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ArribaAbajoLa historia de un caminante, o sea Gervacio y Aurora y su autor

Estevan Arellano



Council for the Arts
Santa Fe (N. M.)

Hace un siglo que un joven nuevo mexicano del área conocida como el «Llano Estacado» se encontraba escribiendo -posiblemente bajo la opaca luz de una lámpara- sin saber que después de cien años iba a ser resucitado su trabajo y por fin presentarse al mundo. Ese joven era Manuel M. Salazar, quien fue comerciante de profesión y poeta y prosista de vocación. Nació en El Puertecito, Nuevo México, en 1854. Se educó en el colegio de San Miguel en Santa Fe, y se dedicó al comercio en Springer, hasta su muerte en 1911.

Aunque Salazar escribió mucha poesía (el que esto escribe tiene en su posesión un manuscrito de poesía suya escrita entre 1878 y 1880 y que titulamos provisionalmente Poesía de Rayado), que sepamos La historia de un caminante, o sea Gervacio y Aurora es la única novela que escribió. Escrita en 1881 cuando Salazar tenía 27 años de edad, la novela traza la historia de Gervacio, joven de buen humor y de malos amores que, como se ve en el capítulo que se publica aquí por vez primera, va de amor en amor como el pícaro va de hazaña en hazaña.

En la novela Salazar se preocupa no sólo de plantear las historias amorosas del protagonista, Gervacio, sino además hacerlo de tal manera que haya una relación entre el paisaje y las emociones de los personajes. Esto y el hecho de que completamente evita el mundo real -recuérdese que en esta época la región en que vivía el autor era acosada por bandoleros de todo tipo-, hacen de él un escritor romántico. De hecho, al leer la obra quedamos con la impresión de que el Nuevo México de ese entonces era una utopía que gozaba de una vida pastoril sin igual.

Así y todo, con esta obra la literatura chicana -de la «nacioncita de la Sangre de Cristo»- puede celebrar el centenario de la novela. Un siglo después que se escribió, estamos haciendo «memoria» de la «musa» del señor Salazar.


ArribaAbajoLa historia de un caminante, o sea Gervacio y Aurora (capítulo 19)64

Novela de Manuel M. Salazar


Pasados unos tres días volvieron don Tadeo y esposa, y Gervacio, al hallarles en casa cuando volvió de la escuela, se llenó de alegría pues amaba mucho la compañía de don Tadeo quien era un hombre de genio, excelente orador, consejero en la ley, gran estadista y politicastro. Ambos se hablaron, y don Tadeo, tomando la palabra, le dijo a Gervacio:

-No sé si te sentirás conmigo porque me he tomado la libertad de sacar tus cartas de la casa de correos; no diré «cartas» porque nomás una había, la cual traigo consigo y, si no me engaño, aseguro que es de Rogerio de la O, yo conozco muy bien su forma en escritura.

Entonces, tomando la palabra, Gervacio dijo a don Tadeo que lejos de enojarse estaba contento al ver que se había dado el trabajo y molestia de inquirir en la estafeta por su correo. Por otra parte le dijo:

-Muéstreme esa carta y le doy mi palabra que si es de mi caro amigo don Rogerio, le permito que la lea, contenga lo que contuviere, sea bueno o malo su contenido.

-Muy bien -repuso don Tadeo-, aquí la tienes.

Vio Gervacio el sobre escrito y conociendo que era de don Rogerio, la dio a don Tadeo para que la abriese y leyese, lo cual hizo al momento y como la leyera en alta voz esto se oyó:

Valles de la Luna
Mes de Noche Buena
Don Gervacio Morales

Caro Señor:

Sepa y entienda vuesa merced, que desde su ida para el Puerto del Navegante, me he visto obligado a tocar mi instrumento a solas, lo cual he extrañado mucho, y quizá lo hago tan mal que Susana me regaña cada vez que toco, y me dice «que no valgo la pena»; y quizá es verdad porque, aunque haya habido saraos aquí, no por eso he tocado yo. Hace como ocho días que estuvo Segismundo aquí, pero como Aurora se halla en el convento, como usted lo sabe, pronto se volvió para su lugar que es el Golfo de los Batanes. Yo hablé con él y, según oí sus expresiones, me parece que tiene mucha afección a Aurora, pero con todo me atrevo a decir que «le tiene más odio a usted que amor a su querida». De otras novedades no las hay, porque «si se habla de cosecha» no será del todo nuevo porque cuando usted se fue ya muchos habíamos segado las mieses y ahora que estamos en el primer mes del invierno, nada se ve, si no es nieve y hielo y puertas cerradas y gente sentada al lado del fogón o buscando resolana.

En fin como no hallo qué noticias darle porque de todo estamos escasos aquí, le suplicaré más que sea que me noticie algo acerca del alboroto que causó su carta para Elmira. Pues ya me imagino verle todo apaleado, regañado, azotado, y aún temo que haya sido desdeñado por Luscinda, lo cual sería peor que la más dura penitencia, zurra o castigo, para un jocoso como lo es usted, para que se le quite la manía de engañar a los pobres ignorantes, como me sucedió a mi cuando leyó la misma carta a la cual me aludo o refiero.

Dígame además si don Tadeo Mendoza es vivo o es muerto porque desde que me casó y lo casé casi que no le veo, y ya me da cuidado al no saber de su salud. Si le viera dígale que dijo su padrino que le escribiese a su ahijado, y que le diga a su esposa que dijo su madrina que le mande unos aguinaldos para su ahijada y que si viere a su cuñada que le diga que salude a su hermano.

Por último, rogando a Dios por la buena suerte de usted y de sus padres y vecinos, prójimos y hermanos, me suscribo como su maestro que le desea felicidades y más talento que el que tiene para oírle alguna vez tocar de una manera que sea digna de ser oído.

Don Alfredo y doña Beatriz están sanos y salvos y rodeados de hijos, como la luna lo está de estrellas, nomás la Aurora les falta. Adiós por esta vez y no me olvide.

Soy como antes Rogerio de la O.

Mucho les gustó la carta de don Rogerio pues hablaba con bastante claridad; y mucho más les llamó la atención en aquello de Aurora y Segismundo y el Golfo de los Batanes, como también la carta de Elmira; de todo lo cual les dio Gervacio una clara explicación, que le tomó dos luengas horas para hacerlo.

Pasado eso salió Gervacio para el Ojo de los Encantos, a ver si pudiera cazar algo; al verse cerca del pantano, vio que algo blanco se movía, dirigiose hacia allá, y al acercase notó que lo que se movía, no era otra cosa sino una criatura del bello sexo; mirábala «de hito en hito» y admirábase de su hermosura; sus vestidos, que eran blancos, hacían memoria de un Himeneo, pues la guirnalda de flores que adornaba sus sienes completaban el vestido nupcial. En sus ojos se veía el recato, en sus labios la modestia, en su movimiento la humildad y en sus carrillos «el fuego del amor». Sus manos descansando, la una sobre su pecho y la otra sobre su labio, emblema eran de su interior sufrimiento y de su notable y tal vez penoso silencio.

Encantado Gervacio, osó acercarse más para meditar sobre tan grande belleza; al hacerlo, la ninfa desplegó sus labios y así dio asomos de su dentadura que bien pudiera llamarse una hilera de marfiles entre labios de coral; luego, fijando su vista en la de Gervacio, parecía informarle por medio de sus lágrimas lo amargo de su situación; y, en fin, descubriéndose el pecho pudo tal vez hacerle saber lo recto de su amor, así como también le mostró lo triste que estaba, oprimiéndose el pecho e inclinando su cabeza como para exhalar el último aliento.

Gervacio, enternecido, le decía:

-Tus ademanes demuestran tus penas, así como tu rectitud. Yo te diviso y me compadezco de ti, pues tu silencio prueba lo grande de tu aflicción, permíteme saber tu nombre y tal vez aliviaré tus sufrimientos.

Pero la ninfa «tan seria como la meditación», probaba su heroísmo ocultando y guardando para sí el motivo de su aflicción, y no queriendo descubrir quién ella era.

Por último sacándose un papel de entre sus vestidos lo colocó sobre una roca contra la cual estaba recargado Gervacio, y, haciendo una mediana inclinación en forma de «Adiós», se retiró con tanta velocidad como el relámpago. Gervacio quedó tan sorprendido y admirado al haber visto aquello que sin pensar en la caza se volvió para su mansión muy pensativo. El papel de sobre la piedra lo tomó Gervacio, pero estaba tan absorto que no quiso leerlo hasta verse con don Tadeo. Llegado allí, le informó todo cuanto queda referido respecto a la ninfa y, don Tadeo, no menos admirado, tomó el papel que traía Gervacio y lo leyó y esto contenía:

Sabrá quien éstas lea, que yo soy una pobre desgraciada, quien a pesar de haber nacido hermosa, rica e inocente, hoy, debido a mis simplezas, vivo distante de la sociedad; en la indigencia me hallo, y «la malicia» hace mi ruina y causa mi destrucción; aconsejo pues a todas las jóvenes que naturaleza las brinde con la hermosura e inocencia, aunque no con la riqueza, que si el amor se enciende en su corazón, que hagan que esa llama un solo objeto la cuide, y que su hermosura no procuren que todos la admiren; ni hagan porque todos la alaben, porque al hacerlo, caerán en el yerro cual yo, pues, habiendo nacido hermosa, debería haberme conformado con el don con que natura me brindó, pero no; «llena de una gloria vana» y de un deseo de ser admirada amé a un joven, pero no contenta con su sola afección, hacía por ser admirada y acariciada por muchos, lo cual sabido por mi pretendido y amado, vino a ser la ruina mía, puesto que él retiró sus afectos porque sabido era que yo no los consideraba ser bastantes o no hubiera anhelado por las caricias de otros. Abandonada por él, lloré y abandoné la sociedad; víneme a estas cavernas a pasar mis días y a dar mis quejas a estas rocas que me sirven de compañía; ya estoy cierta que del mundo nadie me aprecia, ni aun aquél que delante del Eterno juró amarme, pero no lo culpo a él sino a mi loca fantasía, y ya lista como lo estoy para esperar la muerte declaro que perdono los procederes de justicia por cuyo nombre llamaré a mi amado, y así mismo reconozco la verdad del refrán que dice: «El que todo lo quiere todo lo pierde». Lo cual es imposible, porque «el amor que a muchos se profesa a ninguno pertenece». Confírmese pues quien escarmiente en mí con el solo afecto de un individuo y vivirá feliz, y no se esfuerce en conseguir lo que le será un perjuicio más bien que un provecho. Miremos a las libertinas, ellas aman a todos; ¿pero qué sucede? Su amor es mentida, luego todos aquellos quienes han sido amados y apreciados no podrán ni contarse por ser amados mucho menos absolutos poseedores de la afección de aquélla quien les amó; ¿y por qué sucede así? Porque bien sabido es que «lo que es de todos no es de nadie».

Quien me venga a buscar no me hallará porque a remedo de la pobre eco, alzo mi voz para lamentarme, mas no habrá consuelo para mí, lo mismo que no lo hubo para el pobre eco quien respondía a los lamentos de su adorado Narciso pero sin ningún consuelo. Mi residencia es el mundo, y mi nombre

La Experiencia

Habiendo acabado don Tadeo de leer aquello dijo a Gervacio:

-Sin necesidad de gastar pólvora y ninguna munición, cazaste esta escritura la cual te vale más que el más emplumado pato, y ésa que se te aproximó debe haber sido alguna joven desdeñada por su amante, puesto que así mismo lo declara ella, y también te diré que es la única criatura que reconoce sus yerros y aconseja que por medio de ella escarmientan otras; esto de no amar sino a uno es cosa buena y justa también, aquello de amar a todos o coquetear con todos es el daño mayor que le puede venir a la reputación de un joven o a una joven. Pues al uno le llamarán «vagamundo», «Pillo» y «callejero», y a la otra la nombrarán «ramera», «libertina», o «enfermedad común», si se esfuerzan en llamar la atención de todos; y, en fin, si el uno o la otra se han apalabrado y sus amantes ven sus portes, les abandonarán y harán bien; y así reconocerán (los sedientos por el aprecio público) que «quien todo lo quiere todo lo pierde».

-En verdad -dijo Gervacio- yo me alegro ahora de haber ido a la caza, pues si me hubiera quedado acá, nada desto me pasara; la presencia desa joven me inspiró amor y compasión, y a la vez que ella por ocultar su nombre verdadero se nombra con el de «La Experiencia», ya puedo jactarme yo de haber conocido, hablado y tratado con «La Experiencia» misma, quien me ha dado tan buena ilustración en eso de amar que ya si sucediere que yo me perdiese, será por capricho, y no por falta de avisos; y no avisos vulgares, sino de «La Experiencia».

Pasado eso se fue para su aposento pues ya la noche se acercaba dando lugar a las tinieblas, puesto que la luna no alumbraba. Pasaron días, unos tras otros, y Gervacio no encontraba el sueño y un dolor en el corazón le daba la muerte; él no podía saber a causa de qué le venía esto, sino que en continuo sufrimiento «iba de mal en peor»; tenía ganas de suspirar, y no le era posible, de modo que «iba secándose en vida», porque ya su color había desaparecido y una palidez cubría su semblante lo cual le hacía aparecer un esqueleto o difunto.

En medio de un tal sufrimiento estaba cuando un tal Augusto Estadio del Puerto del Navegante le informó que su hija Clara se casaba ese mismo día en la tarde con don Alfonso de Vega, hijo de don Andrés de Vega, y que, como amigos que eran, le avisaba para por ese medio verle presente en la boda. Gervacio le agradeció su atención y le prometió que aquella misma tarde estaría en el Puerto del Navegante.

-¡Ea pues! -dijo don Augusto-, me voy confiado en que honrarás a mi hija con tu presencia y de ello daré noticia a don Reyes.

-Bien -repuso Gervacio-, allá nos veremos.

Y diciendo «Adiós» se fue don Augusto, y Gervacio entró a desempeñar su tarea en el cuarto de estudio en donde le aguardaban sus pupilos. Despachó sus alumnos media hora antes del tiempo regular y al llegar a su casa informó a don Rómulo de la venida de don Augusto, así como las nuevas que le trajo y la invitación que le hizo.

-¿Conque te invitó? -preguntó don Rómulo.

-Sí -contestó Gervacio-, y es mi deseo irme para allá ahora mismo, y volveré mañana por la tarde que es domingo.

-Enhorabuena -replicó don Rómulo-, anda, y Dios vaya contigo.

Mientras que Gervacio se aderezó, don Rómulo ensilló su caballo, y sin mucha broma salió Gervacio para el Puerto del Navegante, a cuyo lugar no pudo llegar hasta como las diez de la noche, y eso a costo de mucho trabajo, pues el suelo estaba cubierto de nieve y, en aquel mismo momento, la nieve caía en abundancia. Llegando a la casa de don Reyes llamó a Olivero quien al punto dio traza de llevar el caballo al establo, mientras, por el otro lado, Gervacio se hallaba entre don Reyes y Marta, calentándose al fuego puesto que la noche fría estaba. Después de haber conversado un rato y calentádose bien salió acompañado de don Reyes y Olivero para la sala de bailes con la intención de bailar con su adorada Luscinda.

Llegado al salón, fue saludado por casi todos los que allí se hallaban pero con mucho más cariño por el señor Normando y Amalia porque Luscinda, aunque le saludó, no fue con gusto, pues parecía estar de mal humor o enferma, con todo «no hizo mérito» a lo agrio de Luscinda sino que como la música resonaba con tanta melodía le vino un grande deseo de danzar, y, para hacerlo, solicitó a su querida Luscinda para que le acompañase. Ella lo hizo pero no de muy buena gana, lo cual, visto por Gervacio, no sabía a qué atribuir tal despego, y, al mismo tiempo, su corazón sentía un dolor inmenso, porque es bien sabido que «de quien se quiere se siente».

Cuando hubo acabado de bailar le asió del brazo un joven muy bien parecido llamado Alejo, quien dijo a Gervacio que deseaba verle a solas. Gervacio le dio al punto debida atención y saliendo fuera del salón le dijo Alejo:

-Gervacio amigo, te suplico tengas la bondad de leerme una carta que recibí hoy mismo, la cual me envió la joven Luscinda.

Al oír esto Gervacio quedó aturdido y no halló ni qué replicar por un momento; por último, recobrándose un poco de tan repentino choque, dijo a Alejo:

-Pero para leerte esa carta es menester que vayamos a un lugar privado, de modo que si te place que vayamos para la casa de mi tío don Reyes, allí podré leerte la carta.

-Vamos -dijo Alejo-, mejor lugar no se puede encontrar.

Llegados allí entraron a un cuarto, y dándole Alejo la carta a Gervacio, él la leyó y esto contenía:

Puerto del Navegante
A trece de diciembre

Estimado Alejo:

Mucho sentí haberte despreciado cuando tus padres con tanta política y cortesía me solicitaron para ti; pero eso fue debido a que yo tenía dada mi palabra a Gervacio Morales, creyendo que él era un joven honesto, por su apariencia juzgándole.

Pero ahora, que mi primo... me dio una clara información de lo que él es, mal haría yo si me llegase a casar con él; mi primo me juró que lo que me dijo es cierto y si lo es diré yo que no convendré jamás en casarme con un joven como él, cuyos atributos son los de vago, ladrón y homicida.

Dime, Alejo querido, ¿qué confianza podré tener de tan mal y ordinario carácter? Ninguno, Alejo mío, toda mi felicidad depende de ti, y si tú me amas como yo te estimo, te ruego que me pidas y me casaré contigo a despecho del mundo. Si temes que mi padre se oponga a mis deseos de ser tuya, emprende una fuga, y «tomaremos las de Villadiego»; para eso, dime cuándo te espero, adónde y a qué hora, pues sin noticia tuya no me es posible acertar tu llegada.

Mis deseos son sacar dinero para retirarnos a un lugar distante, porque muchos han de ser los que nos persigan. Con que confiada en que tú me amas espero ser tuya del modo que se pueda. Cuéntame como tuya y dispensa mis errores pasados.

Tuya y del todo

Luscinda Pérez

Luego que Gervacio hubo leído la carta que Luscinda le escribió a Alejo, se paró y le dijo:

-Querido Alejo, no creas que yo me sentía por la información que Luscinda ha dádote de mí, lo que sí haré es congratularte, pues es gran dicha que esa joven te estime; yo, es verdad, la amaba para esposa pero al ver que guarda más afectos para ti, felicito tu buena ventura, y confía en mí con sinceridad, pues, aunque envidio tu suerte, no por eso estorbaré tu matrimonio. Por otra parte, tú mismo ves que Luscinda te dice en su carta que «dada» me tenía su palabra, eso es tan cierto, como el amor que ahora te profesa. Luego pues no pudiendo yo negar esa verdad, te ruego, querido Alejo, que me dejes esa carta a mí para guardarla; pues es fácil que llegue a suceder que el señor Normando me acuse en una corte por rompimiento de mi palabra si intento casarme con otra y no con Luscinda, y en un caso tal esta carta será mi mejor evidencia, para salir sin riesgo, y por ella misma quedarás tú reconocido como el solo, único y verdadero dueño del amor y persona de Luscinda; conque determínate, ¿me dejas la carta?

-Sí -replicó Alejo-, tómala y haz de ella lo que sea justo y equitativo para ambos.

Al decir eso convinieron en irse para el baile a cuyo lugar llegaron ambos de brazo.

Luscinda, al verles entrar dese modo, dio traza de irse, lo cual hizo en unos minutos, y tanto Alejo como Gervacio extrañaban la tan repentina ida de Luscinda, así como también hablaban de su gruesa y crasa malicia, pero, en fin, rodeados de otras hermosuras más leales y modestas quisieron pasar el rato divertidos, bailando a sus anchuras, y de un modo tan amigable que quien los viera no habría podido ni sospechar que caso alguno les pasara; acabado el baile cada quien se retiró para su casa o posada.

En la mañana siguiente el señor Normando vino a la casa de don Reyes y allí suplicó a Gervacio que fuese con él para su casa y que viese a Luscinda, quien estaba melancólica y desasosegada, y añadió:

-Tal vez tu presencia la alegrará.

Se fue Gervacio a ver a Luscinda y, al mirarla, la saludó con su acostumbrado cariño y cortesía, pero viendo en ella un despego desmedido, y un silencio tan cruel y enfadoso, apartó de ella su cara y sentándose en una silla cerca de una mesa, adonde escribió en un pedacito de papel que allí había el siguiente soneto a Luscinda:



Cantar quisiera, con divino acento
para alabar tu ser no remedado,
pero ¡ay desdicha mi pecho traspasado
por causa tuya, hoy muere de tormento!

Tú misma ¡oh ingrata! pusiste el sentimiento,
tu labio inicuo la sentencia dio,
yo soy quien sufro, y el mortal soy yo
quien por tu causa, exhalaré mi aliento.

El Cielo tus crueldades compadezca
y a su turno a mi desgracia dé consuelo,
aunque tu amor jamás me pertenezca.

Que yo aunque triste esté mi duelo
no me priva de que yo te ofrezca
mi amor en este mundo y en el cielo.

Tu aprobiado

Gervacio Morales

Mucho lloró Luscinda cuando leyó el soneto que Gervacio le compuso, y él, no pudiéndose quedar más tiempo allí, salió a llorar a un bosque adonde Dios y él nomás fueron testigos de lo que allí pasó. Cansado de dar gemidos, se fue para la casa de don Reyes queriendo, o al menos haciendo fuerza, ocultar su sentimiento, pero mal que le pesara llegó allí cabizbajo y triste, y sin quererse aguardar más allí ensilló su caballo diciendo «Adiós» a sus tíos, quienes quedaron muy pensativos al ver el triste semblante del tan alegre Gervacio.

De la casa de don Reyes se dirigió Gervacio para la del Señor Normando para separarse de él, de su esposa y de su infiel e ingrata Luscinda. Habiéndoles dicho «Adiós», a caballo se marchó, más triste que lo que estaba cuando Aurora le halló en el bosque lamentándose, y más sentido que cuando Segismundo le trastornó con Aurora, y más apesarado y sin vida que lo que estaba cuando don Augusto le invitó para la boda de su hija el día anterior; pero sí ya iba muy bien satisfecho de lo que es la falsedad en la mujer, y lo poco que vale para ellas un «Sí». En fin, en su camino lloró, suspiró y gimió y así dese modo llegó a su casa «herido con la daga de la ingratitud».