que ambas se hallaban envueltas, dio orden a la doncella para que mandase encender la lámpara, como lo verificaba una de las servidoras de ésta, volviendo a desaparecer discretamente.

     Al propio tiempo, Aixa se sentía consumir por la inquietud: había pasado la hora en que la paloma mensajera debía haber llegado a la azotea, e ignoraba cuál hubiera podido ser su suerte... En el semblante de la niña se transparentaban ingenuos los sentimientos de su corazón, y a la luz de la lámpara, no pudo menos Seti-Mariem de advertir la agitación de que era presa. Fingiendo no reparar en ella, prosiguió:

     -Aunque tengo noticia cierta de cuanto haces, aunque por ella sé que el Sultán todas las noches acude enamorado al lado tuyo, y para que tú misma te persuadas de la imposibilidad de eludir mis órdenes, quiero ser esta noche testigo de tu entrevista con ese abominado engendro, y convencerme por mis ojos y por mis oídos de la verdad, y de la forma en que me obedeces... Pero no te alarmes, añadió.-Tu amante, si lo es, no tendrá conocimiento de mi presencia; pero quiero que tú sepas que yo te observo.

     Y esto diciendo, se alzó del sofá, y con paso mesurado y lento, dirigiose hacia uno de los costados de la estancia.

     Formaba en tal paraje ésta gallardo arco de angrelada archivolta, el cual adelantaba sobre el perímetro general del aposento, para dejar espacio a reducida alhenia; y bien que parecía en realidad falta de comunicación y cerrada de todos lados, cual simulaban acreditarlo el zócalo de peregrino alicatado y las labores no interrumpidas de los muros, oprimiendo la sultana oculto resorte, abriose estrecha puerta allí perfectamente disimulada, quedando al descubierto la negra boca de una galería.

     Había Aixa seguido en silencio a la sultana, quien venía envuelta en los paños de sencilla alcandora de labrada lana, y llevaba oculto el rostro entre los pliegues de la tupida toca que rodeaba por completo su cabeza; y al contemplar abierta aquella comunicación, por ella nunca sospechada, retrocedió temerosa, procurando recordar de golpe si en las plácidas conversaciones que había con el Sultán tenido, sus labios indiscretos habían pronunciado palabra alguna comprometedora.

     -Oculta en esta alhenia,-exclamó la sultana,-podré mirar cuanto hiciereis y oír cuanto dijereis... Ya ves cómo el Sultán no podrá inquietarse por mi presencia, y cuán poco molesta habré de serle.

     No contestó nada Aixa, profundamente preocupada tanto por la circunstancia que le impedía recibir el mensaje del Amir y darle respuesta, como por lo extraño de aquella comunicación, cuya existencia había hasta entonces ignorado.. Así se explicaba cómo la sultana no llevaba señal alguna en sus ropas de la lluvia... �A dónde conduciría la galería abierta delante de ella?... �Qué misterios no encerraría la vida de aquella mujer?... Y al propio tiempo, cómo se convencía de que sus amenazas no habían sido vana palabrería!... Pero �consentiría la misericordia de Allah que se cumpliesen los designios de Seti-Mariem? No podía ser... Todo demostraba lo contrario...

     -�Qué meditas?...-dijo de pronto la dama, volviendo de nuevo a su asiento, y reparando en la preocupación visible de la joven.-�Temes por ventura que tu amante me sorprenda en este sitio?... Oh! No temas... Mi gente está muy bien amaestrada, y antes de que él llegue aquí, no quedará rastro de mi presencia.

     -No es eso, sultana,-replicó casi maquinalmente la doncella.-Lo que me preocupa, es el ver cuán grande es tu poderío, y qué inflexible es tu voluntad en todas las cosas!... Pero dime, por la clemencia de Allah, cuando te hayas por ti misma convencido de que con efecto, el Sultán de Granada, protéjale Allah, es mi rendido amante, �me devolverás por fin la libertad que me has arrebatado?... �Podré salir de aquí y disponer para en adelante sin temor de mi persona?... �Me reintegrarás en mi voluntad perdida?...

     Iba Seti-Mariem a dar respuesta a las preguntas de Aixa, cuando abriéndose sigilosamente la puerta, apareció por ella un esclavo etíope, que sin pronunciar palabra volvió a salirse en el momento.

     Al verle la dama, alzose presurosa del asiento, y haciendo a la niña expresiva seña, corrió a ocultarse en la alhenia, al tiempo que la puerta del aposento volvía a abrirse y aparecía por ella la gallarda figura del Príncipe de los muslimes.

     Despojose éste del gambax que le cubría, y desciñéndose la espada, que colocó sobre un almohadón al lado del gambax, apresurose a estrechar entre sus brazos a la niña, que toda trémula y sin ser dueño de dominar la emoción que la embargaba, había permanecido como clavada en su sitio.

     -�Qué tienes?... �Qué pasa?.. -exclamó el Sultán reparando en la actitud de su amante, quien había procurado volver la espalda a la secreta alhenia, temiendo que el Amir pronunciase alguna palabra inconveniente. Antes de que Mohammad pudiera proseguir, la niña, procurando dominarse, apresurábase a contestar, al propio tiempo que con el mayor disimulo y pretextando recoger algunos cabellos que el abrazo del Sultán había desordenado, le hacía seña de que callase, exclamando:

     -�Qué quieres, señor, que tenga!... Todo el día, como el cielo ha permanecido empañado por las nubes que lo ocultan, mi alma ha permanecido suspensa y llena de sobresalto, temiendo que mis ojos no te verían hoy, y gozasen del beneficio a que les tienes acostumbrados... He tenido miedo, mucho miedo; y cuando escuchaba el rugir del trueno estrepitoso, me parecía que los genios indignados y llenos de cólera conmigo, me privarían de ti... Pero ahora estás a mi lado, y bien puede la tormenta estallar, pues estando contigo, no hay nada que me amedrente.

     No era el Sultán Mohammad de tan menguado entendimiento, como para que al notar el apresuramiento con que su amada le interrumpía, y al advertir sobre todo la seña, no comprendiese la existencia de un peligro. Temeroso de él, cuando había regresado la paloma, llevando todavía el mismo mensaje con que él la había enviado a Aixa, y no acertando a explicarse el suceso, habíase lleno de inquietud apresurado a desembarazarse de sus servidores, para correr en busca de la doncella; pero la presencia del primero de sus guazires que entró en aquel momento para notificarle una de tantas algaradas como los nassaríes de la frontera verificaban en el reino granadino, le impidió realizar su intento, deteniéndole más tiempo del que esperaba.

     Al fin, y ya solo, había echado sobre sus hombros un gambax de lana gruesa, había cubierto su toca con el capuchón del mismo, y colocando en el tahalí la espada, sin cuidarse de nadie, había por el bosque salido a la ciudad y cruzado el Darro por uno de los muchos puentecillos inmediatos al Zacatín, llegando desalado a la puerta de la casa en que vivía Aixa.

     Ni las tinieblas, que ya habían cerrado, ni el agua que caía con violencia sobre él, ni el rugido del trueno, ni el ímpetu del viento, pudieron detenerlo en su rápida marcha; ni reparó siquiera en que el río comenzaba a extenderse por las márgenes, ni advirtió que entre las sombras le seguían, siempre fieles, su katib Ebn-ul-Jathib y el arráez de su guardia personal en el palacio.

     Febril, ansioso, lleno de recelos y zozobras, empapado en agua, llegaba a la puerta del edificio, alcázar de sus amores; así, sin dar respuesta a las salutaciones del esclavo que le facilitó el ingreso, cruzó el jardín no esquivando los charcos formados por la lluvia, y así como el huracán desencadenado, había llegado a presencia de la niña y estrechádola entre sus brazos enardecido.

     �Qué ocurría?... �Qué era lo que Aixa procuraba advertirle?... �Era llegada la hora en que sus parientes ambiciosos habían decretado su muerte?... Pero �qué le importaba todo? Lo que él quería saber, lo que supo desde luego, era que Aixa vivía, que vivía y que le amaba siempre... Lo demás no podía interesarle, teniendo al lado su espada.., Allah la velaba por él, y su amor le daría fuerzas si llegaba el momento de la lucha.

     Contra sus prevenciones, Aixa, recobrándose, estaba con él más cariñosa, más expresiva que nunca. Es verdad que no le daba espacio para interrogarla respecto de la devolución de su billete intacto... Quizás la paloma, acobardada por lo recio del temporal, no se habría atrevido a llevar el mensaje como de ordinario... Pero �cómo era que Aixa no le interrogaba por su parte?..

     Preocupado, triste, pero galante y rendido siempre, Abd-ul-Lah permaneció al lado de su enamorada más tiempo que de ordinario... Quiso Allah que ya a la hora de al-âtema, cesase la lluvia por un momento y que el huracán se enfrenase; y aprovechando aquella tregua que la naturaleza se concedía para volver de nuevo a la lucha que tenía trabada consigo propia, el Amir se despidió de la doncella, y con paso lento abandonó la estancia saliendo a la calleja donde le siguieron como sombras y sin él advertirlo sus servidores.

     Entretanto Aixa, apoyada la cabeza sobre la mano derecha, permanecía reclinada sobre el sofá, con la mirada fija en el tapiz que cubría la cairelada puerta de la estancia, por donde había desaparecido el Príncipe. Olvidada de sí propia, dejando vagar el pensamiento por las regiones desconocidas e inabordables de la fantasía, pesaba en su interior los acontecimientos, y padecía al comprender que en medio de sus frases halagadoras, Mohammad no había conseguido ocultar por completo su preocupación y su extrañeza, sus recelos y su disgusto. �Qué pensaría de ella?... �Le dirían acaso los buenos genios en el silencio de la noche lo que ella no había podido manifestarle?... �Sospecharía otra vez de su lealtad y de su cariño?

     Hondo suspiro entreabrió sus labios, y con marcada repugnancia y nerviosa decisión, antes de que Seti-Mariem hubiese abandonado su escondite, dirigiose a la alhenia donde permanecía oculta, y oprimiendo con mano febril el oculto resorte, hizo girar la puerta, en tanto que con aire resuelto y voz segura, exclamaba:

     -Sal ya, Seti-Mariem! Estamos solas!...

     Avanzó sobre el fondo oscuro la sultana, y al distinguirla la joven.

     -Ya lo has visto, señora!-añadió con amargo acento.-No en vano me dotó Thagut de las armas de la hermosura!... Ya lo has visto!... El Amir de los muslimes, dilate Allah sus días, es el esclavo de amor de Aixa... �No es eso lo que apetecías!...

     -Alabado sea Allah!...-replicó Seti-Mariem.-Ciertamente que, como incauto cervatillo perseguido en la pradera por el cazador, se halla en mis redes preso el enemigo de mi dicha y de la de los míos... Ya es hora de obrar... Es preciso, pues, no esperar más tiempo.

     Al escuchar tales palabras, pronunciadas por aquella mujer con reconcentrado encono y satisfacción mal disimulada, palideció Aixa, y sus ojos se fijaron escudriñadores en el velado rostro de la sultana, queriendo sorprender su pensamiento.

     -Aquí tienes,-prosiguió la madre de Ismaîl presentándole un pomo de vidrio de color que había sacado de entre las ropas,-el medio de conseguir la libertad ofrecida... Este pomo contiene tu dicha para lo futuro... Es llegado, muchacha, el momento de poner fin a tu obra.

     -�Cómo!-exclamó Aixa tomando con ansia el pomo de manos de Seti-Mariem.-�Este vaso contiene mi felicidad y mi dicha?... Habla, sultana... Te escucho con impaciencia!

     -Sí, Aixa: tu felicidad y tu dicha!... Porque mañana, cuando Mohammad venga a buscar en tus brazos la ventura que con tu amor le ofreces, cuando sus labios sedientos de placer se acerquen a las copas donde el dorado vino se contiene...

     -�Comprendo!..-interrumpió Aixa con vehemencia. Cuando venga a mis brazos enamorado, cuando a mis plantas invoque mi amor, cuando sus labios murmuren en mis oídos dulces y cariñosas frases, yo acercaré a ellos esta ponzoña, para que As-Sariel(11) separe su alma de su cuerpo... �No es eso lo que deseas?... �Oh! Nunca, sultana, nunca! Te equivocas!

     Y rápida como el rayo, antes de que Seti-Mariem pudiera prevenir sus intenciones, arrojó con horror lejos de sí el pomo, que, roto en mil pedazos, manchó el pavimento con el venenoso líquido que contenía.

     Sombrío fulgor brilló en los ojos de la sultana; sus facciones se contrajeron, sus manos se crisparon, y avanzando amenazadora hacia Aixa, que esperaba resuelta, asiola frenética de uno de sus desnudos brazos, y exclamó:

     -�Qué has hecho, miserable?.. Olvidas por ventura que te hallas en mi poder, y que a una mirada mía puedo hacerte pedazos?.. �Ignoras que es ya tarde para retroceder?... Por Allah, que no vale tu vida, esclava, el precio de ese líquido que has derramado!

     Y estallando en cólera, sacudió violentamente a la infeliz muchacha.

     -�Tienes razón!-replicó ésta.-Estoy en tu poder!... Te has apoderado de mi cuerpo contra la santa ley de Allah, sin que yo pudiera precaverlo ni evitarlo... pero no eres dueño de mi alma!...

     -�Te niegas, pues, a obedecer mis órdenes?...-rugió fuera de sí Seti-Mariem.-Pues yo te juro por el Profeta, que te has de arrepentir bien pronto!

     Era tan terrible el acento de aquella mujer al pronunciar estas palabras, que a pesar de su energía, Aixa tuvo miedo; temblábale la voz de ira, y sus ojos, como dos puñales, permanecían clavados con feroz tenacidad en el semblante conmovido de la niña.

     -�Qué intentas?...-exclamó ésta con verdadero espanto.

     -�Qué intento!... �Piensas, vil esclava, que cuando voy a recoger el fruto ambicionado de mis desvelos y de mi paciencia; cuando he preparado cuidadosamente el actual momento para asegurar mi venganza y el logro de mis deseos con ella, me ha de obligar a retroceder obstáculo tan despreciable como tu vida?... Cuánto te engañas!... Si el instrumento de mi venganza resiste a mi voluntad, yo sabré aniquilarle!...

     Y con salvaje furia esgrimió en sus manos contra Aixa la afilada hoja de una gumía(12) que había sacado como antes el pomo de entre sus ropas.

     -Mátame si quieres-dijo la doncella;-sepulta en mi pecho ese puñal con que me amenazas... Pero no exijas de mí cosa en que no puedo obedecerte ni exigiste tampoco al prometerme como recompensa la libertad de que me has privado...

     -La libertad!... Sí, voy a darte la libertad!... La libertad eterna!...

     Veloz como el relámpago que con su lumbre cárdena rasgaba sin interrupción las tinieblas en aquella noche espantosa, cruzó por la mente de Aixa salvador pensamiento sin duda, cuando aunque no amedrentada, arrojándose a las plantas de aquella mujer terrible,

     -�Perdón!... �Perdón, en el nombre del Misericordioso!-gritó postrada en tierra.

     -�Perdón?... �Miserable!...-dijo Seti-Mariem conteniéndose-�Piensas conmoverme con tus súplicas?... Sabes ya demasiado, y es muy tarde para que retroceda... �No hay perdón para ti!...

     -Yo soy tu esclava, sí �Tu esclava!... Manda, sultana, y serás obedecida!... Haré cuanto dispongas, y seré muda como el sepulcro!-exclamó la enamorada del Príncipe de los muslimes, sintiendo ya en su pecho el frío del acero.

     -Al fin te rindes!... Por Allah, que malaq-al-maut(13) batía ya sobre tu cabeza sus alas de sombra!... dijo la sultana mirándola con desprecio.-�Así!... �a mis plantas, miserable!-prosiguió.-�Ese es tu puesto!...

     Y sonriendo con malévola satisfacción, continuó al cabo de algunos instantes, durante los cuales, a través del fragor de la tormenta que rugía fuera espantosa, sólo se oyó los sollozos comprimidos de Aixa, a quien aquella escena aniquilaba realmente:

     -Escucha, esclava, y guarda religiosamente en tu memoria cuanto voy a decirte, porque los momentos son para ti solemnes y de tu fidelidad responde tu existencia!... Mañana, �lo oyes?.. Mañana ha de morir en tus brazos el desvanecido Mohammad, y han de ser tus manos mismas las que corten el hilo de su vida maldita!... Si un solo momento vacilares en obedecer mis órdenes, como ahora; si la menor indicación tuya llegara hasta el Amir, y naciera en su alma la más leve sospecha, no serán ciertamente tus lágrimas ni tus lamentos los que salven la vida de ese engendro de Xaytlhan y la tuya!... Pues a tu presencia sabrán mis gentes cumplir mi voluntad mejor que tú, y sobre su cuerpo ensangrentado, caerá después el tuvo!... Escoge!

     Y sin detenerse a escuchar las últimas palabras que, anegada en llanto, sollozaba la infortunada niña, con gesto airado y ademán imponente, abrió la puerta de la disimulada alhenia, y por la oscura galería desapareció como un espectro.



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- VIII -

     NO bien se hubo perdido entre el rumor fragoroso de la tormenta el metálico ruido del resorte que cerraba la puerta de aquella secreta comunicación, alzose Aixa del suelo, donde había como anonadada permanecido durante la pasada y terrible escena, y poseída de invencible espanto, dejose caer desfallecida sobre las ricas almartabas del sofá, tantas veces testigo de sus alegrías.

     -�A qué oponerme-pensaba-a la voluntad irresistible de esa mujer funesta, si es como el huracán del desierto, que destruye y arrastra cuanto a su paso encuentra?... �Qué pueden mis súplicas, qué mi deseo, qué mi astucia y qué el amor que hierve en mis venas, cuando está decretada la muerte de Abd-ul-Lah?... Pero no!... No es posible que Aquel que rige el mundo, que vela por el más miserable de los insectos, y provee y satisface todas las necesidades de sus criaturas, permita crimen semejante!... No mienten, no pueden mentir los buenos genios... Y sin embargo: urge tomar cualquiera que sea una determinación, pues cada hora que se pierde es un siglo en estos momentos!...

     Vencida por el dolor, aniquilado su espíritu por la lucha que acababa de sostener, al pálido resplandor de la lámpara que iluminaba la estancia, parecía la pobre joven aletargada, mientras con prodigiosa actividad su pensamiento recorría los limbos del pasado, evocando memorias sonrientes, que destrozaban su combatido corazón, como las olas del mar enfurecido destrozan los restos del bajel abandonado.

     Consentir ella en las proposiciones de la sultana, ser sus manos las que acercasen aquella ponzoña activa a los labios del Príncipe, por quien estaba dispuesta a sacrificar su vida, era imposible... Tan imposible como permanecer en la inacción, dejando de dar pronto conocimiento a Mohammad de lo que ocurría... Esperar la venida de la paloma mensajera de su amor, era acaso hacer irremediable el daño... Huir de aquella casa, pedir amparo al Sultán, era abandonarle cobardemente y nada resolvía... �Quién podría entonces conocer y penetrar los designios de Seti-Mariem?... �Quién los prevendría?... �No había sido el mismo Amir quien había ordenado que permaneciese al lado de sus enemigos y fingiese doblegarse a ellos?... Si los genios que hasta entonces la habían protegido quisieran ayudarla!... Allah es el refugio en todas las tribulaciones! Allah es el más misericordioso entre los misericordiosos, y no podía autorizar el cumplimiento de las amenazas de aquella mujer implacable!

     En medio de su desesperación y de su abatimiento, sentía vibrar en los oídos Aixa con lúgubres acentos la voz de Seti Mariem, y escritas con caracteres de sangre veían sus ojos sobre el labrado almocárabe de los muros, donde quiera que miraba, en todas partes, las fatídicas palabras de la sultana, que trastornaban su debilitado cerebro. Poco a poco, y tras larga pausa, durante la cual acudieron a él mil proyectos distintos, tan pronto surgidos como abandonados, fue apoderándose de la hermosa doncella extraño sopor invencible: la lámpara, como si una mano invisible hubiera extinguido su claridad misteriosa, pareció para ella sembrar de sombras tenebrosas el aposento: suspendieron la lluvia y el huracán su destemplada cantilena entre las celosías, y todo ruido apagose a la par, no de otra forma que si la diestra omnipotente del Señor de ambos mundos hubiera por completo cesado de sostener los ejes sobre los que descansa el universo.

     En aquel silencio, en aquel reposo repentino de la naturaleza, sintió Aixa cerrarse pesadamente sus párpados; faltó a su pecho aire en la estancia para respirar, y tomando su cuerpo la rigidez de un cadáver, cayó desvanecida sobre las almartabas en que se hallaba reclinada.

     Por sus venas parecía no circular la sangre, y el corazón, hasta entonces agitado, detuvo sus latidos.

     Al cabo de algunos momentos, los ojos de la doncella se abrieron lentamente: su mirada, vaga e incierta, aparecía velada por extraño influjo, y en aquella inmovilidad, semejante a la de la muerte, descorriendo el manto de sombras en que todo se mostraba envuelto, vio de súbito surgir entre las nieblas del pavoroso libro del porvenir, el cuadro sonriente de la alegre comarca donde, felices y tranquilos, transcurrieron los dichosos días de su infancia.

     El sol, regocijado y esplendoroso, derramaba sus ardientes bienhechores rayos sobre la campiña, que aparecía engalanada como para una fiesta: poblaba el aire el rumor apacible de la naturaleza agradecida, y los cielos sonreían de contento... Allí, en medio de aquel edén se veía a sí propia, ataviada rica y lujosamente, como las mujeres dispuestas a recibir su prometido; como la inocente desposada que aguarda al hombre que ha hecho latir su corazón y que ha vertido sobre él el líquido inefable de todas las delicias, el bálsamo del amor, que colorea las mejillas de la joven, que da brillo intensísimo a su mirada y presta alientos a sus labios, más rojos que la amapola del valle.

     Luego, allá en el lejano horizonte, envuelto en nube resplandeciente de oro, confusamente primero, pero después con claridad y fijeza, vio alzarse, risueño y cariñoso como siempre, al gallardo mancebo, Príncipe de los muslimes granadinos, al joven Abu-Abd-il-Lah Mohammad, cubierto de finísimas telas de sirgo bordadas de mil colores y recamadas de brillantes pedrerías: en sus ojos ardientes se retrataba la pasión poderosa que ella había sabido inspirarle, y la dicha inundaba su rostro, bañándole en celestiales efluvios, que hacían resaltar la gallardía del Nasserita.

     Llevaba en sus manos un laúd sonoroso, y de sus cuerdas arrancaba con diestras pulsaciones sentidas armonías, cuyo eco divino conmovía las fibras del corazón de la hermosa. Detúvose la visión ante ella, y toda trémula Aixa, sintió que a sus oídos llegaban, dulces como el suspiro de la brisa, apasionadas como un himno de amor, las palabras que su amante pronunciaba acompañándose con el laúd, pareciéndole escuchar, débilmente repetidos por el aura, los acentos de una casida melodiosa que brotaba suave y perezosamente de los labios del joven Príncipe:



                          �Sultana cariñosa
   del alma mía,
cuyos labios son rosa,
   miel y ambrosía,
   flor delicada
del jardín delicioso
   de mi Granada:
                 ---
�Sal, perla de los mares,
   luz de la aurora,
a escuchar los cantares
   de quien te adora!
   De quien ansía,
para verte, en naciendo
   que muera el día!
                ---
�Sal, lucero brillante,
   sueño encantado!
Sal, que te espera amante
   tu enamorado!
   Sal sin tardanza,
que mi pasión se aumenta
   con la esperanza!�


     Después, cuando el gallardo mancebo se disponía a comenzar enamorado la segunda parte sin duda de su amorosa canción, mientras ella le veía pulsar confiado y sonriente en armonioso preludio las cuerdas del laúd, miró con horror alzarse de entre las sombras misterioso personaje, en cuya diestra brillaba desnuda y amenazadora la gumía con que pocos momentos antes había a ella propia amenazado la sultana...

     Nervioso estremecimiento recorrió todo su cuerpo: sus ojos, asombrados, vieron en silencio levantarse el arma fatal sobre el pecho de su amado, sin que éste, tranquilo y sonriente siempre, pareciera percatarse de la presencia inopinada del misterioso personaje, ni hiciera movimiento alguno para esquivar el golpe.

     Gritar quería en medio de su letargo Aixa para prevenir al mancebo, y en vano luchaba en su espíritu desesperada para apartar el arma mortífera... Al fin, entre angustias indecibles despertó sobresaltada.

     Levantose presa de terrible agitación, teniendo aún delante de sí el cuadro de horror que acababan de contemplar con estupor sus ojos; y, sin darse en realidad cuenta de sus actos, palpó trémula los muros de su aposento en pos de la visión que et perseguía, cayendo al postre y extenuada de nuevo sobre las almartabas del mismo sofá, con el corazón herido por crueles zozobras.

     Al mismo tiempo, y cual si respondiese a algún conjuro, tornó a lucir para ella la lámpara de plata, que derramó a sus ojos templada luz sobre la esmaltada yesería del aposento y sobre los tapices persas que le decoraban, desterrando así las medrosas sombras que en el espíritu de Aixa lo habían invadido; breve instante permaneció la joven como deslumbrada por aquella claridad insólita que la volvía a la vida real, y se llevó ambas manos a los ojos.

     Después, al apartarlas, su mirada, vaga e incierta, se detuvo como atraída por imán irresistible sobre el labrado estuco, y de entre las tracerías y las flores allí fingidas, donde quiera que tornaba la vista, vio destacarse enérgicos en pronunciado relieve e iluminados con mayor intensidad y viveza, los elegantes africanos caracteres de la siguiente leyenda que, con otras varias, resaltaba sobre el ataurique:

                      El auxilio de Allah y la victoria próxima.
Prosperidad continuada.

     Su pecho entonces, agitado profundamente por lo horrible de la visión invocada, se dilató con fuerza: exhalaron sus labios un suspiro, y la sangre, detenida hasta aquel momento en los vasos del corazón, coloreó sus mejillas.

     No era ya posible la duda. Como la vez primera, los buenos genios, emisarios misteriosos de Allah que vagan por el espacio para alentar a los mortales, habían respondido a las excitaciones de su pensamiento, y como entonces también, le anunciaban que la clemencia de Allah favorecía decididamente la causa de la justicia... Triunfaría de las asechanzas de Seti-Mariem; la horrible visión que había contemplado presa de invencible espanto, quimérico ensueño era que no llegaría por fortuna a realizarse; pero, a pesar de todo, �de qué medios podría valerse para hacer inútiles las tentativas crueles de la sultana?... �Cómo evitar las contingencias que podrían surgir y surgirían sin duda de las amenazas de aquella furia, poniendo en peligro la vida de Mohammad?... �El medio!... El medio, cuando tan manifiesta se declaraba la protección divina, se ofrecería él de por sí en la ocasión oportuna... Y llena de salvadora confianza,

     -�Gracias! Gracias!-exclamó cayendo de rodillas sobre el tapiz de terciopelo, mientras levantaba reconocida a la altura las cruzadas manos y los ojos... �Gracias sean dadas a Ti, el Creador de los cielos y de la tierra, el Señor del trono excelso! �Quién sino Tú, da aliento con su mirada al que flaquea, luces al día y esperanzas al desesperado?... �Quién sino Tú, ahuyenta las tinieblas de la noche y hace sonreír el día?... �Quién sino Tú, eterno Allah, podría librar al justo de las iniquidades del malvado?... �Alabado sea tu poder y ensalzado tu santo nombre por todas las criaturas, hasta la consumación de los siglos!

     Tranquila ya, recobró la doncella su aspecto placentero: tornó la sonrisa a sus labios aún descoloridos, y en tanto que acomodaba las graciosas curvas de su cuerpo sobre la bordada seda del mullido sofá, procurando entregarse allí al descanso,-las primeras luces del naciente día penetraban azuladas y lentas por las entrelazadas celosías del ajimez, viniendo envueltas en las primeras ráfagas de la brisa matinal, húmeda todavía, e impregnada en el aroma penetrante de los campos.

     En sus inmensas e infatigables alas, habíase el huracán de la pasada noche llevado prendidas las últimas nubes, y el cielo, despejado y sereno, se extendía diáfano por la inmensidad, halagada por las caricias del sol que aparecía por oriente cariñoso, y como deseando con sus sonrisas aumentar los beneficios de la pasada lluvia, que había absorbido con avidez la tierra llena de agradecimiento.

     La mañana estaba fresca, y aunque en sutiles expansiones, el aura, que se reconciliaba con la naturaleza, agitando las copas de los árboles, aún no del todo despojados de su ropaje, amarillento ya y caduco, introducíase con entera libertad en el aposento donde Aixa, en brazos de reparadores ensueños, gozaba del descanso que harto había menester su cuerpo, atormentado por tantas y tan punzantes emociones.

     Mal cerrada la celosía, no pudo resistir sin embargo los embates reiterados de la brisa, la cual, como huyendo de la luz del sol y cual si fuese zaguero residuo de la pasada tormenta, buscaba dónde esconderse sin duda; y abriendo al fin una de las puertas de aquella, penetró de rebato en la estancia, recorrió sus labrados muros, deteniéndose en cada entalle de matizado estuco, giró en torno de la lámpara, agitándola asida a sus cadenas, contó los pliegues de los tapices, y vino por último a entretenerse en desordenar los rizos que caían sobre la frente de Aixa, despertándola con un beso glacial e insistente.

     Incorporose la doncella entumecida, y paseando en torno suyo la mirada, como si del mundo de los fantasmas hubiese descendido bruscamente al mundo real, alzose del asiento, y corrió al ajimez, recreando los ojos con el espectáculo que ante ellos, desde allí, se ofrecía insinuante. Uniendo luego por misterioso enlace y singular encadenamiento lo pasado y lo presente, acudió a su memoria el espantable ensueño, desvanecido, y poseída de indefinible sentimiento, ya que no te era dado con los sentidos contemplar a su amante, ya que no le era posible correr a su lado, quiso a lo menos que el fatigado espíritu reposase en aquellos objetos para ella tan queridos, y subió precipitadamente a la azotea más alta de la casa, sin hacer caso de los dos esclavos que la servían y que halló solícitos en su camino.

     Cuando desde tal punto, que por lo elevado semejaba el alminar de una mezquita, tendió la vista en torno por aquel hacinamiento de terrados que se dilataba a su vista, y distinguió a modo de profunda cortadura entre ellos, alineándoles, el cauce del Darro, cuyo rumor confuso llegaba hasta ella, y sobre aquella línea inacabable, vio al cabo las altas y rojizas torres de la Alhambra, como tronco y cabeza de la ciudad y asiento de los Sultanes naseritas, sintió dilatarse el pecho, le pareció que era libre y feliz, y un suspiro de satisfacción salió desde sus entrañas a sus labios.

     Allí, frente a ella, levantaba esbelta sus contornos la colina roja, orgullosa de sustentar el maravilloso alcázar de los Jazrechitas, vestida siempre la recia armadura de ladrillos, piedras y argamasa que forman su encumbrada fortaleza, y accidentan con bellos salientes tonos los cubos del recinto que guarda y defiende la Alhambra soñadora, cuyos muros tapizan las sutiles creaciones de las hadas, y cuyos techos cuajaron los genios, cristalizando en ellos prodigiosamente la obra matizada de diestros alarifes.

     Largo espacio permaneció en aquella actitud contemplativa la doncella, puestos los ojos en el enhiesto cerro de la Alhambra,-hasta donde, semejante a la espuma de inmensa ola gigantesca, trepaba en irregulares ondulaciones el caserío,-y el alma toda entera dentro del recinto del fastuoso alcázar, del que sólo la corona almenada de las cuadradas torres desde aquel punto se distinguía.

     Bandadas de alegres pajarillos poblaban el espacio con sus gritos agudos, discurriendo por él con errante vagaroso vuelo, como si unas a otras se comunicaran aquellas aves su alegría al encontrarse después de la tormenta de la pasada noche, y bañarse en los dorados rayos del sol naciente que por los altos del Generalife aparecía, deteniéndose inquietas en los aleros de los tejados, saltando por las azoteas desiertas, y correteando por ellas sin temor en su regocijo. Ligeras y veloces cual saeta, las palomas se engolfaban en aquel océano de luz, y hendían bullidoras los aires en varias direcciones, recreándose en cruzar rápidas cien veces por el mismo sitio, abatiendo el vuelo de repente, y remontándose de nuevo en grupos caprichosos.

     Aquel renacer de la vida, aquella expresión soberana de la libertad, despertó en Aixa sombríos pensamientos, y fijó al cabo su atención, dejando también ella volar inquieta la imaginación por los espacios, mientras seguían sus miradas el rumbo incierto de las aves, las cuales, desde el lugar en que la joven permanecía, simulaban girar sobre la Alhambra en círculos que se iban cada vez ensanchando más, hasta llegar a ella...

     Así le sorprendió en los aires un punto blanco, como copo de nieve, que brillaba a los reflejos del sol, y que, apartándose de las demás aves, caminaba en la dirección meridional en que se alzaba la casa ocupada por la joven. Viole ésta crecer con rapidez inmensa agitando las alas, y al fin reconoció en él, palpitante de emoción, la dulce mensajera de sus ansias amorosas, la cual en breve se detenía delante de ella sobre el antepecho en que la doncella se apoyaba.

     Traía el ave, pendiente de una cinta verde, color en todas partes de la esperanza, una pequeña bolsa de terciopelo oscuro, bordado de oro, con el nombre del Sultán; y alzando en graciosa curva el cuello, inquieto y movedizo, mientras tomaba descenso, dando a su cuerpo ondulaciones elegantes, clavaba con gravedad en Aixa los rojizos ojuelos, como si quisiera de esta suerte comunicarle las noticias de que era portadora.

     Tendió la joven hacia ella la mano, y desatando ligera el cordoncillo que entre el blanco plumaje blandamente se sumergía, y del cual pendía el bolso, apoderáse de éste, encontrando dentro una hoja de lustroso y sonrosado papel, plegada en cuatro dobleces, y en la que el Príncipe de los muslimes había trazado con inseguro pulso algunas líneas, que devoró con avidez febril la doncella.

     En aquel papel, Mohammad enviaba a su amante sentidas quejas: inexplicable había sido para él cuanto la pasada noche leyó de misterioso en la actitud y en las palabras de Aixa, y con el corazón lleno de duelo, ahogado por la pena que todo aquello, vago, incierto, inacostumbrado, le producía, dudando de sus propios ojos, sospechando hasta de sí mismo, al emprender el camino de la Alhambra, su alma era un caos donde se combatían sañudamente encontrados sentimientos.

     Creyó que el amor de aquella mujer que le fascinaba era mentira, y que al faltarle, hasta le faltaba, iluso, el excelso Allah, como si fuera posible que la mano del Omnipotente se apartase de sus elegidos... Sombrío, triste y agitado, en balde pidió al sueño descanso: parecíale que todo giraba en torno suyo, y que As-Sariel había separado su cuerpo y su alma, arrojando éste a los horrores del chahanem desde el sutil puente del assirdth, mientras aquél desaparecía en las húmedas negruras del sepulcro, donde se apoderaban de él para destrozarle todos cuantos seres bullen y se agitan en las entrañas de la tierra.

     Horrible noche, en la que la voz atronadora de los elementos desencadenados, resonaba medrosa dentro de la estancia donde el Sultán se revolvía sobre los almohadones de su lecho, sin alcanzar sosiego, y en la que, más pavoroso aún, resonaba en su espíritu el estruendo de los dolores que le agobiaban; noche a que puso término la aurora, apareciendo sonrosada y fresca, de entre las blanquecinas nubes que desgarraba sonriente a su paso, borrando las huellas de la pasada tormenta, y empujando delante de sí al abismo las tinieblas en revueltos atropellados torbellinos.

     Alzándose del lecho, si hubiera seguido el consejo de su pasión, Mohammad habría volado a los brazos de Aixa, para convencerse de que todas sus penas eran quiméricas fantasías, interrogarla libremente, y recobrar la tranquilidad perdida; pero sobreponiéndose a los deseos que le espoleaban, aunque sin renunciar a su primera idea de pedir a la joven explicación de sus misterios,-el Príncipe con ardorosa mano escribió sobre el papel cuanto sentía, y con asombro de sus esclavos y servidores, corrió él mismo en busca del ave feliz que debía ser portadora de sus ansias, y había tantas veces ya cruzado el camino que separaba el alcázar de los Nasseritas de la morada de la niña.

     Asomado a uno de los rasgados ajimeces de la Torre de Comarex, por la parte del mediodía, contempló afanoso los giros que la paloma describió primero en los aires al ser lanzada por la mano del Amir, viéndola palpitante de emoción hender como una flecha el espacio en la dirección en que confusamente y a la margen derecha del Darro, se distinguía el caserío de aquel barrio de la ciudad, que comenzaba a despertarse.

     -Oh, dichosa avecilla, a quien Allah ha concedido clemente el poder de que ha privado al hombre! Bate, bate tus alas, blancas como el alma pura de mi amada, y llévale mi corazón, llévale mi vida, llévale mi pensamiento: que todo cuanto hay en mí es suyo! Dile cuánto sufro sin verla, sin escuchar su voz, tan suave como el susurro del viento entre las ramas de su jardín, y tan dulce como su mirada, donde todas mis alegrías se compendian!... Dile, por Allah, cuán inmensa es mi pena, cuán grande mi inquietud, cuán profundo mi quebranto, y que una palabra suya escrita, así cual basta un rayo de sol muchas veces para calmar la tormenta, y una mirada del Omnipotente para enfrenar las olas del mar encrespado y revuelto, bastará para calmar mi angustia y mi zozobra!...

     Mientras contaba el Sultán con ardorosa impaciencia los instantes, y pretendía desde el ajimez penetrar con sus ojos la distancia,-leía y releía Aixa entre lágrimas el tierno mensaje del Príncipe, comprendiendo por la emoción que la poseía la de su enamorado en aquellos momentos y en la pasada noche. Llevando consigo la inocente emisaria, a la que colmaba de caricias sobre su pecho, encerrose con ella en el aposento que le estaba reservado, y allí, sobre otra hoja de papel, dejó correr el calam, y con apasionado lenguaje satisfizo las dudas, las inquietudes y las ansias de su amante, declarándole cuanto había entre ella y Seti-Mariem acaecido, y los funestos designios de aquella mujer que perseguía sin tregua ni respiro la muerte del Amir de los muslimes.

     Selló con un beso de sus rojizos labios el billete, y después de doblarlo, colocolo en el bolso, que sujetó de nuevo al cuello de la paloma, y volviendo a la azotea, lanzola en dirección de la Alhambra.

     Pero al mismo tiempo, sintió sobre sus hombros la presión de una mano, y volvió los ojos con extrañeza.

     Delante de ella, majestuosa, como siempre, airada y aún más ceñuda que de ordinario, se hallaba la sultana Seti-Mariem, contemplándola con sardónica sonrisa, y señalando el punto del espacio por donde se había lanzado la paloma, la cual era detenida en su carrera por una flecha disparada con tal acierto, que el animal, herido, caía como un copo de nieve desde la altura, girando vertiginosamente sobre sí mismo.

     -Imbécil!...-exclamó la sultana con desprecio.-�Creías por ventura que eran vanas mis amenazas, y que podrías burlarme fácilmente?... Ya lo ves!... Mientras esa inocente avecilla fue sólo mensajera de tus protestas de amor, nada hice contra ella; pero hoy que conoces mi secreto, hoy que contraviniendo desvanecida mis órdenes tratas de oponerte a mi voluntad, entregando al aire lo que debe permanecer para todos oculto, ya lo ves, tú misma le has ocasionado la muerte...

     Atónita la joven y muda de sorpresa, no halló palabra que responder, comprendiendo la gravedad de la situación y su impotencia en aquellos momentos.

     Lívida, trémula a la par de espanto y de coraje, con la mirada en el suelo y el corazón acongojado, ni lágrimas halló Aixa en sus ojos, como no había encontrado palabras en su lengua para contestar a aquella mujer, que así la atormentaba.

     -Es inútil, por Allah, cuanto intentares...-prosiguió ésta.-Y si no fuese porque necesito de ti, como instrumento de mi venganza, no sería, yo te lo juro, tu suerte distinta de la de ese animal sacrificado por tu rebelde desobediencia... �Cuándo habrás de convencerte de que te hallas en mis redes presa, de que mi voluntad es tu única ley, y de que todo ante ella se doblega y cede?... Resígnate, esclava miserable, y no pretendas luchar conmigo, pues te haré en mis manos pedazos sin compasión alguna!

     Y antes de que la joven volviera de su asombro, volvíale ella desdeñosamente las espaldas, y abandonaba la azotea, dejando a Aixa sumida en un mar de confusiones y de inquietudes, del cual venían a sacarla poco rato después dos de los servidores de la sultana, a quienes debía aquella seguir por orden de ésta.

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