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ArribaAbajoCapítulo V

La prosa narrativa femenina



La novela en su contexto

La crítica tradicional había manifestado una sevicia especial contra la novela del siglo XVIII negando su existencia de manera sistemática y trayendo a escena sólo dos o tres ejemplos, más como muestra fehaciente de lo que no debía escribirse que como voluntad explícita de hacer un recuento objetivo de la misma. Con todo, en los últimos tiempos ha gozado de la fortuna de algunas exposiciones afortunadas, como la del profesor Álvarez Barrientos642, e incluso la fortuna de la reedición crítica de varias obras menos conocidas.

Los lectores del Setecientos expresan el mismo interés que «en el pasado por la novela, como un producto cultural adecuado para el solaz, vigilados muy de cerca por los moralistas que manifestaban idénticos recelos éticos que en épocas anteriores643. Hasta los ideólogos neoclásicos mostraron sus reservas por presentar comportamientos humanos impropios y «con mucha libertad y aun indecencia en cuanto a las costumbres», como indicaba un prudente Ignacio de Luzán en sus Memorias literarias de París (1751)644. Se reeditan numerosas novelas picarescas y los relatos breves cortesanos que tanto agradaron a los lectores del XVII y que en pleno siglo XVIII placen en especial al público femenino, y se vuelve a editar casi al completo el repertorio de las novelistas del Barroco (María de Zayas, Leonor de Meneses, Mariana de Carvajal)645. Este tipo de literatura, de amor y aventuras, siguió vigente hasta finales de siglo para consumo de un receptor menos exigente en los aspectos literarios y formales, pero deseoso de gozar con él de su finalidad lúdica y de ocio. Ofrece una creación formalizada y serializada con los caracteres típicos de la literatura de masas, habitual en estos productos de entretenimiento, sin esperar al nacimiento del relato por entregas del Ochocientos. Ejemplos de esta novela corta y popular son las series del periodista aragonés M. J. Nifo titulada el Novelero de los estrados (1764) destinada al público urbano, o la Tertulia de aldea (1775) de Hilario Santos Alonso y Manuel José Martín, pensada para la burguesía rural.

En el período de final de siglo hasta la Guerra de la Independencia hubo una auténtica floración de novelas, casi todas de consumo, en colecciones seriadas que alcanzaron gran éxito: Colección universal de novelas y cuentos (1789-90), Colección de novelas compendiadas (1788), Colección de novelas escogidas de ingenios españoles (1791), Colección de novelas escogidas de autores de todas las naciones (1795), Colección de novelas extranjeras (1795), El ramillete o aguinaldos de Apolo (1801)... Estas colecciones implicaban la concreción de un tipo de lector asiduo, formado por burgueses, artesanos, mujeres, magistrados, según deducimos de los prospectos informativos y por el carácter de las historias que narran. Ya hemos anotado que aparecieron dos pensadas expresamente para mujeres: Biblioteca entretenida de las damas (1798) y Biblioteca selecta de las damas (1805-1817). Los colectores reunían en ellas obras de distinta procedencia: unas de ascendencia española ya de tiempos pasados, ya originales del presente o traducciones de distinta fuente (francés, italiano, inglés, alemán), fueran meras versiones literales o adaptaciones que buscaban una cierta originalidad como ocurría en el teatro popular.

También existen series escritas por autores conocidos como las de Ignacio García Malo, Voz de naturaleza (1787-1803) siete tomos de relatos breves amorosos y educativos; Veladas de la quinta (1788) de Fernando Gillemán; Vicente Martínez Colomer, Nueva colección de novelas ejemplares (1790), editadas curiosamente bajo el seudónimo femenino de Francisca Boronat y Borja; Las noches de invierno (1796-97) de Pedro María Olive; Antonio Valladares de Sotomayor, Tertulias de invierno en Chinchón (1797-1807), Las tardes de la granja y La Leandra (1797-1807), novela epistolar en nueve volúmenes, que constituyen un conglomerado de numerosas novelas breves.

Otra de las grandes aficiones del lector popular del XVIII fueron los Almanaques y los Pronósticos, un tipo de literatura mixta en el que se combinaban elementos tan variopintos como las previsiones del tiempo, de los astros, sucesos oficiales, curiosidades, casos judiciales, pero que incluían igualmente relatos breves, ya cuentos, ya artículos de costumbres, ya pequeñas biografías de personas ilustres646. Existen numerosas colecciones de autores conocidos o anónimos. Su vigencia fue decreciendo en la medida en que la prensa fue aceptando los mismos temas y ocupando su tradicional espacio.

La renovación de la narrativa en los sectores ilustrados exigía compromisos de distinta índole. Desde el punto de vista formal defendía la utilización de una prosa más llana y natural, alejada de las florituras barrocas, y desde los contenidos exigía un discurso menos imaginativo, incluso realista, pensado con voluntad educadora. En esta dirección va creciendo la prosa novelesca en busca de nuevos caminos al margen de la novela tradicional y, también, orillando los productos populares. Esta renovación viene acompañada de un importante esfuerzo por definir la teoría de la novela, género de límites todavía demasiado imprecisos, al no ser recogido por las poéticas.

En esta empresa hemos de colocar la obra temprana del jesuita José Francisco de Isla autor de los dos tomos de la Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas (1758 y 1768) en la que se hacía una despiadada censura de la figura del predicador tradicional y su lenguaje florido, pensado más para embaucar ingenuamente a la gente que para educarla en su fe cristiana. Tuyo muchísimo éxito, vendiendo la tirada de 1500 ejemplares en tres días. La osadía de las críticas tuvo una respuesta fulminante: la Inquisición puso la novela en el índice primero un tomo y luego el otro que había sido editado de manera clandestina, y sufrió su autor numerosos reproches de quienes se sentían aludidos, de los que pudo librarse gracias a la providencial expulsión de los jesuitas en 1767. La novela, burlesca y satírica, combina elementos de procedencia diversa, desde Cervantes a la picaresca, pinta alguna escena de costumbres bien trazada, pero su lenguaje, aun no siendo tan florido como el de los predicadores que fustiga, adolece de exceso de fantasía y brillantez. Fue también traductor de las Aventuras de Gil Blas de Santillana (1787), del francés Lesage, adaptándola a los valores de la época, realista y educadora.

Los reformadores fueron buscando nuevos caminos a veces en medio de serias dudas. La referencia de Cervantes, realista y crítico, pudo ser para algunos un modelo interesante como cree Cristóbal Anzarena, Vida y empresas literarias de D. Quijote de la Manchuela (1767), fustigador de la educación de los jóvenes, en especial de los que aspiraban a literatos. Otros reconstruyen la vieja experiencia renacentista de las utopías para imaginarse un mundo mejor, aunque no en todas ellas late un espíritu claramente ilustrado: El P. Andrés Merino, autor de la novela moral La mujer feliz (1785), compuso El tratado de la monarquía columbina, escritas en clave conservadora; los Viajes de Enrique Wanton de Vaca de Guzmán son otra muestra.

La novela propiamente moderna hubo de esperar algún tiempo. Los autores más destacados fueron Pedro Montengón y José Mor de Fuentes. El primero, nacido en Alicante en 1745, profesó en los jesuitas, aunque una vez en Italia se secularizó. Entre 1786 y 88 publicó El Eusebio, obra bien recibida ya que llegó a alcanzar trece ediciones e incluso una traducción al italiano. Construye un relato educador escrito sobre el modelo del Emilio de Rousseau, en el que propone una formación laica, estoica, aunque sin negar expresamente la moral cristiana. No lo debieron entender así los censores eclesiásticos que la prohibieron. La empresa narradora de Montengón es muy amplia y abarca otros géneros, practicados todos desde una estética moderna y con una ideología reformadora: el Antenor (1788), relato histórico sobre la fundación de Venecia; la Eudoxia, hija de Belisario (1793), narración histórica y de educación de príncipes; el Rodrigo (1793), novela histórica de tema español; el Mirtilo o los pastores trashumantes (1795), que recupera la tradición pastoril renacentista. También es autor de Frioleras eruditas y curiosas, colección de relatos breves y anécdotas. El zaragozano José Mor de Fuentes es el artífice de una de las novelas típicas de la Ilustración: El cariño perfecto o Alonso y Serafina (1798), relato epistolar con escasa acción y un exceso de doctrina. Podía haber escrito un ensayo, pero hizo una narración, con un cierto tono sentimental, en la que Alfonso y Serafina se escriben sesudas cartas en las que dan un repaso crítico a la sociedad: el teatro, la educación, el matrimonio...

Como puede observarse, muchas de estas novelas fueron perseguidas por la Inquisición, especialmente cuando comenzó su recuperación tras la muerte de Carlos III647. La Iglesia nunca había mirado con buenos ojos ni a la novela, ni al teatro. Las creían disolventes ya por el atrevimiento de los temas ya por la ideología. Los censores estuvieron siempre vigilantes y se convirtieron en lectores privilegiados del texto novelesco. Tampoco podían controlar la avalancha de impresiones de relatos populares, por eso una ley de 27 de mayo de 1799 prohibió editar novelas: «no admitan en adelante instancia en que se solicite licencia para imprimir obras de novelas, y para el cumplimiento de esta providencia se pase aviso correspondiente al señor Juez de Imprentas»648. Evidentemente esta prohibición fue un estorbo pasajero ya que era muy difícil mantener sin esta diversión al lector español, y más imposible todavía contener los intereses económicos y editoriales que giraban en torno a las imprentas.

La literatura ofrece un panorama amplio de narradores (aún podríamos recordar los nombres de Tójar, Céspedes y Monroy, Rodríguez de Arellano, y otros muchos) en una época en la que aumenta el número de lectores. Hay una tendencia a la novela corta agrupada bajo estructuras poco novedosas cuando son creaciones de autor (no siempre tienen que ser originales), y se inclina a la señalización y la entrega en las colecciones anónimas. Predomina el relato sentimental y de aventuras, con un tono moralizador, al menos esa es la impresión que quieren darle cuando lo subtitulan con el rótulo de «novela moral», tal vez para despistar a los censores, pero lejos de la exquisita intención educadora de las novelas ilustradas.

Una mención especial merece una novela que lleva por título Cornelia Bororquia, publicada en París en 1801 y escrita por Luis Gutiérrez. La obra fue prohibida de manera fulminante, según dice el oficio: «debe mandarse recoger al punto y ser sepultado eternamente por contener algunas blasfemias hereticales»649. Esto fue un aliciente para que se hicieran de ella numerosas ediciones, algunas de las cuales pasaron de contrabando la frontera. Gutiérrez escribe un relato en clave anticlerical, en el que se hace una áspera descalificación de la Inquisición (la edición de Madrid de 1812 tuvo como fin colaborar en la campaña contra esta institución represiva, y recuperada luego durante el Trienio Liberal), la Iglesia y la intolerancia. El autor, un fraile trinitario exclaustrado, consigue hacer un texto de gran fuerza crítica en el que se aúnan datos históricos, para darle verosimilitud, y ficciones que dan cuerpo argumental a sus ideas.

La narrativa que florece durante la época fernandina está marcada por la ola de rancio conservadurismo propio de este reinado. Son géneros propios de un Romanticismo conservador, algunos anclados en el sentimentalismo ya cultivado desde finales de siglo (la novela sensible y sentimental, que empieza ya a perder frescura) y otros que inician nuevas andaduras: la novela moral y educativa, la novela de terror o gótica, y sobre todo la novela histórica que acabará siendo la principal fórmula del Romanticismo.

La traducción de novelas extranjeras vino a llenar la insuficiencia de las creaciones originales que demandaba el consumo interno650. La mayor parte de los traductores y editores no buscaban el prestigio literario, sino que su trabajo era una simple operación comercial, en ocasiones amparada por la Real Compañía de Impresores y Libreros. Esta tendencia ya fue constatada por algunos censores que observaban con recelo su expansión: «de algunos años a esta parte se va resucitando España por desgracia el gusto de las novelas y romances; en poco más de tres años se han traducido varias del inglés y del francés; el éxito que han tenido, esto es la utilidad pecuniaria que han resultado a los traductores, ha ido empeñando a unos y a otros en semejantes trabajos», se lamentaba el celoso Salvador Jiménez651. Este fenómeno provocó numerosas quejas, ya que los puristas del lenguaje lamentaban el maltrato que daban al idioma. Pero si en ocasiones se deturpaba, en general esta relación no fue negativa en otros ámbitos ya que sirvió para modernizarlo, hacerlo más natural, y enriquecer el léxico con términos modernos que reflejaban la nueva realidad social. Casi todo se vierte desde el francés, ya sean obras de esta nacionalidad, ya de otros países para los que el idioma galo sirvió de oportuno intermediario. Era una reducida minoría la que conocía el inglés, el alemán, el italiano u otros idiomas modernos. Hubo en este sentido polémicas muy acaloradas y también sesudos ensayos que intentaban orientar el trabajo de los menos cuidadosos.

Como ha señalado la profesora Urzainqui, cada traductor se planteaba su tarea profesional desde perspectivas muy diversas: simple traslación, sinopsis, adaptación, corrección, nacionalización, actualización, paráfrasis652. Como ocurría en el extranjero, las versiones no siempre cuidaban de trasladar literalmente los originales, sino que en la mayor parte de los casos se manipulaba el texto pensando en los receptores españoles, con el decidido propósito de agasajar sus gustos. Por otra parte, como sucedía en el teatro, las fuentes podían ser modificadas para acercarlas a la ideología o a la estética de quien realizaba el trabajo. Algunas sufrían un proceso de recreación tan profundo que se convertían casi en «novelas originales». Pero las opiniones estaban divididas entre quienes exigían respetar los originales o trabajar libremente con la fuente, que se convierte en disculpa para una nueva creación. Para redactar Pablo de Olavide su colección Lecturas útiles y entretenidas (Madrid, 1800-1817, 11 vols.) utilizó fábulas originales o procedentes de fuentes extranjeras. Se cura en salud en el Prólogo afirmando: «Lo que puedo asegurar es que todos los personajes son españoles, que los sitios, las costumbres que se pintan y los sucesos que se cuentan parecen acaecidos en España, de modo que, si alguno de ellos ha sido sacado de libros extranjeros el autor lo ha naturalizado»653, confesiones acordes con su estado de afrancesado convertido.

Encontramos traductores profesionales como Bernardo M. de la Calzada, Luciano Francisco Comella, Antonio Valladares de Sotomayor o Ignacio García Malo, que hicieron abundantes versiones de relatos franceses e ingleses. La época más activa pertenece a la última década del XVIII y a los comienzos del Ochocientos, en la que se vierten numerosas obras de viajes y novelas sentimentales, productos que más interesaban al lector coetáneo. Para conocer la obra de estos traductores sigue siendo útil el catálogo de Montesinos en el espacio de los años finales de siglo654.

No podemos cerrar el mundo de la prosa sin un recordatorio sobre el costumbrismo. El estudio de Juana Vázquez ha puesto en evidencia la importancia del relato costumbrista a lo largo del siglo, más de un centenar de folletos y libros, de carácter muy diverso655. Muchos de ellos son pinturas de la sociedad, o de ciertos tipos y costumbres (a veces tienen una andadura similar a los sainetes) hechas desde la perspectiva ideológica de cada autor, y escritos en ocasiones con motivo de discusiones puntuales contra unas modas u otras. Unos son rabiosamente conservadores que zahieren cualquier modernidad, sobre todo las libertades en el trato entre los sexos y ciertos comportamientos modernos; y otros son progresistas que ajustan su escalpelo crítico sobre los vicios y tradiciones que deben transformarse. De este bando las Cartas Marruecas de Cadalso es el libro más recomendable.




Las novelistas nuevas

La prosa narrativa es el género literario menos frecuentado por las mujeres en el siglo XVIII656. A pesar del destacado precedente de María de Zayas, resulta una experiencia difícil para quien no era conocedor de las estructuras narrativas. En la medida en que la mujer se convierte en consumidora de este género literario, empiezan a franquéarsele también las puertas de su creación. No existe en España una nómina tan constante de novelistas como hallamos en otros países europeos. Obviamente las escritoras de este género quedan en minoría respecto a las cultivadoras de otras fórmulas literarias.


Clara Jara de Soto

La única narradora conocida con obra original era Clara Jara de Soto657. Serrano y Sanz la supone oriunda de Murcia, aunque vivió en la capital durante la segunda mitad del siglo donde frecuentaba los ambientes literarios. En 1789 publicó en Madrid un librito de tipo costumbrista titulado El instruido en la corte y aventuras del extremeño658. Abre el volumen a modo de presentación una «Décima»:


¿Prólogo no llevas? No.
¿Dedicatoria? Tampoco.
Pues te tendrán hoy en poco.
Eso es lo que quiero yo;
no importará nada, no,
que el vulgo me satirice,
pues cuanto mi pluma dice
es la verdad sin pasión,
y así no será razón
que nadie me lo autorice.



La narración se inicia con el encuentro fortuito de un licenciado con un curioso personaje en la ribera del Canal del Manzanares «una mañana de florido mayo de este presente año de mil setecientos ochenta y nueve». Éste resulta ser el extremeño Juan Vegas, natural de Aljucén (en la realidad minúsculo pueblo de Badajoz, en las cercanías de Mérida), que acababa de llegar a la capital del reino. El paleto pueblerino aparece descrito desde el principio con un aspecto ridículo en exceso:

En una grande y cumplida anguarina pardesca, tenía envainado su cuerpo al modo de mortaja; un jubón azul con alguna miscelánea de colores a similitud de guacamayo, calzón de fuelle de paño verde bastante raído, y aun transparentes; polainas blancas con algunos matices atizonados; zapatos de bóveda, asegurados con unas correas; montera parda, y tan cumplida como solideo de cura de aldea; la cabeza rapada a navaja como lego de convento, aunque la mayor parte de ella rasa con una entrada tan ovalada como la famosa fuente del abanico; el cuello de la camisa parecía jareta de calzoncillos de choricero; su estatura demás de nueve cuartas; el rostro lánguido, pálido y seco; el color acetrinado, los ojos hundidos: la nariz larga y retuerta a modo de máscara de coliseo; la boca encogida en las orejas659.



Esta estampa burlesca, redactada en la tradición tipológica quevediana, refleja en clave de humor la deplorable imagen de este tipo anticuado y bárbaro, que llega a la capital a hacer unas gestiones como diputado de su pueblo. El siguiente capítulo lo dedica a contar la «Vida del instruido», narrada en primera persona en relación con el relato autobiográfico picaresco. Se trata del licenciado instruido don Alonso García, nacido en Antas (de Almería, antiguo reino de Granada), formado en la ciudad de Murcia, «digna del mayor elogio, tanto por los buenos ingenios que produce, cuanto por su bello clima» (¿guiño a la ascendencia murciana de la autora?), pero salido de la misma por problemas personales que, después de varias peripecias y aventuras novelescas de resonancias picarescas, sin olvidar episodios galantes, le llevan a la corte.

En el capítulo tercero, sin numerar, se retoma la figura del diputado extremeño y, siguiendo una estructura usual en los relatos costumbristas coetáneos, el licenciado se convierte en su inseparable guía. Se ordena la materia narrativa de los siguientes capítulos ajustando su actividad a los días de la semana durante los cuales ambos protagonistas van visitando los distintos barrios de Madrid, contraponiendo la imagen del paleto y la del instruido. Como novela costumbrista tiene la narradora la oportunidad de describir con paleta castiza y colorista los lugares más sobresalientes del Madrid coetáneo: las calles y plazas (Plaza Mayor, El Rastro, Puerta de Segovia, Huertas, de la Cebada, Puerta del Sol), los paseos (El Prado), los coliseos de teatro, las botillerías, las hosterías y mesones, los mercados, las fiestas populares (San Isidro), la plaza de toros. Todo lo que observa de la realidad capitalina le parece al pueblerino desordenado: «le aseguro que me he quedado bobo de ver que todo Madrid es una confusión, tanto por dentro como por fuera»660, afirma recordando los tópicos de la literatura costumbrista. El desconocimiento por parte del rústico de las normas de convivencia de los modernos capitalinos le deja siempre en evidencia, en particular en asuntos que hacen referencia a las costumbres femeninas, y obliga al guía a dar las oportunas explicaciones: confunde a las «mozas de fortuna», prostitutas que ofrecen su cuerpo al público, con aristócratas lujosamente ataviadas; extraña los sombreros de las madamas a la moda, los falsos lunares y no entiende el lenguaje críptico de sus abanicos; el comportamiento de los cortejos no entra en su dura mollera; las sisas de las fruteras, siempre deslenguadas, de El Rastro le parecen cosas menores; la desvergüenza en el trato de una «majota» con su lindo le escandaliza; confunde a una cómica caracterizada que iba al Príncipe con una divinidad; un titilimundi que distrae a unos curiosos se le antoja una simpleza; las ofrendas florales en el real de San Isidro las tiene por diversiones de moras; el comportamiento en los toros «de las mocitas del tiempo» no es acorde a lo que él esperaba. No es de extrañar que el licenciado tenga que reconvenirle con un «que es necesario tenga más prudencia, pues aquí hay cosas raras que no son lo que parecen»661. La autora describe con gran perspicacia el mundo de la mujer, del que incorpora curiosos detalles (vestuario, costumbres, lenguaje...) que nunca daría un costumbrista masculino. Cuida el lenguaje que sabe diferenciar entre el estilo pulido del licenciado frente a los vulgarismos groseros del extremeño.

La narración, buscando los usos combinatorios de la estética barroca, está cortada con la presencia de composiciones poéticas, de tono popular662, que van rompiendo de manera aleatoria el relato. Unas castizas seguidillas sirven para describir el paseo de El Prado en todo su esplendor urbanístico y humano. La mayor parte, sin embargo, son décimas que funcionan ya de pequeña historia ejemplar sobre lo que se explica, ya de reflexión que deduce de los sucesos que se narran. Así de atrevidos suenan los versos que incluye después de visitar el susodicho paseo de El Prado:


Muchas que en El Prado ves
llenas de dos mil olores,
quieren pegar sus dolores
nacidos del mal francés.
No reservan al inglés,
ni tampoco al italiano,
dinamarqués o prusiano,
ni al catalán, pues su vicio
aún no distingue su oficio
como las llenen la mano663.



La narración se ha convertido en un excelente ejercicio literario para dibujar con pincel vistoso y colorista el pintoresquismo de la sociedad madrileña de su tiempo, escrita en la tradición de Quevedo y de su continuador dieciochesco el catedrático don Diego de Torres Villarroel autor de las Visiones y visitas (1727). Está interesada en sacar de la misma enseñanzas morales, más que reflexiones sociales como practicaba el escritor ilustrado. Puesto el relato en boca de hombres no olvida la crítica a la mujer casquivana y atrevida, o la despreocupación de las madres por el control y educación de sus hijas, como constata la oportuna décima:


¡Oh madres, y qué tremendo
juicio de Dios os espera,
cuando su diestra severa
venga con notable estruendo!
Pero lo que yo pretendo
es el daros a entender
el cómo echáis a perder
vuestras hijas con las modas,
los cortejos y las bodas,
pues todo llegará a arder664.



La figura del paleto, frente a los modelos costumbristas anteriores, se había convertido en un nuevo tipo que exploraba con éxito la literatura comercial. Así la vieja comedia de figurón había encontrado en el mismo un camino adecuado para renovar el repertorio tal como podemos observar en las obras de Luis Moncín, El asturiano en Madrid y observador instruido (1790) o Un montañés sabe bien dónde el zapato le aprieta (1795)665

La autora había cerrado el texto con un «a ti público mío te doy este tomo, y si veo te debe tu aprobación, yo te ofrezco con buena voluntad segunda parte, más instructiva y divertida, para que te instruyas en las máximas de la corte y sepas vivir en ella»666, dadas por una amable forastera «como yo». Desconocemos cuál fue la recepción de la obrita, pero no debió tener mala acogida cuando al año siguiente, 1790, presentó a la censura una continuación titulada Las tertulias murcianas y segunda parte del instruido en la corte que no logró superar los trámites. La opinión negativa de Antonio de Capmany por la Academia de la Historia resulta contundente:

Expresa ser unas novelas en que se propone su autora las de doña María de Zayas por modelo, y que con menos corrección en el estilo, ni felicidad en la invención, tienen todos los defectos de aquéllas, sin un fin moral conocido, sin episodios que instruyan o interesen, sin variedad que divierta667.



Si en el anterior volumen la autora incluía versos, éste añadía, como se dijo en lugar oportuno, una comedia de estilo popular que al censor neoclásico le parecía muy desarreglada en el cumplimiento de las reglas, en la verosimilitud, en la pintura de los caracteres, e incluso en la trama. La reclamación de su representante Blas Antonio Alcolado confirmaba la voluntad de la autora para «enmendar, corregir o quitar todo aquello que se tenga por conveniente», pero no le dieron ninguna oportunidad para sacarla adelante. Se truncó así la vocación de esta novelista del XVIII, de espíritu y vena popular, interesada por los temas costumbristas.

Encontramos en la prensa algún poema laudatorio a su persona, que testimonia que era una persona conocida:



Clara luz que el Jaral del Soto anima,
iluminen tus rayos mi ignorancia
y, cual sutil abeja, su arrogancia
de la perfecta flor el jugo exprima.

Lleve el líquido néctar a la cima,
rindiendo en alto vuelo la distancia
de tu anciano saber al de mi infancia,
y el Parnaso vencido a sus pies gima.

Dulce panal construya de tu escuela
de las fragantes flores que en ti mira
y en tornos repetidos con que vuela

consiga los efectos a que aspira,
siendo la Clara luz que tanto anhela
de la Jara del Soto feliz pira668.






María Egual

El breve volumen de Poesías de María Egual, marquesa de Castellfort, que agrupaba versos y piezas de teatro breve desconocidas guarda todavía una última sorpresa. Bajo el nombre de El esclavo de su dama, novela669, aparece un relato corto del que no teníamos constancia. Narra una historia amorosa entre Lisardo, «caballero principal», y la bella Laura, «bien nacida y de grandes conveniencias» que se desarrolla en el marco de la ciudad de Milán. La relación es bien vista por los padres que abogaban por la boda «para todos conveniente», que se celebró con gran lujo. El joven esposo sufrió un grave asalto por unos malhechores con la intención de robarle, a los que dejó malheridos pero, al llegar la ronda que había acudido al lugar a causa del ruido, involuntariamente dejó malherido a un juez y hubo de ocultarse en un convento teniendo que salir después a escondidas de la ciudad destino a Génova y embarcando luego para Marsella. Dejó a la joven esposa bajo la protección de un tío. Una borrasca arrastró la embarcación hacia Cataluña y se rompió y tuvieron que refugiarse en los alfaques de Tortosa. Arreglado el barco, llegaron a Barcelona. Lisardo, autorizado, por el capitán pudo recorrer sus calles, casas, templos y contemplar «la bizarría de los caballeros y hermosura de las señoras». Pero el barco había levado anclas y dejó al pasajero en tierra. Sin dinero, sin ropa, y en tierra extraña quedó afligido en la ciudad. Un paseante se apiadó de él y le preguntó lo que le pasaba. Este caballero le llevó a su casa mientras solucionaba el problema. Las prendas del viajero cautivaron al protector que le pidió se quedara más tiempo, cosa que acepta en condición de criado, «y también porque tenía una hija el caballero muy parecida a su querida Laura que se llamaba Narcisa, y aunque a él no se le borraba de la memoria tenía aquel alivio mirando cosa que tanto se le parecía»670. Mientras un día distraía su ocio en el jardín tocando la guitarra y cantando, le observaban desde un balcón Narcisa y su madre, quienes le solicitaron que subiera a cantar a su habitación. Con sus habilidades «se granjeó la estimación de sus dueños», y la envidia de los otros servidores. Casualmente uno de ellos le confesó cierto día que había asistido en Milán a la boda de un caballero principal llamado Lisardo que había casado con Juana Esforcia. Y reconociéndose en la historia, se puso nervioso, lloró, se desabrochó la ropa con lo que el criado pudo comprobar «que llevaba pendiente un cordón de oro, un retrato», que vio que se parecía a la joven Narcisa. Pero el criado le acusó ante su amo como si fuera la hija la del retrato y supuesta destinataria de su amor. El caballero quedó «con mucha suspensión y casi dudoso» del atrevimiento de Lisardo de portar el retrato de su hija, y dio crédito a lo que había asegurado el fiel criado. Para deshacerse de él le llevaron a un lugar que estaba a dos leguas de Barcelona, a orilla del mar, para que lo entregase a la justicia con una carta explicativa, sin que él supiera lo que se tramaba. La carta pedía que le echaran al mar, pero le preguntaron qué delito había cometido, y él se disculpó describiendo la verdad de los hechos. No le mataron sino que le liberaron montándole en una barca de pescadores, le dieron los remos para que huyera. Se adentra en el mar luchando con las olas.

Mientras tanto, en Milán su amada Laura y sus padres han recibido la carta en la que les refería sus aventuras y su estancia en Barcelona con el caballero catalán, que le parecía un buen lugar para quedarse «y si Laura quería hacerle el gusto de ir podían vivir en Barcelona». Aceptó, dispusieron el viaje en privado, para que no se enterase la justicia, e inició el camino con su tío y unos criados. En dos jornadas llegaron a Barcelona, envió un servidor para contactar a la casa del caballero catalán. Pero, dando con el criado traidor, éste inventó una falsa historia: que hacía dos semanas que faltaba de Barcelona, y «que se había ido siguiendo a una dama valenciana de quien estaba muy enamorado». La joven esposa se llena de tristeza «por la infeliz nueva». Entró en la ciudad deseosa de indagar mayores explicaciones del criado, que insistió en lo mismo y que obligó a Laura a «que trocase todo el cariño en odio y aborrecimiento y con deseos de vengar sus celos». Todavía de noche, partió hacia Valencia. En el peligroso paso del Coll de Balaguer les asaltaron unos moros y les hicieron cautivos, se los llevaron hacia Valencia con el propósito de conseguir un buen botín. Llegaron a Saler, y sacaron a vender a la hermosa cautiva. Muchos la querían comprar: un turco «muy poderoso y galán» se enamoró de ella en cuanto la vio, la compró y la llevó a casa. La vistió con rico vestido, ella le pidió que comprase a sus compañeros. Por otro lado, el relato vuelve a Lisardo que remando en el mar en el frágil barquillo, es apresado por los moros, y maltratado. También le contaron que habían cautivado a una joven pocos días antes en el reino de Valencia. Y aunque no conocía su identidad, se apenó con la historia «por ser mujer y verla tan afligida». Era ya invierno y le refieren que venderían a la dama valenciana. Laura había ido para divertirse en la orilla del mar «en compañía del moro su galán». Salió Lisardo, «aunque con cadena al cuello y grillo al pie y desdichado traje», que estaba con otra de las presas de los moros por la que se interesaba para que la liberaran. Laura le contempla con la esclava y se pone celosa porque cree que es la dama valenciana susodicha. El ataque de celos dura poco, pues la conversación entre Lisardo y la mora esclava, le permite reconocer a su esposa. Enseguida volvieron a Milán donde celebraron bodas con mucho regocijo, «y da fin a la historia del esclavo de su dama».

A nadie se le escapa la densidad argumental de un relato tan breve. Lleno de casualidades, se pone al protagonista en situaciones límite que es necesario ir superando. El tiempo es pasado, ya que todavía existen moros que asaltan a los viajeros. La geografía es sin embargo reconocible, desde el lejano Milán hasta las tierras próximas de Barcelona y de los espacios conocidos por la autora valenciana. No se hace descripción de los mismos, sólo se nombran para situar la escena. La narradora muestra una cierta impericia a la hora de desarrollar la fábula, yendo de unos personajes a otros de una manera un tanto brusca. Tampoco podemos hacer ninguna afirmación sobre la originalidad de la historia, pues argumentos similares se pueden encontrar en la literatura europea desde Boccaccio.

Estas son, pues, las dos únicas obras originales en la narrativa del siglo XVIII escritas por mujeres. ¿Nos deparará el destino una grata sorpresa con la aparición de alguna que permanezca en el presente olvidada o perdida?






Las traductoras de novelas

La relación de la mujer con la novela se enriquece si consideramos el ámbito de la traducción, según deducimos de los datos que bebemos en las fuentes habituales de Serrano y Sanz y de Aguilar Piñal671. Desempeña esta tarea con entrega en las décadas finales de siglo, acercando al lector español los subgéneros narrativos de moda por esas fechas. Casi todas estas obras se vierten de autores franceses, o si son de narradores de otras nacionalidades, la lengua de Molière sirve por lo general de intermediaria672. Siguen siendo mujeres de la aristocracia, que han tenido contacto más frecuente con los idiomas, quienes desempeñan esta tarea, a pesar de que encuentran colaboradoras puntuales en otros grupos sociales. Se advierte, como ya hemos señalado antes, que desde el punto de vista de la configuración del espacio narrativo de las mujeres importa sobre manera el tratamiento que se haga de la fuente manejada, entre traslación fiel o recreación.

La más temprana traductora de la que tengo noticia es la madrileña Joaquina Basarán García que hizo en 1766-67 una versión de la Historia de Gil Blas de Santillana673 de Alain-René Lesage, en cuatro tomos, que no tuvo la fortuna de ser publicada. La autora tiene conciencia de las dificultades que sigue acarreando la práctica de la literatura para las mujeres:

Bien conozco habrá muchos que me censuren de orgullosa, vana o ignorante, pero no podrán dejar de conocer que mira su crítica dura a una mujer que sin más obligación que el celo por todas las de su sexo manifiesta una diversión a más de positivamente inocente a lo menos provechosa674.



Así pues, la novela de tema español del autor francés había sido traducida mucho antes de que hiciera la suya el jesuita expulso José Francisco de Isla (1787-88), a pesar de que no pudo conocerla. Mejor fortuna tuvo la traslación que llevó a cabo Ana Muñoz de Las conversaciones de Emilia (Madrid, Benito Cano, 1779, 2 vols.) de la que es autora Mme. Live de Épinay, que en la actualidad parece perdida675. Mme. Leprince de Beumont encontró en María Cayetana de la Cerda y Vera, condesa de Lalaing, a su principal promotora en España. En 1781 publicó en Madrid un volumen con sus Obras676. Peor fortuna tuvo cuando intentó editar en 1790 Las americanas o las pruebas de la religión por la razón natural, ya que la cercanía de la Revolución Francesa impidió su aparición al trazar las autoridades un cordón sanitario contra cualquier libro francés sospechoso de heterodoxia como éste que según la censura «defiende la duda metódica», además de mezclar de manera impropia el ensayo con la novela677.

En 1792 aparecía en Valladolid unas Cartas de una peruana, versión de la novela epistolar de Mme. de Graffigny Lettres d'une péruvienne (1752), traducida por María Romero Masegosa678. En una Carta inicial hace algunas reflexiones sobre las costumbres para que no se mal interprete el libro, con la advertencia expresa de que ha suprimido ciertas expresiones y algunos episodios «poco decorosas con nuestra religión», por más que están puestas en boca de una gentil, y aquellas ideas poco favorables a la conquista de América que circulan entre los extranjeros. La autora enriquece la traducción con curiosas notas de tipo léxico, históricas, de costumbres, morales, que revelan, en opinión de García Garrosa, «a una mujer culta, sensata, preocupada por todos los aspectos de la vida de su tiempo, y en especial por la educación de las mujeres; una mujer capaz de opinar sobre todo tipo de asuntos con serenidad, moderación y buen juicio»679.

María Antonia del Río y Arnedo680 tradujo la novela de ambiente inglés original de Charles François Saint-Lambert Sara Th. (1795)681, en tres volúmenes, relato educativo en el que se describen las obligaciones de una madre de familia. A esta versión hacía referencia el impresor salmantino Francisco de Tójar en el prólogo a la Colección de cuentos morales, que incluía algunos relatos breves que procedían del mismo autor francés, y celebraba con elogio la aparición de la «novela inglesa» traducida por de Río y Arnedo682. Con posterioridad editó las Cartas de Madame Montier a su hijo (1796-98, 3 vols.) de Madame Le Prince de Beaumont, epistolario con finalidad instructiva en el que una madre aconseja a su hijo normas de comportamiento moral y social.

Mayor resonancia consiguió la versión parcial del Viaje al interior de la China y Tartaria (Madrid, Sancha, 1798)683 del embajador inglés Jorge Stannton, publicado bajo las crípticas siglas D. M. J. L., realizando la versión a través de un intermediario francés. La censura del profesor Pedro Estala nos permitió descubrir su verdadera identidad que resultó ser María Josefa Luzuriaga vecina de la corte:

Por lo que hace al mérito de la obra es en extremo útil por las importantes noticias que contiene relativas a la navegación, geografía, comercio, historia natural y otros ramos de ciencias y artes. La traducción está ejecutada con mucha propiedad y exactitud, habiendo cuidado el traductor de omitir algunas expresiones peligrosas684.



En otro oficio posterior valoraba el censor la labor técnica de la versión, elogiosa en extremo: «La traducción está hecha con mucho conocimiento, con exactitud, claridad y pureza de la lengua castellana, y noto que el traductor ha tenido la destreza de omitir o suavizar algunas expresiones que antes eran peligrosas». Este tipo de libros de viaje, a mitad camino entre la narración pura y la información geográfica y humana, tenía un gran atractivo para los lectores que buscaban distracción y formación a un tiempo, más si, como en este caso, se trataba de un país exótico.

Comenzado ya el siglo XIX, creció el interés general por la traducción de novelas de tono sentimental, en un período de transición hacia el Romanticismo en el que triunfaba a la vez el drama sentimental, tan próximo en sensibilidad y habitual consumidor de fuentes narrativas de distinta procedencia, incluida la francesa. La profesora García Garrosa, siguiendo a Montesinos, menciona la versión llevada a cabo por doña M. J. C. X., en realidad María Jacoba Castilla Xaraba, de la Adelaida o el triunfo del amor (Madrid, 1801), obra de la famosa Mme. de Genlis. Se trata de una novela dirigida expresamente al público femenino al que, junto a los entretenidos episodios amorosos, densamente sentimentales, «da reglas a las señoras a quienes se dedica para conservar la virtud y el decoro en los distintos estados de la vida, les enseña los felices sucesos del amor dirigido por la virtud, y cuál debe ser su conducta en el matrimonio, en la educación de los hijos y trato de los domésticos»685. De las posibilidades educadoras de esta novela está convencida también la autora de la versión según advierte en el prólogo titulado «La traductora. A mi sexo»:

Señoras mías: Creo oportuno ofreceros esta producción de Madama Genlis en un tiempo en que la virtud y el decoro andan como fugitivos de nuestras concurrencias, después que han ocupado su lugar la disipación y el capricho. Sí, os presento a Adelaida educada en los principios sólidos del honor, que el desvelo y buenas máximas de sus amables padres grabaron en su corazón desde sus primeros años. Adelaida, siempre constante en ellos, se hace respetable, burla la audacia digna de nuestro menosprecio y del mundo todo; e, inalterable siempre a los reveses de la suerte y del vil ataque de la seducción, nos pone a la vista que el amor hace la felicidad de los hombres cuando le dirige la virtud, y los humilla y envilece si le anima la torpeza686.



Solicita a las mujeres que extiendan su poder en la sociedad y en la familia para conducir hacia la virtud «a los jóvenes sin seso», que yacen atrapados por los vicios, «afeminados en sus trajes y acciones». El discurso de la traductora resulta más bien conservador: tanta prevención moral parece reñida con una postura más comprometida en la renovación del estatus social de la mujer y de las posibilidades que le aseguraba el ideario ilustrado.

Esta misma tendencia moralizante sigue la catalana Juana Bergnes y de las Casas, joven traductora de dos novelas tituladas Lidia de Gersin o Historia de una señorita inglesa de ocho años (Barcelona, 1804), sobre original de Pierre-Antoine de Laplace, y Flora o la niña abandonada (Madrid, 1807), novela de la inglesa Elizabeth Sommerville a través del intermediario francés Théodore-Pierre Bertin687. Pensadas para la educación de las niñas, ambas narraciones son de asunto inglés, con autor de la misma nacionalidad, aunque vertidas desde el francés. Por estas fechas Cayetana Aguirre y Rosales publicó la novela, densamente moral y educativa, Virginia, la doncella cristiana (Madrid, Repullés, 1806), en cuatro tomos, original del autor francés Michel-Ange Marín688.

Voluntariamente he dejado para el final a una traductora cuya personalidad merece un recuerdo más detenido: Inés Joyes y Blake, que ha merecido la atención de la crítica689. Conocemos pocos datos de la biografía. De padres de ascendencia irlandesa, aunque la madre nacida en Francia, Inés vino al mundo en Madrid en 1731. Casó con el irlandés Agustín Blake, en fecha sin confirmar. Vivieron en Vélez-Málaga donde su marido se dedicaba al comercio de frutas, sobre todo de cítricos. De este matrimonio nacieron seis hijos, cuatro varones y dos mujeres, de los que al menos tres vinieron en el pueblo malagueño. El que llevaba por nombre de Joaquín se dedicó a la milicia llegando a Capitán General, presidente del Consejo de la Regencia de las Cortes de Cádiz. Ignoramos cualquier dato relevante sobre su formación, sobre sus vivencias familiares, sobre sus relaciones sociales.

Tradujo del inglés de manera literal la obra de Samuel Johnson Rosselas, prince of Abisinia bajo el título de El príncipe de Abisinia (1798), dedicada a Doña María Josefa Pimentel, duquesa de Osuna690. La elección de este autor no fue casual ya que pasaba por ser defensor de la causa femenina. La novela, por otro lado, ponía en acción a una protagonista escéptica ante el matrimonio, mujer liberal y predispuesta a adoptar nuevos roles sociales en la línea de las propuestas ilustradas. Es posible que la traslación estuviera realizada con anterioridad y que, por alguna circunstancia que ignoramos, la publicó más tarde con el propósito de añadir una «Apología de las mujeres» dirigida a sus hijas, escrito de apasionada doctrina feminista, acorde con la sensibilidad reformista del autor traducido. Joyes y Blake no quiere ser una simple espectadora en la polémica planteada sobre la situación de la mujer, y comienza su discurso con tono vehemente:

No puedo sufrir con paciencia el ridículo papel que generalmente hacemos las mujeres en el mundo: unas veces idolatradas, como deidades; y otras despreciadas, aun de hombres que tienen fama de sabios. Somos queridas, aborrecidas, alabadas, vituperadas, celebradas, respetadas, despreciadas y censuradas.691



Defiende la igualdad de los sexos, fustigando la opinión contraria que favorece a los hombres. No les deja a éstos en buen lugar: pedantes, falsos, tiranos, donjuanes. Se queja con amargura del destino de la mujer: «o como criaturitas destinadas únicamente a su recreo y a servirles como esclavos, o como monstruos engañosos que existen en el mundo para ruina y castigo del género humano». Y añade más adelante: «[...] toda su existencia se pasa en ser cuando niñas juguetes de sus padres y familias, y en llegando a la edad florida, idolillos vanamente adorados y ofuscados con el mismo incienso que se las tributa»692. Rechaza la tendencia habitual de los hombres de enjuiciar a las damas, ya que hagan éstas lo que hagan siempre serán reprobadas. Acepta la supremacía del varón en el hogar, sin que esto implique desigualdad de los sexos. Pide a la mujer que sea dueña de su propia honradez, y que ésta no provenga nunca del encerramiento. Defiende que es preferible permanecer soltera que casarse con un hombre al que no se ama.

Convencida de la necesidad de la instrucción femenina, piensa que es la única manera de elevar la condición de la mujer. Esta formación debe estar lejos de los usos actuales que los tiene por impropios: se la educa para servir al hombre y para desempeñar un rol de frívola, que sólo se preocupa por la hermosura, el garbo, el cortejo. El aprendizaje de la lectura no es garantía de formación, si luego se entretienen únicamente en leer comedias, novelas, vidas de santos, como complemento «a las labores mujeriles». Con un deje de ironía afirma que los hombres las prefieren ignorantes «porque sólo así mantienen la superioridad que se figuran tener». Añade algunos sabios consejos sobre las características que debe tener esta educación: hecha en colaboración entre padres y maestros, sin que confunda lo esencial (saberes útiles, corazón recto, fondo de religión) con lo accesorio que tiene que ver con «hacer la cortesía a la francesa, bailar con primor, presentarse entre gentes con despejo, hablar varias lenguas, conversar a la moda»693. Acepta que hombres y mujeres desempeñan roles diferentes que se derivan de sus peculiares condiciones físicas, sin que esto rompa el principio básico de la igualdad. Si su alegato resulta duro contra los hombres, tampoco es indulgente con el comportamiento de determinadas mujeres que colaboran en la pervivencia de esta situación social: preocupadas en servir, convertidas en objetos bellos, aunque no siempre pueden librarse de este estado a causa de la educación recibida, por lo que es prioritario solventar el problema de la educación de los hijos. En resumidas cuentas, la escritora quiere convertirse en paladín de esta transformación social que exige a las mujeres, llamando a la conciencia de su espíritu inquieto:

Yo quisiera desde lo alto de algún monte, donde fuera posible que me oyesen todas, darles un consejo. Oíd mujeres, les diría: no os apoquéis, vuestras almas son iguales a las del sexo que os quiere tiranizar; usad las luces que el Criador os dio. A vosotras, si queréis, se podrá deber la reforma de las costumbres que sin vosotras nunca llegará, respetaos vosotras mismas y os respetarán, amaos unas a otras694.



Su doctrina feminista se expresa en ocasiones con gran rudeza, sin hacer matizaciones en el comportamiento de los varones. Frente a lo que ocurre en la mayor parte de los casos de feministas militantes, no hallamos una justificación personal a su discurso, porque en lo que conocemos no tuvo problemas familiares, que la convirtieran en una mujer desengañada. Nadie le niega, sin embargo, la libertad para decir sin ambages sus ideas reformistas.

Retomando de nuevo el asunto de las traducciones, hemos podido comprobar que todas las traslaciones de novelas se hacían desde el francés, idioma que conocía la población culta y moderna, incluidas las mujeres. También se convirtió en intermediario en el caso de las traslaciones de obras que se escribieron originariamente en otras lenguas. Sólo El príncipe de Abisinia de Inés Joyes y Blake, de ascendencia irlandesa, se vierte directamente del inglés.

El recuento de la nómina de las traductoras de novelas permite desvelar que también en este ámbito podemos diferenciar dos maneras de llevar a cabo su tarea cultural. Por un lado certificamos la presencia de autoras que desarrollan su misión por diversión, por razones económicas, o por presentar al público historias divertidas, particularmente en relación con el mundo amoroso-sentimental (Castilla, Río y Arnedo, Aguirre). Frente a ellas encontramos a las literatas que pretenden colaborar con su trabajo en la empresa de la promoción de la mujer: buscan novelas que tengan un sentido formativo dentro del ideario progresista, escriben para promover la condición social de la mujer, e incluso practican un feminismo militante (Basarán, Cerda y Vera, Romero, Joyes y Blake). Aconsejaba en época temprana con evidente conciencia reformista Joaquina Basarán:

Nadie está más necesitado en el mundo del ejemplo que la bella porción de nuestro sexo. Y aún es mayor en nuestra España. Es verdad que hay entre nosotras indolencia, y es verdad que la mayor parte de ésta existe por falta de estímulo que la deseche [...] No estaríamos abismadas en nuestras modas y reducidas a discurrir de nuestros usos si unas a otras nos estimuláramos a elaborar nuestros pensamientos695.



E insistía en fechas posteriores con el mismo propósito María Romero Masegosa en el prólogo que antecede a las Cartas de una peruana:

Esta [traducción] con todas sus añadiduras y ribetes está destinada para las personas de mi sexo [...] Esto y el deseo de que se aplique e instruya mi sexo, me movieron a que añadiese algunas reflexiones. Son muy pocas las señoritas que procuran adornar su espíritu con la lectura de libros provechosos. Regularmente empleamos todos nuestros conatos en los adornos del cuerpo, teniendo, digámoslo así, ociosa y abandonada esta alma racional con que nos honró el Ser Supremo, y que nos distingue de los brutos. Me intereso en sumo grado en los adelantamientos de mi sexo; y ya que mis esfuerzos no pueden ser suficientes para inspirarles otro modo de pensar más ventajoso, les suplico que, apartando a un lado los aparentes obstáculos que puedan impedirles adornar sus almas con conocimientos propios de su nobleza, se apliquen a la lectura de libros morales e instructivos696.



Por eso se cuidan en elegir con cuidado los originales que puedan ser más provechosos para este propósito formativo de la mujer: como para los novelistas neoclásicos la novela antes que un producto cultural de pura diversión que se agote en el argumento intrincado, debe ser ámbito de reflexión social y, en particular, mostrar las inquietudes de la mujer nueva. Ya García Garrosa había señalado algunos desacuerdos que existían en el caso de las elección de las obras originales (conservadoras o neutras) de algunas escritoras de este bando (Basarán, Joyes, Romero), en todo caso aquilatado su ideario con los discursos complementarios. El estilo refleja semejantes inquietudes. Las traducciones de obras comerciales son, como las obras originales que emplean, menos cuidadas en lo formal, más inclinadas a utilizar los tópicos habituales de ese mercado (en temas y en recursos formales). Las progresistas intentarán pulir el lenguaje con naturalidad, para que transmita de manera evidente (como las fábulas que describen) sus ideas reformistas y de promoción de la mujer.

Pero la afición lectora del sector femenino abrió el mercado nacional del libro a otras experiencias culturales, como fue la traslación de numerosas novelas extranjeras escritas por mujeres: las novelistas traducidas. Algunas, como hemos visto en las páginas anteriores, fueron realizadas por las de su sexo, pero otras fueron llevadas a cabo por profesionales varones. Encontramos además una amplia nómina de novelistas en el espacio europeo, a pesar de que no siempre son de primera calidad. En Francia697 brillaron las admiradas Madamas de Genlis, Graffigny, Live de Épinay, Gomez, Riccoboni, Leprince de Beuamont, Tencin, Brayer de Saint-Léon... Y en Inglaterra hallamos figuras tan solventes como Sarah Fielding, Sophia Lee, Elizabeth Sommerville, Ana Ward Radcliffe, Elizabeth Helme, Charlotte Lennox Ramsay, Frances Burney...698

Las novelistas galas fueron mejor conocidas entre nosotros, por razones de cercanía geográfica y cultural, así como por cuestiones idiomáticas ya mencionadas antes. Stéphanie-Felicité Ducrest de Genlis (1746-1830), condesa de Saint-Aubin, fue una de las más renombradas entre nosotros. Era persona de clase aristocrática y acomodada, experta en temas educativos que dirigió la formación de las hijas de la duquesa de Chartres, congenió primero con la Revolución, pero luego fue represaliada y desterrada. Tiene una extensa producción que incluye asuntos de historia, pedagogía, ensayos y por supuesto obras narrativas como autora de novelas, relatos cortos y cuentos. Antes hemos mencionado la versión que había hecho María Jacoba Castilla de la Adelaida (1801). No fue, sin embargo, la que había abierto el camino hacia esta escritora a la que aceptan bien en todos los ambientes ideológicos. Ya en 1785 el activo Bernardo María de la Calzada699 había hecho una versión incompleta de Adela y Teodoro o cartas sobre la educación (Madrid, 1785), novela epistolar en la que los padres Adela y Teodoro, siguiendo el consejo de Rousseau, dejan la ciudad para educar a los hijos de manera oportuna en contacto con el campo y la naturaleza. Por este motivo parecía una obra excelente al traductor, ya que «todas las historias relacionadas en las cartas satisfacen al entendimiento, conmueven al corazón y excitan a imitar las buenas acciones». Las cualidades de la obra de Mme. Genlis fueron apreciadas por el exigente editor del Memorial Literario: «Así por lo exquisito de su gusto, pureza y nobleza de estilo, ternura de sus ideas y delicadeza de sus sentimientos, como por el particular talento que posee para educar la juventud e instruir a los padres e hijos»700. La buena recepción de esta obra obligó al editor a publicar una versión completa de la misma701. Les veillées du château (1784) fueron traducidas por el novelista Fernando Gillemán, académico de la Historia, con el título de Veladas de la quinta o novelas sumamente útiles (1788) que, en razón de su excelente acogida, fue reeditada en 1791 y 1804702. Tomando nuevamente el incontaminado marco rural, los tertulianos se reúnen en una quinta para contar una serie de historias que sirven para sacar unas enseñanzas morales en las que combina con habilidad la ficción narrativa con la moralidad, prefijando el camino a la novela moral que se desarrolló a finales de siglo y principios del Ochocientos. Recibió con agrado estas novelas el padre Andrés: procura «hacer ameno y deleitable con la variedad de hechos y con algunos episodios su romance harto gracioso», aunque advierte que «si el corazón no toma parte, si no fija la fantasía, las luces que puede recibir la razón no bastan para hacer deleitable, y que produzca interés, un romance»703.

Otra novelista francesa que tuvo una buena acogida entre nosotros fue Marie-Jeanne de Heurlas Laboras de Mézières (1714-1792), madame Riccoboni, actriz casada con el cómico Antonio Francisco Riccoboni aunque su matrimonio fracasó, y cuyas Oeuvres complétes fueron publicadas en París en 1790704. Fue autora de relatos sentimentales (novelas y «nouvelles») bien aceptados tanto en su país como en el nuestro, sensible a los problemas sociales de la mujer y aun feminista. En los últimos tiempos se han encontrado en sus narraciones la fuente de algunos de los relatos escritos por autores españoles. Montesinos había mencionado en su «Esbozo de traducciones» dos versiones: Cartas de Isabel Sofía de Valière (Valencia, 1805), anónima; Ernestina (Valencia, 1835) de Pedro Higinio Barinaga. Sin embargo, el primero que se interesó por la narradora francesa fue Pablo de Olavide, quien al redactar las ya mentadas Lecturas útiles y entretenidas (1800-1817) entre los argumentos que proceden de fuentes extranjeras está «Paulina o el amor desinteresado» cuyo origen es la Histoire d'Ernestine de Riccoboni705. Un reciente artículo de García Garrosa, investigadora especializada en esta materia, ha descubierto a otros tres autores españoles que hicieron versiones de alguna de sus obras, por más que ninguna de ella se imprimiera706. Comenzamos con la Novela del marqués de Cressy (1799), versión de Miguel de la Iglesia Castro que, aunque se aceptó su publicación en primera instancia porque «está adornada la colección de máximas morales de buena utilidad para los jóvenes de ambos sexos»707, en fechas posteriores fue víctima de la prohibición general de publicar novelas. Igual fortuna corrió Cristina, princesa de Suecia (1800) de Bernardo Cerat de Salvatierra, que presentó junto a otros dos textos franceses, y que el censor rechazó porque lejos de contribuir a la educación e instrucción de la nación, sólo sirven para hacerla superficial y estragar el gusto de la juventud, aficionándola a aventuras amorosas y lances caballerescos, sin ganar nada las costumbres y por consiguiente que no se debe permitir la impresión, ni la publicación de semejantes obras inútiles708.

Algo similar ocurrió con las Cartas de Miladi Julieta Catesbi a Enriqueta Campleis cuyo manuscrito aparece registrado en el Suplemento al Índice Expurgatorio (1806), sin indicar al autor de la versión, y que es la traslación de las Lettres de Milady Juliette Catesby. También el Decamerón español (1805) de Vicente Rodríguez de Arellano resulta menos hispano de lo que anuncia el título ya que está plagado de relatos que proceden de fuentes galas709. A las referencias que habían señalado algunos estudiosos, García Garrosa añade al menos dos traslaciones de sendas «nouvelles» de Mme. Riccoboni, que el dramaturgo navarro utiliza con cierta libertad: «La selva de Ardennes» y «Cristina de Suavia o la mujer como ninguna», relatos con personajes y argumentos diferentes pero con idéntica preocupación en profundizar en el tema de la felicidad humana, que definitivamente reside no en los bienes materiales externos sino en el interior del alma, donde habitan las inclinaciones naturales del hombre710.

De otras narradoras francesas se hizo un empleo más secundario y en época ya más tardía. Un desconocido D. J. S. Y. realizó la versión de Maclovia y Federico o Las minas del Tirol (1808), libro publicado hacía cuatro años por Louise-Marguerite Brayer de Saint-Léon, un animado relato amoroso plagado de aventuras y casualidades711. Claudine Guérin de Tencin (1681-1749) es autora de las Mémoires du Comte de Comminge (1735), cuyo argumento fue utilizado en época tardía parcialmente en varias piezas de teatro (Comella...) y en prosa, incluida la traducción anónima Historia del conde de Comminge (París, 1828)712.

Cerramos esta relación hispano-francesa con el recuerdo de Germaine Necker Staël-Holstein, madame de Staël (1766-1817)713, cuyo salón parisino tuvo gran reclamo entre los hombres de cultura de su tiempo, que sobrevivió a los sucesos revolucionarios como centro de intrigas políticas y defensora del ideario liberal, por lo que fue desterrada en varias ocasiones. Novelista con escasa obra, fue ensayista de reconocido prestigio sobre temas sociales, estéticos y literarios que tuvieron una gran relevancia en la Europa de la transición al Romanticismo: De la influencia de las pasiones sobre la felicidad de los individuos y de las naciones (1796), De la literatura considerada en sus relaciones con las instituciones sociales (1800). De la escritora francesa fue latamente conocido entre nosotros su Essai sur les fictions (1795), donde explica sus ideas sobre la novela, como forma de conocimiento del mundo y de nuestra propia vida, guiada por la imaginación y la sensibilidad al retratar a los personajes, empeñada en mostrar las pasiones del hombre. Este texto teórico no fue traducido al castellano pero queda su nombre citado con frecuencia, mientras que sus ideas teóricas fueron bastante conocidas entre quienes se ocuparon de la retórica de la novela714. Está todavía mal estudiada la proyección de esta literata francesa en nuestras letras.

Las letras inglesas de los últimos tiempos habían apostado de manera prioritaria por los temas sentimentales. De esta fuente nacieron los argumentos de numerosos dramas y novelas que se extendieron por toda Europa. Francia se convirtió en su principal destinatario, desde donde se remitió a otros países, incluida España715. Las novelistas inglesas fueron menos conocidas entre nosotros a causa del idioma716, o lo fueron de manera indirecta a través de los intermediarios franceses.

Hija del gran músico inglés Carl Burney, viajero por París, autor de innumerables partituras para óperas, Frances Burney (1752-1840) fue conocida como madame d'Arblay al casar con un general francés. Escribió un buen puñado de novelas sobre asuntos sentimentales que tuvieron un rotundo éxito de lectores y, póstumos, su Diario y Cartas en siete volúmenes. El autor y traductor Fernando Gillemán había trasladado en 1794 la narración Cecilia o las memorias de una heredera, escrita por la autora hacía doce años, que no consiguió superar la licencia de impresión717. Casi coetánea fue la londinense Ana Ward Radcliffe (1764-1823), casada con el director del English Chronicle. A pesar de sus fracasos iniciales, sus historias góticas, con episodios terroríficos y numerosos incidentes, la convirtieron en una de las autoras más leídas por los lectores europeos. La versión más antigua Julia o los subterráneos del castillo de Mazzini (1798), fue realizada por mano desconocida. Ya en la primera década de siglo se conocieron El italiano o el confesionario de los penitentes negros o El castillo de Nebelstein, en versión de Teodoro Guerrero.

Al amparo de la obra maestra de Cervantes habían surgido en la España del XVIII toda una serie de relatos que intentaban continuarla. Pero nuestro narrador se había convertido en modelo de un cierto tipo de literatura empleada para convertirla en plataforma censoria de la sociedad o de aspectos culturales. En El Quijote sainetero (1769) Manuel del Pozo se mofaba de los malos poetas y de los dramaturgos populares. En esta misma línea se debe entender la novela de Charlotte Lennox Ramsay Don Quijote con faldas (1808), que fue traducida por el infatigable B. M. de la Calzada desde el inglés718. En esta cuidada versión, la narradora, recuperando la intención primigenia de Cervantes, inventa unos episodios que le permiten desengañar a quienes confunden la realidad con la ficción novelesca, que especifica en las novelas «ridículamente heroicas» de la narradora francesa Mme. Scudéry, cuya protagonista Arabela las tiene «por pinturas verdaderas de la realidad».

Con estas reflexiones sobre las novelistas extranjeras traducidas cerramos este apartado en el que hemos presentado un panorama de las narradoras españolas. La escasa producción nacional ha sido complementada con las traducciones de novelas europeas, sobre las que se han hecho versiones más o menos originales, que mantiene viva la narración femenina.







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